En HACIA UNA AGENDA ESTRATÉGICA ENTRE MÉXICO Y CHINA
Comexi, Septiembre 2018
Vivimos en un mundo complejo que se torna cada vez más incierto. Los vectores que caracterizaron al orden mundial que sucedió a la Segunda Guerra Mundial y que luego se afianzaron con el fin de la Unión Soviética han dado de sí, creando un mundo multipolar que también podría denominarse como multi-crítico. Las fuentes de dificultad proliferan por todo el orbe, produciendo situaciones que, por casi un siglo, habrían sido del todo anómalas. La Unión Europea padece una crisis de identidad y enfrenta fuerzas centrífugas, así como potenciales fracturas en su proyecto monetario, el corazón del proyecto. El hemisferio americano se encuentra en crisis luego de una década de crecimiento acelerado en varias naciones, sin claridad respecto al futuro. Estados Unidos, la otrora potencia que vigilaba la estabilidad del orden mundial, ha optado por ensimismarse y culpar al resto del mundo de sus males.
En este contexto, se discute la posibilidad de un acercamiento con China, una potencia emergente, como alternativa a la estrecha pero compleja relación que caracteriza a México con Estados Unidos. La pregunta es qué clase de relación: ¿qué es posible? ¿Realmente constituye una alternativa? Lo que es evidente es que México tiene que encontrar un nuevo equilibrio en su estrategia de política exterior; la pregunta es qué papel juega la relación con China en este escenario.
México ha tratado de capotear el temporal que caracteriza a nuestro entorno, pero no ha evidenciado una claridad de miras, un sentido de propósito o una visión hacia el futuro. Muy en nuestra tradición, han surgido voces clamando por alternativas al modelo económico o al sentido de la política exterior sin mayor diagnóstico o ejercicio político orientado a construir un nuevo consenso. Lo que está más allá de cualquier duda es que las certezas que se lograron hace un cuarto de siglo con el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLC) han dejado de serlo, exigiendo una nueva visión hacia el futuro.
El presidente electo ha afirmado en repetidas ocasiones que “la mejor política exterior es una buena política interior.” Por más que se ha discutido y debatido el contenido de la frase y sus potenciales implicaciones, en realidad no es muy distinta a la que acuñó Clausewitz hace casi dos siglos en el sentido que la política exterior es una extensión de la política interna, de hecho una extensión de la política interna por otros medios. No hay país que no utilice a la política exterior como instrumento para la consecución de sus objetivos internos.
De la Revolución al TLC y de ahí a Trump
En la era posrevolucionaria, México articuló una política exterior orientada a proteger al naciente régimen por medio de un despliegue en los organismos multilaterales pero, sobre todo, a través de la llamada Doctrina Estrada, cuya esencia radicaba en que el país no juzgaba a otras naciones y no aceptaba juicios de parte de otros. Esa visión sirvió al régimen posrevolucionario, permitió una cohesión interna y facilitaba la atención a distintos componentes de la sociedad mexicana sin causar conflicto con otras naciones, en particular con Estados Unidos, la razón de ser de la diversificación en nuestra política exterior. Quizá ningún ejemplo sea más evidente en este sentido que la relación que se desarrolló con Cuba a partir del inicio de su movimiento revolucionario, estrategia que le permitió al régimen mostrar su independencia respecto a la potencia hegemónica y satisfacer a la izquierda mexicana, todo ello sin generar un conflicto con los Estados Unidos.
En los ochenta, a raíz de las crisis económicas de los setenta, el país redefinió su visión internacional: atendiendo la necesidad de reestructurar la economía para generar nuevas fuentes de inversión y crecimiento económico, el país optó por un acercamiento con Estados Unidos como medio para estabilizar la economía y crear un basamento distinto para el desarrollo del país. La decisión de acercarse a Estados Unidos constituyó una alteración histórica de la relación con el vecino del norte, toda vez que por décadas había sido utilizado como un chivo expiatorio para lograr cohesión en la política interna.
La decisión de negociar el TLC fue producto de un agudo reconocimiento de las limitaciones políticas internas. En su origen y en su esencia el TLC fue concebido con objetivos políticos más que estrictamente económicos, aunque su manifestación fuese de ese carácter. El mexicano fue un planteamiento atrevido que buscaba lograr certidumbre en el ámbito interno y garantías legales para inversionistas del exterior, requisitos ambos para echar a andar la economía mexicana luego de una década (los ochenta) en la que el crecimiento había sido sumamente bajo y el país había estado a punto de caer en la hiperinflación. La crisis de 1982 había dejado a la nación al borde de la bancarrota y, a pesar de las numerosas reformas financieras y estructurales que habían sido aprobadas, la economía no recuperaba su capacidad de crecimiento.
En este contexto, la mera noción de buscar a Estados Unidos, el enemigo histórico del régimen priista, como parte de la solución a los problemas mexicanos constituía una verdadera herejía. Así, la decisión del gobierno mexicano en 1990 de proponerle a Estados Unidos la negociación de un acuerdo comercial general tuvo una naturaleza profundamente política. Para ese momento, el gobierno mexicano llevaba varios años transformando de manera drástica su política económica, al dejar atrás las políticas industriales y comerciales de corte autárquico de las décadas anteriores. La nueva política económica entrañaba, una redefinición de la función del gobierno en la economía y en la sociedad, pues éste abandonaba su propensión a controlarlo todo para colocarse como el generador de condiciones para que el crecimiento económico fuese posible: un cambio dramático en términos filosóficos.
La pregunta que se hacía el gobierno era cómo elevar la tasa de crecimiento en un contexto de enorme incertidumbre e incredulidad, no sólo entre la población en general sino especialmente en el sector privado y en el exterior, de cuyas inversiones dependía la capacidad de crecer, elevar la productividad y resolver los problemas de balanza de pagos que durante décadas habían sido el talón de Aquiles de la economía mexicana. Luego de múltiples reformas que no impulsaron la inversión, comenzó a ser evidente que la liberalización por sí sola no aseguraría la confianza del sector privado.
Para los inversionistas, igual nacionales que extranjeros, invertir en México podía ser sumamente atractivo siempre y cuando existiera un marco de certidumbre tanto legal como regulatorio que permitiera tener la seguridad de que se iban a mantener las condiciones existentes en el momento de invertir. Es decir, luego de décadas de crisis políticas, cambiantes condiciones económicas, expropiaciones y actos gubernamentales desfavorables a la inversión, era imperativo generar condiciones que aseguraran que la estrategia económica general permanecería independientemente de quien estuviera en el gobierno.
El TLC logró convertirse en una garantía para los sectores empresariales, tanto domésticos como extranjeros, a los que asignaba la enorme responsabilidad de hacer posible la recuperación económica, y para los mexicanos en general de que a cualquier gobierno futuro no le quedaría más remedio que continuar con el proceso de reforma para alcanzar una etapa de desarrollo más elevada. No es que el TLC no pudiera cancelarse, sino que los costos de hacerlo serían tan elevados que nadie intentaría hacerlo.
La trascendencia del TLC fue su carácter excepcional en la vida pública mexicana. Aunque su impacto económico ha sido extraordinario –constituye nuestro principal motor de crecimiento-, su importancia radica en el hecho de que fue concebido –y ha funcionado- como un medio para conferirle certidumbre a los inversionistas y a la población en general. Antes de que existiera el TLC, la inversión del exterior no crecía por carecer de un marco legal que garantizara la permanencia de las reglas. Es decir, representó un reconocimiento por parte del sistema político de que la existencia de regulaciones caprichudas, expropiaciones sin causa justificada y discriminación a favor de ciertos intereses constituían obstáculos infranqueables al crecimiento de la inversión. Su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del sistema político posrevolucionario. Además, todo esto convirtió al TLC en un factor político interno de enorme importancia: es sumamente popular porque constituye una fuente de estabilidad y certidumbre incluso para quienes no tienen una vinculación directa con el mismo.
La llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos ha alterado no sólo la relación con su país, sino sobre todo la fuente de certidumbre que el TLC, y su apoyo irrestricto por parte del gobierno estadounidense, constituía para la inversión en México. Trump, más un síntoma que la causa de los problemas de México con Estados Unidos, constituye una llamada de atención porque entraña el final de una era. Con o sin TLC, ahora resulta evidente que el instrumento no es permanente y que México tendrá que desarrollar nuevas y distintas fuentes de certidumbre para el desarrollo de la economía. La pregunta es cómo y dónde.
¿Alguien puede substituir la función que EUA cumplió con el TLC?
Por casi tres décadas, la clase política mexicana evadió decisiones internas fundamentales gracias a la existencia de la migración como medio para eliminar potenciales tensiones sociales y políticas, por una parte, y al TLC por la otra. La primera facilitaba la permanencia del statu quo porque evitaba la necesidad de llevar a cabo reformas que aceleraran el paso del crecimiento económico y satisficieran la demanda de empleo que esa población hubiera requerido, en tanto que el segundo generaba fuentes de riqueza, empleo y divisas como nunca antes. La combinación favoreció tres décadas de estabilidad política y crecimiento económico en vastas regiones del país. Por encima de todo, le permitió a la clase política no tomar decisiones políticamente costosas.
Ahora, ante la incertidumbre sobre el futuro tanto del TLC como de la migración, la pregunta es cómo seguir atrayendo inversión y, en general, crear condiciones para un crecimiento económico más acelerado. Para muchos, la respuesta radica en China, por razones evidentes: se le ve como una potencia emergente que lleva décadas creciendo a tasas extraordinarias y cada día rivaliza más a Estados Unidos. Más allá del atractivo que China pudiese representar, lo peculiar es la noción de que es posible o, incluso, que tiene sentido, “cambiar de caballo” como si la relación con otras naciones, sean potencias o no, fuese un asunto de voluntad.
En el largo plazo, la verdadera decisión no radica en acercarse a una nación, abandonar a otra o entablar algún tipo de relación con una tercera (por ejemplo, China, Estados Unidos o la Unión Europea, respectivamente), sino en desarrollar anclas internas de certidumbre que nos permitan una relación de iguales con todas estas naciones y regiones. Es decir, México tiene que enfrentar sus propias carencias y limitaciones a fin de no requerir fuentes de certidumbre originadas en el exterior. Logrado eso, el crecimiento del país estará anclado en sus propias fortalezas, pudiendo entablar relaciones de iguales con todas y cada una de las naciones y organizaciones regionales del mundo.
Estados Unidos aceptó jugar el papel de “ancla” institucional para generar certidumbre en México por sus propias razones geográficas y geopolíticas: porque el progreso de México constituía una fuente de seguridad y certidumbre para sus propios intereses. Es decir, fuera de la región centroamericana, aunque con relativamente cuantía, no hay nación más importante -en términos geopolíticos- para Estados Unidos que México. Sobra decir que no existe ninguna otra nación en el mundo que pudiera satisfacer esa función para México; de hecho, antes de hacer el planteamiento que eventualmente condujo al TLC, el gobierno mexicano se acercó a las principales naciones europeas, encontrando que su interés radicaba en el este de Europa, o sea, en las naciones geopolíticamente clave para ellos.
¿China en el futuro?
El atractivo que los mexicanos encontramos en China se resume en una oración: es una potencia creciente que ha logrado hitos extraordinarios en materia de transformación económica y reducción de la pobreza -y no es Estados Unidos. O sea, ha logrado lo que nosotros ambicionamos y está muy lejos. Si uno estudia la historia y realiza un perfil de la región en que se localiza China, las naciones de su entorno tienden a verla con recelo, preocupación y desdén; de hecho, China ha sido una potencia mucho más agresiva con sus vecinos en el último siglo que Estados Unidos con los suyos.
Desde la perspectiva mexicana, es imperativo definir qué se quiere de la naciente potencia asiática y qué es factible esperar de ella. En términos generales, las siguientes son características evidentes:
- En contraste con Estados Unidos y otros países desarrollados, se trata de una nación que compite con productos mexicanos en los más diversos sectores; de hecho, ha desplazado a industrias enteras, como el calzado, ropa, textiles, juguetes y electrónicos.
- Poco a poco, China está reorientando su economía hacia el consumo, lo que podría disminuir su característica competitiva, a la vez que se abren oportunidades para exportaciones mexicanas a su mercado.
- El tamaño del mercado chino en la actualidad no tiene parangón con ninguno otro. Algún día el de India podría ser mayor, pero en el presente acercarse a ese mercado representa una oportunidad comercial única.
- En términos económicos, políticos y militares, China es una potencia en ascenso que, en el largo plazo, podría rivalizar con Estados Unidos.
- En su proceso de consolidación, está construyendo lo que ha sido denominado como un “imperio logístico,” a través de la construcción de la iniciativa One Belt, One Road, al que planea dedicar cientos de billones de dólares en las próximas décadas. Se trata de un ambicioso plan de corredores logísticos, puertos, ferrocarriles y carreteras orientados a conectar mercados, fuentes de materias primas y parques industriales desde Europa hasta China e incluyendo al continente africano. Se trata de un proyecto estratégico que resulta de un gobierno con capacidad de decisión y acción, que contrasta con la naturaleza descentralizada de Estados Unidos, cuyas acciones -en esa región y en general- son producto de decisiones gubernamentales -con frecuencia procesadas rijosamente a través de su congreso- y, de manera más significativa, por miles de actores privados, cuyas inversiones tienen una lógica económica más que estratégica.
- Algunos países latinoamericanos han sido factores importantes en los planes de crecimiento de China, tanto en calidad de originadores de materias primas como mercados. El ascenso y descenso de economías como la brasileña en los últimos tres lustros ejemplifica el modus operandi de China: no son relaciones de largo plazo, sólo son de carácter transaccional, o sea, funcionan mientras sirven a sus intereses y no más.
- China, como potencia emergente, está desafiando el llamado “orden mundial” establecido después de la Segunda Guerra Mundial pero, más allá de construir su propia red defensiva a lo largo y ancho del Mar del Sur de China, no ha definido su propio esquema de poder. Su estrategia ha generado miedo y escozor en la región, mismo que se ha magnificado por la aparente decisión de Estados Unidos de disminuir su presencia en el mundo.
- Las fortalezas de China son evidentes, pero también sus debilidades. Se trata de una nación que ha crecido aceleradamente, pero todavía padece las contradicciones inherentes a un país con extraordinarios contrastes internos, una economía polarizada y un perfil demográfico que amenaza con un envejecimiento prematuro, anterior a que la nación en su conjunto haya llegado a un ingreso per cápita suficientemente elevado para satisfacer las necesidades de toda su población. En adición a lo anterior, su estabilidad política ha dependido de un crecimiento económico suficientemente elevado para incorporar de manera sistemática a una demandante población, lo cual podría no lograr en el futuro con el cambio de perfil de país exportador a una economía centrada en el consumo.
- La gran pregunta que muchos se hacen es por qué China no ha invertido en México de manera similar a su experiencia en naciones como Ecuador, Perú y Brasil. La explicación es muy clara: por una parte, porque México no es un exportador natural del tipo de productos (sobre todo granos, carne y otras materias primas) que constituyeron el grueso de las compras chinas en estos años. O sea, la primera razón es que México no produce el tipo de bienes que China demandaba. Por otra parte, China opera bajo una concepción geopolítica muy clara y no desvía de ello. Desde esta perspectiva, su distancia respecto a México (dejando a un lado los proyectos fallidos como el del tren rápido Querétaro-México y el Dragon Mart) se explica más por la cercanía que México guarda con la economía estadounidense -es decir, una lógica geopolítica- que una estrictamente pecuniaria.
No es casualidad que China y la potencial relación con dicho país desate pasiones: para unos es una nación que no se conforma a regla alguna, en tanto que para otros constituye una alternativa estratégica. Ambas cosas pueden ser ciertas y sería una de las muchas contradicciones con que sería necesario interactuar. Su sistema político se parece más al que nos caracterizó a lo largo del siglo XX que al que (supuestamente) aspiramos a crear por la vía democrática y, sin embargo, muchos lo admiran precisamente porque su gobierno tiene una impactante capacidad para imponer cambios estructurales y forzar la transformación de sectores, regiones y actividades. Es decir, una eventual profundización de la relación con China entrañaría una necesaria introspección en México sobre valores que, al menos en la retórica cotidiana, se han convertido en clave, como corrupción, transparencia y pesos y contrapesos, ninguno de los cuales son parte del menú chino. En este contexto, cualquier presunción de interacción requeriría definiciones internas muy claras y precisas.
Mi impresión es que las pasiones que desata esa nación se explican sobre todo por la falta de comprensión de lo que es China y cómo se mueve, situación que es prácticamente universal: un país sumamente controlado, con instituciones autoritarias y, aunque hay muchas fuentes informales de información, su criterio en la conducción de sus asuntos, igual económicos que políticos, es político y estratégico. Nada de esto es sorprendente, pero se trata de un país difícil de conocer y al que, como país, le hemos dedicado muy poca atención.
Hay dos naciones que enfrentan, o han enfrentado, dilemas como el mexicano y que ilustran la dinámica que yace detrás de su actuar. Por un lado, el caso australiano sirve de contraste con México porque su situación es casi exactamente la inversa: Australia es un país firmemente anclado en la tradición política, cultural y militar anglosajón y, sin embargo, su economía es totalmente dependiente de la china. En caso de agudización del conflicto, ¿hacia dónde se movería esa nación: con sus socios históricos o con su billetera? Su dilema no es muy distinto al nuestro.
En contraste con el caso de Australia, en los sesenta, Cuba se acercó a la Unión Soviética con el objetivo de proteger su revolución de la tensión que la isla vivía frente a Estados Unidos. La única razón por la cual la URSS aceptó la relación -tal como Estados Unidos accedió al TLC- fue por razones geopolíticas: para la URSS, Cuba constituía una oportunidad de avanzar sus intereses.
La geografía tiene una fuerza indiscutible en el actuar de las naciones, sean estas potencias o emergentes. Alemania y Polonia han tenido más guerras en los últimos dos siglos que casi cualquier nación del mundo y, sin embargo, la concentración de su comercio es extraordinaria. La razón es su cercanía geográfica y una implacable lógica geopolítica.
México en su futuro
La diversificación de las relaciones económicas y políticas de México constituye un imperativo ineludible. México debe buscar y crear oportunidades para construir vínculos alternos del más diverso orden tanto en Asia como en Europa y América Latina. Sin embargo, como Polonia, lo más probable es que sus vínculos económicos y comerciales con Estados Unidos sigan siendo los más profundos, lo que no impide que construya un ambicioso andamiaje de vínculos tanto económicos como políticos y culturales con el resto del mundo. Lo crucial no radica en el hecho de la diversificación, sino en que exista la solidez interna para que esa multiplicación de relaciones sea producto de oportunidades y no de la búsqueda de certezas provenientes del exterior, cualquiera que sea su origen.
En este contexto, México debe ver a China en el marco del triángulo geopolítico que constituye su realidad geográfica y su ambición de diversificación. Visto desde esta perspectiva, un México pujante y seguro de sí mismo puede ver a China como un (enorme) mercado potencial para sus exportaciones, como una fuente de inversión, sobre todo en infraestructura en el lado Pacífico de nuestro país (que, además, sería enteramente congruente con el proyecto logístico de la gran nación asiática) y como un equilibrio político frente a Estados Unidos. Hasta la fecha, mucha de la inversión china en México ha seguido el patrón tradicional de la maquila orientada al mercado norteamericano. No hay nada de malo en ello -genera empleo y alguna derrama económica- pero no constituye un basamento sostenible para el desarrollo del país en el largo plazo. A su vez, México debe construir su propia capacidad para asegurar que las empresas mexicanas que invierten en China gocen de las protecciones legales necesarias para poder desarrollar su actividad, evitando así las malas experiencias que han caracterizado a algunas de esas inversiones en el pasado.
La medida del éxito de una relación entre dos naciones ambiciosas y seguras de sí mismas depende de que exista un entramado institucional sólido que permita y facilite intercambios, inversiones y relaciones entre sus poblaciones, en todos los temas y a todos los niveles. Hasta hoy, China ha mostrado una gran claridad geopolítica en su manera de decidir y actuar respecto a México, pero México se ha comportado más como una nación insegura y sin proyecto hacia el futuro, y no sólo con China.
Lo que esto implica es que el desafío nodal reside en México: somos nosotros quienes tenemos que construir la solidez interna que garantice la continuidad institucional del país, confiera certeza patrimonial, legal y de seguridad a sus habitantes -y, por lo tanto, a los inversionistas y visitantes del exterior- y, por encima de todo, genere una claridad de rumbo para toda la población. Es dentro de México que radica el reto fundamental porque, superadas nuestras propias vulnerabilidades, la relación con China y con el resto del mundo, comenzando por Estados Unidos, pasaría a un nuevo estadio: entre naciones maduras y seguras de sí mismas.
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