México: cómo concluir la transición que se quedó atorada

 América Economía – Luis Rubio

 Más allá de los problemas –estructurales y coyunturales- que aquejan al país, lo más impactante para mí como observador es la ausencia de una conversación nacional, sobre todo entre el gobierno y la sociedad. Es particularmente notoria la existencia de dos mundos: el del gobierno (realmente, el mundito en que se decide dentro del gobierno) y el de las redes sociales. Son dos planetas que se desconocen, ignoran y desprecian mutuamente, sin duda herencia del pasado autoritario: el gobierno hablaba, la población hacía como que oía, pero nadie escuchaba. Me pregunto si es concebible, en la era digital y de la ubicuidad de la información, llevar al país a buen puerto sin diálogo.

El fenómeno se reproduce en otros ámbitos, aunque se note menos. En el consejo directivo de una de las más grandes multinacionales se precian de haber recibido al presidente de la República y a varios de sus colaboradores; en algunas de las empresas más grandes de México se extrañan de que jamás han tenido acceso al presidente o su gabinete. Inevitable escuchar visiones radicalmente distintas de la dirección que lleva el país en cada uno de esos espacios.

En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional…

Los anuncios del poder legislativo (y de algunos partidos) son particularmente reveladores del gran abismo que separa a la sociedad de sus políticos: se aprobó una determinada ley, nos dicen, y, por lo tanto cambiará la realidad. Similar mensaje envía el gobierno federal cuando argumenta que los problemas de los últimos meses no se deben a decisiones suyas, o a su inacción, sino a la resistencia de intereses particulares a sus reformas. Del lado gubernamental y legislativo se vive una realidad, del de la sociedad otra muy distinta. Cuando se aprobó en el Senado la iniciativa relativa al Distrito Federal, una twitera respondió a esta manera de ver al mundo con singular elocuencia: “Ya no se preocupen, seguro mañana sale una ley contra los narcobloqueos y todo arreglado”.

La ausencia de una conversación nacional sobre los problemas del país y sobre las políticas públicas que se proponen para enfrentarlos se traduce no sólo en incredulidad y desconfianza, sino en el riesgo de anomia, es decir, de una alienación generalizada que acentúe las distancias entre gobernantes y gobernados e impida el progreso que todos supuestamente buscamos.

Hay dos maneras de concebir el problema. Una es mirando a las causas, la otra buscando formas de generar una interacción. Si bien los dos procesos son necesarios, una atención sistemática a las causas lleva a un callejón sin salida porque nadie quiere ceder. Por su parte, el inicio de una conversación puede conllevar a que ambas partes, sociedad y gobierno, comiencen a comprender la complejidad que cada uno enfrenta. El diálogo obligaría al gobierno a comprender lo que aqueja a la sociedad y a reconocer que no todo lo que demanda es absurdo y, quizá más relevante, que hay mayor receptividad de la que se imagina en los corredores gubernamentales. Una apertura a la interacción llevaría a la sociedad a percatarse que los gobernantes no son tan obtusos o ignorantes como supone y a reconocer las restricciones reales bajo las que opera. Mucho de lo que se concina en el gobierno no responde a lo que la sociedad ve como necesario y muchas de las cosas que parecen obvias y se repiten ad-nauseam en las redes sociales son absurdas bajo cualquier rasero. Ambos lados se beneficiarían de una mejor comprensión del otro.

¿Cómo iniciar un diálogo? Obviamente no es posible un intercambio abierto en un país de 115 millones de habitantes. Sin embargo, hay mil y un maneras en que se puede avanzar un intercambio que contribuya a construir un espacio de mayor sobriedad en el discurso y, por ende, de civilidad hacia el futuro. Sólo a título de ejemplo, está el modelo que los estadounidenses llaman “town hall meetings”, donde, en un auditorio, unas cien o doscientas personas se reúnen con el presidente –o sus funcionarios- con un formato flexible de preguntas y respuestas que es transmitido por televisión. Pero lo importante no es el formato sino el hecho: intercambiar puntos de vista, pero sobre todo explicar y tratar de convencer. En esta era es imposible gobernar sin convencer, algo que ha estado ausente en la política mexicana. Buenos argumentos pueden ganar comprensión y reconocimiento. Y legitimidad.

La gran virtud del sistema político priista de la primera mitad del siglo pasado, sobre todo en contraste con los regímenes autoritarios de Sudamérica, fue que permitió estabilidad y progreso económico. Ese sistema prefería la cooptación y la negociación a la violencia. Su gran defecto fue que, mientras que aquellas sociedades acabaron con sus dictaduras y se democratizaron, la nuestra preservó la cultura autoritaria de antaño, algo que ni los panistas alteraron. A falta de alternativa, y de la futilidad de actos efectistas en un contexto tan polarizado, una conversación nacional podría comenzar a erosionar esos silos que nos corroen.

En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional: es inconcebible el progreso en la era digital y de la globalización sin transparencia y convencimiento mutuo. Esa es una tarea de liderazgo.

 

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/mexico-como-concluir-la-transicion-que-se-quedo-atorada

 

El momento de que surja un gran liderazgo que transforme a México

América Economía – Luis Rubio

 Concluida la elección, vienen las cuentas. A unos les fue bien, a otros mal, pero todos tienen que lidiar con la nueva realidad. Muchas lecciones.

Un resumen apretado de lo que yo observé en la elección y en los días que le siguieron es el siguiente: en las gubernaturas, salvo en Campeche y Colima, los electores penalizaron al partido en el poder: resulta que votar fue mucho más productivo para quienes están molestos que no votar o anular; Morena fue el gran ganador, seguido de cerca por el Verde; el PAN y el PRD son los grandes perdedores, ambos por sus divisiones internas; el PRI retuvo su posición en el congreso, símbolo de la capacidad de comprar y manipular votos más que de haberse súbitamente renovado. Hoy hay dos actores  en la palestra que seguramente competirán entre sí en el 18: AMLO y el Bronco.

Hay explicaciones para cada uno de estos factores, pero lo que me parece más importante destacar es que el Pacto por México resultó letal para el PAN y el PRD; difícil creer que el resultado para el PRI en el Congreso refleje algo distinto: salvo que las reformas eventualmente transformen al país y esos partidos lo puedan capitalizar, el costo de la percepción de parálisis y de la sensación de que desapareció la oposición es inconmensurable.

Cada partido y candidato enfrentó circunstancias particulares pero el conjunto revela un electorado más sofisticado de lo que parecería a primera vista. En Querétaro, por ejemplo, los votantes dejaron claro que quieren evitar que un partido se perpetúe en el poder, a pesar de que el gobernador saliente es popular y ampliamente reconocido. Por otro lado, la elección confirmó que el votante promedio está dispuesto a vender su voto y es honorable en cumplir su parte: esto quizá no esa encomiable desde una perspectiva electoral, pero habla de una capacidad, y sobre todo disposición, a cumplir contratos y acuerdos, algo nada despreciable en otros ámbitos dada la ausencia de un sistema judicial eficaz.

Quizá la lección más grande que arroja la elección es que el país enfrenta un problema de esencia: el sistema político no funciona. Los electores pueden ser cada vez más sofisticados en su forma de votar o mandar mensajes, pero eso no compensa la disfuncionalidad del sistema en su conjunto y su falta de representatividad. Y ese es el asunto medular.

México lleva décadas tratando de cambiar para que nada cambie. Ciertamente, la economía ha cambiado mucho pero, al estilo del Gattopardo, se ha hecho hasta lo indecible por preservar los beneficios y privilegios del viejo sistema. Aunque nadie puede negar los enormes avances en diversos frentes, la estructura del poder sigue siendo la misma, excepto que se incorporó al PAN y PRD en la misma lógica de la corrupción ancestral: todo cambió para que nada cambiara. Ahora el costo de esto es visible a todas luces.

El actual gobierno aceptó el mantra de las últimas décadas de que urgía un conjunto de reformas y que éstas, solitas, transformarían al país. Se decía que los problemas estaban «sobre diagnosticados”; lo que nunca se dijo fue que, para que rindieran frutos, las reformas tenían que modificar la estructura del poder en general y en cada sector reformado. Hoy parece obvio que lo que hace falta es gobernar y que las reformas, tan necesarias como son, no son factibles en ausencia de un gobierno capaz de cumplir su cometido. La renuncia a la reforma más trascendente, la educativa, es muestra flagrante de la ausencia de visión y perspectiva o, al menos, de una enorme perversión en las prioridades.

El corazón del asunto es que no es posible pretender cambiar al país como prometió el gobierno actual si no se pone en la mesa tanto la función del poder como su distribución. No se puede llevar a cabo una reforma del país -igual en un sector que en lo general- si el criterio número uno es no afectar a los grupos cercanos al poder; y no se puede pretender ser exitoso en reformar si el criterio que subyace a la reforma es el de no alterar la estructura del poder. Reformar no es otra cosa que afectar intereses creados; si eso no se quiere o puede hacer, la reforma es imposible.

¿Qué hacer? Yo sólo veo dos escenarios posibles. Uno es seguir pretendiendo que nada pasa, que el resultado electoral legitima esa «estrategia». El otro escenario, el que sería deseable, es que la clase política reconozca la urgencia de actuar.

El riesgo de no hacer nada es que el sistema acabe colapsado: igual podría venirse abajo todo el arreglo político (ej. Rusia), crecer las vertientes anti sistémicas que proliferan por todas partes, o provocarse el advenimiento de un movimiento reaccionario que mine no sólo lo logrado con tantas penurias por tanto tiempo, sino que regrese al país a la edad de piedra. Venezuela no es inconcebible.

Lo que en la clase política y el gobierno no se entiende es el para qué de su función. Más allá de sus intereses como grupo, su labor se tiene que aterrizar en mejorías sustantivas y sistemáticas en terrenos transformadores como productividad, legalidad, educación y corrupción. Mientras eso no ocurra, el alto ruido de la baja política seguirá minando la legitimidad del sistema y la viabilidad del país. También la de sus propios intereses.

El momento actual ofrece -y exige- una oportunidad excepcional para que un gran liderazgo transforme al país. Ese liderazgo podrá venir del propio gobierno o de alguno de los actores que mostraron dotes y capacidad excepcional de acción y recuperación. Quien lo encabece decidirá el futuro.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/el-momento-de-que-surja-un-gran-liderazgo-que-transforme-mexico

La necesaria conversación

Luis Rubio

 

¿En qué consiste la falta de conversación a la que aludes?
Más allá de los problemas –estructurales y coyunturales- que aquejan al país, lo más impactante para mí como observador es la ausencia de una conversación nacional, sobre todo entre el gobierno y la sociedad. Es particularmente notoria la existencia de dos mundos: el del gobierno (realmente, el mundito en que se decide dentro del gobierno) y el de las redes sociales. Son dos planetas que se desconocen, ignoran y desprecian mutuamente, sin duda herencia del pasado autoritario: el gobierno hablaba, la población hacía como que oía, pero nadie escuchaba. Me pregunto si es concebible, en la era digital y de la ubicuidad de la información, llevar al país a buen puerto sin diálogo.
El fenómeno se reproduce en otros ámbitos, aunque se note menos. En el consejo directivo de una de las más grandes multinacionales se precian de haber recibido al presidente de la República y a varios de sus colaboradores; en algunas de las empresas más grandes de México se extrañan de que jamás han tenido acceso al presidente o su gabinete. Inevitable escuchar visiones radicalmente distintas de la dirección que lleva el país en cada uno de esos espacios.
Los anuncios del poder legislativo (y de algunos partidos) son particularmente reveladores del gran abismo que separa a la sociedad de sus políticos: se aprobó una determinada ley, nos dicen, y, por lo tanto cambiará la realidad. Similar mensaje envía el gobierno federal cuando argumenta que los problemas de los últimos meses no se deben a decisiones suyas, o a su inacción, sino a la resistencia de intereses particulares a sus reformas. Del lado gubernamental y legislativo se vive una realidad, del de la sociedad otra muy distinta. Cuando se aprobó en el Senado la iniciativa relativa al Distrito Federal, una twitera respondió a esta manera de ver al mundo con singular elocuencia: “Ya no se preocupen, seguro mañana sale una ley contra los narcobloqueos y todo arreglado”.

¿Cuál es la gravedad de este fenómeno?

La ausencia de una conversación nacional sobre los problemas del país y sobre las políticas públicas que se proponen para enfrentarlos se traduce no sólo en incredulidad y desconfianza, sino en el riesgo de anomia, es decir, de una alienación generalizada que acentúe las distancias entre gobernantes y gobernados e impida el progreso que todos supuestamente buscamos.
Hay dos maneras de concebir el problema. Una es mirando a las causas, la otra buscando formas de generar una interacción. Si bien los dos procesos son necesarios, una atención sistemática a las causas lleva a un callejón sin salida porque nadie quiere ceder. Por su parte, el inicio de una conversación puede conllevar a que ambas partes, sociedad y gobierno, comiencen a comprender la complejidad que cada uno enfrenta. El diálogo obligaría al gobierno a comprender lo que aqueja a la sociedad y a reconocer que no todo lo que demanda es absurdo y, quizá más relevante, que hay mayor receptividad de la que se imagina en los corredores gubernamentales. Una apertura a la interacción llevaría a la sociedad a percatarse que los gobernantes no son tan obtusos o ignorantes como supone y a reconocer las restricciones reales bajo las que opera. Mucho de lo que se cocina en el gobierno no responde a lo que la sociedad ve como necesario y muchas de las cosas que parecen obvias y se repiten ad-nauseam en las redes sociales son absurdas bajo cualquier rasero. Ambos lados se beneficiarían de una mejor comprensión del otro.

¿Cómo iniciar un diálogo?

Obviamente no es posible un intercambio abierto en un país de 115 millones de habitantes. Sin embargo, hay mil y un maneras en que se puede avanzar un intercambio que contribuya a construir un espacio de mayor sobriedad en el discurso y, por ende, de civilidad hacia el futuro. Sólo a título de ejemplo, está el modelo que los estadounidenses llaman “town hall meetings”, donde, en un auditorio, unas cien o doscientas personas se reúnen con el presidente –o sus funcionarios- con un formato flexible de preguntas y respuestas que es transmitido por televisión. Pero lo importante no es el formato sino el hecho: intercambiar puntos de vista, pero sobre todo explicar y tratar de convencer. En esta era es imposible gobernar sin convencer, algo que ha estado ausente en la política mexicana. Buenos argumentos pueden ganar comprensión y reconocimiento. Y legitimidad.

¿Esta falta de diálogo obstaculiza la transición democrática?

La gran virtud del sistema político priista de la primera mitad del siglo pasado, sobre todo en contraste con los regímenes autoritarios de Sudamérica, fue que permitió estabilidad y progreso económico. Ese sistema prefería la cooptación y la negociación a la violencia. Su gran defecto fue que, mientras que aquellas sociedades acabaron con sus dictaduras y se democratizaron, la nuestra preservó la cultura autoritaria de antaño, algo que ni los panistas alteraron. A falta de alternativa, y de la futilidad de actos efectistas en un contexto tan polarizado, una conversación nacional podría comenzar a erosionar esos silos que nos corroen.
En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional: es inconcebible el progreso en la era digital y de la globalización sin transparencia y convencimiento mutuo. Esa es una tarea de liderazgo.

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=65802&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=65802

La trascendencia del TLC

 

FORBES – Luis Rubio 

LA VERDADERA TRASCENDENCIA DEL TLC FUE SU CARÁCTER EXCEPCIONAL EN LA VIDA PÚBLICA MEXICANA. Aunque su impacto económico ha sido extraordinario –constituye nuestro principal motor de crecimiento-, su excepcional importancia radica en el hecho de que fue concebido –y ha funcionado- como un medio para conferirle certidumbre a los inversionistas. Antes de que existiera el TLC, la inversión del exterior no crecía por carecer de un marco legal que garantizar la permanencia de las reglas. Es decir, representó un reconocimiento por parte del sistema político que la existencia de regulaciones caprichudas, expropiaciones sin causa justificada y discriminación a favor de ciertos intereses constituían obstáculos infranqueables al crecimiento de la inversión. Su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del llamado “sistema”.

En su origen, y en su concepción original, el objetivo al iniciar la negociación del acuerdo comercial norteamericano fue la creación de un mecanismo que le confiriera certidumbre de largo plazo al inversionista. El contexto en que ese objetivo se procuraba es importante: México venía de una etapa de inestabilidad financiera, altos niveles de inflación, la expropiación de los bancos y, en general, un régimen de inversión que repudiaba la inversión del exterior y pretendía regular y limitar la inversión privada en general. Aunque se habían cambiado los reglamentos respectivos, la inversión del exterior no mostraba disposición a volcarse hacia el país como pretendía el gobierno del momento. El TLC acabó siendo el reconocimiento factual de que se tenía que dar un paso mucho más audaz para poder atraer esa inversión

La negociación del TLC constituyó un hito en nuestra vida política porque éste entraña un conjunto de “disciplinas” (como las llaman los negociadores) que no son otra cosa que impedimentos a que un gobierno actúe como le dé la gana. La aceptación de ese conjunto de disciplinas implica la decisión de auto-limitarse, es decir, de aceptar que hay reglas del juego y que hay un severo costo en caso de violarlas. En una palabra, el gobierno cedió poder en aras de ganar credibilidad, en ese caso frente a la inversión. Y esa cesión de poder le permitió al país generar un enorme motor de crecimiento en la forma de inversión extranjera y exportaciones. Sin esa cesión, el país habría venido dando tumbos los últimos veinte años. En cambio, a través del TLC (y con gran ayuda de las remesas que envían los mexicanos que residen en Estados Unidos) la economía norteamericana se convirtió en nuestra fuente principal de crecimiento económico.

Hoy en día, aunque la inversión del exterior sigue fluyendo de manera regular e incremental, el problema que enfrenta el desarrollo económico tiene mucho más que ver con la incertidumbre que genera la ausencia de reglas confiables, y permanencia de las mismas, dentro del país. Es decir, en tanto que el TLC resolvió el problema de certidumbre para la inversión del exterior, hoy el problema de México es la ausencia de certidumbre para el mexicano común y corriente, incluido el empresario e inversionista nacional.

La incertidumbre surge del hecho que nuestros gobernantes pueden decir sí o no en función de sus propios cálculos personales, políticos o partidistas, sin preocupación de que esa decisión pudiera violar la ley o la legalidad. Esa circunstancia es la que nos hace un país dependiente de un solo hombre y, por lo tanto, impide que se consoliden acuerdos, planes, proyectos o carreras, pues todo se limita al tiempo de un sexenio.

Lo que algún cínico llamó el “sistema métrico sexenal” es una realidad nacional que ni los gobiernos panistas alteraron. La propensión a reinventar el mundo y a negarle valía a lo existente cada que entra un nuevo gobernante tiene consecuencias en los más diversos ámbitos y tiene el efecto de distanciar al gobierno de la sociedad y hacerlo poco responsivo a sus demandas pero, sobre todo, genera un entorno de incertidumbre que afecta todas las decisiones de ahorro, inversión y desarrollo personal, familiar y empresarial.

México necesita evitar esa fuente de incertidumbre para los mexicanos, tal y como lo hizo el TLC para los extranjeros. Sin un Estado de derecho que cree fuentes de certidumbre creíbles, el país estará permanentemente impedido de funcionar.

www.cidac.org

@lrubiof

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Tres años

Luis Rubio

 ¿Qué es lo más relevante de los resultados de las elecciones del 7 de junio?
A unos les fue bien, a otros mal, pero todos tienen que lidiar con la nueva realidad. Muchas lecciones.
Un resumen apretado de lo que yo observé en la elección y en los días que le siguieron es el siguiente: en las gubernaturas, salvo en Campeche y Colima, los electores penalizaron al partido en el poder: resulta que votar fue mucho más productivo para quienes están molestos que no votar o anular; Morena fue el gran ganador, seguido de cerca por el Verde; el PAN y el PRD son los grandes perdedores, ambos por sus divisiones internas; el PRI retuvo su posición en el congreso, símbolo de la capacidad de comprar y manipular votos más que de haberse súbitamente renovado. Hoy hay dos actores en la palestra que seguramente competirán entre sí en el 18: AMLO y el Bronco.
¿A qué se deben estos resultados?
Hay explicaciones para cada uno de estos factores, pero lo que me parece más importante destacar es que el Pacto por México resultó letal para el PAN y el PRD; difícil creer que el resultado para el PRI en el Congreso refleje algo distinto: salvo que las reformas eventualmente transformen al país y esos partidos lo puedan capitalizar, el costo de la percepción de parálisis y de la sensación de que desapareció la oposición es inconmensurable.
Cada partido y candidato enfrentó circunstancias particulares pero el conjunto revela un electorado más sofisticado de lo que parecería a primera vista. En Querétaro, por ejemplo, los votantes dejaron claro que quieren evitar que un partido se perpetúe en el poder, a pesar de que el gobernador saliente es popular y ampliamente reconocido. Por otro lado, la elección confirmó que el votante promedio está dispuesto a vender su voto y es honorable en cumplir su parte: esto quizá no esa encomiable desde una perspectiva electoral, pero habla de una capacidad, y sobre todo disposición, a cumplir contratos y acuerdos, algo nada despreciable en otros ámbitos dada la ausencia de un sistema judicial eficaz.
¿Qué nos dice esta elección sobre nuestro contexto político?
Quizá la lección más grande que arroja la elección es que el país enfrenta un problema de esencia: el sistema político no funciona. Los electores pueden ser cada vez más sofisticados en su forma de votar o mandar mensajes, pero eso no compensa la disfuncionalidad del sistema en su conjunto y su falta de representatividad. Y ese es el asunto medular.
México lleva décadas tratando de cambiar para que nada cambie. Ciertamente, la economía ha cambiado mucho pero, al estilo del Gattopardo, se ha hecho hasta lo indecible por preservar los beneficios y privilegios del viejo sistema. Aunque nadie puede negar los enormes avances en diversos frentes, la estructura del poder sigue siendo la misma, excepto que se incorporó al PAN y PRD en la misma lógica de la corrupción ancestral: todo cambió para que nada cambiara. Ahora el costo de esto es visible a todas luces.
¿Qué papel han jugado las reformas estructurales?
El actual gobierno aceptó el mantra de las últimas décadas de que urgía un conjunto de reformas y que éstas, solitas, transformarían al país. Se decía que los problemas estaban «sobre diagnosticados”; lo que nunca se dijo fue que, para que rindieran frutos, las reformas tenían que modificar la estructura del poder en general y en cada sector reformado. Hoy parece obvio que lo que hace falta es gobernar y que las reformas, tan necesarias como son, no son factibles en ausencia de un gobierno capaz de cumplir su cometido. La renuncia a la reforma más trascendente, la educativa, es muestra flagrante de la ausencia de visión y perspectiva o, al menos, de una enorme perversión en las prioridades.
El corazón del asunto es que no es posible pretender cambiar al país como prometió el gobierno actual si no se pone en la mesa tanto la función del poder como su distribución. No se puede llevar a cabo una reforma del país -igual en un sector que en lo general- si el criterio número uno es no afectar a los grupos cercanos al poder; y no se puede pretender ser exitoso en reformar si el criterio que subyace a la reforma es el de no alterar la estructura del poder. Reformar no es otra cosa que afectar intereses creados; si eso no se quiere o puede hacer, la reforma es imposible.
¿Qué sigue ahora para este gobierno?
Yo sólo veo dos escenarios posibles. Uno es seguir pretendiendo que nada pasa, que el resultado electoral legitima esa «estrategia». El otro escenario, el que sería deseable, es que la clase política reconozca la urgencia de actuar.
El riesgo de no hacer nada es que el sistema acabe colapsado: igual podría venirse abajo todo el arreglo político (ej. Rusia), crecer las vertientes anti sistémicas que proliferan por todas partes, o provocarse el advenimiento de un movimiento reaccionario que mine no sólo lo logrado con tantas penurias por tanto tiempo, sino que regrese al país a la edad de piedra. Venezuela no es inconcebible.
Lo que en la clase política y el gobierno no se entiende es el para qué de su función. Más allá de sus intereses como grupo, su labor se tiene que aterrizar en mejorías sustantivas y sistemáticas en terrenos transformadores como productividad, legalidad, educación y corrupción. Mientras eso no ocurra, el alto ruido de la baja política seguirá minando la legitimidad del sistema y la viabilidad del país. También la de sus propios intereses.
El momento actual ofrece -y exige- una oportunidad excepcional para que un gran liderazgo transforme al país. Ese liderazgo podrá venir del propio gobierno o de alguno de los actores que mostraron dotes y capacidad excepcional de acción y recuperación. Quien lo encabece decidirá el futuro.

Lee el artículo publicado en Reforma

 

 

 

Victoria electoral en México… ¿para qué?

América Economía – Luis Rubio

Hay dos hechos indiscutibles en los resultados de los comicios del domingo pasado: por un lado, el partido del gobierno logró mantener su posición en el congreso, lo que constituye un triunfo bajo cualquier rasero. Por otro, hay amplia evidencia de una profunda desazón social a todos niveles (76% desaprueba al gobierno, BGC), capitalizada por “el Bronco” a todo color. Parecerían circunstancias incompatibles y contradictorias, pero no lo son. La combinación es un fiel reflejo de la intrincada realidad que vive el país. La gran pregunta es qué hará el gobierno con su victoria: ¿persistirá en su pretensión de que ya reformó al país y todo lo que hay que hacer es esperar a que el árbol dé frutos por sí mismo? o ¿convertirá el resultado electoral en la oportunidad de construir una capacidad de gobierno que efectivamente haga posible que sus reformas rindan frutos? Aunque parezcan similares, son proyectos radicalmente distintos.

No es difícil describir lo que ocurrió la semana pasada. Por el lado estrictamente electoral, las elecciones intermedias, aunque cada una es única, son siempre elecciones de maquinaria y por eso el PRI goza de una enorme ventaja. Esa maquinaria fue la que le hizo perder más de cien escaños al PAN en 2009, por lo que no sorprende que haya tenido el efecto contrario en esta ocasión. También es importante anotar que esa maquinaria fue asistida, de manera perversa, por los anulistas, cuya acción tuvo el efecto de alterar el denominador y regalarle plurinominales al PRI. Paradojas que da la vida: nadie sabe para quién trabaja.

Nadie puede disputar el resultado electoral, pero persiste el dilema: victoria ¿para qué? ¿Para seguir negándole a la población la oportunidad de prosperar? o ¿para hacer valer las reformas y crear una nueva plataforma con vista hacia el futuro?

Por el lado del hartazgo, las causas son muchas y múltiples, algunas objetivas y otras psicológicas, pero todas cuentan y, más importante, se suman. Para unos el flagelo es la inseguridad, para otros los impuestos. Para otros más la flagrante corrupción. Para todos, la parálisis gubernamental ha sido pasmosa y su coronación fue la decisión de suspender la reforma educativa: evidencia clara de un gobierno que no funciona. Nuevo León resumió la dinámica que vive el país porque ahí un candidato hizo suyo el hartazgo como plataforma de campaña, teniendo al gobernador saliente como perfecto ejemplo de lo que la población repudia.

El problema no es nuevo y no es culpa de la actual administración. Félix Cortés argumentaba que por décadas la gente votó por Cantinflas como un medio para expresar enojo y repudio, mensaje que los políticos nunca entendieron o atendieron. Es decir, el problema es viejo pero se va acumulando y tiende a crecer en la medida en que se aceleran las expectativas y éstas se multiplican por la comunicación instantánea que permiten los teléfonos y las redes sociales. En contraste con España, donde existen, o son posibles, mecanismos institucionales alternativos para canalizar el hartazgo, en México ese camino es virtualmente imposible, lo que se torna en una amenaza soterrada a la estabilidad.

Es por esto último que resulta trascendental lo que decida hacer el gobierno con su triunfo. Dada su historia a la fecha, sobre todo de los últimos meses, es de esperarse que se declare victorioso y cierre la puerta. Desde su perspectiva, es fácil argumentar que los protestantes, igual las CETEG que la CNTE, son meros revoltosos que ya fueron reprobados en las urnas; que los empresarios que se sienten atosigados por interminables requerimientos y por la ausencia de un entorno que genere confianza, son unos exagerados, acostumbrados a evadir el fisco en lugar de dedicarse a trabajar; y que los opinadores son una punta de vividores en sus torres de marfil.

Independientemente de que en algunos casos el gobierno tuviera razón, la salida fácil es ignorar a todos. Sin embargo, eso no le ayudaría a concluir el sexenio en paz. En este contexto, no deja de ser particularmente irónico, y revelador, el planteamiento que hizo el secretario de Hacienda en la OECD: que hay antecedentes históricos para la desconfianza y que ésta se prolongue por décadas. Cierto sin duda, pero, aunque se refería a Grecia, es interesante para un gobierno que se ha dedicado a gastar, incrementar el déficit y la deuda, reproducciones casi perfectas de los factores que causaron las crisis de los 70 a los 90.

Más allá de las razones del resultado electoral, la realidad del país sigue siendo la misma: una aparentemente incontenible subversión en el sur; una población sin futuro por la falta de un sistema educativo compatible con el mundo de la globalización; una economía estructuralmente incapaz de producir altas tasas de crecimiento; una sociedad atosigada por la inseguridad y sin proyecto de mejora dada la ausencia de una estrategia creíble de seguridad fundamentada en el desarrollo policial y del poder judicial a todos los niveles de gobierno; un sistema de gobierno caduco y disfuncional que no gobierna, no satisface los requisitos mínimos de desempeño y no crea condiciones para que la sociedad pueda vivir en paz y prosperar.

La elección creó una nueva disyuntiva: lo hacen los políticos institucionalizados o lo hacen los independientes. No es asunto menor y el reto es monumental.

Nadie puede disputar el resultado electoral, pero persiste el dilema: victoria ¿para qué? ¿Para seguir negándole a la población la oportunidad de prosperar? o ¿para hacer valer las reformas y crear una nueva plataforma con vista hacia el futuro? Lo primero garantizaría que el 2018 sea de los revoltosos, cualquiera que sea el color de su camisa. Lo segundo le ofrecería una oportunidad de esperanza a todos.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/victoria-electoral-en-mexico-para-que

Victoria ¿para qué?

Luis Rubio

¿Cuál es tu lectura de los resultados de la elección intermedia?

Hay dos hechos indiscutibles en los resultados de los comicios del domingo pasado: por un lado, el partido del gobierno logró mantener su posición en el congreso, lo que constituye un triunfo bajo cualquier rasero. Por otro, hay amplia evidencia de una profunda desazón social a todos niveles (76% desaprueba al gobierno, BGC), capitalizada por “el Bronco” a todo color. Parecerían circunstancias incompatibles y contradictorias, pero no lo son. La combinación es un fiel reflejo de la intrincada realidad que vive el país. La gran pregunta es qué hará el gobierno con su victoria: ¿persistirá en su pretensión de que ya reformó al país y todo lo que hay que hacer es esperar a que el árbol dé frutos por sí mismo? o ¿convertirá el resultado electoral en la oportunidad de construir una capacidad de gobierno que efectivamente haga posible que sus reformas rindan frutos? Aunque parezcan similares, son proyectos radicalmente distintos.

No es difícil describir lo que ocurrió la semana pasada. Por el lado estrictamente electoral, las elecciones intermedias, aunque cada una es única, son siempre elecciones de maquinaria y por eso el PRI goza de una enorme ventaja. Esa maquinaria fue la que le hizo perder más de cien escaños al PAN en 2009, por lo que no sorprende que haya tenido el efecto contrario en esta ocasión. También es importante anotar que esa maquinaria fue asistida, de manera perversa, por los anulistas, cuya acción tuvo el efecto de alterar el denominador y regalarle plurinominales al PRI. Paradojas que da la vida: nadie sabe para quién trabaja.

¿Qué dice esta elección sobre el sentir de la ciudadanía?

Por el lado del hartazgo, las causas son muchas y múltiples, algunas objetivas y otras psicológicas, pero todas cuentan y, más importante, se suman. Para unos el flagelo es la inseguridad, para otros los impuestos. Para otros más la flagrante corrupción. Para todos, la parálisis gubernamental ha sido pasmosa y su coronación fue la decisión de suspender la reforma educativa: evidencia clara de un gobierno que no funciona. Nuevo León resumió la dinámica que vive el país porque ahí un candidato hizo suyo el hartazgo como plataforma de campaña, teniendo al gobernador saliente como perfecto ejemplo de lo que la población repudia.
El problema no es nuevo y no es culpa de la actual administración. Félix Cortés argumentaba que por décadas la gente votó por Cantinflas como un medio para expresar enojo y repudio, mensaje que los políticos nunca entendieron o atendieron. Es decir, el problema es viejo pero se va acumulando y tiende a crecer en la medida en que se aceleran las expectativas y éstas se multiplican por la comunicación instantánea que permiten los teléfonos y las redes sociales. En contraste con España, donde existen, o son posibles, mecanismos institucionales alternativos para canalizar el hartazgo, en México ese camino es virtualmente imposible, lo que se torna en una amenaza soterrada a la estabilidad.

¿Qué implica esa falta de mecanismos institucionales?
Es por esto que resulta trascendental lo que decida hacer el gobierno con su triunfo. Dada su historia a la fecha, sobre todo de los últimos meses, es de esperarse que se declare victorioso y cierre la puerta. Desde su perspectiva, es fácil argumentar que los protestantes, igual las CETEG que la CNTE, son meros revoltosos que ya fueron reprobados en las urnas; que los empresarios que se sienten atosigados por interminables requerimientos y por la ausencia de un entorno que genere confianza, son unos exagerados, acostumbrados a evadir el fisco en lugar de dedicarse a trabajar; y que los opinadores son una punta de vividores en sus torres de marfil.
Independientemente de que en algunos casos el gobierno tuviera razón, la salida fácil es ignorar a todos. Sin embargo, eso no le ayudaría a concluir el sexenio en paz. En este contexto, no deja de ser particularmente irónico, y revelador, el planteamiento que hizo el secretario de Hacienda en la OECD: que hay antecedentes históricos para la desconfianza y que ésta se prolongue por décadas. Cierto sin duda, pero, aunque se refería a Grecia, es interesante para un gobierno que se ha dedicado a gastar, incrementar el déficit y la deuda, reproducciones casi perfectas de los factores que causaron las crisis de los 70 a los 90.

¿Qué cambia y qué no cambia con la elección del 7 de junio?
Más allá de las razones del resultado electoral, la realidad del país sigue siendo la misma: una aparentemente incontenible subversión en el sur; una población sin futuro por la falta de un sistema educativo compatible con el mundo de la globalización; una economía estructuralmente incapaz de producir altas tasas de crecimiento; una sociedad atosigada por la inseguridad y sin proyecto de mejora dada la ausencia de una estrategia creíble de seguridad fundamentada en el desarrollo policial y del poder judicial a todos los niveles de gobierno; un sistema de gobierno caduco y disfuncional que no gobierna, no satisface los requisitos mínimos de desempeño y no crea condiciones para que la sociedad pueda vivir en paz y prosperar.
La elección creó una nueva disyuntiva: lo hacen los políticos institucionalizados o lo hacen los independientes. No es asunto menor y el reto es monumental.
Nadie puede disputar el resultado electoral, pero persiste el dilema: victoria ¿para qué? ¿Para seguir negándole a la población la oportunidad de prosperar? o ¿para hacer valer las reformas y crear una nueva plataforma con vista hacia el futuro? Lo primero garantizaría que el 2018 sea de los revoltosos, cualquiera que sea el color de su camisa. Lo segundo le ofrecería una oportunidad de esperanza a todos.

Leer el artículo publicado en Reforma

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=64776&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=64776

Ejército y democracia

Luis Rubio
¿Qué es lo que caracteriza al ejército mexicano?
Un conjunto contradictorio de paradojas. Por una parte, es la institución que goza del mayor prestigio y reconocimiento popular. Por otro es, con la posible salvedad de algunos cuerpos policiacos, la entidad más criticada en términos de derechos humanos. En la última década se le ha involucrado en tareas policiacas para las cuales no está preparado ni entrenado, a la vez que se ha vedado de actuar en zonas de alta peligrosidad, sobre todo las que se caracterizan por elevada actividad guerrillera. Además, el cuerpo militar sigue viviendo bajo una lógica política típica del siglo XX, incompatible con el entorno de transparencia que es inherente a la era de la globalización y la ubicuidad de la información. El resultado de estas paradojas es que al soldado mexicano se le exige lo que no puede dar, se le critica por lo que no es su responsabilidad y no se ha creado una nueva estructura legal e institucional que le permita entrar de lleno al siglo XXI.
¿En qué consisten los retos del Ejército?
Su reto no es diferente al del país. Al igual que la economía o el gobierno, las ataduras del pasado han impedido que el ejército se transforme en una institución compatible con el tiempo que hoy vivimos. Así como en la economía persiste una enorme porción que no es competitiva y el gobierno opera en un marco de prácticas patrimonialistas y rechaza modernizarse, el ejército padece el pasado y no se adapta al presente. La consecuencia de estas circunstancias para el gobierno o la economía se notan en la persistente pobreza, patéticas tasas de crecimiento y alto desempleo. La consecuencia para el ejército es que, por decirlo con un dicho popular, se le manda «a la guerra sin fusil» pero con todas las responsabilidades. Así, los soldados acaban siendo denostados y, a la vez, no cuentan con instrumentos para actuar en el contexto que la sociedad y la comunidad de derechos humanos, nacional e internacional, espera de ellos.
Yo veo dos grandes asuntos: por un lado, un ejército al que se le demandan resultados sin contar con los instrumentos o la formación que serían necesarios para lograrlos. Obligar a los soldados a realizar tareas policiacas para las cuales no están preparados es un ejemplo obvio. No es lo mismo ser militar que ser policía. A nadie debería sorprender que esa incompatibilidad genere consecuencias desagradables. La experiencia estadounidense en Irak es exactamente la misma: el asunto no es de nuestros soldados sino de nuestros políticos.
El segundo asunto es el de las relaciones entre civiles y militares. El sistema político autoritario del siglo XX empataba con un ejército profesional encabezado por los propios militares. Prueba de lo extraño de la transición política que hemos vivido desde los sesenta es el hecho que la relación formal entre civiles y militares no ha cambiado ni un ápice a pesar de que la estructura al menos formal de nuestro sistema de gobierno ha adoptado formas democráticas. El resultado ha sido perjudicial para el ejército. Puesto en términos llanos, el ejército ha pagado el pato de un cambio político incompleto y malogrado.
¿Qué cambios en la realidad mexicana han impactado al ejército?
La transición política produjo la situación de inseguridad que hoy vivimos. Pasamos de un régimen autoritario que todo lo controlaba a un sistema abierto que perdió todo control. La seguridad se mantenía gracias a que el poderoso gobierno federal administraba a la criminalidad y ejercía un férreo control sobre el conjunto social. El gradual colapso del viejo sistema (que no fue voluntario sino producto de la evolución normal de la sociedad y de la economía) no vino acompañado de la construcción de capacidad gubernamental a nivel de estados y municipios. Lo que antes hacia el gobierno federal, ahora nadie lo hace.
El ejército acabó siendo la única institución con la capacidad, fuerza y recursos para zanjar el abismo que los políticos crearon, gracias a su falta de visión y previsión. Enviar al ejército a atender problemas de criminalidad acabó siendo una solución expedita que, sin embargo, no redujo el recelo de los propios políticos. El resultado fue un mandato que nunca fue claro, una responsabilidad que los políticos nunca asumieron y un ejército que tenía que realizar tareas para las cuales no estaba entrenado o preparado, todo ello sin un marco legal adecuado. El ejército entró al quite porque no había de otra, pero quienes los enviaron al frente jamás planearon, ni construyeron, a las policías modernas que debían reemplazarlos. El ejército quedó «colgado de la brocha».
¿Qué es lo que hace falta para corregir la situación actual?
La inacabada democracia ha impedido la consolidación de un nuevo régimen que redefina las relaciones entre gobierno y ciudadanía y eso ha hecho que persistan innumerables espacios autoritarios. Inevitablemente, la misma ambigüedad que existe en materia de relaciones entre sistema político y ciudadanía también es observable en las relaciones entre civiles y militares.
Culpar a los soldados por potenciales excesos es una atrocidad producto de los desencuentros entre políticos. Eventos como el de Tlatlaya debería llevarnos a construir una institucionalidad política distinta que encare, de una vez por todas, la problemática de seguridad que afecta al país y que, inexorablemente,  pasa por el delicado e injusto asunto que es el que caracteriza a la relación entre civiles y militares y que padecen todos los días los miembros de las fuerzas armadas.
Quienes vilipendian al ejército deberían preguntarse cómo estaría la situación de seguridad sin su presencia.
http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=64284&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=64284
http://hemeroteca.elsiglodetorreon.com.mx/pdf/dia/2015/06/07/07tora07.pdf?i&acceso=b85a1dd944d366b2f93bc51a985b8ffc
Ejército y democracia
Luis Rubio
DOMINGO 7 DE JUNIO DE 2015

El gobierno de Peña Nieto paralizado antes los hechos de septiembre

América Economía – Luis Rubio

 En la vida pública, dicen los políticos, no hay nada más importante que el timing. Una misma acción puede tener efectos dramáticamente distintos, dependiendo del momento en que se emprenden. Eso no le hubiera sorprendido a San Agustín, quien desde el siglo V había afirmado que “el tiempo es presente en tres facetas: el presente como lo experimentamos; el pasado como memoria presente; y el futuro como expectativa presente”. El problema de nuestra era es que esos tres momentos se han comprimido, convirtiendo al famoso “timing” en la variable más importante de la administración económica, si no es que, de facto, la única relevante.

Se dice fácil, pero lo toral del mundo de hoy es el tiempo en nuestros tiempos. Antes, el tiempo era una variable inexistente en las políticas económicas que por décadas aconsejaron el FMI y una pléyade de economistas. La lógica en esa era era simple y llana, pero también estática porque así lo permitía un mundo que cambiaba relativamente poco y no con celeridad: se podía pasar de un punto de equilibrio a otro siguiendo un recetario conocido. Eso es lo que intentó el gobierno con los resultados que están a la vista. Antes, la política económica seguía un recetario conocido y, por lo tanto, el que una reforma tomara más o menos tiempo en madurar era irrelevante. Hoy eso ya no existe.

A no ser que el desempeño económico cambie súbitamente, lo que el gobierno no puede hacer es pretender que el tiempo no importa y que estará eternamente protegido de la presión social.

En el mundo de la globalización y, sobre todo, de las expectativas crecientes, el tiempo ya no es solo importante: es lo único que importa. Dice David Konzevik que “las expectativas van por el elevador y el nivel de vida por la escalera” y esa incongruencia tiene profundas implicaciones políticas, mismas que explican en buena medida la desazón que aqueja al país en la actualidad. El tiempo no es importante: es todo.

En este contexto, es una ingenuidad creer que, en términos políticos y de credibilidad, los resultados pueden esperar sin que la gente vaya viendo progresos palpables, no en las cifras macro económicas sino, como dijo Perón, “en el órgano más sensible del cuerpo humano: el bolsillo”. En este mundo, la única forma de hacer compatible el contraste entre la velocidad en que crecen las expectativas y la realidad cotidiana es con un liderazgo capaz de mantener la esperanza, eso que no hay hoy.

La noción de que no importa el tiempo, que éste es un recurso infinito y que las cosas se resuelven solas es muy atractiva, pero falaz y constituye un entorno fenomenal para liderazgos disruptivos que prometen soluciones milagrosas que jamás podrían satisfacer.

El problema del tiempo se complica aún más con otro cambio que está revolucionando nuestra realidad: todo se sabe de manera instantánea. La combinación de la ubicuidad de información con un desempeño tan pobre de la economía y alto desempleo indigna a la población, haciendo que otros males se vuelvan cruciales: así es como la corrupción se ha tornado en un factor revolucionario que, a su vez, le da un golpe letal a la clase política tradicional. Baste observar el contraste en las respuestas de Brasil y Chile frente a México: independientemente de si lo han hecho bien o mal, allá tuvieron que responder; aquí el gobierno cree que un resultado no muy malo en los próximos comicios lo saca del hoyo.

La paradoja es que, en tanto que la clase política podría responder ante reclamos comunes (educación, transporte, salud), le es prácticamente imposible eliminar la corrupción, porque ésta constituye el oxígeno de su actividad. Peor, la presión que ejerce la sociedad, sobre todo a través de las redes sociales, crece no de manera lineal sino exponencial. Igualmente exponencial es la presión por mejorar los niveles de vida de las mayorías que deciden las elecciones, por lo que el argumento de que se puede esperar hasta que las cosas maduren es ilusorio. La única verdad es la realidad de hoy. Es a ese reto que el gobierno tiene que responder.

La gran ventaja, así sea efímera y poco edificante, con que cuentan los políticos mexicanos respecto a los de Brasil y Chile, es que México es un país infinitamente menos democrático que aquellos. Si los políticos mexicanos comprendieran este factor y, sobre todo, el hecho de, por más que lo quisieran, que este no es infinito o inamovible, podrían convertirlo en un instrumento transformador. Mientras que las sociedades brasileña y chilena han acorralado, cada una a su manera, a sus respectivos gobiernos,  forzándolos a responder, en México nada ha pasado. Su oportunidad reside en anticiparse a esa demanda.

El gobierno se paralizó ante los sucesos de septiembre, más por su propia incapacidad de respuesta y su expectativa de que el resultado electoral lo reivindicará y liberará del escarnio social, que de la probabilidad de que los casos de corrupción lo pudieran tumbar, algo no inconcebible en nuestros vecinos sureños. Aquí es evidente que, por más que las elecciones sean libres y los votos se cuenten, persiste una enorme distancia entre la sociedad y el gobierno. Es decir, por más que haya corrupción, el riesgo de que un político de las primeras líneas pierda su empleo es irrisorio.

El tiempo en nuestros tiempos acabará dando al traste a ese privilegio, que tarde o temprano desaparecerá, circunstancia que le confiere la enorme oportunidad de anticiparse. A no ser que el desempeño económico cambie súbitamente, lo que el gobierno no puede hacer es pretender que el tiempo no importa y que estará eternamente protegido de la presión social. Nunca han sido más importantes el liderazgo y la esperanza.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/el-gobierno-de-pena-nieto-paralizado-antes-los-hechos-de-septiembre

Soluciones

Luis Rubio

¿En qué consistió el éxito del sistema político y las condiciones económicas del México posrevolucionario?
El logro de estabilidad y elevadas tasas de crecimiento luego de la era revolucionaria fue casi milagroso y contrastaba con las interminables dictaduras sudamericanas. Todo sugería que México había logrado una receta exitosa y permanente. Funcionó hasta que se agotó.
Pero lo significativo –y la virtud- de aquella era fue el hecho de que los diversos componentes del mecanismo de relojería que lo hacían funcionar en general cuadraban. La autarquía económica empataba con el sistema político autoritario y la estructura de controles verticales que era inherente al sistema priista mantenía a raya a los gobernadores. El esquema respondía a la realidad del momento en que se construyó –la época postrevolucionaria y, sobre todo, la era de la postguerra- y permitió que el país progresara.
¿Qué vicios surgieron a partir de las prácticas de esa época?
Por supuesto, el hecho de que hubiera progreso en algunos ámbitos no implicaba que el sistema estuviera libre de contradicciones. Cuando estas asomaban su cabeza, el sistema respondía: fue así como actuó (anuló) a las candidaturas presidenciales independientes cuando se presentaron y reprimió movimientos guerrilleros y, hacia el final de la era, el estudiantil. La preferencia fue siempre la cooptación y esa táctica tan priista: sumar a la disidencia en la corrupción general del sistema bajo el principio de que no hay lealtad más fuerte que la que surge de la complicidad.
Los problemas comenzaron cuando las contradicciones dejaron de ser menores y las respuestas tradicionales ya no resolvían los problemas. Por ejemplo, sin reconocer que se trataba de un problema estructural fundamental emanado de la evaporación de divisas para financiar las importaciones, Echeverría respondió ante la “atonía” con un súbito y masivo incremento del gasto público, rompiendo todos los equilibrios hasta entonces conocidos. Moverle “un poquito” acabó minando la vieja estabilidad, destruyendo la confianza de la población y poniendo al país ante el umbral de la hiperinflación.
¿En qué han fallado las reformas para atender estos problemas?
Rotos los equilibrios, eventualmente comenzaron los intentos de solución, todos ellos concebidos para preservar la esencia del sistema priista pero a la vez dándole oxígeno a la economía: una flagrante contradicción, pero lógica en su contexto. Russell Ackoff, un pensador estadounidense, escribió que hay cuatro maneras de atacar un problema: absolución, resolución, solución y disolución. De todos estos, dice Ackoff, solo la disolución permite eliminar el problema porque entraña el rediseño del contexto en el que éste surge. Es decir, lo que México requería (y requiere) era una transformación integral similar a la que experimentaron naciones hoy exitosas –cada una en sus términos- como Corea, Chile y, antes de euro, España e Irlanda.
Lo que de hecho se hizo fue intentar responder a los problemas atendiendo a sus manifestaciones más evidentes y confiando en que estos desaparecerían (“absolver” en la terminología de Ackoff). Es así como se atravesó por diversas reformas políticas, aperturas parciales y liberalizaciones fragmentarias. No es que hubiera mala fe; más bien, el objetivo último residía en la preservación de la esencia del sistema político y sus beneficiarios. Visto desde esta perspectiva, la más emblemática de las reformas electorales (1996) no fue otra cosa que el paso de un sistema unipartidista a  otro que encumbra a tres partidos. El régimen ampliado extendió los beneficios a nuevos participantes y creó un esquema de competencia que no alteró la esencia del viejo sistema, solo lo “democratizó”.
Lo que no se resolvió fueron las contradicciones. Una a una, estas se han venido atacando de maneras en ocasiones creativas, pero siempre limitadas. En una época se procuraron apoyos de “hombres-institución”, personas responsables que comprendían lo que estaba de por medio y cuidaban que no se rompieran los equilibrios (y hubo –y hay- muchas más de estas figuras de lo que uno imagina); en otra se construyeron entidades “autónomas” y “ciudadanas” bajo la noción de que los integrantes de sus consejos no se prestarían a malos manejos y garantizarían la seriedad y confiabilidad de sus acciones en materia electoral, de regulación económica y, más recientemente, energética. No disputo la lógica, conveniencia o potencial de este tipo de respuestas, pero es evidente que no han sido suficientes para resolver problemas que sólo pueden ser resueltos con una visión transformadora mucho más acabada. Sirven mientras sirven y luego comienzan a ser costosas. En todo caso, dependen de personas en lo individual.
¿Qué impacto tienen estas características del sistema en los próximos comicios?
Ahora que vienen las elecciones, los candidatos y sus partidos se atacan y contraatacan pero, salvo excepción, no ofrecen alternativas atractivas. En el caso de los gobernadores, que acaban de dueños de vidas y almas en sus entidades, la diferencia entre uno bueno y otro malo es absoluta y por eso son tan desgarradoras las contiendas. La mayoría sólo quiere enriquecerse o utilizar cada puesto como medio para el siguiente. Como alguna vez me dijo un viejo político, “unos hacen su chamba pero la mayoría se dedica a construir la siguiente”.
Con estos bueyes hay que arar. En Miguel Hidalgo, en el DF, se está dando un caso peculiar: una candidata mal hablada pero efectiva como ella sola y sin ambición de otra chamba, contendiendo por la oportunidad de gobernar a la delegación que financia a toda la entidad pero que lleva décadas mal administrada y peor gobernada. Xóchitl Gálvez tiene mi voto porque es una persona derecha que se dedica a lo que hace y hace lo que se tiene que hacer.