Una anécdota

Luis Rubio

Iba a ser el gobierno que transformaría a México, el gobierno que echaría para atrás los males que caracterizaban al país y que le habían impedido la grandeza que le corresponde. La ambición era grande: sería una transformación del tamaño de la independencia o de la revolución maderista: para qué limitarse con avanzar decididamente el desarrollo del país, el crecimiento de la economía o el bienestar de la población cuando se podía aspirar a LA cuarta transformación. Al final, lo que queda no es más que otro más de los muchos gobiernos mediocres que han distinguido a México: una anécdota más en una larga historia de penas y pocas glorias.

El presidente López Obrador llegó a la presidencia en su tercer intento. Llegó luego de que la ciudadanía agotó todas las alternativas: al PAN y al PRI. En 2018, un electorado exhausto optó por darle el beneficio de la duda al candidato que persistía en su intento por triunfar con la promesa de que corregiría el rumbo y sentaría las bases para una gran transformación. En repetidas ocasiones ofreció que no alteraría el orden institucional, que mantendría proyectos básicos como el aeropuerto y que sería el presidente de todos los mexicanos.

En realidad, México necesitaba (sigue necesitando) un presidente disruptivo que atacara a los grupos e intereses que han impedido que el país se desarrolle de una manera equilibrada. Por la forma sesgada en que se fue desenvolviendo el proyecto reformador que inició en los ochenta, y cuya lógica era no alterar el orden político imperante, el país se saturó de grupos políticos, sindicales y empresariales (y ahora del crimen organizado) dedicados a proteger cotos de caza. Dado que muchos de éstos eran pilares significativos del viejo orden priista, las reformas los habían protegido, tolerado o eludido. En muchos casos, por su capacidad de movilización, especialmente en el caso de algunos sindicatos, había una relación de dependencia (y de amor y odio) respecto a esos intereses. Sólo un actor político hábil y dedicado, y no comprometido con el “viejo” orden, podía desmontar ese entramado para realmente liberar las fuerzas, recursos y capacidades de una sociedad que, en muchos sentidos, seguía dominada y controlada por pequeños cacicazgos, como ilustran los estados de Oaxaca y Chiapas.

Un presidente disruptivo como López Obrador pudo haber sido el gran reformador de México, la persona libre de vínculos con aquellos cacicazgos y, por lo tanto, excepcionalmente capaz de actuar de manera decidida. Pero no fue así. Priista hasta la médula, así fuese de un ancestral partido dominante que hacía tiempo dejó de existir, el presidente no sólo no actuó en contra de esos grupos, sino que los arropó y convirtió en parte de su propia estrategia. Una estrategia dedicada al culto a la personalidad, a la concentración del poder y, pues, a no mucho más.

Es de reconocérsele al presidente que, pudiendo haber hecho un daño monumental, su mayor efecto ha sido el de dividir y polarizar todavía más a la sociedad mexicana. Sin embargo, ahora amenaza con reformas que le darían al traste hasta a lo poco que hizo bien. Exhibió muchas de las falacias que se habían convertido en “mantra” de la endeble democracia mexicana, especialmente las entidades regulatorias y los órganos autónomos, promovió proyectos de dudosa viabilidad en el largo plazo y atacó dogmas arraigados que ameritaban ser desafiados. Es decir, un récord variopinto en el que dominan los grises. Su gestión se abocó a generar popularidad, pero no condiciones para un mayor crecimiento económico, una productividad más elevada o, lo peor de todo, una mayor probabilidad de que el mexicano menos favorecido vaya a tener una mejor oportunidad en el futuro, especialmente por su indisposición a transformar al sistema educativo que tanto le urge al país, a la vez que destruyó el acceso de la mayoría de los mexicanos al sistema de salud. La mediocridad no se hizo esperar, así fuese muy popular. El problema es que no hay nada más efímero que la popularidad.

Hasta hace algunas décadas, México había sido un foco de atención. En alguna época lo fue por sus valientes posturas en materia de política exterior, en otra por haber emprendido importantes reformas económicas. La atención le granjeaba respecto y acceso; ese acceso facilitó la transformación de la economía, especialmente de las manufacturas, llegando a conformar una base exportadora que, junto con la inversión extranjera, sostiene a la economía del país. En una de esas paradojas de la historia, el gran beneficiario de las reformas económicas de las últimas décadas acabó siendo su principal detractor.

En el camino, México prácticamente desapareció del mapa. La incertidumbre respecto a las reglas del juego, la inseguridad y la falta de inversión en infraestructura y el ataque sistemático a quienes son indispensables para el desarrollo del país (como los generadores de electricidad), han provocado la sigilosa salida de innumerables inversionistas y, con ellos, de oportunidades futuras.

Se acerca el final de un sexenio por demás mediocre pero no sin consecuencias, muchas de ellas malas y que, en septiembre, podrían ser letales. Ojalá que la próxima presidenta derive las lecciones relevantes para que su sexenio comience bien y no acabe siendo una mera anécdota -o una gran crisis.

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REFORMA

11 agosto 2024

Nearshoring


Luis Rubio 

Las oportunidades lo son cuando se aprovechan y se asumen, pues de lo contrario simplemente no lo son. Al mismo tiempo, ninguna acción gubernamental o nacional constituye una panacea. El nearshoring es una gran oportunidad potencial si la sabemos aprovechar y convertir en instrumento para el desarrollo acelerado de la economía, pero la única forma de materializarla es entendiendo lo que implica y aceptando el paquete completo.

A lo largo de todos los meses que se prolongó la llamada “categoría 2” por parte de las autoridades de aviación civil estadounidenses, el verdadero abismo no era práctico (que si las pistas o las bardas, los procedimientos de seguridad o los controladores de vuelos) sino cultural. Las autoridades mexicanas en la materia no percibían necesidad alguna para aceptar la jurisdicción que implicaba restablecer la “categoría 1.” Fue hasta que se comprendió que había que aceptar el paquete completo que se comenzaron a mover los engranes que acabaron restableciendo una relación funcional entre las autoridades de aviación de ambas naciones.

El asunto se repite en todos los ámbitos, si bien cada uno tiene sus características propias y actores relevantes. Estados Unidos constituye una gran oportunidad para el desarrollo de México por su dinamismo, tamaño y riqueza, como ha demostrado el extraordinario motor de nuestra economía que representan las exportaciones desde que se negoció el primer tratado de libre comercio hace más de tres décadas. El vecindario en que la geografía nos colocó constituye una enorme oportunidad, ahora magnificada por el conflicto China-Estados Unidos, que nos confiere primacía en atraer inversiones, siempre y cuando la sepamos aprovechar: sola no se va a materializar.

Aunque ha habido un crecimiento importante en la instalación de nuevas plantas en diversos puntos del país, sobre todo en el norte, la verdad es que los números son muy pequeños. El gobierno ha presumido el crecimiento de la inversión extranjera, pero la abrumadora mayoría de ese crecimiento ha sido la reinversión de utilidades, no inversiones nuevas. La pregunta entonces es qué ha faltado.

Nuestro albedrío radica en una opción fundamental: aceptamos la naturaleza de la correlación entre las dos naciones o pretendemos que podemos valernos por nosotros mismos. En el caso del nearshoring los actores relevantes no son gubernamentales sino empresariales: quienes invertirían serían cientos o miles de empresas de diversos tamaños que estarían buscando la oportunidad de mejorar su productividad, garantizar la calidad de sus productos y contar con la certeza de que todo el proceso, desde la inversión hasta la entrega del bien al consumidor final, va a ser perfecta. Esto último entraña factores tan simples o tan complejos como: seguridad, infraestructura física (parques industriales, carreteras, cruces fronterizos), disponibilidad de electricidad (y muchos potenciales inversionistas ahora exigen energías limpias), personal capacitado en abundancia (lo que implica un sector educativo orientado al desarrollo integral de las personas, no a su evangelización ideológica) y reglas del juego transparentes y confiables (es decir, mecanismos judiciales para la resolución de conflictos y hacer cumplir los contratos). Por encima de todo, no diferenciar entre inversión nacional y extranjera, pues ambas “se la juegan” de la misma manera.

A juzgar por los patrones de migración (de sur a norte), las expectativas de quienes tienen parientes en EUA, las remesas, las inversiones y los flujos financieros, la ciudadanía no se hace bolas: la relación con nuestro vecino del norte es percibida por todos como una oportunidad. El nearshoring eleva esa posibilidad de manera dramática por el monto y volumen potencial que entraña. Si además el gobierno se abocara a eliminar obstáculos a la inversión y a la creación de una industria de proveedores mexicanos dedicados a ofrecer partes, componentes, servicios y similares a los nuevos inversionistas, el círculo podría ser virtuoso e involucrar a millones de mexicanos que hoy no perciben oportunidad alguna. El punto es que se trata de una enorme oportunidad potencial, si es que sabemos asirla. Y asirla implicaría una transformación cabal de la manera en que el gobierno percibe a la actividad económica, a la inversión extranjera y al potencial creativo de millones de mexicanos que podrían acabar siendo prósperos empresarios.

Comencé diciendo que el nearshoring no es una panacea, sino una mera oportunidad si es que sabemos aprovechar la circunstancia. Bien concebida, puede tratarse de una gran oportunidad para mejorar el acceso de muchos mexicanos, hoy excluidos, a la economía formal, abrirle oportunidades a nuevos empresarios que con frecuencia encuentran mucho mejor terreno para prosperar en Chicago o en Los Ángeles que lo que pueden hacerlo en nuestro país. Es decir, se trata de una oportunidad que empata con los criterios de equidad y combate a la pobreza y a la desigualdad que son estandartes de la próxima administración.

Leonard Cohen parecía estar pensando en México y en el nearshoring cuando acuñó su famosa frase de que “Siempre hay una grieta. Por ahí entra la luz.” El reto es convertir la grieta y la luz que por ahí se cuela en una oportunidad transformadora.

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REFORMA

04 agosto 2024

La cruda después de la victoria

Luis Rubio
Revista Nexos 2024
Julio 27, 2024 

Después del triunfo viene la cruda. Un triunfo legítimo e inobjetable, pero que no altera el problema estructural que enfrenta —y enfrentaba desde antes— el país. La nueva presidenta tendrá que decidir si lidia con la realidad política que subyace a la estructura política formal o la deja pasar, confiando en que el deterioro no sea excesivo. El primer camino abriría la posibilidad de gobernar y quizá más. El segundo sacrificaría cualquier posibilidad de lograr la agenda que el electorado refrendó con su voto. O peor.

La reciente contienda a la Presidencia arrojó un resultado excepcional: una votación abrumadora para el partido gobernante, lo que haría pensar que la concentración del poder, característica prototípica del sistema político mexicano a lo largo del siglo XX, está de regreso y que tanto los atributos como los riesgos de aquel sistema volverán a la palestra. Nada más distante de la realidad.

En su dimensión política, el país ha evolucionado de manera sistemática a lo largo del último medio siglo, pero ha sido producto de las circunstancias, no de un plan de transición como el que se dio en otras latitudes. Nadie condujo, de manera expresa y consciente, la transición política: más bien, se hizo lo menos que fue necesario o lo más que se pudo, según el punto de vista de cada actor político, para impedir un colapso o avanzar un proceso. En contraste con las reformas económicas, que al menos en concepto siguieron una lógica coherente, en el ámbito político las reformas fueron respondiendo a demandas sociales y políticas y, con mayor frecuencia, al cambiante entorno electoral y criminal.

El resultado es la desaparición de las anclas institucionales que le dieron al país décadas de estabilidad en el siglo anterior, sin que se consolidara el entramado institucional democrático que se fue desarrollando desde los noventa y que nunca cuajó por completo. En consecuencia, la problemática política de hoy en nada se parece a la que existía cuando se dieron reclamos como el del movimiento estudiantil de 1968 o cuando los entonces tres partidos dominantes aprobaron la señera reforma electoral de 1996.

Aquí abordaré la forma en que ha cambiado el sistema político en las últimas décadas y, especialmente, sobre lo que ha arrojado ese proceso de cambio para el momento que nos ha tocado vivir, ahora con un gobierno nuevo que goza de enorme legitimidad. El punto nodal del argumento es que la presidenta encabezará un gobierno que posee todo el poder formal, pero no el poder real. Esto último no se debe a la presencia de López Obrador, sino a la falta de una estructura institucional que norme, regule y controle la participación política en el sentido más amplio del término: los poderes reales —políticos, criminales, regionales, sindicales, empresariales— que pululan por todo el país. Una diferencia, de esa magnitud, entre el poder formal y el poder real, es la que debería preocupar no sólo al nuevo gobierno, sino a la sociedad entera. Y esa circunstancia es la que nos distingue de países plenamente democráticos que pueden experimentar cambios radicales de gobierno sin que todo se ponga en jaque.

Una primera pregunta por demás lógica es por qué esto es significativo hoy, o sea, qué cambió para hacer relevante el planteamiento en este momento. La respuesta, a reserva de ampliarla en los siguientes párrafos es muy simple: el presidente López Obrador, por su personalidad y habilidad política, logró mantener la apariencia de normalidad, a pesar de que el país se fragmentaba por debajo, a la vista de todos. Es dudoso que la nueva presidenta goce del mismo privilegio: mucho más probable es que el fenómeno caciquil, caudillesco y criminal crezca y, quizá, se consolide.

El problema estructural se puede resumir de manera muy simple: la realidad del México de 2024 en nada se asemeja a la de la era posrevolucionaria, no cuenta con los mecanismos institucionales que caracterizaron a la era del PRI ni logró una transición integral hacia la democracia. El factor de estabilidad a lo largo del siglo XX fue el partido que fundó y estructuró Plutarco Elías Calles luego del asesinato de Álvaro Obregón, fue el partido que institucionalizó la vida política, reguló la competencia por el poder, ejerció férreo control sobre los diversos sectores de la sociedad y, en general, mantuvo la paz. Esas circunstancias favorecieron el crecimiento de la economía, la urbanización y el origen de una clase media. Al mismo tiempo, la naturaleza de ese sistema sembró las semillas de su propia eventual destrucción: el éxito político alienó a la clase media como se pudo apreciar en el movimiento estudiantil de 1968 y los controles sobre la actividad económica sofocaron a la economía, al punto de requerir reformas que debilitaron o eliminaron esa estructura de controles. Por décadas, a partir de 1929, el partido —primero PNR, luego PRM y luego PRI— sería el factor de estabilidad y continuidad política por encima de las estructuras formales de poder.

La reforma electoral de 1996 inició la transición hacia la democracia: se construyeron diversas instituciones tanto en el ámbito político como para la economía y, en general, la interacción social, cuyo objetivo era el mismo que el de Calles, pero para una sociedad que había evolucionado y reclamaba participación política abierta. En ese contexto se reformó la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se crearon los organismos reguladores (competencia, telecomunicaciones, energía, etcétera) y las instituciones electorales: el IFE/INE y el Tribunal respectivo. Desde los noventa, los presidentes respetaron el entramado institucional, pero el presidente López Obrador, crítico constante de las reformas económicas y políticas, evidenció lo frágiles que son y, sobre todo, la ausencia de legitimidad de la mayor parte de esas entidades. En un santiamén, el presidente neutralizó, eliminó, debilitó o destruyó uno a uno esos organismos. El país quedó sin estructuras institucionales, pero no se ha notado de manera formal en buena medida por la personalidad del propio presidente, cuya retórica narrativa y habilidad política mantuvieron el control de los procesos políticos. Ahora, en el ocaso de su sexenio, el vacío de instituciones se hará presente de manera inexorable.

No se trata de una realidad oculta: el crimen, para tomar el ejemplo más evidente, es producto de la falta de instituciones dedicadas a velar por la seguridad de la población. La incapacidad de obtener justicia por parte de la ciudadanía (el llamado fuero común) atestigua la inexistencia de un Poder Judicial abocado a los asuntos que más aquejan a la ciudadanía. En términos más propiamente políticos, los homicidios de candidatos, la ausencia de reglas (y capacidad de hacerlas cumplir) en los ámbitos electorales y partidistas son también ejemplos palpables. El país pasó de una era de controles verticales impuestos desde arriba por una Presidencia todopoderosa (con regularidad) a través del partido oficial, a un entramado institucional costoso y complicado que no cumplía su cometido y que probó no ser capaz de resistir el embate presidencial, característica básica de cualquier institución. El gobierno que está por concluir funcionó debido a la naturaleza carismática de su liderazgo, misma que se extingue con el sexenio.

El viejo sistema político se constituyó para lidiar con cacicazgos, caudillismos, liderazgos políticos y otros factores de poder regional, sindical y político que surgieron con el fin de la Revolución. Un escenario que parece factible es el de volver a un patrón similar, con el añadido del factor criminal, que ya es el factótum en múltiples regiones del país. De hecho, albricias de esa perspectiva ya se pueden percibir en la forma del control regional que ejercen diversos grupos criminales, en la forma de conducirse de liderazgos regionales y en la aparición de actores que, de hecho, disputan el poder a las autoridades formalmente constituidas. No parece excesivo imaginar un escenario donde lo que es normal en ciertas regiones comience a tener lugar a nivel federal, probando la capacidad y disposición de la nueva presidenta a responder ante desafíos de esa naturaleza.

Se trata de un problema estructural que reduce de manera dramática la capacidad de gobernar, creando una paradoja: no se gobierna ni controla la mayor parte del país, pero sí se pueden procesar legislaciones que reducen o hacen difícil el funcionamiento de la ciudadanía, la razón de ser del gobierno mismo.

El fin del gobierno de Andrés Manuel López Obrador abre una nueva etapa para el sistema político mexicano. En el último medio siglo, México pasó de un sistema altamente estructurado en torno a un partido político que era también un complejo sistema de participación y control, a una democracia poco profunda y con instituciones débiles que ahora han sido muy erosionadas, cuando no destruidas. Gracias a la fuerza de su personalidad y habilidad política, López Obrador mantuvo la cohesión de la política mexicana en general y de su partido en particular, lo que ocultó el severo y acelerado desgaste político que ocurría tras bambalinas. Ahora, resuelta la sucesión, comenzarán a ser evidentes los riesgos y las fracturas con que tendrá que lidiar la ganadora y el país en general. El presidente que termina su sexenio planeó para concentrar, consolidar y ejercer el poder, el suyo, pero no para el futuro del país.

Por esta razón, el fin del ciclo electoral que eligió a Claudia Sheinbaum presidenta no será idéntico a los del pasado. Con esta elección el país llega a un momento de quiebre no por el resultado mismo ni por las personas involucradas, sino porque el proceso, los antecedentes y los imponderables que se evidenciaron a lo largo del camino desnudaron al sistema político y patentizaron la fragilidad que vive el país, los riesgos del gobierno de y por una sola persona y, por encima de todo, la imposibilidad de proseguir por este camino. Los nuevos victoriosos no reconocerán la fragilidad pero pronto la vivirán.

El presidente López Obrador es irrepetible por sus características y circunstancia, así como por el momento de México. Por eso, tan pronto asuma el próximo gobierno quedarán evidenciadas las carencias: la falta de estructuras, instituciones, reglas del juego; y la contraparte: la propensión a la violencia o a otros medios, legales o ilegales, para avanzar intereses y objetivos particulares. Todo esto augura una nueva era política, muy distinta a la que existía hace décadas o a la que se vivió en este sexenio por concluir.

Ésta no es la primera vez que el país se encuentra ante un desafío de tal naturaleza, pero las soluciones empleadas en el pasado ya no son posibles. Ahora, en el ocaso del sexenio, el país tendrá que empezar a lidiar con las consecuencias de la fragilidad de las estructuras institucionales construidas en décadas recientes y de la destrucción intencional emprendida por el gobierno que termina.

En condiciones normales, uno hubiera esperado un colapso paulatino del sistema político ante la virtual desaparición de los mecanismos institucionales asociados a la era del PRI y al deterioro que se ha experimentado por el embate del presidente López Obrador al entramado institucional de reciente creación. Y, sin embargo, ese colapso no ha ocurrido, al margen del deterioro que la ciudadanía experimenta en numerosos ámbitos (como los descritos brevemente antes, incluyendo el sistema de salud, la educación y otros similares). Mi impresión, como ya mencioné, es que ese deterioro no se ha hecho evidente en buena medida por las características del propio presidente. Su personalidad, habilidades particulares y forma de operar mantuvieron la apariencia de control, situación que es improbable mantener en el futuro mediato.

La estructura formal del sistema político mexicano nunca ha correspondido a la realidad del poder. En el siglo XX existía un Poder Judicial y un Poder Legislativo; sin embargo, la dominancia del Ejecutivo era legendaria pero atemperada por la existencia del partido oficial, cuya estructura institucional favorecía el recambio de las élites y la continuidad del poder. Esa estructura de control político e institucionalidad que era el PRI se fue degradando poco a poco por la evolución normal de la sociedad, por los cambios económicos y, con el tiempo, por el advenimiento de la competencia electoral en un contexto democrático. Ante esto, quedan interrogantes significativas que sólo el tiempo permitirá dilucidar, comenzando por el poder mismo del presidente después de que comience el gobierno de su sucesora y la potencial emergencia de estructuras competitivas de poder: caudillos regionales o nacionales. Es decir, la debilidad de las instituciones cobra nuevos bríos como asunto de primordial trascendencia.

Veintiocho años después de la señera reforma electoral de 1996, el país ha avanzado en ciertos aspectos, pero ha retrocedido en muchos otros y, debido a las leyes (y tácticas) promovidas por el gobierno en materia electoral (el famoso Plan B seguido del Plan C), la probabilidad de un mayor deterioro tanto político como en seguridad ya no puede descontarse. El gran logro electoral —certidumbre sobre el proceso, pero no sobre el resultado— bien podría estarse revirtiendo en aras de intentar imponer un resultado al margen de la voluntad del electorado. Aquella reforma, un gran triunfo ciudadano —quizá el mayor de nuestra historia— podría estar en sus últimos días.

La gran paradoja del momento actual radica en el contraste entre el enorme poder que acumuló la presidenta electa y su partido en los recientes comicios frente a los poderes reales que han crecido a lo largo y ancho del país; también se debe incluir a Morena misma, una entidad no organizada como partido político que, en ausencia de su líder, bien podría fragmentarse en agrupaciones desafiantes del poder central. Un panorama de esta naturaleza no sería extraño en cualquier democracia pero, dada la naturaleza poco estructurada de Morena, la tendencia a la división es elevada. Es decir, no es obvio que los números alcanzados por Morena en las dos cámaras legislativas funcionen siempre a favor de la presidenta o que no pudiesen ser fuente de conflicto o amenaza a sus proyectos.

En el ámbito del poder real está por verse la forma en que se relacionen el nuevo gobierno y las múltiples organizaciones del crimen organizado (y la estrategia que se adopte); la medida en que los gobernadores acepten someterse al gobierno federal, asunto que también se vincula con los poderes reales regionales, incluyendo el criminal; los militares y la definición por la que opte la presidenta sobre los ámbitos en que deba operar ese estamento; y, no menos relevante, los mercados financieros internacionales, que ya mostraron una gran capacidad disruptiva, así haya sido sólo una pequeña muestra. En el ámbito interno, la reciente elección fue ganada con una amplia ventaja por el gobierno que está por nacer, pero eso no implica que ganó con el 100 % del electorado: la oposición podrá no estar muy organizada, pero representa el 40 % de la ciudadanía y ese número, como ocurrió en 2021, puede crecer en cualquier momento, alterando la estructura del poder real en la sociedad mexicana. Ignorar este evidente elemento podría ser un gran error: la democracia es algo fluido y cada triunfo, por grande que sea, es meramente temporal.

No sobra agregar que muchos de estos legados envenenados palidecen frente a los riesgos que podría deparar un mal manejo de la relación con Estados Unidos, de cuya economía depende el bienestar de la mayoría de la población. El punto es muy simple: el poder formal y el real son contrastantes, por decir lo menos. Esto último debe tomarse con cautela porque el país bien podría experimentar la paradoja antes mencionada: una enorme capacidad para alterar el orden institucional y legal a nivel interno (es decir, modificar la estructura formal del país), pero verse impedido de funcionar en el plano de la realidad territorial, financiera y política.

Finalmente, queda por definirse la forma en que la presidenta lidiará con su predecesor. En la tradición política del siglo XX mexicano lo usual era que el ganador en la contienda (interna) por la Presidencia exhibiera un sentido agradecimiento y lealtad por su antecesor; nada de eso impidió que la lógica del poder se impusiera y, como dicen los viejos políticos, que el ganador, en este caso la ganadora, acabara siendo su verdugo. Dicho eso, es claro que el todavía presidente López Obrador no es un personaje típico, pero los liderazgos míticos gozan de ventajas temporales, que casi siempre acaban siendo efímeras en el largo plazo. Las cuentas de un gobierno pobre en resultados —arrogante y a la vez modesto en sus objetivos— tarde o temprano se pagan, y eso ocurrirá cuando la sucesora cuente con las condiciones para hacer valer su poder y su responsabilidad, que no es compartible.

El reto para la nueva presidenta es monumental y las fuentes de posible conflicto son múltiples, con el agravante de que muchos de los actores con poder real podrían imaginarla como débil por el mero hecho de ser mujer. En este contexto, la ausencia de instituciones entraña riesgos mucho más grandes de lo aparente y el pretendido país de instituciones corre el riesgo de fragmentarse bajo la sombra de caudillos, de líderes regionales y del crimen organizado, todo ello a la mitad del siglo XXI con una economía que vive y funciona sólo gracias a un tratado de libre comercio con nuestro complejo vecino del norte. La presidenta no la tiene fácil, pero si se aboca a construir instituciones que gocen de amplia legitimidad, con suerte y deja un legado más trascendente que el de su predecesor.

Luis Rubio
Presidente de México Evalúa. Su libro más reciente es La nueva disputa sobre el futuro de México (Grijalbo).

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Democracia según AMLO

Luis Rubio

Una manta desplegada en un edificio durante el periodo de campañas definió el desafío de México de manera nítida: “democracia con defectos o dictadura sin derechos: usted decide.” Aunque la democracia es un vocablo frecuente en la retórica política mexicana, el presidente saliente convirtió al término en una palabra vacua que ya no goza de consenso. El próximo gobierno haría bien en procurar una definición que sume a toda la población.

En su definición más elemental, la democracia consiste no sólo en procesos electorales que determinan quien gobierna, sino en el respeto a la oposición, en el sentido más amplio del término. Sin embargo, las dos cosas que más destacan en la manera reciente de hacer política rompen con ese principio central: la descalificación de la oposición, a la que se considera ilegítima; y la intimidación de las personas que el presidente consideró como adversarios, concepto que incluía, potencialmente, a todo mundo. Es decir, para el presidente saliente lo único que es relevante es el monopolio del poder, lo que por definición excluye a todos los demás, incluyendo, por supuesto, a sus propios votantes.

Las reformas propuestas por AMLO el pasado 5 de febrero esbozan claramente el espíritu que las anima. Todo en esas iniciativas refleja un propósito de control, exclusión y concentración del poder en una sola persona. Más allá del carácter vengativo y mezquino que encarnan las propuestas, especialmente la judicial, la pregunta relevante es qué es lo importante: el desarrollo o el control, porque son incompatibles. La Dra. Sheinbaum ha sido particularmente cuidadosa en separar estos dos elementos, lo que arroja un panorama tanto de incertidumbre como de oportunidad para septiembre próximo.

En conjunto, las iniciativas proponen la constitucionalización de elementos tan centrales a la democracia como: la supresión de la oposición del poder legislativo (al eliminar la representación proporcional); la eliminación de la Suprema Corte de Justicia como contrapeso (con la propuesta de que sus integrantes sean electos en lugar de nombrados y ratificados por el Senado); la transferencia del control de los procesos electorales al gobierno con la virtual eliminación del INE y el Tribunal electoral; la eliminación del amparo y la expansión de la prisión preventiva oficiosa, lo que le conferiría vastos poderes arbitrarios a la autoridad. Las iniciativas propuestas constituyen un andamiaje implacable para la conformación de una dictadura constitucional.

La pregunta ahora es dónde está en esto el equipo del próximo gobierno. Su estrategia electoral privilegió la figura y planteamientos del presidente, dejando a la interpretación de cada quien la perspectiva de la otrora candidata. Una hipótesis es que, efectivamente, refrenda la noción del “segundo piso;” la otra hipótesis es que es su propia persona y que irá dando forma a su visión de gobierno a partir de su triunfo electoral. Desde luego, la diferencia es fundamental, porque, en el primer caso, el país se encontraría ante el borde del abismo. En el segundo, existiría la oportunidad de restaurar la civilidad a la vida pública, abriendo la puerta para una interacción civilizada de la presidencia con el congreso, la Suprema Corte y la ciudadanía. Además, como dice el dicho, no es lo mismo borracho que cantinero: una cosa es la contienda y otra muy distinta es gobernar, situación en la que se encuentra ahora la triunfadora.

Dado el resultado de la elección, la oportunidad es inmensa, pero implicaría el abandono de la pretensión de la estructuración de una dictadura constitucional. De ese tamaño es la disyuntiva -y los riesgos inherentes- que enfrenta la próxima presidente y el país.

Bill Hicks, un comediante británico gruñón, soñaba con la creación de un partido político para “gente que odia a la gente.” El problema era que no lograba que se juntaran en un solo cuarto: los egoístas derrotaban el principio central. Por alguna razón, cada vez que escuchaba o veía las iracundas mañaneras pensaba en Hicks. Me pregunto si Claudia Sheinbaum entiende el enorme daño que generó el presidente con sus diatribas intimidatorias. Más al punto, la pregunta central es si acepta que el papel del gobierno no es atacar o destruir sino crear, conciliar y liderar.

Es evidente que muchos mexicanos no sólo aprecian al presidente saliente, sino que le son leales y creen, al menos hasta ahora, en la veracidad de sus invectivas y de sus supuestos logros en materia económica, social, de pobreza y corrupción. Lo probable es que los “otros datos” se vengan abajo cuando la realidad comience a hacerse sentir. Para la presidenta electa la disyuntiva es cómo preservar su base y, a la vez, sumar al resto de la ciudadanía, lo que inevitablemente entrañaría distanciarse de la forma de conducir los asuntos públicos, comenzando por la retórica y sus excesos.

Ya sin el personaje dominando el panorama, la verdadera interrogante es qué quiere lograr la próxima presidenta y si eso es factible. “Un rey, decía Bruce Springsteen, “nunca está satisfecho hasta que lo controla todo.” Para impedir eso es que los grandes pensadores del siglo XVIII, como Montesquieu y Madison, plantearon la separación de poderes, contribuyendo a crear las sociedades más exitosas y desarrolladas del mundo. ¿No es eso lo deseable?

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REFORMA

28 julio 2024

Mundo de fantasía

Luis Rubio 

En El nombre de la rosa, Umberto Eco emplea una anécdota para evocar una obviedad. Dice “En la Edad Media, catedrales y conventos ardían como yesca. Imaginar una historia medieval sin fuego es como imaginar una película de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico sin un avión de combate derribado en llamas.” Igual de evidente fue la estrategia presidencial para ganar la reciente elección: financiar y subsidiar a casi la mitad de la población.

La estrategia era pública, abierta y sistemáticamente descrita y repetida: nadie puede decirse sorprendido; el presidente empleó recursos que habían sido presupuestados para la salud y la educación, la infraestructura y el mantenimiento de las instalaciones gubernamentales para en vez dedicarlos a subsidiar a sus clientelas de manera permanente, creando una base de apoyo que se reflejó de manera decidida y brutal el día de las elecciones.

Como dijera el filósofo del siglo XIX Frederic Bastiat, hay dos lados de cada moneda: lo que se ve y lo que no se ve; y lo que no se ve es lo que es realmente trascendente.

Lo visible fueron las transferencias en efectivo. Millones de familias fueron beneficiarias de la estrategia clientelar. El concepto no era novedoso: elección tras elección a lo largo del siglo XX priista se caracterizó por una estrategia transaccional de intercambio de beneficios por votos. La innovación que incorporó López Obrador fue la de eliminar el carácter coyuntural del intercambio para hacerlo permanente: ahora una enorme porción del presupuesto público se dedica al subsidio que reciben, según las cuentas oficiales, 45% de las familias.

En toda transacción hay dos lados: a final de cuentas, se trata de un intercambio. En la era priista, el intercambio era coyuntural, relativo a la elección inmediata: los votantes jugaban el juego votando por quienes les daban o prometían beneficios, pero seguían siendo, para emplear un término de los deportes profesionales, agentes libres. Lo que cambió en esta elección, resultando brutalmente efectivo, fue la sistematicidad del “apoyo” como lo denomina el presidente. Esto convirtió a los “agentes libres” en clientelas permanentes. Sin duda brillante como estrategia política, pero la pregunta relevante es ¿qué nos dice esto de la realidad mexicana?

En un país en el que todo es difícil, en que hay obstáculos para todo, el subsidio obradorista resultó ser un factor decisivo para las lealtades de esas familias. De hecho, nadie puede dudar que el objetivo central del gobierno a lo largo de todo el sexenio fue construir esas relaciones clientelares para lograr el resultado que se dio el 2 de junio pasado. Se puede (y se debe) criticar tanto el desdén con que el gobierno operó al no promover, o eliminar obstáculos al desarrollo económico, y  las flagrantes violaciones a la ley electoral, pero el corazón de la estrategia consistió en facilitarle la vida a millones de mexicanos. Ese es el verdadero factor de éxito y contra esa mojonera es que tendrán que contender tanto el gobierno entrante como futuros opositores.

La vida en México es de verdad difícil: quien quiera abrir un negocio sabe que tendrá que vérselas con Hacienda, el gobierno municipal, la CFE y un cúmulo de regulaciones locales y federales. Cumplir con las regulaciones es complejo y costoso; hasta pagar impuestos es difícil para quien no cuenta con conocimientos básicos y el sistema educativo no ayuda. De hecho, la educación en México está concebida para preservar la pobreza y la dependencia, dos factores históricos que el gobierno saliente acentuó con sus libros de texto dedicados a que nadie pueda prosperar. Este punto es crucial: la educación no contribuye a formar personas capaces de desarrollarse al máximo de su potencial, sino a seguir siendo pobres y el gobierno que prometió “primero los pobres” no hizo otra cosa sino la de apuntalar su permanencia en esa categoría. Para qué progresar si es mejor ser dependiente del gobierno: círculo cerrado.  

Para quien logra encontrar una manera de valerse por sí mismo pronto se encuentra con la cruda realidad de un gobierno dedicado a las clientelas o de plano ausente: en lugar de protección y seguridad, se aparecen los extorsionistas que cobran derecho de piso, los inspectores que exigen su tajada y los policías que no se quedan atrás. La inseguridad, el elemento que demuestra que el gobierno no se dedica a lo que importa al ciudadano, es la realidad que vive la abrumadora mayoría de la población. Abrir una cuenta bancaria se ha vuelto un viacrucis y el acceso a una educación conducente a un mejor nivel de vida cuesta porque sólo la ofrecen escuelas y universidades privadas. Para qué hablar del sector salud que mostró ser inexistente a lo largo del largo sexenio que finalmente está por concluir.

Los males que experimentan los mexicanos son el resultado de un sistema de gobierno dedicado a las prioridades del presidente y no a las del desarrollo de la población. En lugar de resolver los problemas que realmente aquejan a la ciudadanía, el presidente optó por subsidiar a las familias: ¿quién no aceptaría que le faciliten la vida cuando ésta es ya de por sí tan compleja, costosa y poco atractiva?

Como escribió Arthur Conan Doyle (Sherlock Holmes), “no hay nada más engañoso que una obviedad.”,

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 REFORMA

 21 julio 2024

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Golpe

Luis Rubio 

Nadie puede dudar que la justicia en México es prácticamente inexistente. El mexicano “de a pie” vive en un mar de abusos permanentes sin contar con recursos para proteger sus intereses. La mayor parte de esos asuntos -contratos, servicios, productos defectuosos- que involucran al ciudadano común y corriente son de lo que los abogados llaman del fuero común, a diferencia del fuero federal, que es el que involucra los asuntos vinculados con la federación y que, en el pináculo de la estructura, se refieren a la Suprema Corte de Justicia. Los primeros asuntos involucran al 99% de los mexicanos; los segundos al restante 1%. Uno pensaría -sería de sentido común- que cualquier reforma al sistema de justicia se enfocaría hacia los problemas que enfrenta ese 99%. 

Sin embargo, la iniciativa que se discute, y se teme tanto, no tiene por objetivo mejorar la justicia ni crear mecanismos para dirimir conflictos o diferendos que afectan a la ciudadanía, sino establecer un férreo control sobre los ministros de la Suprema Corte de Justicia. Es decir, se trata de un objetivo estrictamente político que se deriva más de un ánimo de venganza que de un espíritu constructivo orientado a resolver problemas reales y tangibles que afligen a la población.

El desafío que el proyecto del presidente saliente representa para el poder judicial es tan sólo un componente del entramado que entraña el conjunto de iniciativas de reforma constitucional que, como veneno, le está intentando dejar al de la Dra. Sheinbaum. Las repercusiones de una modificación a la estructura de la Suprema Corte son múltiples y con consecuencias en muchos más ámbitos de lo que probablemente imagina su promotor, pero en términos de poder político son similares a las que implicarían la eliminación de plurinominales, la incorporación del INE y TRIFE al gobierno federal y el desmantelamiento de los pocos organismos regulatorios independientes que quedan, incluido el de Transparencia y acceso a la información. 

El punto nodal es que las modificaciones planteadas no son un asunto de leyes sino de poder. Mucha de la discusión que ha tenido lugar en los medios, las publicaciones periódicas y los debates académicos han girado en torno a las facultades con que cuentan las diversas instancias y poderes del Estado, es decir, los atributos constitucionales con que cuenta cada uno de los tres poderes públicos. Sin embargo, este enfoque parece errado porque el gobierno saliente ha hecho gala de su indisposición a limitarse por la letra o espíritu de la ley, constitucional o meramente reglamentaria. Para el presidente López Obrador lo relevante no es la ley sino el poder con que cuenta la presidencia y su mantra ha sido la de incrementarlo de manera sistemática, primero de facto y ahora en la constitución.

Es indudable que los límites y contrapesos que se fueron conformando a partir de 1994 (paradójicamente, comenzando con la propia Corte) resultaron ser menos fuertes de lo que sus autores pretendían, quizá en buena parte porque nunca se socializaron y, por lo tanto, no adquirieron la credibilidad que es, a final de cuentas, el factor que determina la fortaleza de una institución. No es casualidad que las dos instituciones más disputadas -por atacantes y defensores por igual- sean las más conocidas: la SCJ y el INE. Su credibilidad las acredita y, en consecuencia, su eliminación tendría enormes costos para el gobierno y para el país en general.

El momento actual acabará siendo crucial, cualquiera que sea el desenlace. La noción de que es posible recrear la vieja presidencia sin costo es risible. El tamaño y dispersión de la población no guarda semejanza alguna con la era con la que el presidente parece guardar idilio (los 70); la estructura de la economía en el mundo globalizado nada tiene que ver con la del desarrollo estabilizador ni puede retornar a esa era; y Morena, además de no ser un partido político en forma, no tiene los tentáculos con que contaba el PRI de antaño ni el control de estructuras sociales como lo fueron el congreso del trabajo, la CNC o la CNOP. Los sueños de opio pueden acabar siendo extraordinariamente costosos.

La batalla grande que se juega en este momento (el llamado “Plan C”) tiene por objetivo la recreación del régimen autoritario de antaño; pero la batalla “chica” es la crucial en esta coyuntura porque es la que determinará la posibilidad de que se consolide el proyecto de control total. Esta batalla “chica” tiene que ver con la sobrerrepresentación a que aspira Morena en las dos cámaras legislativas, para lo cual la calificación de la elección es el factor nodal. El presidente, un político calculador, pretende controlar el proceso que lleve a la sobrerrepresentación y, de ahí, a la mayoría calificada a través de los magistrados del tribunal electoral, cuyo número actual, por acciones del propio presidente, es insuficiente para calificar la elección del pasado dos de junio. No es una conspiración, pero la actitud golpista es más que evidente.

El punto de fondo es el que es crucial: ¿cómo le afectan a la futura presidenta estos enjuagues constitucionales y políticos? Uno pensaría que luego de un triunfo abrumador, lo conducente sería una transición lo más tersa posible, no las condiciones para un potencial Waterloo. 

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 REFORMA
14 julio 2024

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El anverso

Luis Rubio

Los líderes heredan sus circunstancias, afirman Zelikow y Rice.* “Al enfrentar [sus] circunstancias entre 1988 y 1992, algunos líderes optaron, de manera deliberada, por transformar los principios operativos básicos de sociedades enteras. Eligieron abolir países y crear otros nuevos. Eligieron dar marcha atrás y desarmar sustancialmente la confrontación militar más grande y peligrosa del mundo… Pero, como todas las creaciones humanas, su nuevo sistema hizo concesiones, tuvo fallas y generó nuevos problemas…” Los autores se refieren al final de la Unión Soviética, pero el concepto es aplicable a un buen número de naciones que, en los mismos años, se abocaron a transformarse, la mayoría de ellas de manera integral, como fue el caso de Corea, China, España, Portugal, Taiwán y muchas otras, incluido México: gran liderazgo transformador, pero con consecuencias no anticipadas. Los juicios que se hacen décadas después son lógicos y políticamente relevantes, pero no siempre útiles para corregir las secuelas de esas consecuencias no anticipadas.

Una característica común, aunque con enormes diferencias de grado, en todas las naciones que optaron por transformarse fue el autoritarismo que las caracterizaba. En algunos casos se trataba de regímenes militares, en otros de gobiernos autoritarios y en otros más de sistemas que buscaban el control integral de sus poblaciones y a las que se llegó a denominar como totalitarias. La transformación que emprendieron aquellos liderazgos, en algunos casos con enorme claridad, visión y sentido de propósito, en otros menos, abrió una enorme ventana a la libertad de las personas.

“Imagine las esperanzas y los temores de esta generación [Gorbachev, Kohl, Mitterrand, Bush, Delors, Thatcher]. Para la mayoría de estos hombres y mujeres, palabras como ‘tiranía’, ‘libertad’, ‘guerra’ y ‘seguridad’ no eran abstracciones vacías. Para ellos entrañaban traumas muy reales.” Algo similar se puede decir de Adolfo Suárez, Felipe González, Carlos Salinas, Kim Dae-jung, Lee Teng-hui y Deng Xiaoping. Algunos de estos líderes procuraron una transformación estrictamente económica, otros comprendieron que era imposible separar una liberalización económica sin su consecuente liberalización política (concepto que China sigue desafiando).

Las transformaciones han sido reales y han cambiado la naturaleza y circunstancia de decenas de naciones, en la mayoría de los casos para bien. Pero las consecuencias no anticipadas a que se refieren estos autores no son menores y se han traducido en factores de contención real: desde la guerra entre las naciones que antes integraban a la antigua Yugoslavia hasta los gobiernos que, más recientemente, han intentado echar hacia atrás el reloj de la historia o que, simplemente, han construido, fortalecido o recreado sistemas autoritarios. Las mañaneras son un ejemplo perfecto de un liderazgo unipersonal dedicado a mover las manecillas del reloj de la historia como si se pudiera meter al genio de regreso a su lámpara o la pasta de dientes a su contenedor. Pero, más allá del estilo personal de desgobernar de cada líder retardatario, hay dos cosas que no están en duda: una es que, efectivamente, hubo consecuencias no anticipadas y que éstas tienen que ser atendidas; la otra es que hace una enorme diferencia cómo se atienden esas consecuencias.

El cómo es en ocasiones tan o más importante que el qué. Por ejemplo, es indudable que la liberalización de las economías trajo como consecuencia una redefinición de la logística de las manufacturas a nivel mundial y ésta, a su vez, generó impactos muy diferenciados. Al liberalizar sus economías, las naciones desarrolladas vieron salir muchos empleos hacia países que aspiraban a industrializarse. Corea, Taiwán y otras naciones abrazaron la oportunidad y se transformaron en el camino. México llegó un poco tarde a la fiesta y su intento por transformarse fue menos ambicioso, lo que se tradujo en oportunidades perdidas que diligentemente aprovechó China, convirtiéndose en la fábrica del mundo.

El punto clave es que es fundamental entender que las acciones gubernamentales tienen consecuencias y que, por lo tanto, la manera en que se atienden los problemas entraña impactos que muchas veces no parecen evidentes de antemano. ¿Qué tanto debe hacer el gobierno de manera directa? ¿Qué consecuencias entraña una aparentemente imparable tendencia a transferir todos los proyectos e instituciones al ejército? ¿Utilizar al mercado para asignar recursos u hostilizarlo? No importa lo que haga el gobierno o el ámbito en que actúe, su despliegue causa efectos que incentivan acciones favorables o desfavorables. Es decir, aunque el país cuente con pocos contrapesos formales, los informales son por demás efectivos y no siempre arrojan los resultados que anticipa o prefiere el líder político.

Cada uno tendrá sus preferencias respecto a las preguntas del párrafo anterior, pero lo importante es que no siempre resulta lo que el líder desea o prefiere. Por eso es tan importante no perder de vista que la función de gobernar es mucho más delicada de lo aparente.

Como escribió Orwell, “el hecho es que deben observarse ciertas reglas de conducta para que la sociedad humana se mantenga unida.”

*To Build a Better World

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REFORMA
07 julio 2024

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Paradigmas

Luis Rubio

En su campaña, la hoy presidenta electa afirmó en repetidas ocasiones que se confrontaban dos modelos de país y de gobierno. Efectivamente: la democracia y la tiranía son dos modelos contrapuestos que entrañan consecuencias fundamentales para la ciudadanía y para el futuro del país. Cualquiera que haya sido la forma en que cada ciudadano votó en los pasados comicios, la pregunta hoy es hacia dónde se dirigirá el país.

En el corazón de esta pregunta residen dos interrogantes centrales: primero ¿debe un gobierno hacer lo que mejor le parezca al presidente por el mero hecho de serlo y sin limitación alguna? Y, segundo, ¿un voto mayoritario implica poder absoluto para llevar a cabo cualquier cambio que así determine la gobernante?

Si la respuesta a estas interrogantes es afirmativa, entonces estamos hablando de una dictadura porque no hay otra forma de definir un gobierno que tiene todo el poder y puede hacer lo que considere deseable o necesario sin límite alguno. Esta fue la manera en que se condujo el gobierno saliente en todo lo que pudo: atacando al poder judicial, minando a los organismos autónomos, descalificando cualquier crítica, todas estas señales de un gobierno tiránico.

Si la respuesta es negativa, entonces estamos hablando de la posibilidad de una democracia, donde tanto ganadores como perdedores son considerados como ciudadanos iguales y legítimos ante el gobierno, la sociedad y el proceso político. Nuestra democracia es claramente imperfecta y, de hecho, sumamente primitiva y deficiente, pero su esencia es la de la coexistencia de personas, grupos e intereses que piensan diferente y no por ello dejan de ser (y deben ser) respetados y respetables.

El punto de este contraste no es teórico sino absolutamente práctico: ninguna elección puede, por sí misma, definir el destino de una nación, así haya votado por el gobernante una mayoría del electorado o cuando el gobernante goce de una amplia popularidad. Todo el punto de la civilización es que nadie -ganador o perdedor- gana o pierde todo porque siempre hay un mañana y las cartas pueden invertirse y quien hoy triunfó puede acabar estando del otro lado de la mesa.

Desde luego, la agenda de un gobierno -el mandato del triunfador como lo llaman en algunas naciones- es producto de una elección en la que el contenido de esa agenda fue ampliamente debatido y, al triunfar, se constituye en un programa de gobierno. A pesar de lo anterior, en una nación democrática siempre es indispensable encausar esa agenda por el poder legislativo a fin de que ese otro poder público que representa al electorado en su conjunto procese de manera pública y abierta los recursos necesarios para la consecución del objetivo gubernamental.

A menos que próxima presidenta tenga por objetivo el desmantelamiento total de la estructura de pesos y contrapesos vigente (que no por endeble deja de ser crucial), es decir, que esté decidida a constituir una dictadura, la única forma en que el país podrá avanzar y prosperar es afianzando y, en muchos sentidos creando o recreando, instituciones susceptibles de funcionar como contrapeso frente a la presidencia. Esto implicaría aceptar, una vez más, que el objetivo formal y de facto del gobierno es avanzar hacia (o consolidar) elecciones libres y debidamente administradas y procesadas; Estado de derecho consolidado (incluyendo una corte suprema autónoma); libertad plena de expresión y asociación; y protección de los derechos civiles y humanos de toda la ciudadanía. En otras palabras, un sistema de gobierno mayoritario limitado por contrapesos institucionales, comenzando por la constitución y el respeto a las minorías. O sea, lo contrario a lo que vivimos en este sexenio dedicado a la destrucción institucional.

En el entorno de polarización promovido por el presidente saliente, la noción misma de que la presidencia tuviera límites institucionales era considerado un atropello. En países serios y con democracias consolidadas, hay un recambio frecuente de gobiernos orientados por objetivos y filosofías contrastantes, pero, les guste o no, aceptan el hecho de que existan frenos a sus potenciales excesos. Desde luego, en todas las democracias los gobiernos buscan maneras de avanzar sus agendas, recurriendo a todo tipo de artimañas como decretos, leyes anticonstitucionales y otros mecanismos pero, al final del día, aceptan el veredicto de los tribunales y entidades reguladoras autónomas. Lo crucial es esto último: ningún gobierno es encabezado por hermanas de la caridad, pero en todas las naciones civilizadas hay límite a lo que el gobierno puede hacer para afectar a ciudadanos que cuentan con los mismos derechos, independientemente de por quien hayan votado.

Este último punto es la esencia del asunto que tiene que dilucidar la próxima presidenta: va a intentar fortalecer la democracia mexicana o a acelerar el paso a la tiranía. No hay de otra sopa: la disyuntiva es transparente. La “soberanía popular” tiene que sujetarse a las mismas reglas y limitaciones que todo el resto del electorado, porque la verdadera tesitura es entre democracia de y para todos o dictadura de la mayoría.

Paul Johnson lo definió de manera nítida: “las democracias funcionan mejor cuando los contrapesos acotan el mandato de los políticos.”

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30 junio 2024

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REFORMA

30 junio 2024

Temerario

Luis Rubio

1982. El país se encuentra en una situación difícil. Las finanzas públicas se han deteriorado por las apuestas en que incurrió el gobierno a lo largo de su sexenio, confiando que al final todo se traduciría en un mayor crecimiento económico. Mientras eso sucede, la contienda presidencial sigue su curso con normalidad. Llega el mes de julio y triunfa Miguel de la Madrid. Las circunstancias no son óptimas, pero el candidato electo es una persona sensata, estable y por demás cuidadosa, con experiencia en la administración pública. A pesar de la complejidad del momento financiero, el entorno es promisorio porque está por terminar un sexenio saturado de corrupción y frivolidad, anticipándose el advenimiento de una administración austera y mesurada. Pero llega el primero de septiembre, día del informe presidencial. En lugar de reconocer que se trataba de su última oportunidad para tranquilizar a la población, el presidente saliente, López Portillo, opta por exacerbar la circunstancia al anunciar la expropiación de los bancos, abriendo con ello la caja de Pandora. Con esa acción dividió al país y condenó a su sucesor a lidiar con una nación en crisis, casi hiperinflación y un deterioro constante. El nuevo gobierno, que se inauguró tres meses después, nació condenado a batallar con el legado de su predecesor: en lugar de “administrar la abundancia” como había sido previsto, acabó siendo un bombero. El actuar del presidente saliente cambió al país, destruyó su imagen (que nunca dejaría de ser el “perro”) y condenó al país a una década de altibajos y peligros continuos.

Mark Twain, el gran escritor y humorista estadounidense, decía que “la historia nunca se repite, pero que con frecuencia rima.” ¿Podría el presidente saliente en 2024 repetir la faena de 1982, provocando un cambio de giro radical, sobre todo después de una elección tan exitosa?

El presidente López Obrador se encuentra ante esa tesitura: dejar un país en una situación razonable, con las dificultades y retos normales, pero sin una condición crítica incontenible para que su sucesora comience su periodo de manera promisoria, o arriesgar su futuro -el personal, el de su sucesora y el del país- en aras de salvar su imagen y su vanidad.

El anuncio de procesar las veinte iniciativas de ley que anunció el pasado 5 de febrero constituye una amenaza para su sucesora porque le cambia el terreno y crearía condiciones que le harían imposible gobernar. ¿Quién gana con eso?

Si bien es evidente que un sexenio termina hasta el día en que entrega el mando a la sucesora, la realidad política es que éste concluye el día de la elección y lo conducente es que el presidente saliente contribuya a asegurar un proceso terso para magnificar su probabilidad de éxito. Máxime cuando el presidente logró el mayor hito de su administración al ser refrendado por el electorado en la forma de la elección de su candidata. Ponerla en riesgo sería un acto de irresponsabilidad suprema o, como (supuestamente) dijo el estadista del siglo XVIII, Talleyrand, “más que un crimen, sería un error.” Menos comedido en su lenguaje que el diplomático del francés, el principio de Hanlon dice que “no se ha de atribuir a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez.”

Efectivamente, en la lógica política mexicana, nos encontramos en el proceso de transición donde el nuevo sexenio ya de facto está comenzando y el presidente saliente tiene que reconocer no sólo que ya concluyó el suyo, sino que, a juzgar por los votantes -el juicio supremo- su éxito es innegable y cualquier cambio en el camino no haría sino complicarle a su sucesora el panorama. Baste ejemplificar con la fecha en que AMLO canceló el nuevo aeropuerto de la ciudad de México, meses antes de ser formalmente ungido presidente. Su ciclo está concluyendo y es tiempo de que sea su sucesora quien decida qué sigue y cómo lograrlo.

Nada de esto tiene que ver con la parte sustantiva de las propuestas legales del presidente. El paquete de veinte reformas, dieciocho de ellas constitucionales, que propuso el presidente, entraña una gran variedad de asuntos, algunos de mucha mayor trascendencia que otros. Dado que la composición que acabe cobrando el poder legislativo será la misma en septiembre que después de la inauguración de la Dra. Sheinbaum en octubre, no hay razón para la precipitación que el presidente anticipaba al inicio del año. Un país serio no apresura las cosas, sino que las procesa, debate, socializa y reconsidera de acuerdo a las circunstancias. Además, la probadita que mostraron los mercados financieros tan pronto se comenzó a especular sobre la ausencia de contrapesos que produjo el resultado electoral debería ponderarse con enorme seriedad. El presidente se jactó, una y otra vez, de la solidez del peso y sería un acto de superlativa necedad y temeridad jugar con el destino de esta manera.

James Carville, el famoso asesor electoral de Bill Clinton, dijo en alguna ocasión que “solía pensar que, de haber reencarnación, yo querría regresar como el presidente o el Papa o como un bateador de .400. Pero ahora preferiría retornar como el mercado de bonos. Intimidan a cualquiera.” El riesgo de proceder con el paquete de reformas es superlativo. Y enteramente absurdo por innecesario y, sobre todo, por peligroso.

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  REFORMA

23 junio 2024

Nos alcanzó

Luis Rubio

El final de un ciclo electoral más resultó no ser igual a los del pasado. Con esta elección el país llega a un momento de quiebre no por el resultado mismo, sino porque el proceso, los antecedentes y los imponderables que se evidenciaron a lo largo del camino desnudaron al sistema político y patentizaron la fragilidad que vive el país, los riesgos del gobierno de y por una sola persona y, por encima de todo, la imposibilidad de proseguir por este camino. Los nuevos victoriosos no reconocerán la fragilidad, pero pronto la vivirán.

AMLO es irrepetible por sus características y su circunstancia, así como por el momento de México. Tan pronto asuma el próximo gobierno quedarán evidenciadas las carencias: la ausencia de estructuras, instituciones, reglas del juego y la contraparte: la propensión a la violencia o a otros medios, legales o ilegales, para avanzar intereses y objetivos particulares. En una palabra, el país está por entrar en una nueva era política, poco promisoria.

Esta no es la primera vez que el país se encuentra ante un desafío de esta naturaleza, pero las soluciones empleadas en el pasado ya no son posibles. Ahora, en el ocaso del sexenio, el país tendrá que comenzar a lidiar con las consecuencias tanto de la fragilidad de las estructuras institucionales que se construyeron en décadas recientes, como la destrucción intencional emprendida por el gobierno saliente.

A lo largo del siglo XX, la estructura formal del sistema político mexicano no correspondía a la realidad del poder: existían poder judicial y poder legislativo, pero la dominancia del ejecutivo era legendaria. Sin embargo, esa dominancia era atemperada por la existencia del partido oficial, cuya estructura institucional favorecía el recambio de las élites así como la continuidad del poder. El famoso llamado británico de “ha muerto el rey, viva el rey” se reproducía en el sistema mexicano de manera (casi) natural, permitiendo la transición del poder, pero también la existencia de límites. Esa estructura de control político e institucionalidad que era el PRI se fue degradando poco a poco (no de manera intencional, pero con una pésima conducción), hasta casi extinguirse, presumiblemente para ser reemplazada por un sistema democrático que nunca llegó a consolidarse de manera cabal.

Ante esto, quedan interrogantes importantes en el espacio que sólo el tiempo permitirá dilucidar, comenzando por el poder del presidente saliente después de que sea inaugurada su sucesora. La debilidad institucional, ya vieja, cobra ahora nuevos bríos como asunto de primordial trascendencia. La ausencia de instituciones y reglas del juego abre un abanico de posibilidades en términos de degradación política y la potencial emergencia de poderes reales o “fácticos” a lo largo del territorio nacional, tanto regionales como nacionales, criminales y políticos. No es inconcebible una nueva era de caudillismo, similar a la experimentada al final del periodo revolucionario, pero en la era digital, en pleno siglo XXI.

Más allá de la elección misma, el legado político-estructural del gobierno que está por concluir será mucho más trascendente y relevante de lo aparente, pero no necesariamente en forma benigna. El presidente saliente es excepcional, por su historia y características, en tanto que la ganadora de la elección tendrá que encontrar su propia manera de encarar los desafíos -suyos y del país- que tiene enfrente. Como a nadie en toda la era post revolucionaria, le tocará el enorme reto de construir al menos un andamiaje mínimo para poder gobernar dado que las estructuras previamente existentes -las concebidas desde Plutarco Elías Calles y las que se fueron forjando para una era democrática en las últimas décadas- han dado de sí, fueron destruidas o resultan inoperantes cuando no contraproducentes.

La gobernanza de Morena, una entidad sin estructuras que sólo su fundador tuvo capacidad de articular y controlar, será un desafío mayúsculo, y eso si el presidente saliente no intenta emplear al partido para obstaculizarla. El pretendido país de instituciones corre el riesgo de fragmentarse bajo la sombra de caudillos, líderes y crimen organizado, en un entorno en el que la economía vive y funciona exclusivamente gracias a un tratado de libre comercio con nuestro complejo vecino.

La faena que comienza en 2024 entraña excepcionales oportunidades, pero también enormes riesgos, tanto internos como externos. El país ha vivido cinco años como dentro de una burbuja, conectado al resto del mundo, pero pretendiendo que es independiente y que se puede aislar sin mayor consecuencia. La próxima presidente se encontrará muy pronto con que la viabilidad del principal motor de crecimiento de la economía mexicana está en riesgo y que el llamado a cuentas por las omisiones y actos contrarios a la letra y espíritu del TLC llegará más temprano que tarde. Será en ese momento que los mexicanos sabremos de qué está hecha la nueva presidente para encarar estos retos.

AMLO fue un poco como el PRI, un factor de cohesión y control, pero efímero por razones obvias. Ahora quedarán evidenciadas las debilidades de antes y las nuevas, esas que desnudó el presidente saliente y las que destruyó. Vienen tiempos complejos.

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 16 junio 2024