Huevo y gallina

Luis Rubio

La perspectiva que uno toma sobre los asuntos públicos determina la forma de actuar. Joseph de Maistre, un estratega y crítico de la Revolución Francesa al final del siglo XVIII, escribió que «la opinión es tan poderosa que puede alterar la naturaleza de un mismo evento e incluso darle dos nombres distintos, sin mayor razón o justificación que un capricho. Un general comanda a sus tropas entre dos ejércitos enemigos y le escribe a su rey: ‘Dividí al enemigo, él ha perdido’. Su contrincante le escribe a su rey: ‘Se puso entre dos fuegos, está perdido’. ¿Cuál de los dos está en lo cierto? El que sea atrapado por la fría diosa del miedo: Es la imaginación, no la realidad, la que pierde batallas».

En México vivimos una guerra de perspectivas, visiones y opiniones. Todo se combina para complicar la toma de decisiones y confundir a la sociedad, como si fuera un objetivo expreso. En la medida en que nos acercamos a la justa electoral, el nivel de confusión no podrá sino elevarse. Y hay buenas razones para ello.

Cuando las instituciones son fuertes y limitan el ámbito de acción -es decir, restringen el poder efectivo- de quien ocupa la presidencia, la persona del presidente se torna importante pero no crucial. De esta forma, independientemente de las diferencias naturales entre partidos y candidatos, ningún inglés o canadiense percibe que su país va a morir o vivir como resultado de una elección.

Lo contrario es cierto en naciones con instituciones débiles, donde la persona que ocupa la presidencia tiene un impacto descomunal sobre el devenir de su país. Basta contrastar el resultado de la gestión de Hugo Chávez en Venezuela con la de Luis Ignacio Lula da Silva en Brasil para hacer evidente el resultado. La persona importa.

El país enfrenta desafíos fundamentales que tendrán que ser atendidos en los próximos años. Los problemas de seguridad, crecimiento y estabilidad política requerirán respuestas que ya no admiten mayor evasión. Quien ocupe la presidencia tendrá que actuar innovando. La pregunta evidente es quién logrará la transformación necesaria sin afectar, más bien consolidando, los derechos de la ciudadanía. Todo esto sin provocar una crisis financiera en el camino. La fortaleza intrínseca y claridad de rumbo de quien resulte presidente será trascendental.

En 2010, en el momento en que Inglaterra se acercaba a su elección de primer ministro, la revista TheEconomistplanteaba una interrogante sobre los contendientes: ¿quién tendrá las habilidades para resolver y eliminar los obstáculos que impiden el desarrollo de la economía? Su conclusión: algunos candidatos entendían el reto pero no tenían las habilidades o tenían un planteamiento inadecuado de solución, y viceversa: algunos contaban con la visión o las habilidades pero no tenían el diagnóstico correcto.

Tomando esa perspectiva, en los últimos años se ha afianzado la noción de que México está sobre diagnosticado, que se conocen todos los problemas y que bastaría que el congreso se pusiera de acuerdo para salir del hoyo sin más. Yo discrepo. Si bien es evidente que los problemas que enfrenta el país son bastante claros, no me parece obvio que exista un consenso sobre las causas de los mismos y, por lo tanto, es imposible que las propuestas de solución sean todas idóneas. Además, somos muy dados a mezclar causas con síntomas.

En términos nominales, los problemas que enfrenta el país son bastante evidentes y se refieren, en buena medida, a impedimentos al crecimiento de la economía y a la disfuncionalidad del sistema político. La combinación ha creado el espacio en el cual hemos experimentado un pobre desempeño económico, una abultada economía informal, la crisis de seguridad y el permanente golpeteo político.

Las propuestas de solución para estos males son muchas y muy diversas, pero no todas responden a las causas y no todas son igualmente susceptibles de resolver el problema de fondo. Sólo para ilustrar, entre las propuesta para enfrentar el problema del crecimiento que están en la mesa sobresalen dos que ilustran formas contrastantes de concebir el problema. Unos proponen mayor rectoría del Estado y una participación activa de éste por vía del gasto público como fuente de estímulo para el crecimiento. Otros proponen atacar las causas del problema en el plano microeconómico, es decir, procurando elevar el contenido nacional de las exportaciones para hacer crecer el mercado interno o resolviendo problemas de regulación para formalizar a la economía que hoy vive fuera del marco legal. Se trata de dos perspectivas radicalmente distintas tanto del diagnóstico como del papel del gobierno en la economía.

Un diagnóstico errado puede conducir a estrategias contraproducentes, como vimos tantas veces con las crisis financieras del las décadas pasadas. Por su parte, un diagnóstico acertado puede llevar a la resolución del problema sin aspavientos. ¿Cuál es la diferencia? La diferencia se remite a la solidez de quien toma las decisiones, a su disposición para comprender la complejidad inherente a los problemas que enfrentamos y a su seriedad para separar preferencias e ideologías del análisis relevante.

Es en el entorno político donde quizá se concentra el problema mayor y la principal fuente de contradicciones que, tarde o temprano, se manifiestan en decisiones y acciones que impactan a la economía y otros ámbitos del actuar gubernamental. Para que un sistema político funcione se requiere que todos los actores se sientan partícipes y vean beneficios de participar. El sistema priista resolvió ese problema del poder en los treinta del siglo pasado con una combinación de zanahoria y chicotito: la promesa de acceso al poder y/o a la riqueza para quien se mantuviera leal al sistema y al presidente. Ese sistema se colapsó, dando pie a la era de desencuentros y conflictos que hoy vivimos.

Hoy se requiere construir un arreglo político compatible con una ciudadanía activa, competencia política y democracia. El sistema forjado hace ochenta años dio de sí y tiene que ser reemplazado por un nuevo acuerdo de poder que permita la toma de decisiones y disminuya el incentivo para el conflicto. La paradoja es que, para lograr eso, se requiere gran claridad de visión y capacidad de operación que conduzca a la institucionalización del poder. Es decir, los acuerdos del poder no se dan por ósmosis, sino que son resultado de un liderazgo efectivo que se traduce en capacidad de operación política. Esto no ocurre al revés: la institucionalización es producto de la articulación de acuerdos.

La persona que gane la presidencia importa y más por lo delicado del momento que vivimos.

 

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Víctimas

Luis Rubio

Uno pensaría que las víctimas serían las primeras interesadas en lo que en derecho se llama el «debido proceso». En su esencia, elconcepto implica que los procedimientos que sigue la autoridad judicial en sus pesquisas e investigaciones deben apegarse estrictamente a lo establecido en la ley y no pueden ser injustos, arbitrarios o poco razonables para el individuo que está siendo acusado o investigado. Se trata de una garantía elemental concebida para proteger a una persona que, aunque esté siendo acusada, pudiera ser inocente.

El asunto en cuestión es el tan debatido caso Cassez. En su proyecto de resolución, preparado para su discusión en la Suprema Corte, el ministro Arturo Zaldívar argumenta que las violaciones a los derechos de la inculpada fueron tan vastos que no pueden ser pasados por alto. El planteamiento ha generado un enorme escándalo por parte de las víctimas que, con toda razón, esgrimen que, de aprobarse el planteamiento del ministro, se estarían ignorando sus derechos como víctimas.

En un país caracterizado por tanta violencia e impunidad, es lógico que las víctimas y sus deudos se organicen para exigir atención a sus derechos, asegurar que los culpables paguen por sus delitos y que el Estado responda ante la ola de criminalidad que padece el país. Las víctimas obviamente tienen derechos, comenzando por el de hacer valer su voz en el debate público. Lo que no me parece evidente es que su oposición al proyecto de Zaldívar sea racional o que empate con sus propios objetivos y causas.

Oponerse al debido proceso implica oponerse a la profesionalización del Ministerio Público y de las policías, es decir, a la consolidación del Estado, ente responsable de lo que las víctimas demandan: la seguridad de los ciudadanos. La consolidación del Estado es el prerrequisito para la seguridad pública, el fin de la impunidad, la corrupción y la violencia.

Es la debilidad del Estado -y su naturaleza pre moderna- lo que explica la criminalidad y la impunidad que yacen detrás de la existencia de las víctimas. Un Estado que viola las garantías y derechos de la ciudadanía no es un Estado digno de ese nombre y no es presentable en un contexto internacional del que depende nuestra economía y, en general, nuestra autoestima y prestigio como nación. ¿Con qué cara se puede impugnar la justicia estadounidense en casos como los de mexicanos inculpados allá cuando aquí no se respeta el debido proceso y otros principios elementales de cualquier sistema judicial que se respete?

Desde luego, la perspectiva de las víctimas es que un fallo favorable para el proyecto mencionado implicaría dejar en libertad a la persona en cuestión y, potencialmente, abrir un río de amparos por parte de otros delincuentes que hoy están en prisión. Las víctimas legítimamente se oponen a la liberación de quienes secuestraron, mataron y vejaron a sus parientes o a sí mismos. Nadie puede reprocharles su furia.

La principal objeción de las víctimas es que el proyecto de Zaldívar las ignora. Mi impresión es que, en su enfoque, el ministro no las ignora sino que se dirige hacia la causa del problema de criminalidad que generó esas víctimas: la debilidad del Estado, en este caso del Ministerio Público. La falta de respeto a los procedimientos -al debido proceso- dice implícitamente el postulante, es una de las causas de nuestra situación actual. Es por esta razón que me parece que la oposición al planteamiento es producto más de la furia -¿o ánimo de venganza?- que de una reflexión más fría.

Sin embargo lo que está de por medio es fundamental. El debido proceso es uno de los componentes centrales de la civilidad, baluarte del Estado de derecho y de la democracia. Todos los mexicanos sabemos que las violaciones a los procedimientos son cotidianas por parte los Ministerios Públicos y las policías. Ningún país puede llamarse moderno si no se respetan los derechos de los ciudadanos, incluyendo los de los acusados. Un fallo en contra de este principio nos retrotraería a la era neolítica. Un fallo a favor implicaría un cambio radical en los incentivos de las policías y ministerios públicos y abriría la puerta a una nueva era en materia judicial en el país. El asunto no es menor.

La paradoja es que el punto de partida de los activistas y de las víctimas está en que no tienen confianza en las autoridades pero, por otra parte, defienden a muerte los procedimientos a los que éstas llegan. El tema sería risible de no estar involucrado algo tan fundamental.

La falta de confianza en las autoridades es producto de la experiencia. En teoría, las autoridades son responsables de erradicar males endémicos como la corrupción, impunidad, criminalidad y violencia. Históricamente, más allá del ascenso en la criminalidad y violencia en las últimas décadas, nuestros gobiernos, a los tres niveles, jamás han sido especialmente hábiles para combatir estos males. En realidad, los incentivos que nuestro sistema político profería no eran los de un país moderno sino los de un sistema autoritario en el que la autoridad no tenía razón alguna para interesarse en los ciudadanos, excepto cuando protestaban. En otras palabras, las autoridades y gobiernos se ganaron a pulso la desconfianza de la ciudadanía.

Una resolución a favor del debido proceso tendría enormes consecuencias porque generaría incentivos tanto positivos como negativos. Por el lado positivo, forzaría al Ministerio Público y a las policías a reformarse de manera radical. Esa es la razón por la que el proyecto es tan importante. Por otro lado, un fallo en ese sentido generaría incentivos, en el corto plazo, para que todos los malhechores iniciaran procesos de amparo. Es decir, se correría el riesgo de que secuestradores, asesinos, narcotraficantes y otros delincuentes reclamaran el mismo derecho. El costo de haber abandonado la ilegalidad es alto, pero el de seguir por la misma senda sería intolerable.

La pregunta importante es qué queremos como país. Una posibilidad sería persistir en la estrategia del avestruz: pretender que se puede terminar con el mal gobierno y la pésima administración y procuración de la justicia quedándonos donde estamos. La alternativa sería encarar los problemas que se presenten en aras de comenzar a construir un país moderno, civilizado y democrático. El proyecto del ministro Zaldívar constituye un enorme desafío para una nación -tanto la ciudadanía como sus políticos y jueces- que no se ha distinguido por su disposición a enfrentar los problemas que entraña la construcción de un futuro digno. No es poco lo que está de por medio, así sean grandes las consecuencias con las que después habría que lidiar.

 

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¿México vs. Brasil?

Luis Rubio

«El primer principio es que uno no debe engañarse a sí mismo, decía el físico Richard Feynman, y uno es la persona más fácil de engañar». Así parece ser nuestra percepción de Brasil estos días: es más fácil inventar barreras sobre las semejanzas y diferencias que identificar lo relevante y adoptar una estrategia para lidiar con ello.

Sobre Brasil hay muchos mitos y al menos dos dinámicas encontradas. El primero, y más prominente en los medios, es el asunto del comercio bilateral. Ahí se reúnen todos los miedos y falacias que caracterizan a buena parte del sector industrial del país. El otro tiene que ver con la naturaleza de su política económica y sus supuestas virtudes. Engañarse a uno mismo es siempre pernicioso.

Los brasileños hace décadas adoptaron una estrategia económica dedicada a promover un cierto tipo de desarrollo industrial. Desde la era de la CEPAL en la postguerra, promovieron industria pesada, alta tecnología y una base manufacturera local. El modelo entonces adoptado no era radicalmente distinto al nuestro, excepto que ellos, en buena medida por el peso político de su ejército, dedicaron enormes recursos a proyectos como aviación y maquinaria pesada que no eran rentables pero seguían otra lógica. Algunas de sus exportaciones señeras reflejan esa prioridad, pero el costo para llegar ahí ha sido monumental.

Las principales exportaciones brasileñas, muchas de ellas de alta tecnología, tienen que ver con la agricultura y la minería. Su gran éxito de los últimos años se refiere esencialmente al enorme apetito chino por productos minerales, granos y carne. Así como nosotros tenemos una acusada dependencia de la economía estadounidense, ellos la tienen respecto a China. El tiempo dirá si alguna de las dos fue tanto mejor que la otra.

Pero la principal diferencia entre las dos naciones poco tiene que ver con sus exportaciones y mucho que ver con la estrategia. En los ochenta, México decidió abandonar el modelo de desarrollo fundamentado en el subsidio y protección de los productores para privilegiar al consumidor. Esa decisión se fundamentó en la experiencia: en lugar de que las décadas de protección se hubieran traducido en una industria fuerte, pujante y competitiva, la planta productiva mexicana -con muchas excepciones notables- se había anquilosado.

Se puede discutir por qué ocurrió eso o si la apertura fue la respuesta idónea, pero el hecho es que el favoritismo al productor acabó siendo extraordinariamente oneroso para los consumidores que pagábamoselevadísimos precios por productos mediocres.Mucho de la mejoría en el bienestar de la población en estos años tiene que ver con la competencia que introdujeron las importaciones. Hoy tenemos una planta productiva híper competitiva, en conjunto mucho más exitosa que la brasileña. El resultado para el país –no para todas las empresas- ha sido extraordinariamente positivo.

Los brasileños optaron por otro camino. Aunque en años recientes han comenzado a liberalizar las importaciones, su modelo base sigue siendo el mismo: protección, subsidio y privilegio del productor. Así lo muestra el conflicto comercial en materia automotriz que se ha exacerbado recientemente. La decisión de imponerle cuotas a las importaciones de productos mexicanos denota una estrategia industrial menos exitosa de lo aparente y una obvia indisposición a competir.No es casualidad que el producto per cápita de México sea superior al de Brasil.

¿Cuál ha sido la respuesta mexicana? Por parte del gobierno, la propuesta ha sido negociar un tratado comercial bilateral que impida cambios en las reglas del juego. Por parte del sector privado un rechazo absoluto a cualquier negociación. Las razones son conocidas: porque los brasileños abusan, porque hay problemas de seguridad, porque la infraestructura, porque los costos de los insumos… porque no nos da la gana.

Más allá de la retórica, la postura del sector privado mexicano es contradictoria. El argumento principal para rechazar una negociación es que los productos brasileños entran a México sin restricciones en tanto que los mexicanos están vedados en Brasil. Uno pensaría que este argumento sería, o debería ser, la principal razón para procurar un tratado que garantice el acceso de las exportaciones mexicanas a ese país. Si los brasileños cuentan con mecanismos caprichudos de control al comercio, la mejor manera de eliminar ese capricho es negociando un acceso certero y garantizado. En las últimas décadas, los tratados comerciales se han convertido en un instrumento para romper impedimentos al acceso de productos a otros mercados. Si los productos brasileños ya entran al mercado mexicano, nuestro sector privado debería estar ansioso de la consumación de un tratado con Brasil.

El aprendizaje que yo derivo de estas observaciones es que lo que nos hace falta es un gobierno capaz de hacer valer el interés general. En el país hemos acabado confundiendo la democracia con la parálisis. En el ámbito comercial, el interés colectivo y del país debería ser el del consumidor mexicano y el de los exportadores. Para los primeros debe facilitar el comercio y para los segundos debe crear condiciones para que puedan penetrar otros mercados. Paralizar las negociaciones comerciales porque uno o dos productores se oponen (por ejemplo los de chile seco, seguro un producto básico para el funcionamiento de la economía,como ocurrió con Perú) es equivalente a sacrificar a todo el resto de los mexicanos.

Nada de esto niega el derecho de los productores a proteger sus intereses, pero la función del gobierno es la de velar por el interés colectivo. Uno de los principales problemas del país es que el «viejo» sector industrial, ese que se niega a todo, está desvinculado de las exportaciones, lo que lo hace vulnerable a cualquier cambio. Un gobierno en forma debería estar viendo la manera de asegurar que ese sector se someta a la competencia y cuente con las condiciones generales que le permitan funcionar.

Paradójicamente, para que prospere la industria mexicana es necesario dejarla volar, lo que implica desregular, reducir aranceles a la importación y, por supuesto, resolver temas como el de los costos de insumos provistos por el gobierno federal o por oferentes de servicios cuyos precios son superiores alos de otros países. Dicho esto, esos industriales que tanto se quejan deberían estudiar cómo funciona el paraíso brasileño. Si creen que la burocracia mexicana es compleja o que los precios de los insumos y los impuestos son elevados, deberían ver a Brasil: todo lo que aquí ocurre es peccata minuta comparado con lo que hay allá. Tiempo de competir.

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Falsas soluciones

Luis Rubio

¿Será posible que una solución que parece perfecta en concepto no sea más que una quimera? Einstein afirmó que “no podemos resolver un problema empleando la misma manera de pensar que se usó para crear elproblema”. Me parece que en las discusiones sobre cómo enfrentar al narco y al crimen organizado hemos caído en el terreno de las soluciones que parecen perfectas, excepto que ignoran el contexto en el que los problemas existen.

La legalización de las drogas resuelve todos los problemas y lo hace de una manera elegante. Con un acto legislativo se elimina la violencia, se legaliza un negocio que hoy es ilegal y, si tenemos suerte, hasta se eleva la recaudación fiscal. Por sobre todas las cosas, la noción de legalizar permite imaginar un mundo más tranquilo, menos violento y más amable. Imposible combatir tantas virtudes.

El problema, como hubiera dicho Einstein, es que la legalización constituye una forma lineal de pensar: ignora la realidad concreta en que ocurre el fenómeno. Más que nada, ignora las condiciones que serían necesarias para que la legalización pudiera funcionar.

Yo veo dos problemas centrales con la propuesta de legalización: el primero se refiere a la naturaleza del mercado de las drogas; el segundo a nuestra realidad objetiva. Respecto a lo primero, el mercado relevante no es el mexicano sino el estadounidense. Para que la legalización tuviera la posibilidad de surtir el efecto deseado, serían los americanos quienes tendrían que legalizar, pues ese es el mercado que cuenta por tamaño y dinámica regional. Aún así, no es obvio que la legalización como hoy se discute tuviera posibilidad de rendir el resultado que se anticipa, pues la mayoría de quienes propugnan por ella se limitan a la mariguana, es decir, no incluyen otras drogas como la cocaína y las metanfetaminas que son la parte gruesa del negocio que se relaciona con México.

El otro tema es el verdaderamente relevante: nuestro problema no es de drogas sino de falta de Estado. Antes de que la violencia creciera a los niveles actuales, el problema principal no era de narcos sino de crimen organizado (que incluía desde secuestro hasta robo de coches y piratería). El gobierno, a todos los niveles, ha sido incapaz de contenerlo o someterlo. El narco no hizo sino complicar y hacer mucho más grande el reto. Nuestro problema es de falta de capacidad policiaca y judicial. El Estado se quedó chico frente al problema de la seguridad pública.

México nunca ha tenido un sistema policiaco y judicial profesional. Lo que sí tuvo, en buena parte del siglo XX, fue un sistema político autoritario que todo lo controlaba, incluyendo a la criminalidad. En lugar de construir un país moderno, el sistema priista construyó un sistema autoritario que empataba los retos de su tiempo y le confirió al país la estabilidad necesaria para lograr el crecimiento de la economía y la consolidación de una incipiente clase media. No fueron logros menores si comparamos al México de los cuarenta o cincuenta con otras naciones, pero tampoco constituyó la fundación de un país moderno.

Algunos recordarán Los Supermachos, historieta que reflejaba esa época. El jefe de la policía y el presidente municipal eran personajes campechanos que resolvían los problemas como la vida les habían enseñado. Nadie podía acusarlos de ser poco creativos, pero su habilidad se derivaba de la experiencia, no de la existencia de un aparato profesional. Era un mundo rústico y primitivo. Así, exactamente así, era la policía y el poder judicial. No tanto ha cambiado…

Cuando los problemas eran locales y menores, el aparato estatal resultaba adecuado y suficiente para lidiar con ellos. Como con los Supermachos, no es que hubiera una capacidad moderna y ampliamente desarrollada; más bien, ésta era la suficiente para mantener la paz en el país. No era un Estado moderno, sólo uno que funcionaba para lo mínimo requerido.

La gradual erosión del sistema de control político y la eventual derrota del PRI en la presidencia acabaron con la era de administración del crimen y, en una fatídica coincidencia, nos pusieron directamente frente a un conjunto de desafíos –el crimen organizado- para los cuales el país jamás se preparó y, es necesario decirlo, todavía ni siquiera comienza a prepararse. Esto no es de culpas sino de enfrentar la realidad.

El crecimiento de la criminalidad y del narco ocurrió por circunstancias diversas, pero fundamentalmente ajenas a la dinámica interna del país. El crimen organizado fue una respuesta a la demanda reprimida de bienes, en gran medida por parte de las clases medias emergentes, que demandaban satisfactores como los que consumían los más pudientesperosin la capacidad adquisitiva de estos.El crimen organizado, de escala transnacional, empató esa demanda primero con el robo de automóviles y autopartes y luego con productos como dvds y cds, principalmente de origen chino.

El crecimiento del narco respondió en buena medida a cambios ocurridos en otras latitudes: la estructura del mercado estadounidense; el éxito del gobierno colombiano en retomar control de su país; y el cierre que lograron los americanos sobre las rutas caribeñas. Estos tres factores concentraron al narco en México, consolidaron a las mafias mexicanas en el negocio y se convirtieron en un factor de brutal trascendencia en el territorio nacional. A esto vino a sumarse el endurecimiento de la frontera norte luego de septiembre 11, con lo que, súbitamente, el fenómeno adquirió características cada vez más territoriales y menos estrictamente logísticas.

El punto de fondo es que el gobierno no tenía instrumentos ni capacidades para responder ante estos retos. De pronto, a partir del inicio de los noventa, el país comenzó a vivir cambios profundos en su estructura de seguridad que resultaron fatídicos. Primero, un sistema de seguridad primitivo e incompetente, totalmente politizado; segundo, la erosión de los controles tradicionales; y, para colmar el plato, el rápido crecimiento de organizaciones criminales con poderío económico, armamento y disposición a usarlos a cualquier precio.

Legalizar (o «regular») sería una respuesta concebible en un país que cuenta con estructuras policiacas y judiciales fuertes y capaces de establecer y hacer cumplir las reglas. Eso es lo que nos urge a nosotros y ese debe ser el asunto al que se aboque el gobierno en cuerpo y alma. Mientras eso no ocurra, la idea de legalizar continuará limitada a un tema de café, sin ningún viso de realidad. El problema de México es de ausencia de capacidad de Estado: la inseguridad y la violencia son consecuencia de esa carencia, no su causa.

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Excepcionales

Luis Rubio

Alexis de Tocqueville, el famoso pensador y político francés, acuñó la idea de que algunos países podían ser excepcionales, es decir, cualitativamente distintos a todos los demás.  De esa apreciación se han construido grandes mitos. Lo que hace distintiva a una sociedad es la naturaleza de su población, su historia y cultura y su manera de ser. En esta dimensión no existen dos sociedades iguales en el mundo. Pero esto no significa que los seres humanos estemos condenados a ser como fueron nuestros predecesores o que no haya poder en esta tierra capaz de hacernos cambiar.

La democracia, tema que apasionó a de Tocqueville, es un perfecto ejemplo. Por décadas, si no es que siglos, sólo un puñado de naciones podían llamarse democrática; sin embargo, hoy podemos ver cómo la democracia ha logrado arraigo en sociedades tan distintas como la coreana y japonesa, chilena y española, la hindú y la mexicana. Una vez que esas otras sociedades hicieron suyas las estructuras institucionales que son necesarias para que funcione la democracia, ésta comenzó a florecer. Personas que hace algunas décadas rechazaban la posibilidad de que el mexicano pudiera discernir entre candidatos y ejercer su derecho al voto se han visto rebasadas por la devoción con la que la población ha respondido en los comicios.

Somos distintos a otras nacionalidades por los atributos culinarios, culturales, arquitectónicos e históricos que conforman la mexicanidad. Estas características con frecuencia nos hacen sentirnos excepcionales. Sin embargo, el mal entendimiento de estos atributos se ha convertido en un dogma que nos impide mejorar, desarrollar nuestra economía y ser exitosos. Muchos de los intereses más recalcitrantes en el país se han adueñado de la idea de excepcionalidad no porque la crean sino porque su objetivo es el mantenimiento del statu quo y mientras más gente lo acepte como dogma, mejor para ellos. Sentirnos excepcionales es muy bueno para la autoestima, pero pésimo para el desarrollo porque implica que medidas que funcionan en otras sociedades no serían aplicables a México, como el libre comercio, la competencia en el mercado, un buen gobierno, la ausencia de corrupción, un sistema policiaco efectivo o una sociedad más rica.

No somos únicos y excepcionales en el sentido en que no podemos duplicar los éxitos de otros países o adoptar las mejores formas de hacer las cosas. Aceptar lo contrario implicaría negar la libertad que tenemos los seres humanos de transformarnos y desarrollarnos, así como la responsabilidad sobre nuestro propio devenir. Una nación que no se adapta es una nación que acepta que otros –sus políticos, grupos de interés o, como aquí les llamamos, los poderes fácticos- decidan por los ciudadanos. Algunos ven a un partido como la causa de nuestros males, otros culpan a personas en lo individual. La verdad es que somos nosotros, los ciudadanos, quienes hemos cedido nuestro derecho, nuestra libertad, para que otros decidan por nosotros.

El cambio político de los últimos años ha sido enorme y, sin embargo, insuficiente. En la discusión pública, los mexicanos soñamos con una transición “de terciopelo” hacia la democracia, tal y como ocurrió en algunas naciones del este europeo, o por la vía del consenso, como en España. Hoy sabemos, pero quizá no hemos logrado asimilarlo, que esas soluciones elegantes ya no se dieron en nuestro país. Nuestra realidad es la de una sociedad que transitó hacia la democracia pero sin las anclas institucionales y sin la decidida participación de todas las fuerzas políticas, lo que acabó traduciéndose en un gran desencuentro que no permite avanzar: no existen las condiciones necesarias para propiciar entendidos de gran calado entre los actores políticos. Sin embargo, en lugar de procurar el mejor arreglo posible, como han hecho tantas otras sociedades, nos hemos quedado atorados por la nostalgia de la solución ideal. La alternativa sería que en lugar de buscar un acuerdo entre todos los actores, nos enfocáramos en una sola meta: crear riqueza.

Lo que México requiere es una nueva manera de entender su desarrollo, aceptando nuestras características y circunstancias. El camino en el que estamos entrampados hace por demás riesgoso el futuro toda vez que no se están satisfaciendo los requerimientos mínimos de empleo, oportunidades e ingreso que justamente exige la población. Esta realidad nos exige pensar distinto, enfocar nuestros problemas de maneras novedosas. En una palabra: dejar de pretender la perfección que legítimamente anima a muchas de las propuestas de transformación grandiosa para abocarnos a resolver los problemas inmediatos que son urgentes y necesarios. Nada quita que, una vez avanzando, el país encuentre mejores condiciones para construir el andamiaje de una ambiciosa transformación como las que se discuten pero no son factibles en el momento y circunstancias actuales.

El primer apartado que tenemos que resolver no es el de las reformas institucionales que se discuten sino el de la reactivación de la economía. Nuestra economía lleva décadas sin crecer al ritmo de que es capaz, pero sobre todo al que demanda nuestra realidad demográfica y social. Una economía creciente permite atenuar la conflictividad social y contribuye a resolver problemas ancestrales. Esto sólo se puede lograr en la medida en que todos los mexicanos adoptemos el crecimiento económico como el objetivo central de la administración pública y, en función de eso, se dediquen todos los recursos políticos y legales para que éste se acelere. Así, en lugar de dispersar esfuerzos en un sinnúmero de temas y reformas, abocarnos casi exclusivamente a hacer posible la generación de riqueza, resolviendo problemas que directamente la afecten en los ámbitos político, laboral y regulatorio.

La manera de articular este objetivo es crítica. En una nación plenamente desarrollada e institucionalizada, la discusión se llevaría a cabo esencialmente en el foro legislativo y se tomarían las decisiones pertinentes. En nuestro caso, la situación es muy distinta. México necesita un liderazgo fuerte y efectivo cuyo único interés y objetivo sea el del desarrollo del país. Ese líder se abocaría a forjar los entendidos necesarios, a imponer los acuerdos relevantes y a sumar a la población detrás de una estrategia dedicada enteramente a la transformación económica del país. Nuestra experiencia con liderazgos fuertes en las últimas décadas no es muy buena pero no veo otra manera de lograrlo. Quizá depende de que los ciudadanos estemos dispuestos a permitir que emerja un líder con esas características pero luego supervisarlo como halcones.

Presentación del libro Ganarle a la mediocridad: concentrémonos en crecer.  M.A.Porrua 2012

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Suertudos

Luis Rubio

En ocasiones los mexicanos no nos damos cuenta de lo suertudos que hemos sido. Preocupados por los problemas del entorno y pesimistas de todo, muchas veces no alcanzamos a reconocer que los cambios políticos y económicos de las últimas décadas han sido extraordinariamente tersos.
Cuando uno observa y analiza la lógica de supervivencia de regímenes como el cubano, chino, norcoreano o iraní, es impactante la facilidad con la que se transitó de un régimen con mentalidad de sitio y rechazo del resto del mundo hacia uno integrado en las corrientes mundiales. Tanto así que este año ostentamos la presidencia del G20, las principales naciones del mundo. Pasamos de un mundo de cerrazón casi autárquica a una integración no perfecta pero evidente. Y todo eso sin demasiados aspavientos.

Lamentablemente esa transición no vino acompañada de un cambio de régimen. El PRI perdió el poder en 2000 y no se dio un rompimiento con las viejas estructuras. La separación o divorcio del PRI y la presidencia cambió al país para siempre, pero no se transformaron las instituciones políticas ni se crearon condiciones para que los partidos, comenzando por el propio PRI, se modernizaran y transformaran. Dos sexenios después seguimos enfrentando riesgos de ruptura, poderes fácticos, instituciones disfuncionales y el riesgo de restauración.

La tesitura actual inevitablemente nos retrotrae a los dilemas que se enfrentaron pasada la elección en 2000 y que no acabaron resolviéndose bien. Hoy nos encontramos ante una coyuntura compleja en la que se juega la posibilidad de intentar restaurar el viejo régimen (en dos vertientes, la de los setenta para un partido, la de los sesenta para el otro) o la continuación de una transición que no acaba por cuajar. La verdad, el país no resiste una restauración y ya no funciona con la orientación actual.

Lo que el país requiere es un cambio de régimen. En palabras llanas, un cambio de régimen entraña la reorganización de las instituciones de gobierno a fin de, primero, asegurar que representen al mosaico de agrupaciones y fuerzas políticas que hoy conforman al firmamento y, segundo, ser capaces de tomar decisiones respecto a los desafíos fundamentales que enfrenta el país en todos los ámbitos. Los últimos quince años son testamento de que el arreglo institucional prevaleciente es disfuncional y no responde a las necesidades del país, en tanto que los últimos cincuenta demuestran que no es ni siquiera lógico, ya no digo realista, pensar en la restauración de un gobierno fuerte, centralizado donde el presidente puede imponerle sus preferencias a la sociedad sin transparencia ni rendición de cuentas.

La gran pregunta es quién encabezaría un cambio de régimen y/o que condiciones lo harían posible. Desafortunadamente, hoy ya no existe el factor de unidad, sorpresa y oportunidad que marcó la derrota del PRI en 2000. Las circunstancias y condiciones que hacían del 2000 una oportunidad excepcional para reconformar al sistema político fueron únicas y momentáneas. Desperdiciada la oportunidad, el gran reto ahora es construir condiciones que hagan propicia la transformación que no se logró entonces. En contraste con 2000, hoy domina el encono y la polarización, condiciones que hacen tanto más difícil la consecución de un proceso tan fundamental. Peor, en la medida en que el país no avance aumenta la posibilidad de que experimentemos ese “coletazo” de dinosaurio (o de poder fáctico) del que hasta hoy nos hemos salvado.

El cambio de régimen es crucial porque nuestro país está atorado por la ausencia del dúo clave de una democracia: los pesos y contrapesos. Ya no tenemos el sistema de imposición con el que el país funcionó por tanto tiempo y todavía no hemos logrado consolidar un nuevo sistema que funcione en la realidad nacional e internacional actual. Ese es el reto.

Cada una de las fuerzas políticas ha interpretado la situación actual a su manera y ha concluido con su propio diagnóstico. Tanto el PRI como el PRD nos plantean como solución al problema la reconstrucción del factor central del viejo sistema: la presidencia dominante. Uno, el PRI, lo propone como mecanismo para recobrar la capacidad de tomar decisiones y avanzar en el proceso de desarrollo, en tanto que el otro, el PRD, lo propone como medio para alterar el rumbo de la política económica, reconstruir la capacidad del Estado de conducir la política económica y convertirlo en el factótum del desarrollo. Por lo que toca al PAN, la propuesta consiste en un acuerdo entre las fuerzas políticas para, a partir de ahí, construir nuevas instituciones. Cada partido y candidato responde ante su visión, historia y combinación de fuerzas y debilidades.

Podemos especular sobre lo que haría el candidato que resulte ganador. Sin embargo, el calor de una contienda hace poco redituable semejante ejercicio porque lo que se presenta y argumenta no es, principalmente, una propuesta integral de gobierno, sino lo que el contexto favorece, que no es sino una mezcla de personalidad, ideología y equipos, haciendo muy difícil escudriñar el fondo de las ideas que yacen detrás. Si es que hay ideas a estas alturas.

Más útil en este momento sería discutir la importancia de un cambio de régimen como condición sine qua non para el futuro del país. Pocos países logran acceder a la democracia con un acuerdo político vasto que permita la continuidad en las actividades cotidianas del gobierno mientras se transforman las instituciones. El atractivo de España en este sentido es por ello enorme. Sin embargo, lo común es que se llegue sin plan, sin liderazgo y sin visión. En esa tesitura se encuentran muchas naciones y nosotros no somos excepción.

Pero, como va el dicho, mal de muchos, consuelo de tontos. La única salida de donde estamos es construir la capacidad de Estado que permita renovar al aparato institucional, construir pesos y contrapesos (no sirve sólo uno de los dos componentes: nuestra parálisis es en buena medida producto de que hay sólo funciona la mitad de la ecuación, generándole incertidumbre permanente a todos los participantes, igual ciudadanos que funcionarios, gobernadores y secretarios). La gran pregunta es cómo.

Siempre es posible que un gran liderazgo se ilumine y produzca la unificación que se requiere. Un gran liderazgo –como los de Suárez o Mandela- puede hacer maravillas, pero no es substituto de la construcción de pesos y contrapesos. Es decir, la apuesta de México tiene que ser institucional. El gran tema que tendrán que definir el actual proceso electoral es quién tiene la visión y capacidad para conducir en esa dirección.

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PAN: observaciones

Luis Rubio

La clave del éxito para un estratega político es que parezca inocente y tenga una reputación de honestidad y benevolencia. El que trata de aparecer como maquiavélico simplemente no lo es. Al menos eso es lo que decía Maquiavelo. Al votar el domingo pasado, los panistas no lo hubieran defraudado.

La contienda interna del partido en el poder acabó como tenía que acabar y en el camino arrojó muchas lecciones que vale la pena analizar. Aquí van algunas de las que yo observé.

Ante todo, la noción de que las encuestas no son relevantes es de un primitivismo que hasta enternece. Peor, cayó por tierra la argumentación sistemática de que los panistas son extraterrestres, que su padrón es esotérico y que sus respuestas a los encuestadores no son confiables. Impactante que los gobernantes en el siglo XXI sigan argumentando como los priistas de hace treinta años.

La dinámica de la justa interna quedó marcada por las circunstancias, así como por las estrategias y personalidades de los contendientes. Los tres tuvieron (casi) las mismas condiciones de entrada y los tres fueron libres para decidir su estrategia de acción. Cada uno tuvo aciertos y errores, pero el resultado hace evidente que no todas las estrategias son iguales.

Josefina Vázquez Mota se concentró en el panismo y jugó en un entorno de hostilidad generado por el aparato gubernamental. Claramente, su estrategia consistió en acercarse a los panistas, mantener a raya a las estructuras controladas desde el gobierno y evitar una confrontación con el presidente. Su campo estratégico estuvo determinado por la necesidad de evitar reacciones extremas, circunstancia que inevitablemente exigía un elevado nivel de generalidad en el discurso.
Santiago Creel contaba con la libertad de no ser el favorito y también de abiertamente ser el candidato opositor al presidente. Su estrategia se concentró en diferenciarse del gobierno, en plantear políticas públicas alternativas, sobre todo en el terreno de la seguridad, y en intentar atraer al panismo lastimado por la forma en que se ha conducido la actual administración. Quizá su error principal consistió en no aprovechar las ventajas que le confería ser el tercero en discordia: en lugar de convertirse en una fuerza independiente, se concentró en atacar, al menos discursivamente, a quien iba a la cabeza, con lo que le fue imposible diferenciarse de Cordero y emerger como el fiel de la balanza. Inevitablemente acabó en tercer lugar.

Ernesto Cordero demostró que no se puede construir una candidatura a fuerzas y menos una cuya oferta es la de ser el copiloto. Su estrategia se concentró en atacar a la candidata puntera en lugar de acercarse a los panistas como una alternativa creíble. Peor, utilizando cantidades ilimitadas de recursos, apostó todo a la capacidad de las «estructuras» del partido para manipular a la militancia, contingente cuyo ADN históricamente se ha caracterizado por el repudio a la imposición. El país requiere liderazgos fuertes y la oferta de Cordero era la de ser un economista en tiempos de turbulencia cuando hoy en día, a diferencia de hace veinte o treinta años, hay muchos economistas competentes entre los cuales el próximo presidente podrá elegir sin dificultad.

Los panistas demostraron una gran capacidad para mantenerse por encima de las pugnas entre los aspirantes a la candidatura y, mucho más importante, por encima de los flagrantes intentos por manipular el resultado. Quizá lo más impactante fue la diferencia abismal entre la base ciudadana del panismo y los liderazgos del partido: los primeros se mantuvieron fieles a la historia y tradiciones del partido; los segundos adquirieron todos los vicios y mañas que siempre le criticaron al PRI. A pesar de todo, al final lograron montar un extraordinario escenario de unidad.

Para mí lo más notable de todo el proceso que tuvo lugar a lo largo de los pasados meses fue la pasmosa inexistencia de visión estratégica en el liderazgo del partido, comenzando por el presidente. Por meses he tratado de entender la lógica del presidente Calderón en este proceso. La evidencia me lleva a la siguiente hipótesis: a partir de la muerte del delfín original, el presidente fue incapaz de construir una candidatura fuerte como hacían los priistas en el pasado. Cuando el tiempo le ganó, optó por una alianza con Ebrard. Independientemente de los costos y riesgos que esa estrategia podría haber implicado para el futuro del PAN, la estrategia persistió a pesar de que la izquierda nominó a un candidato distinto y no cualquier candidato: la Némesis del presidente.

Siguiendo esa lógica, nadie puede creer que el presidente realmente imaginó a Ernesto Cordero ganando la elección constitucional. Recurrir a él tuvo que haber sido producto de su esperanza de que él sería el más fiel golpeador del candidato del PRI. Sin embargo, en un mundo en el que el candidato de la izquierda no fue Ebrard, esa estrategia era absolutamente suicida para el PAN pero sobre todo para el propio presidente. La ausencia de visión estratégica y la inflexibilidad en la operación política resultan impactantes. Extraño como el perro acaba mordiéndose la cola.

La estrategia de la candidata triunfadora fue muy criticada en el círculo rojo por seguir un script, ignorar ataques y mantenerse en un nivel de discurso vago y general. En el mundo de los debates sustantivos que presumiblemente le hubiera gustado ver a los integrantes de ese «círculo», ese fue un déficit real. Sin embargo, la medida de una estrategia no es la satisfacción de los críticos, sino el logro del objetivo al menor costo posible. Desde esa perspectiva, la estrategia seguida por Vázquez Mota fue impecable.

En la siguiente etapa de la contienda los tres candidatos tendrán que convencer al electorado de lo que están hechos, de su visión sobre el futuro y de su capacidad para hacerla realidad. La dinámica será muy distinta a lo que vivieron los panistas hasta hoy, por lo que sus estrategias serán otras. Nada nuevo bajo el sol.

Las elecciones se ganan o se pierden por la combinación de cuatro factores: estrategia, organización, disciplina y candidato. Algunas estrategias son excelentes pero el candidato nomás no da. En algunos casos el candidato es tan excelente que supera las fallas estratégicas. Algunas veces ni la estrategia ni el candidato dan el ancho. El resultado del domingo pasado hace evidentes estas permutaciones. Cada quien evaluará qué funcionó y qué falló en la contienda del PAN, pero no cabe duda de que la suma de estrategia y candidato, tanto por el lado ganador como por el perdedor, hizo la diferencia. Maquiavelo así lo hubiera reconocido.

 

Nuevo camino

Luis Rubio

El futuro no es algo que se da por sí mismo. Más bien, es producto de las decisiones que se van tomando, o no tomando, día a día. El conjunto de decisiones que realiza un gobierno, así como la acumulación de acciones y decisiones que emprenden todos los miembros de una sociedad, va dándole forma a lo que será ese futuro. En este sentido, si no nos gusta el presente, tenemos que pensar en las acciones que serían necesarias hoy para que el futuro resulte no sólo muy diferente, sino mucho mejor.

El futuro se construye. Según San Agustín, el tiempo es presente en tres facetas: el presente como lo experimentamos; el pasado como memoria presente y el futuro como expectativa presente. Esta perspectiva del tiempo y del futuro nos dice que el presente determina tanto nuestra visión del futuro como la del pasado. Sin embargo, la del pasado solo se explica en función de la memoria que hoy tenemos de lo que ocurrió antes. En el caso del futuro, lo fundamental es que nuestras acciones de hoy determinan lo que será el futuro mañana. Esta es la perspectiva que anima a la construcción de un futuro mejor.

Si aceptamos la concepción de San Agustín, el futuro no es más que lo que hagamos hoy. Esa manera de observar al mundo es igual tanto si nos dedicamos a construir ese futuro con toda conciencia como si simplemente actuamos de la misma forma en que siempre lo hemos hecho. Es decir, el futuro se construye con lo que hacemos y con lo que no hacemos: todo se acumula para dar forma a las tradiciones, políticas, construcciones y formas de organización económica y social que van conformando el futuro. En este sentido, el futuro se construye cada día. Pero si no hay un claro sentido de intención, un objetivo explícito que perseguir, cualquier camino nos llevará al futuro, pues todos son iguales.

Todas las sociedades que han logrado transformarse y modernizarse, como Singapur, España, Portugal, Chile y Corea, cada una con sus características, lo alcanzaron gracias a que se crearon condiciones propicias para ese proceso de transformación. Es decir, su éxito no se debe a que las cosas hayan cambiado de manera  súbita, sino a que se hizo todo lo necesario para que eso ocurriera. Se trata de un proceso intencional que goza de amplia legitimidad social. Crear ese sentido de dirección y organizar a la población y al gobierno para alcanzarlo es el reto fundamental que tenemos en la actualidad. Es el reto de todas las fuerzas políticas.

En medio de la vorágine democrática y descentralizadora que ha caracterizado al país a lo largo de las últimas décadas perdimos algo fundamental: el rumbo al desarrollo que el país parecía haber encontrado tras largo tiempo de indefinición. No hay nada peor para el desarrollo de una nación que la ausencia de rumbo, porque es ahí donde se pierde la sensación de claridad sobre el futuro, se destruyen expectativas y, por si lo anterior no fuera suficiente, aparecen todos los intereses particulares, cuyos beneficios medran del malestar del resto de la población.

La claridad de rumbo se perdió entre los sesenta y setenta: al inicio por problemas estructurales, luego por el conflicto político que seguimos viviendo hasta el día de hoy. La época de reformas durante los ochenta y noventa, incluyendo al TLC, fue un intento por definir un nuevo rumbo y ganar el apoyo social al mismo. Desafortunadamente, la crisis del 95 destruyó el incipiente consenso y abrió la caja de Pandora respecto al futuro. Ni la democracia ni la alternancia de partidos en el gobierno han cambiado esta realidad. El conflicto político se ha convertido en una característica permanente. También es la causa fundamental del estancamiento económico porque es fuente de permanente incertidumbre, el peor enemigo de la inversión.

Por algunos años, la cercanía con los mercados más dinámicos le confirió a nuestra economía una ventaja competitiva excepcional. México no sólo logró un acceso privilegiado al mercado estadounidense, sino que el TLC convertía al país en una plaza de enorme atractivo para la localización de nuevas plantas industriales. Sin embargo, esas ventajas se fueron erosionando en la medida en que no elevamos la productividad de la economía interna y que otras economías nos dejaron atrás. Nosotros, dormidos en nuestros laureles, dejamos que naciones como China nos desplazaran en los mercados de exportación. Aunque se le quieran atribuir condiciones mitológicas al éxito chino, lo cierto es que México se rezagó en todos los órdenes: desde el educativo hasta el de infraestructura, pasando por lo fiscal y la eliminación de obstáculos burocráticos. Mientras que los chinos remueven impedimentos para la creación de empresas nuevas, en México hacemos cada vez más oneroso el privilegio de contribuir al crecimiento de la economía.

Ahora estamos de nuevo ante un cambio de gran magnitud en las vinculaciones económicas y comerciales del mundo, lo que genera enormes oportunidades para el desarrollo económico del país, pero éstas no van a darse por sí mismas. Lamentablemente, no parece existir la claridad de miras ni la disposición de las fuerzas políticas para convertir estas oportunidades en realidad. Esto último es particularmente relevante: la característica medular de la construcción de un futuro reside en la continuidad de las políticas públicas. El éxito de Brasil en años recientes ha sido precisamente ese: han cambiado sus gobiernos pero la estrategia de desarrollo permanece, convirtiéndose en el mayor acicate para la inversión. En otras palabras, nuestro futuro requiere un entendimiento político que permita la continuidad.

Las últimas décadas son testimonio fehaciente de que no hemos sido capaces de articular una estrategia de desarrollo que le dé sentido de dirección al país: pero el problema no reside en la incapacidad para articularla, sino en la incapacidad de lograr un consenso político en torno a su adopción. No hemos sido capaces de sostener un proceso transformador que es la única manera en que el país se va a modernizar y, en el camino, crear los empleos y las oportunidades que la población con justicia demanda.

Es evidente que el futuro del país va a requerir cambios y reformas diversos, pero la única forma en que se puede construir un futuro positivo en el sentido de San Agustín es construyendo pactos políticos en torno a un futuro que todas las fuerzas políticas y, desde luego, la sociedad, estén dispuestas a suscribir. Nuestro problema no es de reformas específicas sino del conflicto político que impide conferirle certidumbre a una población deseosa por salir del atolladero actual y comenzar a construir un futuro diferente.

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Para crecer…

Luis Rubio

Oscar Wilde alguna vez afirmó que “perder a un padre puede ser considerado como una desgracia, pero perder a ambos comienza a parecer descuido”. Valdría preguntarse qué es lo que el famoso escritor irlandés habría dicho de los niveles de inversión que caracterizan a la economía mexicana.

Si algo une a todos los mexicanos más allá de partidos y creencias es la urgencia de lograr elevadas y sostenidas tasas de crecimiento. A su vez, todos los economistas coinciden en que la inversión es clave para el crecimiento, si bien no su única fuente. Algo debe estar muy mal para que no se haya atendido debidamente el problema. O, como hubiera dicho Wilde, para tanto descuido.

Pero no ha sido por falta de esfuerzo. En realidad, desde finales de los sesenta –cuando luego de casi cuatro décadas de crecimiento sostenido la economía comenzó a desacelerarse-, todos los sexenios han intentado elevar la tasa de crecimiento. Unos lo hicieron por la vía del endeudamiento y un gasto público exacerbado, otros por la apertura de la economía y otros más a través de reformas políticas orientadas a consolidar fuentes de confianza para los empresarios e inversionistas. Muchos de esos intentos y esfuerzos son por demás loables y algunos de ellos se han convertido en fuentes sólidas y confiables de crecimiento, como ilustra el sector exportador que hace dos décadas simplemente no existía. Pero, a pesar de estos éxitos, es evidente que el problema del crecimiento no ha sido resuelto.

No sería novedoso afirmar que persiste un mundo de obstáculos a la inversión, impedimentos que seguramente explican una parte, quizá importante, de los bajos niveles de inversión privada. Algunos de estos tienen que ver con la historia, los derechos de propiedad, actos arbitrarios de gobierno, falta de liderazgo y, sobre todo, una incontenible propensión a cambiar las reglas cada vez que algún funcionario tiene una ocurrencia.

Todo esto nos revela una aguda debilidad institucional que yace en el corazón de los ciclos sexenales desde antaño: cuando un presidente (y, ahora, los gobernadores) logra ganarse la confianza de la población, su periodo de gobierno suele arrojar mejores resultados económicos. Esa historia está bien documentada pero la capacidad explicativa del tema de credibilidad tiene límites sobre todo porque con el TLC norteamericano disminuyó su relevancia.

El objetivo medular del TLC fue el de consolidar la credibilidad de las reglas en materia de inversión. Es decir, el gobierno que lo promovió entendió que la inversión privada no fluía precisamente por el problema de confianza que genera la debilidad institucional que le permite a cualquier funcionario inventar el hilo negro cuando se levanta del lado equivocado de la cama. Con las reglas claras y permanentes que son inherentes al TLC, así como con mecanismos de resolución de disputas creíbles, la inversión fluiría sin parar y el crecimiento sería sostenido. Al menos esa era la teoría.

La práctica ha sido doble: por un lado, la inversión ha fluido sin cesar y eso es lo que explica, en buena medida, la fortaleza del sector exportador. Por otro lado, la inversión vinculada a las exportaciones beneficia muy poco al mercado interno y, por lo tanto, su impacto económico es mucho menor al que podría ser. Es decir, el TLC resolvió el problema de la economía respecto al exterior pero no modificó la realidad de la economía interna. Ahí sobreviven formas de producir y distribuir bienes y servicios que nada tienen que ver con lo que ocurre en el resto del mundo. Ahí la economía mexicana sigue siendo cerrada, los productos y servicios tienden a ser de baja calidad y alto precio y los empresarios siguen sin adaptarse a la competencia mundial.

Este no es el momento para entrar en las causas de esa dicotomía, pero el hecho tangible es que tenemos dos economías muy diferentes. La principal consecuencia de este hecho es que no existe una vinculación entre la economía hiper competitiva del sector exportador y la economía del mercado interno. En contraste con otros países, el efecto multiplicador de las exportaciones sobre el crecimiento de la economía interna es mucho menor en México que en EUA o Brasil: mientras que cada dólar exportado agrega 1.3 dólares de crecimiento en México, la cifra es de 2.3 en Brasil y 3.3 en EUA. La pregunta es por qué.

Cuando uno escucha a innumerables líderes empresariales hablar de las cadenas productivas es evidente que están hablando, al menos en concepto, de esta circunstancia: la necesidad de vincular a la economía interna con la exportadora. Sin embargo, luego de casi tres décadas de apertura a las importaciones, es inevitable concluir que esas cadenas de las que hablan los próceres del sector privado ya no existen y no son las que hoy se requieren. Sin duda, la apertura rompió cadenas existentes porque permitió que nuevos proveedores entraran al sistema. Esos nuevos proveedores hicieron posible que muchas empresas se hicieran competitivas y pudieran competir con las importaciones y exportar. Los proveedores nacionales que no se adecuaron perdieron porque no fueron capaces de competir o porque no tuvieron la capacidad o deseo de intentarlo.

Desde esta perspectiva, parece evidente que ha habido un enfoque errado en la política económica a lo largo de todo este tiempo: se espera que el sector privado mexicano haga lo que no puede hacer ni ha hecho en décadas. La teoría de que los industriales se convertirían en proveedores de los exportadores como ocurrió en Corea simplemente no ocurrió en México, por la causa que sea. Podemos seguir lamentándonos de lo que no ocurre o reconocer la naturaleza del problema.

Pero el concepto sigue siendo válido: a México le urge una industria de proveedores. Esa “nueva” industria tiene que desarrollarse y promoverse bajo las reglas que hoy existen: es decir, sin protección pero con el objetivo expreso de elevar el contenido nacional a fin de generar más crecimiento y más empleos. Mientras más bienes se produzcan en México mayor será nuestra capacidad de diversificar las exportaciones porque estaremos en posibilidad de satisfacer las reglas de origen con Europa y Asia que, en la actualidad, no cumplimos.

La implicación evidente de esto es que los industriales del futuro no serán, en términos generales, los mismos del pasado: serán quienes inviertan para ser hiper competitivos y poder engarzarse con los grandes exportadores. Muchos de ellos serán nacionales, muchos extranjeros. El punto es producir en México para enriquecer a México.

La inversión es indispensable para crecer. Lo que falta es el énfasis adecuado en la política económica para lograrlo.

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Desorden

Luis Rubio

Inherente a la naturaleza humana es el deseo y expectativa de mejorar en la vida. Sin embargo, menos común es el reconocimiento de lo que sería necesario hacer para que eso fuera posible. Karl Popper, filósofo de la ciencia, alguna vez dividió al mundo en dos categorías: relojes y nubes. Los relojes son sistemas ordenados que se pueden procesar de manera deductiva. Las nubes son complejas “altamente irregulares, desordenadas y más o menos impredecibles”. Para Popper, el error de mucha de la ciencia moderna reside en pretender que todo es un reloj y que siempre habrá una herramienta apropiada para resolver todos los problemas. Sin embargo, seguía, ese enfoque está condenado al fracaso porque el universo en que vivimos es más parecido a las nubes que a los relojes.

Todos sabemos lo que nos disgusta de la realidad mexicana en la actualidad. A unos les molesta la criminalidad, a otros el desempeño económico. Algunos sufren los tráficos cotidianos y otros padecen la incertidumbre que permea el ambiente. Identificar los males, al menos a nivel sintomático, es muy sencillo. Peropocas veces meditamossobre las implicaciones de resolver esos problemas o, más exactamente, sobre lo que se requeriría para que esos males dejaran de serlo. En una palabra, si de verdad queremos construir un país que funciona y en el que no existen esos males (o son vistos no como un factor de realidad sino como una aberración que tiene que ser corregida), tendríamos que cambiarlo todo. Todo.

Earl Long, un peculiar político estadounidense, resumió el dilema de manera perfecta: “Algún día Louisiana va a tener un buen gobierno y a nadie le va a gustar ni un poquito”. Un buen gobierno implica reglas a las que todo mundo se subordina, entraña autoridad efectiva para hacer cumplir la ley y, por sobre todo, implica una auténtica igualdad ante la ley. En México, el reino de los privilegios, no satisfacemos ninguna de estas premisas ni siquiera en el discurso público.

Hace algunas semanas, en este mundo surrealista que es el de la realidad mexicana, tuvimos la oportunidad de ver un ejemplo perfecto de la complejidad que implica llevar a cabo el tipo de cambios que la ciudadanía exige pero que no siempre está dispuesta a llevar a buen término. Las autoridades de la ciudad de México decidieron instalar parquímetros en diversas zonas de la urbe con el objeto doble de desincentivar el uso del automóvil y racionalizar el tránsito y el uso de los lugares de estacionamiento. Es decir, se trata de un esfuerzo por ordenar uno de los muchos temas citadinos cotidianos.

La respuesta no se hizo esperar. Por un lado, los llamados “franeleros”, las personas que se han apropiado de los espacios públicos para rentar lugares de estacionamiento, se manifestaron en contra de la medida, para lo cual bloquearon algunas calles de la ciudad. Por otro lado, innumerables usuarios del servicio se quejaron por la desaparición de un mecanismo funcional para la vida cotidiana en virtud de la ausencia de estacionamientos formales.

En este caso específico, el desorden es múltiple. Primero, se encuentra la apropiación del espacio público: si uno no le paga al virtual “dueño” de la calle, no se puede estacionar. Segundo, las personas que visitan el lugar, trabajan por ahí o van a realizar alguna actividad momentánea, utilizan el servicio de los franeleros para que les cuiden el vehículo por unos minutos o por todo el día. No es un servicio menor. Tercero, en ausencia de vigilancia policiaca efectiva, los franeleros cumplen una importante función de seguridad: está demostrado que hay menos robos de partes y automóviles donde hay franeleros. Finalmente -un fabuloso ejemplo de picardía mexicana- en una de las calles de la zona rosa que frecuento, donde hay parquímetros desde hace años, hay una persona que antes era franelero y ahora se dedica a lavar coches y a echarle monedas al aparato para cuidar que a los autos de sus clientes no le levanten una infracción. La innovación y creatividad no dejan de sorprender: pero los problemas que estos personajes resuelven no son irrelevantes.

El desorden es un gran problema porque viene asociado a la ausencia de mecanismos para la resolución de conflictos, cero respeto a las leyes y a la autoridad, muy pobre desempeño económico y, en un sentido más amplio, deriva en la crisis de seguridad que vivimos y en la enorme falta de oportunidades que nos caracteriza y que se traduce en pobreza y desigualdad. No hay tal cosa como “un poco desordenado”. El desorden es una característica general, donde lo que sí está ordenado es excepcional. De manera contraria, en un contexto de orden, lo que no funciona es percibido como una excepción.

En la actualidad, lamentablemente, seguimos viviendo en un contexto de desorden donde algunas cosas funcionan pero son las menos. En el ámbito económico, por ejemplo, el TLC es un gran factor de orden, pero el mercado interno sigue tan desordenado como siempre. En el debate público –tanto entre políticos como empresarios- hay siempre la disyuntiva de avanzar hacia el orden o retraernos hacia lo general. Para muchos empresarios lo que el país requiere es generalizar el desorden porque eso evita la necesidad de elevar la productividad, mejorar la calidad de los productos o, en general, mejorar la vida.

El dilema para el país es precisamente ese: convertirnos en un país moderno implica meternos a todos en orden y eso entraña la terminación de privilegios, prebendas y beneficios particulares. En su microcosmos, los franeleros lo ilustran perfectamente bien: han gozado de un privilegio excepcional (aunque no lo entiendan así) y no están dispuestos a cambiar por ningún motivo. Extrapolando el ejemplo a nivel nacional, meter al país en orden implicaría reformar todos los ámbitos de la vida nacional. Es decir, dentro de un contexto de orden se torna inaceptable la existencia de monopolios públicos o privados, es disfuncional el uso de la mordida o la corrupción en general y la economía informal deja de ser un elemento folclórico para convertirse en una lacra que tiene que ser atacada. En un contexto de orden nadie sigue como estaba antes.

La disyuntiva es mucho más profunda de lo aparente. Aterrizar el deseo –o el discurso- por mejorar, hacer de México un país más amable y exitoso y lograr una sustancial mejoría en los niveles de vida va inexorablemente de la mano de la disciplina, el orden y la igualdad ante la ley. Aterrizarlo implicaría que lo acepten los poderes fácticos, los ricos, los políticos y demás beneficiarios de privilegios: desde los franeleros hasta el presidente. O que se les imponga por un cambio real.

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