Luis Rubio
La parálisis de la que tanto nos quejamos me recuerda a la idea de los «laboratorios de democracia» que proponía Louis Brandeis, juez de la Suprema Corte de EUA. Su argumento era que no es posible establecer reglas para todo, sino que hay que dejar que las cosas fluyan y se acomoden, que se experimente hasta que triunfe la mejor manera de lograr el desarrollo de una sociedad. A veces pienso que la vertiente mexicana de ese laboratorio acabó produciendo algo parecido a la isla del Dr. Moreau, la novela de H.G. Wells sobre horrendos experimentos de vivisección en que se mezclaban hombres y bestias.
Para comenzar, no tengo duda alguna que en el país hemos confundido democracia con parálisis. Me pregunto si la causa de la parálisis es «estructural» como algunos sugieren o producto de circunstancias específicas.Por ejemplo, mientras que alguien que viola las reglas establecidas en Inglaterra (como una manifestación no autorizada)sufre el embate directo e inmisericorde de las autoridades, aquí se privilegian las marchas, los plantones y los bloqueos. Algunos dirán que se trata de una decisión política: para quien toma decisiones puede ser menos costoso atender y proteger al manifestante que sufrir el desprecio de la ciudadanía. Pero al menos en ese ejemplo no hay duda de que, primero, hay un cálculo político y, segundo, la autoridad tendría la capacidad de actuar si estuviera dispuesta.
Sin embargo, qué pasa cuando «las cosas no suceden», cuando un gobierno propone una legislación y ésta se atasca, cuando se negocia un tratado de libre comercio y éste es rechazado en el Senado. En estos casos, ¿estamos hablando de un cálculo político o de simple incompetencia?
Vayamos al inicio, al asunto de la famosa parálisis. Si por parálisis uno se refiere al proceso legislativo y a la relación congreso-ejecutivo, no cabe duda que la presunta parálisis comenzó cuando el PRI perdió la mayoría legislativa en 1997. El entonces nuevo congreso se quiso distinguir de sus predecesores por medio de no conformarse a los deseos del presidente omnipotente de antaño. Basta recordar algunos de los discursos -pomposos, fanfarrones, absurdos y hasta ofensivos- por parte de legisladores de oposición en sus respuestas al Informe Presidencial de aquellos años para constatar que el objetivo explícito era cobrar una factura histórica, no fundamentar un mejor gobierno.
Pero no hay que exagerar: el congreso es un ente mucho más activo desde 1997 de lo que era antes. Hoy se aprueban muchas más leyes y muchas de las que se aprueban responden a toda clase de personas e intereses que nada tienen que ver con iniciativas del ejecutivo (un tema que en sí amerita un estudio serio), pero demuestra que, lejos de paralizado, el congreso ha estado por demás activo. Pero eso también es cierto para iniciativas presidenciales: Ma. Amparo Casar ha estudiado las reformas constitucionales y aporta un número que lo dice todo: en los quince años a partir de 1997 se aprobaron 64 decretos constitucionales, comparado con 42 en los quince años previos. La parálisis es un mito.
Lo que sin duda sí ha cambiado es el hecho de que las iniciativas presidenciales ya no se aprueban de inmediato y algunas nunca. La famosa «congeladora» está saturada de iniciativas que no prosperaron. Sin embargo, eso no prueba parálisis ni es necesariamente malo. A mí me parece que es por demás relevante, y en muchos casos loable, que se haya terminado la pésima costumbre de que el congreso refrendara cualquier cosa por el hecho de que la enviara el ejecutivo. Aunque estamos lejos de haber construido un sistema de pesos y contrapesos, al menos ya existe alguna limitante al potencial de abuso por parte del ejecutivo que antes era la norma.
Dicho esto, es evidente que tenemos un problema. Más allá de los números, todos sabemos que el país requiere cambios importantes en diversos rubros y que casi ninguno de estos ha prosperado en el congreso. Si bien el congreso ha sido hiperactivo, el país lleva años a la espera de que se modifiquen leyes en temas económicos. Esto me lleva a pensar que, una de dos: o bien los políticos están inmovilizados por una combinación de inercia y falta de espina dorsal, o simplemente no tienen la capacidad, sobre todo la habilidad, para construir los procesos políticos que hagan posible el avance de las respuestas y soluciones requeridas. Obstáculos que parecen insignificantes nuestros políticos los hacen ver como si se tratara del Himalaya.
Esta reflexión me lleva a dos conclusiones. Primero, los problemas del país nada tienen que ver con la existencia de mayorías legislativas y, por lo tanto, suponer que éstas resolverían el entuerto del desarrollo es no sólo una quimera sino un auto engaño. Y, segundo, el problema fundamental reside en la pasmosa ausencia de capacidad de operación política que han evidenciado los últimos tres gobiernos.
La noción de que todos los problemas se resuelven con una mayoría legislativa es, por decir lo menos, pueril. Implica suponer que la vieja estructura de controles políticos se puede reconstruir por el mero hecho de que un partido controle la presidencia y el congreso. Si algo es evidente hoy es que los políticos, de todos los partidos, han aprendido a utilizar su independencia relativa para no dejarse arrollar por el presidente. A la vez, la presidencia ya no cuenta con los instrumentos para imponer su voluntad. Pretender que todo se resuelve con volver al pasado es verdaderamente ingenuo.
El problema de fondo reside en otra parte: además de los controles que lo caracterizaron, el sistema priista fue efectivo en términos de mantener la capacidad de imposición y control porque a su inicio forjó un arreglo político que le permitía legitimidad, distribución de beneficios y lealtad de sus estructuras. Eso desapareció en el curso de los ochenta. Lo que hoy se requiere es un nuevo arreglo político que logre el mismo objetivo pero ahora con fuerzas disímbolas en un sistema abierto. El prerrequisito para poder construir un sistema funcional susceptible de encarar los retos que el país enfrenta es la construcción de un nuevo arreglo político. Se requieren mayorías pero producto de coaliciones, no de imposición.
El gran déficit de los últimos tres sexenios reside en la incapacidad o incompetencia política de nuestros gobernantes. No es un problema nuevo, pero la fortaleza de las estructuras de control de antaño permitía que hasta un incompetente gobernara. Hoy se requieren habilidades políticas que le permitan a la próxima presidencia trascender los límites de un sistema disfuncional para, idealmente, construir uno para los próximos cien años.
@lrubiof
a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org