Los agravios y el (des)ánimo

  Luis Rubio

 La mexicana nunca ha sido una sociedad confiada en su gobierno. Al menos desde el proverbial “obedezco pero no cumplo”, generación tras generación ha sido escéptica de sus gobernantes y sólo les ha otorgado su confianza de manera excepcional. Gobierno tras gobierno intentó ganarse esa confianza y, mientras las cosas funcionaron, la credibilidad logró maravillas. Sin embargo, la suma de malos gobiernos, crisis, promesas incumplidas e historias interminables de arrogancia gubernamental acabaron por acendrar una población no sólo escéptica, sino por demás suspicaz. Por no procurar esa credibilidad, el gobierno actual corre el riesgo de acabar como los peores.

Alguna vez Mao dijo que, para gobernar, es necesario un ejército, el poder y la confianza de la población, pero si sólo se tiene una cosa, la clave es la confianza. El gobierno del presidente Peña Nieto nunca intentó cultivar o ganar la confianza de la población y ahora está pagado el precio de ese sino.

Lo palpable de la sociedad mexicana en la actualidad es el desánimo, lo opuesto a confianza. Este desánimo tiene muchas fuentes, pero todas, o casi todas, se derivan de lo que ha hecho, u omitido, el gobierno. Por su acción u omisión, pero sobre todo por desdén, el gobierno ha generado una multiplicidad de víctimas, vinculadas sobre todo a la inseguridad en sus múltiples formas. Otros son víctimas de decisiones en materia de contratos, amenazas, intimidaciones o censura. Todos ven una situación económica crítica que no tiene para cuando mejorar. Iguala dio luz al desánimo que ya pululaba por toda la sociedad.

La historia le ha enseñado a los mexicanos los riesgos de un gobierno aferrado a dogmas con consecuencias económicas para todos. Además, una sociedad envuelta en el desánimo no sólo no coopera con el gobierno sino que lo percibe como amenazante. Esto no es nuevo, quizá excepto para el gobierno, que ignora aprendizajes pasados.

Aunque el contenido de la mayoría de las reformas de los ochenta y noventa fue económico, su verdadera trascendencia radicó en el reconocimiento por parte de la clase política de que el mundo había cambiado. La liberalización económica y sus implicaciones en materia financiera, comercial, fiscal y para las empresas paraestatales no fue algo que la clase política aceptó con facilidad, pero constituyó una aceptación, a regañadientes, de que el país no podría prosperar a menos de que cambiara la lógica de un gobierno autoritario. Hasta ese momento, el país había vivido bajo un férreo control gubernamental en todos los ámbitos: desde el económico hasta la prensa. Con la aceptación de la globalización y la liberalización económica que tuvo lugar a partir de esto el mundo del control pasó a mejor vida. De mandar y controlar, el gobierno pasó a la necesidad de explicar y convencer. Algunos gobernantes lo hicieron mejor que otros, pero todos los que siguieron a los ochenta comprendieron que su realidad, y su función, había cambiado.

No así el gobierno del presidente Peña, que llegó convencido de que todo lo hecho en las décadas pasadas había sido erróneo y que el país debía retornar a sus orígenes. A partir de esa premisa, el gobierno se ha abocado a reconstruir el mundo de antes, así sea de manera contradictoria. Un día se liberaliza la energía, pero al siguiente se le otorga a Pemex control del sector; el gobierno negocia en el marco del TPP (sociedad del Pacífico), pero al siguiente vuelve a meter controles al comercio exterior y subsidios al por mayor a empresas que nunca podrán competir. Lo mismo por el lado político, donde su estrategia ha sido la de introducir mecanismos de control sobre los medios, los empresarios y la sociedad en general.

Ahora que la realidad lo ha alcanzado, el gobierno enfrenta, pero no reconoce, una multiplicidad de agravios y agraviados sin tener idea de cómo responder. Ni siquiera reconoce que debe responder. Felipe González aludió a este fenómeno cuando dijo que: “Me ha interesado siempre más la política que el poder y me preocupa que esté desapareciendo en política el homo sapiens capaz de hacerse cargo del estado de ánimo de los otros”. El ex presidente español comprendía de manera cabal que su función no era la de controlar, sino la de convencer e, incluso, la de hacer suyo el estado de ánimo de la ciudadanía. Como Mao, comprendía que sin confianza, ningún pueblo es gobernable.

El desánimo se ha apoderado de México y los mexicanos y todo parece indicar que los desaciertos del gobierno no hacen sino exacerbarlo. El gobierno puede tener grandes planes y pretensiones, pero la población solo pide certidumbre y claridad de rumbo. Es posible que, en 2012, los banqueros y periodistas de otras latitudes estuvieran dispuestos a creer promesas incumplibles, pero los mexicanos tienen recia experiencia de malos gobiernos. El gobierno actual tiene la oportunidad de ganarse esa confianza y todo lo que requiere es un plan sensato, un equipo comprometido y una disposición a hablarle y escucharle. En lugar de censura, que da vuelo a rumores infinitos, se requiere información veraz. No debería ser mucho pedir y menos con cuatro largos años por delante.

Los romanos fueron despreciados por su estrategia con pueblos conquistados de «crea un desierto y llámalo paz», pero aún ellos comprendían que tenían que ofrecer «pan y circo» para ganar la lealtad de sus súbditos. Los mexicanos requieren certeza y claridad; el gobierno requiere su confianza. Son dos lados de una misma moneda.

 

@lrubiof

 

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Aspiraciones y realidades

FORBES – Diciembre, 2014

 GEORGE ORWELL HUBIERA COMPRENDIDO las contradictorias actitudes de los mexicanos. En su libro 1984 acuñó el término “doublethink”, la habilidad de creer cosas contradictorias. Sin duda, en contraste con los países desarrollados, que tienden a ser coherentes en la provisión de servicios, los mexicanos estamos acostumbrados a contradicciones permanentes. En el discurso, México tiene una educación del primer mundo, pero los resultados de pruebas como pisa muestran que estamos en el quinto; el país es democrático, pero no existen contrapesos que impidan que se tomen medidas antidemocráticas; la vida es dura, pero la satisfacción muy grande.

 

La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) publica el “índice para una vida mejor”, un estudio comparativo de indicadores de bienestar. En lo que toca a México para 2013, lo sorprendente es el mal desempeño del país en todos los indicadores objetivos, en contraste con lo extraordinario de algunas percepciones. En materia educativa, México es por mucho el país que peor desempeño muestra: la calificación es de 1.2 sobre diez en la prueba PISA.

 

Sin embargo, los mexicanos están más satisfechos con su vida que el promedio de los países que integran a esta organización: 85% dice tener más experiencias positivas en un día normal (paz, gozo, satisfacción por logros), que negativas (dolor, preocupación, tristeza, aburrimiento). La media de la OCDE es 80% y hay muchos países muy por debajo.

 

Los números cuentan una historia contrastante y, a la vez, reveladora: en México la gente trabaja un promedio de 2,226 horas al año, más que la mayoría de los habitantes de países de la ocde (con un promedio de 1,765 horas), pero su ingreso es mucho menor. Es decir, la productividad del trabajo en México es muy inferior y no se compensa con un número mayor de horas trabajadas.

 

Parte de esto se explica por menores niveles educativos (en México 36% de los adultos entre 25 y 64 años ha obtenido un certificado de educación media, cifra muy inferior a la de promedio de 75%). Otros factores que inciden en esto tienen que ver con la calidad de la educación, así como en diversas ausencias, sobre todo relacionadas con la disponibilidad y calidad de la infraestructura.

 

Quizá el dato más revelador, pero tal vez sólo sorprendente para el gobierno, es que en materia de seguridad la calificación es de 0.4 sobre diez. Cero. A pesar de ello, 85% de la gente está satisfecha con su vida. Esto último sólo puede tener una de dos explicaciones: o bien los encuestados no tienen un punto de referencia mejor o hay una resignación y aceptación acrítica de la realidad. O ambas.

 

¿Cómo, en este contexto, imaginar la construcción de un país desarrollado? ¿Cómo crear condiciones para que se establezcan en el país empresas pujantes y competitivas o, mucho mejor, que los mexicanos comiencen a crearlas?

 

La era de la información ha cambiado la naturaleza de la economía del mundo y de cada país en particular. Antes, lo que agregaba valor era la actividad física de los obreros en un proceso manufacturero. Hoy en día, esa agregación de valor se da cada vez más como resultado de la tecnología y el know how, que como producto del contacto directo con las máquinas o líneas de producción. No es que desaparezcan las máquinas, sino que éstas dependen crecientemente de computadoras y software, cuyos operadores deben saber manejar.

 

Es decir, lo que mayor riqueza genera tiene que ver con la capacidad creativa de las personas y su aptitud para administrar procesos complejos, y eso es producto sobre todo de la educación. No es casualidad que las mayores fuentes de crecimiento económico en el mundo en la actualidad se remiten al uso inteligente de la tecnología, frecuentemente aplicada a procesos manufactureros tradicionales.

 

La contradicción que vive el mexicano de manera permanente no contribuye a crear un ambiente que fuerce la transformación. En la medida en que la población está satisfecha con su vida, disminuye la presión sobre los gobernantes para que actúen de manera decisiva.

 

Lo paradójico es que la población tiene expectativas desmedidas en materia de satisfactores cotidianos, sobre todo de consumo pero, salvo momentos críticos, no demanda satisfactores esenciales, como la seguridad o la educación. Lamentablemente, de eso depende su éxito en la vida.

 

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

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Trabajo vs. tecnología

Luis Rubio

 

La discusión sobre los salarios mínimos es cada vez menos realista y más electorera. Y más riesgosa. Desde luego, nuestros políticos tienen todo el derecho de proponer ideas y plantear posturas, pero eso no le confiere razón a sus propuestas que, aunque atractivas, son altamente irresponsables.

En una de sus muchas frases geniales, esas que capturan toda una visión del mundo, David Konzevik afirma que «hoy, como ayer, hay pobres en ingresos… La gran diferencia es que los pobres de hoy son ricos en información y millonarios en expectativas». Lo que los promotores del incremento en salarios mínimos están haciendo es atizar esas expectativas. Lo que no reconocen es que vivimos en un mundo global donde el salario no es más que un precio relativo que, en su condición actual, mantiene la estabilidad política. Subir el salario sin resolver los problemas estructurales que yacen detrás no es otra cosa que fomentar el desempleo, justo en el momento más delicado de la economía mexicana en dos décadas.

Comencemos por tres verdades indisputables: primero, México está inserto en el mundo global y una buena parte del ingreso de los mexicanos se deriva de las exportaciones; como evidenció la crisis de 2009, cuando se cae la demanda del exterior, todo el país sufre. Es claro que todos nos beneficiaríamos de un mercado interno más pujante, pero igual de obvio es que esto no es tan sencillo de lograr. El verdadero déficit del país yace en las estructuras anquilosadas que nos anclan en el pasado en lugar de coadyuvar a dar un salto hacia adelante, justo lo que los exportadores y similares han logrado.

En segundo lugar, el precio de la tecnología experimenta una caída vertiginosa en todo el mundo. Por definición, el empresario siempre optimizará el uso de sus recursos: utilizará la combinación de insumos que minimice sus costos. Así, mientras que en EUA (con salarios altos) una sola persona será encargada de un estacionamiento y utilizará mucha tecnología (plumas, cajas automáticas, etc.), en México estacionaremos autos en un terreno baldío, con una legión de obreros baratos. Eso es lo que produce el precio relativo de la mano de obra y el capital. Alterar la ecuación aumentando el salario podría llevar a la desaparición de empresas pobres o, para la minoría que tenga capacidad financiera, a una transformación tecnológica que implique la evaporación de innumerables empleos. No es un asunto trivial.

La tercera realidad es que el país compite con el resto del mundo. Independientemente de la nacionalidad de una empresa o empresario, lo que cuenta para realizar una inversión son las ventajas y oportunidades (o lo opuesto). Entre éstas es obvio que factores como el mercado (y acceso a otros) y los costos de instalación y operación son todos elementos clave para su decisión.

Si en estas condiciones se eleva el salario mínimo por decisión política, las consecuencias serían anticipables. Aunque el salario mínimo pueda ser bajo, éste no es un asunto de justicia; de elevarse el salario mínimo va a producir inevitablemente una caída en la demanda de esos empleados que no cuentan con los conocimientos o capacidades que los distinguen de otros (en el mundo) para ser reemplazados por el insumo que se ha hecho relativamente más barato, es decir, la tecnología. Este no es un fenómeno teórico: es lo que ha estado afectando de manera seria, en ocasiones devastadora, los niveles de ocupación mundial. La primera línea de contención, la primera que perdería el empleo, sería precisamente la de los obreros que hacen tareas repetitivas, la vasta mayoría.

Desconocer el impacto en el empleo implicaría suponer que no hay flexibilidad en el mercado laboral: o sea, que la demanda de trabajadores es igual independientemente del salario. Sin embargo, el esquema actual en México de salarios nominales y reales bajos empata con una baja productividad y su rendimiento tiende a decrecer. La única forma de romper con este círculo vicioso es elevar la productividad de manera sistemática. El gobierno federal ha hablado de esto pero no ha producido mucho de manera concreta. Sería muy riesgoso elevar los salarios mínimos sin haber resuelto las causas de la baja productividad.

Es evidente que existen enormes diferencias de productividad en la economía mexicana. Cada empresa y sector tendrá distintas posibilidades de elevar los salarios, lo que invita no a elevar el salario mínimo sino a liberalizarlo: de liberarse el control al salario mínimo, algunas empresas podrían elevarlo de inmediato; si se obliga a todas a hacerlo, el resultado sería desempleo. Por otro lado, la única solución definitiva al problema residiría en crear mecanismos y condiciones para que se transforme la planta productiva, adquiera tecnologías modernas y disminuya sus costos. Claro está, una estrategia así sólo podrá ser exitosa de elevarse rápida y radicalmente el capital de las personas, es decir, su educación y capacidad de competir. Sin eso, la disyuntiva es mayor empleo con salarios bajos o salarios altos con menor empleo.

Hay un sinnúmero de mecanismos que el gobierno puede activar para que las empresas tengan mayor información y se preparen mejor para competir en este mundo. En las condiciones económicas, sociales y de inseguridad actuales, elevar el salario de manera artificial implicaría no sólo un aumento en la desocupación sino crear incentivos adicionales para el mercado de empleo ilegal y criminal que todo mundo sabe que está  a la vuelta de la esquina.

 

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Cumplir la ley

Luis Rubio

“Cuando visito un país, escribió Montesquieu, me preocupa menos conocer cuáles son sus leyes que saber si se aplican”. El Estado de derecho es un fenómeno complejo que no permite definiciones fáciles. Algunos presidentes afirman que respetan el Estado de derecho porque cumplen la ley, jamás reparando en que el problema es que hace un mes cambiaron la ley a su antojo. En un famoso caso de la Suprema Corte de EUA sobre pornografía, el juez Potter Stewart afirmó que “se lo que es cuando la veo”. Algo similar se podría decir del Estado de derecho: cuando la ciudadanía vive tranquila porque sabe que nadie puede abusar gratuitamente de ella, existe el Estado de derecho.

El Estado de derecho tiene dos caras. Por una parte la capacidad de la autoridad para manipular la ley a su antojo, lo que viola la esencia del principio elemental de legalidad, que consiste en que las leyes deben ser públicas, conocidas por todos y aplicadas de manera justa. Cuando un gobernante enfrenta limitaciones efectivas a su marco de acción, el país vive en un Estado de derecho.

Pero hay otra dimensión que no es pequeña y esa es la del cumplimiento de la ley por parte de los ciudadanos: qué hace que un ciudadano cumpla la ley. Este también es un asunto clave, quizá implícito, en lo relativo a seguridad, policías y legalidad.

Según el estudio de Tom R. Tyler*, la gente cumple la ley cuando la considera legítima y no porque tema un castigo. La conclusión de Tyler, que realizó un extenso análisis fundamentado en encuestas, estadísticas y entrevistas, es que es mucho más importante, y rentable, para un sistema legal que la población lo respete a que se sienta amenazada por la probabilidad de ser castigada. Su aseveración principal es que a la gente le importa mucho más la legitimidad de la autoridad que los instrumentos con que trata de hacer cumplir la ley, argumento que contrasta dramáticamente con mucho de lo que se utiliza en el país en el combate a la criminalidad o a la evasión fiscal, por citar dos casos obvios. De ser válida la conclusión de Tyler, la interrogante crucial es cómo lograr esa legitimidad.

Desde la perspectiva de la autoridad responsable de que se cumpla la ley –y aquí Tyler supone una condición de estabilidad que no es típica de México- lo crucial es menos la vigilancia por parte de policías u otros cuerpos estatales que el comportamiento de las personas en su vida cotidiana. Una cosa es lo que dice la letra de la ley o reglamento y otra es el comportamiento de los individuos. El objetivo teórico es que no exista diferencia alguna entre ambos principios: norma y comportamiento. La pregunta es cómo se logra eso o qué es lo que lo hace posible.

Según Tyler, mucho de la legitimidad que inspira y genera un sistema legal se deriva de la interacción entre la población y la autoridad, especialmente con aquellos directamente vinculados con el proceso legal-judicial, como son los policías, jueces y ministerios públicos. Su estudio muestra que de esas experiencias la gente generaliza hacia el conjunto del sistema político. Si su conclusión fuera igualmente aplicable a México, las implicaciones serían monumentales: tomando como base a las policías del país como modelo sobre el cual evaluar a todo el resto del gobierno, de ahí al presidente, el resultado sería catastrófico, o sea, como es.

Según el estudio, la interacción con la autoridad le confiere una enorme fuente de información al individuo. Las inferencias que de ahí deriva con frecuencia se tornan permanentes y en eso su percepción respecto a las motivaciones del funcionario es crucial. Si esa persona es percibida como imparcial, dedicada a su trabajo y justa en su actuar, el ciudadano la percibe como autoridad legítima. En caso contrario, si la percibe como interesada, incompetente o injusta, eso le lleva a  calificar al conjunto del sistema político-judicial. Igualmente importante es la percepción de que se hace justicia, especialmente en el caso de juicios, aprehensiones y decisiones en materia de casos criminales.

Desde esta perspectiva -llevando el análisis de Tyler a México-, no es casualidad que la población repruebe decisiones como la de extraditar a Florence Cassez o que se libere de la cárcel a un algún personaje muy visible. Esas situaciones son sintomáticas de las conclusiones a las que el autor llega en su estudio sobre Chicago: si la población no cree que se hace justicia, percibe a los políticos como corruptos y ve a los policías como dedicados a sus propios intereses o incompetentes en el cumplimiento de su responsabilidad, su conclusión respecto a la legitimidad del conjunto del sistema judicial es devastadora y se refleja en esos casos paradigmáticos. No costaría mucho extrapolar de ahí a todo el sistema político.

La implicación central del estudio de Tyler es que existe una correlación entre la percepción de legitimidad que la gente tiene respecto a la autoridad y el cumplimiento de la ley. Si la legitimidad es alta, la gente cumple; si la legitimidad es baja, la gente no se siente obligada por la ley y sólo la cumple cuando percibe que el riesgo de no hacerlo es demasiado elevado. Puesto en otros términos, la legitimidad es crucial para el funcionamiento de una sociedad y constituye un factor estratégico clave para un gobierno que pretende avanzar el cumplimiento de la ley, en cualquiera de sus ámbitos.

Asuntos como la apertura energética y la credibilidad del gobierno van de la mano y la plataforma de la que comienzan no es encomiable…

*Por qué la gente cumple la ley, Princeton.

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Entrevista / Thomas Piketty / La desigualdad a debate

 

FONDO DE CULTURA ECONOMICA – Por: Luis Rubio

Lo han definido como el libro que revivió el debate sobre la desigualdad a nivel mundial. El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty (Francia, 1971), es ya una obra de referencia no sólo para economistas, sino para observadores de la realidad desde las más diversas disciplinas.

Editado en 2013 en Francia, el libro llega al mercado hispano gracias a la traducción del Fondo de Cultura Económica, con un lanzamiento mundial de casi 40 mil ejemplares en una primera edición.

Thomas Piketty, quien presentará su obra en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el próximo jueves, respondió a cinco preguntas formuladas por el politólogo Luis Rubio, editorialista de Reforma, presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo AC (Cidac) y uno de los primeros analistas en traer a México el debate en torno a El capital en el siglo XXI.

Rubio ha definido así esta obra de impacto global: “el libro de Thomas Piketty ha causado sensación por la simple razón de que toca un tema preocupante: la desigualdad. Su argumento central es que el capital crece mucho más rápido que el producto del trabajo, es decir: el dinero se reproduce con celeridad y quienes lo tienen lo multiplican sin cesar. Lo que Piketty no distingue es la creación del capital de la acumulación del mismo. Ahí yace una lección clave para nosotros”.

1 Los que cosechan los beneficios de la acumulación de capital son los mismísimos individuos a quienes se requeriría que apoyaran este sistema del impuesto progresivo a la riqueza. ¿Por qué estarían motivados a hacerlo? ¿No les parecería más fácil (y más eficiente en costos) establecer transferencias monetarias condicionadas a las porciones más vulnerables de la sociedad con el fin de calmar la inestabilidad social y económica? En otras palabras, ¿qué incentivo hay para que los poderosos se graven a sí mismos?

En mi libro analizo la historia de la distribución del ingreso y de la riqueza durante tres siglos y en más de 20 países. Demuestro que esta historia involucra un gran complejo de números y procesos económicos, sociales y políticos contradictorios. En particular, la reducción de la desigualdad que tuvo lugar en los países desarrollados durante la primera mitad del siglo XX se debió en gran parte a violentos choques políticos (guerras, revoluciones, depresión, inflación, etcétera), y al surgimiento de instituciones sociales y fiscales que la élite rechazó antes de estos choques. El conflicto político desempeñó un papel grande en el azar institucional y fiscal en el pasado, y probablemente pasará lo mismo en el futuro.

2 Su punto principal es que, siempre y cuando r > g (la tasa de rendimiento del capital es mayor que la tasa de crecimiento económico), la desigualdad se incrementará. Ese punto es válido. Sin embargo, desde la perspectiva de los países menos desarrollados, la desigualdad del consumo es mucho menos que la de la riqueza. ¿No sería mejor que estos países se enfocaran en la desigualdad del ingreso y el consumo como la fundación de las políticas?

En los países en vías de desarrollo, como en los países desarrollados, necesitamos encontrar un equilibrio entre gravar la riqueza y gravar el ingreso y el consumo. Un problema con un sistema fiscal que dependiera completamente del gravamen al consumo es que la idea misma del consumo no está tan bien definida para los muy ricos, que consumen el poder y la influencia más que los bienes y servicios materiales. Es por eso que un impuesto a la riqueza es la mejor manera de lograr que los muy ricos contribuyan al bien común de una manera apropiada.

3 En los países en vías de desarrollo la problemática de la pobreza es primordial. ¿Hasta qué grado diría que su fórmula (r > g) puede explicar la desigualdad? ¿No sería cierto que las políticas públicas en este tema son al menos igual de importantes? Los programas diseñados para atacar la pobreza como Oportunidades en México y Bolsa Familia en Brasil han hecho una diferencia en este asunto. ¿Qué dice acerca de esto?

Generalmente hablando, la mejor manera de reducir la desigualdad -tanto en los países ricos como en los emergentes- es la difusión de habilidades, educación y servicios sociales. Esto requiere instituciones educativas y sociales muy inclusivas. Sin embargo, para financiar dichas políticas correctamente, se necesitan ingresos fiscales adecuados. Y si los pobres y la clase media sienten que los ricos pagan menos que ellos, no aceptarán financiar semejante Estado social. Así que el desarrollo de gastos públicos inclusivos por un lado, y la justicia tributaria y la progresividad fiscal por otro, tienen que combinarse.

4 Algunas sociedades son relativamente igualitarias (Japón) mientras que otras son más desiguales, pero usan los impuestos para compensar esto (Suecia). México demuestra una alta desigualdad tanto antes como después de impuestos. Éste es un problema institucional. Pensando en México, en el contexto de la gobernanza inefectiva, ¿diría que los impuestos del tipo que recomienda pueden propiciar más igualdad?

México, como otros países en Latinoamérica, y también en el mundo entero, necesita más transparencia financiera, y más transparencia respecto a los diferentes grupos de ingreso y riqueza que se benefician de más crecimiento. La razón por la que México no pudo ser incluido hasta ahora en la World Top Incomes Database (Base de Datos de los Mejores Ingresos Mundiales) es porque no pudimos acceder a las estadísticas sobre el Impuesto Sobre la Renta. Es muy difícil tener un debate democrático sobre la desigualdad y los impuestos sin información adecuada. Publicar tablas detalladas acerca del Impuesto Sobre la Renta con un desglose completo de los niveles de ingresos más altos a nivel local también sería una manera de mejorar la gobernanza y combatir la corrupción. Idealmente se debería hacer lo mismo para la riqueza, que requeriría un sistema tributario efectivo para el impuesto a la propiedad y a la herencia. Note también que las sociedades con impuestos más altos y gastos sociales más inclusivos como Suecia también tienden a tener menos desigualdad ex ante (antes de dichos impuestos y gastos).

5 Volviendo a su punto más amplio, presenta un argumento que es parte Marx y parte Ricardo. Resultó que ninguno de los dos tenía razón a largo plazo. ¿Por qué pensaría que combinar los dos sería mejor?

Mi conclusión general es que no creo en las leyes económicas deterministas. En cierto sentido, tanto Marx (quien previó en los 1860 un ascenso inexorable de la desigualdad bajo el capitalismo) como Kuznets (que concluyó en los años 50 que había una tendencia natural hacia cada vez menos desigualdad) estaban equivocados. Hay fuerzas que van en todas las direcciones. Cuál prevalecerá dependerá de las instituciones y las políticas públicas que escojamos colectivamente. Es por esto que las representaciones colectivas y sociales de la economía, en los debates políticos así como en la literatura, son tan importantes. Los asuntos económicos son demasiado importantes para dejarlos a los economistas.

EL CAPITAL EN EL SIGLO XXI

THOMAS PIKETTY

FCE 2014

Librería Virtual

Fuente: Reforma / México / Distrito Federal

 

http://www.fondodeculturaeconomica.com/Editorial/Prensa/Detalle.aspx?id_desplegado=67460

 

Autoridad y catálisis

 Luis Rubio

En “Los cañones de agosto”, Bárbara Tuchman relata como una serie de sucesos y circunstancias aparentemente no relacionados llevó inexorablemente a la primera guerra mundial y la mayor carnicería humana que el mundo había conocido. ¿Tendrá la masacre de Iguala un efecto similar?

No es una pregunta ociosa. En las últimas semanas el país ha ido avanzado de manera acelerada hacia una gran conflagración política. O peor: eventos aparentemente inconexos se han venido alineando para producir una gran crisis. Lo significativo es que todo esto fue cobrando forma en buena medida gracias a una presencia y una ausencia. La presencia es la de un proyecto político orientado a forzar la renuncia del presidente antes de que concluyera su segundo año, pues eso obligaría a una nueva elección.

La ausencia es la del gobierno, situación extraña dado el enorme control que ostenta y los recursos, de todo tipo, que lo acompañan. Algunas partes del gobierno han seguido funcionando, quizá por inercia (como el férreo control de los medios), pero otras han brillado por su ausencia. Lo más que ha logrado es articular una teoría de la desestabilización, colocándose no como conductor de la vida política nacional sino como la víctima de un complot. Su propuesta de esta semana no altera este patrón.

Sería fácil construir un argumento como el de Tuchman. Primero, en orden cronológico, el movimiento del Politécnico, probablemente organizado por Morena y mal comprendido por Gobernación, desatando fuerzas mucho más grandes de las que sus promotores imaginaron. Segundo, Iguala, corazón de la producción de heroína en el país; el crimen organizado en control de la presidencia municipal y su estrategia para preservarla con la esposa del presidente del momento; Ayotzinapa en manos de una organización rival, enviando a los estudiantes al paredón. Tercero, el asunto de la casa presidencial, que no pudo aparecer en un momento más propicio para elevar sucesos relativamente frecuentes en el país a dimensiones estratosféricas. Quien haya planeado lo del IPN jamás soñó con una conjunción de circunstancias como las que se dieron en las semanas siguientes.

Pero nada de lo anterior hubiera cuajado de haber funcionado el gobierno con normalidad. Fue su ausencia la que produjo el desmedido crecimiento de la bola de nieve. Recuerda un poco la forma en que respondió –o, más bien, no respondió- Porfirio Díaz en su momento. La rebelión que comenzó en 1910 y que llevó a su derrocamiento fue resultado de la incapacidad de Díaz para contener los levantamientos que se fueron dando en distintas partes del país. Aunque el catalizador del descontento fue el fraude electoral, cada levantamiento tuvo su propia circunstancia local (jefes políticos abusivos, hacendados expansivos, compra-ventas amañadas de tierras, corrupción en los gobiernos locales). Es posible que la atrocidad en Iguala haya tenido un efecto similar: se convirtió en un catalizador que permitió que la gente manifestara su descontento, un agravio distinto para cada grupo e individuo involucrado, pero todo ello igualmente incomprendido por el gobierno actual.  Había muchas razones para el descontento, algunas de origen cercano, otras más distante, pero Iguala proveyó un elemento unificador que lo canalizó.

Alexis de Toqueville afirmó que el momento más peligroso para un gobierno autoritario o dictatorial “normalmente ocurre cuando comienza a reformarse”. Aunque las reformas promovidas por el presidente Peña tienen el potencial de afectar innumerables intereses, su impacto a la fecha ha tenido lugar esencialmente en tres frentes: en la modificación de los términos del pacto constitucional de 1917; en materia fiscal; y en el ámbito de la seguridad. Si bien enmendar la constitución ha sido un deporte nacional, nadie se había atrevido a modificar la esencia de los tres artículos sacrosantos: 3, 27 y 123. La reforma energética ataca el corazón de un sector profundamente creyente en el escrito original. El asunto fiscal no es menor tanto porque regresa al país a la era de la dominancia gubernamental como porque sustrajo recursos de la población y de los inversionistas y los mal usó, provocando una magra recuperación. No comprender el hartazgo y sufrimiento que produce el crimen organizado en todas las familias del país fue un error monumental.

En lugar de construir una amplia base de apoyo que sustentara sus proyectos a la vez que privilegiaba a sus favoritos, el gobierno provocó una extraña alianza entre actores clave de la sociedad, quienes se oponen a las reformas y quienes han sufrido de la inseguridad. Las manifestaciones de las semanas pasadas son notables por la diversidad de quienes ahí participaron: desde anarquistas con el rostro cubierto hasta familias con carriolas y sus perros. El gobierno alienó –y unificó en su contra- tanto a su base natural de potencial apoyo como a sus enemigos.

Pasada la fecha fatal del primero de diciembre (con ello eliminando el objetivo inmediato de los revoltosos), el gobierno tiene que comenzar a reconstruir su proyecto. En un mundo ideal, se abocaría a replantear sus objetivos, comenzando por atender lo obvio: la ausencia de instituciones confiables, comenzando por la del reino de la legalidad.

Las semanas pasadas muestran que el enojo acumulado puede convertirse en una gran bola de nieve, similar a la que Díaz no supo contener. El presidente Peña podría revertir la crisis convocando a toda la sociedad a apegarse al Estado de derecho, comenzando por él mismo.

 

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El reto del crecimiento

FORBES

LUIS RUBIO — EN PERSPECTIVA

 

CUALQUIER PERSONA QUE HAYA ASISTIDO al teatro para ver una tragedia shakesperiana sabe que el segundo acto es siempre largo y doloroso, es cuando el héroe del drama frecuentemente sufre un revés. Algo así parece ocurrirle a la economía mexicana.

 

La visión que emerge de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público es que el país está en el umbral de una era de crecimiento sin precedente porque se está reorganizando la estructura de recaudación y se está enfocando el gasto a la promoción del crecimiento. Es decir, vamos a crecer mucho y la recaudación aumentará a raudales, alcanzando un círculo virtuoso que se fortalecerá con modificaciones legales orientadas a lograr un acelerado crecimiento de la productividad.

 

Sustentado en estimaciones por demás optimistas, el gobierno está incurriendo en un creciente déficit fiscal (que se inició desde el sexenio pasado), ignorando tanto la experiencia de las décadas de crisis que vivió el país como el panorama internacional que se deteriora día a día: precios del petróleo a la baja, aumentos en las tasas de interés y una baja en el crecimiento de la economía mundial. Ante este panorama, lo recomendable era prudencia, sobre todo porque una vez arrancado el gasto es muy difícil romper su espiral ascendente: la base de negociación con gobiernos estatales se eleva y los proyectos siempre son más costosos de lo presupuestado. La pregunta es por qué está dispuesto el gobierno a incurrir en riesgos tan grandes, dada una larga historia de crisis.

 

La respuesta es simple y llanamente que ha habido un cambio generacional en el gobierno y buena parte del capital humano técnicos experimentados que había en Hacienda ha sido reemplazado por jóvenes con ambiciosas aspiraciones políticas pero, sobre todo, jóvenes que no vivieron las crisis de los 70,80 y 90. Su disposición a incurrir en riesgos es muy superior a la que existió en las décadas pasadas.

 

Una segunda respuesta, no contradictoria con la anterior, es mucho más interesante porque ilustra los contrastes que caracterizan al país. El excepcional analista y observador Oliver Azuara realizó un ejercicio que permite entender mucho de la situación económica que vive el país, así como los riesgos en los que se está incurriendo. Si no fuera porque se trata de la realidad que vive una población ansiosa por salir adelante, la situación se asemejaría a un drama escrito por Shakespeare.

 

Azuara analizó las tendencias de las finanzas públicas en el Estado de México durante los últimos 20 años: “Algo interesante que sugieren los datos es lo que sucedió cuando el hoy presidente Peña fue gobernador. En ese periodo hubo un tremendo aumento en el rubro de ingresos propios, sin un aumento sustantivo de la deuda. Es decir, pusieron cierto orden en las finanzas públicas y cobraron impuestos, lo que les dio margen financiero para hacer obras y construir su candidatura”.

 

El gasto, sobre todo en obra pública, fue el sello del gobierno estatal pero, como observa Azuara, no implicó una elevación de la deuda del estado, lo que creó un círculo virtuoso. Parecía lógico que el mismo equipo extrapolara para adoptar esa estrategia en el gobierno federal.

 

Sin embargo, a nivel federal las cosas no les están saliendo con esa fórmula. La capacidad de recaudación sin incluir el iva estaba en un límite y la reforma fiscal, si bien aumentó la recaudación, ha deprimido las decisiones de inversión. Es decir, la hacienda federal en nada se parece a la de los estados: años de reformas fiscales y cancelación de reductos de evasión a nivel federal han dejado mucho menor margen para elevar la recaudación de lo que podría ser posible a nivel estatal.

 

El resultado está a la vista: crece el gasto pero no se eleva el crecimiento, lo cual implica que se acumula una deuda creciente sin beneficio en materia de bienestar económico. Asignaron los recursos antes de recaudarlos y ahora las cuentas ya no les salen, por lo que hay que endeudarse, cosa que no hicieron en el Estado de México. La cantidad de recursos para cubrir los nuevos gastos será creciente y eso es muy preocupante.

 

Las dos explicaciones parecen plausibles: hay una menor comprensión del riesgo en que el se incurre y una experiencia previa que no es traducible a la realidad actual. El resultado es una economía paralizada, en un entorno cada vez más complejo y negativo tanto por lo que toca al resto del mundo, como por los desequilibrios internos en que se estaría incidiendo.

 

 

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

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La tormenta perfecta

Luis Rubio

 

Una “tormenta perfecta” es una expresión que describe un acontecimiento en el que una rara confluencia de circunstancias agrava dramáticamente la situación. Así parece ser el México de estos días. La total ausencia de respuesta gubernamental a los sucesos de Iguala destapó la cloaca, dando oportunidad para que vieran la luz todos los resentimientos, miedos, enojos y oportunistas. Como la proverbial caja de Pandora.

Hay muchas hipótesis sobre qué fue lo que llevó al momento actual y el pasmo del gobierno, pero ninguna explica la reacción de la población. Hay dos maneras de interpretar el momento actual.

La primera recuerda las primeras líneas de Zapata, donde Womack decía que la suya era una historia de campesinos que no querían cambiar y por eso acabaron en una revolución. Claramente, hay muchos mexicanos que se rehúsan a cambiar, que quieren preservar sus formas de vida, algunas ancestrales y otras no tanto. Algunos de estos propugnan por una revolución. También hay una profunda sed de justicia en todos los planos y es irónico que hayan sido los pobres los que pusieron en jaque al gobierno.

Al mismo tiempo, el súbito crecimiento de la violencia urbana es un indicio tanto de la capacidad de manipulación y oportunismo de algunos políticos, pero también del profundo descontento que se anida en el país. Las quemas de palacios municipales, bloqueos de carreteras y el ataque a Palacio Nacional sugieren una aguda estrategia política. Claramente no se trata de sucesos espontáneos.

Otra posible interpretación, no excluyente de la primera, es que ha habido una brutal reacción por parte de la sociedad mexicana al viraje ilusorio hacia el pasado que emprendió la actual administración. Ahí está no sólo la población que se rehúsa a cambiar sino sobre todo aquella que aspira exactamente a lo opuesto: construir una plataforma sólida de desarrollo, avanzar hacia un mejor futuro y llevar a cabo la transformación que tantas administraciones a lo largo de las décadas han prometido pero nunca cumplido. Mientras que algunos prefieren preservar el pasado (o recrear el suyo propio), los otros añoran un mejor futuro.

Lo peculiar del momento es que ambos grupos están enojados, si bien por distintas razones. Con su actuar, el gobierno profirió el disparador de la actual crisis; con su inacción la ha hecho explosiva. La tormenta perfecta se produjo porque el gobierno logró conjuntar en su contra a la totalidad de la sociedad mexicana: grupos e intereses opuestos y disímbolos cuyo único punto de confluencia, al menos hasta ahora, es su rechazo a las formas, excesos y abusos del gobierno.

Evidentemente, no hay un factor único que provocó la crisis. Para unos fueron los impuestos; para otros la censura en los medios de comunicación; para todos la obvia indisposición del gobierno a atender el problema de la seguridad, sobre todo el secuestro y la extorsión. En su afán por controlarlo todo, el gobierno alimentó expectativas desmedidas que no han sido (ni podían) ser satisfechas. La combinación de enojo, resentimiento y sensación de haber sido engañados ha generado reacciones drásticas, unas muy visibles pero las otras no menos trascendentes, que no pueden conducir a nada bueno. El punto es que se ha dado una confluencia de circunstancias que amenaza no sólo con afectar al gobierno, sino que entraña las semillas de un proceso de acelerado deterioro.

Frente a todo esto, el gobierno se percibe perdido, ignorante e incapaz de responder. Si algo es crucial en momentos álgidos como éste es la presencia de un gobierno a cargo que evite el agravamiento de la crisis. Pero no ha sido así: en su forma de conducirse en estos dos años, el gobierno ha sido distante y arrogante, actitud que recuerda un poco la forma en que los estadounidenses fueron a Irak a salvar a ese país. Ahora que ha hecho crisis, es tiempo de actuar.

La forma en que reaccione el gobierno tendrá implicaciones fundamentales. En concepto, el gobierno puede responder de dos maneras: una, reconociendo que tiene un problema y preguntándose «¿cómo lo resuelvo?». La alternativa consistiría en responder con un “¿quién me hizo esto?”. La primera vertiente podría llevar a enfrentar exitosamente el reto, con suerte logrando los objetivos que el gobierno se planteó, así sea por un camino distinto. La segunda buscaría culpables y llevaría a identificar chivos expiatorios, agravando y profundizando la crisis y arriesgando su propia viabilidad. Los mexicanos hemos visto esa película muchas veces y lo observado hasta hoy no es alentador.

El momento es por demás delicado y tiende a agravarse por dos razones: primero porque el gobierno está desaparecido. Ni siquiera hay un intento de conducción. La otra razón es que incluso en aquellas instancias en que ha respondido, su respuesta ha sido evasiva. Ningún gobierno que se respete puede tolerar que quemen el palacio de gobierno; sin embargo, el actual no sólo no reaccionó frente al intento de quemazón del portón del Palacio Nacional sino que los pocos individuos que fueron detenidos salieron en libertad unas horas después. Está bien que haya sensibilidad por el potencial abuso policiaco, pero la distancia entre la evasión de responsabilidad y la anarquía no es grande.

Dice un dicho que cuando uno está en un hoyo lo primero que debe hacer es dejar de cavar. Lo importante hoy no es quién hizo qué sino cómo salimos del hoyo en que estamos. El país y el gobierno enfrentan problemas fundamentales y esos son los que deben ser atendidos.

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¿Qué pasó?

 Luis Rubio

¿Qué pasó en las últimas semanas que cambiaron todo el panorama? De un gobierno percibido como excepcionalmente diestro pasamos a uno que se comporta como si estuviera sitiado. ¿Será posible que un incidente, por horroroso que haya sido, transforme tantas cosas en tan poco tiempo? Parece claro que los hechos ocurridos en Iguala no fueron la fuente de la nueva realidad, sino su disparador. La pregunta es ¿por qué?

En su primer año, el gobierno mostró excepcionales habilidades para avanzar su agenda legislativa. Hoy nadie puede albergar la menor duda de su capacidad de interacción y negociación en el contexto partidista y legislativo. Donde ha fallado es en el plano de la función cotidiana de gobernar. La paradoja, y quizá esto explique buena parte de lo que cambió de súbito, es que la promesa del gobierno priista era que sabía gobernar.

Las primeras señales de problemas se manifestaron en el raquitismo económico a lo largo de 2013. Las dificultades se fueron acumulando en la medida en que las licitaciones para obra pública se declaraban desiertas, beneficiando a unos grupos más que a otros. Siguió el total desdén por las consecuencias de decisiones arbitrarias como la del cambio de las tarjetas para el pago de carreteras. Luego vino la anulación de reformas  como la educativa: no hubo contingente de trabajadores de la educación que no lograra el compromiso gubernamental de suspender la aplicación de la ley en su estado. El hilo finalmente se rompió en el asunto que más lacera a la población y en el que el gobierno había hecho la promesa más generosa: el de la seguridad.

El gobierno partió del principio de que el tiempo le beneficiaba y que su sola presencia resolvía los problemas del país. Su visión en la economía es que el gasto marca la dirección y fuerza al sector privado a responder; en la operación cotidiana del gobierno lo importante son los resultados y no la forma o medios para alcanzarlos; en la seguridad, un gobierno con presencia crea un equilibrio entre la autoridad y el crimen organizado, restableciendo con ello la paz y terminando la violencia. O sea, las recetas de los cincuenta y sesenta.

El problema es que las circunstancias de entonces nada tienen que ver con las actuales. En los sesenta la economía estaba cerrada y protegida, el gobierno controlaba la información y existía un contubernio explícito entre las élites: los empresarios no tenían que competir ni satisfacer al consumidor, los sindicalistas se enriquecían, los políticos robaban y los criminales estaban regulados. Un mundo feliz. No todo era perfecto pero la impunidad protegía a los beneficiarios del sistema.

El cambio se dio cuando se liberaliza la economía sin modernizar al sistema de gobierno. En una economía abierta ya no es posible pretender venderle basura a precios altos al consumidor ni firmar contratos laborales leoninos. Con el cambio tecnológico nadie controla la información y cada trapacería o abuso, de cualquier tipo, es susceptible de aparecer publicada en la multiplicidad de medios y redes que hoy existen. La corrupción se nota.

Todavía más importante, en esta era el gobierno ya no manda. El gobernante de antaño tenía control de todos los procesos; el de hoy tiene que explicar y convencer. La población tiene acceso a la misma información que el gobierno y los actores clave tienen infinidad de opciones y comparan unas con otras. Ese mundo juega bajo reglas globales que no admiten la opacidad, amenazas, corrupción y complicidades que son típicos de la política mexicana a nivel local. Ese México violento y corrupto, acostumbrado a gobernantes distantes que viven en la impunidad fue desnudado en Iguala: siglo XX vs siglo XXI. El gobierno sólo será exitoso en la medida en que cree condiciones que hagan atractivo invertir en el país, igual para el changarro de la esquina que para la petrolera más grande del mundo.

El gran problema es que el gobierno mexicano no se ha modernizado: sigue siendo el mismo de hace cincuenta años; no es eficaz, no es institucional y no resuelve problemas, comenzando por el más elemental, la seguridad. Esto no es culpa del gobierno actual pero es un hecho ineludible. El gobierno tiene que ser eficaz: convencer y funcionar. El nuestro no convence ni funciona.

El gran éxito inicial del gobierno residió en que cambió los términos del debate sobre México fuera del país. Sus reformas, sobre todo la de comunicaciones y energética, atrajeron la atención mundial porque abrían un nuevo capítulo de oportunidades. La tragedia de Iguala demostró que nada había cambiado, que se trataba, a final de cuentas, de un montaje estilo Potemkin. La violencia no ahuyenta a inversionistas acostumbrados a trabajar en Siberia, Angola o Nigeria; lo que la espanta es la ausencia de un gobierno capaz de hacer cumplir los contratos. La reforma energética es coja en esto, pero lo que Iguala ilustró, a todo color, es que el gobierno ni siquiera tiene la capacidad para hacer cumplir sus propias reglas.

Suponer que la inseguridad va a desaparecer sin policías, ministerios públicos y un poder judicial, todos ellos competentes (o sea, un gobierno eficaz), equivale a desafiar la gravedad. La falta de congruencia entre la propuesta y los hechos resultó funesta, sobre todo por las enormes expectativas que se habían generado. No es casualidad que las peores críticas vengan de los mayores panegiristas de antes.

México tiene un enorme potencial, pero requiere que el gobierno cree las condiciones que lo hagan posible.

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Los padres

 Luis Rubio

“Perder a un padre, escribió Oscar Wilde, puede ser considerado como una desgracia, pero perder a ambos comienza a parecer descuido”. Descuido o no, una de las leyes de la vida es que ese momento nos llega a todos tarde o temprano. La pérdida de un padre, o de un padre intelectual, constituye uno de los grandes momentos, y más difíciles, de la vida de todo ser humano. Algunos de los deudos, de los nuevos huérfanos, escriben profundas reflexiones sobre el significado de la vida, de la pérdida, de la trascendencia, de las lecciones. La mayoría de quienes toman el camino de publicar sus meditaciones lo hacen simplemente para entender.

Philip Roth escribió Patrimonio sobre la muerte de su padre y el acercamiento que el proceso final significó para ambos. En un apasionante relato, Roth deja fluir sus emociones: amor, temor, pasión, ansiedad. Al contar la historia de su padre y su vida y contexto, Roth cavila entre lo conocido y lo desconocido, lo cierto y lo incierto, la experiencia suya y la que conoció de su padre. No sé si Roth inauguró un género, pero seguro le ha permitido a millones de lectores lidiar con el desconsuelo que significa la pérdida de un padre, desde los detalles pequeños hasta las grandes lecciones.

Como religioso frecuentemente obligado a consolar el dolor de su grey, el rabino Marcelo Rittner escribió Aprendiendo a decir adiós, un libro dedicado al duelo por la pérdida de un ser querido, no necesariamente un padre o madre, y su enfoque es el del espíritu: ¿cómo enfrentar la muerte?, ¿cómo vencer el sentimiento de pérdida para convertirlo en un camino de liberación? ¿Por qué yo? Quizá su frase más profunda y a la vez más dura, pero trascendente, es que “se pierde una vida pero no una relación”. La relación padre o madre e hijo o hija no desaparece por el hecho de haber concluido la vida, aunque pase a una nueva etapa.

Héctor Aguilar Camín acaba de publicar su propio adiós. En Adiós a los padres, Aguilar Camín retoma lo mejor de la tradición de Roth pero va un paso adelante, convirtiendo su propia historia en una biografía de sus padres y en un intento por explicarse por qué su vida fue como fue y no de otra forma. ¿Cómo entender a un padre ausente? ¿Cómo conciliar las emociones derivadas de esa ausencia con su vuelta al final de sus días? ¿Cómo lidiar con la complejidad de las relaciones que dejó la ausencia y sus consecuentes vacíos? Con profunda madurez y entereza emocional, penetra el escabroso mundo de la vida de su padre, intentando reconstruir su vida y personalidad, todo ello para explicarse a sí mismo y lo que eso implicó, y marcó, en su vida. Al final, Héctor se hace cargo de su padre no porque aquél le deba algo sino porque es su padre y eso sin mermar en lo más mínimo la relación con su madre, que fue quien se encargó, contra viento y marea, de los hijos.

En un tenor un tanto distinto, Joseph Hodara escribió la biografía Victor L. Urquidi: trayectoria intelectual. Aunque no me atrevería a decir que se trata del padre intelectual del autor, la biografía, aunque crítica, es un claro intento por establecer un legado, darle crédito y reconocimiento a quien tuvo un enorme impacto no sólo intelectual sino práctico en la vida pública nacional pero cuyo recuerdo corre el riesgo de perderse en la bruma del tiempo, pero sobre todo de las bajas pasiones y altas rencillas del mundo académico. Hodara hace más que contar la vida de Urquidi: lo coloca en el lugar que merece quien fue padre intelectual de innumerables personajes de la vida política nacional pero cuya personalidad lo dejó arrumbado en los archivos del Colegio de México. El libro se lee como un “misión cumplida”.

Kierkegaard escribió que “La vida sólo puede ser entendida hacia atrás, pero debemos vivirla hacia adelante”. Ese es el desafío que entraña la pérdida de un padre. Algunos meditan o escriben sus pensamientos e introspecciones para su propio uso, otros lo hacen de manera pública para que todos tengamos acceso y oportunidad de entender lo que es el dolor de la vida y la trascendencia del paso que significa la muerte de un padre. Al final, siguiendo a Kierkegaard, de lo que se trata es de entender para poder vivir. Eso es lo que Roth, Aguilar Camín, Hodara y Rittner, cada uno a su manera, logran de manera integral. Contrario a lo que decía Wilde, aquí hay ejemplos de personas que no son descuidadas sino que se encargan de sus padres, los biológicos y los intelectuales.

En su memoria sobre la pérdida de sus padres (Losing Mum and Pup: A Memoir), una historia mucho más política y menos emotiva o personal, Christopher Buckley hace dos reflexiones invaluables. Primero, cita el comentario de Mary McGrory a Patrick Moynihan (una periodista y un político estadounidenses) cuando el asesinato de Kennedy: “nunca volveremos a reír”, le dice, a lo que Moynihan responde “Mary: volveremos a reír, pero nunca seremos nuevamente jóvenes”. Al final del día, la juventud no se mide por la risa sino por la actitud frente a la vida, lo que lleva a Buckley a su segunda reflexión: que la muerte de los padres inevitablemente entraña la comprensión de que uno se movió un escalón hacia arriba.

El paso a través de la muerte de los padres es como cuando Odiseo navegó entre Escila y Caribdis, haciendo hasta lo imposible por no ser devorado por uno o crucificado por el otro: la historia y las explicaciones de un lado, la vida del otro. Estos libros son un verdadero asidero emocional.

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