Luis Rubio
Ahora que estamos embarcados, ya de lleno, en el proceso de sucesión presidencial, es importante reflexionar sobre las oportunidades y riesgos que enfrentamos como país. El contexto externo no es particularmente generoso: las negociaciones del TLC no han avanzado de manera tersa y las elecciones primarias para el congreso estadounidense que se avecinan seguramente reabrirán mucho del discurso anti-mexicano que ha caracterizado a la administración Trump desde su campaña. En el ámbito interno, no cesa la rijosidad, todo lo cual eleva el nivel de conflictividad para el momento en que los votantes decidirán quien habrá de gobernarnos.
En adición a lo anterior, enfrentamos riesgos reales que, por encima de las estrategias que lleguen a emplear los propios candidatos y sus partidos en materia de redes sociales y manipulación del electorado (todo ello legítimo y cada vez más normal en los procesos electorales), otros intereses -internos o externos- se aboquen a influir el proceso por razones ajenas a las que atañen directamente al electorado. Hoy en día es claro que hubo intervenciones externas en las elecciones británicas que decidieron el llamado Brexit, en las estadounidenses en que triunfó Trump y en las del referéndum catalán. No hay razón para suponer que nuestro caso será distinto: no hay que olvidar que México, como Berlín, Viena y otros lugares estratégicos en la era de la guerra fría, fueron protagonistas de las intrigas entre las potencias.
La pregunta es cómo interactúan los intereses externos con los internos. O sea, quién se beneficia o perjudica como resultado de estos rejuegos e intrigas. Una perspectiva obvia es si el interés de Estados Unidos es el mismo que el de Trump y, en cualquier caso, cómo juega en la contienda que viene. Me queda absolutamente claro que el interés nacional estadounidense privilegia la estabilidad y la prosperidad de México y que ese interés va más allá de candidatos específicos. No me es igual de evidente que el interés de Trump sea el mismo: en su afán por avanzar una agenda que muchos norteamericanos rechazan, puede acabar propiciando, conscientemente o no, resultados que no coincidan con el interés general de su país. Desde esta perspectiva, yo estimo que Trump, mucho más que el TLC, será parte integral de la contienda.
Vuelvo a las oportunidades y los riesgos: para muchos, esta contienda es especialmente sensible porque lo que está de por medio es de enorme envergadura. Parte de lo que explica esta apreciación radica en la naturaleza de las reformas que se emprendieron en el sexenio que está por concluir (sobre todo en materia energética y educativa) que tocan dos de los tres preceptos nodales de la Constitución de 1917. Otro componente de la explicación reside en el enorme desprestigio que acompaña al presidente saliente por la corrupción y su falta de liderazgo, lo que abona a los números que caracterizan a López Obrador en las encuestas.
Pero la sensibilidad mayor no reside en los factores específicos que caracterizaron al gobierno saliente, sea en las reformas que promovió o en la forma en que condujo los asuntos de Estado, sino en el enorme poder que concentra la presidencia. Un poder concentrado utilizado para llevar a cabo cambios positivos -esos que propician un mayor crecimiento económico en el largo plazo, mejores niveles de vida y un mayor bienestar general- debe ser bienvenido; pero el mismo poder empleado para destruir y dividir acaba siendo pernicioso bajo cualquier rasero. Nuestro principal problema -que se observa desde que se inventó la «monarquía sexenal no hereditaria» en las palabras inmortales de Cosío Villegas- es que nunca se sabe qué hará el siguiente gobierno. Y eso genera incertidumbre y hasta miedo.
En un artículo reciente, Janan Ganesh comparaba al Reino Unido con otras naciones desarrolladas. Su argumento central es que Inglaterra se caracteriza por un sistema que concentra el poder en el parlamento, lo que permite llevar a cabo enormes reformas, pero que, al mismo tiempo, éstas pueden ser malas, todo dependiendo de la calidad del primer ministro en un momento dado. Esa caracterización, extraña para un país desarrollado, contrasta con la de Estados Unidos (donde Trump ha tenido enormes dificultades para avanzar su agenda por la solidez de sus pesos y contrapesos) pero también con Francia, donde el enorme poder de la presidencia se ve limitado por los poderosos alcaldes y los poderes extra parlamentarios como los sindicatos y la burocracia. Ganesh concluye su comentario diciendo que el patético estado de la infraestructura norteamericana, la resistencia al cambio de los franceses y la falta de reformas en Italia reflejan gobiernos centrales enclenques que están limitados por instituciones fuertes que protegen a la ciudadanía por encima de todo.
En México carecemos de instituciones fuertes que nos protejan y no tenemos estadistas de talla mundial capaces de sumar a la población en aras de un desarrollo integral y equitativo. Si los candidatos que pretenden la presidencia quieren lograr un año estable en 2019 más vale que comiencen a responder desde ahora al reclamo de certidumbre y claridad de rumbo que la población demanda y requiere.
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04 Mar. 2018