América Economía – Luis Rubio
Concluida la elección, vienen las cuentas. A unos les fue bien, a otros mal, pero todos tienen que lidiar con la nueva realidad. Muchas lecciones.
Un resumen apretado de lo que yo observé en la elección y en los días que le siguieron es el siguiente: en las gubernaturas, salvo en Campeche y Colima, los electores penalizaron al partido en el poder: resulta que votar fue mucho más productivo para quienes están molestos que no votar o anular; Morena fue el gran ganador, seguido de cerca por el Verde; el PAN y el PRD son los grandes perdedores, ambos por sus divisiones internas; el PRI retuvo su posición en el congreso, símbolo de la capacidad de comprar y manipular votos más que de haberse súbitamente renovado. Hoy hay dos actores en la palestra que seguramente competirán entre sí en el 18: AMLO y el Bronco.
Hay explicaciones para cada uno de estos factores, pero lo que me parece más importante destacar es que el Pacto por México resultó letal para el PAN y el PRD; difícil creer que el resultado para el PRI en el Congreso refleje algo distinto: salvo que las reformas eventualmente transformen al país y esos partidos lo puedan capitalizar, el costo de la percepción de parálisis y de la sensación de que desapareció la oposición es inconmensurable.
Cada partido y candidato enfrentó circunstancias particulares pero el conjunto revela un electorado más sofisticado de lo que parecería a primera vista. En Querétaro, por ejemplo, los votantes dejaron claro que quieren evitar que un partido se perpetúe en el poder, a pesar de que el gobernador saliente es popular y ampliamente reconocido. Por otro lado, la elección confirmó que el votante promedio está dispuesto a vender su voto y es honorable en cumplir su parte: esto quizá no esa encomiable desde una perspectiva electoral, pero habla de una capacidad, y sobre todo disposición, a cumplir contratos y acuerdos, algo nada despreciable en otros ámbitos dada la ausencia de un sistema judicial eficaz.
Quizá la lección más grande que arroja la elección es que el país enfrenta un problema de esencia: el sistema político no funciona. Los electores pueden ser cada vez más sofisticados en su forma de votar o mandar mensajes, pero eso no compensa la disfuncionalidad del sistema en su conjunto y su falta de representatividad. Y ese es el asunto medular.
México lleva décadas tratando de cambiar para que nada cambie. Ciertamente, la economía ha cambiado mucho pero, al estilo del Gattopardo, se ha hecho hasta lo indecible por preservar los beneficios y privilegios del viejo sistema. Aunque nadie puede negar los enormes avances en diversos frentes, la estructura del poder sigue siendo la misma, excepto que se incorporó al PAN y PRD en la misma lógica de la corrupción ancestral: todo cambió para que nada cambiara. Ahora el costo de esto es visible a todas luces.
El actual gobierno aceptó el mantra de las últimas décadas de que urgía un conjunto de reformas y que éstas, solitas, transformarían al país. Se decía que los problemas estaban «sobre diagnosticados”; lo que nunca se dijo fue que, para que rindieran frutos, las reformas tenían que modificar la estructura del poder en general y en cada sector reformado. Hoy parece obvio que lo que hace falta es gobernar y que las reformas, tan necesarias como son, no son factibles en ausencia de un gobierno capaz de cumplir su cometido. La renuncia a la reforma más trascendente, la educativa, es muestra flagrante de la ausencia de visión y perspectiva o, al menos, de una enorme perversión en las prioridades.
El corazón del asunto es que no es posible pretender cambiar al país como prometió el gobierno actual si no se pone en la mesa tanto la función del poder como su distribución. No se puede llevar a cabo una reforma del país -igual en un sector que en lo general- si el criterio número uno es no afectar a los grupos cercanos al poder; y no se puede pretender ser exitoso en reformar si el criterio que subyace a la reforma es el de no alterar la estructura del poder. Reformar no es otra cosa que afectar intereses creados; si eso no se quiere o puede hacer, la reforma es imposible.
¿Qué hacer? Yo sólo veo dos escenarios posibles. Uno es seguir pretendiendo que nada pasa, que el resultado electoral legitima esa «estrategia». El otro escenario, el que sería deseable, es que la clase política reconozca la urgencia de actuar.
El riesgo de no hacer nada es que el sistema acabe colapsado: igual podría venirse abajo todo el arreglo político (ej. Rusia), crecer las vertientes anti sistémicas que proliferan por todas partes, o provocarse el advenimiento de un movimiento reaccionario que mine no sólo lo logrado con tantas penurias por tanto tiempo, sino que regrese al país a la edad de piedra. Venezuela no es inconcebible.
Lo que en la clase política y el gobierno no se entiende es el para qué de su función. Más allá de sus intereses como grupo, su labor se tiene que aterrizar en mejorías sustantivas y sistemáticas en terrenos transformadores como productividad, legalidad, educación y corrupción. Mientras eso no ocurra, el alto ruido de la baja política seguirá minando la legitimidad del sistema y la viabilidad del país. También la de sus propios intereses.
El momento actual ofrece -y exige- una oportunidad excepcional para que un gran liderazgo transforme al país. Ese liderazgo podrá venir del propio gobierno o de alguno de los actores que mostraron dotes y capacidad excepcional de acción y recuperación. Quien lo encabece decidirá el futuro.