Primer año

Luis Rubio

Cuando el estadista duque de Richelieu (1766-1822) se encontraba planeando una campaña militar, uno de sus oficiales puso un dedo en el mapa y afirmó “cruzaremos el río en este lugar”, a lo que Richelieu respondió: “excelente señor, pero su dedo no es un puente”. La diferencia entre planear y lograr es enorme y es particularmente notable cuando las tensiones se exacerban, los objetivos se entrecruzan y las realidades se imponen.

El primer año de la presidencia de Enrique Peña Nieto ha sido todo lo que sus partidarios y detractores anticipaban. Como preveían sus partidarios, el gobierno ha sido eficaz, ordenado y disciplinado. Existe un objetivo claro, se han reconstruido y afianzado las estructuras de control, los gobernadores se han replegado, los partidos de oposición juegan con el gobierno y la agenda legislativa avanza. Como anticipaban sus detractores, el orden no es equivalente a contar con un plan, la inexperiencia se ha traducido en un pésimo desempeño económico, la inseguridad va en ascenso, la popularidad del gobierno va a la baja y las promesas de mantener la estabilidad financiera y eliminar los obstáculos al crecimiento del país se desvanecen en el aire.

Más allá de las contraposiciones que denotan esos contrastes, es patente que hoy hay un gobierno con sentido de poder y de orden, algo que había desaparecido del mapa desde los sesenta. Muchos critican su excesivo formalismo, pero las formas también son fondo: son una expresión de orden y una convocatoria a respetar las reglas, así sean estas las no escritas del viejo sistema. De la misma forma, es innegable la profunda contradicción entre el plan de gobierno presentado en campaña que prometía guardar la estabilidad económica, resolver los problemas de crecimiento y lanzar un proyecto transformador, con la  falta de coherencia entre las diversas reformas que se han avanzado, el ánimo de no tocar intereses cercanos al PRI y una agenda económica más burocrática y política que orientada a la prometida transformación.

Luego de casi dos décadas de parálisis en materia de reformas relevantes, este primer año ha sido especialmente significativo por la obsesión por avanzar una ambiciosa agenda en temas sustantivos susceptibles de afectar intereses. Por años se habló de reformas en temas como el laboral, educativo, telecomunicaciones, energético y hacendario. En todos ellos, el gobierno hizo una propuesta de reforma, casi todas involucrando enmiendas constitucionales, negoció con los partidos de oposición y avanzó en su aprobación. En términos formales, el resultado es impecable. Lo único que falta para 2014 es la ley reglamentaria en materia energética, para la cual la coalición gobernante tiene suficientes votos para su aprobación.

El problema reside en la calidad, en el contenido de las reformas y, por supuesto, su implementación. Por lo que concierne al contenido de las reformas, el gobierno hizo suya la noción de que el problema era la ausencia de reformas y no el fondo de las mismas. Lo importante era ponerle palomita a la lista de reformas requeridas y la realidad se vería transformada como por arte de magia. Si uno observa el contenido de varias de las reformas ya aprobadas, no es mucho lo que se puede esperar y eso suponiendo que se implementen de manera integral.

La reforma laboral no constituye un cambio radical. La reforma educativa representa un avance, pero no tan profundo como sus proponentes sugieren y todavía está por verse si puede ser implementada. La llamada reforma hacendaria acabó siendo una gran miscelánea fiscal sin más coherencia que la de financiar, con déficit y deuda pública adicional, un presupuesto exacerbado. La reforma de las telecomunicaciones parece estar acabando en un nuevo arreglo entre los poderes fácticos en la materia. La reforma energética está inconclusa y, aunque es con mucho la más promisoria, en este momento es imposible saber si el contenido de las leyes secundarias atraerá la ansiada inversión. En cualquier caso, lo que es evidente es que no existe conexión entre las diversas reformas: lo importante no era remover obstáculos al crecimiento e incrementar la productividad sino palomear la lista.

Pasada la aprobación de las leyes secundarias en materia de energía vendrá el proceso de implementación. Ahí es donde se pondrán a prueba tanto los objetivos profundos de la administración como su capacidad de operación política. Algunos asuntos son relativamente simples de trasladar y traducir de la reforma legal a la realidad concreta: lo laboral seguirá viviendo las contradicciones históricas entre la legislación vigente y la práctica cotidiana; en telecomunicaciones la propia ley ya es producto de arreglos entre los actores del sector. Persistirán las disputas en materia educativa, donde la clave reside en separar los asuntos académicos de los laborales. El gran conflicto que se avecina es el de la energía donde, además del pleito político, chocarán los intereses internos de los monstruos burocráticos de Pemex y CFE –sus burocracias, sindicatos, contratistas- que por décadas han depredado y expoliado sin límite alguno.

El año ha sido impactante tanto por el impresionante avance legislativo como por la inexperiencia del gobierno y su pretensión de imponer su visión sobre la realidad. No me cabe duda que en los próximos meses veremos un choque entre estos dos vectores. Sólo queda confiar en que habrá la flexibilidad de adaptar los objetivos a la realidad y no al revés.

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México: ¿nos dejamos llevar por la inercia del viejo PRI?

América Economía – Luis Rubio

 En su extraordinario libro sobre la forma en que los soviéticos controlaron e impusieron su ley sobre las naciones de la “cortina de hierro”, Anne Applebaum* muestra cómo las más exitosas luego de la caída del muro de Berlín fueron las que experimentaron el desarrollo previo de una “élite alternativa”. Ahí donde hubo activas discusiones sobre la forma de modernizar la economía o ampliar los derechos civiles, así como colaboración entre personas que, en el tiempo, establecieron relaciones de confianza, la transición fue tersa y casi natural.

En Polonia, Solidaridad, el sindicato de Walesa, llevaba una década articulando formas distintas de gobierno; en Hungría grupos de economistas analizaban y comparaban esquemas de desarrollo económico. En sentido contrario, donde no se dio ese ejercicio, los viejos políticos comunistas se disfrazaron de demócratas y se apropiaron nuevamente del poder. Al leer el libro me preguntaba ¿a cuál de los dos se parece más México?

 

La mayoría de las reformas de las últimas décadas, incluidas las recientes, han avanzado sin plan, sin proyecto y sin acuerdo político de por medio. El resultado se puede observar en la mediocridad del resultado y en el nivel de conflicto y rencor político que lo acompaña.

 

El retorno del PRI ha creado una enorme ola especulativa. Para unos constituye el fin de la esquizofrenia, para otros la renovación de la rueda de la fortuna. La pregunta para los ciudadanos por necesidad tiene que ser distinta: cuáles serán las implicaciones del cambio para el ejercicio de sus derechos, el desarrollo del país, su ingreso familiar y su seguridad.

Si el éxito se debió a la existencia de capacidad de gobernar por parte de élites alternativas,  ¿en qué nos parecemos y diferenciamos de aquellos? México lleva décadas desarrollando una extraordinaria capacidad técnica para poder conducir los asuntos del gobierno; la sociedad civil crece y va adoptando formas cada vez más sofisticadas, todo lo cual sugeriría una semejanza con los países exitosos.

Por otro lado, hay rasgos, como la disfuncionalidad política reciente, que sugiere una similitud con las naciones menos exitosas. En contraste con el totalitarismo soviético, el sistema político mexicano permitió el desarrollo (limitado) de partidos de oposición y, a regañadientes, fue tolerando sus victorias. La lógica hubiera indicado que, en forma paralela a su creciente presencia en gobiernos locales y, eventualmente estatales, esos partidos habrían desarrollado capacidad para gobernar. Sin embargo, con pocas y notables excepciones, eso no ocurrió en el PAN y sólo de manera limitada con el PRD. El hecho de que prácticamente todos los candidatos de las coaliciones PAN-PRD hayan sido originalmente priistas habla por sí mismo.

No faltan intentos de explicación. Algunos afirman que la cultura de los panistas es incompatible con las funciones de gobierno: que no tienen la malicia que se requiere para ejercer el poder. Otros concluyen que el problema es cultural: la ausencia de demócratas. Algunos más sagaces reconocen que el entuerto yace en los alicientes e incentivos. Por ejemplo, Fox había sido tan exitoso por el hecho de ganar la elección que su potencial de superar ese hito era pequeño, creando el perverso incentivo de no hacer nada ya en la presidencia.

Applebaum** compara a los europeos con la “primavera árabe” e infiere que las élites alternativas no surgen en un vacío y que, especialmente en los países menos exitosos de Europa, tomaron años en consolidarse. Su conclusión es que ahora que muchos comienzan a enterrar a las incipientes democracias levantinas es justo cuando éstas quizá comiencen a germinar. ¿Se podrá decir algo similar de partidos como el PAN y el PRD que enfrentan procesos fundamentales de redefinición interna?

Estas cavilaciones me hacen pensar que el país enfrenta un reto fundamental que seguramente acabará definiendo su devenir en los próximos años. Una posibilidad es que el gobierno priista se afiance, rompa los impedimentos que han mantenido semi paralizado al país y logre su sueño de retener el poder per secula seculorum, o lo que eso implique en un marco de competencia democrática. Otra posibilidad sería que el intento de gobernar sin asumir costos acabe en un desempeño mediocre que le lleve a perder la próxima elección presidencial. Nada está escrito y todo puede ocurrir.

La mayoría de las reformas de las últimas décadas, incluidas las recientes, han avanzado sin plan, sin proyecto y sin acuerdo político de por medio. El resultado se puede observar en la mediocridad del resultado y en el nivel de conflicto y rencor político que lo acompaña. Lo que ocurra en los próximos años dependerá de la sumatoria de acciones ciudadanas y de sus organizaciones, de la forma en que evolucionen los partidos políticos y del grado de éxito que logre el gobierno.

Como responsable de gobernar y de la conducción de los asuntos públicos, el gobierno tiene la oportunidad de crear condiciones que faciliten el desarrollo de esa élite alternativa y, con ello, incidir en su conformación. En lugar de simplemente dejarse llevar por la inercia del viejo PRI que trae en las entrañas, dedicarse activamente a construir un nuevo sistema político, uno compatible con los retos que enfrenta el país en el siglo XXI.

En su historia sobre el colapso de Roma, Edward Gibbon describe cómo las leyes acabaron siendo tan numerosas y el gobierno tan arbitrario que se paralizó: “uniendo los males de la libertad y la servidumbre” al punto en que destruyó a su propio imperio.

México ha pasado por dos alternancias de partidos en el poder pero no ha logrado consolidar un sistema moderno de gobierno. Podrá seguir en la mediocridad, colapsarse como Roma o intentar el camino del desarrollo.

*Iron Curtain: The Crushing of Eastern Europe

**http://www.washingtonpost.com/opinions/anne-applebaum-preparing-for-freedom-before-it-comes/2013/02/07/80729050-70af-11e2-ac36-3d8d9dcaa2e2_print.html

 

http://www.americaeconomia.com/node/105708

 

URGE UNA NUEVA NARRATIVA

FORBES  – LUIS RUBIO

LA POLITICA ES, A FINAL DE CUENTAS, UN ASUNTO de liderazgo, exhortación y convencimiento. En un sistema presidencial, es el Jefe del Ejecutivo quien tiene el púlpito para diseminar la historia que quiere construir durante su mandato, y sumar a la población tras de su propuesta.

El gobierno del presidente Peña ha  logrado un dominio pleno de las comunicaciones y se ha consolidado como el corazón de la política nacional, algo que no ocurría  desde el inicio de la década de 1990. Sin  embargo, más allá de sus cualidades y proyecto, enfrenta el gran fardo de la historia  del pasado y, sobre todo, de la forma en que ésta se ha contado, que es poco conducente al tipo de transformación que busca.

Todos los países tienen su historia y su  dosis de victorias y derrotas, de oportunidades y de triunfos. Pero una diferencia  entre las sociedades que salen adelante y  las que persisten en su estancamiento es  la forma en que se ven a sí mismas y cómo se proyectan ante el mundo. El primer gran éxito mediático del gobierno ocurrió mucho antes de que ganara la elección y consistíó en dominar la comunicación hacia la prensa extranjera.

Fuera de México, el futuro presidente se presentaba como el transformador del país, como la persona capaz de darle un nuevo giro a la economía mexicana. Esa estrategia se mantiene: las principales comunicaciones comienzan fuera y luego se filtran hacia dentro. Yo me pregunto si esto no responderá al hecho de que la hegemonía ideológica (Gramsci dixit) es contraria a buena parte de lo que el presidente ha dicho afuera, que se propone hacer.

Mientras que naciones como Francia o Estados Unidos celebran su independencia y otras festividades coma grandes triunfos épicos, nosotros tendemos a enfatizar las derrotas, el abuso de los extranjeros, las invasiones. El hecho de tener un Museo Nacional de las Intervenciones, refleja el ánimo nacional que aprendimos a través de los libros de texto. Esa historia, esa forma de contarla, nos coloca en el papel de víctimas, de perdedores y una sociedad que así se concibe jamás podrá lograr el desarrollo. Como dice Macario Schettino, para ser exitoso tienes que imaginarlo.

La narrativa es la forma en que se cuenta la historia. Aunque es evidente que quien se propone contar una narrativa esta inevitablemente pretendiendo manipular la historia, ésta siempre se cuenta desde la perspectiva de quien tiene en sus manos el poder para hacerlo. El mero título del clásico Las grandes mentiras de nuestra historia, de Francisco Bulnes, muestra que no hay nada nuevo en este tema. La pregunta es por qué no contar una historia de ganadores: no mentir ni manipular: solamente
convencer de ese otro lado de nuestra historia que, con toda conciencia y alevosía, se ha ignorado.

      México es un país rico en empresarios exitosos y en migrantes que transforman sus vidas, indígenas oaxaqueños que son bilingües pero en mixteco e inglés porque nunca aprendieron el español, pero comandan exitosos supermercados.

“EL CAMBIO DE MÉXICO OCURRIRÁ EN ESTE GOBIERNO O EN OTRO, CUANDO EL PAÍS SE DEFINA DE UNA MANERA MÁS CONSTRUCTIVA, CUANDO SE VEA A SÍ MISMO COMO IGUAL FRENTE AL RESTO DEL MUNDO”.

Hay arquitectos de talla internacional y pilotos volando líneas aéreas en Malasia. La celebración del 5 de Mayo ha adquirido dimensiones casi épicas porque el mexicano está ávido de triunfos y ejemplos memorables. Sin embargo, nuestra historia es generosa en destacar a las víctimas y parca en exaltar las victorias. La historia de éxito que quiere construir el gobierno del presidente Peña tiene que comenzar adentro porque son los mexicanos, desde el más humilde hasta el más encumbrado, quienes tendrán que creerla para luego proyectarla.

Porfirio Diaz decía que «gobernar a los mexicanos es más difícil que arrear guajolotes a caballo». Sin duda alga sabia de eso. Pero por algún lado hay que comenzar y el enorme número de mexicanos exitosos sugiere que la actitud de víctima no proviene de la población, sino de la suma de malos gobiernos y el empeño por remachar permanentemente la victimización.

El cambia de México ocurrirá en este gobierno o en otro, en este siglo o en el siguiente, cuando el país se defina de una manera más constructiva, cuando se vea a sí mismo como igual frente at resto del mundo. En otras palabras, el éxito requiere de un gobierno competente, pero es imposible si la sociedad no lo cree. La suma de buenas políticas públicas y una narrativa coherente con una visión de futuro podría comenzar a hacer la diferencia.

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C

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¿Gobierno y democracia?

  Luis Rubio

En su extraordinario libro sobre la forma en que los soviéticos controlaron e impusieron su ley sobre las naciones de la “cortina de hierro”, Anne Applebaum* muestra cómo las más exitosas luego de la caída del muro de Berlín fueron las que experimentaron el desarrollo previo de una “élite alternativa”. Ahí donde hubo activas discusiones sobre la forma de modernizar la economía o ampliar los derechos civiles, así como colaboración entre personas que, en el tiempo, establecieron relaciones de confianza, la transición fue tersa y casi natural. En Polonia, Solidaridad, el sindicato de Walesa, llevaba una década articulando formas distintas de gobierno; en Hungría grupos de economistas analizaban y comparaban esquemas de desarrollo económico. En sentido contrario, donde no se dio ese ejercicio, los viejos políticos comunistas se disfrazaron de demócratas y se apropiaron nuevamente del poder. Al leer el libro me preguntaba ¿a cuál de los dos se parece más México?

El retorno del PRI ha creado una enorme ola especulativa. Para unos constituye el fin de la esquizofrenia, para otros la renovación de la rueda de la fortuna. La pregunta para los ciudadanos por necesidad tiene que ser distinta: cuáles serán las implicaciones del cambio para el ejercicio de sus derechos, el desarrollo del país, su ingreso familiar y su seguridad.

Si el éxito se debió a la existencia de capacidad de gobernar por parte de élites alternativas,  ¿en qué nos parecemos y diferenciamos de aquellos? México lleva décadas desarrollando una extraordinaria capacidad técnica para poder conducir los asuntos del gobierno; la sociedad civil crece y va adoptando formas cada vez más sofisticadas, todo lo cual sugeriría una semejanza con los países exitosos.

Por otro lado, hay rasgos, como la disfuncionalidad política reciente, que sugiere una similitud con las naciones menos exitosas. En contraste con el totalitarismo soviético, el sistema político mexicano permitió el desarrollo (limitado) de partidos de oposición y, a regañadientes, fue tolerando sus victorias. La lógica hubiera indicado que, en forma paralela a su creciente presencia en gobiernos locales y, eventualmente estatales, esos partidos habrían desarrollado capacidad para gobernar. Sin embargo, con pocas y notables excepciones, eso no ocurrió en el PAN y sólo de manera limitada con el PRD. El hecho de que prácticamente todos los candidatos de las coaliciones PAN-PRD hayan sido originalmente priistas habla por sí mismo.

No faltan intentos de explicación. Algunos afirman que la cultura de los panistas es incompatible con las funciones de gobierno: que no tienen la malicia que se requiere para ejercer el poder. Otros concluyen que el problema es cultural: la ausencia de demócratas. Algunos más sagaces reconocen que el entuerto yace en los alicientes e incentivos. Por ejemplo, Fox había sido tan exitoso por el hecho de ganar la elección que su potencial de superar ese hito era pequeño, creando el perverso incentivo de no hacer nada ya en la presidencia.

Applebaum** compara a los europeos con la “primavera árabe” e infiere que las élites alternativas no surgen en un vacío y que, especialmente en los países menos exitosos de Europa, tomaron años en consolidarse. Su conclusión es que ahora que muchos comienzan a enterrar a las incipientes democracias levantinas es justo cuando éstas quizá comiencen a germinar. ¿Se podrá decir algo similar de partidos como el PAN y el PRD que enfrentan procesos fundamentales de redefinición interna?

Estas cavilaciones me hacen pensar que el país enfrenta un reto fundamental que seguramente acabará definiendo su devenir en los próximos años. Una posibilidad es que el gobierno priista se afiance, rompa los impedimentos que han mantenido semi paralizado al país y logre su sueño de retener el poder per secula seculorum, o lo que eso implique en un marco de competencia democrática. Otra posibilidad sería que el intento de gobernar sin asumir costos acabe en un desempeño mediocre que le lleve a perder la próxima elección presidencial. Nada está escrito y todo puede ocurrir.

La mayoría de las reformas de las últimas décadas, incluidas las recientes, han avanzado sin plan, sin proyecto y sin acuerdo político de por medio. El resultado se puede observar en la mediocridad del resultado y en el nivel de conflicto y rencor político que lo acompaña. Lo que ocurra en los próximos años dependerá de la sumatoria de acciones ciudadanas y de sus organizaciones, de la forma en que evolucionen los partidos políticos y del grado de éxito que logre el gobierno.

Como responsable de gobernar y de la conducción de los asuntos públicos, el gobierno tiene la oportunidad de crear condiciones que faciliten el desarrollo de esa élite alternativa y, con ello, incidir en su conformación. En lugar de simplemente dejarse llevar por la inercia del viejo PRI que trae en las entrañas, dedicarse activamente a construir un nuevo sistema político, uno compatible con los retos que enfrenta el país en el siglo XXI.

En su historia sobre el colapso de Roma, Edward Gibbon describe cómo las leyes acabaron siendo tan numerosas y el gobierno tan arbitrario que se paralizó: “uniendo los males de la libertad y la servidumbre” al punto en que destruyó a su propio imperio.

México ha pasado por dos alternancias de partidos en el poder pero no ha logrado consolidar un sistema moderno de gobierno. Podrá seguir en la mediocridad, colapsarse como Roma o intentar el camino del desarrollo.

*    Iron Curtain: The Crushing of Eastern Europe

**  http://www.washingtonpost.com/opinions/anne-applebaum-preparing-for-freedom-before-it-comes/2013/02/07/80729050-70af-11e2-ac36-3d8d9dcaa2e2_print.html

 

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México y su distancia con el nuevo mundo de la energía

América Economía – Luis Rubio

 En una de sus famosas historias, Sherlock Holmes resuelve el enigma por el perro que no ladró: la anormalidad que evidenció al criminal. Yo no soy especialista en asuntos de energía, pero en los últimos meses me he dedicado a leer y escuchar a expertos que saben de lo que hablan y de los que he aprendido las requisitos fundamentales que tienen que ser satisfechos para que una reforma energética tenga una oportunidad razonable de lograr el objetivo de atraer capital, desarrollar al sector y construir una plataforma adicional, poderosa, para el crecimiento de nuestra economía. Es decir, me he abocado a tratar de identificar al perro que no ladró. Lo que he encontrado no va a gustar a nuestros políticos.

Un experto del BID, absolutamente analítico (no le importan los criterios políticos o nacionalistas) y enfocado al subcontinente, evalúa los resultados de las estrategias plasmadas en ley que han adoptado distintas naciones para desarrollar sus recursos energéticos. Su trabajo estudia las reglas del juego que cada nación ha establecido y observa los resultados que arrojan dos décadas de desempeño de la industria, país por país. Resume su conclusión clasificando a las naciones latinoamericanas en dos grupos: las exitosas y las fracasadas. La medida del éxito o fracaso es simple: el crecimiento de la industria y su capacidad de contribuir al desarrollo de sus economías. En el primer grupo, el de los ganadores, se encuentran Perú y Colombia. En el de los perdedores están Venezuela, Ecuador, Argentina y México. Brasil era de los ganadores hasta hace un par de años pero se empeña en ser perdedor.

La implicación es obvia: o creamos un régimen realmente competitivo que atraiga a los jugadores relevantes e importantes en el mundo o mejor no perdamos el tiempo.

La gran pregunta es ¿cuál es la diferencia crítica? En una palabra, Ramón Espinasa, el experto del BID, afirma que la distinción reside en la naturaleza de las regulaciones y la fortaleza del regulador. Ahí donde las regulaciones están diseñadas para promover el desarrollo de la industria, ésta prospera; donde las regulaciones confunden o pretenden objetivos contradictorios el resultado es desastroso. Nada ilustra mejor la situación que el caso de Brasil: la primera oleada de reformas, en los 90, se abocó a crear un verdadero mercado de energía donde el actor principal, Petrobras, era concebido como primus inter pares, un actor privilegiado pero no el factótum de la industria. La primera legislación no le confería privilegios ni prebendas a la petrolera gubernamental. Ese hecho hizo posible que diversos actores, nacionales y extranjeros, se interesaran en participar en la industria y pujar por contratos que el gobierno brasileño colocó en el mercado. Sin embargo, en los últimos años el gobierno modificó la legislación, incorporando una serie de criterios que chocan con la lógica anterior: ahora se exige que haya un determinado porcentaje de contenido local en las inversiones y los contratos deben hacerse en sociedad con Petrobras. El resultado ha sido que ninguno de los actores relevantes en el mundo -relevantes sobre todo porque cuentan con la tecnología y capital de que adolecen los brasileños (y nosotros)- ha estado interesado en participar. Esa es la razón por la cual Brasil ha dejado de estar en el grupo de naciones exitosas. Algo todavía peor ocurriría de exigirse que el sindicato de petroleros gozara del monopolio de los contratos colectivos de inversionistas potenciales.

Si el objetivo es atraer inversión y tecnología, la legislación tiene que responder a las características del mercado, es decir, tiene que ser competitiva respecto a otras naciones que también quieren desarrollar sus hidrocarburos. Pero nuestro enfoque, lo que en México llamamos debate, es exactamente opuesto: el punto de partida es que el resto del mundo está salivando por explotar los (potenciales) recursos petroleros y de gas y que lo único que el país tiene que hacer es poner un letrero de bienvenida. Es posible que esto hubiera funcionado hace una década cuando el mundo petrolero experimentaba un momento de pesimismo, el llamado “peak oil”. La situación cambió dramáticamente con el descubrimiento de nuevos mantos petrolíferos y, sobre todo, con el desarrollo de nuevas tecnologías que llevaron a la revolución del gas y petróleo shale o esquisto.

El nuevo mundo de la energía, en el que nuestro principal cliente va a ser autosuficiente, entraña una lógica de competencia -un mercado de compradores- sin parangón en las últimas décadas. Puesto en palabras de uno de los ejecutivos más conocidos del mundo petrolero, “hoy hay un sinnúmero de proyectos en el mundo y lo que escasea es el capital”. Es decir, los grandes actores en el planeta van a evaluar sus inversiones en función de dos factores: el potencial de rentabilidad y la certidumbre jurídica con que cuentan. La rentabilidad depende de factores tanto técnicos (costos y riesgo) como regulatorios. La certidumbre depende del régimen legal en que tendrían que operar. En las circunstancias actuales, ninguna empresa seria participaría en un proyecto que no le garantiza un rendimiento atractivo y la certidumbre de que no habrá interferencia política en el desarrollo de su inversión. Más importante, el cálculo que harán no se refiere a México, sino al conjunto de oportunidades y opciones de inversión que tienen en su portafolio potencial. Es decir, cuando México publique un nuevo régimen en materia energética estará compitiendo con Vietnam, Cuba, Rusia, Indonesia y EE.UU.: o sea, con el resto del mundo. En todo esto, el referéndum que la izquierda ha propuesto entraña un enorme costo (y riesgo) adicional.

La implicación es obvia: o creamos un régimen realmente competitivo que atraiga a los jugadores relevantes e importantes en el mundo o mejor no perdamos el tiempo. Es obvio que los grandes jugadores pondrán muchas condiciones antes de que se legisle un nuevo régimen, independientemente de que, quizá, pudieran vivir con algo menos ambicioso, pero no hay manera de saberlo de antemano. La evaluación que harán los inversionistas que el gobierno pretende atraer será ex post facto, o sea, después del hecho. Si la legislación resulta ser insuficiente, el resultado será un desastre.

De mis aprendizajes puedo decir que, más allá de lo estrictamente técnico, la diferencia crucial yace en tres factores: a) la independencia (real) del regulador como autoridad superior;

b) la inexistencia de requisitos absurdos como el de sociedad con Pemex, la obligada contratación del sindicato petrolero o el contenido nacional;

y c) el desarrollo de un mercado de energía que permita que los actores en la industria actúen con criterios de mercado y no de embusteros. Lo que está de por medio es, en una palabra, TODO. Tal vez hasta el sexenio.

http://www.americaeconomia.com/node/105410

La neta

Luis Rubio

En una de sus famosas historias, Sherlock Holmes resuelve el enigma por el perro que no ladró: la anormalidad que evidenció al criminal. Yo no soy especialista en asuntos de energía, pero en los últimos meses me he dedicado a leer y escuchar a expertos que saben de lo que hablan y de los que he aprendido las requisitos fundamentales que tienen que ser satisfechos para que una reforma energética tenga una oportunidad razonable de lograr el objetivo de atraer capital, desarrollar al sector y construir una plataforma adicional, poderosa, para el crecimiento de nuestra economía. Es decir, me he abocado a tratar de identificar al perro que no ladró. Lo que he encontrado no va a gustar a nuestros políticos.

Un experto del BID, absolutamente analítico (no le importan los criterios políticos o nacionalistas) y enfocado al subcontinente, evalúa los resultados de las estrategias plasmadas en ley que han adoptado distintas naciones para desarrollar sus recursos energéticos. Su trabajo estudia las reglas del juego que cada nación ha establecido y observa los resultados que arrojan dos décadas de desempeño de la industria, país por país. Resume su conclusión clasificando a las naciones latinoamericanas en dos grupos: las exitosas y las fracasadas. La medida del éxito o fracaso es simple: el crecimiento de la industria y su capacidad de contribuir al desarrollo de sus economías. En el primer grupo, el de los ganadores, se encuentran Perú y Colombia. En el de los perdedores están Venezuela, Ecuador, Argentina y México. Brasil era de los ganadores hasta hace un par de años pero se empeña en ser perdedor.

La gran pregunta es ¿cuál es la diferencia crítica? En una palabra, Ramón Espinasa, el experto del BID, afirma que la distinción reside en la naturaleza de las regulaciones y la fortaleza del regulador. Ahí donde las regulaciones están diseñadas para promover el desarrollo de la industria, ésta prospera; donde las regulaciones confunden o pretenden objetivos contradictorios el resultado es desastroso. Nada ilustra mejor la situación que el caso de Brasil: la primera oleada de reformas, en los noventa, se abocó a crear un verdadero mercado de energía donde el actor principal, Petrobras, era concebido como primus inter pares, un actor privilegiado pero no el factótum de la industria. La primera legislación no le confería privilegios ni prebendas a la petrolera gubernamental. Ese hecho hizo posible que diversos actores, nacionales y extranjeros, se interesaran en participar en la industria y pujar por contratos que el gobierno brasileño colocó en el mercado. Sin embargo, en los últimos años el gobierno modificó la legislación, incorporando una serie de criterios que chocan con la lógica anterior: ahora se exige que haya un determinado porcentaje de contenido local en las inversiones y los contratos deben hacerse en sociedad con Petrobras. El resultado ha sido que ninguno de los actores relevantes en el mundo –relevantes sobre todo porque cuentan con la tecnología y capital de que adolecen los brasileños (y nosotros)- ha estado interesado en participar. Esa es la razón por la cual Brasil ha dejado de estar en el grupo de naciones exitosas. Algo todavía peor ocurriría de exigirse que el sindicato de petroleros gozara del monopolio de los contratos colectivos de inversionistas potenciales.

Si el objetivo es atraer inversión y tecnología, la legislación tiene que responder a las características del mercado, es decir, tiene que ser competitiva respecto a otras naciones que también quieren desarrollar sus hidrocarburos. Pero nuestro enfoque, lo que en México llamamos debate, es exactamente opuesto: el punto de partida es que el resto del mundo está salivando por explotar los (potenciales) recursos petroleros y de gas y que lo único que el país tiene que hacer es poner un letrero de bienvenida. Es posible que esto hubiera funcionado hace una década cuando el mundo petrolero experimentaba un momento de pesimismo, el llamado “peak oil”. La situación cambió dramáticamente con el descubrimiento de nuevos mantos petrolíferos y, sobre todo, con el desarrollo de nuevas tecnologías que llevaron a la revolución del gas y petróleo shale o esquisto.

El nuevo mundo de la energía, en el que nuestro principal cliente va a ser autosuficiente, entraña una lógica de competencia –un mercado de compradores- sin parangón en las últimas décadas. Puesto en palabras de uno de los ejecutivos más conocidos del mundo petrolero, “hoy hay un sinnúmero de proyectos en el mundo y lo que escasea es el capital”. Es decir, los grandes actores en el planeta van a evaluar sus inversiones en función de dos factores: el potencial de rentabilidad y la certidumbre jurídica con que cuentan. La rentabilidad depende de factores tanto técnicos (costos y riesgo) como regulatorios. La certidumbre depende del régimen legal en que tendrían que operar. En las circunstancias actuales, ninguna empresa seria participaría en un proyecto que no le garantiza un rendimiento atractivo y la certidumbre de que no habrá interferencia política en el desarrollo de su inversión. Más importante, el cálculo que harán no se refiere a México sino al conjunto de oportunidades y opciones de inversión que tienen en su portafolio potencial. Es decir, cuando México publique un nuevo régimen en materia energética estará compitiendo con Vietnam, Cuba, Rusia, Indonesia y EUA: o sea, con el resto del mundo. En todo esto, el referéndum que la izquierda ha propuesto entraña un enorme costo (y riesgo) adicional.

La implicación es obvia: o creamos un régimen realmente competitivo que atraiga a los jugadores relevantes e importantes en el mundo o mejor no perdamos el tiempo. Es obvio que los grandes jugadores pondrán muchas condiciones antes de que se legisle un nuevo régimen, independientemente de que, quizá, pudieran vivir con algo menos ambicioso, pero no hay manera de saberlo de antemano. La evaluación que harán los inversionistas que el gobierno pretende atraer será ex post facto, o sea, después del hecho. Si la legislación resulta ser insuficiente, el resultado será un desastre.

De mis aprendizajes puedo decir que, más allá de lo estrictamente técnico, la diferencia crucial yace en tres factores: a) la independencia (real) del regulador como autoridad superior; b) la inexistencia de requisitos absurdos como el de sociedad con Pemex, la obligada contratación del sindicato petrolero o el contenido nacional; y c) el desarrollo de un mercado de energía que permita que los actores en la industria actúen con criterios de mercado y no de embusteros. Lo que está de por medio es, en una palabra, TODO. Tal vez hasta el sexenio.

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¿Llegaremos a la modernidad en México?

América Economía – Luis Rubio 

¿Qué mide el éxito de una sociedad? ¿Es lo mismo ser exitoso que ser moderno? La diferencia era quizá nimia hace algunas décadas, pero hoy en día es posible diferenciar países exitosos de países modernos. Quizá la pregunta para nosotros ahora que llega el final del primer año del gobierno es si el país está enfilándose a ser tanto exitoso como moderno o si procederá en un intento por ser exitoso sin más.

Protágoras, un pensador del siglo V adC, argumentaba que los hombres por definición requieren estándares de comportamiento porque sin ello no podrían vivir en comunidad. En ausencia de una Biblia o equivalente, la tradición jugaba un papel preponderante en la determinación de esos estándares, razón por la cual críticas por parte de pensadores radicales como Sócrates o Diógenes generaban tanto ruido. En sentido contrario, las fábulas de Esopo servían para reforzar el sentido de comunidad. ¿Cuál será el estándar relevante para una nación al inicio del siglo XXI?

No es posible concebir a México como país exitoso mientras no tengamos, por ejemplo, un sistema policíaco que la población respete y vea como profesional. Lo mismo es cierto del poder judicial: sin mecanismos para dirimir disputas y administrar la justicia, ningún país puede decirse moderno.

China es quizá el mejor paradigma de un país que ha logrado ser exitoso en un sinnúmero de medidas, pero que enfrenta dilemas fundamentales que quizá no pueda resolver sin cambiar su propia medida del éxito.En una conferencia a la que asistí recientemente, un estudioso de la India decía que su país no es moderno porque es muy pobre, pero que si logra superar su pobreza podrá ser un país moderno, mientras que China podrá ser exitosa pero nunca moderna. La distinción que hacía era profunda: para que una nación sea moderna tiene que aceptar ciertos estándares básicos de comportamiento y ciertas métricas de desarrollo. El hecho de crecer con celeridad, como ha sido el caso de China en las últimas décadas, puede contribuir a generar condiciones para la modernidad pero no es equivalente a lograrlo.

El éxito se puede medir con estadísticas comparables: crecimiento, empleo, niveles educativos, productividad, kilómetros de carretera, reservas internacionales y otras métricas objetivas que permiten evaluar el grado de avance tanto en términos absolutos como relativos. Esa es la medida más simple que se emplea para determinar el desempeño de un gobierno o la satisfacción de su población. Una nación exitosa avanza en estos frentes y logra satisfacer las necesidades más básicas. Si es extraordinariamente exitosa logra elevar los estándares de vida de la población, distribuir mejor el ingreso y mantener un círculo virtuoso en estos parámetros.

Lo que no es evidente es que sea sostenible una mejoría sistemática en todas esas métricas sin que cambien otras cosas en el funcionamiento de la sociedad en general. Volviendo a China, los debates más frecuentes sobre el futuro de ese país se refieren a la viabilidad de su estructura política a la luz de la mejoría sistemática en los niveles económicos de una porción creciente de la población. Unos afirman que la cultura china tiene características excepcionales y que estas permitirán sostener su sistema político sin cambios a pesar del desarrollo de su sociedad. Otros parten del principio de que, en lo fundamental, todas las sociedades son similares y que, tarde o temprano, los chinos enfrentarán dilemas básicos sobre la viabilidad de su estructura político-económica actual.

El tiempo dirá cómo evoluciona China, pero lo que es indudable cuando uno piensa en el desarrollo de México en las últimas décadas es que hay límites estructurales que impiden trascender los umbrales en las circunstancias actuales. Por ejemplo, no es casualidad que la inversión privada, nacional y extranjera, se encuentre muy por debajo de su potencial. Tampoco es casual que la mayoría de las inversiones que hay en el país muestren tiempos de maduración mucho más breves de lo que ocurre en otras latitudes. Lo mismo se puede decir del ciclo de inversión: típicamente sigue el calendario sexenal porque todo depende de la confianza que inspira una persona más que de las instituciones.

En esto último se encuentra la clave del futuro. La parte de la economía que observa crecimientos significativos de inversión es la que está protegida por tratados internacionales, sobre todo el TLC que no es otra cosa que una institución que confiere garantías y, por lo tanto, certidumbre al inversionista. Donde hay instituciones que no dependen de personas el país prospera.

El punto que trato de ilustrar es que el éxito depende de que el país se vaya modernizando y eso implica la construcción de instituciones profesionales que transformen al país y a la sociedad. No es posible concebir a México como país exitoso mientras no tengamos, por ejemplo, un sistema policíaco que la población respete y vea como profesional. Lo mismo es cierto del poder judicial: sin mecanismos para dirimir disputas y administrar la justicia, ningún país puede decirse moderno.

En otras palabras, la modernidad es un asunto cultural que es consecuencia del desarrollo integral de la sociedad. El caso del crecimiento de la clase media es sugerente: se ha logrado consolidar una creciente clase media en términos de su capacidad de consumo, pero el país será de clase media y exitoso cuando esa población no sólo tenga un poco más de dinero para gastar sino que también cuente con el nivel educativo y cultural que le permita ejercer juicios informados en asuntos sociales y políticos.

Un país ensimismado, como lo es China en la actualidad, no puede avanzar hacia a la adopción de reglas y estándares que todas las sociedades modernas y democráticas consideran esenciales en ámbitos que van desde el comercio internacional hasta los derechos ciudadanos y el respecto a los de terceros. Para bien o para mal, el gobierno chino no ve relevancia en esas medidas para su sociedad.

El gobierno comienza a enfrentar estos dilemas, implícita o explícitamente, en cada decisión que se toma y la forma en que responda en los próximos meses será clave. El camino para llegar a donde nos encontramos ha sido tortuoso y complejo y es natural la tentación de regresar a lo que había y que, en una mirada nostálgica, podría parecer que funcionaba bien. El problema es que lo que era posible en el pasado ya no lo es. Por supuesto que se han cometido innumerables errores en las últimas décadas, pero la única apuesta posible es la de construir un país moderno.

Quizá lo que mejor ilustra nuestros problemas es el hecho de que nuestras grandes debilidades se encuentran en la pésima calidad de las estructuras e instituciones gubernamentales. El país sigue teniendo un sistema de gobierno medieval, incapaz de encabezar un proyecto de transformación. El reto está en casa, esencialmente en lo que el PRI construyó a lo largo del tiempo.

 

http://www.americaeconomia.com/node/104828

¿Llegaremos a la modernidad?

Luis Rubio

¿Qué mide el éxito de una sociedad? ¿Es lo mismo ser exitoso que ser moderno? La diferencia era quizá nimia hace algunas décadas, pero hoy en día es posible diferenciar países exitosos de países modernos. Quizá la pregunta para nosotros ahora que llega el final del primer año del gobierno es si el país está enfilándose a ser tanto exitoso como moderno o si procederá en un intento por ser exitoso sin más.

Protágoras, un pensador del siglo V adC, argumentaba que los hombres por definición requieren estándares de comportamiento porque sin ello no podrían vivir en comunidad. En ausencia de una Biblia o equivalente, la tradición jugaba un papel preponderante en la determinación de esos estándares, razón por la cual críticas por parte de pensadores radicales como Sócrates o Diógenes generaban tanto ruido. En sentido contrario, las fábulas de Esopo servían para reforzar el sentido de comunidad. ¿Cuál será el estándar relevante para una nación al inicio del siglo XXI?

China es quizá el mejor paradigma de un país que ha logrado ser exitoso en un sinnúmero de medidas pero que enfrenta dilemas fundamentales que quizá no pueda resolver sin cambiar su propia medida del éxito. En una conferencia a la que asistí recientemente, un estudioso de la India decía que su país no es moderno porque es muy pobre, pero que si logra superar su pobreza podrá ser un país moderno, mientras que China podrá ser exitosa pero nunca moderna. La distinción que hacía era profunda: para que una nación sea moderna tiene que aceptar ciertos estándares básicos de comportamiento y ciertas métricas de desarrollo. El hecho de crecer con celeridad, como ha sido el caso de China en las últimas décadas, puede contribuir a generar condiciones para la modernidad pero no es equivalente a lograrlo.

El éxito se puede medir con estadísticas comparables: crecimiento, empleo, niveles educativos, productividad, kilómetros de carretera, reservas internacionales y otras métricas objetivas que permiten evaluar el grado de avance tanto en términos absolutos como relativos. Esa es la medida más simple que se emplea para determinar el desempeño de un gobierno o la satisfacción de su población. Una nación exitosa avanza en estos frentes y logra satisfacer las necesidades más básicas. Si es extraordinariamente exitosa logra elevar los estándares de vida de la población, distribuir mejor el ingreso y mantener un círculo virtuoso en estos parámetros.

Lo que no es evidente es que sea sostenible una mejoría sistemática en todas esas métricas sin que cambien otras cosas en el funcionamiento de la sociedad en general. Volviendo a China, los debates más frecuentes sobre el futuro de ese país se refieren a la viabilidad de su estructura política a la luz de la mejoría sistemática en los niveles económicos de una porción creciente de la población. Unos afirman que la cultura china tiene características excepcionales y que estas permitirán sostener su sistema político sin cambios a pesar del desarrollo de su sociedad. Otros parten del principio de que, en lo fundamental, todas las sociedades son similares y que, tarde o temprano, los chinos enfrentarán dilemas básicos sobre la viabilidad de su estructura político-económica actual.

El tiempo dirá cómo evoluciona China, pero lo que es indudable cuando uno piensa en el desarrollo de México en las últimas décadas es que hay límites estructurales que impiden trascender los umbrales en las circunstancias actuales. Por ejemplo, no es casualidad que la inversión privada, nacional y extranjera, se encuentre muy por debajo de su potencial. Tampoco es casual que la mayoría de las inversiones que hay en el país muestren tiempos de maduración mucho más breves de lo que ocurre en otras latitudes. Lo mismo se puede decir del ciclo de inversión: típicamente sigue el calendario sexenal porque todo depende de la confianza que inspira una persona más que de las instituciones.

En esto último se encuentra la clave del futuro. La parte de la economía que observa crecimientos significativos de inversión es la que está protegida por tratados internacionales, sobre todo el TLC que no es otra cosa que una institución que confiere garantías y, por lo tanto, certidumbre al inversionista. Donde hay instituciones que no dependen de personas el país prospera.

El punto que trato de ilustrar es que el éxito depende de que el país se vaya modernizando y eso implica la construcción de instituciones profesionales que transformen al país y a la sociedad. No es posible concebir a México como país exitoso mientras no tengamos, por ejemplo, un sistema policiaco que la población respete y vea como profesional. Lo mismo es cierto del poder judicial: sin mecanismos para dirimir disputas y administrar la justicia, ningún país puede decirse moderno.

En otras palabras, la modernidad es un asunto cultural que es consecuencia del desarrollo integral de la sociedad. El caso del crecimiento de la clase media es sugerente: se ha logrado consolidar una creciente clase media en términos de su capacidad de consumo, pero el país será de clase media y exitoso cuando esa población no sólo tenga un poco más de dinero para gastar sino que también cuente con el nivel educativo y cultural que le permita ejercer juicios informados en asuntos sociales y políticos.

Un país ensimismado, como lo es China en la actualidad, no puede avanzar hacia a la adopción de reglas y estándares que todas las sociedades modernas y democráticas consideran esenciales en ámbitos que van desde el comercio internacional hasta los derechos ciudadanos y el respecto a los de terceros. Para bien o para mal, el gobierno chino no ve relevancia en esas medidas para su sociedad.

El gobierno comienza a enfrentar estos dilemas, implícita o explícitamente, en cada decisión que se toma y la forma en que responda en los próximos meses será clave. El camino para llegar a donde nos encontramos ha sido tortuoso y complejo y es natural la tentación de regresar a lo que había y que, en una mirada nostálgica, podría parecer que funcionaba bien. El problema es que lo que era posible en el pasado ya no lo es. Por supuesto que se han cometido innumerables errores en las últimas décadas, pero la única apuesta posible es la de construir un país moderno.

Quizá lo que mejor ilustra nuestros problemas es el hecho de que nuestras grandes debilidades se encuentran en la pésima calidad de las estructuras e instituciones gubernamentales. El país sigue teniendo un sistema de gobierno medieval, incapaz de encabezar un proyecto de transformación. El reto está en casa, esencialmente en lo que el PRI construyó a lo largo del tiempo.

www.cidac.org

@lrubiof

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Reelección de los presidentes municipales: contrapeso para México

  • América Economía – Luis Rubio

Nada hay más peligroso que un fetiche, un culto supersticioso venerado como un ídolo.  Como todos los mitos, la reelección de legisladores contiene una dosis de fábula, imaginación y realidad. En un contexto idóneo, la reelección puede transformar las relaciones políticas, creando nuevas formas de interacción y, por lo tanto, lógicas novedosas en la toma de decisiones. Bien concebida y estructurada, la reelección de legisladores podría constituirse en el factótum de un sistema de contrapesos efectivos para el sistema político mexicano. El problema es que lo opuesto también es cierto: mal concebida, la reelección puede convertirse en una pesadilla, en una nueva fuente de confrontación o peor, en que todo siga igual.

En su libro Ortodoxia, G.K. Chesterton escribió que «Cuando un esquema religioso es destruido no sólo los vicios quedan expuestos. Los vicios surgen, se pasean y hacen daño. Pero las virtudes también aparecen y las virtudes se pasean de manera más desordenada, pudiendo hacer un daño mucho peor». La reelección de legisladores es un instrumento, no un fin en sí mismo y, como tal, puede ser una virtud o un vicio: depende de cómo se estructure. Cualquiera de los dos escenarios es posible pero ambos no son benignos.

La reelección no puede verse como una idea: se trata de un instrumento político cuyo objetivo es el fortalecimiento de los pesos y contrapesos en una sociedad, paso crucial para la institucionalización del poder. Para que surta efecto, tiene que concebirse frente a sus riesgos y complejidades, no como una apuesta certera, de esas que son frecuentes en nuestro país y que casi siempre acaban siendo infructuosas, cuando no peligrosas. Los milagros no existen.

En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercarlos con los votantes, obligándolos a atender sus preferencias de manera directa y con un costo de no hacerlo. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las necesidades o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto. Es decir, se establece un vínculo que no comienza y concluye, como ahora, durante el periodo de campaña, sino que se torna permanente.

En todos los sistemas políticos los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente actuarán bajo un criterio fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende su carrera política como antes, en la era priista, ésta dependía del presidente. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía: no hay nada esotérico en este asunto. Pero es obvio quién y qué gana y pierde en cada caso.

Es evidente la razón de la reticencia de los partidos y de la presidencia para la adopción de la reelección como mecanismo para la construcción de pesos y contrapesos en el sistema político. Con la lógica de dueño, tanto los líderes partidistas como el presidente, podrían acabar perdiendo una prerrogativa fundamental (para el control político) de aprobarse la reelección de legisladores. La reelección abriría, al menos potencialmente, una nueva era política. Pero el resultado que muchos de sus proponentes esperan no está garantizado.

Dos son los argumentos principales por parte de los detractores de la reelección: primero, que impide la renovación de la élite política, en buena medida porque le confiere enormes ventajas a quien ya ocupa una curul, disminuyendo la competitividad de sus potenciales contrincantes. Y, segundo, que, dado la naturaleza peculiar de nuestro poder legislativo donde conviven legisladores electos por distrito con otros seleccionados (de manera distinta en el congreso y en el senado) por representación proporcional, podríamos acabar, por ejemplo, con senadores producto de una primera minoría (o sea, que perdieron la elección) por hasta doce años. Ambas preocupaciones tienen mérito pero su dinámica es casi opuesta.

De los beneficios potenciales de la reelección, los dos cruciales son la cercanía con el votante y la profesionalización del legislador. Desde mi punto de vista, ambas superan el costo de la falta de «movilidad» legislativa, máxime en una era de creciente complejidad.

El verdadero embrollo reside en la convivencia de dos tipos de legisladores  (representación directa y proporcional) y ese no es un asunto menor. Puesto de manera directa, la reelección es incompatible con la existencia de ese híbrido: para funcionar tendría que desaparecer alguno de los dos procedimientos de elección. Lo mismo con la pretensión de “palomear” a quienes podrían reelegirse. De no resolverse estos asuntos, la reelección acabaría siendo un desastre.

Hay varios ángulos que deben ser contemplados antes de ir, cual el Borras, a un resultado peor a lo actual: primero, la reelección funciona siempre y cuando exista un legislador por distrito; éste puede ser electo de manera directa o proporcional, pero si no existe ese vínculo distrito-legislador, la reelección no tendrá beneficio alguno. Segundo, históricamente, muchos de nuestros mejores legisladores han sido electos como plurinominales y, probablemente, muchos no podrían ganar una elección directa. Es decir, en algunos escenarios, podríamos acabar con un poder legislativo de mucha peor calidad independientemente de la potencial cercanía legislador-ciudadano. Aunque parezca imposible, es concebible un entorno en el que los legisladores gozan de un prestigio todavía menor. Finalmente, de eliminarse los plurinominales o su equivalente en el senado, algunos partidos disminuirían en representatividad. Esto no necesariamente sería algo malo (sin duda reduciría algo de la corrupción rampante), pero implicaría decisiones difíciles, de esas que no le gustan a nuestros políticos. Una redistritación del país, quizá aumentando el número de curules por representación directa a cambio de los plurinominales, podría atenuar el costo.

En contraste con la complejidad inherente a nuestro sistema legislativo, la reelección de presidentes municipales no requiere más que una decisión política: los potenciales beneficios son claros y los riesgos relativamente menores. Dicho eso, la reelección no puede verse como una idea: se trata de un instrumento político cuyo objetivo es el fortalecimiento de los pesos y contrapesos en una sociedad, paso crucial para la institucionalización del poder. Para que surta efecto, tiene que concebirse frente a sus riesgos y complejidades, no como una apuesta certera, de esas que son frecuentes en nuestro país y que casi siempre acaban siendo infructuosas, cuando no peligrosas. Los milagros no existen.

 

http://www.americaeconomia.com/node/104343

 

La ilusión de la reelección

Luis Rubio

Nada hay más peligroso que un fetiche, un culto supersticioso venerado como un ídolo.  Como todos los mitos, la reelección de legisladores contiene una dosis de fábula, imaginación y realidad. En un contexto idóneo, la reelección puede transformar las relaciones políticas, creando nuevas formas de interacción y, por lo tanto, lógicas novedosas en la toma de decisiones. Bien concebida y estructurada, la reelección de legisladores podría constituirse en el factótum de un sistema de contrapesos efectivos para el sistema político mexicano. El problema es que lo opuesto también es cierto: mal concebida, la reelección puede convertirse en una pesadilla, en una nueva fuente de confrontación o peor, en que todo siga igual.

 

En su libro Ortodoxia, G.K. Chesterton escribió que «Cuando un esquema religioso es destruido no sólo los vicios quedan expuestos. Los vicios surgen, se pasean y hacen daño. Pero las virtudes también aparecen y las virtudes se pasean de manera más desordenada, pudiendo hacer un daño mucho peor». La reelección de legisladores es un instrumento, no un fin en sí mismo y, como tal, puede ser una virtud o un vicio: depende de cómo se estructure. Cualquiera de los dos escenarios es posible pero ambos no son benignos.

 

En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercarlos con los votantes, obligándolos a atender sus preferencias de manera directa y con un costo de no hacerlo. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las necesidades o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto. Es decir, se establece un vínculo que no comienza y concluye, como ahora, durante el periodo de campaña, sino que se torna permanente.

En todos los sistemas políticos los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente actuarán bajo un criterio fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende su carrera política como antes, en la era priista, ésta dependía del presidente. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía: no hay nada esotérico en este asunto. Pero es obvio quién y qué gana y pierde en cada caso.

Es evidente la razón de la reticencia de los partidos y de la presidencia para la adopción de la reelección como mecanismo para la construcción de pesos y contrapesos en el sistema político. Con la lógica de dueño, tanto los líderes partidistas como el presidente, podrían acabar perdiendo una prerrogativa fundamental (para el control político) de aprobarse la reelección de legisladores. La reelección abriría, al menos potencialmente, una nueva era política. Pero el resultado que muchos de sus proponentes esperan no está garantizado.

Dos son los argumentos principales por parte de los detractores de la reelección: primero, que impide la renovación de la élite política, en buena medida porque le confiere enormes ventajas a quien ya ocupa una curul, disminuyendo la competitividad de sus potenciales contrincantes. Y, segundo, que, dado la naturaleza peculiar de nuestro poder legislativo donde conviven legisladores electos por distrito con otros seleccionados (de manera distinta en el congreso y en el senado) por representación proporcional, podríamos acabar, por ejemplo, con senadores producto de una primera minoría (o sea, que perdieron la elección) por hasta doce años. Ambas preocupaciones tienen mérito pero su dinámica es casi opuesta.

De los beneficios potenciales de la reelección, los dos cruciales son la cercanía con el votante y la profesionalización del legislador. Desde mi punto de vista, ambas superan el costo de la falta de «movilidad» legislativa, máxime en una era de creciente complejidad.

El verdadero embrollo reside en la convivencia de dos tipos de legisladores  (representación directa y proporcional) y ese no es un asunto menor. Puesto de manera directa, la reelección es incompatible con la existencia de ese híbrido: para funcionar tendría que desaparecer alguno de los dos procedimientos de elección. Lo mismo con la pretensión de “palomear” a quienes podrían reelegirse. De no resolverse estos asuntos, la reelección acabaría siendo un desastre.

Hay varios ángulos que deben ser contemplados antes de ir, cual el Borras, a un resultado peor a lo actual: primero, la reelección funciona siempre y cuando exista un legislador por distrito; éste puede ser electo de manera directa o proporcional, pero si no existe ese vínculo distrito-legislador, la reelección no tendrá beneficio alguno. Segundo, históricamente, muchos de nuestros mejores legisladores han sido electos como plurinominales y, probablemente, muchos no podrían ganar una elección directa. Es decir, en algunos escenarios, podríamos acabar con un poder legislativo de mucha peor calidad independientemente de la potencial cercanía legislador-ciudadano. Aunque parezca imposible, es concebible un entorno en el que los legisladores gozan de un prestigio todavía menor. Finalmente, de eliminarse los plurinominales o su equivalente en el senado, algunos partidos disminuirían en representatividad. Esto no necesariamente sería algo malo (sin duda reduciría algo de la corrupción rampante), pero implicaría decisiones difíciles, de esas que no le gustan a nuestros políticos. Una redistritación del país, quizá aumentando el número de curules por representación directa a cambio de los plurinominales, podría atenuar el costo.

En contraste con la complejidad inherente a nuestro sistema legislativo, la reelección de presidentes municipales no requiere más que una decisión política: los potenciales beneficios son claros y los riesgos relativamente menores. Dicho eso, la reelección no puede verse como una idea: se trata de un instrumento político cuyo objetivo es el fortalecimiento de los pesos y contrapesos en una sociedad, paso crucial para la institucionalización del poder. Para que surta efecto, tiene que concebirse frente a sus riesgos y complejidades, no como una apuesta certera, de esas que son frecuentes en nuestro país y que casi siempre acaban siendo infructuosas, cuando no peligrosas. Los milagros no existen.

 

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