Brújula

 Luis Rubio

La brújula no ha sido el fuerte de la mayoría de nuestros gobiernos, ciertamente no en la era contemporánea. Pero algunos, como el actual, se vuelan la barda. Desde el fin de la Revolución, hace más de cien años, no hubo un solo gobierno que no haya planteado al crecimiento económico como su objetivo central: unos lo lograron, otros fallaron, pero todos tuvieron el objetivo de elevar los niveles de vida y acelerar la movilidad social. Algunos fueron pragmáticos, otros ideológicos; unos profundos y claros de propósito, otros frívolos y superficiales. Algunos se distinguieron por el empleo de técnicos competentes, otros los despreciaron; algunos fueron (más) corruptos, otros extraordinariamente ambiciosos, pero todos intentaron elevar el producto per cápita de la población. Esto es, todos, excepto el actual. Este gobierno prefirió apostar por la lealtad que le confiere la preservación de la pobreza.

El punto de partida del actual gobierno ha sido que hay que atacar las causas de los síntomas: la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la violencia, todos estos síntomas de los problemas estructurales que aquejan a nuestra sociedad. Pero el gobierno optó por cambiar la lógica: nunca se planteó resolver o al menos atacar esas causas, solo los síntomas, que tampoco se han atacado, pero ese es otro asunto. Ahora, en la parte menguante del sexenio, queda el entorno internacional, que igual puede ser benigno que lleno de nubarrones, para lo cual el gobierno nunca se preparó.

Es en esos momentos de transición política que comienzan las discusiones sobre la “viabilidad” del país. Los desajustes -los nuevos y los de siempre- se van acumulando y las preocupaciones crecen: los precios, los empleos, los ingresos, los asaltos, el derecho de piso. Todos y cada uno de estos elementos se apilan creando un ambiente de incertidumbre, el mayor riesgo que cualquier sociedad puede enfrentar, especialmente en momentos de sucesión presidencial.

El momento no es similar al que precedieron a las crisis de las últimas décadas del siglo pasado. México hoy tiene una planta manufacturera destinada a la exportación que constituye el principal motor de la economía y que permite una situación cómoda en materia de balanza de pagos, la principal debilidad en aquellas épocas. Por su parte, las finanzas públicas, aunque en deterioro, no se encuentran en situación catastrófica. Además, no poca cosa, el ingreso real de la población se ha elevado. En una palabra, los gérmenes de las crisis de los setenta a los noventa no están ahí.

Lo que sí está presente es un país que se desintegra ante la incesante violencia y dos realidades dramáticamente contrastantes en el mundo de la economía: el México que está asociado a las exportaciones y el resto. El primero vive en un entorno de certidumbre relativa, productividad y oportunidades crecientes; el segundo depende del primero, pero vive en la incertidumbre, pobreza y corrupción. El presidente López Obrador tenía todas las cartas y habilidades para cerrar esa brecha, pero optó por profundizarla y agudizarla, todo con el objeto de desarrollar una base social dependiente de sus migajas en la forma de transferencias en efectivo y que inexorablemente implican la preservación de la pobreza.

Si algo demuestran los cien años que precedieron al gobierno actual -desde el fin de la Revolución- es precisamente eso que denuesta el presidente de manera sistemática: el deseo de progreso, la aspiración por mejorar y desarrollarse de toda la población. En lo que fallaron (casi) todos esos gobiernos anteriores y que el actual nada ha hecho nada por cambiar es en la falta de instrumentos con que cuenta la población para materializar sus deseos y aspiraciones. Gobiernos van y vienen, pero las causas del lento progreso y de algunas de sus indeseables consecuencias, esas de las que habla tanto el presidente, no se atienden.

La historia de malos gobiernos no nació hoy. En lugar de abocarse a atender las necesidades ciudadanas y crear condiciones para su progreso, nuestra historia está plagada de gobiernos que ignoraron su responsabilidad para crear condiciones para el desarrollo. Nada ilustra esto mejor que el fracaso en construir un sistema efectivo de seguridad (antes producto del peso abrumador del gobierno federal, no de la existencia de un sistema de seguridad funcional), o de la educación, que nunca se concibió como medio para la movilidad social, sino para el control político. ¿Cómo puede tener viabilidad un país cuyas estructuras están enfocadas a otros propósitos? Peor cuando el objetivo es expresamente la preservación de la pobreza, no el desarrollo.

Por supuesto que ha habido presidentes y funcionarios probos dedicados a atender estos fenómenos, pero lo que cuenta no es el momento en que actuaron o sus intenciones, sino el resultado final, ese que determina la calidad de vida de la población. También, es claro que la naturaleza de estos problemas es compleja y que no se pueden resolver de inmediato, pero igual de claro es el hecho que siempre es más fácil la retórica que la acción.

Todo esto recuerda las palabras de Bevan, el líder laborista británico: “esta isla está hecha de carbón y rodeada por peces. Sólo un genio organizacional pudo producir escasez de carbón y de peces al mismo tiempo.”

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REFORMA

10 diciembre 2023

Unidad vs. unanimidad

 Luis Rubio

El mundo vive una era de animosidad y México no es la excepción. La estrategia presidencial de dividir y polarizar ha sido utilizada por líderes alrededor del mundo en esta era de convulsiones, como muestra Trump, Narendra Modi en India, Bolsonaro en Brasil y Orban en Hungría. Algunos líderes han sido más sutiles en sus formas, menos estridentes, pero igualmente divisivos en sus estrategias, como Obama. El punto es que, en la última década, la polarización se convirtió en un instrumento para hacer política. Todo en el espacio público mexicano -la presidencia, el congreso, la Corte y los procesos electorales- adquirió dimensiones calamitosas como si en cada voto, decisión o fallo se jugara el futuro del país. La pregunta que me parece pertinente es si, a la luz de la próxima justa electoral, el país puede retornar a un esquema de unidad, que no es lo mismo que unanimidad.

El punto de partida es que México no es un país homogéneo o igualitario donde las diferencias sociales, económicas, políticas o culturales sean menores. Al revés, la sociedad mexicana ha evolucionado hacia una creciente diversidad que, por cierto, no es nueva, pues desde antaño se hablaba del mosaico que nos caracteriza, es decir, diferencias, divisiones y perspectivas encontradas. Si uno observa al mundo, lo natural es la existencia de heterogeneidad en todos los órdenes de una sociedad. Es decir, el desacuerdo sobre asuntos fundamentales para el desarrollo y el futuro es inherente e inevitable en una sociedad libre. Por eso la pregunta sobre la posibilidad de lograr acuerdos sobre el futuro es relevante.

Pierre Manent* argumenta que en una sociedad libre y, por lo tanto, diversa, la unidad no implica pensar igual; la unidad significa actuar de manera conjunta. Manent sugiere que las naciones cuentan con anclas comunes que las definen en términos de nacionalidad, historia y fundamentos culturales, todo lo cual implica que no se trata de enemigos a muerte, sino de personas que, simple y llanamente, piensan distinto y que, por lo tanto, la labor política debe consistir en encontrar los espacios bajo los cuales todos pueden participar sin que ello implique coincidir en todo. Bajo esta premisa, un liderazgo eficaz procuraría sumar esfuerzos más que imponer una visión particular.

Desafortunadamente, la política mexicana se ha polarizado por muchos años, situación que se ha exacerbado en este gobierno, esencialmente porque todo se ha organizado y estructurado, de manera intencional o no, en torno a los desacuerdos que existen, más que en las coincidencias. Esto que es intrínseco a los procesos de competencia política no contribuye a la construcción de acuerdos en épocas no electorales y mucho menos cuando el objetivo expreso es el de agudizar las divisiones.

En un sistema de poder tan concentrado como el mexicano, el liderazgo acaba siendo crucial. Un buen líder puede contribuir a resolver problemas y allanar el camino para el desarrollo, en tanto que uno negativo puede minar las fuentes de crecimiento y limitar la viabilidad de largo plazo del país. Es esa concentración de poder la que mantiene a México en un vilo permanente: todo acaba dependiendo de la persona en la oficina de la presidencia. Incluso un gran liderazgo que prueba ser benigno pero que no contribuye a institucionalizar ese poder y a crear condiciones para la unidad en el sentido mencionado anteriormente, acaba siendo insuficiente para realmente atender los enormes desafíos que enfrenta el país.

En suma, los mexicanos tenemos dos retos muy distintos pero complementarios: uno es el de crear condiciones para que se sumen los esfuerzos de toda la sociedad en aras de avanzar hacia un mayor desarrollo y, en el ámbito político, paz y estabilidad. El otro es el de ir institucionalizando el poder a fin consolidar los esfuerzos del conjunto de la sociedad. Se trata de dos canales distintos, pero que se suman y acaban en el mismo lugar: la capacidad y disposición del liderazgo a actuar en ambos frentes.

Lo común, o al menos frecuente, en nuestra historia es que los presidentes se aboquen a sumar esfuerzos a fin de que el país prospere. Esto ha sido particularmente palpable en las últimas tres décadas en que se intentó crear mecanismos generales donde todo aquel que cupiera -ciudadanos en el ámbito electoral, empresarios en el ámbito de la inversión, sindicatos en el espacio laboral y políticos en el entorno legislativo- pudiesen desempeñar sus funciones sin tener que recurrir a favores o permisos a cada vuelta. El gobierno actual ha retornado al control de todos los procesos, no siempre con éxito, pero el hecho de intentarlo ha tenido el efecto de limitar el potencial de desarrollo.

Lo que el país requiere es moverse hacia el siguiente estadio: no sólo reglas generales, sino cada vez más institucionalizadas y con mecanismos que trasciendan la capacidad de un presidente, incluso de quien las promueva, para alterarlas a su antojo. Philip Wallach** dice que el propósito de un gobierno de mayoría debe consistir en “domesticar la fuerza bruta hacia una forma más gentil” de política. Gane quien gane en 2024, el país requiere un gobierno distinto, apropiado al siglo XXI y a las circunstancias, como el nearshoring, que sólo se dan una vez en la historia.

*Democracy Without Nations? **Why Congress

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EN REFORMA

 

03 diciembre 2023

¿Más de lo mismo?

Luis Rubio

Según Simón Kuznets, hay cuatro tipos de países en el mundo: desarrollados, subdesarrollados, Japón y Argentina. Argentina lleva décadas, casi un siglo, desafiando la gravedad: a excepción de unos pequeños momentos de euforia, su economía ha ido de mal en peor por tanto tiempo que este economista galardonado con el Nóbel acabó creando una categoría especial para esa nación que fue la segunda más rica del mundo al inicio del siglo XX para hoy tener más de 40% de su población viviendo por debajo de la línea de la pobreza. Independientemente del proyecto económico y, en general, de gobierno que llegue a implementar el hoy presidente electo Javier Milei, para al menos el 56% de los votantes la situación había llegado a ser tan intolerable que cualquier alternativa parecía mejor.

No se requiere ser un genio para apreciar la desazón de los argentinos. En términos conceptuales, el problema de Argentina es muy obvio: a lo largo de ocho décadas construyeron un conjunto de programas sociales que entrañan un gasto creciente, a la vez que facilitan, y de hecho premian, el desempleo. La cantidad y diversidad de esquemas “de apoyo” es inverosímil: pensiones, transferencias por número de hijos, retiro con sueldo completo con muy pocos años de trabajo y una gran variedad de prestaciones. Juan Domingo Perón, presidente en los cuarenta, creó y pudo financiar sus transferencias (que buscaban lealtad) y nacionalizaciones por la enorme riqueza que esa nación acumuló durante la segunda guerra mundial, pero tan pronto se desvaneció, todo se vino abajo: la primera gran crisis fiscal ocurrió al inicio de los cincuenta. Nunca ha habido capacidad o disposición para enfrentar la realidad fiscal: los programas permanecen, se amplían y multiplican, pero no así el ingreso para pagarlos.

El costo fiscal se eleva de manera sistemática, de hecho exponencial, todo lo cual se ha estado financiando con emisión monetaria, lo que mantiene al país, sobre todo en estos últimos años, permanentemente al borde de la hiperinflación. La inflación que caracteriza al país es estructural: las transferencias se han convertido en derechos adquiridos que cobran vida propia y se convierten en factores políticos intocables.

La noción de forzar una solución a través de un mecanismo monetario no es nueva. En los noventa Menem creó la llamada convertibilidad que equiparaba al peso argentino con el dólar uno a uno. La teoría de aquel proyecto era que el costo de romper la convertibilidad sería tan elevado que eso forzaría a los políticos a enfrentar las realidades fiscales. Sin embargo, el problema no se encaró, el gasto siguió creciendo como siempre y ocurrió lo inevitable: el proyecto se colapsó con el llamado “corralito” al inicio de este siglo, donde la mayor parte de la población perdió todos sus ahorros a la vez que se produjo una virtual depresión.

Milei tiene dos características: una es su excentricidad y retórica, que lo asemeja a Trump. Pero el parecido es de forma, porque su equipo económico no es proteccionista. Según Milei, que pretende achicar al gobierno de manera drástica, el problema no reside exclusivamente en el gasto social sino en una burocracia encumbrada que impide resolverlo.

La otra característica es un programa de choque monetario ya no con convertibilidad peso-dólar, sino con la adopción del dólar como moneda. Acoger al dólar implica que el gasto sólo puede aumentar en la medida en que crece el número de dólares en la economía, lo que ocurre ya sea por exportaciones, inversiones del exterior o el crecimiento normal de la base monetaria americana. En la práctica, adoptar al dólar implica un freno inmediato a la economía, pues todo se tiene que ajustar a los dólares disponibles. Como Argentina está en default frente al FMI, los bonistas y la banca privada, el proyecto, si es que lo llega a implementar (dado que no cuenta con mayoría en el congreso), implicaría crear un efecto de olla de presión: no hay dinero, pero las demandas de gasto siguen constantes. El conflicto está cantado.

Según los economistas detrás de Milei, la recesión sería breve porque hay muchos dólares en manos privadas y Argentina podría elevar sus exportaciones de carne, granos, petróleo, gas y similares tan pronto se eliminen los impuestos que hoy lo impiden. Tiene lógica, pero esto sólo cubre una parte del problema. El otro problema es que el gasto deficitario es estructural por los programas sociales. Si el gobierno efectivamente se apega al proyecto monetario que propone, tendría que recortar ese gasto de inmediato y de manera brutal. El tiempo dirá si los votantes entienden las implicaciones de lo que votaron, pero lo que viene no va a ser agradable, por necesario que pudiera ser.

Desde México, cuyo gobierno hizo todo lo posible por apoyar al candidato peronista perdedor, el mensaje es muy claro: tarde o temprano la población se rebela contra lo que considera intolerable. Aunque es obvio que México no enfrenta una situación crítica como la de Argentina, la noción de que más de lo mismo sería aceptable para el electorado es por demás dudosa. Las dos candidatas tienen mucho que aprender de lo ocurrido en Argentina: una para proponer algo distinto, pero razonable y la otra para no dejarse llevar por la idea de que todo está bien.

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 REFORMA
26 noviembre 2023

 

 

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Incertidumbres

Luis Rubio

Cuando uno lee las novelas de Kafka -el proceso, el castillo, la metamorfosis- no hay forma de evitar la sensación de turbación y fascinación al trascurrir esos laberintos de miedo, ansiedad, incertidumbre, ironía y, siempre presente, el lacerante humor. Quien lea las páginas de los periódicos nacionales o se atreva a ver las mañaneras presidenciales no podría más que concluir que Kafka vive y radica en nuestro país.

México es un caso clínico, en ocasiones patológico, en otros excepcionalmente saludable. Ambas realidades conviven en todos los ámbitos: regiones pacíficas y zonas violentas; economía pujante en algunas comarcas y depresión en otras; escolaridad ascendente y agudo analfabetismo; riqueza sonora y pobreza punzante. México es un mosaico cultural pero también una colección de contrastes benignos y malignos. Lo que funciona en algunas regiones es rechazado en otras, y viceversa. La diversidad es impactante, pero también lo son las disparidades. México es una cosa y la otra, todo al mismo tiempo.

En esta temporada de competencia electoral es fácil caer en frases simples para explicar circunstancias por demás complejas donde por más que quiera un aspirante a gobernar no siempre caben las soluciones que surgen a botepronto. La diversidad, disparidad, desigualdad y complejidad de México tiene que ser atendida con estrategias idóneas no para cada una de estas, sino para el conjunto, pero sin desdeñar la necesidad de crear condiciones para que esas diferencias puedan encontrar cauce de salida. Es igual de ingenuo pretender que lo que constituye una solución para una problemática en Sonora va a funcionar en Chiapas que desarrollar programas específicos para cada situación. Gobernar implica encontrar el justo medio entre lo general y lo particular, punto sumamente difícil de lograr.

La primera gran disquisición tiene que ser de carácter filosófico: pretender controlar todos los procesos o crear condiciones para que cada mexicano encuentre las oportunidades que le son posibles. El primer camino, nuestra historia lo muestra, nos lleva directo al cadalso. El segundo, debidamente estructurado, obliga al gobierno a resolver problemas al tiempo que facilita que la ciudadanía sea productiva y haga suyo el proceso. Resolver problemas para que el progreso sea posible es el camino más directamente conducente al desarrollo.

Pero resolver problemas no es un objetivo sencillo. Los problemas de México son vastos y complejos, pero no son novedosos. Al menos desde Andrés Molina Enríquez en su libro “los grandes problemas nacionales” publicado hace un siglo, es claro que México enfrenta una caterva de circunstancias, como desigualdad y pobreza, que no han sido resueltas. Los pasados cien años son testigos de una diversidad de intentos, igual limitados que ambiciosos, por lidiar con estos problemas, pero el resultado, en conjunto, no es especialmente encomiable. El gobierno actual intentó una nueva versión de lo mismo -carretonadas de dinero- sin que el país tenga mejor posibilidad de avanzar. Me pregunto si no será tiempo de comenzar a otear un futuro distinto.

Ahora que nos encontramos ante un cambio de gobierno, sería deseable procurar nuevas maneras de enfrentar las diversas problemáticas que enfrenta el país, a la vez que se apoyan los factores que ya están encarrilados o que pueden funcionar casi por sí mismos. No hay soluciones perfectas ni unívocas, pero sí hay muchas cosas que se sabe que funcionan, en tanto que hay otras que ameritan nuevas maneras de pensar y actuar. La disyuntiva es muy clara: pretender controlar lo incontrolable dada la diversidad y dispersión de la población y la economía o focalizar los esfuerzos y recursos hacia los espacios y poblaciones más susceptibles de transformarse para sumarse al desarrollo.

Los problemas que enfrenta México, como los de otras latitudes, no son incorregibles; en términos técnicos, todo tiene solución. Los problemas son, en el fondo, políticos, porque responden a intereses, ideologías, culturas o preferencias que nada tienen que ver con la naturaleza técnica de la situación. Son esos factores los que diferencian a las naciones en la manera en que encaran, o no enfrentan, sus problemas. Esas diferencias son también los factores que generan certidumbre o incertidumbre.

Visto desde esta perspectiva, la pregunta pertinente sería ¿cuál es la mejor manera de avanzar un proyecto de desarrollo de largo plazo que además arroje beneficios tangibles en el corto plazo, especialmente en rubros como pobreza, ingreso y crecimiento? Esta pregunta evidentemente supone que el desarrollo es el objetivo, algo que no se puede decir de la administración saliente, pero que sin duda permea el discurso de quienes aspiran a encabezar el próximo gobierno. En este contexto, no sería impertinente preguntar, por ejemplo, si los ataques, burlas y estrategias dedicadas a polarizar por el hecho mismo de hacerlo contribuyen a ese propósito. La polarización empata con un gobierno para el que el desarrollo es más un problema que un objetivo, pero no así para el que desea promoverlo.

En el corazón del dilema que enfrenta México en la próxima elección yace un factor crucial, que es el para qué del gobierno: ¿controlar o promover? ¿generar certidumbre o desconfianza? En esas disyuntivas nos jugamos el futuro.

 

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 REFORMA

19 noviembre 2023

Antinomia

Luis Rubio

Antinomia, una contradicción entre dos cosas tales como leyes o principios, describe bien el dilema de México, pero que ha sido sistemáticamente soslayado como si no existiera. En lugar de encarar el problema de gobernabilidad, cada uno de los gobiernos de las pasadas tres o cuatro décadas pretendió que era manejable sin resolver sus contradicciones de esencia. Hace mucho que el problema es patente, como he intentado articularlo en este espacio, pero fue la lectura del nuevo compendio de Fernando Escalante* que me permitió encontrar la pieza del rompecabezas que faltaba para precisarlo.

El problema esencial de la sociedad mexicana es la gobernabilidad. En el pasado, dice Escalante, el arreglo político consistía en acomodar “la inmensa heterogeneidad de las necesidades sociales y ofrecer, según en caso, dinero, reglamentos, cuotas o licencias, concesiones o tolerancia para el incumplimiento de la ley. Y para eso se necesitaba un margen razonable de impunidad para administrar los recursos públicos.” En un párrafo, Escalante sintetiza la esencia del funcionamiento del viejo sistema: corrupción, ilegalidad, impunidad, todo lo cual preservaba la paz y creaba un entorno en el que se daba algún grado de progreso. Nada de esto es novedoso, por más que el gobierno actual lo presente como su gran innovación.

Lo que me aclaró el panorama fue el papel del PRI en la consecución de aquella gobernabilidad. Mi punto de partida había sido que la conjunción entre el gobierno y el partido (dos de los varios componentes de lo que Escalante denomina Estado) permitía mantener el control y la estabilidad, además de crear condiciones para el progreso económico. El texto, especialmente el capítulo sobre el PRI, hace claro que México contaba con un gobierno enclenque, dedicado esencialmente a las funciones propiamente administrativas, pero que la actividad expresamente de gobernanza la realizaba el partido: la función de “mediación, entre Estado y sociedad, entre capital y trabajo, entre el orden legal y el orden informal, entre las expectativas y las posibilidades, para resolver el problema fundamental de la debilidad del Estado y la dispersión del poder.”

El PRI se constituyó para institucionalizar el poder, eliminando la violencia política que había culminado con el asesinato de Álvaro Obregón. Su función, en palabras de Escalante, había sido la de lidiar con la dispersión del poder, pero sobre todo con reemplazar la misión que, en otras circunstancias, habría correspondido al gobierno. Con Estado débil, dice el autor, que “no se corresponde con la ambición de la idea del Estado, que no puede imponer su autoridad dondequiera de manera inmediata e incondicional, de modo que las decisiones tienen que negociarse siempre.” El partido acaba siendo “un recurso para contribuir a gestionar, gobernar o hacer gobernable esa situación.”

El punto nodal es que, a lo largo del siglo XX, México contó con un sistema político eficaz porque logró remontar, a través del PRI, la ausencia de capacidad de gobernanza por la debilidad intrínseca del gobierno, por su falta de institucionalidad. El PRI se convirtió en el mecanismo a través del cual se intermediaban las decisiones, se organizaba a la sociedad, se mantenía el control político y se negociaba con los diversos grupos e intereses para que el conjunto funcionara, como haya sido: con corrupción, arreglos particulares, favores, discrecionalidad, arbitrariedad y total impunidad. Funcionó mientras funcionó. Como todo en la vida, su éxito produjo las semillas de su propia extinción: en la medida en que avanzó el país, se diversificó la economía, creció la clase media, se incrementó y dispersó la población, aquellos arreglos ya no resolvían los problemas que comenzaron a presentarse, sobre todo a partir de finales de los sesenta.

Las reformas de los ochenta y noventa consistieron esencialmente en tratar de formalizar todo lo que el PRI antes realizaba de manera informal: en lugar de acuerdos particulares, leyes generales, en lugar de politización de las decisiones, reglas claras y transparentes. El punto es que la transición tanto política como económica implicaba el desmantelamiento de todos los mecanismos que hasta ese momento habían sido la esencia de la gobernabilidad del país. Y nada los substituyó. Se pretendió que la democracia electoral crearía un nuevo sistema de gobierno y que una economía pujante resolvería los problemas de pobreza y desigualdad regional. En una palabra, se inhabilitaron los mecanismos del viejo orden, pero no se construyó el andamiaje de una nueva gobernabilidad (ni, claramente, se resolvieron los problemas económicos ni los de violencia y criminalidad, otra evidencia de la ausencia de gobierno).

Tres décadas después llegó un gobierno dedicado a devolverle “márgenes de maniobra impune a la clase política, opacidad en el gasto público, posibilidades de manipulación electoral y nuevos espacios de intermediación.” Ni lo anterior ni lo “nuevo” son solución al problema de fondo: el gobierno mexicano no funciona.

Para colmar el plato, las características particulares del presidente actual tal vez han permitido evitar el colapso integral del gobierno, pero nada asegura que quien lo vaya a substituir tenga las capacidades y habilidades para sostenerlo.

 

*México: el peso del pasado. Cal y Arena

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12 noviembre 2023

Fenómenos

Luis Rubio

John McCain solía decir que “lo más obscuro siempre ocurre antes de ponerse completamente negro.” El futuro se va construyendo todos los días a través del actuar de millones de personas, empresas y gobiernos en el país y a lo ancho del mundo. Todo interactúa y se complementa, dando forma y contenido al futuro que viviremos. En materia política, el gran momento nacional del futuro mediato es la justa electoral de junio próximo. Cada evento, circunstancia, discurso y acción contribuirá a darle forma al resultado de esa contienda.

Lo que sigue son elementos e ingredientes que todos observamos a diario y que van a incidir, de alguna manera, en la conformación del futuro mediato:

  • Acapulco sin duda impactará la dinámica política de los próximos meses, aunque no es obvio que alguien le pueda “sacar raja” como dice el dicho. Pasados los primeros días de desconcierto, absurdos en la forma de conducir la actividad gubernamental y los legítimos reclamos de la población damnificada, algunas entidades del gobierno han comenzado a responder de manera efectiva. La CFE hizo un trabajo casi heroico de restaurar el servicio eléctrico (algo no inusual en situaciones como ésta), las secretarías de defensa y marina empiezan a establecer un marco de orden, distribución de víveres y agua y, una semana después del huracán, los reclamos disminuyen y la gente se concentra en la reconstrucción, como tantas otras veces en el pasado. Es posible que los (obvios) intentos por manipular la distribución de provisiones a través de cajas o bolsas con la efigie de la candidata gubernamental influyan algunas conciencias, pero es dudoso que tenga un impacto significativo, sobre todo en un estado que hace tiempo gobierna el partido en el gobierno y donde los problemas de gobernanza y seguridad son abrumadores y ubicuos.
  • El huracán constituye un gran reto para un presidente que quiere guardar control de todos los procesos. En ocasiones, su capacidad de acción táctica -como todas las mañaneras- le rinde extraordinarios frutos en términos de popularidad, pero en otros le crea déficits que sólo tiempo después quedan evidenciados. Nada como la eliminación del FONDEN, el fondo constituido precisamente para situaciones como la que ahora viven los acapulqueños: con la desviación de fondos de rubros clave como educación, salud y, en este caso, catástrofes naturales hacia sus proyectos favoritos, el presidente se encuentra ante un severo dilema que ha estado tratando de resolver con retórica contra los medios (como si éstos fueran culpables de lo que pasa en el puerto del Pacifico) o las organizaciones civiles que de inmediato se movilizaron para reunir víveres (de lo mejor que tiene la ciudadanía). Primero los chivos expiatorios y luego que la realidad se resuelva sola.
  • La mayoría de la prensa ha hecho un trabajo encomiable, justo el que le corresponde en estas circunstancias al exhibir la tragedia humana que representa una catástrofe como esta. Su función es esa: dar las noticias y lo ha hecho bien, como contrapeso natural.
  • El fenómeno de las redes sociales es otra cosa: este nuevo espacio de interacción constituye, en todo el mundo, un gran reto a la gobernanza y a la democracia. Aunque permite que cualquier persona participe y opine, le abre la puerta a posturas radicales, información falsa y le confiere credibilidad a lo que no tiene veracidad alguna, beneficiando a nadie.
  • Lo paradójico del momento es que un huracán -un fenómeno natural del que no se puede culpar a los “adversarios” de siempre, por más que se intente- constituye una extraordinaria oportunidad para lograr una “tregua,” la posibilidad de introducir algo de civilidad a la política nacional. Pero no, mejor polarizar hasta lo que ni por asomo proviene de la oposición.
  • La prioridad del presidente es una sola: ganar la elección presidencial. Todo está concentrado en ello y, desde esa perspectiva, el huracán constituye una molestia inaudita. ¡Cómo se atreve Otis a alterar mi proyecto, que iba tan bien! Gobernar no es parte del catálogo que despliega el presidente. Su objetivo es el poder y las crisis, de cualquier tipo o monta, son meros distractores que deben ser ignorados porque no contribuyen al plan. Lo que venga en los próximos meses -el huracán, el desempeño económico, los vaivenes de los candidatos y partidos; y lo que ocurra en el resto del mundo- determinará que tan probable es que logre su cometido. Lo que hoy parece seguro podría no materializarse.
  • ·   El potencial para que se conforme una contienda verdaderamente competida es enorme. La campaña de Claudia Sheinbaum va encarrerada, pero le faltan meses para aterrizar. La campaña de Xóchitl Gálvez no acaba de cobrar forma, pero enfrenta el cerco informativo y político que administra el presidente, un contendiente mucho más poderoso que su candidata. A favor de la primera corre la popularidad del presidente; a favor de la retadora viene la realidad que cada día se complica más.

Para Gramsci “la crisis consiste precisamente en que lo viejo se muere y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparece una gran variedad de síntomas morbosos.” En Acapulco los síntomas son evidentes. Igual con la elección del próximo año. Los dados podrán estar cargados, pero la carga de la realidad también pesa.

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REFORMA

05 noviembre 2023

Y luego ¿qué?

Luis Rubio

 

Las competencias electorales son (casi) como un juego de futbol: desatan emociones, apuestas e ilusiones. La ciudadanía se vuelca hacia el proceso y (al menos una parte) participa con ánimo desbordado. Sin embargo, pasado el día de la elección comienza el verdadero desafío: gobernar. Y ninguna de las dos candidatas cuenta hoy con las condiciones para poder ejercer sus funciones de manera efectiva.

El problema no es ellas. Cada una tiene sus virtudes y defectos, fuerzas y debilidades. El problema es la naturaleza de nuestro sistema político que, por un lado, le confiere poderes extraordinarios (de hecho, excesivos) a la presidencia y, por otro, deja en el aire a todo el resto del país: sin mecanismos naturales de interacción entre los tres poderes públicos, sin una estructura de coordinación entre el presidente y los gobernadores y sin instrumentos para lograr la seguridad pública y el funcionamiento del sistema de justicia para la ciudadanía. Es decir, tenemos un sistema de gobierno primitivo que no empata con la realidad del país y del mundo en la actualidad y que no cumple sus responsabilidades más elementales.

Otra forma de decir esto es que el país entró en un proceso de democratización sin haber transformado y afianzado sus instituciones más básicas, como el gobierno, la justicia y la seguridad. La democratización comenzó desde 1968, pero fue adquiriendo forma con la creciente competencia electoral de los ochenta y noventa y, eventualmente, gracias a sendas reformas electorales hasta llegar a la más fundamental de todas, la de 1996. Sin embargo, en contraste con otras naciones -sobre todo en Asia y el sur de Europa- que se fueron transformando en esos mismos años, México aceleró su paso hacia la elección abierta y confiable de sus gobernantes sin contar con un gobierno efectivo, un sistema de justicia consolidado y un régimen de seguridad exitoso. Ahora estamos pagando el costo de esa ceguera.

Vendrá el primero de octubre del próximo año, la inauguración de un nuevo gobierno. Aún si el proceso electoral acaba siendo un modelo de probidad (como lo ha sido desde 1997) y todo mundo acata el resultado, cualquiera que sea éste, llegará una nueva presidenta para encontrarse con circunstancias en buena manera inéditas y no sólo por el hecho de ser mujer.

Primero, el personal con que contará será de muy baja calidad por las reglas que decretó el presidente saliente y que desincentivan el empleo de personal competente y experimentado; segundo, se enterará que las cuentas fiscales están en virtual bancarrota y que sólo abandonando todos los proyectos inviables e insostenibles que impulsó el actual gobierno, incluyendo las aportaciones al barril sin fondo llamado Pemex, tendrá algunos fondos para poder funcionar; tercero, tendrá un congreso dividido, pero decidido a trabajar CON el gobierno pero no PARA la presidenta, una diferencia no meramente semántica; cuarto, un desencanto generalizado por las expectativas destrozadas y la desconfianza hacia la nueva responsable del gobierno; y, quinto, una crisis de seguridad que amenaza con volverse incontenible. En una palabra, de pronto se percatará que el costo del gobierno saliente habrá sido dramático y que habrá dejado al país sin opciones fáciles.

Su gran ventaja, suponiendo que la economía estadounidense sigue en marcha a un ritmo similar al actual, radicará en que las exportaciones sigan generando una cauda de demanda para el funcionamiento general de la economía. Eso le daría un pequeño respiro, pero también marcaría los límites de lo que puede hacer. Lo fácil, porque esa es la manera que imaginan los políticos desvinculados de los dilemas que afectan a quienes están involucrados en el mundo real de la economía, sería proponer una reforma fiscal para evitar que el gobierno tenga que hacer sacrificio alguno al transferirle a la ciudadanía el costo de la improductividad e ineficiencia de juguetes como las dos bocas, el trenecito y el aeropuerto de fantasía. Muy pronto se percatará, o debiera percatarse, que la ecuación es al revés: hay que transformar al gobierno para que prospere el país.

Todo esto bajo una gran presión porque iría a contracorriente. Las promesas del gobierno actual habrán probado ser meras ilusiones y la supuesta fortaleza política, económica e institucional una mera quimera. Si la ganadora es Claudia, su dificultad será mayor porque tendría que romper no sólo con la persona de su predecesor, sino sobre todo con el hechizo que lo mantuvo navegando sin logro alguno. Si la ganadora es Xóchitl, su desafío será aprovechar la patética realidad para liberar fuerzas y recursos contenidos por tanto tiempo en la ciudadanía y en ese enorme talento empresarial que yace detrás de cada aspiracionista (AMLO dixit). Ninguna lo tendría fácil.

Pero nada de eso será suficiente mientras no se construyan y consoliden instituciones que no sean susceptibles de desmantelamiento como llevó a cabo el gobierno actual. Nadie, ni el más dogmático de los morenistas, va a aceptar un cambio si no existe claridad de rumbo y certeza de que las reglas del juego permanecerán vigentes. Y ese es el verdadero dilema del futuro de México: construir el andamiaje de un país que pueda aspirar a un futuro mejor y cuente con los elementos para lograrlo.

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El buen zar

Luis Rubio

El buen zar es un mito. En la historia hay presidentes buenos y presidentes malos, circunstancia inevitable de la naturaleza humana y de la compleja realidad. Lo que es inaceptable es someter a la población a la posibilidad de que su gobernante sea bueno. La esencia de la democracia no radica en la libre elección de sus gobernantes, por más que ese primer escalón sea crucial, sino en la capacidad de limitar el daño que le pueda infringir a la ciudadanía y al país un mal gobernante.

Bueno o malo, el gobernante es siempre propenso a la tiranía. Voltaire habló del tirano benevolente como la solución a la gobernanza de una nación, pero él mismo atajó esa noción: “el mejor gobierno es una tiranía benevolente atemperada por el ocasional asesinato.” Depender de la bondad de un gobernante implica que algunos no lo serán y que, por lo tanto, el bienestar de la nación estará siempre sujeto a vaivenes y altibajos, como los que han caracterizado a México por demasiado tiempo. Mucho mejor desarrollar contrapesos efectivos que permitan, ante todo, acotar el daño que le pueda endilgar un mal gobernante y, segundo, impedir que el mal gobernante intente imponer como sucesor a otro de su misma estirpe.

En su sentido más fundamental, la democracia es trascendente porque protege al ciudadano del abuso del gobernante al construir mecanismos de contrapeso que limitan el daño que un mal gobernante pueda causar. Es en función de esto que, como escribió el filósofo Karl Popper, la pregunta relevante sobre la democracia debe ser: “cómo debe constituirse el Estado de tal suerte que sea posible deshacerse de los malos gobernantes sin derramamiento de sangre, sin violencia.”

El gobierno que está por concluir su mandato se ha vanagloriado de su extraordinaria capacidad para desmantelar uno tras otro de los mecanismos que se fueron constituyendo en las décadas previas para acotar al poder presidencial y cuyo propósito era conferirle certeza a la ciudadanía. Algunos han aplaudido esas medidas porque veían en la existencia de contrapesos una fuente de obstáculos para el ejercicio del poder presidencial. Y, desde luego, cuando los mecanismos forjados como contrapeso se convierten en obstáculos e impedimentos absolutos (un poco como ocurrió con las dos administraciones panistas), fallan en su cometido.

Pero el otro lado de la moneda, que es el más frecuente en nuestra historia y el que ha caracterizado al gobierno actual, es más pernicioso. El extremo de esto ha sido un congreso que se asume como instrumento del presidente en lugar de concebirse como un mecanismo de equilibrio no para impedir, sino para conjuntamente construir los implementos -como las leyes- para el desarrollo del país. Cuando el presidente le ordena al congreso que apruebe una iniciativa (o que “no le cambie ni una coma”) confirma su manera de entender no sólo la gobernanza, sino a la democracia, como un mero escaparate para la retórica, más no para el funcionamiento cotidiano del quehacer gubernamental.

El fenómeno no se limita a la relación ejecutivo-congreso. Lo mismo ocurre en la relación entre el presidente y los gobernadores, llegando al extremo de exigirles que rindan la plaza so pena de someter al gobernante local a procesos criminales. Si está en el fuero del presidente la facultad (de facto o de jure) de iniciar (o detener) procesos penales contra sus enemigos, la democracia y el reino de la ley acaban siendo inexistentes. Así comienzan las dictaduras y las tiranías y por esto es trascendental no debilitar al poder judicial.

El gobierno saliente se ha caracterizado por su contradictoria postura respecto a los poderes públicos. Por un lado, exalta la democracia cuando gana su candidato o se aprueba su iniciativa, pero, por otro lado, ataca a la Suprema Corte por su falta de democracia. En el diseño de separación de poderes que concibió Montesquieu, los tres poderes funcionarían como contrabalanza entre sí: algunos serían electos, otros nombrados. De esta manera, en tanto que el presidente y los miembros del poder legislativo son electos a través del voto ciudadano, los integrantes de la Corte son propuestos por el ejecutivo, pero votados por el legislativo.

No hay sistema de gobierno perfecto, pero, como afirmó Churchill, la democracia es el menos malo. Pero sólo funciona cuando existen las estructuras institucionales para anclarla y una ciudadanía que hace suya la responsabilidad de exigir que el gobierno cumpla y haga cumplir la ley.

No existe manera de garantizar que un gobierno será bueno o que el gobernante será benigno y esa es la razón por la cual es indispensable que existan contrapesos que garanticen que un mal gobernante no haga de las suyas. La presidencia mexicana es tan poderosa (sobre todo para quien la sabe explotar), que el potencial de abuso es inmenso, como hemos podido atestiguar en tiempos recientes. Por eso no existe -por eso es un mito- la noción de un “buen” zar.

Quien gane la presidencia en 2024 se encontrará un panorama aciago: división, conflicto, cuentas fiscales al borde del caos y una población a la espera -la espera eterna- de un mejor gobierno. Si en lugar de pretender ser una buena zarina la nueva gobernante se dedica a construir contrapesos efectivos, México avanzará de manera incontenible.

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  REFORMA
22 octubre 2023

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Un escenario

Luis Rubio

Una mañana, al despertar Gregorio Samsa de un sueño inquietante, descubrió que mientras estaba en la cama se había transformado en un monstruoso insecto. Sin duda un acontecimiento trascendental para Samsa, el personaje de La metamorfosis, pero quizás demasiado extraño e inverosímil para comprender su naturaleza e, incluso, si se trataba de un cambio real. Al igual que Samsa, la ciudadanía mexicana se ha despertado ante un pretendido fait accompli: como si ya todo hubiese sido decidido sin que se requiera explicación alguna de lo sucedido. La elección presidencial de junio de 2024 todavía está muy lejos y falta un sinfín de vericuetos para llegar ahí.

La candidata de Morena avanza como si fuese un ferrocarril: con claridad de dirección y sentido de propósito. La candidata del Frente Amplio intenta construir la plataforma que le confiera presencia y reconocimiento entre un electorado que aún no la conoce. Para completar el panorama, todo el aparato gubernamental, del presidente hasta el último operador, está volcado a afianzar a su candidata y destruir a la de la oposición. A nadie debiera sorprender que los números que arrojan las encuestas reflejen estos factores.

Las contradicciones en el horizonte son ubicuas y las hay en todas partes. Morena es un partido complejo, disímbolo y caracterizado por tribus y grupos que habitan silos distintos y se disputan posiciones y potenciales oportunidades en el gobierno próximo. La habilidad de Claudia Sheinbaum para administrar esas contradicciones es obvia, pero en un partido en el que el único factor de cohesión es el presidente, la capacidad de contender el embate tribal es siempre limitado.

Las contradicciones dentro del Frente son distintas, pero no más complejas que las del otro lado. Ante todo, los partidos que integran esa alianza tienen intereses e incentivos que no necesariamente comulgan con ganar la presidencia: dada la cortedad de miras de los liderazgos partidistas, con lograr suficientes curules en el congreso se satisfacen sus objetivos. Por otro lado, el éxito de la candidatura de Xóchitl Gálvez depende de lograr un equilibrio entre los intereses de los partidos que la arropan y su naturaleza de persona y candidata independiente. Ese balance es difícil de lograr, pero una vez que lo alcance, su candidatura inexorablemente comenzará a volar.

Mientras que Xóchitl tiene que diferenciarse de los partidos que la sustentan y a la vez mantenerlos dentro de su cuadrilátero, Claudia tiene que cuidar su relación con su jefe, a la vez que construye una presencia independiente. Con un personaje tan dominante y celoso de su (supuesto) legado, el desafío no es menor. El punto es que cada una de las candidatas enfrenta contradicciones y retos complejos y no fáciles de resolver.

En estas circunstancias, es factible construir escenarios sobre la forma que podría evolucionar esta contienda de aquí a junio próximo. El sitio de partida es que las encuestas son una fotografía del momento, pero el momento que cuenta, el día del voto, está todavía muy lejano y nadie puede anticipar todos los factores, internos y externos, que pudiesen incidir en el resultado final. Lo que sí es posible es especular sobre el entorno que podría caracterizar al México de junio próximo, una vez pasada la elección, pues eso permite visualizar los elementos que tendrá la ciudadanía en su mira al momento de votar.

Mi punto de partida es uno muy simple: el gran factótum de la política mexicana actual es sin duda el presidente. Nadie en ese entorno tiene una presencia como la suya, un control de la narrativa, una historia como la que le caracteriza y la legitimidad que se ha ganado en el camino. En una palabra, el personaje es irrepetible. Es decir, por más que influya en el proceso, viole las leyes electorales e intente controlar a su candidata, el personaje tiene fecha de caducidad y nadie podría heredar sus atributos.

Gane quien gane la contienda que se avecina, la próxima presidencia será muy distinta a la actual. Carente del control integral de la escena y de la capacidad de descalificar, desacreditar y amenazar a toda la sociedad de manera sistemática, la ganadora enfrentará la inexorable necesidad de procurar la reconciliación de la sociedad mexicana. El contexto, si quiere progresar, obligará a la ganadora a hacer cosas distintas a las que hoy le parecerían obvias, circunstancia mucho más simple para Xóchitl, por su frescura y por ser víctima del desaforado embate presidencial, que para Claudia, que inevitablemente tiene que asumir que la mesa le está puesta.

El voto de junio determinará no sólo quien gobierne al país, sino la composición del congreso, factor que podría constituir el gran cambio en la política mexicana si se logra un equilibrio de poderes que le confiera viabilidad y certidumbre al país luego de estos años de abuso y, paradójicamente, parálisis.

El presidente López Obrador exhibió muchos de los males y mitos de la política mexicana, pero ni siquiera intentó resolverlos. Se conformó con ser poderoso. La pregunta es qué conclusión derivará la ciudadanía de su gestión y, por lo tanto, por quién optará para que lo suceda.

Vienen sin duda meses de altibajos y disputas soterradas, algunas violentas. Pero, al día de hoy, nada está decidido.

 

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 REFORMA

15 octubre 2023

 

El comienzo

Luis Rubio

En el mundo del folklore y de tradiciones añejas, plantea Carlos Lozada, los mitos son relatos que se repiten una y otra vez por su sabiduría y verdades subyacentes. Nadie entiende mejor esta lógica que el presidente López Obrador, quien no sólo es un maestro de la narrativa (y la mitología), sino que entraña otra característica con la que pocos hemos reparado: su éxito no depende de sus acciones concretas o sus resultados, sino del culto a la personalidad. A la fecha, la fórmula ha sido implacable; la pregunta es qué implica eso para el futuro del país.

Hay al menos cuatro factores que son críticos para el desarrollo y que la narrativa presidencial denuesta a diario, pero no por eso dejan de ser clave: la inversión y el crecimiento económico; la seguridad; la relación con Estados Unidos; y las reglas del juego. En cada uno de estos rubros, el presidente ha ido erosionando los andamios, de por sí endebles, que hacían que las cosas funcionaran.

El desarrollo es, evidentemente, el único objetivo posible, eso a pesar del desdén con que el actual gobierno lo contempla. Enfocado exclusivamente en el poder y en su preservación, prefiere a un electorado pobre pero leal a un país desarrollado y rico con una ciudadanía pujante. Venga quien venga, tendrá que enfocarse al desarrollo (y lo que eso implica en términos de educación y salud) no sólo por la obviedad de que es la única posibilidad de futuro, sino porque los problemas sociales se han ido apilando. La fórmula es conocida: crear condiciones para atraer capital, sin lo cual el crecimiento económico es imposible, pero con una estrategia redistributiva que permita elevar los niveles de vida de la población sin afectar el funcionamiento de la economía. Todo lo que se requiere es certidumbre: reglas claras y predecibles. Dadas las condiciones, el nearshoring es una enorme oportunidad (no panacea) que puede crecer de manera incontenible.

La seguridad es un asunto que no sólo no está resuelto, sino que se complica día a día. Digan lo que digan los voceros gubernamentales, es evidente que el crimen organizado controla vastos territorios, donde reinan la extorsión, el secuestro y la violencia. La popularidad nominal puede ser elevada, pero la realidad al nivel del piso es lacerante y no se resuelve con retórica ni con una guardia nacional que no es substituto de una policía (y sistema judicial) local que proteja a la población. El ejército es indispensable, pero sólo para contribuir a pacificar el país, no para hacerlo funcionar. Los abrazos suenan muy bellos, pero la seguridad depende de una vida cotidiana sin miedos ni razones para estos.

Atacar a los estadounidenses e invitar a sus rivales al desfile de independencia es quizá la más reveladora de nuestras podredumbres míticas. Convocar a envolverse en la bandera era rentable hace cincuenta años, pero no en la era en la que es cada vez más rara la familia que no tiene parientes directos allá. Esto además de la trascendencia económica, política y social de las exportaciones y remesas para la estabilidad. Parecería suicida atentar contra estas obvias fuentes de viabilidad.

El gran éxito del TLC original fue que creó un marco legal y regulatorio que le confería certidumbre al inversionista y empresario: reglas generales, claras y que se podían hacer cumplir a través de mecanismos confiables, no politizados. AMLO ha invertido la ecuación: en lugar de reglas generales y conocidas, él pretende resolver cada situación de manera individual, lo que atenta contra la esencia del factor que hace atractiva la inversión: la confiabilidad de las reglas.

La pregunta es cómo enfrentar estos males. La respuesta es, conceptualmente, obvia.  Hace treinta años se procuró un esquema de reglas del juego y mecanismos confiables de resolución de disputas a través de un tratado internacional, lo que en esencia implicaba que México obtenía prestadas las reglas y sistema judicial en materia comercial y de inversión de nuestros socios comerciales. Esa avenida no se ha agotado, pero ha experimentado un grave deterioro. En consecuencia, la única forma de recrear condiciones que hagan predecibles las reglas es con arreglos políticos internos que se puedan hacer cumplir. En una palabra: tenemos que hacer hoy lo que antes no se podía lograr internamente: un marco político-legal que sea confiable.

El gran reto para el próximo gobierno residirá en construir un andamiaje de acuerdos que disminuyan las fuentes de odio y de polarización y que se traduzcan en acuerdos políticos que entrañen una fuente de confiabilidad y certidumbre para los agentes económicos. Suena complejo, pero es la única forma a través de la cual se puede contemplar una salida del hoyo en que nos ha colocado el gobierno actual y cuyo legado será mucho más complejo y caótico de lo aparente.

Al país le urge un entendido “autóctono” que abra espacios de participación y elimine las fuentes de disrupción e inseguridad. Esto implica las fuerzas políticas formales, pero también instancias ciudadanas, empresariales, sindicales. México se ha vuelto demasiado grande y complejo para depender de unos cuantos actores con intereses particulares. El reto es enorme, pero también lo es la oportunidad.

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 REFORMA

08 octubre 2023