Contrapunto

Luis Rubio

La gran magia del viejo sistema político radicaba en la expectativa de que siempre habría una nueva oportunidad para reinventar al país con el cambio de gobiernos. Cuando un gobierno era malo, se afirmaba que “no hay mal que dure seis años ni pueblo que lo aguante.” Cuando era bueno, la ciudadanía lo premiaba con un voto favorable en las elecciones del sucesor. Pero los presidentes de antaño no daban paso sin huarache: buenos o malos, populares o no, recurrían a mecanismos transaccionales para asegurar un voto favorable, además de que empleaban todos los mecanismos de fraude electoral que fuesen necesarios para asegurar un triunfo abrumador. Estamos en otra etapa de la política mexicana -al menos de la realidad política del país- pero parecería que hemos vuelto a la era de la compra de votos, a la buena o a la mala, a la legalita o a la legalona. La pregunta es si el nuevo método será igual de exitoso que los de entonces.

El primer indicio de que este sexenio sería diferente se hizo evidente en su desinterés -de hecho, radical oposición- a promover el crecimiento de la economía. La prioridad, desde el comienzo, fue la sucesión de 2024 y nada más. A pesar de la retórica de que “primero los pobres”, para el presidente los pobres eran un instrumento electoral y disminuir la pobreza iba contra el objetivo sucesorio: en palabras de la presidenta de Morena al inicio del sexenio, “cuando sacas a gente de la pobreza y llegan a clase media se les olvida de donde vienen, porque la gente piensa como vive.” En pocas palabras: los pobres son una reserva de votos y lo último que le conviene a Morena es que haya menos pobres y más gente de clase media porque esas personas dejan de concebirse como “pueblo” para pensar como ciudadanos. El crecimiento económico acaba siendo un maleficio para el único objetivo que motivó a esta administración: asegurar el triunfo en 2024.

Consecuentemente, todo lo que se hizo a lo largo del sexenio siguió una lógica estrictamente electoral: dónde están los votos y cómo asegurar que los programas gubernamentales los hagan dependientes de las dádivas que otorga el gobierno, pero siempre a nombre del presidente, como si fuesen sus propios fondos. Las transferencias a adultos mayores, a los jóvenes y a otros públicos-objetivo tuvieron una lógica estrictamente política y la evidencia muestra que la pobreza no fue uno de los criterios relevantes. Es decir, la narrativa dice una cosa, pero la lógica fue siempre de laser: asegurar los votos.

Los gobiernos de antaño -desde la Revolución hasta 2018- buscaban los votos por dos caminos: por un lado, procuraban adoptar estrategias económicas y de inversión que se tradujeran en una significativa mejora económica que, a su vez, elevara los niveles de vida y que, por lo tanto, satisficiera a la población, confiando que eso se traduciría en un voto favorable al gobierno saliente. Algunos fueron sumamente exitosos, otros acabaron provocando crisis terribles, pero no hubo uno solo que no siguiera esa lógica, similar a lo que uno podría observar en cualquier lugar del planeta.

La otra forma de buscar votos era transaccional: los candidatos inventaban toda clase de mecanismos para intercambiar favores por votos. En alguna era distribuían enseres domésticos, desayunos o despensas a cambio de la promesa del voto (más adelante exigieron una foto del voto mismo), en otras produjeron tarjetas de efectivo, pero el propósito era transparente: cualquiera que haya sido el desempeño del gobierno saliente, el candidato o candidata ofrecían un “incentivo” para que el votante respondiera favorablemente el día de los comicios. En la era previa a la reforma electoral de 1996, se adicionaban diversas estrategias para asegurar que el voto fuera como el gobierno y su partido querían: manipulación del padrón, ratón loco, uso faccioso de los medios de comunicación, etcétera. Con la reforma de 1996 se prohibieron todas esas prácticas y, aunque lo que siguió no fue perfecto, constituyó un esquema de impecable equidad para la competencia electoral, como muestran las innumerables alternancias de partidos en el poder a todos los niveles de gobierno.

Hoy hemos vuelto a la era prehistórica, ciertamente predemocrática, de la vida política nacional. El presidente no tiene ni el menor escrúpulo en emplear todos los recursos a su alcance para asegurar su objetivo electoral. Cuando se le cierra un camino -por ejemplo un llamado del INE (ya de por sí sesgado) para que se abstenga de ser tan craso en sus formas- inventa veinte reformas constitucionales para estar en el ámbito electoral todos los días. Tampoco tiene el menor empacho de presentarse como el jefe de la campaña de su candidata, a la que limita y obstaculiza todo el tiempo.

El devenir de esta elección dependerá de un solo factor: en qué medida la ciudadanía reconoce la manipulación a la que ha sido sometida por el gobierno a través del intercambio de favores por votos. Si el votante observa que se trata de una manipulación al viejo estilo, actuará como ciudadano; si cree que se trata de un liderazgo mítico, se comportará como pueblo dependiente, a la expectativa de más dádivas.

Como dice otro dicho, “A cada santito le llega su fiestecita.” La de este año va a marcar un antes y un después.

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REFORMA
18 febrero 2024

Lo que falta

Luis Rubio

Parafraseando a Albert Camus en su discurso al recibir el premio Nóbel, “todos los gobiernos sin duda se sienten destinados a cambiar el mundo.” Pocos lo logran. Tan pronto concluyen su mandato, comienzan las reverberaciones: lo que quedó inconcluso, lo que no se hizo, lo que se hizo mal. O peor. En la era postrevolucionaria mexicana la respuesta natural fue la de corregir el rumbo en lo que acabó denominándose la “teoría del péndulo:” un gobierno se movía en una dirección, el siguiente corregía el camino en el sentido opuesto. Esta manera de funcionar cambió a partir de los ochenta en que el país optó por incorporarse en los circuitos tecnológicos, financieros y comerciales del mundo en aras de lograr una estabilidad duradera. Desde 2018 el gobierno ha intentado obviar aquel objetivo, lo que ha recreado el riesgo de un movimiento pendular. ¿Dónde quedó la bolita?

Contrario a lo que usualmente se piensa (y se insiste en la narrativa diaria) entre los ochenta y 2018 hubo menos continuidad de lo aparente y ciertamente no hubo una estrategia consistente a lo largo del periodo. Luego de un inicio claro y con visión estratégica, siguió una aceptación, a veces renuente, de la falta de alternativas en materia de política económica, lo que se tradujo en una serie de políticas inconexas, frecuentemente inconsistentes, pero que avanzaban en la misma dirección. El objetivo formal era la incorporación de México en la economía global y cada acción de los gobiernos de esa era intentó avanzar en algunos frentes o corregir deficiencias que hacían difícil el camino, pero nunca hubo un proyecto de desarrollo integral o consistente.

Las carencias y ausencias que se dieron en ese periodo son de todos conocidas porque se insiste sobre ellos de manera irredenta en el discurso público. Lo que no se reconoce, porque sería equivalente a cometer una herejía, es que los problemas de México no son producto de lo que se hizo (aunque sin duda hubo errores), sino de lo que no se hizo. Claudio Lomnitz describió el corazón del problema en un artículo en Nexos hace un año cuyo subtítulo lo dice todo: “La ínsula de los derechos y el mar de la extorsión.” Según Lomnitz, las reformas de los ochenta y noventa crearon un espacio donde existían reglas del juego y hacia donde se dedicaron recursos tanto en la forma de infraestructura como de capacidad gubernamental (una semblanza de transparencia y legalidad), pero en lugar de ampliar ese espacio para toda la sociedad y territorio, el gobierno abandonó a su suerte al mexicano que no cabía en el primer espacio y es ahí donde el país se colapsó en un mar de violencia, ausencia de justicia y extorsión.

La paradoja del gobierno actual es que no ha incidido de manera favorable en ninguna de las carencias o ausencias que identificó (y con las que ganó la presidencia) sino que, en todo caso, las ha acentuado si no es que extremado. Aunque ha habido un significativo avance en materia del ingreso disponible de la población, los retrocesos en materia institucional y de democracia son patentes y pueden acabar destruyendo lo anterior. Contra lo esperable y a pesar de la popularidad del presidente, el país es hoy más desigual y menos próspero.

Por cinco años, el gobierno actual cuidó las finanzas públicas y se benefició tanto de las reformas de las décadas previas que tanto denuesta como de la creciente “independencia” del tipo de cambio respecto a las finanzas gubernamentales. Pero el inicio del año electoral cambió el panorama: un gran déficit amenaza la estabilidad fiscal, se presentó una retahíla de propuestas constitucionales que cambiaría el panorama político e institucional y dejaría al país en una situación de crisis prolongada, quizá similar a la de los ochenta. Como dice el dicho, cuando un líder siembra vientos, cosecha tempestades: nada está escrito respecto a la popularidad del presidente, a la estabilidad cambiaria o a la elección misma.

En contraste con sus predecesores, el presidente tuvo la oportunidad de afectar intereses profundamente arraigados en diversos ámbitos de la sociedad mexicana que han sido exitosos en impedir la adopción de políticas mucho más agresivas en materia de justicia, equidad, distribución de los recursos públicos e infraestructura, pero optó por dormirse en sus laureles, como si la mera presencia de un presidente poderoso cambiaría la historia. El que pudo ser el gran constructor del futuro, lo hizo más difícil y saturado de incertidumbres.

El próximo primero de octubre, día en que se inaugurará el próximo gobierno, el país se encontrará ante un panorama sombrío, con una sociedad dividida y una economía mucho menos pujante de lo posible y, sobre todo muy poco productiva, donde sigue proliferando tanto la pobreza como la desigualdad regional. Quien asuma la presidencia ese día se encontrará con enormes carencias y el grandísimo reto de corregir el rumbo, para cuya consecución requerirá del apoyo de la sociedad mexicana. Su primera decisión, desde el mismo discurso inaugural, tendrá que ser relativa a si procurará sumar a toda la sociedad mexicana en un proyecto común o si procederá a acentuar las divisiones.

Gane quien gane, su verdadero dilema será en cómo salir del hoyo en que el gobierno saliente habrá dejado al país y cómo quitarse al protagonista de encima.

 

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REFORMA
11 febrero 2024

Gobernanza

Luis Rubio

Los problemas se apilan en tanto que la capacidad de respuesta disminuye. Si a esto se agrega la total indisposición del gobierno a encontrar soluciones a los problemas que aparecen (y a los que innecesariamente genera), el potencial explosivo, sobre todo en un año electoral, crece sin límite. Para nadie es sorpresa que problemas como los de inseguridad, criminalidad, corrupción, cobro de piso y conflicto electoral crezcan de manera incontenible. Candidatos asesinados, periodistas desaparecidos, expropiaciones sin la menor advertencia y el incesante ataque a todo aquel que discrepa de la línea presidencial son todos ejemplos del entorno contencioso que caracteriza al país. También son evidencia de la ausencia cabal de gobernanza.

A lo anterior habría que agregar los asuntos cotidianos de gobierno que no funcionan como deberían, desde las escuelas hasta la provisión de agua potable o medicamentos, por citar tres ejemplos obvios. Lo mismo puede decirse de los extraordinarios desequilibrios presupuestales y financieros en que se está incurriendo en el año en curso y que inevitablemente impactarán las finanzas del próximo gobierno.

Si uno acepta la definición convencional de gobernanza del PNUD (“la gobernabilidad comprende los mecanismos, procesos e instituciones que determinan cómo se ejerce el poder, cómo se toman las decisiones sobre temas de inquietud pública y cómo los ciudadanos articulan sus intereses, ejercitan sus derechos, cumplen sus obligaciones y median sus diferencias”) el país no está siendo gobernado ni existe la más mínima comprensión o disposición a construir el andamiaje para que eso ocurra. Si uno agrega que el problema no radica exclusivamente en el hoy y ahora, sino en la planeación y anticipación de las necesidades y retos futuros, el país mantiene la estabilidad realmente de milagro. Y los milagros siempre se ponen a prueba durante los procesos de sucesión presidencial en que el gobierno saliente va perdiendo capacidad de acción, en tanto que el siguiente aún no ha comenzado a enfocarse y organizarse para ello.

Un gobierno sensato que reconociera sus limitaciones buscaría maneras de descentralizar la toma de decisiones para reducir riesgos y elevar la capacidad de administrar los existentes, pero el nuestro se ha empeñado en centralizar todas las decisiones ya no en el gobierno en general, sino en la persona del presidente. El andamiaje institucional que se fue construyendo en las pasadas décadas probó no tener capacidad de responder ante el embate presidencial, pero al menos era un intento por atender este problema nodal. Hoy la única descentralización que existe, si es que así se le puede llamar, es la que se ha hecho al transferir un número creciente de decisiones al ejército.

Recurrir al ejército tiene sentido por la naturaleza vertical de la institución, lo que le confiere capacidad de acción más allá incluso de lo que un gobierno autoritario podría ejercer. Sin embargo, la diversidad y dispersión de las actividades que se le han encomendado hace imposible la consecución de los objetivos planteados. Esto no lo escribo como evaluación de lo que se le ha transferido al ejército, sino como apreciación genérica: nadie puede encargarse de la construcción de toda clase de obras, administrar aeropuertos y líneas aéreas, atender emergencias naturales (como sismos o inundaciones) y la seguridad nacional. La diversidad de responsabilidades es tal que el desempeño es siempre pobre. No por casualidad las naciones en las que el gobierno y sus entidades administraban todo (como el antiguo bloque socialista) acabaron por descentralizarse para poder elevar los niveles de vida de la población. Es decir, es imposible controlarlo todo y, al mismo tiempo, cumplir con lo esencial de cualquier gobierno que es la seguridad física y patrimonial de la población y la creación de condiciones para el progreso económico.

Es claro que estos factores no han sido prioridad (o incluso objetivo) del gobierno actual, pero su ausencia constituye el mayor reto, primero, para el transcurso del año electoral en que estamos inmersos y, segundo, para que el próximo gobierno tenga capacidad de operar y salir adelante. Es fácil perder de vista la trascendencia de estos elementos cuando el presidente cuenta con altos niveles de popularidad a la vez que las variables económicas más visibles (como el tipo de cambio y el precio de la gasolina) se mantienen estables y a niveles políticamente benignos, pero quienquiera que haya observado la evolución del país en las pasadas décadas sabe bien que se trata de factores inestables, cuando no efímeros. En otras palabras, la ausencia de gobernanza no sólo entraña un riesgo para el gobierno saliente, sino también para el país en general justo en el momento más delicado del sexenio: el de la transición del poder.

Max Weber, el sociólogo alemán de inicios del siglo XX, decía que hay tres tipos de autoridad legítima: la carismática, la racional-legal y la tradicional. México ha vivido cinco años de ejercicio carismático del poder, el más inestable de acuerdo con Weber. Al abandonar la responsabilidad de gobernar, el presidente ha cedido el Estado a los criminales y al azar, garantizando con ello que la estabilidad actual sea por demás precaria.

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 REFORMA

04 febrero 2024

Orden y desorden

Luis Rubio

 Un “trilema” tiene lugar cuando se tienen tres objetivos clave, pero de los cuales sólo dos son alcanzables al mismo tiempo. Desde que conocí esta formulación me pareció que describía bien las contradicciones que caracterizan a México: la búsqueda de estabilidad política y económica por encima del desorden, la violencia y la propensión a la anarquía; el deseo de consolidar un régimen democrático; y el ansia por construir una gobernanza competente y funcional. Las pasadas cuatro décadas han sido testigo de importantes esfuerzos por avanzar en estos tres ámbitos, quizá sin reparar sobre las contradicciones inherentes al objetivo y, por lo tanto, a la imposibilidad de lograrlo.

Las reformas avanzadas entre los ochenta y la década pasada estuvieron concebidas para avanzar el primer objetivo, especialmente la estabilidad económica. La meta era crear condiciones para atraer inversión privada a fin de desarrollar una plataforma de desarrollo industrial. Cada uno de los componentes que se fue integrando en el proceso, desde la apertura comercial en 1985 hasta la reforma energética de 2013 constituyó un andamio adicional que fue conformando el entramado que ha permitido consolidar una industria manufacturera de exportación. Toda la economía mexicana de hoy depende de esas exportaciones, por lo que, a pesar de todos los avatares, el logro no es menor.

El otro lado de la moneda es que se apostó todo por la construcción de esa plataforma de exportación, lo que implicó dejar olvidada (y, de hecho, perdida) a la mayoría de la población que quedó atrapada en el desorden imperante, tanto por el mal gobierno en general, como por la incontenible ola de violencia y criminalidad que arrasa con cada vez más comunidades. Ambos factores –el gobierno incompetente y el crimen organizado- se complementan y se retroalimentan: los que ocupan los puestos gubernamentales derivan beneficios políticos y personales, en tanto que el crimen organizado prospera y prolifera a costa de la salud y tranquilidad de la ciudadanía.

El deseo de construir un régimen democrático ha estado presente desde los albores de México como nación independiente, teniendo varios momentos álgidos tanto en el siglo XIX como al inicio del XX, pero fue sólo hasta la segunda mitad del siglo pasado, luego del movimiento estudiantil y el crecimiento de una oposición sólida y competitiva, que comenzó a cobrar forma un esquema democrático que obligó a forjar un régimen electoral en que todos cupieran. Sin embargo, visto en retrospectiva, ese régimen caminó más rápido de lo que el gobierno y sus fuentes de poder estaban (están) dispuestos a avanzar, arrojando el resultado que hoy vemos: un gobierno incapaz de proveer seguridad a la población; dispendio interminable de recursos; ausencia total de transparencia en el ejercicio de la función gubernamental; y, por encima de todo, un gobierno que no satisface ni los más mínimos estándares de salud, educación, infraestructura y, en general, condiciones para el desarrollo.

La propensión a la anarquía que experimentan vastas regiones del país no es producto de la casualidad. Una elevadísima proporción de la población vive sometida a la extorsión y/o a la violencia, además de la injusticia, que generan las mismas organizaciones y que impide no sólo la normalidad de la vida cotidiana, sino el desarrollo del país. Lo peor de todo es que ni siquiera hay un reconocimiento de la naturaleza del problema o de la incompatibilidad de nuestro sistema de gobierno actual con el crecimiento, la estabilidad o la democracia.

La pregunta es, pues, por dónde comenzar. Los promotores de la transición democrática asumieron que la profesionalización de los mecanismos y órganos de administración de los procesos electorales resolvería por sí misma el problema de la gobernanza. Era razonable pensar así, dado que la aprobación de las reformas respectivas gozó de un casi universal apoyo legislativo, con la participación decidida de todas las fuerzas políticas. Desde esa perspectiva, tenía sentido la apuesta. Sin embargo, el resultado un cuarto de siglo después no es encomiable.

Estudiosos del caos que caracteriza a naciones como Irak y Siria han llegado a la conclusión de que la anarquía es la amenaza mayor a la construcción de una sociedad viable. En palabras de Robert Kaplan* “un año de anarquía es peor que cien años de tiranía.”

México no ha llegado al extremo de esas naciones, pero partes del país viven un clima de violencia que no es muy distante a lo que ocurre en algunas zonas del Medio Oriente. También, aunque el nivel de disfuncionalidad que caracteriza a México no es similar al de aquellas naciones, su incapacidad (e indisposición) para resolver problemas es equiparable.

El punto de fondo es que el país corre el riesgo de avanzar hacia un caos cada vez más generalizado y que los procesos democráticos no lo pueden detener. Lo urgente es transformar al sistema de gobierno para que sea posible construir una paz duradera, crear condiciones para el desarrollo y para establecer una plataforma sostenible de estabilidad económica y política. Lo urgente y lo importante a una misma vez.

*The Tragic Mind

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28 enero 2024

Bidenomics

Luis Rubio

Biden es un espécimen raro en el mundo de la política. A pesar de su edad y de su (histórica) dislexia discursiva, ha probado ser diestro en materia legislativa y, aunque no se le reconoce, ha avanzado una agenda de una manera mucho más exitosa de lo que parecería posible en un contexto de enorme polarización. El hecho tangible es que Biden ha alterado tanto a la política económica como a la política exterior de su país. El veredicto sobre la bondad de estos cambios todavía está por verse, pero sea cual fuere éste, México va a verse impactado.

Más allá de personalidades, Biden comparte una característica con Reagan, su predecesor de los años ochenta. Reagan era un gran actor, con extraordinaria capacidad discursiva, pero sin la menor pretensión de ser un intelectual profundo, como lo fueron Adlai Stevenson (dos veces candidato en los cincuenta) o Barack Obama. Biden tampoco tiene ni la menor aspiración intelectual, pero se apega, como Reagan, a un conjunto de principios muy claros y simples que orientan sus decisiones y su actuar. Desde luego, esos principios son radicalmente distintos a los de Reagan, toda vez que no sólo ha roto con la noción de Estados Unidos como la potencia promotora del desarrollo económico mundial, sino que se ha abocado a promover una política industrial introspectiva y a proteger a los trabajadores sindicalizados.

Bidenomics, como se ha dado por llamar a su estrategia económica, no es otra cosa que una burda manera de promover, a través de enormes subsidios, la instalación de plantas manufactureras de bienes de alta tecnología, especialmente procesadores sofisticados, y energía sustentable, como parte de su estrategia para competir con China. Esta vertiente económica complementa a la agresiva política exterior de confrontación con China que Trump, su predecesor, había lanzado, pero ahora afianzada con enormes subvenciones fiscales. Es decir, el gobierno (o sea, quienes pagan impuestos) subsidia a grandes empresas para que dejen de fabricar bienes tecnológicos en China, Taiwán y otras latitudes.

En las elecciones intermedias de 2022 el partido de Biden perdió el control de la cámara baja, cuya nueva mayoría ha estado experimentado una convulsión tras otra para elegir un liderazgo que empate al culto por Trump que ha llegado a dominar a los Republicanos. A pesar de esa contrariedad, y contra todo pronóstico, Biden ha logrado, al menos hasta ahora, evitar que el congreso declare la bancarrota del gobierno americano al no autorizar los límites de endeudamiento requeridos. Pero lo relevante es que, a pesar de los obstáculos y de lo incierto de sus políticas tanto en materia económica como exterior, Biden ha logrado salir avante una y otra vez.

Además de la inflación, el electorado no le perdona su edad. Biden es un octogenario que, de ganar la próxima elección concluiría su mandato a los 86 años. Aunque Trump es sólo tres años menor, la diferencia en capacidad de comunicación sin duda es notable. Esta circunstancia ha llevado a numerosos observadores y potenciales contendientes dentro del propio circuito Demócrata a exigir su renuncia a la reelección en favor de alguna alternativa más joven.

Biden es un enigma en el sentido electoral. Quienes lo hemos observado a lo largo de las décadas sabemos que su capacidad discursiva es extraordinariamente limitada e infinita su propensión a cometer errores retóricos. En los ochenta, como precandidato, lo cacharon plagiando un discurso, lo que lo excluyó de la contienda en aquel momento. Cuarenta años después sorprendió a medio mundo al derrotar a Trump, quien previsiblemente será nuevamente el contendiente para la elección de noviembre próximo.

Para México, Estados Unidos es no sólo su principal mercado de exportación, sino también su principal motor de crecimiento a través de esas mismas exportaciones. Nuestro futuro depende de la capacidad que tengamos de estrechar esos vínculos y generalizarlos hacia todo el territorio nacional, pues la derrama que las exportaciones generan se traduce en ingresos para cada vez más mexicanos. El problema es que esta lógica no es lineal: en su afán por proteger a las empresas con trabajadores sindicalizados, Biden amenaza con excluir a diversos productos mexicanos, especialmente en materia automotriz, de los términos del tratado comercial que norma nuestras relaciones económicas.

Quizá el mayor reto para México radique en que AMLO tiene objetivos que no comulgan con el mejor interés económico del país. En contraste con Biden, quien (exitosamente) ha procurado obviar las vastas fuentes de confrontación dentro de la sociedad estadounidense para avanzar su agenda, AMLO no ve razón alguna para siquiera intentar ser el presidente de todos los mexicanos: mejor polarizar y confrontar que avanzar el desarrollo del país.

México, como nación con poder medio, pero con una extraordinaria frontera y un vecino por demás poderoso -quien sea que lo gobierne-, tiene la opción de decidir aprovechar la oportunidad que esto constituye o pretender que su futuro sería más exitoso sumándose a los perdedores el sur del continente. Como en otros momentos cruciales de nuestra historia, la disyuntiva es real; la pregunta es si quien nos gobierne a partir de octubre próximo entenderá el tamaño del reto.

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REFORMA

21 enero 2024

TLC

Luis Rubio

A sus treinta años, el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (y su segunda iteración en la forma de T-MEC) ha sido el instrumento más exitoso de transformación económica con que haya contado el país en su vida como nación independiente. Se dice fácil, pero en las últimas décadas se logró conferirle estabilidad a la economía y al tipo de cambio, dos factores que por siglos parecían inalcanzables. Aunque hay muchas quejas y críticas con relación a este tratado, la mejor manera de evaluarlo sería imaginando qué habría sido de México en ausencia de este instrumento.

Tres objetivos motivaron la negociación de lo que acabó siendo el TLC, NAFTA en inglés. Los primeros dos eran de carácter económico y el tercero de orden político. Se buscaba promover el comercio internacional del país con el objetivo de modernizar a la economía mexicana y generar una fuente de divisas que permitiese pagar por las importaciones que se realizan de manera cotidiana. En segundo lugar, se buscaba promover la inversión extranjera a fin de elevar la tasa de crecimiento de la economía, como medio para crear nuevas fuentes de riqueza y de empleo y, de esta manera, reducir la pobreza.

Los números muestran que el éxito en ambos rubros ha sido dramático: México se ha convertido en una potencia exportadora de manufacturas y esas exportaciones financian el crecimiento del conjunto de la economía. Es decir, las exportaciones son el principal motor de la economía mexicana y constituyen una fuente confiable de divisas, que es parte importante de la explicación por la cual el tipo de cambio se ha mantenido estable en estos años (el otro elemento son las remesas). Por su parte, la inversión extranjera ha crecido año con año, incluso en un entorno tan hostil para ésta como el que ha promovido la actual administración. Un entorno más favorable, particularmente en el contexto del llamado “nearshoring” podría elevar esos índices de manera extraordinaria (y, con ello, las fuentes de empleo y creación de riqueza).

El tercer objetivo era de carácter político: se buscaba despolitizar la toma de decisiones gubernamentales relacionadas con la inversión privada. El TLC constituía una camisa de fuerza para el gobierno, toda vez que lo comprometía a una serie de disciplinas y lo limitaba en su capacidad de acción arbitraria y berrinchuda. Al firmar el tratado, el gobierno mexicano se comprometía a preservar un marco regulatorio favorable a la inversión y al comercio exterior, proteger a la inversión privada y preservar un entorno benigno para el desarrollo económico. Estos propósitos surgieron luego de la expropiación de los bancos en 1982, situación que había creado un ambiente de extrema desconfianza entre los inversionistas tanto nacionales como extranjeros, sin cuya actividad el país no tendría posibilidad alguna de mejorar sus índices de crecimiento, empleo y reducción de la pobreza. En este contexto, el TLC permitió despolitizar las decisiones en materia de inversión privada, objetivo que sigue funcionando incluso con una administración que claramente preferiría que el TLC no existiera, pero del cual se ha beneficiado inmensamente. De hecho, el TLC fue pensado precisamente para un gobierno como el actual.

Por 24 años, con gobiernos muy distintos y con prioridades contrastantes, se preservó el TLC y se respetaron sus principios fundamentales. Desde esta perspectiva, el TLC logró cabalmente su cometido, como incluso muchos de sus más acérrimos críticos al inicio reconocen en la actualidad.

La crítica al tratado se origina en elementos que no tienen que ver con el TLC, esencialmente que no logró el desarrollo integral del país. La respuesta inevitable es más que obvia: el TLC es no más que un instrumento para el logro de objetivos específicos, todos los cuales se alcanzaron. Lo que no se alcanzó tiene que ver con todo lo que no se hizo para que el país efectivamente se desarrollara, desapareciera la pobreza y disminuyera la desigualdad, y eso, todo, tiene que ver con la ausencia de una política de desarrollo que habría implicado la consolidación de un Estado de derecho, la creación de un moderno sistema de seguridad pública y las concomitantes estrategias en materia de educación, salud y demás.

El TLC es un instrumento central para el desarrollo del país. Permitió despolitizar las decisiones empresariales, contribuyendo al desarrollo de empresas e industrias de clase y competitividad mundiales. Aunque está todavía lejos de beneficiar a todos los mexicanos, su éxito es tan abrumador que sus limitaciones acaban siendo intrascendentes en términos relativos. Pero el TLC no es, ni puede ser, un objetivo en sí mismo. El país requiere de una estrategia del desarrollo que lo asuma como uno de sus pilares, pero que vaya más allá: a la gobernanza, a la educación, a la infraestructura, a la seguridad, a la competitividad integral de la economía y de la población. En suma, a elevar la productividad general de la economía, pues sólo así se alcanzará el desarrollo. En ausencia de una estrategia de esa naturaleza acabaremos siendo un país perpetuamente dependiente de bajos salarios. Triste corolario para una institución tan visionaria y exitosa como ha probado ser el TLC.

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 REFORMA

14 enero 2024

 

 

Cruzar el abismo

Luis Rubio

“Puedes observar mucho solo sólo mirar” decía Yogi Berra, el gran ícono del baseball. Pocas cosas tan aleccionadoras como la forma en que se van conformando las campañas para la presidencia. Los tiempos de sucesión presidencial son momentos excepcionales en que se presentan dos procesos contrastantes: por un lado, se tensan todos los amarres políticos, exhibiendo las líneas de quiebre y las vulnerabilidades institucionales. Por otro lado, son intervalos en que se renueva la esperanza, especialmente de aquellos que aspiran a ser parte de un nuevo gobierno y quienes se encuentran enojados y marginados por el gobierno saliente. Tensión y esperanza son dos elementos potencialmente transformadores, pero sólo en la medida en que quien gane tenga la visión y templanza necesarias para trascender la inexorable mezquindad de la contienda para convertirse en una figura de Estado.

Pocos lo logran, pero es inmensa, al menos en potencia, la oportunidad para México en este tránsito de un gobierno fuerte pero dedicado a la polarización, hacia otro mucho más débil pero para el que las circunstancias podrían obligarlo a construir un nuevo andamiaje institucional. Todavía es demasiado temprano para llegar a conclusiones, pero nunca es tarde para especular sobre lo que podría ser.

En un momento de la película La vida de Brian, de Monty Python, los revolucionarios opuestos a los romanos se reúnen para urdir un plan para derrotarlos; ahí, un desesperado John Cleese pregunta, de manera retórica, “¿Qué han hecho los romanos por nosotros?” Muy rápido surge una gran cauda de respuestas por parte de la multitud. Consternado, Cleese replantea su pregunta: “Está bien, pero aparte del saneamiento, la medicina, la educación, el vino, el orden público, el riego, las carreteras, el sistema de agua y la salud pública, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?” Los romanos, como algunas otras civilizaciones a lo largo de la historia, cambiaron al mundo y abrieron la puerta a una nueva era de desarrollo humano. No espero algo similar del próximo gobierno, pero hay una oportunidad única para cambiar la dirección del país hacia el desarrollo, quizá la primera vez en tres o cuatro décadas.

En términos llanos, una manera de plantear la oportunidad es preguntando: ¿cómo podemos pasar del régimen de los otros datos y “al diablo con sus instituciones” a un régimen caracterizado por una obsesión por el crecimiento y la construcción de un nuevo marco institucional con visión de futuro? Ambicioso, sin duda, pero las circunstancias en que será inaugurado el próximo gobierno podrían crear una oportunidad única para ello.

Después de un gobierno fuerte y polarizante llegará una presidenta -quienquiera que ella sea- en condiciones relativamente precarias. De materializarse las tendencias que hoy observamos, el país de octubre de 2024 (el momento de inauguración del nuevo gobierno) será muy distinto al de la narrativa presidencial de los últimos cinco años. En lugar de dineros abundantes para subsidiar a Pemex y nutrir a las clientelas morenistas, la presidenta se encontrará con un presupuesto agotado, un país enfrentado y un congreso muy diverso. Es decir, el mundo de AMLO habrá desaparecido y con ello la capacidad de imposición. La disyuntiva para la presidenta será muy simple: limitarse a tapar hoyos -puros parches- o negociar un nuevo esquema de relación política con el poder legislativo. Lo primero, la propensión natural de todos los gobiernos mexicanos, siempre es factible, pero el costo de seguir marginando a la mayoría de la población sería incremental. Por otro lado, será única la oportunidad de enfrentar, de manera concertada, problemas básicos de seguridad, federalismo y gobernanza, todos ellos clave para que todo el país comience a enfocarse hacia actividades de alta productividad, crecimiento, certeza y, en una palabra, futuro.

El gobierno actual ha apostado por la preservación de la pobreza como medio para asegurar votos en el presente y en el futuro. Un nuevo gobierno, menos fatuo y vano, debería enfocarse hacia la creación de condiciones para que el país entre en una era de acelerado crecimiento económico, quizá anclado en la circunstancia excepcional que ha producido el llamado nearshoring.

Como ilustra la experiencia de naciones como Corea, China, Estonia y Polonia, el crecimiento acelerado de la economía entraña la extraordinaria virtud de convertirse en el gran igualador, así como fuente de convergencia. Cuando una nación comienza a experimentar tasas elevadas de crecimiento, los grandes obstáculos, esos que implican costos políticos, disminuyen en relevancia en la medida en que la población comienza a ver beneficios y, sobre todo, a percibir la urgencia de sumarse al proceso, exigiendo soluciones a problemas de infraestructura, salud, educación y demás. Es decir, el crecimiento acelerado facilita el rompimiento de trabas al desarrollo económico, a la vez que crea condiciones, incluyendo financiamiento, para hacerlo posible.

El punto es que lo urgente es romper el círculo vicioso que vive el país en la actualidad y eso sólo será posible en la medida en que el nuevo gobierno cree condiciones para lograrlo. Las circunstancias en que llegará al poder lo harán factible. La pregunta es si aprovechará la oportunidad o perseverará en el bacheo inútil.

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 REFORMA
07 enero 2024

Educación

Luis Rubio

Nada es más importante para el desarrollo de un país que la educación. De hecho, algunas de las naciones que más rápido rompieron con el subdesarrollo fueron precisamente las que convirtieron a la educación en un vehículo para transformar a sus países de manera integral. En lugar de explotar recursos naturales, convirtieron a su principal activo, su población, en el recurso más importante. Eso explica el desarrollo de Corea y Taiwán, Singapur y China, naciones que, a través de una educación de excepcional calidad y con miras hacia el futuro de los educandos, han ido acercándose cada vez más al nivel de desarrollo y bienestar de los parangones de la civilización, como Noruega, Suecia y Finlandia.

Este año busqué citas y anécdotas sobre la educación para celebrar estos días de asueto.

La verdad sea […] que yo no he leído ninguna historia jamás…. ¡Desdichado de yo, que soy casado y no sé la primera letra del abecé! Pues a fe mía que no sé leer. Ni por pienso […], porque yo no sé leer ni escribir, puesto que sé firmar. Letras […], pocas tengo, porque no sé el abecé.

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, 1605

Las raíces de la educación son amargas, pero el fruto es dulce

Aristóteles, c 330 a.C.

Hay una enorme diferencia entre conocimiento y educación

John Ruskin, 1853

Es tan imposible impedir la educación para la mente receptiva como es imposible imponerla a la que no razona

Agnes Rapplier, 1931

Lo obtenido en la juventud puede perdurar como caracteres grabados en piedras

Ibn Gabirol, hacia 1040

De la educación de la gente de este país depende el destino de este país.

Benjamín Disraeli, 1874

Nuestros poderes públicos ya están organizados: la libertad y la igualdad existen bajo la custodia de la ley todopoderosa; la propiedad ha recobrado sus verdaderos cimientos; y sin embargo la constitución parecería incompleta si no agregáramos, por fin, la educación pública. Sin duda, tenemos derecho a llamar a esto un poder, ya que abarca un orden distinto de funciones que mejora implacablemente el cuerpo político y nuestra prosperidad general.

Charles-Maurice de Talleyrand, 1791

Una buena educación no es tanto la que prepara a un hombre para triunfar en el mundo como la que le permite soportar el fracaso

Campana de Barnard Idding, 1950

Un título universitario es un certificado social, no una prueba de capacidad

Elbert Hubbard, 1911

Enseñar es aprender dos veces

Joseph Joubert S,  c 1805

Negar la educación a cualquier pueblo es uno de los mayores crímenes contra la naturaleza humana. Es negarles los medios de la libertad y la búsqueda legítima de la felicidad y derrotar el fin mismo de su ser.

Federico Douglas, 1894

Gran parte de la educación actual es monumentalmente ineficaz. Con demasiada frecuencia les damos flores cortadas a nuestros jóvenes cuando deberíamos enseñarles a cultivar sus propias plantas.

John W. Gardner, 1963

Las escuelas a las que vamos son reflejos de la sociedad que las creó. Nadie te va a dar la educación que necesitas para derrocarlos. Nadie te va a enseñar tu verdadera historia, enseñarte a tus verdaderos héroes, si saben que ese conocimiento te ayudará a liberarte.

Assata Shakur, 1987

Cuánto me ayudó leer esos discursos de Graco, no hace falta que lo diga, ya que tú lo sabrás mejor que nadie, eres tú quien me animó a leerlos, con ese cerebro tan docto y ese carácter tan amable tuyo. Que te vaya bien, mi más dulce maestro, mi más amoroso amigo. Voy a deberte todo lo que sepa de letras. No soy tan ingrata que no entiendo lo que me has dado, cuando me has enseñado tus propios cuadernos y cuando no dejas de llevarme cada día por el camino de la verdad y a “abrirme los ojos,” como dice la gente. Te amo como mereces ser amado.

Marco Aurelio a Marco Cornelio Fronto, c 152

México en ante penúltimo lugar en matemáticas; Japón en primero según prueba PISA

VanguardiaMX

México dejará de ser parte de la edición 2021 de PISA, con ello se pierde la fuente más detallada de información sobre los conocimientos y habilidades que alcanzan los alumnos mexicanos.

IMCO

La discusión que tuvo lugar a mediados de este año respecto a los nuevos libros de texto es trascendental porque contrasta, de manera brutal, con lo experimentado en las naciones que más rápido han visto crecer sus economías. La clave de la educación acaba siendo el reflejo de la concepción que caracteriza a la clase gobernante de cada nación y que se refleja en sus prioridades y presupuestos. Cuando el objetivo es la prosperidad, la educación cobra la función de transformar las capacidades de los educandos; cuando el objetivo es el control de las mentes, la educación acaba siendo un mero instrumento de sumisión.

Nosotros no [tomamos en cuenta la prueba PISA), porque esos parámetros se crearon en época del neoliberalismo, del predominio del periodo neoliberal.

Andrés Manuel López Obrador

El peor es el bárbaro educado: él sabe qué destruir.

Helen MacInnes, 1963

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  REFORMA
31 diciembre 2023

Mis lecturas

Luis Rubio

La desigualdad de oportunidades es uno de los grandes males de nuestro país, quizá el peor de todos. La noción bien arraigada en la mitología política de que cualquier mexicano puede imitar a Benito Juárez para llegar de un lugar rural remoto a la silla presidencial es claramente falsa, al menos para la abrumadora mayoría de la población. Raymundo M. Campos Vázquez* ha escrito un tratado sobre el tema, enfocándolo desde distintas perspectivas. Su argumento es claro y convincente: sin crear condiciones que permitan que cualquier mexicano tenga oportunidades similares de entrada, el país jamás resolverá sus problemas de crecimiento, desarrollo o seguridad. Aunque discrepo de algunas de las medidas específicas que propone, su propuesta central es indisputable: México requiere una burocracia profesional apartidista -un Estado que funcione- para atender este mal central para el desarrollo del país. Yo agregaría que un Estado de esa naturaleza resolvería no sólo eso sino mucho más.

No Blank Check, no hay cheque en blanco, un libro de Reeves y Rogowski, analiza la tradicional suspicacia que los estadounidenses tienen sobre el poder de su presidente. Los autores estudian tanto las limitantes constitucionales que encajonan a sus ejecutivos federales como las encuestas a lo largo del tiempo para determinar el grado de libertad o restricción con que cuentan los presidentes de ese país para actuar. La conclusión a la que llegan es que el electorado americano se preocupa más por los resultados que por los medios empleados para lograrlos, pero que, por encima de todo, le disgustan los presidentes que se van por la libre.

El mejor libro que leí este año, quizá el mejor de al menos una década, es The Tragic Mind, de Robert Kaplan. Se trata de una profunda reflexión sobre el orden, la anarquía y el liderazgo capaz de conducir a un país en condiciones siempre difíciles, donde las alternativas no son blanco y negro, pero las consecuencias de una mala decisión pueden ser trágicas. El valor del libro radica en su clarividencia: la importancia del conocimiento y la sabiduría en la toma de decisiones, que es lo que permite diferenciar lo que es posible de lo que no se puede lograr y lo que es alcanzable de lo que con facilidad conlleva al caos.

Yeonmi Park es una emigrante de Corea del norte que logró salir de su país pasando por las peores penurias hasta graduarse de la universidad de Columbia en Estados Unidos. Su libro, Mientras haya tiempo, describe la precariedad de la vida en su país natal, la brutalidad de las ambiciones de China y sus preocupaciones por la forma en que evolucionan las guerras culturales americanas, explicando cómo la nueva religión de género, equidad y lenguaje está envenenando la interacción entre las personas y a la política en general, al grado de comenzar a parecerse a su tierra natal. Se trata de una estrujante historia que vale la pena leer.

Por qué se colapsan los imperios es un gran libro que disputa los argumentos de Edward Gibbon (1776) sobre las causas del colapso de Roma. Según Heather y Rapley, Roma no tenía que haber acabado colapsada como ocurrió, sino que hubo una serie de decisiones que encaminaron hacia el colapso y, especialmente, acciones que se entendían pero que no se emprendieron para evitar que el imperio se erosionara en todas sus fronteras, como de hecho ocurrió. A partir de esa lectura, los autores comparan el devenir del oeste en las pasadas décadas y concluyen que el descenso es evidente, pero que se puede revertir si se atienden los males estructurales, sobre todo financieros y presupuestales que aquejan a las principales naciones occidentales y que, como en el caso de Roma, pudieran ser la causa última de su colapso. Se trata de un poderoso argumento, aunque los paralelos que establecen los autores no siempre parecen razonables.

En La revolución rusa, Victor Sebestyen cuenta la historia más descarnada, iconoclasta y hereje que me ha tocado leer de ese icónico evento. Comienza su descripción por la naturaleza del liderazgo del movimiento que llevó a la construcción de la sociedad que produciría al “nuevo hombre” para presentar una historia devastadora de destrucción, opresión y abuso que uno pudiera imaginar. Una historia bien contada que explica mucho de lo que hoy vive y padece el mundo.

Cuando en los ochenta China decidió abrir su economía e incorporarse en los circuitos comerciales internacionales, la expectativa en occidente era que avanzaría hacia una transición democrática. Eso ciertamente no ocurrió, pero como argumenta Bethany Allen en su libro “Beijing Rules,” China tenía su propio plan y optó por aplicarlo de manera sistemática desde el comienzo y, aunque esto se tornó evidente sólo décadas después, innumerables inversionistas en China y diplomáticos que vivieron aquel proceso lo observaron y comprendieron a cabalidad. El libro contiene una extraordinaria descripción de la forma de evolucionar de las decisiones que fueron dando forma al desarrollo de esa gran nación asiática.

Spinoza en el parque México, de Enrique Krauze, es un libro erudito y aleccionador que, a pesar de sus momentos de soberbia muestra una veta de México, del mundo y de la historia que no se debe desperdiciar.

¡Felices fiestas!

* Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario

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Filosofías

Luis Rubio 

Dos filosofías del poder dividen al mundo: una busca su concentración para garantizar que el Estado cuente con facultades plenas para avanzar la igualdad y la que procura su descentralización para asegurar la libertad de la ciudadanía. La primera, originalmente articulada por Rousseau, es la favorita de gobiernos que buscan ponerse por encima de la ciudadanía: de ahí la noción de que el jefe del gobierno es el único representante del pueblo. Inevitablemente, estos gobiernos tienden a ser tiránicos. La segunda filosofía, articulada por John Locke, se orienta a construir contrapesos al poder para asegurar que sea imposible la consagración de un gobierno tiránico. Montesquieu formalizó esta filosofía con su planteamiento de una estructura de gobierno dividido (ejecutivo, legislativo y judicial), un sistema de equilibrios donde cada uno limita a los otros. Claramente, se trata de visiones explícitamente contradictorias.

En los últimos cien años, México ha ido evolucionando en su filosofía gobernante. En el periodo constituyente coexistieron posturas liberales, conservadores, autoritarias, sindicalistas, demócratas, anarquistas y todo lo demás, hasta que se logró un acuerdo en el documento constitucional que acabó siendo adoptado en 1917, mucho de cuyo contenido se derivó de la constitución liberal de 1857. En las siguientes décadas fue cobrando forma la visión centralizadora que caracterizó a la era cardenista y que se fue fortaleciendo en la medida en que el país avanzaba en su desarrollo económico. La movilización estudiantil de 1968 y luego el sismo de 1985 cimbraron al sistema político, dando origen a las disputas político-electorales de los ochenta y, de ahí, a la serie de reformas tanto económicas como políticas que sentaron las bases para una economía abierta y un sistema político que aspira a ser plenamente democrático.

Importante anotar que los cambios político-económicos de las últimas décadas, especialmente los políticos, no surgieron de un eje izquierda-derecha. En el ámbito político en particular, el reclamo democrático y la demanda por limitar al poder presidencial se originó en el movimiento estudiantil y fue secundado, en el tiempo, por el PAN, cuyo origen mismo fue una reacción a la consolidación del sistema priista.

La evolución filosófica ha sido extraordinaria y hubiera sido ingenuo suponer que no se presentaría una contrarrevolución como la que enarbola el presidente. Desde su inauguración en 2018, el actual gobierno se ha empeñado no sólo en concentrar el poder, sino en eliminar cualquier resquicio que impidiera o limitara el ejercicio del poder. La eliminación de instituciones, la inanición financiera de algunas y la neutralización de facto de otras (especialmente al no nombrar reemplazos cuando concluyen los plazos de sus integrantes, como en el INAI, la COFECE y ahora el Tribunal electoral) son todos ejemplos de un patrón que es fácil de discernir. La iniciativa presidencial de formalizar la eliminación de estos y otros organismos autónomos la justifica en términos de costo (son “onerosos” dijo el presidente), pero en realidad es producto de una visión del poder que excluye a la ciudadanía y privilegia el ejercicio irrestricto del poder por parte del presidente.

En la era soviética, muchos de cuyos chistes eran similares a los nuestros, se decía que la diferencia entre un gobierno autoritario y uno democrático era muy simple: en un sistema autoritario los políticos se burlan de la ciudadanía, en tanto que en un sistema democrático ocurre exactamente al revés. No es difícil entender la preferencia por un sistema autoritario en el que una persona sistemáticamente se dedica a excluir, descalificar, ignorar y atacar a todos aquellos que no se alinean con su visión del poder y de la vida.

Viendo hacia adelante hay dos factores que son trascendentes. El primero es cómo reaccionarán las dos candidatas ante la propuesta presidencial, revelando ahí sus preferencias y propensiones. ¿Se alinearán con la ciudadanía o con la tiranía? El segundo es respecto al congreso: ¿ejercerá su responsabilidad o seguirá sometido al poder, como si se tratara de un mero apéndice?

En 1997, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría absoluta en el congreso, la oposición se jactó de la nueva realidad (“juntos somos más que vos” le espetó Porfirio Muñoz Ledo al entonces presidente Zedillo), pero se dedicó a oponerse a toda iniciativa que viniera del ejecutivo. En lugar de contrapeso, el congreso mexicano entre 1997 y 2012 fue un muro de oposición casi irreductible. El congreso del sexenio de Peña sucumbió ante los billetes que compraban votos. El actual ha sido sumiso a más no poder.

La gran oportunidad comienza en septiembre y octubre de 2024, respectivamente. Ahí nacerá un nuevo congreso y un nuevo gobierno. Luego de experiencias variopintas de alternancia, estilos presidenciales y un patético desempeño en general, la oportunidad es única para construir un efectivo sistema de contrapesos dedicado a cogobernar: construir un nuevo andamiaje que goce de plena legitimidad, sustentado en tres poderes dedicados a hacer valer sus funciones y cumplir sus responsabilidades. En otras palabras, salir del ocaso en que estamos para entrar en un nuevo estadio de desarrollo.

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 REFORMA
17 diciembre 2023