¿Dónde estamos?

REFORMA – Luis Rubio

El país atraviesa por momentos difíciles, circunstancia que no deja de ser paradójica para muchos. Para los priistas, que sienten que «ya la hicieron», todo parecía ir avanzando sin contratiempo. Para la población en general, que sólo quiere poder vivir en paz y tranquilidad, el sentido de orden que imprimió el nuevo gobierno parecía ofrecer la oportunidad de recobrar ese anhelo. Sin embargo, lo único claro es que los problemas reales, los de fondo, no han cambiado y, si acaso, han arreciado. Reflexionando sobre esto recuerdo la famosa frase de Paul Valéry de que «el problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que era antes».

Abundan las explicaciones, pero se entrecruzan con propuestas, deseos e intereses, todos legítimos, pero que acaban por nublar, más que aclarar, el panorama. Lo que sigue es la manera en que yo entiendo y veo el momento que atravesamos y de dónde surgió.

  • El viejo sistema permitió estabilizar al país luego de la gesta revolucionaria, pero acabó por ser insostenible. Funcionó bien por algún tiempo (sobre todo entre 1950 y 1970), hasta que se colapsó en parte por sus propias contradicciones y en parte por su éxito: generó una clase media urbana que se rebeló contra «el sistema».
  • La respuesta de Echeverría fue inflar la economía para darle cabida a todos los demandantes, con lo que creó una casta de «derechohabientes» (sindicatos, grupos empresariales, campesinos y políticos) que siguen expoliando y restándole productividad a la economía en su conjunto. También inició la era de crisis y de conflicto social.
  • Las reformas de los 80 y 90 procuraron construir una nueva plataforma de crecimiento económico y sentaron los cimientos de la prosperidad que hoy goza el sector industrial moderno. Lamentablemente, la necedad de proteger los intereses priistas acentuó y afianzó las contradicciones que hoy vivimos: sectores protegidos, falta de competencia, monopolio energético y, en general, una muy baja productividad en la economía en general.
  • Pero la prosperidad es real e hizo posible que evolucionara la política nacional hacia una competencia democrática. Las reformas electorales condujeron a la derrota del PRI en 2000 y a la alternancia. La falta de visión, y la reticencia a construir instituciones modernas, llevó a las contradicciones que hoy caracterizan a la vida política: conflictos para los cuales las instituciones de antaño no tienen capacidad de respuesta. Simplemente no dan porque no fueron creadas para hacer posible la participación ciudadana o para resolver problemas.
  • México es un país sumamente complejo y terriblemente difícil de gobernar. La diversidad y dispersión étnica, religiosa, económica, geográfica y cultural y los contrastes entre sus regiones exigen habilidades políticas excepcionales. Históricamente, ha sido eficaz cuando ha habido un gobierno central funcional en combinación con gobiernos locales diestros y efectivos. El PRI gobernó por décadas con métodos que hoy se perciben intolerables pero que tuvieron el efecto de hacer parecer que era fácil lograrlo. Los gobiernos panistas creyeron que todo era asunto de quitar a los priistas. Hoy Oaxaca, Guerrero y Michoacán muestran la inviabilidad de los viejos métodos priistas y la ingenuidad de los panistas.
  • Las crisis, los errores, la corrupción y la incompetencia de nuestros gobernantes han desacreditado a la clase política. La arrogancia de los políticos (y sus parientes) y su parasitismo, los abusos de los funcionarios, la persistencia de los excesos de líderes sindicales (aunque cambien, los siguientes acaban siendo iguales) y la burla a los mecanismos de transparencia no hacen sino afianzar el cinismo y desconfianza característicos del mexicano.
  • Todo esto hace indispensable una reforma política. El Pacto que ideó el gobierno actual es mejor que la parálisis de las décadas anteriores pero es un mal substituto de un sistema de gobierno efectivo (ejecutivo-legislativo).
  • Más allá de su forma específica, la reforma política tendría que lograr: a) que los políticos sean responsables ante el electorado y no ante sus jefes; b) mecanismos que hagan posible la constitución de mayorías legislativas; c) un sistema de gobierno eficaz tanto para gobernar como para resolver los asuntos de seguridad. No hay una sola forma de lograr estos objetivos; lo importante es que se logren. Unos preferirán segunda vuelta, otros un sistema semi-parlamentario; algunos querrán reelección, otros un ejecutivo fuerte; algunos preferirán representación proporcional, otros directa. Lo relevante no es la forma sino el resultado y la flexibilidad para corregir hasta que funcione.
  • Mientras los políticos se pelean, los partidos agonizan y el gobierno pretende que reforma, la población vive cada vez más acosada por el crimen organizado: la extorsión y el secuestro se han vuelto temas cotidianos en gran parte del país. El asunto no es si el gobierno anterior tuvo la estrategia correcta o una errada o si el actual puede resolver el problema sin definir una estrategia diferente. El tema es que el crimen organizado está carcomiendo al país y, de no resolverse, eso acabará destruyéndolo. Ha ocurrido en otros países.
  • Por lo anterior, es urgente una reforma de verdad en el sistema de justicia, ministerios públicos, policías y, en general, a todo el sistema de seguridad. El problema de México no es el narcotráfico, sino de capacidad de Estado: lo esencial para mantener la paz, la seguridad y la justicia. Y hacer cumplir la ley para todos. O sea, un país moderno.
  • En adición a lo anterior, es imperativo trascender la noción de que unas cuantas reformas constitucionales transforman al país. Lo que lo transformará será la instrumentación de reformas en temas como el educativo, laboral y de seguridad social, lo que implica afectar poderosos intereses de todo tipo. Lo mismo es cierto del sector energético y del fisco: tanto la recaudación como los mecanismos de gasto y la supervisión del mismo. Es ahí, no en las ceremonias de premiación legislativa, donde se medirá el éxito del gobierno. La medida relevante es el crecimiento de la productividad: todo el resto es mera retórica.
  • El gobierno actual tiene un claro sentido de gobierno y de poder, incluyendo una extraordinaria capacidad de comunicación. Sin embargo, esas características y habilidades son indispensables para avanzar pero no son suficientes para lograr su cometido. El país requiere un sistema institucional nuevo y moderno, es decir, una reforma de fondo a todo eso que se ha venido arrastrando del pasado. Sin eso, ni el gobierno más competente podrá ser exitoso.

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Migración y responsabilidad

REFORMA – Luis Rubio

«Ninguna reforma migratoria puede pretender ser exitosa si choca con la naturaleza humana». Así resume Demetrios Papademetriou su visión respecto a la reforma migratoria estadounidense en un reporte* que se presentó en México hace unos días. El asunto migratorio involucra a millones de mexicanos que emprendieron el venturoso, pero también riesgoso, camino en búsqueda de un empleo en EUA. Ahora que se discute la posibilidad de una reforma migratoria en ese país, México tiene frente a sí difíciles decisiones que serían indispensables para la legalización (pronta o retraída) de esos millones de migrantes.

El reporte del Migration Policy Institute está orientado a la discusión norteamericana pero, como producto de un grupo de estudio que involucró a numerosos mexicanos incluyendo, como co-presidente, al ex presidente Zedillo-, incluye un gran número de análisis detallados** sobre la naturaleza de la migración, los factores que llevan al potencial migrante a emprender el complejo proceso, las condiciones de seguridad que existen en el camino y los problemas políticos, económicos y sociales que caracterizan a Centroamérica y México, naciones que constituyen una abrumadora proporción de la población de los indocumentados. Quien lea el reporte tendrá un panorama amplio sobre la dinámica cambiante del fenómeno migratorio, la complejidad -política y práctica- de las posibles soluciones y de sus implicaciones de largo plazo para EUA y para México y Centroamérica. También podrá apreciar que esta reforma, de aprobarse, sería la última en mucho tiempo porque, en contraste con el pasado, cuenta con la activa participación y responsabilidad de los empleadores.

El reporte parte del principio de que el asunto migratorio es de carácter soberano -cada país tiene pleno derecho a decidir su política poblacional- pero que esa decisión soberana no puede ignorar los cambios que están teniendo lugar en naciones como México. Aunque evidentemente una persona que entra a un país distinto al suyo sin pasar por una garita migratoria está quebrantando la ley, la motivación de la abrumadora mayoría de los migrantes es económica: el mercado laboral norteamericano está plenamente integrado y, excepción hecha por la creciente dificultad de cruzar la línea fronteriza, funciona de manera sumamente eficiente: cuando hay demanda fluye la corriente migratoria (como en los noventa) y, cuando no la hay (recientemente), el flujo es negativo. El reporte también enfatiza otro factor clave: México ha estado experimentando cambios fundamentales en su estructura económica y en su perfil demográfico, circunstancias que permiten contemplar un futuro económico distinto para la región, futuro que podría convertir a Norteamérica en una fuente de competitividad muy superior a la actualmente contemplada.

Los cambios que México ha experimentado -algunos como resultado de reformas formales, otros como consecuencia de la violencia- han alterado los patrones migratorios, han modificado el tipo de población que migra, cuantos lo hacen y qué es lo que motiva su decisión. Por ejemplo, un primer efecto del cambio de patrón migratorio es que el promedio de escolaridad y habilidades del migrante más reciente es notablemente superior al de las cohortes anteriores. Todo esto sugiere, argumenta el reporte, que el futuro del asunto migratorio va a ser muy distinto al del pasado.

Los cambios más patentes que han ocurrido en México se derivan de la estabilidad financiera de que ha gozado el país por tres lustros (generando un mercado de crédito al consumo antes inexistente); la liberalización de las importaciones (que ha disminuido drásticamente la porción de su ingreso que las familias gastan en alimentos, ropa y calzado); la creciente competitividad de la planta productiva nacional, que se aprecia en las exportaciones industriales, y que entraña más empleos, mejor pagados; las remesas que han creado una clase media rural; y la democratización y descentralización de la política. Todo esto ha llevado al fortalecimiento de la clase media, factor que comienza a modificar la percepción sobre México como un país pobre, corrupto y violento. Una persona que ya cuenta con un ingreso estable y con oportunidades de elevar sus niveles de consumo tiene un incentivo mucho menor a migrar que el de un campesino sin ingreso fijo ni opciones de empleo. A su vez, insiste el reporte, la transición demográfica que experimenta el país (la tasa de natalidad ha disminuido drásticamente desde los setenta), permite una mejoría de los niveles de vida y, eventualmente, se traducirá en menores flujos migratorios.

México se ha convertido en un punto de destino de migrantes de otras latitudes, principalmente de Centroamérica, creando nuevas realidades sociales y políticas. Muchas de las víctimas de la violencia que ha caracterizado al país son migrantes de otras naciones y la frontera sur se ha convertido en un foco de enorme atención.

Por lo que toca al futuro, el reporte es muy claro en su insistencia de que una reforma migratoria en EUA podría ser una solución a las personas que ya están allá, pero que el éxito del asunto migratorio dependerá en enorme medida de acciones que esté dispuesto a emprender el gobierno mexicano. Dado que una abrumadora proporción de los migrantes que entraron ilegalmente a EUA son mexicanos o transitaron a través de México, el reporte plantea un conjunto de responsabilidades que México tendría que asumir tanto para que la reforma propuesta fuera aprobada como para que se comience a construir un nuevo esquema de desarrollo regional.

En particular, México tendría que avanzar con seriedad en dos planos: primero, el control de su frontera sur a fin de que el país se torne en un socio confiable que disminuye radicalmente la vulnerabilidad regional al acceso de personas no documentadas. Esto es lo que se comprometieron e hicieron con gran éxito naciones como Polonia, Bulgaria y Rumania en la Unión Europea. En segundo lugar, México tendría que comprometerse a regular los flujos migratorios hacia el norte. Esto último constituiría un cambio radical en la tradición mexicana, pues implicaría que en lugar de de facto promover y facilitar la migración, el gobierno mexicano actuaría como garante de que sólo quienes hayan obtenido una visa de trabajo podrían transitar.

El beneficio de todo esto, como ha sido el caso en Europa, se podría medir en un mayor crecimiento económico, creciente competitividad regional, una mayor integración industrial, más exportaciones y mejores niveles de vida. Al final de cuentas, no hay como el crecimiento económico para disminuir las tensiones políticas.

* http://www.migrationpolicy.org/pubs/RMSG-FinalReport.pdf

**todos disponibles en http://www.migrationpolicy.org/

 

 

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Auges y paradojas

INFOLATAM – Luis Rubio

 (Especial Infolatam).- México experimenta hoy un momento paradójico. Por un lado, no hay día en que no se anuncie un nuevo hito en materia legislativa: la agenda de reforma que llevaba años paralizada súbitamente ha cobrado un impulso inusitado. Por otro lado, las crisis políticas se multiplican por doquier: los partidos políticos se dividen, algunas comunidades rurales viven levantamientos populares y, en múltiples regiones, se colapsan las autoridades locales. ¿Se trata de circunstancias excepcionales o caras de una misma moneda?

El presidente Enrique Peña Nieto tomó el poder casi como un huracán. Incluso antes de su inauguración formal, el nuevo gobierno ya había mostrado sus dotes de operación política en el procesamiento de iniciativas de ley durante el tiempo de transición. En menos de 24 horas, ya había anunciado un Pacto por México con los principales partidos de oposición, incluyendo una detallada agenda de reformas previamente consensadas. Los medios de comunicación, militantes y críticos hasta el día anterior a la toma de posesión, súbitamente se desvivían en elogios.

La llegada de Peña Nieto a la presidencia fue como un alivio, una ráfaga de aire fresco, luego de años ausencia de liderazgo

Unas cuantas semanas después, la otrora líder del magisterio estaba en la cárcel. Nadie parecía haber previsto la posibilidad de que México tuviera un gobierno en forma: desde el levantamiento zapatista en enero de 1994 hasta la llegada de Peña Nieto, los mexicanos se habían acostumbrado a la mediocridad y la incompetencia en la presidencia. Ahora, de súbito, todo parecía cambiar.

La llegada de Peña Nieto a la presidencia fue como un alivio, una ráfaga de aire fresco, luego de años ausencia de liderazgo. En efecto: Peña Nieto encabeza un proyecto de poder que se inspira en Adolfo López Mateos, quien fue el último presidente (1958-1964) que concluyó felizmente su mandato, presidió un periodo de crecimiento económico cercano al 8% anual en promedio, entregó la administración sin crisis y ejerció un poder indisputado. Con Peña Nieto retornaron las formas del poder y la formalidad en las relaciones entre políticos. Su agenda legislativa en los primeros meses ha incluido diversos asuntos (educación, telecomunicaciones, ley de amparo), pero el común denominador es uno muy específico: la concentración del poder.

Paso a paso, la presidencia se ha ido fortaleciendo no a través de actos ilegales o decretos unilaterales (prácticas comunes en el pasado), sino mediante herramientas legales que le confieren instrumentos de control al gobierno sobre grupos, entidades e instituciones clave y, especialmente, sobre lo que los mexicanos llamamos “poderes fácticos”, ese núcleo de líderes sindicales, empresarios y políticos que, cuando el PRI perdió la presidencia en 2000, se convirtieron en poderes libres, sin control alguno y con capacidad de veto para proteger sus intereses económicos y políticos.

La paradoja del nuevo gobierno es que su proyecto es de poder más que de desarrollo y que su visión es la de recrear el mundo del PRI de los años sesenta. En aquella época, la presidencia y el PRI guardaban una relación simbiótica, la economía –cerrada y protegida- funcionaba con el impulso de la demanda que generaba la inversión gubernamental en infraestructura. El presidente era la figura central de la política nacional y el gobierno el factótum de desarrollo. Como lo atestigua la historia, el éxito del modelo es indisputable. Sin embargo, las circunstancias de hace sesenta años son radicalmente distintas a las actuales: una población cuatro veces más grande, una realidad política de fragmentación y descentralización, una economía globalizada, el mundo de Internet y una sociedad demandante y militante. En una palabra, aunque la mayor parte de la población ha dado la bienvenida a un gobierno en forma, susceptible de restablecer un sentido de orden, la realidad actual no es compatible con un intento por recrear el mundo relativamente simple de hace medio siglo.

En este contexto, no es sorprendente que, en paralelo con el orden que impone la nueva administración y el progreso sistemático del proceso legislativo, las crisis políticas se multiplican por todas partes. No es que una cosa propicie la otra (aunque en algunos casos así sea) sino que las instituciones que caracterizan al sistema político son, en buena medida, las de antaño que no dan para procesar conflictos y demandas de una sociedad radicalmente distinta. En contraste con España o Chile, que vivieron un rompimiento claro respecto al viejo régimen, México nunca experimentó un momento de quiebre. Por las razones que sean, el viejo PRI nunca tuvo que reformarse y retornó al poder como si nada hubiera pasado en los años intermedios.

Todo esto creó una mezcla letal: un fortalecimiento brutal de las mafias criminales frente a un sistema de gobierno enclenque.

Hay al menos tres fuentes de conflicto político. Una se deriva de la combinación de descentralización política (y del presupuesto) junto con la concentración del poder del crimen organizado: el poder se descentralizó pero los gobernadores no construyeron policías, ministerios públicos y, en general, capacidad de Estado que substituyera al control vertical que ejercía el gobierno federal y que, por mucho tiempo, permitió mantener una semblanza de orden.

Esto ocurrió justo cuando los americanos había cerrado las vías de acceso de las drogas por el Caribe, los colombianos había recuperado el control de su país y, después de 2001, los estadounidenses habían fortificado la frontera. Todo esto creó una mezcla letal: un fortalecimiento brutal de las mafias criminales frente a un sistema de gobierno enclenque. El reto es fenomenal y no se resuelve meramente con un gobierno federal en forma, aunque sin ello sería imposible lograrlo.

La segunda fuente de choque tiene su origen en conflictos comunitarios (tierras, control regional, cacicazgos) que siempre han existido pero que por mucho tiempo fueron controlados y maniatados por un sistema político fuerte que nunca se ocupó de resolver las fuentes de conflicto sino meramente de evitar que estas explotaran. Desaparece la capacidad de control y los conflictos afloran. En muchos casos, se trata de movimientos sociales con raíces profundas que no se pueden resolver por medio de la represión, sino que exigen nuevas formas de participación política. Inevitablemente, sobre todo cuando se trata de las rutas de la droga, no es infrecuente encontrar que se entrelazan los movimientos de origen comunitario con el crimen organizado, sembrando las semillas de lo que eventualmente conduce al colapso de todo vestigio de orden y gobierno funcional.

Finalmente, la tercera fuente de conflicto es producto de los desencuentros que son producto de un sistema político viejo que se rehúsa a transformarse: un sistema político pre-moderno, justicia medieval y formas no democráticas de acción política. Los legisladores protestan por lo que ven en el Pacto por México como usurpación de sus funciones y responsabilidades. Los gobernadores ejercen el gasto sin rendición alguna de cuentas. Los poderes públicos no tienen bien definidos sus límites y mecanismos de contrapeso. En una palabra, perviven instituciones y formas viejas que son incompatibles con una realidad transformada.

México vive un momento de paradojas y efervescencia. Por casi veinte años, el país se fue transformando sin un gobierno que le impusiera un camino y sin un proyecto coherente de reforma institucional o económica. Aunque muchas cosas avanzaron, el desorden era creciente. En ausencia de liderazgo presidencial, el país se movía a su ritmo y forma, pero sin capacidad de aprovechar oportunidades y acelerar el paso del desarrollo económico. Ahora que hay un liderazgo efectivo la gran pregunta es si sabrá aprovechar el momento para construir instituciones modernas y forjar un futuro diferente o si se limitará a intentar recrear un mundo que ya no es posible.

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Mundo de confusiones

REFORMA – Luis Rubio

«Nuestra era, escribió Einstein, se caracteriza por la confusión de objetivos y perfección de medios». Parece que estaba pensando en la política mexicana. Hoy nada es claro: ¿cuál es el papel de los partidos y cuál el del gobierno?, ¿cuál la relación entre el ejecutivo y el legislativo?, ¿cuál es la función del Pacto?, ¿qué conexión debe existir entre los líderes partidistas y los contingentes legislativos? ¿Cómo deben vincularse los gobiernos estatales con el federal y dónde comienzan y terminan sus responsabilidades respectivas? ¿Cuál es el papel de los ex presidentes en la política activa? En una palabra, ¿qué es y a qué aspira la democracia mexicana?

La confusión y contradicción de conceptos que caracterizan la disputa pública es infinita y muestra a un país que no se ha adecuado a su nueva realidad política. Durante los años del interregno (1997-2012) los deseos de revancha y de ampliar las fronteras de poder parecían explicar y justificar los desencuentros que fueron norma del periodo. Hoy, con el retorno de las viejas formas priistas y algo de su disciplina, lo que antes parecía confusión ahora es conflicto abierto.

Lo que ocurre dentro de los partidos no es distinto a lo que se observa entre el poder ejecutivo y los gobernadores. Las formas pueden ser diferentes, pero el fenómeno es el mismo: el país enfrenta un profundo desarreglo en los asuntos del poder y no hay mecanismos idóneos para resolverlo. Peor, los conflictos arrecian y se profundizan, poniendo en riesgo no una agenda de reforma, sino la estabilidad del país. Atrás quedaron esas muestras patéticas de independencia por parte de legisladores que se presentaban como héroes míticos derrotando al presidente luego de que el PRI perdió la mayoría legislativa; hoy ya no se trata de vencidas sino de manifestaciones claras de un sistema político disfuncional. Lo que operaba bajo el viejo sistema ya no funciona y lo que medio funcionó en el pasado reciente ya no cuadra con la realidad actual.

Los problemas no se limitan a las relaciones entre poderes públicos o niveles de gobierno. La misma situación existe con los medios de comunicación, las disidencias sindicales, los grupos obstruccionistas que emergieron de los sótanos de la política (como Guerrero y Michoacán), y la criminalidad que resurge simplemente porque el pasado idílico no se puede recrear.

Todo mundo sabe que los arreglos de antaño son insostenibles y que la ausencia de desarrollo institucional yace en el corazón de la conflictividad actual. La pregunta es qué hacer al respecto. Pululan las propuestas para responder y resolver los desencuentros. Algunas tienen sentido, otras reflejan nítidamente la observación de Einstein. Se privilegian los resultados que se pretenden lograr a pesar de que los medios típicamente propuestos para alcanzarlos no son sino una retahíla de lugares comunes que, frecuentemente, no son conducentes al objetivo deseado. La clave son medios funcionales, no objetivos grandilocuentes.

El problema es obvio: la realidad ha cambiado mucho más rápido que las instituciones que debieran servir para gobernarla. En un contexto de río revuelto, como dice el dicho, ganan quienes son más avezados, pero no avanzan soluciones duraderas. El país pasó de un régimen centralizado y con controles verticales a una descentralización extrema en la que todos los grupos, sectores e intereses hicieron lo posible por ampliar sus espacios y facultades sin que hubiera medios institucionales para canalizar los conflictos que de ahí surgían. Ahí nació la rebelión contra el viejo presidencialismo, sus reglas y formas, con los consecuentes excesos. No todo fue excesivo: muchos fueron los intentos honestos por encontrar soluciones prácticas a problemas de esencia en los que chocan formas de antaño con una realidad económica globalizada que no admite muchas desviaciones.  Los quince años que siguieron a la derrota del PRI en el congreso en 1997 fueron una etapa de arrebato político: cada quien llegó a intentar imponer sus preferencias por eso de que con suerte y pega. Duró mientras duró.

Aunque hubo (y hay) muchas propuestas de solución, la realidad es que no existió un liderazgo intelectual y político, ni la capacidad o disposición, para construir el nuevo entramado institucional que pide a gritos la realidad. En lugar de soluciones vinieron las ocurrencias: más allá de algunas propuestas serias, la mayoría no ha sido más que recetas inconexas. El resultado está a la vista: interminables disputas, inseguridad, reformas a modo y un desgaste creciente de la legitimidad del sistema. Lo que no cambió fue la realidad. El conflicto sigue ahí, adquiriendo tonos cada vez más preocupantes.

En este contexto, nadie puede más que darle la bienvenida al orden inherente a las formas y acciones del nuevo gobierno. Más allá de los contenidos, el sólo hecho de que exista un sentido de orden implica un notable avance. Sin embargo, el orden tampoco es substituto de soluciones ni mucho menos de las instituciones formales necesarias para atender y resolver las contradicciones planteadas al inicio.

El país reclama nada menos que un cambio de régimen, es decir, una redefinición de la esencia de las relaciones entre poderes, entidades y funciones. Un cambio de régimen puede ser tan ambicioso como una construcción desde cero o tan pragmática como una redefinición de las relaciones existentes. Lo que es inviable es la pretensión de hacer valer criterios y reglas del juego que claramente han probado ser disfuncionales o que no conducen al fortalecimiento de la gobernabilidad, seguridad y desempeño económico. La naturaleza específica de las instituciones y reglas que serían necesarias para darle viabilidad al país dependerán no de grandes proyectos conceptuales, por útiles que sean, sino de una negociación al interior de las estructuras de poder. La clave es que, una vez acordadas las nuevas reglas, todos los participantes se comprometan a cumplirlas y que el gobierno, a todos niveles, tenga capacidad efectiva de hacerlas cumplir.

Todos tenemos nuestras preferencias de cómo debe ser el régimen y cuál el papel y función de cada uno de los actores en el proceso. Sin embargo, esto no es de preferencias sino de negociación. Lo único que es imprescindible es la existencia de un liderazgo efectivo con claridad del objetivo que se persigue y que se aboque a construirlo. Las instituciones no surgen de un vacío intelectual sino de la praxis política. «Los hombres, decía Maquiavelo, «hacen el bien por fuerza; pero cuando gozan de los medios y libertad para ejecutar el mal, todo lo llenan de confusión y desorden». Esa es la tesitura.

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ESPCM: Mi escuela

Luis Rubio

Muchos dicen que la Mexico era una escuela de la élite. En efecto, era elitista por la calidad de sus maestros. Eso es lo que hizo a esta escuela distinta. A sus sesenta años, quienes tuvimos la singular oportunidad de aprender en sus aulas, vemos hacia atrás y no podemos más que reconocer el extraordinario impacto que ese grupo de excepcionales maestros tuvo sobre nuestras vidas. El maestro Vicente Carrión, la maestra Bettina Martínez de Arenal, la maestra Carmen Aguayo de Cirici-Ventalló, Margarita Carbó y otras grandes personas no sólo nos enseñaron, sino que nos dieron una formación única y privilegiada.

Los grandes maestros, como personas públicas, muchas veces tienen poca historia propia. Algunos escriben libros, otros dirigen escuelas, pero su verdadera trascendencia es que sus vidas, en el más amplio sentido, se transfieren en la forma de enseñanzas, aprendizajes y ejemplo a otras personas, a sus alumnos. Son hombres y mujeres que fueron pilares de nuestra escuela, la esencia de lo que ahí vivimos y mucho de lo que hoy somos quienes por ahí pasamos. Son mucho más trascendentes que las columnas o las trabes. Son, ante todo, la chispa de nuestro desarrollo y en muchos sentidos la fuerza de nuestras vidas. No seríamos quienes hoy somos de no haber pasado por esas clases y vivido el privilegio de la sapiencia, humildad y ejemplo de esos maestros.

El Maestro Carrión desarrolló lo que él llamaba su «metodología de enseñanza», que no era otra cosa que un proceso de formación de los alumnos fundamentado en el respeto mutuo y la deducción a partir de la discusión y el intercambio de ideas. Como director de la escuela, encabezó un esfuerzo por construir un tipo de educación distinta, orientado a la formación de los alumnos no por medio de la memorización de hechos, sino a través del razonamiento lógico. Maestro de matemáticas, conoció a todos los alumnos al entrar a la secundaria. Jamás perdía la claridad de su misión, misma que instigó en todos los maestros que contrataba y en quienes confiaba el desarrollo de su metodología.

Miss Bettina predicaba con el ejemplo. Maestra de inglés y literatura inglesa, nos enseñó a apreciar el conocimiento humano, pero sobre todo le confería una estructura a la formación que recibimos. Persona profundamente liberal, tenía una gran experiencia de sufrimiento por la defensa de las ideas y de la libertad. Cuando llegaba al salón y dejaba caer estruendosamente sus libros sobre el escritorio hacía más que anunciar el inicio de la clase: nos enseñaba que la libertad es más frágil de lo que uno puede imaginar cuando está en secundaria o preparatoria y de que hay que luchar para conseguir lo que uno busca. Al mismo tiempo, era una mujer apasionada del debate para intercambiar puntos de vista.

La maestra Cirici era una institución en sí misma. Inteligente, letrada y excepcionalmente culta, enseñaba con su propio ejemplo. Aunque sus materias eran la literatura, las etimologías y el latín, su enseñanza mayor emergía de su propia historia y experiencia de vida. Refugiada española, no sólo creía en la libertad sino que la valoraba como sólo una persona que la había perdido podría hacerlo. Más allá del contenido de sus clases, el ejemplo que siempre representó forzaba hasta al alumno más pasivo a apreciar la vida, la educación y la entereza humana.

Margarita Carbó fue la principal maestra de historia de aquella época. Sus clases eran sui géneris primero porque no pretendía que uno se aprendiera las cosas de memoria, algo inusual en esa materia. Pero, más importante, era inusual porque enseñaba la historia como un proceso en el que no sólo había ganadores y perdedores, sino también víctimas y afectados. Lo que otros maestros ilustraban y enseñaban con su ejemplo, la maestra Carbó enseñaba en lo sustantivo: las ideas, los conceptos, el contexto. No eran solo «señores con nombre de calle» como ella solía decir, sino figuras de carne y hueso -con sus fortalezas y flaquezas- que se habían batido en grandes debates, disquisiciones, luchas y epopeyas que habían, poco a poco, conformado la historia.

La metodología que diseñó el Maestro Carrión era toda una filosofía de vida. Partía del principio de que se debe escuchar al prójimo, entenderlo e intercambiar opiniones y respetarlas. No tiene uno que estar de acuerdo con el otro para respetarlo: sólo tiene que mantener la mente abierta. Hablar, respetar y procurar la equidad y la libertad son componentes todos de una filosofía de la vida. Los ex alumnos de esa maravillosa escuela quizá recordemos poco del contenido específico de cada una de las clases, pero lo que no se olvida es el ejemplo de esos maestros que marcaron nuestra vida para siempre. Los egresados de la Mexico somos en cierta forma diferentes. Diferentes porque vivimos una experiencia única, toda ella debida a un grupo excepcional de maestros que se conjuntó en un momento también excepcional de la historia.

Lo que tuvimos fue una formación liberal sólida que nos enseñó más por el ejemplo y la forma de conducir el salón de clase que por cualquier materia específica. Ojalá México tuviera muchos maestros elitistas como estos.

CONTROL EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN

FORBES -Mayo, 2013

OPINIÓN

LUIS RUBIO — EN PERSPECTIVA  

EN EL MÉXICO INDEPENDIENTE ha habido dos eras de alto crecimiento: el Porfiriato y el desarrollo estabilizador, entre los cuarenta y el fin de los sesenta del Siglo XX. La característica política de ambos momentos fue de centralización del poder. En un país con una dispersión y diversidad geográfica, étnica, demográfica y física tan alta, la propensión centrífuga ha sido siempre enorme, razón por la cual es tentador establecer una correlación automática entre ambos fenómenos: control es igual a crecimiento; diversidad y descentralización es igual a caos.

Sin embargo, tal correlación es inexistente: hay muchos factores que intervienen. Más importante, la era de la globalización crea realidades que hacen imposible establecer una relación de causalidad entre centralización y éxito económico.

Para comenzar, el contexto es crucial: con características distintas, el común denominador entre el Porfiriato y el desarrollo estabilizador fue la existencia de una capacidad de control de procesos, información y, sobre todo, de factores cruciales como estabilidad financiera, desarrollo de infraestructura, crecimiento del crédito y control de la fuerza de trabajo por medio de sindicatos que operaban bajo la égida de un gobierno todopoderoso. Algunos de estos factores siguen siendo clave, pero otros son producto del momento específico. El contexto importa y el actual ha cambiado radicalmente.

Los factores de éxito hoy incluyen a muchos de los de antes (infraestructura, estabilidad financiera y la existencia de un gobierno funcional), pero la clave de la agregación de valor reside en la capacidad de las personas de aportar ideas, creatividad y, en general, contribuciones producto de actividad intelectual que elevan la productividad en la era de la información y los servicios, muy distinta a las que nos precedieron en el ámbito agrícola e industrial. En su esencia, han cambiado dos cosas: la fuerza física ha sido reemplazada por la creatividad y las fronteras han dejado de ser un factor limitante. Hoy el comercio y el intercambio de ideas son clave para el crecimiento. La importancia y trascendencia del gobierno no ha cambiado; lo que ha cambiado es la naturaleza de su función.

 

“LA CLAVE EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN RESIDE EN LA CAPACIDAD DE LOS INDIVIDUOS DE CREAR VALOR E INCREMENTAR LA PRODUCTIVIDAD”.

 

Decía el anterior secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, que “no podemos esperar que los gobiernos hagan todo. La globalización funciona al ritmo de Internet”. Efectivamente, un gobierno no lo puede hacer todo, pero en una era de enorme cambio, de hecho, de cambio permanente, lo crucial es que el propio gobierno se vaya adaptando a las necesidades de la economía y la sociedad, que experimentan una transformación constante. Por supuesto, hay funciones clave que no cambian –como mantener la paz social y la seguridad de las personas- pero hay otras que van modificándose de manera constante: unas se tornan obsoletas, otras adquieren una trascendencia incontenible.

El nuevo gobierno se ha instalado como un factor de control y de poder. Con ello ha logrado construir la percepción de que en sus manos se encuentran las soluciones a los dilemas que enfrenta el país. No es un logro pequeño, sobre todo después de una era de conflicto, violencia e incertidumbre que comenzó desde 1994 y sólo empeoró.

La presencia de un gobierno que le imprime un sentido de autoridad a la función pública ha sido bienvenida por la población. Sin embargo, la forma y contenido que hasta ahora ha exhibido esa nueva presencia es muy similar a la de los sesenta del siglo pasado, como si se intentara recrear esa era.

El problema es que tanto la globalización como la naturaleza del éxito en la actualidad alteran el panorama. El éxito hoy depende de la existencia de un gobierno que funciona, pero también de una estrategia económica compatible con la realidad de globalización y con las características de una economía donde el componente de mano de obra es cada vez menos relevante en la agregación de valor. En lugar de controlar a la población se tiene que crear un entorno educativo, de salud y cultura que propicie el desarrollo del capital humano; en lugar de control sobre la economía, la clave reside en promover la actividad empresarial eliminando restricciones y permitiendo un cambio constante.

La clave en la era de la globalización reside en la capacidad de los individuos de crear y agregar valor e incrementar la productividad. La presencia de un gobierno fuerte con claridad de visión es factor crucial en el proceso, siempre y cuando emplee esa fortaleza para crear condiciones para el progreso y no meramente para controlar la población. Es decir, en esta era de la historia es contradictorio el control y el desarrollo. Si se quiere lograr lo segundo será imperativo utilizar lo primero con inteligencia y parsimonia.

 

Luis Rubio es Presidente del Centro de Investigación  para el Desarrollo A.C.

 

 

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Naturaleza y política

REFORMA- Luis Rubio

¿Será posible que la naturaleza sea benigna para algunas naciones e implacable con otras? A juzgar por la forma en que un huracán devastó Haití hace unos años, la respuesta parecería ser obvia. Pero no es la que dan Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith en un libro que no sólo trata los asuntos profundos del poder, sino que se intitula “Manual para el dictador: Por qué la mala conducta es casi siempre buena política”. Para ellos todo se remite a las estructuras políticas de una sociedad y no a la madre naturaleza. Huracanes, temblores, erupciones volcánicas y otros fenómenos naturales son eventos cotidianos en todo el mundo. Lo que no es evidente, dicen estos autores, es que los desastres naturales –el efecto del fenómeno físico- golpeen desproporcionadamente a los países más pobres y subdesarrollados.

Esta pregunta siempre me había intrigado. En 1978, cuando estudiaba en Boston, hubo una brutal tormenta de nieve que paralizó a la ciudad por casi una semana y devastó centenas de casas en el borde del mar. Sin embargo, la capacidad de respuesta gubernamental fue impactante: la velocidad con la que limpiaron las calles, atendieron a las víctimas y reconstruyeron las casas -ahora con un nuevo reglamento de construcción para que no volviera a suceder lo mismo-, y regularizaron el funcionamiento de la ciudad. La devastación fue enorme, pero el actuar del gobierno espectacular. El contraste con la forma en que se condujo el gobierno mexicano cuando la terrible explosión de San Juanico (San Juan Ixhuatepec) o el sismo de 1985 en la ciudad de México fue brutal. Nadie puede evitar los fenómenos naturales o los accidentes, pero la naturaleza de la estructura gubernamental y su relación con la sociedad hacen una enorme diferencia una vez que estos ocurren.

El argumento de estos estudiosos parte del principio de que la estructura y fortaleza de las instituciones con que cuenta una sociedad tiene un impacto desmedido sobre el resultado. Por supuesto que ocurren incidentes; lo que cambia es la forma (y capacidad) de la respuesta. El tema volvió a mi mente con la explosión reciente de una pipa de gas en San Pedro Xalostoc. Si bien uno podría extrapolar el argumento de estos autores a las regulaciones que norman, permiten o impiden que se transporte ese tipo de combustible, los accidentes de esta índole no son novedad en Europa, Japón o EUA. Hace poco explotó una fábrica de fertilizantes en Waco, Texas, matando a decenas de personas. Hace tres años hubo un accidente nuclear en una planta en Japón, pero un año después todos los habitantes de la región tenían resuelta su vida de manera integral.

Sucesos trágicos, igual los causados por la naturaleza que los que son resultado de  accidentes industriales, son parte de la vida. Lo que diferencia a unas naciones de otras es la capacidad del gobierno para responder y, sobre todo, la funcionalidad de la gestión gubernamental cotidiana, que es la que hace posible que los impactos o consecuencias de este tipo de eventos sean de magnitud tan diferente. Y eso, dicen los autores, tiene todo que ver con la naturaleza de su sistema político.

Para quienes recuerdan el sismo de 1985, el gobierno fue sorprendido casi como el proverbial conejo frente a las luces de un automóvil. No existían procedimientos establecidos, el rescate más importante fue realizado por voluntarios, destacaron los contingentes de especialistas venidos de lugares como Italia con sus perros entrenados para ese tipo de circunstancias y hubo esfuerzos notables por parte de personajes como Plácido Domingo buscando a sus familiares en Tlatelolco. Lo que no existió fue el gobierno. Peor: el sismo evidenció la virtual inexistencia de gobierno: no había estado presente cuando se expidieron las licencias de construcción o cuando se autorizó la conclusión de esas obras, cuando vino el siniestro o cuando tenía que actuar tanto para atender a las víctimas como para restablecer una semblanza de orden en el funcionamiento de la ciudad.

El sismo de 1985 en el DF es un buen parangón del antes y del después porque, en retrospectiva, ahí se dio un parteaguas político quizá todavía mayor que el de 1968. El gobierno respondió ante los sucesos de Tlatelolco con una estrategia que resultó desastrosa para la economía pero su lógica política era impecable: se procuraba incluir a una población que había quedado excluida del proceso político sin perder el control del sistema. En contraste, el sismo marcó el inicio del colapso del viejo sistema: no sólo había quebrado el gobierno (1982) sino que ahora mostraba que no contaba con la capacidad para actuar y responder. Fue a partir de ahí que nació lo que acabó siendo una parte clave del PRD.

Pero, sobre todo, fue ahí donde comenzó todo un proceso de reforma política y económica que cambió (transformó sería una caracterización excesiva) al país. No cabe la menor duda de que el país ha mejorado notablemente desde 1985, como ilustra la espectacular capacidad de respuesta que se ha construido para casos de huracanes que, hay que recordar, hasta hizo posible que un contingente militar mexicano fuese a EUA cuando Katrina golpeó a Nueva Orleans.

El argumento de Bueno de Mesquita y Smith se puede resumir en una idea: un gobierno o un gobernante va a ejercer todo el poder con que cuenta y lo va a emplear para auto preservarse. Si ese poder no está acotado por medio de mecanismos institucionales (mencionan en particular a la transparencia, la rendición de cuentas y los contrapesos al poder), su propensión al abuso es infinita. De ahí que afirmen cosas como: que países como Haití son mucho más vulnerables a los huracanes que otras islas aledañas; que la existencia de vastos recursos naturales (como el petróleo) propician regímenes autocráticos; que los sueldos de autoridades menores tienden a ser extraordinariamente elevados en países subdesarrollados; y que mientras mayor sea el poder unipersonal, mayor la tentación a impedir que se desarrollen mecanismos de equilibrio que, dicen los autores, es lo que diferencia la forma en que responde el gobierno alemán ante un siniestro de como lo hace el de Bangladesh.

Puesto en términos coloquiales, los gobiernos y los gobernantes actúan dentro del marco de poder que los acota, es decir, cuando abusan lo hacen porque pueden. La experiencia de México a partir de 1985 es de un claro fortalecimiento institucional pero, como ilustra la criminalidad rampante, falta mucho más de lo que se ha avanzado. Con todo, de lo que no hay duda, como muestra recientemente Ecatepec, es que la capacidad de respuesta crece y mejora. Ahora siguen las policías y el poder judicial…

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Criar cuervos

REFORMA

Luis Rubio

 

“Cría cuervos y te sacarán los ojos” dice el refrán que Carlos Saura utilizó con gran acierto. Lo mismo se puede decir de los sindicatos, grupos radicales, disidentes y organizaciones paralelas que crearon los priistas y sus acólitos con la idea de que les servirían como contrapeso o alternativa frente a los excesos de sus propias bases. Cincuenta años después, la realidad es muy distinta: los sectores originales (obreros, campesinos y sector popular) languidecen (aunque sus líderes sigan depredando) mientras que los grupos creados como supuestos contrapesos ponen en jaque al gobierno en Guerrero, Oaxaca y en diversos sectores de la economía. Un gobierno que aspira a hacer valer su autoridad no podrá alcanzarlo en la medida en que no logre restablecer orden en su propia casa.

En las tragedias griegas se sabe de antemano que el asunto acabará en desastre. Los únicos que parecen impávidos son los funcionarios y políticos que imaginan, como si se creyeran Sófocles, que pueden evitar el horror que está por venir. La tragedia se desenvuelve y avanza hasta su inevitable conclusión, pero los actores aparecen impasibles, ignorantes de lo que sigue. Ellos crearon el fenómeno, lo financiaron e impulsaron, pero no son responsables de nada. La tragedia se desarrolla como si se tratara de un proceso inexorable, en el que nadie puede interferir.  Lo único que queda es la arrogancia, el orgullo y la decepción de los políticos que, aun siendo culpables, viven en la desmemoria, adoptando posturas maximalistas, como si sus acciones de antes no tuvieran consecuencias. Marcada queda la historia por políticos que cambiaron de partido, adquirieron nuevas lealtades o siguen, en el fondo, con las mismas, pero que son incapaces de aceptar un mea culpa. Lo que queda son los liderazgos sindicales que ahora todo mundo quiere olvidar, las guerrillas creadas ex profeso, las disidencias financiadas desde el gobierno federal y los manifestantes a sueldo. Lo que no se puede ignorar son las consecuencias para la paz del país y para la vida cotidiana de la ciudadanía.

Si no se acepta el origen del desorden reinante es imposible responder o, más al punto, aspirar a recuperar la legitimidad de la autoridad. Lo fácil es culpar a tal o cual expresidente o partido, pero la realidad es que el desorden en el país comenzó desde 1968 y nada ha alterado la tendencia. Con esto no quiero sugerir que todos los gobiernos posteriores a esa fecha fueron deshonestos, ignorantes o irresponsables. El punto no es calificarlos sino establecer la realidad que hoy vivimos.

El desorden surgió de dos factores en cierta forma contradictorios. Uno fue la decisión (explícita o implícita) de los gobiernos de abdicar a su responsabilidad de gobernar, entendiendo esto como mantener la paz, crear condiciones para el desarrollo del país, penalizar comportamientos claramente ilegales y apegarse al mandato de ley y del marco institucional. La parálisis gubernamental comenzó por el peso de la sensación de ilegitimidad que caracterizó a los priistas y siguió por la incompetencia de los panistas. Este factor ya no sigue siendo real.

El otro factor que condujo al desorden actual tiene que ver con el choque de percepciones, realidades y acciones que ha caracterizado a la política pública en estas décadas y que yace en la parálisis que en esta materia se encuentra el gobierno actual. Primero está el hecho de la apertura económica. Aunque muchos siguen disputando y reprobando el hecho, la realidad es que la economía mexicana ha estado fundamentalmente abierta desde mediados de los ochenta; se pueden discutir las contradicciones en el seno de esa apertura y los absurdos que su inequidad ha generado, pero el hecho es que el principal motor de la economía mexicana son las exportaciones. Esto puede gustar o disgustar, pero en nada cambia los hechos. El gobierno puede aceptar o rechazar esta realidad, pero le sería útil aceptarlo pronto.

En segundo lugar se encuentra el pasado inmaculado, como si se tratara de un condicionante absoluto. Del pasado emanan todos nuestros mitos, los viejos y los nuevos. Ahí está una política petrolera obsoleta, la desidia sobre el gas, los mitos sobre EUA, la falta de reconocimiento del caos que crearon priistas específicos buscando el poder sin reparar en los costos y riesgos que ese actuar entrañaba y la pretensión de que se puede diferenciar al inversionista nacional del extranjero. En una economía global lo único que existe es un mercado en el que los inversionistas requieren certidumbre jurídica, patrimonial y física, servicios públicos, energéticos e interlocución funcional con el gobierno. Si se busca el orden, hay que comenzar por resolver los problemas y mitos creados en la casa priista, la de hoy y la de antes.

Finalmente, quizá el gran reto del país se puede resumir en una contraposición muy simple: modernidad vs tradición. La modernidad implica construir un país en forma: con todas las estructuras de autoridad, pero también con los pesos y contrapesos que son cruciales para garantizarle certidumbre a la población, a los inversionistas y a nuestros socios en el exterior. La modernidad implica un gobierno capaz de actuar (y el actual ha mostrado sobrada capacidad para ello) pero también un proyecto de desarrollo viable y realista, algo que no parece presente en la visión actual.

Lo que importa a los ciudadanos es un gobierno funcional que no abusa de ellos y una economía creciente. Esa es una definición de modernidad que, me parece, toda la población aceptaría. El problema es que mientas el gobierno no haga suya la modernidad, ésta nunca llegará.

En este contexto es lógico que la población suscriba más el escepticismo que el optimismo que manifiestan las editoras internacionales. Las encuestas muestran un agudo abismo en la opinión de la población respecto a la de los opinadores. La experiencia de los últimos sexenios sugiere que en la medida en que haya divorcio entre ambos contingentes, el gobierno saldrá perdiendo.  Como dijera Will Rogers, un actor estadounidense del inicio del siglo XX, “es fácil ser un humorista porque todo el gobierno trabaja para mí”.

Lo último que el gobierno del presidente Peña quiere es que la población acabe en el cinismo tradicional del mexicano, pero la única forma de evitarlo es garantizando sus derechos y libertades y logrando un crecimiento económico sostenible. Irónicamente, en contraste con la era priista de antaño, ambos serán coincidentes cuando el gobierno asuma la legitimidad de su triunfo en las urnas y cumpla con su responsabilidad de hacer valer la ley y construir instituciones sólidas y permanentes.

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¿Por qué fallan?

REFORMA

Luis Rubio

Los gobiernos mexicanos llevan décadas hablando de reformas. El tema se ha convertido en mantra: sin reformas, nos dicen, es imposible lograr tasas elevadas de crecimiento. Acto seguido, desde los ochenta, se han propuesto y procesado un número nada despreciable de reformas, la mayoría de las cuales ha tenido efectos benignos. En términos objetivos, el país se ha transformado en estos años y muchas cosas han mejorado de manera impactante. Y, sin embargo, ocurren dos cosas paradójicas: por un lado, el mantra de las reformas sigue vivo y es fuente de controversia y conflicto político permanente. Por el otro, nadie parece muy satisfecho con los resultados.

David Konzevik, excepcional observador de este mundo cambiante, hace años desarrolló una tesis sobre la “Revolución de las Expectativas” con la que explica como, en un mundo globalizado, no importa cuánto haya mejorado la realidad, si la percepción –entendida ésta como la comparación que hace la gente con lo que ocurre en otras latitudes- es que falta mucho para alcanzar a otros. De esta relatividad, afirma, emanan muchos de los problemas de gobernabilidad de los países emergentes. La tesis explica el lado de las expectativas y percepciones y, por lo tanto, de un fuente clave de conflicto. Lo que deja para analizar es por qué las reformas, supuestamente concebidas y diseñadas para mejorar la realidad y hacer posible una comparación favorable con otras naciones, no logran su cometido.

La respuesta sin duda yace en el problema de fondo de las reformas: para ser exitosas, éstas entrañan la afectación de intereses, que son precisamente quienes se benefician del statu quo. Si uno acepta la noción de que reformar implica afectar intereses, entonces el conflicto que yace detrás de las reformas –igual en materia fiscal que laboral, energética o educativa- tiene muy poco de ideológico y mucho de sustantivo. La ideología y el discurso son instrumentos para sumar adeptos y crear una sensación de caos y conflagración épica. Lo relevante son los intereses.

Muchas de las reformas que llegan a ser formalmente propuestas ya de por sí adolecen de innumerables limitaciones. En los ochenta, el principal problema era la contradicción inherente en el proyecto de reforma: el gobierno quería reactivar la economía pero no quería minar la estructura de intereses priistas. Esa racionalidad entrañó consecuencias evidentes: la economía avanzó en algunos frentes pero siguió paralizada en otros. La pregunta relevante es si algo cambió entre entonces y ahora. En aquella época el gobierno entendía la necesidad de reformar, pero su objetivo ulterior era mantener el poder. Ahora que ya ha habido dos alternancias de partidos en el poder, es razonable preguntar si la lógica ha cambiado. Una posibilidad es que, dado que el PRI nunca tuvo que reformarse, la lógica sigue intocada. Otra indicaría que, precisamente para conservar el poder en un entorno político competitivo, el gobierno tiene todos los incentivos para reformar de manera cabal y acelerada. El tiempo dirá cuál es la buena.

En su dimensión pública, las reformas tienen dos momentos de disputa y mucho de su limitado alcance se explica por la excesiva concentración del debate en el primero de ellos. La disputa inicial es siempre en el congreso, pues es ahí donde se debate el contenido de lo que se  propone reformar. Ahí se concentra la defensa y el ataque –así como la mirada de los analistas y políticos- y donde se confrontan los intereses creados con quienes promueven las reformas. Sin embargo, más allá de las disputas, la historia demuestra que -mediatizadas y diluidas- muchas de las iniciativas acaban siendo adoptadas pero la realidad prácticamente no cambia. La pregunta es por qué.

La respuesta yace en el segundo momento de las reformas: lo realmente trascendente de una reforma es su proceso de instrumentación. Todos sabemos que en México existe una enorme distancia entre la letra de la ley y la realidad; en el asunto de las reformas el momento relevante es cuando una ley tiene que ser hecha efectiva. La ejecución de lo que se propone reformar es donde reside la verdadera prueba de la capacidad de transformación, pues es ahí, en la vida real, donde se confrontan los intereses con quienes tienen la encomienda de convertir la reforma en realidad. Ese en ese segundo momento donde, en muchos casos, hemos fallado miserablemente.

Algunas de las fallas tienen que ver directamente con la forma en que se decidió la reforma misma y no hay mejor ejemplo que el de las privatizaciones, donde el criterio fue de ingreso fiscal y no de organización industrial, es decir, de la forma en que funcionaría el mercado respectivo después de llevada a cabo la transferencia de la entidad privatizada a un empresario privado. Otras fallan por su mala o incompleta instrumentación. Por ejemplo, algunas empresas internacionales afirman que, en el caso de la explotación de los recursos petroleros en aguas profundas, la ley es suficiente para que ellas pudieran competir por un contrato, pero también que anticipan un enorme conflicto político el día en que se convocara a ese concurso. Es decir, la ley ha sido reformada pero no así la realidad.

Por conflictivo que sea el proceso de aprobación de una reforma en materia de educación o energía, el momento crucial es el de la instrumentación. Una reforma al sistema educativo implica un cambio en la relación con más de un millón de maestros y toda la estructura de liderazgo sindical y administración burocrática. Reformar a PEMEX implicaría, primero, hacer de PEMEX una empresa y no un ente político-burocrático dedicado a dispendiar favores, corrupción y fondos para uso político-electoral. Una reforma en cualquiera de esos ámbitos implica una operación política de enormes alcances y riesgos. El punto es que la ejecución de un proceso de reforma es mucho más complejo que el debate sobre la reforma legal que le precede. Es ahí donde se aterriza la reforma: donde triunfa o fracasa. Donde se logra un resultado positivo o uno mediocre.

En su magna historia sobre el fin del imperio romano, Edward Gibbon escribió que, para cambiar, se requiere “la determinación del corazón, la cabeza para ingeniarse el cómo y una mano fuerte para la ejecución”. Eso que Gibbon sabía en el siglo XVIII sigue siendo válido ahora: una reforma es irrelevante si no se instrumenta a cabalidad y eso exige una gran capacidad de operación política. Esa capacidad es inherente al gobierno actual. Falta ver la calidad de las reformas que promueva y su disposición a afectar intereses, muchos de ellos cercanos al PRI.

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La CNTE y los ciudadanos

REFORMA

Luis Rubio

El país sigue dividido, pero no sólo en posturas sino sobre todo en la concepción de dónde nos encontramos como sociedad. Para unos bloquear una carretera es algo natural y aceptable: en la guerra todo se vale. Para otros el bloqueo de una vía de comunicación constituye una violación constitucional. Para los primeros el uso de la fuerza implica represión y nunca se debe emplear; para otros la fuerza es un componente central del Estado de derecho. Se trata de visiones contrapuestas: para unos “mientras peor mejor”, para los otros “ahí la vamos llevando”. Al final, nunca se acaba enfrentando el asunto de fondo: la división que paraliza al país y le impide construir una plataforma de desarrollo en la que todos quepamos. Nada de esto es nuevo, pero lo terrible es que llevamos cincuenta años –por lo menos desde 1968- en este enredo y no hay nada que sugiera que hayamos avanzado ni un ápice.

Lo fácil es asignar culpas, insultos o epítetos, como ha ocurrido en torno a los bloqueos organizados por la CNTE, pero eso no nos lleva muy lejos. En la medida en que esos grupos vivan en un entorno o en una lógica de poder distinta a la que vivimos quienes aceptamos las reglas formales del juego (así sean éstas malas o insuficientes), las reglas son inaplicables. De nada sirve condenar un comportamiento cuando el objetivo mismo de quien se comporta de determinada manera es hacer sentir su oposición o reprobación del marco normativo que los “otros” consideran válido. Esa contradicción es la que yace en el corazón de la conflictividad que vive el país (sin incluir al crimen organizado) y para la cual, desde hace décadas, no ha habido ni siquiera un intento de respuesta.

Peor todavía, la existencia de visiones, posturas y estrategias contrapuestas ha propiciado el desarrollo de toda una industria de la manipulación política, propiciada desde el poder, mucha de ella inspirada menos en grandes principios o ideales filosóficos que en el pragmatismo más terrenal, lo que en el diccionario se conoce como chantaje y extorsión. Es así como la ciudad de México se convirtió en el oasis de las manifestaciones o como, en lugar de procurar soluciones trascendentes, han depredado algunos sindicatos, se han apuntalado en el resentimiento candidaturas presidenciales o se han refugiado algunos políticos tras bardas cada vez más altas, como ilustra la casa presidencial en la última década.

La industria del chantaje hoy abarca a todos: desde el gobernador que hace su propia manifestación frente a Palacio Nacional hasta los que llevan (o traen) conflictos del lugar más recóndito hacia el DF no para resolver el problema del grupo específico sino para avanzar su propia causa personal. Entre una cosa y la otra se esconden disidentes, negociantes y chantajistas. Pero el punto de fondo no es la industria del chantaje sino el hecho de que efectivamente existe una contraposición de esencia en el corazón del país y del Estado mexicano.

En la época vieja del PRI el país padecía de movilizaciones cotidianas de esta naturaleza, pero el sistema gozaba de la capacidad, y generalmente de la disposición, para actuar y evitar llegar a situaciones extremas. Aunque casi nunca se resolvía el problema, al menos los conflictos raramente llegaban a excesos inmanejables. El deterioro gradual de la autoridad del gobierno y la indisposición a emplear la fuerza pública acabaron por convertir al gobierno mismo en presa del chantaje. El desorden generalizado que siguió fue producto de la desidia: dejaron de aplicarse las viejas reglas autoritarias por temor a las consecuencias mediáticas y no se desarrolló un nuevo concepto de política que atacara el corazón del problema. Los dos gobiernos panistas no cambiaron la lógica ni la tendencia. Por ello su deuda con la sociedad es tan grande: en sentido contrario a su origen, abandonaron a la ciudadanía y no hicieron más esfuerzo que el de seguir pavimentando el camino a la perdición.

Frente a esta realidad, el nuevo gobierno ha respondido de dos maneras: ha reorganizado las estructuras reales de poder para recobrar la autoridad perdida y, como ocurrió en la carretera de Acapulco, actuó para someter a los revoltosos a reglas mínimas de civilidad. Se trata de dos lados de una misma moneda: ser autoridad y ejercerla frente a quien la rete. El resultado inmediato fue encomiable: el gobierno logró atenuar el asunto inmediato; sin embargo, como evidencia la situación actual, esto no constituye una solución al tema de fondo.

Un chantaje sólo se termina cuando se elimina al extorsionador o cuando se resuelve el móvil del mismo. En los años mozos del viejo sistema se hacía lo primero pero luego ya no se hizo nada: ni se eliminaba a los chantajistas ni se atacaban las causas del problema, lo que propició la proliferación de chantajistas. El ejercicio de la autoridad ataca el primer frente pero nada más. La pregunta es qué sí se puede hacer.

La cita siguiente captura la esencia del problema y, como no tiene nada que ver con México,  permite tomar una perspectiva menos cáustica y más desapasionada de la naturaleza del reto: “La tragedia del reino de la familia Assad, dice Robert Kaplan, no es que haya producido una tiranía: esa tiranía… permitió una paz sostenida luego de 21 cambios de gobierno en  los 24 años que precedieron al primer Assad… La tragedia es que los Assad no hicieron nada útil con la paz que establecieron. No emplearon el orden que lograron para construir una sociedad civil que hubiera evitado la guerra actual. Nunca avanzaron hacia una conversión de una población de súbditos a una de ciudadanos: los ciudadanos se colocan por encima de los conflictos sectarios en tanto que los súbditos no tienen más que el sectarismo como refugio”.

Guerrero exhibe lo peor del viejo sistema junto con los riesgos que entrañan las peligrosas alianzas con el crimen organizado. Por ello la solución reside en un replanteamiento político, con disposición a emplear la fuerza pública para hacerlo valer. El bloqueo de la carretera de Acapulco y la movilización que ha seguido no son sino respuestas sectarias a un sistema con el que no se identifican. No ven que éste los beneficie o que puedan avanzar en sus legítimos intereses por la vía de la negociación porque no son, ni se sienten, ciudadanos. Se sienten súbditos y, como tales, desafían al gobierno. El mecanismo del chantaje funcionó muy bien por décadas, pero hoy el gobierno se equivoca si cree que va a disuadirlos con un par de muestras de autoridad. Se requiere un cambio en la concepción básica de lo que es el gobierno y la ciudadanía, y luego hacerlo valer con autoridad.

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