Luis Rubio
Una solución debe siempre responder a un problema específico. Sin embargo, una de las peculiaridades de nuestra vida política radica en la propensión a convertir en mantra ideas que no necesariamente responden al problema que se pretende resolver. Tal es el caso de la segunda vuelta electoral.
La segunda vuelta en Francia fue producto de dos rondas de reforma después de la Segunda Guerra Mundial -la Cuarta y Quinta Repúblicas- y resultó de un proceso de prueba y error en las condiciones particulares de ese país. Copiar el mecanismo no garantiza que se resuelvan los problemas del México de hoy.
La reforma política de 1977 tuvo un objetivo preciso, específico y claramente definido: se buscaba incorporar en el mundo de la institucionalidad a un segmento de la vida política que, por décadas, había vivido en el clandestinaje. Al no tener participación formal en el marco político institucional, diversas fuerzas de izquierda se habían radicalizado, algunas habían optado por el camino de la guerrilla e, incluso, el terrorismo. El objetivo de la reforma era, en consecuencia, muy claro y muy simple: sumar a esas fuerzas en los procesos políticos formales. La reforma fue un gran éxito.
La reforma electoral de 1996 fue más difusa porque intentó resolver diversos problemas a una misma vez. Por una parte, se buscaba crear mecanismos consensados y transparentes de acceso al poder. Por otra parte, se procuraba crear condiciones para una transición política, es decir, para una eventual derrota del PRI. No necesariamente tiene que haber contradicción entre estos dos propósitos, pero la reforma sólo resolvió la primera parte de la ecuación, creando al IFE y estableciendo reglas para que los partidos políticos interactuaran, compitieran y tuvieran la misma posibilidad de acceder al poder.
Lo que esa reforma no resolvió, como es patente hoy, veinte años después, fue la estructura del gobierno: ni al gobierno ni a los partidos se les ocurrió que un cambio en las reglas de acceso al poder podría ser enormemente disruptivo para la vida cotidiana, por ejemplo, en asuntos de seguridad. De igual forma, no se contempló que el país había mantenido su (declinante) estabilidad gracias a la centralización del poder en la presidencia y que, cuando el PRI fuese derrotado, esa concentración del poder desaparecería, creando una crisis de gobernabilidad.
Lo que hoy tenemos frente a nosotros es una situación caótica en la seguridad, ausencia de pesos y contrapesos, sobre todo a nivel estatal y local, y la inexistencia de mecanismos institucionales para la rendición de cuentas. Es decir, tenemos una crisis de gobernabilidad: lo que hay no sirve para resolver los problemas que hoy aquejan al país, desde la seguridad hasta la regulación de la economía.
En adición a lo anterior, desde 2006, el país padece un problema serio (y paradójico) de legitimidad. Aproximadamente una tercera parte del electorado no reconoce la legitimidad de los resultados electorales, a pesar de la generalmente excepcional solidez y profesionalismo de la administración de los comicios y de los mecanismos de resolución de disputas. La pregunta obvia es: ¿qué pasa si el candidato favorito de esa tercera parte del electorado queda excluido de la segunda vuelta? A menos de que uno tenga certeza de que se acabaría el problema de legitimidad, la segunda vuelta no resolvería ese problema esencial.
De esta forma, tenemos dos problemas y, ahora, una solución mágica. Se afirma que la segunda vuelta electoral resuelve todos los problemas y, adoptándola, entraríamos al nirvana político. Sin embargo, la segunda vuelta es una posible solución a un problema, no a todos los problemas. De ahí que sea indispensable definir cuál es el problema que se pretende resolver. Las reformas políticas de 1977 a la fecha han intentado resolver el problema de los partidos, pero no el del 99% de los mexicanos que padece las consecuencias de un pésimo sistema de gobierno.
La segunda vuelta atiende un problema de percepción: no es lo mismo un triunfo con 29% de los votos que uno con el 51%. Si el problema es de legitimidad -o sea, de la aceptación del resultado electoral por todos los mexicanos (y la plena certeza de que así sería)- entonces la segunda vuelta es una respuesta idónea. Por otro lado, si el problema es de institucionalización del poder -o sea, acotar a futuros presidentes para que, por medio de un entramado de pesos y contrapesos no pueda actuar de manera caprichosa, y al congreso para que le responde a la ciudadanía- entonces la segunda vuelta puede o no ser parte de la solución, pero tendría que incluir muchos otros elementos. No existe una solución mágica.
Por otro lado, si el problema es de gobernabilidad, el objetivo debería ser ese. La incipiente democracia mexicana está en problemas porque tiene un sistema electoral mucho más avanzado que el sistema de gobierno existente. A México le urge una reforma cabal del gobierno para que los gobernantes que sean electos trabajen para la ciudadanía, resuelvan los problemas y creen condiciones para el desarrollo del país. Nada de eso es electoral y menos se resuelve con una segunda vuelta. Lo imperativo es definir bien el problema. Continuará.
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25 Jun. 2017