REFORMA
Luis Rubio
El país sigue dividido, pero no sólo en posturas sino sobre todo en la concepción de dónde nos encontramos como sociedad. Para unos bloquear una carretera es algo natural y aceptable: en la guerra todo se vale. Para otros el bloqueo de una vía de comunicación constituye una violación constitucional. Para los primeros el uso de la fuerza implica represión y nunca se debe emplear; para otros la fuerza es un componente central del Estado de derecho. Se trata de visiones contrapuestas: para unos “mientras peor mejor”, para los otros “ahí la vamos llevando”. Al final, nunca se acaba enfrentando el asunto de fondo: la división que paraliza al país y le impide construir una plataforma de desarrollo en la que todos quepamos. Nada de esto es nuevo, pero lo terrible es que llevamos cincuenta años –por lo menos desde 1968- en este enredo y no hay nada que sugiera que hayamos avanzado ni un ápice.
Lo fácil es asignar culpas, insultos o epítetos, como ha ocurrido en torno a los bloqueos organizados por la CNTE, pero eso no nos lleva muy lejos. En la medida en que esos grupos vivan en un entorno o en una lógica de poder distinta a la que vivimos quienes aceptamos las reglas formales del juego (así sean éstas malas o insuficientes), las reglas son inaplicables. De nada sirve condenar un comportamiento cuando el objetivo mismo de quien se comporta de determinada manera es hacer sentir su oposición o reprobación del marco normativo que los “otros” consideran válido. Esa contradicción es la que yace en el corazón de la conflictividad que vive el país (sin incluir al crimen organizado) y para la cual, desde hace décadas, no ha habido ni siquiera un intento de respuesta.
Peor todavía, la existencia de visiones, posturas y estrategias contrapuestas ha propiciado el desarrollo de toda una industria de la manipulación política, propiciada desde el poder, mucha de ella inspirada menos en grandes principios o ideales filosóficos que en el pragmatismo más terrenal, lo que en el diccionario se conoce como chantaje y extorsión. Es así como la ciudad de México se convirtió en el oasis de las manifestaciones o como, en lugar de procurar soluciones trascendentes, han depredado algunos sindicatos, se han apuntalado en el resentimiento candidaturas presidenciales o se han refugiado algunos políticos tras bardas cada vez más altas, como ilustra la casa presidencial en la última década.
La industria del chantaje hoy abarca a todos: desde el gobernador que hace su propia manifestación frente a Palacio Nacional hasta los que llevan (o traen) conflictos del lugar más recóndito hacia el DF no para resolver el problema del grupo específico sino para avanzar su propia causa personal. Entre una cosa y la otra se esconden disidentes, negociantes y chantajistas. Pero el punto de fondo no es la industria del chantaje sino el hecho de que efectivamente existe una contraposición de esencia en el corazón del país y del Estado mexicano.
En la época vieja del PRI el país padecía de movilizaciones cotidianas de esta naturaleza, pero el sistema gozaba de la capacidad, y generalmente de la disposición, para actuar y evitar llegar a situaciones extremas. Aunque casi nunca se resolvía el problema, al menos los conflictos raramente llegaban a excesos inmanejables. El deterioro gradual de la autoridad del gobierno y la indisposición a emplear la fuerza pública acabaron por convertir al gobierno mismo en presa del chantaje. El desorden generalizado que siguió fue producto de la desidia: dejaron de aplicarse las viejas reglas autoritarias por temor a las consecuencias mediáticas y no se desarrolló un nuevo concepto de política que atacara el corazón del problema. Los dos gobiernos panistas no cambiaron la lógica ni la tendencia. Por ello su deuda con la sociedad es tan grande: en sentido contrario a su origen, abandonaron a la ciudadanía y no hicieron más esfuerzo que el de seguir pavimentando el camino a la perdición.
Frente a esta realidad, el nuevo gobierno ha respondido de dos maneras: ha reorganizado las estructuras reales de poder para recobrar la autoridad perdida y, como ocurrió en la carretera de Acapulco, actuó para someter a los revoltosos a reglas mínimas de civilidad. Se trata de dos lados de una misma moneda: ser autoridad y ejercerla frente a quien la rete. El resultado inmediato fue encomiable: el gobierno logró atenuar el asunto inmediato; sin embargo, como evidencia la situación actual, esto no constituye una solución al tema de fondo.
Un chantaje sólo se termina cuando se elimina al extorsionador o cuando se resuelve el móvil del mismo. En los años mozos del viejo sistema se hacía lo primero pero luego ya no se hizo nada: ni se eliminaba a los chantajistas ni se atacaban las causas del problema, lo que propició la proliferación de chantajistas. El ejercicio de la autoridad ataca el primer frente pero nada más. La pregunta es qué sí se puede hacer.
La cita siguiente captura la esencia del problema y, como no tiene nada que ver con México, permite tomar una perspectiva menos cáustica y más desapasionada de la naturaleza del reto: “La tragedia del reino de la familia Assad, dice Robert Kaplan, no es que haya producido una tiranía: esa tiranía… permitió una paz sostenida luego de 21 cambios de gobierno en los 24 años que precedieron al primer Assad… La tragedia es que los Assad no hicieron nada útil con la paz que establecieron. No emplearon el orden que lograron para construir una sociedad civil que hubiera evitado la guerra actual. Nunca avanzaron hacia una conversión de una población de súbditos a una de ciudadanos: los ciudadanos se colocan por encima de los conflictos sectarios en tanto que los súbditos no tienen más que el sectarismo como refugio”.
Guerrero exhibe lo peor del viejo sistema junto con los riesgos que entrañan las peligrosas alianzas con el crimen organizado. Por ello la solución reside en un replanteamiento político, con disposición a emplear la fuerza pública para hacerlo valer. El bloqueo de la carretera de Acapulco y la movilización que ha seguido no son sino respuestas sectarias a un sistema con el que no se identifican. No ven que éste los beneficie o que puedan avanzar en sus legítimos intereses por la vía de la negociación porque no son, ni se sienten, ciudadanos. Se sienten súbditos y, como tales, desafían al gobierno. El mecanismo del chantaje funcionó muy bien por décadas, pero hoy el gobierno se equivoca si cree que va a disuadirlos con un par de muestras de autoridad. Se requiere un cambio en la concepción básica de lo que es el gobierno y la ciudadanía, y luego hacerlo valer con autoridad.
@lrubiof
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