México: el PRI de antaño

América Economía – Luis Rubio

La propuesta parecía infalible: retornar al orden y al crecimiento. Luego de años de desorden, criminalidad y una economía que no parecía levantarse, se prometía un gobierno eficaz. Muchos mordieron el anzuelo, suficientes para darle una nueva oportunidad al viejo partido político que, en una de esas jugarretas lingüísticas, presentaba como nuevo algo de un pasado lejano que pretendía recrear. La premisa del nuevo gobierno, como tantos otros que le precedieron, el de Fox por encima de todos, fue que los anteriores eran una bola de ineptos que no entendían nada. Ellos encarnaban la verdad y la capacidad para hacerla valer.

El problema no radica en la noción misma de recrear una era mejor sino la pretensión de que eso es posible. El pasado desapareció porque resultó insostenible: porque fue rebasado por la realidad. El gobierno de Echeverría rompió con casi cuatro décadas de una línea de gobierno –el llamado desarrollo estabilizador- porque éste había dejado de arrojar tasas elevadas de crecimiento. Ciertamente se requería un cambio, pero su respuesta no fue la idónea porque inició la era de crisis que atosigó a la economía mexicana por un cuarto de siglo. Las reformas finalmente comenzaron en los ochenta, en circunstancias muy difíciles por la hiperinflación en que estuvimos a punto de caer. De haberse iniciado el camino liberalizador a partir de 1970, el proceso hubiera sido gradual y sin aspavientos.

El desdén por el sentir ciudadano del conjunto de la clase política va a acabar siendo muy costoso porque aunque la penetración de las redes sociales no es universal, es infinitamente más amplia de lo que el gobierno reconoce.

Los gobiernos de los ochenta y noventa fueron aprendiendo, casi siempre a regañadientes, que el mundo estaba cambiando y que sólo adaptándose a las nuevas realidades sería posible reencauzar el barco mexicano. La era postrevolucionaria se había caracterizado por un férreo control gubernamental-partidista sobre la actividad política y económica, pero también sobre la criminalidad. En cada ámbito, el binomio gobierno-PRI dominaba y lo administraba para su propio beneficio.

Tres ejemplos ilustran el cambio que se dio y que es irreversible, independientemente de las preferencias gubernamentales. En primer lugar, ningún gobierno puede controlar lo que ocurre en una economía abierta. El control de la economía en el pasado se sustentaba en la autarquía: nada pasaba sin autorización burocrática que, además, era una interminable fuente de corrupción. Una economía abierta gira en torno al consumidor, al que tiene que atender el empresario pues enfrenta competencia vía importaciones. Mientras que antes el gobierno asignaba recursos, protegía a sus favoritos y determinaba el éxito o fracaso de las empresas, es decir, mandaba, el de hoy tiene que abocarse a explicar y convencer.

Segundo, una de las características del pasado era el control de la información: el gobierno casi monopolizaba ese recurso fundamental, que empleaba para ejercer control pleno. Hoy un niño tiene más información a su alcance que toda la que tenía el gobierno de antaño. El mundo de hoy gira en torno a la ubicuidad de la información, lo que implica que tenemos que apegarnos a reglas globales que exhiben la corrupción. No es casualidad que el gobierno actual haya interpuesto un conjunto de reglas que limitan la apertura en ciertos sectores y actividades. A pesar de la intención, se trata de un vano intento por controlar algo que ya nadie puede controlar, en México o en cualquier otro lugar.

Un tercer ejemplo es el del manejo de la información, sobre todo en lo que respecta a la relación gobierno-prensa. En el pasado, el gobierno podía pretender que lo que informaba afuera no se filtraba adentro o que su impacto sería menor. En esa era había burócratas en el aeropuerto que censuraban los periódicos importados cuando aparecía una nota crítica del gobierno. Hoy tal pretensión es imposible y, sin embargo, el gobierno actual ha intentado enviar mensajes diferenciados afuera y adentro: al Financial Times le declara que existe una crisis de confianza pero hacia adentro ratifica que no habrá cambio alguno en su actuar, a pesar de que es esto lo que ha traído esa crisis de confianza. Quizá la principal diferencia entre los gobiernos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas residió en que el primero tuvo que confrontar estas nuevas realidades pero fue el segundo el que las asumió como una realidad ineludible. Ese gobierno nunca hubiera negado la existencia de tortura, aunque hiciera poco al respecto. Nadie en este mundo puede echar para atrás el reloj de la apertura o la ubiquidad de la información. Si el gobierno quiere retomar el liderazgo tendrá que asumirla.

Quizá el mayor error del “viejo” PRI fue el de desdeñar a la sociedad. Fox ganó en 2000 en buena medida porque capturó la frustración de ciudadanía. El PRI siguió, y sigue, operando bajo la premisa de que la sociedad es irrelevante y ahora se enfrenta con una sociedad desesperanzada que aceptó el intercambio de eficacia por corrupción sólo para encontrarse nada de lo primero y todo de lo segundo y, para colmo, sin dinero en el bolsillo. El PRI no sólo desconoce que su actuar genera furia sino que se ha convertido en el equipo de campaña de López Obrador.

El desdén por el sentir ciudadano del conjunto de la clase política va a acabar siendo muy costoso porque aunque la penetración de las redes sociales no es universal, es infinitamente más amplia de lo que el gobierno reconoce. Tarde o temprano, se revertirá en su contra esa noción de que es posible gobernar (es un decir) de manera vertical sin atender el reclamo social. El gobierno y la mayor parte de  los políticos viven en una era que ya no es.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/mexico-el-pri-de-antano

 

El PRI de antaño

Luis Rubio

12 Abr. 2015

¿Cuál fue el fracaso de la promesa del PRI al regresar al poder?

La propuesta parecía infalible: retornar al orden y al crecimiento. Luego de años de desorden, criminalidad y una economía que no parecía levantarse, se prometía un gobierno eficaz. Muchos mordieron el anzuelo, suficientes para darle una nueva oportunidad al viejo partido político que, en una de esas jugarretas lingüísticas, presentaba como nuevo algo de un pasado lejano que pretendía recrear. La premisa del nuevo gobierno, como tantos otros que le precedieron, el de Fox por encima de todos, fue que los anteriores eran una bola de ineptos que no entendían nada. Ellos encarnaban la verdad y la capacidad para hacerla valer.
El problema no radica en la noción misma de recrear una era mejor sino la pretensión de que eso es posible. El pasado desapareció porque resultó insostenible: porque fue rebasado por la realidad. El gobierno de Echeverría rompió con casi cuatro décadas de una línea de gobierno –el llamado desarrollo estabilizador- porque éste había dejado de arrojar tasas elevadas de crecimiento. Ciertamente se requería un cambio, pero su respuesta no fue la idónea porque inició la era de crisis que atosigó a la economía mexicana por un cuarto de siglo. Las reformas finalmente comenzaron en los ochenta, en circunstancias muy difíciles por la hiperinflación en que estuvimos a punto de caer. De haberse iniciado el camino liberalizador a partir de 1970, el proceso hubiera sido gradual y sin aspavientos.
¿Qué es lo que imposibilita recrear una era pasada?
Los gobiernos de los ochenta y noventa fueron aprendiendo, casi siempre a regañadientes, que el mundo estaba cambiando y que sólo adaptándose a las nuevas realidades sería posible reencauzar el barco mexicano. La era postrevolucionaria se había caracterizado por un férreo control gubernamental-partidista sobre la actividad política y económica, pero también sobre la criminalidad. En cada ámbito, el binomio gobierno-PRI dominaba y lo administraba para su propio beneficio.
Tres ejemplos ilustran el cambio que se dio y que es irreversible, independientemente de las preferencias gubernamentales. En primer lugar, ningún gobierno puede controlar lo que ocurre en una economía abierta. El control de la economía en el pasado se sustentaba en la autarquía: nada pasaba sin autorización burocrática que, además, era una interminable fuente de corrupción. Una economía abierta gira en torno al consumidor, al que tiene que atender el empresario pues enfrenta competencia vía importaciones. Mientras que antes el gobierno asignaba recursos, protegía a sus favoritos y determinaba el éxito o fracaso de las empresas, es decir, mandaba, el de hoy tiene que abocarse a explicar y convencer.
Segundo, una de las características del pasado era el control de la información: el gobierno casi monopolizaba ese recurso fundamental, que empleaba para ejercer control pleno. Hoy un niño tiene más información a su alcance que toda la que tenía el gobierno de antaño. El mundo de hoy gira en torno a la ubicuidad de la información, lo que implica que tenemos que apegarnos a reglas globales que exhiben la corrupción. No es casualidad que el gobierno actual haya interpuesto un conjunto de reglas que limitan la apertura en ciertos sectores y actividades. A pesar de la intención, se trata de un vano intento por controlar algo que ya nadie puede controlar, en México o en cualquier otro lugar.
Un tercer ejemplo es el del manejo de la información, sobre todo en lo que respecta a la relación gobierno-prensa. En el pasado, el gobierno podía pretender que lo que informaba afuera no se filtraba adentro o que su impacto sería menor. En esa era había burócratas en el aeropuerto que censuraban los periódicos importados cuando aparecía una nota crítica del gobierno. Hoy tal pretensión es imposible y, sin embargo, el gobierno actual ha intentado enviar mensajes diferenciados afuera y adentro: al Financial Times le declara que existe una crisis de confianza pero hacia adentro ratifica que no habrá cambio alguno en su actuar, a pesar de que es esto lo que ha traído esa crisis de confianza. Quizá la principal diferencia entre los gobiernos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas residió en que el primero tuvo que confrontar estas nuevas realidades pero fue el segundo el que las asumió como una realidad ineludible. Ese gobierno nunca hubiera negado la existencia de tortura, aunque hiciera poco al respecto. Nadie en este mundo puede echar para atrás el reloj de la apertura o la ubiquidad de la información. Si el gobierno quiere retomar el liderazgo tendrá que asumirla.
¿Qué rol juega el descontento social y cuáles son los riesgos de ignorarlo?
Quizá el mayor error del “viejo” PRI fue el de desdeñar a la sociedad. Fox ganó en 2000 en buena medida porque capturó la frustración de ciudadanía. El PRI siguió, y sigue, operando bajo la premisa de que la sociedad es irrelevante y ahora se enfrenta con una sociedad desesperanzada que aceptó el intercambio de eficacia por corrupción sólo para encontrarse nada de lo primero y todo de lo segundo y, para colmo, sin dinero en el bolsillo. El PRI no sólo desconoce que su actuar genera furia sino que se ha convertido en el equipo de campaña de López Obrador.
El desdén por el sentir ciudadano del conjunto de la clase política va a acabar siendo muy costoso porque aunque la penetración de las redes sociales no es universal, es infinitamente más amplia de lo que el gobierno reconoce. Tarde o temprano, se revertirá en su contra esa noción de que es posible gobernar (es un decir) de manera vertical sin atender el reclamo social. El gobierno y la mayor parte de  los políticos viven en una era que ya no es.

 

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=60324&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=60324

México, Estados Unidos y el TLC

América Economía – Luis Rubio

 Estados Unidos es una potencia mundial, la más rica economía del mundo y el principal punto de convergencia y atención de prácticamente la totalidad de las naciones del orbe. Aunque nosotros vemos a esa nación como nuestra frontera, la realidad es que se trata de dos naciones radicalmente distintas en poderío, ambición y forma de conducirse. Esto no es bueno ni malo: es la realidad que tenemos que reconocer y aceptar. El hecho de que México planteara la negociación de lo que acabó siendo el Tratado de Libre Comercio de América del Norte implicó que, después de casi dos siglos de independencia, nosotros habíamos reconocido esas diferencias y estábamos dispuestos a vivir con ellas, a la vez que las convertíamos en oportunidad. Nada de ello ha cambiado.

Estados Unidos es el punto de referencia obligado para las casi doscientas naciones del orbe. Para cada una de esas naciones, EE.UU. es una potencia a la que quieren atraer o con la que quieren definir su relación. En sentido contrario, para ellos todas esas naciones son ruidos en el horizonte que son importantes sólo cuando hay problemas o por sus circunstancias particulares. De esta forma, hay un puñado de países que gozan de la atención permanente de los estadounidenses (como China, la antigua URSS, Irán, algunas naciones europeas) pero son la excepción. Por la vecindad (y, desafortunadamente, por asuntos como drogas y la criminalidad) México aparece en su radar de vez en cuando, pero no somos un asunto de atención permanente. Algunos dirían que eso es afortunado.

El dilema hoy es exactamente el mismo que hace 20 años: cómo los obligamos a vernos y a tomar en cuenta nuestras necesidades. La realidad no cambia, sólo la forma.

Además, es importante observar la naturaleza de nuestro vecino: se trata de una sociedad sumamente descentralizada en la que una multiplicidad de actores tiene incidencia directa en la toma de decisiones. Esto último implica que, salvo en momentos de crisis nacional, la toma de decisiones de esa nación, tanto en lo interno como en política exterior, responde a la particular confluencia de grupos e intereses en el momento específico, lo cual hace posible –de hecho, frecuente- que emerjan decisiones contradictorias de manera simultánea. En ese contexto, algunos individuos pueden tener un enorme impacto en un momento dado, en tanto que en otros todo se paraliza. En lo que a México atañe, esto implica que siempre será vulnerable a decisiones internas de ese país que nada tienen que ver con México pero que afectan sus intereses.

El punto de fondo es que los problemas que caracterizan a la frontera y relación entre México y EE.UU. nunca van a desaparecer. Los problemas van cambiando de forma y naturaleza en el curso del tiempo, pero siempre los habrá, como ocurre entre Canadá y Estados Unidos. Ante esta realidad, México siempre ha enfrentado un dilema con su vecino norteño: verlo como un problema o como una oportunidad. El dilema no cambia ni cambiará en un futuro previsible.

Desde el fin de la Revolución hasta mediados de los ochenta, sucesivos gobiernos mexicanos optaron por ver a los estadounidenses como un problema y emplearon la vecindad como un instrumento de consolidación política interna. Un poco como Fidel Castro hizo por décadas. En los ochenta México dio la vuelta y optó por concebir la relación y la vecindad como una fuente de oportunidades. Así comenzó la negociación del TLC.

Hace dos años, EE.UU. decidió excluir a México (y a Canadá) de la negociación comercial con la Unión Europea. Esa negativa suscitó toda clase de lecturas y especulaciones. Una lectura es que esa decisión cambia la situación geopolítica de México y exige otro tipo de consideraciones, presumiblemente una modificación de la perspectiva tanto económica como de política exterior. Otra lectura, más acorde con la historia y realidad de la relación bilateral, es que la decisión estadounidense responde más a preferencias y modos de actuar de personas o grupos en lo individual y no constituye una decisión radical de naturaleza geopolítica. Es decir, regresando al inicio, Estados Unidos está actuando de acuerdo a su naturaleza.

Para México, hay dos maneras de entender el desafío que entraña la forma de decidir de los estadounidenses. Una es verlas como un cambio de señales, un giro geopolítico de grandes dimensiones que refleja la falta de importancia que tiene México en el corazón de la política de ese país, lo que demandaría una redefinición integral. La otra forma de verlo es que nuestro interés nacional de mantener una estrecha relación con Estados Unidos se mantiene y que la forma de procurar el desarrollo de oportunidades cambia pero no la necesidad de hacerlo. Lo que me parece obvio en el actuar americano en esta materia es que México tiene que encontrar la forma de mantener y avanzar su interés económico explotando las formas de acción política que el sistema político norteamericano permite, es decir, con un despliegue de todos los instrumentos de presión, negociación, lobbying y convencimiento con que cuenta, tanto en su capital como, por su naturaleza descentralizada, en todas las localidades clave.

La relación con Estados Unidos será siempre compleja porque esa es la naturaleza de su sistema político y de su sociedad y porque es una nación tan grande y poderosa. Para nosotros, el reto es nunca perder de vista que se trata de una oportunidad que hay que construir todo el tiempo y que exige una capacidad permanente de adaptación. El dilema hoy es exactamente el mismo que hace 20 años: cómo los obligamos a vernos y a tomar en cuenta nuestras necesidades. La realidad no cambia, sólo la forma.

 

http://www.americaeconomia.com/economia-mercados/comercio/mexico-estados-unidos-y-el-tlc

México, Estados Unidos y el TLC

Luis Rubio

05 Abr. 2015

¿Qué representa hoy Estados Unidos en el escenario mundial?

Estados Unidos es una potencia mundial, la más rica economía del mundo y el principal punto de convergencia y atención de prácticamente la totalidad de las naciones del orbe. Aunque nosotros vemos a esa nación como nuestra frontera, la realidad es que se trata de dos naciones radicalmente distintas en poderío, ambición y forma de conducirse. Esto no es bueno ni malo: es la realidad que tenemos que reconocer y aceptar. El hecho de que México planteara la negociación de lo que acabó siendo el Tratado de Libre Comercio de América del Norte implicó que, después de casi dos siglos de independencia, nosotros habíamos reconocido esas diferencias y estábamos dispuestos a vivir con ellas, a la vez que las convertíamos en oportunidad. Nada de ello ha cambiado.

¿Cómo ve Estados Unidos al resto del mundo?

Estados Unidos es el punto de referencia obligado para las casi doscientas naciones del orbe. Para cada una de esas naciones, EUA es una potencia a la que quieren atraer o con la que quieren definir su relación. En sentido contrario, para ellos todas esas naciones son ruidos en el horizonte que son importantes sólo cuando hay problemas o por sus circunstancias particulares. De esta forma, hay un puñado de países que gozan de la atención permanente de los estadounidenses (como China, la antigua URSS, Irán, algunas naciones europeas) pero son la excepción. Por la vecindad (y, desafortunadamente, por asuntos como drogas y la criminalidad) México aparece en su radar de vez en cuando, pero no somos un asunto de atención permanente. Algunos dirían que eso es afortunado.

Es importante observar la naturaleza de nuestro vecino: se trata de una sociedad sumamente descentralizada en la que una multiplicidad de actores tiene incidencia directa en la toma de decisiones. Esto último implica que, salvo en momentos de crisis nacional, la toma de decisiones de esa nación, tanto en lo interno como en política exterior, responde a la particular confluencia de grupos e intereses en el momento específico, lo cual hace posible –de hecho, frecuente- que emerjan decisiones contradictorias de manera simultánea. En ese contexto, algunos individuos pueden tener un enorme impacto en un momento dado, en tanto que en otros todo se paraliza. En lo que a México atañe, esto implica que siempre será vulnerable a decisiones internas de ese país que nada tienen que ver con México pero que afectan sus intereses.

¿Cuál es la mejor forma para México de abordar la relación con Estados Unidos?

El punto de fondo es que los problemas que caracterizan a la frontera y relación entre México y EUA nunca van a desaparecer. Los problemas van cambiando de forma y naturaleza en el curso del tiempo, pero siempre los habrá, como ocurre entre Canadá y Estados Unidos. Ante esta realidad, México siempre ha enfrentado un dilema con su vecino norteño: verlo como un problema o como una oportunidad. El dilema no cambia ni cambiará en un futuro previsible.

Desde el fin de la Revolución hasta mediados de los ochenta, sucesivos gobiernos mexicanos optaron por ver a los estadounidenses como un problema y emplearon la vecindad como un instrumento de consolidación política interna. Un poco como Fidel Castro hizo por décadas. En los ochenta México dio la vuelta y optó por concebir la relación y la vecindad como una fuente de oportunidades. Así comenzó la negociación del TLC.

Hace dos años, EUA decidió excluir a México (y a Canadá) de la negociación comercial con la Unión Europea. Esa negativa suscitó toda clase de lecturas y especulaciones. Una lectura es que esa decisión cambia la situación geopolítica de México y exige otro tipo de consideraciones, presumiblemente una modificación de la perspectiva tanto económica como de política exterior. Otra lectura, más acorde con la historia y realidad de la relación bilateral, es que la decisión estadounidense responde más a preferencias y modos de actuar de personas o grupos en lo individual y no constituye una decisión radical de naturaleza geopolítica. Es decir, regresando al inicio, Estados Unidos está actuando de acuerdo a su naturaleza.

¿Qué impacto tienen en México los cambios al interior de la vida política estadounidense?

Para México, hay dos maneras de entender el desafío que entraña la forma de decidir de los estadounidenses. Una es verlas como un cambio de señales, un giro geopolítico de grandes dimensiones que refleja la falta de importancia que tiene México en el corazón de la política de ese país, lo que demandaría una redefinición integral. La otra forma de verlo es que nuestro interés nacional de mantener una estrecha relación con Estados Unidos se mantiene y que la forma de procurar el desarrollo de oportunidades cambia pero no la necesidad de hacerlo. Lo que me parece obvio en el actuar americano en esta materia es que México tiene que encontrar la forma de mantener y avanzar su interés económico explotando las formas de acción política que el sistema político norteamericano permite, es decir, con un despliegue de todos los instrumentos de presión, negociación, lobbyingy convencimiento con que cuenta, tanto en su capital como, por su naturaleza descentralizada, en todas las localidades clave.

La relación con Estados Unidos será siempre compleja porque esa es la naturaleza de su sistema político y de su sociedad y porque es una nación tan grande y poderosa. Para nosotros, el reto es nunca perder de vista que se trata de una oportunidad que hay que construir todo el tiempo y que exige una capacidad permanente de adaptación. El dilema hoy es exactamente el mismo que hace veinte años: cómo los obligamos a vernos y a tomar en cuenta nuestras necesidades. La realidad no cambia, sólo la forma.

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=59839&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=59839

 

Disciplina y civilización

Luis Rubio

¿Cuál es la importancia de la participación política para México hoy?

En su ensayo sobre la crisis de la educación, publicado en 1954, Hanna Arendt critica la filosofía que coloca al niño en el centro del sistema educativo. Su argumento es que un sistema educativo permisivo genera un daño irreparable porque conduce al desarrollo de una niñez berrinchuda, demandante e irrespetuosa donde los padres ceden su función de educadores en aras de convertirse en amigos de sus hijos lo cual, afirma, ha producido generaciones de adultos que nunca llegan a serlo. El ensayo me hizo meditar sobre la radicalización de la juventud mexicana y lo que eso augura para el desarrollo de un sistema político, que por fuerza debe ser participativo y a la vez funcional.

El tema no es novedoso. Alexis de Toqueville escribió a mediados del siglo XIX que una de las deficiencias de la democracia reside en que erosiona las estructuras de autoridad hasta que desaparecen los soportes que la hacen funcionar, conduciendo a la “tiranía de las mayorías”. Más que preocuparme por el reino de las mayorías, mi reflexión es sobre la forma en que ha evolucionado nuestra inmadura democracia, abriendo espacios de protesta y radicalización, sin que existan mecanismos efectivos de participación.

 

¿Se trata de un problema de polarización?

En las democracias maduras la queja es que la política se ha fragmentado o balcanizado por el protagonismo de grupos de interés particular, cada vez más estrechos en su mira. A los ambientalistas no les importa el crecimiento, las mujeres privilegian la igualdad, los pobres quieren cada vez subsidios, nadie quiere competir con importaciones, los migrantes asustan a las poblaciones nativas. Intereses estrechos conllevan acciones sectarias. No hay como observar la naturaleza de los asuntos que consume a los parlamentos europeos o al legislativo estadounidense para concluir que con frecuencia dominan las visiones más obtusas y cerradas.

En contraste con esas naciones, donde el problema es “demasiada” participación, o la forma que ésta ha cobrado, en México el asunto es mucho más de inmadurez democrática que de exceso. En los países desarrollados la participación se da a través de mecanismos perfectamente establecidos y reconocidos como legítimos. El resultado del proceso puede ser insatisfactorio para los participantes (como ilustra el voto reciente en materia migratoria en Suiza o la incapacidad estadounidense para legislar en materia presupuestaria), pero no se disputan los mecanismos o las instituciones responsables. En nuestro caso, un parte muy sustancial de la población repudia los mecanismos y no le confiere legitimidad al proceso político. El problema en nuestro país es de esencia.

Arendt considera que hay una profunda contradicción en el corazón de las democracias consolidadas, que se resume en que no pueden renunciar a la autoridad o a la tradición pero, al mismo tiempo, vivimos en una sociedad  -y yo agregaría, medio siglo después, en una era- en la cual tanto la tradición como la autoridad se erosionan de manera imparable.

 

¿Cuál es la diferencia en el tipo de dilemas que enfrentan otras democracias y los que enfrentamos en México?

Las democracias maduras enfrentan problemas de proceso: cómo tomar decisiones en una era de fragmentación política. Nosotros enfrentamos el desafío de cómo organizarnos para ser capaces de construir esa sociedad consolidada y desarrollada. Lo fácil sería decir que me encantaría tener los problemas de los suizos o los suecos, donde sus decisiones son, en términos relativos, de carácter marginal. Nuestros problemas comienzan con el hecho de que al menos la tercera parte de la población le niega legitimidad al gobierno y al conjunto de instituciones que integran al Estado.

¿Qué papel juega el Pacto por México dadas estas condiciones?

Esta circunstancia genera dudas sobre la viabilidad del sistema político y del modelo democrático que, con dificultades, ha ido cobrando forma. El Pacto fue un mecanismo genial porque permitió compartir culpas o, al menos, disminuir costos entre los tres partidos grandes, pero no resolvió la esencia de nuestros dilemas, que se refleja, por ejemplo, en la manipulación flagrante de la constitución el año pasado. No objeto las reformas, pero el procedimiento es al menos dudoso porque implica que la meta-constitucionalidad es más barata que la constitucionalidad, que la compra de votos hace expedita la formalidad. El problema es que eso no mejora la capacidad de gobernar, no fortalece la legitimidad de la autoridad y no garantiza resultados en el plano económico, de seguridad o propiamente político. El Pacto acaba siendo un mecanismo mediáticamente útil pero de enorme costo para el desarrollo del país. Peor, ni siquiera atiende, ya no hablemos de resolver, el problema de esa enorme masa de mexicanos que se siente ajena a las instituciones, que las reprueba y que no está dispuesta a jugar en un proceso democrático a menos de tener certeza de triunfo. El fenómeno López Obrador no es de una persona sino, más bien, se trata de la personificación del fenómeno de desafío a la autoridad, de rechazo a las instituciones y de propensión permanente al radicalismo.

 

¿Cómo atender el problema de fondo?

En el fondo, el problema reside en la ausencia de mecanismos de participación que permitan consolidar a la política y la blinden, dando espacios a todos y legitimidad al conjunto. El país requiere soluciones del siglo XXI, no malas adaptaciones de una era ya superada. En su libro La venganza de la geografía, Robert Kaplan dice, refiriéndose a Putin, que un estadista visionario vería que la forma de salir del hoyo es construyendo una sociedad fuerte y participativa porque ese es el único medio a través del cual se hacen imposibles los excesos. No es una mala lección para México.

La democracia, un herramienta sectaria en México

América Economía – Luis Rubio

Los políticos y los intereses, además del llamado círculo rojo, llevan años debatiendo la construcción de un nuevo aeropuerto para la ciudad de México. En estos lustros, China ha construido diez aeropuertos por año y así planea seguir hasta el 2020. Todavía más significativo es que el proyecto de cada uno de estos aeropuertos no se limita a la construcción física de la terminal aérea, sino que involucra una visión integral de desarrollo urbano y regional. En contraste con China, que no es una democracia ni pretende serlo, México no sólo no ha podido acabar de construir el famoso aeropuerto sino que hemos creado un entorno social de corrupción, impunidad, descalificación, odio, mentiras y complicidades que hace imposible que incluso una obra de infraestructura necesaria llegue a buen puerto.

En las últimas dos décadas transitamos de la era priista de control vertical al desorden y a un intento, en ocasiones pírrico, de reconstruir el viejo sistema. En el camino la sociedad cambió sin haberse consolidado un contexto democrático: no existe una cultura de diálogo, las redes sociales son cada vez más violentas y viscerales y la prensa tiende a identificar periodismo con juicios sumarios. El resultado es que perviven algunas formas democráticas con comportamientos absolutamente pre-modernos.  De esta forma, en lugar de construir pesos y contrapesos, lo que se observa es el crecimiento de dos mundos paralelos que no se comunican: el de la sociedad y el de la política, cada uno con sus vicios.

La democracia es, o debería ser, un método para tomar decisiones en una sociedad. En México, se ha convertido en un mero instrumento sectario donde se le utiliza meramente como escudo cuando es útil o conveniente.

Lo que llamamos democracia ha involucionado hacia un tipo de fundamentalismo secular que es provinciano, ensimismado y profundamente anti-liberal. Ningún ejemplo mejor que el de nuestro sistema electoral, donde se ha construido una estructura de simulaciones e impunidades que, escondida detrás de un mundo de reglas interminables, no hace sino coartar la libertad. A nadie debe sorprender que un sistema tan poco liberal arroje tantos conflictos y disputas como resultado. Si existiera confianza, como en las democracias consolidadas, no se requeriría tanta parafernalia legaloide.

Para comenzar, es patente el creciente divorcio entre el mundo político y el de la sociedad. Mientras que en los medios se discuten temas como si el mundo estuviera a punto de colapsarse, los políticos no sólo no se inmutan, sino que siguen un script perfectamente definido de antemano. En el caso de las comisiones supuestamente autónomas, como el INE, IFAI y similares o en lo concerniente a la Suprema Corte, no hace diferencia lo que se discuta en los periódicos: las cuotas partidistas son intocables y determinan el resultado mucho antes de que el asunto haya sido materia de debate público. La discusión abierta nada tiene que ver con los arreglos entre los partidos. Los partidos y la política no responden al supuesto clamor democrático, mucho de este carente de todo profesionalismo.

Quizá no haya mayor déficit en el devenir político del país que el de la falta de evolución hacia una sociedad liberal y democrática. En lugar de avanzar hacia una discusión respetuosa y seria de los asuntos públicos, el camino favorito es el de la denuncia, el denuesto y, sobre todo, la descalificación. La contraparte política es que los negocios, la corrupción y su necesaria impunidad siguen intactas. Refiriéndose a cierta revista, los críticos solían decir nunca puede reconocer una flor bonita, una buena cena o una amistad verdadera. Hoy esa es la naturaleza del debate político. Se denuncia de manera definitiva sin que los afectados tengan derecho a réplica. Los críticos conocen de antemano los hechos y su versión es indisputable. No existe otra posible explicación: el candidato al consejo de tal o cual  entidad es un bandido porque así lo decidió un locutor radiofónico. La agenda política rebasa el debate y el debate es irrelevante: como en las dictaduras.

A pesar de las diatribas interminables que caracterizan a diversos actores y sectores, la sociedad mexicana dialoga cada vez menos, espera imposiciones cada vez más y rechaza el derecho de los otros, no importa quienes sean, a aportar su granito de arena en el debate. La paradoja es que en los medios y las redes sociales se actúa exactamente igual que como ocurre entre los políticos: con absoluta impunidad. La sociedad mexicana, y su democracia, han acabado siendo antiliberales. En una democracia tradicional –liberal- todo mundo tiene derecho a expresarse y a defenderse, independientemente de que otros compartan su punto de vista. En nuestra sociedad hemos acabado con una infinidad de monólogos donde solo hay una verdad y la democracia solo se logra cuando yo gano. Nadie más tiene derechos porque mía es la verdad. La única verdad.

El fundamentalismo* es “un apego y una creencia que cada palabra en el texto sagrado (cualquiera que este sea) proviene de inspiración divina y, por lo tanto, es cierto”. El texto sagrado puede ser la biblia o el koran, pero también el discurso retórico de cualquier politiquillo o merolico. Lo crucial es la negación de una visión alternativa y, sobre todo, de un método para construirla. En eso nada distingue a un gobierno que tiene la verdad absoluta en la mano de los críticos que son igualmente intransigentes.

La democracia es, o debería ser, un método para tomar decisiones en una sociedad. En México, se ha convertido en un mero instrumento sectario donde se le utiliza meramente como escudo cuando es útil o conveniente.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-democracia-un-herramienta-sectaria-en-mexico

La democracia, un herramienta sectaria en México

 América Economía – Luis Rubio

Los políticos y los intereses, además del llamado círculo rojo, llevan años debatiendo la construcción de un nuevo aeropuerto para la ciudad de México. En estos lustros, China ha construido diez aeropuertos por año y así planea seguir hasta el 2020. Todavía más significativo es que el proyecto de cada uno de estos aeropuertos no se limita a la construcción física de la terminal aérea, sino que involucra una visión integral de desarrollo urbano y regional. En contraste con China, que no es una democracia ni pretende serlo, México no sólo no ha podido acabar de construir el famoso aeropuerto sino que hemos creado un entorno social de corrupción, impunidad, descalificación, odio, mentiras y complicidades que hace imposible que incluso una obra de infraestructura necesaria llegue a buen puerto.

En las últimas dos décadas transitamos de la era priista de control vertical al desorden y a un intento, en ocasiones pírrico, de reconstruir el viejo sistema. En el camino la sociedad cambió sin haberse consolidado un contexto democrático: no existe una cultura de diálogo, las redes sociales son cada vez más violentas y viscerales y la prensa tiende a identificar periodismo con juicios sumarios. El resultado es que perviven algunas formas democráticas con comportamientos absolutamente pre-modernos.  De esta forma, en lugar de construir pesos y contrapesos, lo que se observa es el crecimiento de dos mundos paralelos que no se comunican: el de la sociedad y el de la política, cada uno con sus vicios.

La democracia es, o debería ser, un método para tomar decisiones en una sociedad. En México, se ha convertido en un mero instrumento sectario donde se le utiliza meramente como escudo cuando es útil o conveniente.

Lo que llamamos democracia ha involucionado hacia un tipo de fundamentalismo secular que es provinciano, ensimismado y profundamente anti-liberal. Ningún ejemplo mejor que el de nuestro sistema electoral, donde se ha construido una estructura de simulaciones e impunidades que, escondida detrás de un mundo de reglas interminables, no hace sino coartar la libertad. A nadie debe sorprender que un sistema tan poco liberal arroje tantos conflictos y disputas como resultado. Si existiera confianza, como en las democracias consolidadas, no se requeriría tanta parafernalia legaloide.

Para comenzar, es patente el creciente divorcio entre el mundo político y el de la sociedad. Mientras que en los medios se discuten temas como si el mundo estuviera a punto de colapsarse, los políticos no sólo no se inmutan, sino que siguen un script perfectamente definido de antemano. En el caso de las comisiones supuestamente autónomas, como el INE, IFAI y similares o en lo concerniente a la Suprema Corte, no hace diferencia lo que se discuta en los periódicos: las cuotas partidistas son intocables y determinan el resultado mucho antes de que el asunto haya sido materia de debate público. La discusión abierta nada tiene que ver con los arreglos entre los partidos. Los partidos y la política no responden al supuesto clamor democrático, mucho de este carente de todo profesionalismo.

Quizá no haya mayor déficit en el devenir político del país que el de la falta de evolución hacia una sociedad liberal y democrática. En lugar de avanzar hacia una discusión respetuosa y seria de los asuntos públicos, el camino favorito es el de la denuncia, el denuesto y, sobre todo, la descalificación. La contraparte política es que los negocios, la corrupción y su necesaria impunidad siguen intactas. Refiriéndose a cierta revista, los críticos solían decir nunca puede reconocer una flor bonita, una buena cena o una amistad verdadera. Hoy esa es la naturaleza del debate político. Se denuncia de manera definitiva sin que los afectados tengan derecho a réplica. Los críticos conocen de antemano los hechos y su versión es indisputable. No existe otra posible explicación: el candidato al consejo de tal o cual  entidad es un bandido porque así lo decidió un locutor radiofónico. La agenda política rebasa el debate y el debate es irrelevante: como en las dictaduras.

A pesar de las diatribas interminables que caracterizan a diversos actores y sectores, la sociedad mexicana dialoga cada vez menos, espera imposiciones cada vez más y rechaza el derecho de los otros, no importa quienes sean, a aportar su granito de arena en el debate. La paradoja es que en los medios y las redes sociales se actúa exactamente igual que como ocurre entre los políticos: con absoluta impunidad. La sociedad mexicana, y su democracia, han acabado siendo antiliberales. En una democracia tradicional –liberal- todo mundo tiene derecho a expresarse y a defenderse, independientemente de que otros compartan su punto de vista. En nuestra sociedad hemos acabado con una infinidad de monólogos donde solo hay una verdad y la democracia solo se logra cuando yo gano. Nadie más tiene derechos porque mía es la verdad. La única verdad.

El fundamentalismo* es “un apego y una creencia que cada palabra en el texto sagrado (cualquiera que este sea) proviene de inspiración divina y, por lo tanto, es cierto”. El texto sagrado puede ser la biblia o el koran, pero también el discurso retórico de cualquier politiquillo o merolico. Lo crucial es la negación de una visión alternativa y, sobre todo, de un método para construirla. En eso nada distingue a un gobierno que tiene la verdad absoluta en la mano de los críticos que son igualmente intransigentes.

La democracia es, o debería ser, un método para tomar decisiones en una sociedad. En México, se ha convertido en un mero instrumento sectario donde se le utiliza meramente como escudo cuando es útil o conveniente.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-democracia-un-herramienta-sectaria-en-mexico

La nueva sociedad

Luis Rubio

 

¿Cómo afecta el entorno político al desarrollo de una sociedad?

Los políticos y los intereses, además del llamado círculo rojo, llevan años debatiendo la construcción de un nuevo aeropuerto para la ciudad de México. En estos lustros, China ha construido diez aeropuertos por año y así planea seguir hasta el 2020. Todavía más significativo es que el proyecto de cada uno de estos aeropuertos no se limita a la construcción física de la terminal aérea, sino que involucra una visión integral de desarrollo urbano y regional. En contraste con China, que no es una democracia ni pretende serlo, México no sólo no ha podido acabar de construir el famoso aeropuerto sino que hemos creado un entorno social de corrupción, impunidad, descalificación, odio, mentiras y complicidades que hace imposible que incluso una obra de infraestructura necesaria llegue a buen puerto.

¿Cómo ha cambiado la sociedad mexicana en los últimos años?

En las últimas dos décadas transitamos de la era priista de control vertical al desorden y a un intento, en ocasiones pírrico, de reconstruir el viejo sistema. En el camino la sociedad cambió sin haberse consolidado un contexto democrático: no existe una cultura de diálogo, las redes sociales son cada vez más violentas y viscerales y la prensa tiende a identificar periodismo con juicios sumarios. El resultado es que perviven algunas formas democráticas con comportamientos absolutamente pre-modernos. De esta forma, en lugar de construir pesos y contrapesos, lo que se observa es el crecimiento de dos mundos paralelos que no se comunican: el de la sociedad y el de la política, cada uno con sus vicios.

Lo que llamamos democracia ha involucionado hacia un tipo de fundamentalismo secular que es provinciano, ensimismado y profundamente anti-liberal. Ningún ejemplo mejor que el de nuestro sistema electoral, donde se ha construido una estructura de simulaciones e impunidades que, escondida detrás de un mundo de reglas interminables, no hace sino coartar la libertad. A nadie debe sorprender que un sistema tan poco liberal arroje tantos conflictos y disputas como resultado. Si existiera confianza, como en las democracias consolidadas, no se requeriría tanta parafernalia legaloide.

¿Cuáles son los retos actuales de nuestra democracia?

Para comenzar, es patente el creciente divorcio entre el mundo político y el de la sociedad. Mientras que en los medios se discuten temas como si el mundo estuviera a punto de colapsarse, los políticos no sólo no se inmutan, sino que siguen un script perfectamente definido de antemano. En el caso de las comisiones supuestamente autónomas, como el INE, IFAI y similares o en lo concerniente a la Suprema Corte, no hace diferencia lo que se discuta en los periódicos: las cuotas partidistas son intocables y determinan el resultado mucho antes de que el asunto haya sido materia de debate público. La discusión abierta nada tiene que ver con los arreglos entre los partidos. Los partidos y la política no responden al supuesto clamor democrático, mucho de este carente de todo profesionalismo.

Quizá no haya mayor déficit en el devenir político del país que el de la falta de evolución hacia una sociedad liberal y democrática. En lugar de avanzar hacia una discusión respetuosa y seria de los asuntos públicos, el camino favorito es el de la denuncia, el denuesto y, sobre todo, la descalificación. La contraparte política es que los negocios, la corrupción y su necesaria impunidad siguen intactas. Refiriéndose a cierta revista, los críticos solían decir nunca puede reconocer una flor bonita, una buena cena o una amistad verdadera. Hoy esa es la naturaleza del debate político. Se denuncia de manera definitiva sin que los afectados tengan derecho a réplica. Los críticos conocen de antemano los hechos y su versión es indisputable. No existe otra posible explicación: el candidato al consejo de tal o cual entidad es un bandido porque así lo decidió un locutor radiofónico. La agenda política rebasa el debate y el debate es irrelevante: como en las dictaduras.

¿Cuál es el impacto de un debate político con estas características?

A pesar de las diatribas interminables que caracterizan a diversos actores y sectores, la sociedad mexicana dialoga cada vez menos, espera imposiciones cada vez más y rechaza el derecho de los otros, no importa quienes sean, a aportar su granito de arena en el debate. La paradoja es que en los medios y las redes sociales se actúa exactamente igual que como ocurre entre los políticos: con absoluta impunidad. La sociedad mexicana, y su democracia, han acabado siendo antiliberales. En una democracia tradicional –liberal- todo mundo tiene derecho a expresarse y a defenderse, independientemente de que otros compartan su punto de vista. En nuestra sociedad hemos acabado con una infinidad de monólogos donde solo hay una verdad y la democracia solo se logra cuando yo gano. Nadie más tiene derechos porque mía es la verdad. La única verdad.

El fundamentalismo* es “un apego y una creencia que cada palabra en el texto sagrado (cualquiera que este sea) proviene de inspiración divina y, por lo tanto, es cierto”. El texto sagrado puede ser la biblia o el koran, pero también el discurso retórico de cualquier politiquillo o merolico. Lo crucial es la negación de una visión alternativa y, sobre todo, de un método para construirla. En eso nada distingue a un gobierno que tiene la verdad absoluta en la mano de los críticos que son igualmente intransigentes.

La democracia es, o debería ser, un método para tomar decisiones en una sociedad. En México, se ha convertido en un mero instrumento sectario donde se le utiliza meramente como escudo cuando es útil o conveniente.

*Martin E Marty and R Scott Appleby, The Fundamentalist Project, University of Chicago

Lee el artículo publicado en Reforma

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=58951&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=58951

 

El dilema del país

 FORBES – Marzo 2015

OPINION- EN PERSPECTIVA

 

  LA INCREDULIDAD NO DEJA DE SORPRENDER. VISITO DIVERSOS LUGARES DEL PAÍS y escucho la misma queja y preocupación: cómo es posible que continúe el deterioro del país. A unos les preocupa la inseguridad, otros fueron a la universidad pero acabaron de taxistas, otros más simplemente no ven que su situación económica vaya a mejorar. Para quienes en adición a esas angustias también han tenido que padecer el viacrucis que representa enfrentar al poder judicial para resarcir un mal u obligar al proveedor de un servicio a cumplir con lo pactado, la pregunta ya no es cuándo, sino si del todo será posible salir del hoyo.

El dilema respecto a la conducción política del país es muy simple: restablecer los mecanismos de control de antaño o construir una nueva estructura política. La primera opción, poco creativa pero quizá más fácil de avanzar, implicaría re-centralizar el poder, imponer un conjunto de mecanismos de control en diversos ámbitos e intentar subordinar a la sociedad, pero sobre todo a los llamados “poderes fácticos” al designio presidencial. La alternativa, mucho más compleja y ambiciosa pero también, al menos potencialmente, mucho más duradera, implicaría rediseñar al sistema político. En alguna medida, esta segunda etapa implicaría concluir lo iniciado por Plutarco Elías Calles en los años veinte del siglo pasado, pero adaptado a las necesidades y circunstancias del siglo XXI.

En uno de sus artículos, José Luis Reyna ponía el dedo en la llaga en un tema crucial: “Una diferencia de la democracia con los sistemas autoritarios es que en éstos, para gobernar, se requieren de pocas instituciones y escasas reglas; basta la voluntad del gobernante en turno para imponer su voluntad, arbitraria o no, sobre el resto. En contraste, en un régimen democrático las reglas tienen que ser seguidas, acatadas y respetadas. Para ello se necesitan instituciones que instrumenten los acuerdos, las diferencias y sus consecuencias.” Bajo ese parámetro, México sigue siendo, o comportándose, como un régimen autoritario.

Lo crítico de la realidad mexicana es que en las décadas pasadas, desde 1968, poco a poco fue debilitándose hasta que desapareció el régimen centralizado y concentrador del poder, pero el país no entró a una etapa de desarrollo institucional. El resultado no ha sido el florecer de una sociedad ávida de participación democrática (aunque hay manifestaciones incipientes), sino la dispersión del poder y la desaparición de la responsabilidad. Lo que antes, en un contexto nacional e internacional muy distinto, había permitido la existencia de un gobierno funcional (aunque no siempre eficaz y grandioso como la leyenda sugiere), el país pasó a una era de derechohabientes donde toda la sociedad –desde el presidente hasta el último alcalde, incluyendo a los legisladores, empresarios, líderes sindicales y sociales- defiende privilegios y prebendas: el statu quo. Al menos a nivel federal, desapareció la autoridad y capacidad de intimidación, pero en todos los ámbitos, las formas siguieron siendo autoritarias. El peor de los mundos: no se desarrollaron mecanismos nuevos para resolver problemas ni capacidad para utilizar los de antaño. Un mayor control y concentración de poder tampoco va a cambiar la realidad.

 

El corazón del asunto es si el problema es de personas o de estructuras políticas. Aunque todos los gobernantes tienen aciertos y defectos, los problemas de México trascienden a sus presidentes. La paradoja no es menor: dada la debilidad de las instituciones, un presidente eficaz tiene enorme margen de maniobra y, con ello, la oportunidad de hacerle un gran servicio, o un gran daño, al país. Un líder efectivo puede construir los cimientos de un futuro promisorio o puede dañar sus oportunidades. Echeverría y López Portillo ejemplifican los costos de un liderazgo fuerte que daña al país y crea desconcierto y costos que duran generaciones. Carlos Salinas modificó el curso del desarrollo de la economía mexicana pero no lo consolidó. Los grandes estadistas de antaño, como Elías Calles, acabaron traicionándose a sí mismos. La pregunta para el presidente Peña Nieto es si pasará a la historia como otro más de los presidentes que intentaron y no pudieron, como el presidente que le infligió un daño irreparable al desarrollo o como el nuevo constructor de instituciones que hizo posible la siguiente etapa del país. El reto es un Estado fuerte porque tiene instituciones fuertes.

 

Fragmento del libro Una utopía mexicana: el Estado de derecho es posible, www.wilsoncenter.org

 

 

 

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

www.cidac.org

@lrubiof

A quick translation of this article can be found at www.cidac.org

 

 

 

¿Democracia vs. desarrollo?

Luis Rubio

¿Cómo ha cambiado la interpretación de lo que significó la caída de la URSS?

Al estilo de la película Casablanca, el fin de la guerra fría parecía “el comienzo de una preciosa amistad”. Veinticinco años después resulta evidente que las realidades geopolíticas y los intereses son más importantes en las relaciones internacionales que los mejores deseos. La literatura revisionista que ha surgido en los últimos años desafía la versión convencional sobre el papel de la democracia en los procesos nacionales de cambio, particularmente el que involucró el final de la Unión Soviética. Las lecciones que de ahí se derivan son altamente relevantes para nosotros.

El revisionismo es una constante en la historia porque el tiempo, y el conocimiento que se va acumulando, permiten una interpretación cada vez más aguda de las causas de distintos sucesos o de los factores que los hicieron realidad. En el caso de la URSS, la versión convencional, ampliamente aceptada, es que fueron el Oeste y la democracia los factores que finalmente derrotaron al imperio ruso del siglo XX. Hoy sabemos que los factores cruciales que minaron la fortaleza de esa nación fueron sus inherentes debilidades económicas y el conflicto que ya desde entonces se gestaba entre Ucrania y Moscú.

¿Es posible decir que el fin de la guerra fría marcó el triunfo de la democracia?

Aunque la “nueva” Rusia adoptó a la democracia como forma de gobierno y hubo avances importantes en la relación gobierno-ciudadanía, ni allá ni en México se ha arraigado un sistema liberal de gobierno, entendiendo por esto instituciones fuertes que protegen al ciudadano y contrapesos efectivos que hacen valer el Estado de derecho. Fareed Zakaria atinó cuando acuñó el término “democracia no liberal” para describir a este tipo de sociedades.

Una pregunta clave es si la democracia impulsa el desarrollo de sociedades liberales o si es el desarrollo de sociedades liberales lo que da lugar a la democracia. En el mundo occidental, el supuesto predominante es que la democracia es la que ha producido el desarrollo. Invasiones como la de Irak hace una década se predicaron bajo esa racionalidad y esa ha sido la discusión en torno a la fallida “primavera árabe”. También ha sido el razonamiento que ha llevado a sucesivas reformas políticas en nuestro país. El problema es que, en una nación que se reforma tras otra, la democracia –más avanzada o menos- no se ha traducido en un decisivo avance económico o en la consolidación de una sociedad liberal.

¿Qué papel han jugado los avances legales en estas materias?

México ha dado grandes pasos hacia la consagración de derechos en el papel de la constitución, pero muy pocos se han hecho efectivos en la vida cotidiana. Baste ver el estado que guarda la administración de la justicia o la inseguridad en que vive la mayoría de la población para reparar en lo complejo de los procesos sociales y lo incierto de sus logros. David Konzevik, pensador creativo y agudo observador de la realidad, apunta que “el siglo 20 fue el de los derechos humanos; si el siglo 21 no es el de las obligaciones humanas, hasta aquí llegamos”. En las últimas décadas hemos avanzado en materia de derechos, así sean nominales, pero nada ha ocurrido con las obligaciones y el patético nivel de crecimiento económico sugiere que tampoco es evidente una línea de causalidad entre democracia y crecimiento.

Por su parte, el mal desempeño económico ha conformado la noción de que ha habido un exceso en materia de derechos ciudadanos a expensas de la fortaleza del gobierno porque, según esta visión, es de esa fortaleza donde se deriva la capacidad de crecimiento. La propensión reciente de establecer toda clase de mecanismos de control sobre la ciudadanía y la economía sigue esa lógica pero es improbable que logre tasas elevadas de crecimiento.

La razón de esto último no es de carácter ideológico o político. El verdadero déficit no es de un gobierno controlador sino de un gobierno funcional. Donde el país evidencia carencias aterradoras es en materia de la operación cotidiana del gobierno: provisión de servicios, construcción y mantenimiento de la infraestructura, seguridad pública y justicia. Nada de eso mejorará con un mayor control sobre la ciudadanía: más bien, un gobierno más diestro en lograr su cometido fundamental (particularmente proveer seguridad y condiciones equitativas y predecibles para el funcionamiento de las reglas del juego en todos los ámbitos) requeriría menos mecanismos de control. La clave no radica en el control sino en la solidez y confiabilidad de la función gubernamental, cosas muy distintas.

¿Cuál debe ser la prioridad para revertir la situación en México?

En un contexto caracterizado por estas ausencias elementales es inevitable la desilusión ciudadana que priva en el país. Tampoco es sorpresivo el argumento gubernamental de que la única manera de resolver las carencias consiste en revertir los excesos de los últimos tiempos y lograr una mayor eficacia. El verdadero asunto no reside en la urgencia de contar con un gobierno más eficaz (condición sine qua non) sino en cómo se puede lograr y, sobre todo, qué características debe tener.

El gran desafío consiste en construir un sistema de gobierno que sea eficaz pero que también proteja los derechos ciudadanos. No hay contradicción entre ambos: más bien, son dos caras de la misma moneda. A menos de que el país retorne al autoritarismo, su única carta es la de construir una sociedad liberal, así sea paso a paso.

Años de observar la evolución de la democracia mexicana me han convencido que Womack tenía razón cuando afirmó que “la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir. Son las formas decentes de vivir las que producen democracia”. Nos urgen esas formas.

Artículo publicado en Reforma