Hacerla en la vida

Luis Rubio

Cuenta una leyenda que, siendo sinodal de una tesis, el gran maestro Gabino Fraga se encontró con un alumno cuyo trabajo no ameritaba ser aprobado pero que su capacidad para ser un profesional exitoso era evidente, si se lo proponía. Los miembros del jurado debatieron y, luego de varias consideraciones, el maestro Fraga declaró que “lo vamos a aprobar para que tenga un modo honesto de vivir, pero siga estudiando para que no lo repruebe la vida.” La educación ciertamente no comienza ni termina en la escuela, pero cuando ésta falla, el resto queda cojo. El jurado de aquella anécdota apostó a que la educación que había tenido ese alumno le permitiría seguir aprendiendo, apuesta que quizá era razonable en aquella época. Hoy el resultado sería desastroso.

Sin pretender ser experto en materia educativa, me es claro que, en un sentido utilitario, hay dos escuelas de pensamiento: una ve a la educación como el medio para el progreso, en tanto que la otra la contempla como un instrumento para el control. El propio Chomsky afirma que el propósito de la educación es preparar a la gente para que aprenda por sí misma. Todo el resto, dice Chomsky, “se llama adoctrinamiento.”

Los que ven a la educación como medio para el progreso han evolucionado en el tiempo: primero se le concibió como una herramienta para la movilidad social y, en la medida en que la economía del mundo se fue integrando en lo que se conoce como la globalización, la educación adquirió dimensiones estratégicas, pues de ella comenzó a depender la capacidad de la fuerza de trabajo para agregar valor ya no en los procesos manuales tradicionales, sino en la creatividad de las personas que es la esencia de la economía de la información, que es la que hoy dominan las naciones más ricas del mundo. No es casualidad que las naciones nórdicas y las del sudeste asiático lideran en pruebas como la de PISA, pues se han abocado a transformarse a través de una educación cada vez más orientada a las matemáticas, el lenguaje y las ciencias.

Los políticos que conciben a la educación como un medio para el control de su población se han abocado a adoctrinar a los niños, para lo cual emplean profesores politizados y libros de texto dedicados a vender una historia artificiosa. El objetivo no es el desarrollo, sino el sometimiento de la población, para beneficio de un proyecto político. Aunque el objetivo de control se concibió desde la época callista, en los treinta, bajo el principio de que debemos “apoderarnos de las conciencias, de la conciencia de la niñez, de la conciencia de la juventud…” el proyecto sólo comenzó a cobrar forma durante el cardenismo y, especialmente, desde los cincuenta con la instauración de los libros de texto gratuitos (y obligatorios). Quizá no sea casualidad que la movilidad social en las décadas que siguieron al final de la Revolución fue mucho más rápida de lo que ocurrió en la segunda mitad del siglo pasado.

En las últimas décadas del siglo XX se dio un cambio de giro en materia educativa, pero, muy a nuestro estilo, el cambio fue parcial: se creó un régimen abierto en materia de libros de texto, pero se dejó al sindicato dedicado al control a cargo de la educación. Es decir, se dio un gran paso al permitir que hubiera competencia en la creación de materiales para asistir en la educación, pero no se estuvo dispuesto a prescindir del apoyo político-electoral del sindicato de maestros. Aunque hubo al menos dos intentos por negociar con el sindicato la reforma de las prácticas y procedimientos para educar a los niños, la realidad es que nada cambió. Si algo, han sido los sindicatos disidentes (la llamada Coordinadora, todavía más retrógrada) quien ha cobrado fuerza en esta materia.

El resultado de la estrategia educativa que se ha seguido, y que ahora se refuerza con los nuevos libros de texto, es que el país produce mano de obra eficaz para procesos industriales tradicionales pero que es, en lo general, incapaz de ajustarse para los procesos más avanzados que son los que agregan mayor valor. La consecuencia de esto es que toda la inversión que llega al país, desde las viejas maquiladoras en los sesenta hasta el nearshoring en la actualidad, sigue siendo atraído exclusivamente por el costo de la mano de obra. Es decir, han pasado seis décadas y no hemos hecho nada para elevar la agregación de valor, que es el factor que determina los ingresos de los trabajadores.

Sesenta años en que nuestros políticos no han aprendido nada respecto a la importancia de la educación para el desarrollo. Hablan de desarrollo (bueno, todos menos el actual) pero no han hecho nada para que la población prospere más allá de lo mínimo que permite el sistema educativo actual y el sindicato favorito de todos los políticos. Peor, no sólo no se ha avanzado, sino que el país involuciona a velocidad acelerada. Ojalá que la ciudadanía reconozca la obvia carencia a tiempo para el momento en que deposite su voto en las urnas.

Thomas Sowell resume la problemática en una frase lapidaria: “La nuestra puede convertirse en la primera civilización destruida, no por el poder de nuestros enemigos, sino por la ignorancia de nuestros maestros y las peligrosas tonterías que están enseñando a nuestros hijos. En una era de inteligencia artificial, están creando estupidez artificial.”

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 REFORMA
31 marzo 2024

Incompatible

Luis Rubio

“Ser o no ser” se preguntaba Hamlet en su famoso e introspectivo monólogo. Las campañas hacia la presidencia suelen caer en contradicciones e incompatibilidades -ser o no ser- porque tienen que conciliar intereses, grupos y proyectos que no son compatibles o coherentes entre sí, pero que tienden a ser factores reales -y, por lo tanto, inevitables- de poder con los que las candidatas tienen que lidiar. En el México tan extremoso de hoy, estas incoherencias alcanzan niveles descomunales.

Repetir los dogmas del gobierno saliente vende bien frente al gran elector, pero impide plantear un proyecto de desarrollo de largo aliento porque éste entrañaría, de manera inexorable, un viraje respecto a muchos de los dogmas prevalecientes. Proponer ideas novedosas aliena a la base de creyentes que se ha beneficiado de las políticas recientes, aun cuando es claro que éstas no son sostenibles. El dilema para la campaña del partido en el gobierno es claro: cómo ganar una elección y a la vez elaborar un proyecto alternativo porque el que la campaña promueve ya dio de sí. Las contradicciones no podrán más que agudizarse hasta que le sea posible a la candidata salir del encierro que las circunstancias le han impuesto.

El dilema para la candidatura de oposición no es menos complejo. La combinación de partidos políticos dedicados históricamente a competir entre sí (y, en muchos sentidos, a odiarse) y la ínfima calidad de sus liderazgos implica que hay una casi total ausencia de profesionales en materia electoral cuya experiencia pudiese elevar la probabilidad de éxito en la contienda. Un buen discurso ciertamente no hace verano, pero si puede convertirse en la piedra angular que cambie el destino de la candidatura, siempre y cuando exista una estrategia que lo haga posible. En contraste con la candidatura morenista, que vive acosada por el prócer, las limitaciones que enfrenta la de oposición son mitad estructurales y mitad autoimpuestas.

Materia prima no le faltará a ninguna de las candidatas. El gobierno del que surge la candidatura de Morena construyó y afianzó una base electoral que, si bien es insuficiente para triunfar por sí misma, constituye una envidiable plataforma política. Como proyecto de desarrollo o, incluso, de gobierno, el de AMLO le va a quedar debiendo a la ciudadanía, toda vez que la economía que entregue en 2024 quedará, en el mejor de los casos, a la par que la de 2018, pero con varios millones de mexicanos más, y con un gobierno incompetente y corrompido que la ciudadanía reprueba. Sin embargo, como proyecto electoral, el de AMLO ha sido formidable porque su único verdadero objetivo fue el de la continuidad de su grupo en el poder. De esta forma, el gran activo de la candidata de Morena es también su gran maldición.

Por su parte, la candidata de oposición también cuenta con amplio material para promover un proyecto de reconciliación y construcción de una ciudadanía pujante en un contexto de desarrollo económico y político que afiance nuestra vapuleada democracia. Así como AMLO le regaló una plataforma electoral envidiable a su candidata, su estrategia de polarización, destrucción de ciudadanía y de las instituciones esenciales para el funcionamiento de la economía, de la sociedad y de la democracia, constituye una base encomiable para la presentación de una propuesta de cambio hacia el desarrollo. En adición a ello, los resultados de la patética administración en todo lo que no fue electoral -seguridad, crecimiento económico, infraestructura, educación y salud- constituyen un obsequio excepcional para proponer soluciones tangibles a una ciudadanía golpeada y asediada. Las oportunidades están ahí. Las complejidades también.

Los próximos meses van a exhibir toda la parafernalia de virtudes, vicios y contradicciones que caracterizan a nuestro proceso político y al país en general. En el camino, se crearán oportunidades para que cada candidata muestre su capacidad de administrar y operar en condiciones adversas. Lo que ninguna podrá ignorar, el verdadero cambio que padece en el país desde la reforma electoral de 1996, es la centralidad del presidente en el proceso electoral. Aunque en apariencia esto beneficia a la candidata de Morena, con ello hereda los costos de su administración y, en tanto no se deslinde de su predecesor, sus dogmas y vicios.

Cien años de soledad, la gran novela de García Márquez, representa el arquetipo del realismo mágico de la región latinoamericana y sus consecuentes mecanismos de poder que producen resultados incongruentes, cuando no desastrosos, pero siempre incompatibles con la realidad circundante. Se trata de un espacio en que los personajes habitan en mundos paralelos que se ven, pero no se tocan. Algo similar se puede decir de un país que es lo que es, pero preferiría ser distinto sin cambiar nada. Es en ese contexto que las candidatas tienen que encontrar las grietas que les permitan mostrar quienes son sin alienar a quienes las patrocinan.

Así concluye Hamlet su soliloquio: ¿Quién lleva esas cargas, gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida, si no es porque el temor al más allá, la tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve…? Las candidatas seguramente lo entenderán…

 

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REFORMA

24 marzo 2024

La trama de hoy

  Luis Rubio

Sarajevo 1914. Gavrilo Princip le dispara al Archiduque Francisco Fernando y su esposa. Un asesinato más, excepto que éste tendría consecuencias inenarrables, comenzando por decenas de millones de muertos. Un evento aparentemente nimio desata fuerzas que luego nada ni nadie puede contener. Así comienzan los grandes cambios: con pequeñas cosas que se acumulan, el viejo dicho de la gota que derrama el vaso. Pero los tiempos son engañosos y las cosas ocurren en sus tiempos, no necesariamente los del reloj político.

2024 marca el periodo de transición constitucional, proceso que encarna dos elementos simultáneos, pero en direcciones opuestas: por un lado, los que se van; por el otro, los que todavía no llegan. Los primeros son conocidos, en tanto que los segundos están por definirse. Para eso son las elecciones y los mecanismos diseñados para llegar a ese momento, comenzando por las campañas mismas, periodo en el que estamos insertos en este momento.

Las campañas tratan sobre los que aspiran a llegar al gobierno y ese periodo, que en nuestro país está excesivamente definido y regulado, está diseñado para que los candidatos se den a conocer y se presenten ante el electorado. En circunstancias normales, los candidatos surgirían de sus propios procesos internos y se abocarían a conquistar los votos por parte de la ciudadanía. La teoría es muy clara, pero en esta ocasión ese proceso ha sido rebasado por las prisas del presidente por intentar ganar la elección meses antes de que ésta tenga lugar y por la forma en que se han dado las alineaciones partidistas.

Las encuestas y otras medidas sugieren que el resultado ya es inevitable, por lo que la estrategia de la candidata del partido gobernante está diseñada para desalentar el voto opositor: para qué perder el tiempo en las campañas y en el día de los comicios si el resultado ya se conoce de antemano, como en los buenos tiempos. Pero el objetivo del periodo de las campañas es precisamente para que los candidatos se presenten ante el electorado, sean conocidos y calados, gestándose con ello una verdadera competencia. Mientras que la candidata de Morena es ampliamente conocida, la campaña es la oportunidad para que el electorado conozca a la candidata de la oposición. El proceso mismo es clave para un resultado creíble que sea consumado y legitimado el día de las elecciones.

El otro lado de la moneda, crítico en este momento por la estrecha vinculación (mucho más que eso) entre el presidente saliente y su candidata, es el que se da en el ámbito de los que concluyen su mandato constitucional este año, desde el presidente y su familia hasta el último de sus colaboradores.

No hay sexenio en el que el grupo saliente no sienta una satisfacción desmedida por los logros de su gestión. Todos y cada uno de los gobiernos del pasado siglo concluyeron con el grupo gobernante seguro de que sus logros -todos extraordinarios, si no es que descomunales- explican su prestigio y su trascendencia histórica. Viéndose al espejo, (casi) todos ellos estaban ciertos de haber hecho el bien, transformado la realidad y concluído sin pasivo o pendiente alguno. Todo ello vindica su sensación de invulnerabilidad, plenamente justificada frente a un dorado futuro. Todos, todos ellos, erraron: unos porque quedaron en la irrelevancia, otros porque acabaron causando crisis descomunales o peor. Algunos, pocos, acabaron en la cárcel. Pero su error más importante fue creer que la fiesta seguiría pasado el día de la entrega constitucional. En eso el sistema político mexicano es no sólo ingrato, sino absolutamente brutal: de ahí ese pequeño detalle maderista de la no reelección.

Ensimismados en sus propios mitos y verdades artificiales y artificiosas, los que se van nunca se ponen a meditar sobre los posibles errores que se hayan cometido, los abusos, las víctimas de sus excesos o los agravios que dejaron en el camino, por no hablar de las barbaridades que pudiesen haber causado sus iniciativas. Todos ellos saben, quizá son parte, de eso que Emilio Portes Gil denominó como “las comaladas sexenales de millonarios.” Nada les quita el sueño porque se trata del gobierno más limpio, puro y excepcional de la historia. Como todos los que le precedieron… ¿Cuantos Sarajevos habrán dejado en el camino?

El sexenio que concluye es un tanto excepcional porque su narrativa es tan atractiva y contagiosa, que lleva a que sus integrantes se la crean y se sientan parte de una gran transformación, de esa cruzada que parece imparable y que se potencia por la enorme distancia entre el discurso y la realidad. No hay duda de la popularidad del presidente, pero su sustento es de arena. La única pregunta es cuándo se colapsan esos soportes sin cimientos. Es ahí donde entran los tiempos, que beneficiarán a una u otra candidata, pero inexorablemente será como la rifa del tigre para la ganadora.

Según Voltaire, “la historia nunca se repite. Pero el hombre siempre lo hace.” Quizá por ello pensó Marx que la segunda vez no es más que una farsa, pero México lleva un siglo repitiendo esa historia y los que se van nunca aprenden. La historia de este proceso de sucesión parece inevitable, pero está lejos de haber quedado escrita en los libros de texto. Los que se van se van, pero los que vienen están por definirse.

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 REFORMA

 17 marzo 2024

En marcha…

Luis Rubio

En su novela sobre Argentina intitulada Zama, Antonio Di Benedetto habla de las “víctimas de la espera,” que Michael Reid, experto latinoamericanista, interpreta como las víctimas de aguardar, una metáfora sobre la permanente expectativa por lograr el progreso y la prosperidad que en nuestro país parece una lucha interminable por llegar a la cima, sólo para encontrar, como en la famosa parábola de Camus, que cada vez que se acerca la meta, todo se viene abajo. Los sexenios inician con esperanza y concluyen con incertidumbre; pero el de López Obrador es excepcional en su arrojo por empujar a tambor batiente hacia el final, sólo para comenzar a encontrarse con que no todo es color de rosa e igual puede ganar que perder. Ahí está México al inicio de la última fase de esta contienda.

Hace un año todo parecía miel sobre hojuelas para el presidente y para quien resultara ser su candidato a la presidencia. Hoy las cosas podrían parecer similares (así lo indican algunas encuestas), pero hay dos factores que evidencian la existencia de un entorno mucho más competitivo. El primero es que no todas las mediciones coinciden. La dispersión que muestran las encuestas sugiere al menos dos posibilidades: por un lado, la intención por manipular a la opinión pública, y, por otro, problemas de medición. Esto último se acentúa cuando uno observa la competencia en las redes sociales, donde se presenta una situación casi opuesta a la que exhiben las encuestas que gozan de sólida reputación. Yo no digo que unas sean buenas y otras malas, sólo que hay indicadores que advierten una mayor competencia de la aparente.

El otro factor que sugiere una mayor competitividad en la contienda en marcha es el activismo del presidente. Ante todo, es notaria su preocupación: sus mañaneras han dejado de ser ejercicios épicos de convencimiento narrativo, para lo cual no había límite ni escrúpulo alguno, para convertirse en actos de flagrante activismo proselitista. El cambio podría parecer nimio, pero revela un estado de ánimo y, sobre todo, un desprecio por los cánones que el propio presidente estableció al inicio de su mandato. No hay mejor ejemplo de esto que los riesgos que, en materia financiera, decidió correr al mero final de su sexenio, el momento más vulnerable para cualquier presidente, justo el periodo en que la mayoría de sus predecesores se abocaba a cerrar capítulos, evitar conflictos innecesarios o resolver los posibles y confiar que las cosas terminarían bien.

El proselitismo presidencial insinúa lo que los griegos llamaban hubris o hybris: la sensación de que todo es posible, que no hay límite a lo que quien ostenta el poder puede lograr con sólo proponérselo. Por cinco años, fue cuidadoso con las cuentas fiscales porque le preocupaba ser acusado de una devaluación; dado que el peso parece desconectado del devenir político-económico interno, el gobierno optó por jugársela en grande con un extraordinario crecimiento del gasto (y, por lo tanto, del endeudamiento) en el último año del gobierno. Lo mismo se puede decir de sus veinte iniciativas de reforma constitucional que no son otra cosa sino un intento por apuntalar, en el documento jurídico fundacional, todo lo que hizo de facto a lo largo del sexenio como si él fuese la única persona relevante, merecedora de inmenso poder para alterar el orden interno, de por sí siempre frágil. Para un presidente que dice gustar de la historia, su lectura del final de los sexenios de las últimas décadas es pobre. Las apuestas que ha asumido (valga decir, a nombre de toda la sociedad) igual le salen bien que mal, pero las cuentas siempre se pagan. Lo único que queda por dilucidarse es quién las pagará: él o su sucesora, quien sea que ésta sea.

Más allá de lo que el presidente haga, el momento de la sucesión dispara toda clase de fuerzas, intereses y circunstancias que, en el ocaso del sexenio, nadie puede controlar. La aparición de acusaciones sobre el financiamiento de campañas previas, la evidencia de corrupción en el núcleo familiar, los conflictos dentro de Morena y las incongruencias en que la candidata presidencial tiene que incurrir para evitar desatar la ira presidencial son todos ejemplos del tipo de imponderables que comienzan a hacer ruido y que, con facilidad, podrían convertirse en un caudal.

Desde mucho antes de que cobrara forma la contienda actual, la narrativa gubernamental argumentaba que ya todo estaba resuelto, que lo único que faltaba por esclarecer la sucesión era el nombramiento de quien encabezaría la candidatura. La aparición de Xóchitl Gálvez en el panorama, en no poca medida producto de la arrogancia presidencial, cambió la realidad política, si bien no la narrativa matutina. El intento por desacreditar a la candidata de la oposición, recurriendo a información confidencial y manipulándola sin resquemor alguno como es usual en este gobierno, tuvo el impacto inmediato de confundir, pero el efecto en el tiempo ha sido el opuesto: hoy hay claramente dos candidaturas fuertes y vibrantes.

A su llegada a la presidencia, López Obrador contaba con un amplio apoyo popular y la expectativa de que sería un presidente para todos los mexicanos. Hoy es claro que sólo trabaja para sí mismo. Otro presidente apostador: el anterior, en 1982, quebró al país.

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REFORMA
10 marzo 2024

 

La contienda

Luis Rubio
 En solidaridad con Carlos Loret

Las contiendas electorales son un poco como campañas militares: se disputa un objetivo, se despliegan las armas y los instrumentos de combate y se busca derrotar al enemigo, en este caso al contendiente. En su biografía sobre Napoleón, Andrew Roberts dice que “una medida de la resiliencia y del ingenio de Napoleón –y de la confianza que todavía tenía en sí mismo– fue el hecho de que, habiendo regresado de Rusia con sólo 10,000 efectivos de su fuerza invasora, fuera capaz en cuatro meses de alinear un ejército de 151,000 hombres para la campaña de Elba y muchas más por venir.” Como en las campañas bélicas, ambas partes se creen destinadas a ganar, pero en materia electoral solo los votos cuentan y cualquiera de las dos puede sorprender.

Las encuestas sugieren que Claudia Sheinbaum ganará la elección, pero en materia electoral y en el último año de un gobierno, máxime uno tan contencioso como el saliente, todo puede pasar. Su campaña, comenzando por el jefe de la misma, no dejan de emplazar armas cada vez más pesadas (las más recientes anunciadas el pasado 5 de febrero), mostrando que ellos mismos no están tan seguros de que las traen todas consigo.

Hay buenas razones para lo anterior. El gobierno que está por concluir su mandato se dedicó a esta sucesión desde el día en que fue inaugurado (de hecho, desde la elección misma), ignorando su responsabilidad de lidiar con asuntos elementales para la ciudadanía, como la seguridad y el desarrollo económico. Dedicado a construir y nutrir una base electoral, se encuentra ahora ante la tesitura de si lo hecho fue suficiente para garantizar el resultado de la votación que desea. Quizá lo logre, pero a un costo elevadísimo. La población le reconoce beneficios importantes en términos de mejoría en el ingreso real de las familias, un logro nada pequeño, pero sin la certeza de que pueda preservarse. Estirar la liga tiene beneficios, pero también riesgos…

Un triunfo de Claudia Sheinbaum, la candidata morenista, traería al gobierno a una persona que ha mostrado gran capacidad ejecutiva y que cuenta con un equipo mucho más competente y organizado que el de su predecesor. Imposible saber qué haría como presidente, dado que su campaña se ha dedicado a reproducir los dichos y dogmas del gobierno actual. Su biografía sugiere una disposición mucho más acusada para actuar y transformar, pero no es factible derivar conclusiones de ello. De lo que no hay duda es que su éxito dependería enteramente de su capacidad para construir hacia adelante, es decir, abandonar el proyecto del que proviene. Esto no sería algo inusual en materia política, pero no es evidente que le sea claro a ella.

Por su parte, Xóchitl Gálvez es mucho más transparente y directa en su posicionamiento por personalidad y porque no navega bajo la sombra de un presidente tan dominante. Sus instintos yacen claramente en la liberación de las capacidades de la población; en lugar de pretender controlarlo todo, buscaría romper con los entuertos que impiden y obstaculizan el desarrollo de la ciudadanía. Su historia como empresaria y funcionaria muestran una disposición a emprender proyectos y a llevarlos a buen puerto, mientras que su origen y biografía augurarían una clara disposición a enfrentar los factores que preservan la desigualdad en el país. Su principal reto radicaría en comandar bancadas disímbolas que comparten pocos elementos en común.

El escenario más peligroso para el país sería uno en que cualquiera de las dos candidatas lograra una mayoría abrumadora en las dos cámaras legislativas: incluso una mayoría calificada. Este escenario, hipotéticamente más probable de ganar Morena, sería particularmente pernicioso para Claudia Sheinbaum, quien no sólo enfrenta conflictos nuevos y ancestrales dentro de la maraña de intereses contrapuestos que caracteriza a su partido, sino que implicaría que las facciones más extremas se impondrían y que, en aras de avanzar su agenda, le impedirían gobernar. Esta paradoja no es menor como ilustró la nominación de la candidata para la CDMX y de la Suprema Corte.

Faltan muchos meses para que concluya esta faena, periodo durante el cual podrían aparecer innumerables factores que alteren lo que para muchos ya es una certeza. Algunos de esos factores provendrán del presidente en su afán por sesgar el resultado, pero muchos otros serán meramente producto de los altibajos inevitables de un proceso de sucesión que, en nuestro país, siempre entraña tanto el cambio de estafeta como la terminación del poder del presidente saliente.

En el camino, como sugiere el diplomático chileno Gabriel Gaspar, se mostrará a plenitud la incertidumbre y la desconfianza, “dos rasgos que modelan el sentir de amplias mayorías de nuestras sociedades… La incertidumbre para buena parte de la población es muy concreta, pues cada día es más difícil sobrevivir, llenar la olla y, a la vez, cada día salir a la calle es más peligroso.” Y concluye con lo que debiera ser obvio para las contendientes: “Reemplazar la incertidumbre requiere de certezas.”

Mientras tanto, como dice Sowell, “El hecho de que tantos políticos exitosos sean unos mentirosos tan descarados no es sólo un reflejo de ellos, sino también de nosotros. Cuando el pueblo quiere lo imposible, sólo los mentirosos pueden satisfacerlo.”

 

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03 marzo 2024

Prioridades

Luis Rubio

No es difícil dilucidar los problemas que enfrenta el país; lo difícil es identificar las soluciones idóneas y construir consensos para su implementación. Los problemas son en buena medida añejos y por todos conocidos, pero sus causas, consecuencias y potenciales soluciones son siempre controvertidas. Es por ello falsa, o al menos absurda, la vieja noción de que el país está sobre diagnosticado y que las soluciones son obvias. Si lo fueran, no estaríamos atorados como lo estamos. Algunos de esos problemas son ancestrales, otros producto de la acelerada evolución del mundo, pero ambos demandan soluciones que la política mexicana ha sido incapaz de proveer.

En su campaña para la presidencia, el candidato López Obrador esbozó los problemas ancestrales de una manera cabal: pobreza, desigualdad, bajo crecimiento y corrupción. Uno puede agregar todos los asegunes que quiera, aunque es obvio que esta lista resume la problemática que es percibida como central para el desarrollo del país, pero se trata de consecuencias, no de factores causales. Es decir, ahora que comienzan las campañas, una discusión susceptible de arrojar un programa de gobierno relevante y viable tiene que enfocarse hacia las causas de los problemas que han sido identificados para efectivamente poder incidir sobre ellos.

Por otro lado, complicando el panorama, se encuentran problemas nuevos o, al menos, circunstancias que alteran el entorno dentro del cual se desarrolla la actividad económica y las sociedades interactúan. La globalización de la actividad económica -de la que México vive a través de las exportaciones y, recientemente, del llamado nearshoring- hace imposible (y contraproducente) adoptar medidas económicas unilaterales, como hubiera ocurrido hace medio siglo. Factores como el crimen organizado -actividad transnacional- requieren atención a nivel interno, pero ninguna nación los puede derrotar por sí misma. La ubicuidad de la información y la universalización de su acceso han alterado todos los vectores que en el pasado caracterizaban a la vida política.

El punto es que los problemas ancestrales requieren soluciones que deben contemplar y ser parte de una concepción que incluya las realidades que caracterizan al mundo de hoy. El intento por abstraerse del mundo como ha propugnado el gobierno que está por concluir ha probado ser falaz y perjudicial para el desarrollo y, paradójicamente, dañino para la población más pobre y que es la que con mayor intensidad padece los males que el presidente identificó en su campaña.

Lo sorprendente de la situación que vive México, similar a la de otras naciones, es que no es difícil dilucidar qué es lo que hay que hacer. Lo difícil, cualquiera que sea la causa, ha sido avanzar hacia la implementación de esas soluciones. Las respuestas muchas veces son obvias, aunque a primera vista no parezcan plausibles.  Ronald Reagan esbozó el dilema de manera clarividente: “por muchos años nos han dicho que no hay respuestas simples a los complejos problemas que están más allá de nuestra capacidad de comprender. La verdad, sin embargo, es que sí hay respuestas simples; el problema es que éstas no son sencillas”.

Las tensiones que caracterizan al país no son mera casualidad. La suma de desajustes políticos -muchos de estos producto de la creciente complejidad que caracteriza al mundo y que se manifiesta en Ucrania, la inteligencia artificial, los ataques cibernéticos y la posibilidad de que retorne Trump y políticos disruptivos, especialmente en el contexto de una extrema debilidad institucional, sobre todo en la forma de ausencia de contrapesos efectivos, ha arrojado un panorama político, y ahora electoral que ha paralizado al país. Esto, paradójicamente, también constituye una gran oportunidad porque hasta los más devotos creyentes del presidente saben que el progreso es imposible en ausencia de acuerdos sobre al menos los factores más fundamentales de la convivencia humana.

El manejo del presupuesto gubernamental a lo largo del sexenio ha sido particularmente pernicioso para el crecimiento de la economía. Al distraer recursos que normalmente se habrían dedicado a la educación y la salud, así como a la inversión pública, el gobierno prefirió nutrir las transferencias hacia sus clientelas favoritas. Como dice el cómico Andy Borowitz, “sería sensacional gastar billones en escuelas y carreteras, pero en este momento el dinero se requiere de manera desesperada para las campañas políticas.”

Los periodos de campaña hacen imposible construir acuerdos sobre y para el futuro, pero también son momentos propicios para explorar opciones y posibilidades. Las propuestas de los candidatos pueden ser o no viables, pero obligan a pensar distinto respecto al statu quo imperante. En este último sentido, le abren la puerta a la sociedad para proponer soluciones y vías alternativas a las existentes para enfocar los problemas, estableciendo potenciales anclas comunes para soluciones futuras.

Uno de los errores más frecuentes en los diagnósticos políticos es el de atribuirle a los liderazgos responsabilidades sobre lo que son de hecho problemas estructurales, pero eso no los exime de la obligación de trabajar -o proponer en el periodo electoral- alternativas que permitan superar las complejidades estructurales.

 

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25 febrero 2024

Contrapunto

Luis Rubio

La gran magia del viejo sistema político radicaba en la expectativa de que siempre habría una nueva oportunidad para reinventar al país con el cambio de gobiernos. Cuando un gobierno era malo, se afirmaba que “no hay mal que dure seis años ni pueblo que lo aguante.” Cuando era bueno, la ciudadanía lo premiaba con un voto favorable en las elecciones del sucesor. Pero los presidentes de antaño no daban paso sin huarache: buenos o malos, populares o no, recurrían a mecanismos transaccionales para asegurar un voto favorable, además de que empleaban todos los mecanismos de fraude electoral que fuesen necesarios para asegurar un triunfo abrumador. Estamos en otra etapa de la política mexicana -al menos de la realidad política del país- pero parecería que hemos vuelto a la era de la compra de votos, a la buena o a la mala, a la legalita o a la legalona. La pregunta es si el nuevo método será igual de exitoso que los de entonces.

El primer indicio de que este sexenio sería diferente se hizo evidente en su desinterés -de hecho, radical oposición- a promover el crecimiento de la economía. La prioridad, desde el comienzo, fue la sucesión de 2024 y nada más. A pesar de la retórica de que “primero los pobres”, para el presidente los pobres eran un instrumento electoral y disminuir la pobreza iba contra el objetivo sucesorio: en palabras de la presidenta de Morena al inicio del sexenio, “cuando sacas a gente de la pobreza y llegan a clase media se les olvida de donde vienen, porque la gente piensa como vive.” En pocas palabras: los pobres son una reserva de votos y lo último que le conviene a Morena es que haya menos pobres y más gente de clase media porque esas personas dejan de concebirse como “pueblo” para pensar como ciudadanos. El crecimiento económico acaba siendo un maleficio para el único objetivo que motivó a esta administración: asegurar el triunfo en 2024.

Consecuentemente, todo lo que se hizo a lo largo del sexenio siguió una lógica estrictamente electoral: dónde están los votos y cómo asegurar que los programas gubernamentales los hagan dependientes de las dádivas que otorga el gobierno, pero siempre a nombre del presidente, como si fuesen sus propios fondos. Las transferencias a adultos mayores, a los jóvenes y a otros públicos-objetivo tuvieron una lógica estrictamente política y la evidencia muestra que la pobreza no fue uno de los criterios relevantes. Es decir, la narrativa dice una cosa, pero la lógica fue siempre de laser: asegurar los votos.

Los gobiernos de antaño -desde la Revolución hasta 2018- buscaban los votos por dos caminos: por un lado, procuraban adoptar estrategias económicas y de inversión que se tradujeran en una significativa mejora económica que, a su vez, elevara los niveles de vida y que, por lo tanto, satisficiera a la población, confiando que eso se traduciría en un voto favorable al gobierno saliente. Algunos fueron sumamente exitosos, otros acabaron provocando crisis terribles, pero no hubo uno solo que no siguiera esa lógica, similar a lo que uno podría observar en cualquier lugar del planeta.

La otra forma de buscar votos era transaccional: los candidatos inventaban toda clase de mecanismos para intercambiar favores por votos. En alguna era distribuían enseres domésticos, desayunos o despensas a cambio de la promesa del voto (más adelante exigieron una foto del voto mismo), en otras produjeron tarjetas de efectivo, pero el propósito era transparente: cualquiera que haya sido el desempeño del gobierno saliente, el candidato o candidata ofrecían un “incentivo” para que el votante respondiera favorablemente el día de los comicios. En la era previa a la reforma electoral de 1996, se adicionaban diversas estrategias para asegurar que el voto fuera como el gobierno y su partido querían: manipulación del padrón, ratón loco, uso faccioso de los medios de comunicación, etcétera. Con la reforma de 1996 se prohibieron todas esas prácticas y, aunque lo que siguió no fue perfecto, constituyó un esquema de impecable equidad para la competencia electoral, como muestran las innumerables alternancias de partidos en el poder a todos los niveles de gobierno.

Hoy hemos vuelto a la era prehistórica, ciertamente predemocrática, de la vida política nacional. El presidente no tiene ni el menor escrúpulo en emplear todos los recursos a su alcance para asegurar su objetivo electoral. Cuando se le cierra un camino -por ejemplo un llamado del INE (ya de por sí sesgado) para que se abstenga de ser tan craso en sus formas- inventa veinte reformas constitucionales para estar en el ámbito electoral todos los días. Tampoco tiene el menor empacho de presentarse como el jefe de la campaña de su candidata, a la que limita y obstaculiza todo el tiempo.

El devenir de esta elección dependerá de un solo factor: en qué medida la ciudadanía reconoce la manipulación a la que ha sido sometida por el gobierno a través del intercambio de favores por votos. Si el votante observa que se trata de una manipulación al viejo estilo, actuará como ciudadano; si cree que se trata de un liderazgo mítico, se comportará como pueblo dependiente, a la expectativa de más dádivas.

Como dice otro dicho, “A cada santito le llega su fiestecita.” La de este año va a marcar un antes y un después.

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REFORMA
18 febrero 2024

Lo que falta

Luis Rubio

Parafraseando a Albert Camus en su discurso al recibir el premio Nóbel, “todos los gobiernos sin duda se sienten destinados a cambiar el mundo.” Pocos lo logran. Tan pronto concluyen su mandato, comienzan las reverberaciones: lo que quedó inconcluso, lo que no se hizo, lo que se hizo mal. O peor. En la era postrevolucionaria mexicana la respuesta natural fue la de corregir el rumbo en lo que acabó denominándose la “teoría del péndulo:” un gobierno se movía en una dirección, el siguiente corregía el camino en el sentido opuesto. Esta manera de funcionar cambió a partir de los ochenta en que el país optó por incorporarse en los circuitos tecnológicos, financieros y comerciales del mundo en aras de lograr una estabilidad duradera. Desde 2018 el gobierno ha intentado obviar aquel objetivo, lo que ha recreado el riesgo de un movimiento pendular. ¿Dónde quedó la bolita?

Contrario a lo que usualmente se piensa (y se insiste en la narrativa diaria) entre los ochenta y 2018 hubo menos continuidad de lo aparente y ciertamente no hubo una estrategia consistente a lo largo del periodo. Luego de un inicio claro y con visión estratégica, siguió una aceptación, a veces renuente, de la falta de alternativas en materia de política económica, lo que se tradujo en una serie de políticas inconexas, frecuentemente inconsistentes, pero que avanzaban en la misma dirección. El objetivo formal era la incorporación de México en la economía global y cada acción de los gobiernos de esa era intentó avanzar en algunos frentes o corregir deficiencias que hacían difícil el camino, pero nunca hubo un proyecto de desarrollo integral o consistente.

Las carencias y ausencias que se dieron en ese periodo son de todos conocidas porque se insiste sobre ellos de manera irredenta en el discurso público. Lo que no se reconoce, porque sería equivalente a cometer una herejía, es que los problemas de México no son producto de lo que se hizo (aunque sin duda hubo errores), sino de lo que no se hizo. Claudio Lomnitz describió el corazón del problema en un artículo en Nexos hace un año cuyo subtítulo lo dice todo: “La ínsula de los derechos y el mar de la extorsión.” Según Lomnitz, las reformas de los ochenta y noventa crearon un espacio donde existían reglas del juego y hacia donde se dedicaron recursos tanto en la forma de infraestructura como de capacidad gubernamental (una semblanza de transparencia y legalidad), pero en lugar de ampliar ese espacio para toda la sociedad y territorio, el gobierno abandonó a su suerte al mexicano que no cabía en el primer espacio y es ahí donde el país se colapsó en un mar de violencia, ausencia de justicia y extorsión.

La paradoja del gobierno actual es que no ha incidido de manera favorable en ninguna de las carencias o ausencias que identificó (y con las que ganó la presidencia) sino que, en todo caso, las ha acentuado si no es que extremado. Aunque ha habido un significativo avance en materia del ingreso disponible de la población, los retrocesos en materia institucional y de democracia son patentes y pueden acabar destruyendo lo anterior. Contra lo esperable y a pesar de la popularidad del presidente, el país es hoy más desigual y menos próspero.

Por cinco años, el gobierno actual cuidó las finanzas públicas y se benefició tanto de las reformas de las décadas previas que tanto denuesta como de la creciente “independencia” del tipo de cambio respecto a las finanzas gubernamentales. Pero el inicio del año electoral cambió el panorama: un gran déficit amenaza la estabilidad fiscal, se presentó una retahíla de propuestas constitucionales que cambiaría el panorama político e institucional y dejaría al país en una situación de crisis prolongada, quizá similar a la de los ochenta. Como dice el dicho, cuando un líder siembra vientos, cosecha tempestades: nada está escrito respecto a la popularidad del presidente, a la estabilidad cambiaria o a la elección misma.

En contraste con sus predecesores, el presidente tuvo la oportunidad de afectar intereses profundamente arraigados en diversos ámbitos de la sociedad mexicana que han sido exitosos en impedir la adopción de políticas mucho más agresivas en materia de justicia, equidad, distribución de los recursos públicos e infraestructura, pero optó por dormirse en sus laureles, como si la mera presencia de un presidente poderoso cambiaría la historia. El que pudo ser el gran constructor del futuro, lo hizo más difícil y saturado de incertidumbres.

El próximo primero de octubre, día en que se inaugurará el próximo gobierno, el país se encontrará ante un panorama sombrío, con una sociedad dividida y una economía mucho menos pujante de lo posible y, sobre todo muy poco productiva, donde sigue proliferando tanto la pobreza como la desigualdad regional. Quien asuma la presidencia ese día se encontrará con enormes carencias y el grandísimo reto de corregir el rumbo, para cuya consecución requerirá del apoyo de la sociedad mexicana. Su primera decisión, desde el mismo discurso inaugural, tendrá que ser relativa a si procurará sumar a toda la sociedad mexicana en un proyecto común o si procederá a acentuar las divisiones.

Gane quien gane, su verdadero dilema será en cómo salir del hoyo en que el gobierno saliente habrá dejado al país y cómo quitarse al protagonista de encima.

 

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REFORMA
11 febrero 2024

Gobernanza

Luis Rubio

Los problemas se apilan en tanto que la capacidad de respuesta disminuye. Si a esto se agrega la total indisposición del gobierno a encontrar soluciones a los problemas que aparecen (y a los que innecesariamente genera), el potencial explosivo, sobre todo en un año electoral, crece sin límite. Para nadie es sorpresa que problemas como los de inseguridad, criminalidad, corrupción, cobro de piso y conflicto electoral crezcan de manera incontenible. Candidatos asesinados, periodistas desaparecidos, expropiaciones sin la menor advertencia y el incesante ataque a todo aquel que discrepa de la línea presidencial son todos ejemplos del entorno contencioso que caracteriza al país. También son evidencia de la ausencia cabal de gobernanza.

A lo anterior habría que agregar los asuntos cotidianos de gobierno que no funcionan como deberían, desde las escuelas hasta la provisión de agua potable o medicamentos, por citar tres ejemplos obvios. Lo mismo puede decirse de los extraordinarios desequilibrios presupuestales y financieros en que se está incurriendo en el año en curso y que inevitablemente impactarán las finanzas del próximo gobierno.

Si uno acepta la definición convencional de gobernanza del PNUD (“la gobernabilidad comprende los mecanismos, procesos e instituciones que determinan cómo se ejerce el poder, cómo se toman las decisiones sobre temas de inquietud pública y cómo los ciudadanos articulan sus intereses, ejercitan sus derechos, cumplen sus obligaciones y median sus diferencias”) el país no está siendo gobernado ni existe la más mínima comprensión o disposición a construir el andamiaje para que eso ocurra. Si uno agrega que el problema no radica exclusivamente en el hoy y ahora, sino en la planeación y anticipación de las necesidades y retos futuros, el país mantiene la estabilidad realmente de milagro. Y los milagros siempre se ponen a prueba durante los procesos de sucesión presidencial en que el gobierno saliente va perdiendo capacidad de acción, en tanto que el siguiente aún no ha comenzado a enfocarse y organizarse para ello.

Un gobierno sensato que reconociera sus limitaciones buscaría maneras de descentralizar la toma de decisiones para reducir riesgos y elevar la capacidad de administrar los existentes, pero el nuestro se ha empeñado en centralizar todas las decisiones ya no en el gobierno en general, sino en la persona del presidente. El andamiaje institucional que se fue construyendo en las pasadas décadas probó no tener capacidad de responder ante el embate presidencial, pero al menos era un intento por atender este problema nodal. Hoy la única descentralización que existe, si es que así se le puede llamar, es la que se ha hecho al transferir un número creciente de decisiones al ejército.

Recurrir al ejército tiene sentido por la naturaleza vertical de la institución, lo que le confiere capacidad de acción más allá incluso de lo que un gobierno autoritario podría ejercer. Sin embargo, la diversidad y dispersión de las actividades que se le han encomendado hace imposible la consecución de los objetivos planteados. Esto no lo escribo como evaluación de lo que se le ha transferido al ejército, sino como apreciación genérica: nadie puede encargarse de la construcción de toda clase de obras, administrar aeropuertos y líneas aéreas, atender emergencias naturales (como sismos o inundaciones) y la seguridad nacional. La diversidad de responsabilidades es tal que el desempeño es siempre pobre. No por casualidad las naciones en las que el gobierno y sus entidades administraban todo (como el antiguo bloque socialista) acabaron por descentralizarse para poder elevar los niveles de vida de la población. Es decir, es imposible controlarlo todo y, al mismo tiempo, cumplir con lo esencial de cualquier gobierno que es la seguridad física y patrimonial de la población y la creación de condiciones para el progreso económico.

Es claro que estos factores no han sido prioridad (o incluso objetivo) del gobierno actual, pero su ausencia constituye el mayor reto, primero, para el transcurso del año electoral en que estamos inmersos y, segundo, para que el próximo gobierno tenga capacidad de operar y salir adelante. Es fácil perder de vista la trascendencia de estos elementos cuando el presidente cuenta con altos niveles de popularidad a la vez que las variables económicas más visibles (como el tipo de cambio y el precio de la gasolina) se mantienen estables y a niveles políticamente benignos, pero quienquiera que haya observado la evolución del país en las pasadas décadas sabe bien que se trata de factores inestables, cuando no efímeros. En otras palabras, la ausencia de gobernanza no sólo entraña un riesgo para el gobierno saliente, sino también para el país en general justo en el momento más delicado del sexenio: el de la transición del poder.

Max Weber, el sociólogo alemán de inicios del siglo XX, decía que hay tres tipos de autoridad legítima: la carismática, la racional-legal y la tradicional. México ha vivido cinco años de ejercicio carismático del poder, el más inestable de acuerdo con Weber. Al abandonar la responsabilidad de gobernar, el presidente ha cedido el Estado a los criminales y al azar, garantizando con ello que la estabilidad actual sea por demás precaria.

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 REFORMA

04 febrero 2024

Orden y desorden

Luis Rubio

 Un “trilema” tiene lugar cuando se tienen tres objetivos clave, pero de los cuales sólo dos son alcanzables al mismo tiempo. Desde que conocí esta formulación me pareció que describía bien las contradicciones que caracterizan a México: la búsqueda de estabilidad política y económica por encima del desorden, la violencia y la propensión a la anarquía; el deseo de consolidar un régimen democrático; y el ansia por construir una gobernanza competente y funcional. Las pasadas cuatro décadas han sido testigo de importantes esfuerzos por avanzar en estos tres ámbitos, quizá sin reparar sobre las contradicciones inherentes al objetivo y, por lo tanto, a la imposibilidad de lograrlo.

Las reformas avanzadas entre los ochenta y la década pasada estuvieron concebidas para avanzar el primer objetivo, especialmente la estabilidad económica. La meta era crear condiciones para atraer inversión privada a fin de desarrollar una plataforma de desarrollo industrial. Cada uno de los componentes que se fue integrando en el proceso, desde la apertura comercial en 1985 hasta la reforma energética de 2013 constituyó un andamio adicional que fue conformando el entramado que ha permitido consolidar una industria manufacturera de exportación. Toda la economía mexicana de hoy depende de esas exportaciones, por lo que, a pesar de todos los avatares, el logro no es menor.

El otro lado de la moneda es que se apostó todo por la construcción de esa plataforma de exportación, lo que implicó dejar olvidada (y, de hecho, perdida) a la mayoría de la población que quedó atrapada en el desorden imperante, tanto por el mal gobierno en general, como por la incontenible ola de violencia y criminalidad que arrasa con cada vez más comunidades. Ambos factores –el gobierno incompetente y el crimen organizado- se complementan y se retroalimentan: los que ocupan los puestos gubernamentales derivan beneficios políticos y personales, en tanto que el crimen organizado prospera y prolifera a costa de la salud y tranquilidad de la ciudadanía.

El deseo de construir un régimen democrático ha estado presente desde los albores de México como nación independiente, teniendo varios momentos álgidos tanto en el siglo XIX como al inicio del XX, pero fue sólo hasta la segunda mitad del siglo pasado, luego del movimiento estudiantil y el crecimiento de una oposición sólida y competitiva, que comenzó a cobrar forma un esquema democrático que obligó a forjar un régimen electoral en que todos cupieran. Sin embargo, visto en retrospectiva, ese régimen caminó más rápido de lo que el gobierno y sus fuentes de poder estaban (están) dispuestos a avanzar, arrojando el resultado que hoy vemos: un gobierno incapaz de proveer seguridad a la población; dispendio interminable de recursos; ausencia total de transparencia en el ejercicio de la función gubernamental; y, por encima de todo, un gobierno que no satisface ni los más mínimos estándares de salud, educación, infraestructura y, en general, condiciones para el desarrollo.

La propensión a la anarquía que experimentan vastas regiones del país no es producto de la casualidad. Una elevadísima proporción de la población vive sometida a la extorsión y/o a la violencia, además de la injusticia, que generan las mismas organizaciones y que impide no sólo la normalidad de la vida cotidiana, sino el desarrollo del país. Lo peor de todo es que ni siquiera hay un reconocimiento de la naturaleza del problema o de la incompatibilidad de nuestro sistema de gobierno actual con el crecimiento, la estabilidad o la democracia.

La pregunta es, pues, por dónde comenzar. Los promotores de la transición democrática asumieron que la profesionalización de los mecanismos y órganos de administración de los procesos electorales resolvería por sí misma el problema de la gobernanza. Era razonable pensar así, dado que la aprobación de las reformas respectivas gozó de un casi universal apoyo legislativo, con la participación decidida de todas las fuerzas políticas. Desde esa perspectiva, tenía sentido la apuesta. Sin embargo, el resultado un cuarto de siglo después no es encomiable.

Estudiosos del caos que caracteriza a naciones como Irak y Siria han llegado a la conclusión de que la anarquía es la amenaza mayor a la construcción de una sociedad viable. En palabras de Robert Kaplan* “un año de anarquía es peor que cien años de tiranía.”

México no ha llegado al extremo de esas naciones, pero partes del país viven un clima de violencia que no es muy distante a lo que ocurre en algunas zonas del Medio Oriente. También, aunque el nivel de disfuncionalidad que caracteriza a México no es similar al de aquellas naciones, su incapacidad (e indisposición) para resolver problemas es equiparable.

El punto de fondo es que el país corre el riesgo de avanzar hacia un caos cada vez más generalizado y que los procesos democráticos no lo pueden detener. Lo urgente es transformar al sistema de gobierno para que sea posible construir una paz duradera, crear condiciones para el desarrollo y para establecer una plataforma sostenible de estabilidad económica y política. Lo urgente y lo importante a una misma vez.

*The Tragic Mind

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 REFORMA
28 enero 2024