Guerritas civiles

Luis Rubio

El país vive un conjunto creciente de “pequeñas” guerras civiles que pueden acabar arruinándolo. De la misma forma, el caldo de cultivo que se está produciendo podría acabar generando una plataforma transformadora: todo depende de cómo se canalicen estos procesos o, más apropiadamente, si hay alguien a cargo dispuesto y capaz de liderar un proceso de esa naturaleza.

Los frentes abiertos son múltiples e implacables. Unos han sido abiertos por el gobierno, otros vienen de atrás, pero si el criterio es uno de estabilidad, viabilidad y paz, todos tienen consecuencias. El país vive una creciente guerra civil o, más bien dicho, un conjunto de guerras civiles, cada una diferente en origen, circunstancia y dinámica, pero el conjunto no deja de evidenciar la debilidad del gobierno y que la propensión a la anarquía es creciente. Lo patológico de todo esto es que muchas de estas “guerritas” son producto de la incompetencia y ceguera de sus promotores, en muchos casos los más comprometidos con exactamente lo opuesto de lo que están generando.

Una “fotografía” del panorama general dice más que mil palabras:

  • La más inútil (y absurda) de las guerras civiles es la que propició el presidente Peña con su iniciativa en materia de matrimonios igualitarios. No tengo nada en contra de que cada pareja resuelva su vida como mejor le parezca, pero me es obvio que la iniciativa presidencial en la materia fue contraproducente para él y para su partido pero, sobre todo, absolutamente innecesaria. La guerra que inició la Iglesia a partir de esa decisión no puede traer nada bueno, máxime que, a la mexicana, el problema estaba “resuelto”: la ciudad de México lo permite todo; ¿para qué cambiar un statu quo que funciona? Como dice la frase atribuida a Talleyrand, “peor que un crimen, fue un error”. Enorme error.
  • La corrupción lo corroe todo, pero ésta ha abierto muchos frentes, todos ellos costosos. Ante todo, están los protagonistas, sobre todo los gobernadores, que no tienen el menor recato: interpretan su triunfo electoral como una licencia para robar y, si se puede, lograr la presidencia. Esta guerra no va a cejar, así los partidos acuerden qué es corrupción y quién va a la cárcel, a cambio de qué. ¿La justicia? Al paredón. Peor: incentiva la siguiente ronda de corrupción.
  • Luego están los nuevos Torquemadas, ahora dedicados a la corrupción o a cacerías de brujas donde lo último que importa es la justicia, la legalidad o el debido proceso. Denunciar, denostar, atacar y evidenciar es el nuevo mantra. Lo importante no es erradicar la corrupción sino hacer hogueras. López Obrador se los agradecerá.

 

  • El PRD y Morena, como Caín y Abel, experimentan la más bizantina de las disputas. Todo sea por el poder, el de antes y el de ahora, pero sobre todo el del futuro. Lo importante es acabarse mutuamente: lo que eso implique para los territorios que formalmente “gobiernan” es lo de menos. Pregúntele a los habitantes de la Condesa, donde se cifra una guerra entre las dos corrientes políticas, abriendo el paso al crimen organizado con todo lo que eso implica. Morena vende el futuro pero está atorado en el pasado porque no tiene de otra: su “producto” es todavía más antiguo que el del gobierno federal actual: regresar a la edad de piedra. Mientras tanto, que los habitantes en sus demarcaciones se rasquen con sus propias uñas. Lo importante es el poder. Viva la corrupción.
  • La “reforma” fiscal que hace tres años promovió el gobierno federal generó una pequeña guerrita con los pagadores de impuestos; ganó el gobierno pero ahora la economía está estancada. Una victoria Pírrica. En una de sus muchas extraordinarias e inolvidables lecturas de la realidad, Winston Churchill afirmó que “una nación que se impone impuestos como medio para lograr la prosperidad equivale a una persona que se para en una cubeta y trata de levantarse jalando la manija.” Los impuestos son necesarios, pero no a cambio de la prosperidad.

Las guerras, afirmó Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, se hacen por miedo, interés u honor. Las guerras, o guerritas, civiles no son muy distintas pero entrañan una diferencia medular: en lugar de sumar, dividen.

México vive una acumulación de agravios y conflictos, unos abiertos y otros soterrados, pero todos conducentes a mayores divisiones. Ese es el riesgo, que se exacerba en la medida en que el gobierno federal desaparece del mapa. En contraste con otras naciones (España es un buen ejemplo), México no puede vivir sin un árbitro activo, dedicado a propiciar un diálogo y el concierto social. El factor divisivo en México es el poder: sin diálogo, el conflicto está a la vuelta de la esquina.

Minxin Pei acaba de publicar un libro sobre la corrupción en China*. Su argumento es que el sistema chino hace la corrupción inevitable y que esa será la causa de su eventual colapso. Claramente, el panorama mexicano es muy distinto y no guarda proporción alguna con China porque, con todos nuestros defectos, los problemas aquí se orean y son públicos. En una de esas, hasta podrían resolverse. Hay que guardar un sentido de proporción que permita una transición tersa, así tome otra década. Pero alguien tiene que liderarla.

*China’s Crony Capitalism

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Inercia y crecimiento

Luis Rubio

 

Está de moda preocuparse sobre la tasa de crecimiento de China y sus potenciales implicaciones para el mundo. Sin embargo, lo mismo se observa en Estados Unidos, Europa y otras naciones, incluido por supuesto México: el ritmo de crecimiento económico ha venido descendiendo. La pregunta es por qué.

La explicación más simple sobre la tendencia a una menor tasa de crecimiento es que en la medida en que las sociedades van enriqueciéndose, van cambiando sus incentivos y las necesidades que tienen que ser satisfechas. El planteamiento suena razonable: es obvio que lo que requiere un hindú que vive con menos de un dólar al día es muy distinto a lo que demanda un suizo, haciendo natural que la tasa de crecimiento de la India sea superior.

En su famoso libro Las contradicciones culturales del capitalismo, Daniel Bell afirmaba que el crecimiento sentaba las bases de su propia destrucción porque generaba

 gente satisfecha, con poca hambre para mayor crecimiento. En los últimos años, Edmund Phelps publicó un libro* que prosigue ese argumento pero lo lleva a una conclusión muy distinta: no es que la gente deje de tener aspiraciones y necesidades, sino que el entorno ha cambiado, haciendo cada vez más difícil el crecimiento. Es decir, no es que el capitalismo genere anticuerpos contra el crecimiento sino que la sociedad tiende a desarrollar una forma de nuevo corporativismo que impide el cambio.

El argumento de Phelps me recordó lo que decía Galbraith sobre el «complejo militar-industrial»: tiende a paralizar el desarrollo porque entraña arreglos entre empresas y el gobierno que hacen muy difícil cambiar el statu quo, condición necesaria para el crecimiento de la economía. El corporativismo que acusa Phelps («complejo corporativista») incluye al gobierno, al poder legislativo, a los bancos, empresas y sindicatos: una alianza implícita entre todos estos intereses para impedir la competencia y la innovación.

Según Phelps, existen fenómenos por todos conocidos que obstaculizan el crecimiento y que tienen que ver con los incentivos de las empresas, las condiciones de competencia, la forma en que ha cambiado el otorgamiento de crédito bancario y la búsqueda de enriquecimiento ad hominem. Sin embargo, lo que a él le parece crucial, y esa es su verdadera aportación a la discusión sobre el crecimiento, es que la política económica (en el sentido amplio, no sólo presupuestal) es una institución en sí misma que refleja los valores de la sociedad y esos valores privilegian la preservación de lo existente. En una palabra, la gente no quiere correr riesgos y eso se traduce en mecanismos sociales que hacen imposible el cambio y la innovación.

Esos valores procrean mecanismos de subsidio y protección a empresas y personas que tienen el efecto de impedir que surjan nuevas empresas y proyectos de desarrollo. De esta forma, las leyes, las regulaciones, los impuestos y los planes de pensiones acaban protegiendo lo existente, haciendo muy poco atractivo que surjan los espíritus empresariales como los que crearon la riqueza en generaciones anteriores.

Phelps observa como el crédito bancario era más fácil de obtener hace décadas; la creatividad que es inherente al ser humano y que se traduce en habilidad para identificar nuevos mercados, resolver problema y explorar, no prospera en un entorno de reglas rígidas, requerimientos regulatorios y fiscales insalvables; las empresas que ya existen y que han resuelto esos escoyos (típicamente hace mucho tiempo) tienen una ventaja incomparable respecto a quien intenta crear una nueva entidad. La suma de todo esto es que la gente deja de ser creativa y se acomoda en los empleos u oportunidades que existen en lugar de emprender nuevas.

Si uno se remonta a las historias del crecimiento de las economías del mundo en el siglo XIX y principios del XX, era en la que no existían tantas reglas y regulaciones para todo, es obvio que los innovadores corrían riesgos ingentes. Una simple comparación entre los sistemas de transporte de entonces con ahora revela las diferentes concepciones de lo que es seguridad: las carretas jaladas por caballos frente a automóviles que gozan de toda clase de protecciones. La propuesta de Phelps no entraña regresar a ese momento, sino llamar la atención respecto a los costos que implica todo este mundo de protecciones y subsidios que se ha construido y que es, desde su perspectiva, la explicación de la tasa descendente de crecimiento.

Si uno extrapola lo que analiza Phelps, parecería obvio que la extraña colección de aranceles y subsidios que persisten en una amplia parte del sector industrial en México es un factor que impide la innovación y, por lo tanto el crecimiento. Sin embargo, es posible que la principal explicación de nuestro pobre desempeño resida en otro lado: nadie quiere correr riesgos porque la probabilidad de éxito parece ser muy baja, circunstancia que se agudiza cuando existe tanta incertidumbre: parte causada por fenómenos coyunturales, como podría ser la reciente elección estadounidense, pero sobre todo por la inseguridad física y patrimonial que caracteriza a nuestro entorno. El patético desempeño de nuestra economía no es producto de la casualidad.

*Mass Flourishing

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Inercia y crecimiento
Luis Rubio

La nueva racha

 Luis Rubio

Las democracias occidentales están en crisis. Un país tras otro experimenta cambios radicales en la conformación de sus estructuras electorales: los votantes parecen agotados de las soluciones tradicionales y comienzan a optar por alternativas que antes parecían inconcebibles, a veces cualquier alternativa. En Francia, la extrema derecha avanza sin cesar; en España el viejo duopolio del PSOE y PP se vino abajo y tomó más de un año formar gobierno; en Inglaterra la izquierda radical tomó control de Partido Laborista. Estados Unidos rompió todos los cánones históricos. Más allá de lo específico, es razonable preguntar si en México seguiremos en el “aquí no pasa nada” o si, tarde o temprano, asomarán la cabeza alternativas hasta hoy imposibles o impensables.

El corazón del desencanto que exhibe el electorado en los más diversos países es el mismo: hay un agotamiento, una desesperación y un consecuente rechazo a la política tradicional que promete pero no satisface. Los ciudadanos están cansados de políticos que roban, dan explicaciones cada vez menos creíbles, no resuelven los problemas, se la viven atacando fantasmas y síntomas, sin jamás crear condiciones para que la economía satisfaga las necesidades de la población o que la democracia sirva como mecanismo efectivo de representación.

Es posible, incluso probable, que las soluciones adoptadas por sendos electorados tampoco resuelvan los problemas, pero el mensaje es claro: la paciencia con el mal gobierno tiene límites. Así ocurrió en junio pasado.

En México llevamos décadas de reformas electorales cada vez más viciadas, pequeñas y disfuncionales que no satisfacen ni a los propios partidos que las impulsan. Para qué hablar de la ciudadanía que observa impávida ante el espectáculo de negocios partidistas y despilfarros por doquier. Es posible que el fenómeno de El Bronco en Nuevo León anuncie una nueva era política, pero de lo que no hay duda es que lo que lo hizo popular, sobre todo en ausencia de cualquier programa de gobierno, fue su promesa de meter a la cárcel al anterior gobernador. El rechazo a la “política de siempre” es patente.

Aunque cada país es muy distinto, dos ámbitos dominan el enojo ciudadano: la economía y la corrupción. La economía mexicana lleva décadas partida en dos: una que funciona y crece como bólido, otra que se contrae y empobrece. En lugar de atender las causas de estas diferencias, el debate político gira en torno a volver al pasado (o sea abandonar lo poco que sí funciona) o seguir por el mismo camino (es decir, no cambiar nada, ni para mejorar), aunque éste tampoco satisfaga. Por lo que toca a la corrupción, los escándalos se acumulan pero las respuestas son siempre retóricas: se confeccionan nuevas leyes porque en México no hay problema que no amerite una nueva ley que, por supuesto, nadie piensa convertir en algo útil para resolver el problema.

El peso sufre la mayor devaluación en décadas y siempre es culpa de otros. El problema parece evidente pero la explicación es siempre la misma: el mal entorno internacional. Lo emblemático es que aquí nadie es responsable: cuando las cosas van mal en el exterior, el problema es de la economía estadounidense o la china, la recesión internacional o los precios del petróleo. Cuando las cosas van bien en el exterior el problema es de los gobiernos anteriores o de los partidos de oposición. Las excusas no faltan pero las respuestas y acciones susceptibles de enfrentar el problema son inexistentes.

Lo maravilloso es que, frente a la adversidad, el mexicano siempre responde con un chiste y en esto las cosas han cambiado: se afirma que la diferencia entre la dictadura y la democracia yace en que en la primera los políticos se burlan de los ciudadanos y en la segunda es al revés. Bajo este rasero, la mexicana es una democracia consolidada: no hay asunto o corruptela, por pequeña que sea, que no genere un chiste regenerativo. Si sólo pudiéramos dedicar esa creatividad a la innovación tecnológica, el desarrollo de nuevos productos o la mejora de la productividad, el país sería Suiza.

La creatividad no está ausente entre los políticos. Lleva décadas circulando el famoso chiste, ya mítico, de que, cuando se le atora la carreta al nuevo presidente, tiene tres sobres que le dejó su predecesor. El primero dice “échame la culpa a mí”; el segundo “cambia tu gabinete”; el tercero dice: “escribe tres sobres”. El punto es claro: cualquier cosa menos resolver los problemas.

Como ilustra el electorado de otros países, el problema es de carácter universal: el mundo ha cambiado pero los sistemas políticos y gubernamentales ya no resuelven los problemas. Al mismo tiempo, muchos de los problemas no son tan difíciles de resolver porque sus causas son obvias. Reagan esbozó el dilema de manera clarividente: “por muchos años nos han dicho que no hay respuestas simples a los complejos problemas que están más allá de nuestra capacidad de comprender. La verdad, sin embargo, es que sí hay respuestas simples; el problema es que éstas no son sencillas”.

En efecto, no hay soluciones fáciles, pero las respuestas son obvias. La pregunta es si el sistema político tradicional las hará suyas u otros, fuera del mismo, vendrán a intentarlo.

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La nueva racha

27 Nov. 2016

¿Y nosotros?

Luis Rubio

La tónica general es de catástrofe: el mundo cambió y ya nadie lo va a poder salvar. El triunfo de Trump puede no haber sido deseable, pero ciertamente era probable. La forma en que el gobierno y muchos opinadores han reaccionado sugiere que “el final está cerca”, pero no tiene que ser así. El entorno me recuerda a uno de los pasajes de La guerra y la paz: “El más fuerte de todos los guerreros” explica Kutuzov, mariscal de campo, “son estos dos: el tiempo y la paciencia.” El ejército napoleónico avanzaba, pero Kutuzov sabiamente quería esperar a que llegaran refuerzos antes de embarcarse en la batalla. Cuando los generales rusos le demandaban que atacara a Napoleón en su momento de mayor fortaleza, Kutuzov respondió: “cuando tengas dudas, no hagas nada.”

La elección de Trump como presidente del factótum de poder mundial y nuestro principal socio comercial no nos da muchas opciones pero si nos obliga a contemplar, con cabeza fría, las implicaciones y oportunidades que esto entraña. En este momento es imposible saber lo que de hecho hará Trump, pero ya sabemos que va a someter el TLC a una evaluación por parte de la International Trade Commission -agencia con amplias capacidades analíticas- con un mandato económico, laboral y geopolítico, o sea, con seriedad. Obviamente, nadie sabe lo que va a ocurrir una vez que el gobierno esté debidamente integrado, pero de nada sirve especular. Lo que es certero es que Trump entraña un enorme cambio de dirección, sobre todo el colapso de un paradigma de gobierno. Al mismo tiempo, es obvio que, una vez en funciones, la realidad del poder y de las estructuras institucionales le harán reconocer que existen límites a su agenda. Lo crucial para nosotros es tratar de quitar nuestros temas clave del camino, algo no sencillo, pero tampoco imposible.

Si uno lee su “Contrato con el votante americano,” panfleto que preparó para su campaña, no hay límite a los riesgos que enfrentamos; sin embargo, si uno analiza las realidades del poder y de la geopolítica, las opciones que el nuevo presidente tendrá frente a sí son muy distintas a la agenda que propuso cuando no enfrentaba restricción alguna. Una cosa es la retórica y otra la realidad, que no es equivalente a moderación.

Todo sugiere que el mayor riesgo (que Trump llegar a firmar una carta anulando el TLC como está previsto en el artículo 2205 del acuerdo el día de su inauguración) ha disminuido. La evaluación de la ITC será la piedra de toque en el proceso; mientras eso se resuelve, el gobierno debe mantener -más bien, lograr- unidad y disciplina de mensaje y claridad de objetivos. También tiene que entender mejor el panorama que se va desarrollando en el equipo de Trump para identificar oportunidades de acuerdo pero, también, estrategias que hagan ver la fortaleza de las cartas que México tiene, que no son pocas; el manejo político será crucial. Por supuesto, podríamos y deberíamos aspirar a una comprensión mucho más profunda de la enorme complejidad, diversidad y bilateralidad de la relación entre ambas naciones -los beneficios que ambos derivamos de esto en materia de seguridad, estabilidad y desarrollo económico-, pero lo primero es lo primero y eso es que el TLC es el único motor de la economía mexicana.

El gobierno puede pavonearse de su previsión (la invitación al hoy presidente electo), pero la realidad es que eso no cambia en nada el desastre y la vulnerabilidad en que colocó al país con una política fiscal de los setenta que es insostenible en la era de la globalidad y, quizá, por la invitación misma.

La segunda etapa comenzará, al menos formalmente, tan pronto el nuevo gobierno entre en funciones. Ahí veremos tensiones en varios frentes: primero, entre los dos gobiernos por la incompatibilidad de visiones, perspectivas y objetivos. El gobierno se habrá salvado del “castigo” que Clinton probablemente tenía planeado (derechos humanos y corrupción), pero lo que vendrá será un choque de visiones para lo cual México ciertamente no está preparado. El punto no es quien tiene razón, sino quién tiene la capacidad de imponer una agenda. La clave en estos meses será “educar” al nuevo gobierno de lo importante de la relación, principio que incluye hacerles ver, en la práctica, que ellos también se benefician de la relación, que es equitativa y que nos necesitan.

Dicho eso, es obvio que nuestra imagen allá no mejorará mientras no cambie nuestra realidad. Trump utilizó a México como puerquito porque eso era algo fácil para sus potenciales votantes de entender: que nuestra forma de actuar -corrupción, impunidad, mal gobierno, burocracia y abuso- son lo visible de México. No importa si esa fotografía es justa o no; lo importante es que es real. Mientras no cambiemos nuestra realidad, esa será la fotografía que quede en la mente de nuestros vecinos: Trump no inventó esa imagen de México, simplemente explotó la que ya existía.

El gobierno tiene dos opciones: una es adecuarse a la nueva realidad y actuar en consecuencia; la otra sería dejar que alguien más lo haga porque el país no puede esperar.

Cantinflas entendió este momento mejor que nadie: “lo más interesante en la vida es ser simultáneo y sucesivo, al mismo tiempo.” La pregunta es si este gobierno tiene esa capacidad.

 

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Lo siguiente

Luis Rubio

“La historia enseña por analogía, no por identidad” dijo en una entrevista Kissinger: no hay dos situaciones históricas idénticas, pero sí algunas que presentan importantes similitudes por encima de los tiempos y espacios en que han acontecido.

Es evidente que Trump y Andrés Manuel López Obrador son muy distintos en origen y perfil personal, pero sus semejanzas son igualmente pasmosas y, ahora que pasó la elección estadounidense, es sobre eso que México inevitablemente va a enfocarse viendo hacia el futuro.

Donald Trump nació en un suburbio de clase obrera en Nueva York y nunca se mudó. Su situación económica se transformó pero su concepción política se forjó en el barrio de su nacimiento; aunque siempre fue un empresario, su protagonismo televisivo le permitió expresar -por décadas- las posturas que enarboló como candidato: siempre fue ostentoso y vanidoso, con piel por demás delgada. Todo indica que entró en esta contienda como reacción a lo que percibió como un ataque, una ofensa por parte de Obama en una de las famosas sesiones de auto-flagelación que los presidentes estadounidenses tienen anualmente frente a la prensa.

Por su parte, López Obrador tiene un origen modesto y siempre se enfocó a la movilización social y política; lleva décadas confrontando a los poderes establecidos, recurriendo a los medios a su alcance para alcanzar su cometido, primero en su natal Tabasco y luego como jefe del gobierno del DF. Su activismo fue siempre pragmático: desde la construcción de los segundos pisos hasta su relación con empresarios y con la Iglesia. Cuando protestó contra lo que denominó una elección fraudulenta para la gubernatura de Tabasco, se fue a tomar los pozos petroleros de la región, nunca permitiendo que sus seguidores tocaran las válvulas u otros aparatos sensibles: una cosa era protestar, otra muy distinta correr riesgos innecesarios. Nada más contrastante con Trump que su personalidad: modesta y acomedida, siempre presumiendo su humildad. Pero igual hay coincidencias y similitudes que no pueden pasarse por alto.

A los mexicanos no nos fue difícil entender los riesgos inherentes al discurso de Trump. No es sólo lo que dijo de México y los mexicanos, sino todo el contexto, visión y estilo discursivo. Era su naturaleza misma que los mexicanos veíamos con preocupación: el rechazo a todo lo existente, su ignorancia de las cosas más elementales, la amenaza implícita de que se le elige a él o vendrá el diluvio y, sobre todo, su disposición a anular lo que sí funciona, independientemente de que haya tantas otras cosas que merecerían cambios. Cuando en el último debate Trump se negó a comprometerse a respetar el resultado de las elecciones, a todos los mexicanos nos recordó el momento post electoral de 2006. Parece caricatura, pero no lo es.

Los dos personajes comparten una serie de valores y preferencias muy claras: su discurso anti sistémico, la ausencia de propuesta (ellos lo resuelven solos, como por arte de magia) y la arrogancia inherente a su personalidad: no tienen porqué rendirle cuentas a nadie. Varios periodistas han escarbado en los discursos de ambos, encontrando una caterva de frases prácticamente idénticas, confirmando lo obvio: no es que sean iguales en origen, pero sí lo son en propuesta política y ese es el asunto de fondo. Dudo que alguna vez se hayan encontrado, pero filosóficamente son indistinguibles.

Se trata de una visión política profundamente conservadora que emerge no de la búsqueda de transformación social sino de la protección de los perdedores y la preservación del viejo orden social; de ahí su permanente nostalgia: antes todo funcionaba bien… En esto, ambos profesan un agudo nacionalismo que desprecia las instituciones, el mercado, los acuerdos internacionales y cualquier regla o ley que no sirva a sus propósitos. Ante la incompatibilidad de su discurso con la realidad mundana, su respuesta acaba siendo mesiánica no sólo porque no tienen propuestas concretas sino porque la solución son ellos mismos. El mesianismo permite “ignorar la realidad” con tanta frecuencia como sea necesario, construyendo una fantasía sostenida en mentiras que, en su mente, no lo son.

Queda ver cómo reaccionará Trump ahora como presidente electo y, sobre todo, cómo resistirán las instituciones estadounidenses el embate que él representa. Lo que es certero es que su triunfo es producto de algo que los mexicanos conocemos bien: gobiernos dedicados a no gobernar, a prometer pero no cumplir y, sobre todo, a ignorar los problemas, necesidades y reclamos de la población. El de Obama ha sido un gobierno desastroso y el electorado le acaba de pasar la factura.

Nuestro gobierno se rehúsa a comprender una obviedad similar: que el hastío, la inseguridad, la depreciación constante del peso y el pésimo desempeño económico para la mayoría de la población, tienen consecuencias.

No me queda duda que el peor escenario para México sería el de Trump en Washington y AMLO en México: dos nacionalistas buscando distanciar a sus países del otro, una combinación letal para la economía mexicana. Con su inacción o, más apropiadamente, con su desdén y mal actuar, el gobierno está haciendo la propuesta mesiánica cada día más probable.

 

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13 Nov. 2016

Hacia adelante

Luis Rubio

Pase lo que pase en la elección estadounidense del próximo martes, es imperativo que redefinamos nuestra forma de ver a nuestro vecino del norte a fin de que nunca más enfrentemos los riesgos que se evidenciaron en esta larga temporada electoral. La primera parte de esta pesadilla concluye ahora, pero el verdadero desafío apenas comienza.

 

Trump ha sido el protagonista de una agria narrativa anti mexicana, pero no por insultante y ofensiva deja de contar con una amplia base de credibilidad: no es un accidente de la historia sino producto de ésta. Ese es el reto: una parte de los norteamericanos -la que Trump ha captado- nos culpa de muchos males, pero la otra, aunque no nos culpe, coincide en el hecho de que México no es una democracia, expulsa a su gente y no es un país confiable. En otras palabras, la narrativa es la misma; lo que cambia es la interpretación. En ambos casos, el mexicano es bueno, el gobierno malo. Nuestro reto es ganarnos su respeto a pesar de nuestras diferencias.

 

El desafío no radica en combatir las afirmaciones textuales del candidato republicano, sino en crear una base de legitimidad para México y los mexicanos, incluyendo por supuesto a los mexicanos residentes, legal o ilegalmente, allá. Modificar prejuicios y actitudes no es algo fácil, sobre todo unos tan arraigados. Además, los prejuicios son unilaterales: el americano promedio no ve al mexicano como su par ni comprende que su bienestar está profundamente atado a México y que mientras más exitoso sea México, más seguros estarán los norteamericanos y mayor será la interacción económica y comercial que viene acompañada de empleos, precios bajos y mejor calidad. El éxito de cualquier estrategia que se decida desarrollar se va a medir en estos parámetros.

 

La narrativa dominante allá, más profunda en unos ámbitos, menos en otros, pero ubicua en todos, es muy simple y muy clara: México exporta drogas, expulsa mexicanos, consume subsidios, roba empleos a estadounidenses y no se sabe gobernar. Este resumen trivializa la narrativa pero es preciso y, aunque descarnado, refleja lo que Trump articuló con éxito.

 

Es obvio que cada uno de los componentes de la narrativa puede ser desbancado con argumentos analíticos, pero el asunto es visceral y emotivo. Incluso en los lugares más benignos, como las llamadas “ciudades-santuario,” donde no se persigue a los migrantes ilegales, el punto de partida es que se trata de personas sin opciones que huyen de los problemas de México. En esa discusión no existe el mercado de trabajo, no hay reconocimiento de lo más obvio: que los migrantes van cuando hay oferta de empleos y no porque un día se levantaron con el ánimo de jugarse la vida cruzando el río. Eso quizá ocurra con los refugiados sirios, pero no es el caso en nuestra vecindad.

 

En EUA pocos comprenden lo profundamente integradas que están las dos economías y lo que eso implica en términos de capacidad productiva respecto al mundo o que las tres naciones han logrado una óptima combinación de fuerzas relativas para el servicio del consumidor y que México es el tercer destino más grande de sus exportaciones. Lo mismo ocurre con el asunto de la seguridad en que México es pieza clave, como parte del llamado perímetro de seguridad, para cuidar su flanco sur. México y EUA están irreductiblemente integrados tanto a través de personas y mercancías como de acuerdos y proyectos clave para la estabilidad y seguridad regional.

 

Pasada la elección, gane quien gane, nuestro cometido debería ser muy claro y absoluto: asegurar que nunca más se trate a México y los mexicanos como ocurrió en esta temporada. Para lograr ese propósito será necesario construir una estrategia inteligente que, lejos de confrontar como si fuésemos muy machos, penetre el subconsciente colectivo estadounidense y nos coloque entre las naciones amigas, socias y legítimas.
El reto es enorme porque implica modificar las premisas de toda esa narrativa que son, a final de cuentas, prejuicios acumulados a lo largo de mucho tiempo. Si uno analiza las encuestas, esos prejuicios no son universales ni absolutos: existen muchos factores diferenciadores. Por ejemplo, las encuestas revelan un aprecio por demás benigno a la esencia de lo mexicano: la cultura, la comida, la actitud del mexicano, las pirámides y las artesanías. De la misma forma, hay un rechazo despiadado cuando se trata de todo lo asociado con el gobierno: seguridad, migración, gobierno, corrupción.

 

El problema de la narrativa estadounidense sobre México es que, aunque falsa en mucho de lo que a nosotros se refiere, se apuntala en un conjunto de factores reales -como la corrupción, la falta de gobierno competente y la inseguridad- que tendrán que cambiar para poder atacarla. Es decir, si queremos cambiar nuestra imagen, tenemos que cambiar la realidad. Como en tantas otras cosas, el reto es más interno que externo. Medios no faltan; lo que no ha habido es disposición a emprender y sostener una estrategia.

 

El punto es comprender la naturaleza del problema de manera neutral y comenzar a picar piedra. Tomará tiempo, pero México nunca más debe ser el puerquito de un candidato a la presidencia de ese país. Habrá que comenzar por limpiar la casa.

 

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Hacia adelante
06 Nov. 2016

Escenarios México-EUA

Luis Rubio

La contienda que concluye en nueve días no ha sido la más polarizada de la historia; quien recuerde la era de Vietnam sabe que hay ciclos en este sentido, pero también una extraordinaria capacidad de regeneración. Esa es una de sus fortalezas y características y no hay razón para suponer que algo similar sea imposible en el futuro mediato. La pregunta es qué clase de relación seguirá entre las dos naciones.

México acabó siendo un actor involuntario y (casi) ausente en la contienda electoral estadounidense; muchos factores coadyuvaron a crear el escenario electoral actual: desde el cambio tecnológico hasta los migrantes, pasando por pésimos programas estadounidenses de apoyo al ajuste por factores comerciales y tecnológicos y, de no poca monta, el desprestigio político del TLC en ese país. Todos y cada uno de los planteamientos y clamores que surgieron en esta contienda -desde Sanders hasta Trump- son analíticamente disputables, pero el hecho político es que México acabó siendo un blanco fácil de la crítica.

Hay dos escenarios postelectorales para nosotros y ambos son complejos. En primer lugar, se encuentra la posibilidad de que gane el señor Trump: este es el escenario menos deseable desde la perspectiva mexicana por la simple razón de que entraña una enorme incertidumbre, misma que se agrava por la personalidad explosiva e impulsiva del personaje. El principal riesgo de un posible triunfo de Trump radica en las acciones que individualmente, en su calidad de jefe del ejecutivo, pudiese tomar, particularmente respecto al TLC. De ganar Trump y no actuar impulsivamente en esa materia, entraríamos en un periodo de incertidumbre que probablemente entrañaría extensas negociaciones dentro de Estados Unidos y, en un segundo plano, en materia bilateral, sobre los pasos a seguir.

El segundo escenario, el del triunfo de Clinton, aunque más benigno, no estaría ausente de riesgos y complicaciones. Clinton no ha encabezado una campaña propositiva, lo que le negaría lo que los estadounidenses denominan como un “mandato”. En contraste con Trump, su campaña ha sido más bien obscura y defensiva por lo que no tendría un proyecto distinto al de Obama y, en ese sentido, se convertiría en un tercer periodo presidencial, similar a como ocurrió con Bush padre en 1988. Clinton tiene una larga experiencia con México y entiende la complejidad de la relación, por lo que no habría que esperar mayores aspavientos, excepto su obvio deseo por penalizar al gobierno de Peña por la invitación a Trump.

El mayor riesgo de un gobierno de Clinton radicaría no en ella misma sino en el poder legislativo: de ganar control del senado y, en una de esas, del congreso, Clinton quedaría en manos de legisladores activistas decididos a regular lo financiero, laboral y comercial, mucho de ello con severas consecuencias para el TLC. Por el lado más benigno, bajo este escenario sería concebible que prosperara una iniciativa de reforma migratoria.

Me parece que hay tres lecciones que derivar de esta elección. La primera es sin duda que el gobierno mexicano debe entender mejor a nuestros vecinos para evitar torpezas como las acontecidas con la invitación a Trump: existen procedimientos bien establecidos para contactar a los candidatos, por lo que no es necesario inventar el agua tibia.

La segunda es que el gobierno mexicano no puede ni debe intervenir en los asuntos internos de otro país, pero sí debe avanzar sus intereses. En el caso de Estados Unidos, esta separación es un tanto difícil, si no es que artificial, por el hecho de que las dos sociedades y sus economías están tan profundamente imbricadas. Aunque el gobierno mexicano debe articular una estrategia que repare la mala reputación de México que se exhibió en esta contienda, es claro que es la sociedad mexicana, y no el gobierno, quien debe responder ante improperios como los prodigados por Trump. Baste recordar que tanto las declaraciones de Fox como la invitación a Trump elevaron sus bonos electorales. Mejor que sean artistas, literatos, empresarios y chefs quienes defiendan la mexicanidad y no sus asediados gobernantes.

La realidad geopolítica nos obliga a lidiar y construir con los estadounidenses y somos nosotros quienes, en ausencia de un liderazgo visionario de su parte, tendremos que tomar la iniciativa. Así, sea cual fuere el escenario electoral del próximo ocho de noviembre, México no tiene alternativa a buscar la mejor forma de atenuar los exabruptos electorales y corregir su propia ausencia de claridad estratégica en la relación.

Finalmente, mucho de lo que se discutió en la contienda estadounidense y sus efectos en el proceso (por ejemplo, en materia cambiaria) tiene que ver con lo que no se ha hecho dentro de México. Seguimos siendo una sociedad dependiente de salarios bajos para ser competitivos, hemos retornado a políticas financieras que hacen vulnerable la estabilidad económica y no hemos resuelto procesos políticos básicos que impidan que siempre esté en disputa la esencia del funcionamiento de la economía del país. Mientras no atendamos estos factores, seguiremos produciendo factores de riesgos que alimentan los que se originan en el exterior.

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30 Oct. 2016

Pandillas y leyes

Luis Rubio

En la comedia Los caballeros, Aristófanes agrupa a la población en el personaje Demos quien, jalado por la nariz, es engatusado y engañado con halagos por hábiles demagogos. Los atenienses que aplaudían y celebraban la comedia no parecían reconocer que la fábula se refería a ellos mismos. Seguramente de algo así surgió la frase aquella de que los pueblos tienen el gobierno que se merecen. A menos que la ciudadanía de la ciudad de México despierte, eso habrán demostrado las élites políticas con eso que llaman constitución.

El primer problema con la pretendida constitución es que nadie la pidió. Se trata de una vieja demanda de las élites de izquierda que no reconocen valor alguno en la ciudadanía a la que pretenden gobernar. El documento que presentó el jefe del gobierno no es más que una plataforma compleja, disléxica y muy mal redactada, de aspiraciones que nada tienen que ver con la realidad mundana; más bien, se trata de un pretexto para sumar bases políticas, incorporar a grupos inconexos y consolidar intereses y demandas. Se habla de derechos pero no se reconoce que un derecho es el lado anverso de una obligación. Ambas cosas tienen que estar presentes para que exista un orden social; pero no, en una plataforma política el orden es lo de menos: lo importante es ganar y preservar el poder.

Definido de esta forma -una plataforma para preservar el poder- la pretendida constitución tiene todo el sentido del mundo y se explica perfectamente como un documento que no pretende inspirar; es, más bien un reflejo de combates ideológicos y políticos entre pandillas, por lo que el texto no tiene porqué ser incluyente. Es, en una palabra, una plataforma autoritaria y burocrática para lanzar la candidatura presidencial del jefe del gobierno.

«¿Qué es una constitución?» se preguntó Ferdinand Lasalle, quizá el más astuto y práctico observador en esta materia: “las interrogantes constitucionales no son, en primera instancia, interrogantes sobre derechos sino interrogantes sobre el poder.” Tanto el contenido como la forma en que se ha administrado el proceso constitucional para la CDMX evidencian la clarividencia de Lasalle: todo es sobre el poder y nada para la ciudadanía o que avance el Estado de derecho.  Lo importante son los arreglos entre los dueños del poder en la localidad y la protección de sus intereses.

Un proceso constitucional serio debió haber comenzado por dos cuestiones elementales: la primera es un vigoroso debate respecto a los principios que enarbolaría la constitución  -con la más amplia y diversa participación ciudadana- sobre el futuro de la ciudad de México. La segunda es una argumentación inteligible y dirigida a la ciudadanía de las reglas que darían forma a la “nueva” ciudad. Un proceso de esta naturaleza habría colocado a la CDMX, y a su gobierno, a la vanguardia del país, con una gran visión de futuro. Lo que se ha hecho ha convertido al gobierno y a su constituyente en el hazmerreír del país entero.

Es evidente que entre los redactores del documento se concibe a la ciudadanía como un estorbo al que hay que imponerle derechos en lugar de incorporarla en la discusión. Así ocurrió en Europa en los noventa y lo que ahora cosechan esos políticos es Brexit y una serie de votos que comienzan a echar para atrás la constitución europea.

Una mala constitución es mucho peor que no tener una constitución. Lo que el gobierno de la CDMX ha presentado es un bodrio ininteligible que revela más de la política de las pandillas en los sótanos del poder que del futuro al que, uno supondría, se aspira para la ciudad y el país. Peor, una constitución como la que se ha presentado entraña un mal sistema de gobierno e, inevitablemente, llevaría a un todavía peor desempeño de la ciudad en el contexto del país. Es obvio que ninguno de los excelsos redactores se ha preguntado por qué la CDMX se rezaga en materia económica mientras que estados como Querétaro, Aguascalientes, Yucatán y Nuevo León -por no decir Singapur- crecen a tasas cercanas al 7%, algunos de estos por décadas. ¿No será que los derechos que con tanto ahínco se consagran (pero que hace tiempo existen en la práctica) son obstáculos a la inversión, creación de empleos y desarrollo de la ciudad?

Vivir en un mundo de fantasía ciertamente tiene sus beneficios y eso es lo que revela el texto publicado, pero esa no es receta para el éxito político, máxime cuando su característica principal es la aversión a la rendición de cuentas democrática. Ciertamente, la ciudadanía está lejos de tener la sofisticación de los redactores, pero la ciudadanía es quien los mantiene y hace posible que empleen su tiempo en ejercicios autoritarios como éste.

El objetivo de una constitución debería ser el de asegurar un buen gobierno, no la repartición de los dineros y puestos públicos entre los políticos. Una constitución seria establecería los derechos y obligaciones de los ciudadanos y los límites a la autoridad, a la vez que definiría las reglas del juego para la interacción entre unos y otros. No hay nada de esto en el texto publicado.

El texto es insalvable: el proceso tiene que comenzarse de nuevo con un poco más de humildad y mucho más de visión.

 

México frente a EUA: ahora y en el futuro

Luis Rubio

Lo novedoso de la contienda electoral estadounidense no radica en la polarización de la sociedad estadounidense que refleja ni en los personajes mismos, aunque hay mucho que decir de ellos, sino en el hecho de que ambos acaparan un rechazo generalizado por parte de su sociedad. En la era de la postguerra hubo muchas contiendas polarizadas -recordemos como ejemplo paradigmático la era de Vietnam- y la sociedad estadounidense mostró una extraordinaria capacidad de regeneración. Esa es una de sus fortalezas y características y no hay razón para suponer que algo similar sea imposible en el futuro mediato. Lo que es excepcional en esta ocasión, particularmente para nosotros, es el hecho de que México sea uno de los focos centrales de la disputa.

En este comentario quisiera concentrarme en tres aspectos: primero, en el hecho de que somos protagonistas involuntarios en la contienda; segundo, en los escenarios potenciales y sus impactos sobre México; y, tercero, en las posibles respuestas de nuestra parte. De entrada, me permito plantear mi conclusión: la relación entre las dos naciones es hoy tan compleja, profunda y diversa que sólo podrá acentuarse, pero los factores políticos que la envuelven pueden convertirse en elementos por demás disruptivos si no se manejan con inteligencia por ambas partes. La realidad geopolítica nos obliga a lidiar y construir con los estadounidenses y somos nosotros quienes, en ausencia de un liderazgo visionario de su parte, tendremos que tomar la iniciativa. Así, sea cual fuere el escenario electoral del próximo ocho de noviembre, México no tiene alternativa a buscar la mejor forma de atenuar los exabruptos electorales y corregir su propia ausencia de claridad estratégica en la relación.

En primer término, México acabó siendo un actor tanto involuntario como ausente en la contienda electoral; esto ocurrió por factores exógenos y endógenos. Por una parte, los años de acercamiento entre las dos sociedades prácticamente coincidieron con el momento de mayor disrupción tecnológica que haya experimentado el mundo moderno, particularmente en la industria pesada y manufacturera, lo cual se ha traducido en desempleo estructural, inseguridad económica y desazón, además de drogadicción e incertidumbre; además, el crecimiento de la migración mexicana ha tenido un extraordinario impacto social en los lugares más recónditos de la sociedad estadounidense: no basta argumentar que se trata de la virtual integración del mercado laboral; ese hecho ha ido de la mano con una creciente y, en muchas localidades, abrumadora presencia de personas extrañas, con un idioma ajeno, demandando satisfactores mínimos que, en un contexto de inseguridad laboral, implicó la identificación automática de un chivo expiatorio. Por el lado estadounidense, sus programas de apoyo a los afectados por el comercio internacional han sido un fracaso y esto explica, al menos en parte, la base social de Trump. Finalmente, el superávit comercial que México en esta relación bilateral ha hecho fácil el argumento de que México gana y Estados Unidos pierde.

Todos y cada uno de los planteamientos y clamores que surgieron en esta contienda -desde Sanders hasta Trump- son analíticamente disputables, pero el hecho político es que México acabó siendo un blanco fácil de la crítica. Esto ocurrió, en buena medida, porque, a diferencia de China o del propio cambio tecnológico, México está ahí y, desde el momento de la disputa por la aprobación del TLC se convirtió en un factor político interno. Esto es algo que no es similar en el caso de China. Nuestro déficit en esta materia es evidente. Al mismo tiempo, no cualquier forma de acción hubiese sido favorable.

En segundo término, están los escenarios electorales y su potencial impacto sobre México. Más allá de lo que indiquen las encuestas en este momento, hay dos escenarios y ambos son complejos. En primer lugar, se encuentra la posibilidad de que gane el señor Trump: este es el escenario menos deseable desde la perspectiva mexicana por la simple razón de que entraña una enorme incertidumbre, misma que se agrava por la personalidad explosiva e impulsiva del personaje. El principal riesgo de un posible triunfo de Trump radica en las acciones que individualmente, en su calidad de jefe del ejecutivo, pudiese tomar. El TLC, el principal motor de la economía mexicana y uno de los blancos constantes de la retórica de Trump, es claramente nuestro principal activo, pero también nuestra mayor vulnerabilidad. En términos legales, existe una disputa sobre si el TLC, como acuerdo y no tratado, puede ser cancelado por el ejecutivo sin el concurso del poder legislativo. Existen más de 200 acuerdos del más diverso orden y nunca se ha cancelado uno, razón por la cual existe el riesgo de que Trump actuara impulsivamente, iniciando un proceso legal que, aunque potencialmente disputable, implicaría un daño inmediato a la economía mexicana tanto en materia del tipo de cambio como del flujo de inversiones. Entre que se dilucida la situación legal, el impacto económico y financiero sobre México sería extraordinario.

De ganar Trump y no actuar impulsivamente en materia del TLC, entraríamos en un tiempo de incertidumbre que probablemente entrañaría extensas negociaciones dentro de Estados Unidos y, en un segundo plano, en materia bilateral, sobre los pasos a seguir. Mucho dependería de la composición del congreso y del senado, pero es de anticiparse que entrarían en juego todos los actores clave de la relación bilateral y que se repetiría, así fuese en forma un tanto cómica, la escena de disputa por la ratificación del TLC en 1993. Los sindicatos y las empresas inversionistas en México se lanzarían al ruedo para influir sobre la forma de actuar en esta materia y los arreglos a los que se llegara tendrían impacto real, a diferencia de mediático, sobre la actividad económica mexicana. Cuidar esos procesos se tornaría en nuestro principal desafío.

El segundo escenario, el del triunfo de Clinton, aunque más benigno, no estaría ausente de riesgos y complicaciones. Clinton no ha encabezado una campaña propositiva, lo que le negaría lo que los estadounidenses denominan como un “mandato”. En contraste con Trump, su campaña ha sido más bien obscura y defensiva por lo que no tendría un proyecto distinto al de Obama y, en ese sentido, se convertiría en el tercer periodo presidencial de Obama. El paralelo más evidente a este escenario sería el de George H.W. Bush, quien se encontró con un partido gobernante agotado, sin motivación y con pocas iniciativas. El principal riesgo de esa presidencia radicaría en la potencial búsqueda de chivos expiatorios; sin embargo, Clinton tiene una larga experiencia con México y es altamente improbable que esa fuese su causa, lo cual no excluiría propuestas de revisión del TLC y otras similares. Dicho eso, la forma extraña e inédita en que el gobierno mexicano intentó acercarse a Trump podría entrañar, como ocurrió en 1993, un largo periodo de distanciamiento formal.

El mayor riesgo de un gobierno de Clinton radicaría no en ella misma sino en el poder legislativo. De ganar el senado y recobrar el congreso, el partido demócrata probablemente sería tomado por activistas legislativos quienes, aprovechando el río revuelto de una administración sin proyecto, buscaría incorporar agresivas regulaciones en materia financiera, laboral y comercial. Por un lado más benigno, bajo este escenario sería concebible que prosperara una iniciativa de reforma migratoria. De cualquier forma, dadas las encuestas en este momento, este debería ser el factor más preocupante para México.

Más allá de quien gane la elección, es importante entender que la política estadounidense es mucho más violenta, mucho más dura, que la mexicana pero, al mismo tiempo, goza de una extraordinaria capacidad de regeneración. Se trata de una sociedad con escasa memoria histórica, pero con mayor flexibilidad de la que este año sugiere. Al mismo tiempo, sus instituciones son fuertes y siguen una lógica de continuidad mucho más acusada de lo aparente. En lo positivo, esto implica que la capacidad de adoptar decisiones radicales (como podría ser la cancelación o renegociación del TLC) es mucho más acotada de lo aparente por el contrapeso que representa el poder legislativo y la capacidad de acción de toda clase de fuerzas e intereses de la sociedad norteamericana. De la misma forma, Estados Unidos es un país sumamente institucionalizado, lo que implica que el daño podría ser grande pero no infinito. En lo negativo, hay políticas, como la deportación sistemática de migrantes ilegales, que continuará independientemente de quien encabece la próxima administración. La inercia en esta materia, como en la presupuestal, es evidente.

De primordial importancia para el futuro será el tamaño de la derrota de Trump, en caso de que ese sea el resultado. Una derrota marginal seguramente implicaría que el legado de Trump en términos ideológicos y políticos sea retomado por otros candidatos en el futuro y que permee a los planteamientos del partido republicano. Una victoria más holgada por parte de Clinton disminuiría ese efecto.

En términos de México, es fácil especular sobre potenciales impactos de la elección estadounidense sobre el 2018 mexicano, pero no es obvia la utilidad de semejantes especulaciones. A la fecha, el único candidato bien definido, Andrés Manuel López Obrador, no se ha beneficiado de la fortaleza de Trump. En caso de un triunfo republicano, las políticas que su gobierno decidiese emprender ciertamente impactarían los procesos de decisión y la retórica política mexicana, pero es poco probable que modificaran mucho más. Dicho eso, me parece evidente que el peor escenario posible para México, para la relación bilateral y para la región sería la combinación de Trump y López Obrador en la presidencia de cada uno de los dos países. Dos nacionalistas buscando distanciar a sus países del otro ciertamente sería letal para la economía mexicana.

Finalmente, el asunto medular es cuál puede y debe ser la respuesta mexicana ante la elección estadounidense. En el plazo inmediato, la respuesta gubernamental sólo puede ser una y esa es la de tratar de reconstruir la relación con el equipo victorioso. Si bien la burocracia que administra la relación continuará dentro de un esquema inercial, la clave será construir una relación política nueva que permita salvar el escollo y, a toda costa, evitar un daño a la relación. El primer impulso debe estar perfectamente planeado para entablar una relación de trabajo donde el criterio debe ser muy simple: a) mantener el barco a flote; b) evitar que se tome una decisión ejecutiva en materia del TLC; c) alinear las fuerzas favorables a México tanto en el ámbito empresarial como en el social y académico; d) mantener la postura de que el tratado no es negociable, pero dejando entender que, en caso extremo, cualquier negociación debe ser en acuerdos complementarios externos al TLC mismo; y e) sin adoptar una postura inflexible, dejar muy en claro que México también tiene sus intereses y objetivos y que no cejará en protegerlos y avanzarlos. El punto central es que Estados Unidos no va a conducir procesos políticos o burocráticos que nos afectan a nosotros: es México quien debe tener claridad de visión y aportar ideas al proceso para que éstas se conviertan en la decisión estadounidense. Así es como funciona ese país y hay que actuar bajo la lógica de que ellos tienen una multiplicidad de intereses y puntos de enfoque, en tanto que ellos son uno claro y vital para nosotros.

El gobierno mexicano no puede ni debe intervenir en los asuntos internos de otro país, pero sí debe avanzar sus intereses. En el caso de Estados Unidos, esta separación es un tanto difícil, si no es que artificial, por el hecho de que las dos sociedades y sus economías están tan profundamente imbricadas. En el último año se suscitó un amplio debate en México sobre cuál debía ser la respuesta de México ante los improperios de Trump; mientras que el gobierno fue titubeante en sus respuestas iniciales para luego incorporarse de lleno en la disputa electoral, actores no gubernamentales demandaban una acción decidida por parte del gobierno. No es evidente cuál puede y debe ser la respuesta mexicana en circunstancias como éstas. Por un lado, a modo de ilustración, las intervenciones del expresidente Fox tuvieron el efecto de fortalecer la nominación de Trump dentro de su partido; por el otro, innumerables personas demandaban la defensa de la dignidad nacional. Una manera de responder pudo haber sido por parte de la sociedad y no por parte del gobierno: de hecho, hubo diversos esfuerzos a través de textos, videos y otro tipo de participaciones que lograron este objetivo de manera al menos parcial. El punto medular es que un gobierno no puede intervenir en el proceso electoral de otro país sin que haya costos y consecuencias. La diferencia entre el actuar de la sociedad y el del gobierno es definitiva y determinante.

En un segundo plano, es imperativo dedicar esfuerzos y recursos a entender mejor a la sociedad norteamericana, a sus procesos sociales y políticos y la forma en que México se ha convertido en parte integral de ellos, nos guste o no. Esto es imperativo para evitar torpezas como las ocurridas recientemente, pero también para desarrollar una estrategia de largo plazo que evite caer en una situación de extrema vulnerabilidad como la que se evidenció en estos meses.

En esta materia, es necesario comprender que la de Trump o Sanders no fueron campañas irracionales, que no se trató de fenómenos nuevos o recientes, que sí eran anticipables y que, por lo tanto, debimos haber actuado con visión desde hace tiempo. Entre las lecciones que arroja esta contienda hay las siguientes: primero, hay un gran aprecio en la sociedad americana por la cultura, el lenguaje, la historia, las tradiciones, el arte, la comida y la actitud de los mexicanos; segundo, hay un enorme desprecio por la corrupción, la burocracia, la inseguridad y, en general, los políticos mexicanos. Esto implica que la base de cualquier estrategia de largo plazo debe fundamentarse en el desarrollo y profundización de los vínculos entre las dos sociedades, a partir de la sociedad mexicana: es decir, apuntalar la relación de largo plazo en artistas, chefs, intelectuales, empresarios, estudiantes, etcétera, y no en lo que los estadounidenses reprueban que, en lo general, se vincula con el gobierno y los políticos.

Concluyo con dos consideraciones. Primero que nada, la realidad geográfica y geopolítica nos obliga a actuar y proteger nuestros intereses y eso, en esta materia, implica conquistar a la sociedad norteamericana. Visto desde la superficie, es difícil comprender la profundidad de los vínculos que hoy existen entre las dos naciones, la dependencia mutua en una inmensa diversidad de asuntos que cubren todo, desde la economía hasta la seguridad, las líneas de suministro de bienes básicos y los lazos personales y familiares. La integración industrial es extraordinaria y clave para el empleo y los ingresos de los mexicanos. Imposible no enfatizar lo crucial de abocarnos como país a asegurar que México nunca más vuelva a ser el chivo expiatorio de la discusión política en ese país.

En segundo término, mucho de lo que se discutió en la contienda estadounidense y sus efectos en el proceso (por ejemplo en materia cambiaria) tiene que ver con lo que no se ha hecho dentro de México. Seguimos siendo una sociedad dependiente de salarios bajos para ser competitivos, hemos retornado a políticas financieras que hacen vulnerable la estabilidad económica y no hemos resuelto procesos políticos básicos que impidan que siempre esté en disputa la esencia del funcionamiento de la economía del país. Mientras no atendamos estos factores, seguiremos produciendo factores de riesgos que alimentan los que se originan en el exterior.

Seminario «México-EEUU: los peligros de la coyuntura»

 

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Seguridad: pasado y presente

Luis Rubio

En su Testamento político (1640), el cardenal Richelieu sostiene que los problemas del Estado son de dos clases: fáciles o insolubles. Los fáciles son los que fueron previstos. Cuando le estallan en la cara, ya son insolubles. Esa es la historia de la seguridad en el país. El sistema de seguridad que existió entre los cuarenta y los setenta del siglo pasado funcionó porque respondía a las peculiares circunstancias de aquella era y nunca se adecuó, o transformó, para responder a lo que vino después: le estallaron al gobierno en la cara y todavía no reacciona.

«El pasado, dice un aforisma, es otro país. Ahí se hacen las cosas de manera distinta». En efecto, hasta el pueblo más modesto en los cincuenta contaba con tres instituciones bien establecidas: la Iglesia, el IMSS y el PRI. Aunque la constitución decía que éramos un país federal, esas instituciones eran testigos de la absoluta centralización del sistema de gobierno: desde el binomio PRI-presidencia hasta la más modesta representación local, los tentáculos del sistema abarcaban y cubrían a toda la población del país, hasta en el pueblo más recóndito. La información fluía en ambas direcciones y las reglas eran claras: nadie dudaba quien mandaba.

Por supuesto que existía cierto grado de autonomía local (no era un sistema soviético), pero las formas y la centralización se reproducían a todos los niveles, permitiendo un control efectivo del territorio. La ventaja del sistema era evidente y se observaba en la paz que reinaba en la mayoría del país: cuando se presentaba un problema, el sistema respondía con eficacia, con una unidad de mando vertical. Los sistemas autoritarios se  gobiernan con pocas instituciones y escasas reglas: basta la voluntad del gobernante en turno para imponer su voluntad, arbitraria o no, sobre el resto.

Funcionó mientras funcionó. El sistema era eficaz pero nunca fue flexible y su capacidad de adaptación acabó siendo prácticamente nula. Su gran virtud fue que creó condiciones para la prosperidad económica; pero esa prosperidad cambió a la sociedad mexicana y exigió la adopción de un marco económico dinámico que respondiera a un mundo que no dejó de transformarse. Así, la sociedad de los sesenta comenzó a exigir satisfactores sociales y políticos que el viejo sistema era incapaz de proveer y las crisis económicas obligaron a la liberalización, lo que virtualmente eliminó la capacidad de control vertical que había funcionado en las décadas anteriores. Es decir, el éxito del viejo sistema acabó minando su viabilidad, en todos los órdenes.

La seguridad se ejercía de manera vertical y se instrumentaba a través de los actores locales, al grado en que el propio gobierno administraba la delincuencia. Era un sistema primitivo para un país pequeño, relativamente poco poblado y sin mayores contactos con el resto del mundo. Esas circunstancias cambiaron: la población casi se quintuplicó (25 millones en 1950 vs 119 en 2015), los niveles educativos se elevaron y con ello se alteró cualitativamente la demanda de satisfactores. Todo esto fue erosionando la funcionalidad y eficacia del sistema de seguridad, hasta que éste se colapsó.

En los noventa comenzamos a observar un crecimiento dramático de la delincuencia y los secuestros. Luego vino la letal combinación de un cambio político estructural (el «divorcio» del PRI y la presidencia con la derrota del PRI en 2000), la incomprensión del momento por parte de Fox (y su desdén por gobernar) y el crecimiento del crimen organizado, en buena medida debido al éxito de los americanos en cerrar la entrada de drogas por el Caribe y el control que logró el gobierno colombiano de sus mafias de narcotraficantes, cuyos beneficiarios fueron las mafias mexicanas, que tomaron control del negocio.

Todo esto ocurrió justo cuando el viejo sistema de seguridad se colapsaba y los gobernadores le quitaron la chequera a Hacienda y, en lugar de construir un sistema moderno de seguridad a nivel local, dispendiaron  o robaron esos dineros. Es decir, lo que ya no funcionaba bien prácticamente desapareció y nada se construyó en su lugar.

Llevamos dieciséis años desde que comenzó esta nueva etapa y todavía no existe un reconocimiento de dos cosas elementales: primero, que el objetivo del sistema de seguridad debe ser el de proteger a la población. Así de básico. Segundo, que la fuerza federal puede servir para atajar el problema pero sólo una capacidad local, de abajo hacia arriba, va a resolver el problema de seguridad en el largo plazo. Las propuestas de mando único o compartido sólo funcionarán en la medida en que se conciban como un medio para construir capacidad local. La seguridad es de abajo hacia arriba o no existe.

Estos principios son iguales para estados con problemas relativamente menores como Querétaro que para los que viven en el mundo de la criminalidad como Guerrero o Tamaulipas. Lo específico cambia, pero lo genérico es igual: nuestro problema es de ausencia de gobierno, de capacidad de gobierno, en todo el territorio nacional. Cada caso requiere atención particular, pero lo relevante es para todo el país: las reformas estructurales son necesarias, pero sin seguridad, jamás arrojarán los beneficios que prometen.

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