Luis Rubio
La mexicana nunca ha sido una sociedad confiada en su gobierno. Al menos desde el proverbial “obedezco pero no cumplo”, generación tras generación ha sido escéptica de sus gobernantes y sólo les ha otorgado su confianza de manera excepcional. Gobierno tras gobierno intentó ganarse esa confianza y, mientras las cosas funcionaron, la credibilidad logró maravillas. Sin embargo, la suma de malos gobiernos, crisis, promesas incumplidas e historias interminables de arrogancia gubernamental acabaron por acendrar una población no sólo escéptica, sino por demás suspicaz. Por no procurar esa credibilidad, el gobierno actual corre el riesgo de acabar como los peores.
Alguna vez Mao dijo que, para gobernar, es necesario un ejército, el poder y la confianza de la población, pero si sólo se tiene una cosa, la clave es la confianza. El gobierno del presidente Peña Nieto nunca intentó cultivar o ganar la confianza de la población y ahora está pagado el precio de ese sino.
Lo palpable de la sociedad mexicana en la actualidad es el desánimo, lo opuesto a confianza. Este desánimo tiene muchas fuentes, pero todas, o casi todas, se derivan de lo que ha hecho, u omitido, el gobierno. Por su acción u omisión, pero sobre todo por desdén, el gobierno ha generado una multiplicidad de víctimas, vinculadas sobre todo a la inseguridad en sus múltiples formas. Otros son víctimas de decisiones en materia de contratos, amenazas, intimidaciones o censura. Todos ven una situación económica crítica que no tiene para cuando mejorar. Iguala dio luz al desánimo que ya pululaba por toda la sociedad.
La historia le ha enseñado a los mexicanos los riesgos de un gobierno aferrado a dogmas con consecuencias económicas para todos. Además, una sociedad envuelta en el desánimo no sólo no coopera con el gobierno sino que lo percibe como amenazante. Esto no es nuevo, quizá excepto para el gobierno, que ignora aprendizajes pasados.
Aunque el contenido de la mayoría de las reformas de los ochenta y noventa fue económico, su verdadera trascendencia radicó en el reconocimiento por parte de la clase política de que el mundo había cambiado. La liberalización económica y sus implicaciones en materia financiera, comercial, fiscal y para las empresas paraestatales no fue algo que la clase política aceptó con facilidad, pero constituyó una aceptación, a regañadientes, de que el país no podría prosperar a menos de que cambiara la lógica de un gobierno autoritario. Hasta ese momento, el país había vivido bajo un férreo control gubernamental en todos los ámbitos: desde el económico hasta la prensa. Con la aceptación de la globalización y la liberalización económica que tuvo lugar a partir de esto el mundo del control pasó a mejor vida. De mandar y controlar, el gobierno pasó a la necesidad de explicar y convencer. Algunos gobernantes lo hicieron mejor que otros, pero todos los que siguieron a los ochenta comprendieron que su realidad, y su función, había cambiado.
No así el gobierno del presidente Peña, que llegó convencido de que todo lo hecho en las décadas pasadas había sido erróneo y que el país debía retornar a sus orígenes. A partir de esa premisa, el gobierno se ha abocado a reconstruir el mundo de antes, así sea de manera contradictoria. Un día se liberaliza la energía, pero al siguiente se le otorga a Pemex control del sector; el gobierno negocia en el marco del TPP (sociedad del Pacífico), pero al siguiente vuelve a meter controles al comercio exterior y subsidios al por mayor a empresas que nunca podrán competir. Lo mismo por el lado político, donde su estrategia ha sido la de introducir mecanismos de control sobre los medios, los empresarios y la sociedad en general.
Ahora que la realidad lo ha alcanzado, el gobierno enfrenta, pero no reconoce, una multiplicidad de agravios y agraviados sin tener idea de cómo responder. Ni siquiera reconoce que debe responder. Felipe González aludió a este fenómeno cuando dijo que: “Me ha interesado siempre más la política que el poder y me preocupa que esté desapareciendo en política el homo sapiens capaz de hacerse cargo del estado de ánimo de los otros”. El ex presidente español comprendía de manera cabal que su función no era la de controlar, sino la de convencer e, incluso, la de hacer suyo el estado de ánimo de la ciudadanía. Como Mao, comprendía que sin confianza, ningún pueblo es gobernable.
El desánimo se ha apoderado de México y los mexicanos y todo parece indicar que los desaciertos del gobierno no hacen sino exacerbarlo. El gobierno puede tener grandes planes y pretensiones, pero la población solo pide certidumbre y claridad de rumbo. Es posible que, en 2012, los banqueros y periodistas de otras latitudes estuvieran dispuestos a creer promesas incumplibles, pero los mexicanos tienen recia experiencia de malos gobiernos. El gobierno actual tiene la oportunidad de ganarse esa confianza y todo lo que requiere es un plan sensato, un equipo comprometido y una disposición a hablarle y escucharle. En lugar de censura, que da vuelo a rumores infinitos, se requiere información veraz. No debería ser mucho pedir y menos con cuatro largos años por delante.
Los romanos fueron despreciados por su estrategia con pueblos conquistados de «crea un desierto y llámalo paz», pero aún ellos comprendían que tenían que ofrecer «pan y circo» para ganar la lealtad de sus súbditos. Los mexicanos requieren certeza y claridad; el gobierno requiere su confianza. Son dos lados de una misma moneda.
@lrubiof