El ánimo

  Luis Rubio

El gobierno que (finalmente…) está a punto de concluir vivió asediado por lo que el propio presidente denominó “mal humor social.” Se trata de un concepto vago que permite transferir la responsabilidad a otros: el problema no es mío sino de la población que no entiende. Bajo ese rasero, la ciudadanía en México lleva medio siglo de “no entender.” El gobierno saliente nunca encaró el humor social como un problema, lo que le llevó a emplear antídotos que no sólo no lo atendían, sino que lo exacerbaban, como el famoso “ya chole con tus quejas.” Si el próximo gobierno quiere acabar mejor, tendrá que enfrentar el asunto que han evadido todas las administraciones previas y que tiene que ver, en su esencia, con la confianza de la ciudadanía en el gobierno.

La abrumadora mayoría de los políticos no reconoce que la sociedad mexicana carece de anclas de certidumbre que le confieran un sentido de seguridad y futuro. Hasta los sesenta, el gobierno post revolucionario logro ambas cosas a través de resultados positivos tanto en términos de crecimiento económico como estabilidad política; cuando, a partir de los setenta, vinieron las crisis y las expropiaciones, los gobiernos perdieron la brújula y nunca la recuperaron.

A partir de 1970, la ciudadanía ha presenciado una guerra intestina entre los políticos que ha generado polarización permanente, creando profundas escisiones sociales, regionales, económicas y políticas a lo largo y ancho del país. La crisis de seguridad no es producto de la casualidad, sino de la incompetencia de nuestros políticos para transformar al sistema de gobierno en uno idóneo para el siglo XXI. El resultado ha sido una absoluta incapacidad para generar esperanza y tranquilidad, cruciales para un “buen” humor social o, simplemente, confianza. Luego de décadas de lo mismo, la ausencia de confianza se torna cada vez más difícil de recuperar.

Sin la confianza de la población, dijo Mao, nada es posible. Se puede tener parque y alimentos, pero no hay nada como la anuencia y cooperación de la ciudadanía en la consecución del desarrollo. Esa confianza se gana milímetro a milímetro, pero se pierde en un santiamén. Varios de nuestros presidentes recientes lograron un atisbo de confianza para luego dilapidarla; como Sísifo tratando de llevar la piedra a la cima de la montaña, cada vez que se intenta reconstruir confianza se vuelve más difícil y es más costoso. Me pregunto qué intentará el nuevo gobierno si es que realmente quiere hacer una diferencia.

En diciembre de 1941, cuando Pearl Harbor fue prácticamente destruida, el pueblo norteamericano se sentía derrotado. El presidente Roosevelt entendió que tenía que recuperar el ánimo de la población, por lo que dedicó su primer gran esfuerzo a modificar percepciones, lo cual comenzó cuando su fuerza aérea bombardeó a Tokio en el siguiente abril. El impacto político-social fue brutal: súbitamente, la ciudadanía estadounidense se percató que era posible ganar y así comenzó la etapa final de la guerra. Algo similar ocurrió en el Reino Unido cuando sus comunidades costeras de pescadores y marinos mercantes se dedicaron en cuerpo y alma a recoger a los soldados que se habían quedado atrapados en la costa francesa de Dunquerque. Inglaterra parecía derrotada y al borde de ser invadida, pero bastó la actuación heroica de la ciudadanía para modificar el ánimo popular y convertir al esfuerzo militar en una verdadera liberación nacional.

El próximo presidente no la tiene fácil. Aunque sus planes son claramente muy ambiciosos y grandiosos, sólo fructificarán en la medida en que enfrente las causas profundas de la indiferencia ciudadana y su profunda desconfianza en el gobierno. Estos meses han demostrado que hasta los más devotos acólitos del presidente electo albergan dudas y agendas contradictorias; por eso es imperativo que AMLO enfrente las causas distantes de la desconfianza. Y pronto.

En México el malestar social se remite a Luis Echeverría, que destrozó el “pacto social” implícito que había servido para gobernar al país desde la revolución. Su sucesor, López Portillo, comenzó su gobierno intentando recuperar la confianza, sólo para acabar destrozándola con su patético discurso de expropiación bancaria. El daño fue tan profundo que incluso generaciones posteriores que nunca han oído hablar de LEA o JOLOPO son escépticos del gobierno y lo rechazan como reacción instintiva.

Aquella sociedad que veía al futuro con optimismo hoy está siempre al acecho, a sabiendas que el gobierno –todos- tiene otras agendas, incompatibles con la del ciudadano medio. AMLO podrá creer que cuenta con un apoyo popular inmutable, pero nada es permanente y ahora, con la responsabilidad encima, tendrá que enfrentar y acabar con la impunidad y la corrupción y para eso no bastará su persona. Tendrá que construir instituciones que limiten su propio poder o acabará igual que todos los demás.

La reciente elección mostró una profunda brecha social y política. El ganador tiene en sus manos el reto de polarizar o sumar y, si opta por sumar, su única opción será la de construir garantías para la permanencia de la confianza ciudadana en su conjunto. O sea, exactamente lo opuesto a lo que se proponía hacer como candidato.

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Gobierno para la prosperidad

Luis Rubio

Todos los presidentes se sienten destinados a cambiar el mundo, pero ninguno lo ha logrado en el último medio siglo. ¿Qué diferencia podrá hacer el próximo? Los recientes intentaron todo: gasto público exacerbado (Echeverría y López Portillo), pactos (Miguel de la Madrid y Peña Nieto), alianzas (Salinas), acuerdos (Zedillo) y tratados (como el TLC). Muchos planes pero los resultados no son encomiables porque ninguno enfrentó el principal reto del país: el de cómo y, sobre todo, para qué gobernar. Con AMLO existe la oportunidad de una transformación cabal porque goza de una legitimidad inusual, pero sobre todo porque no está comprometido a preservar el statu quo.

Si uno observa al país desde al menos 1964 cuando Díaz Ordaz asumió la presidencia, todos los presidentes comenzaron con grandes planes pero, con la sola excepción de Zedillo, acabaron mal: unos porque provocaron crisis incontenibles, otros porque sus actos los desacreditaron al punto de no poder volver a ver la luz pública. Todos prometieron el cielo y las estrellas pero pocos acabaron bien. Sin duda, algunos dejaron legados trascendentales (como el TLC) y otros construyeron instituciones que han cambiado la naturaleza de la problemática. Todos, cada uno a su manera, intentaron reformar al país para lograr un crecimiento elevado y sostenido, pero ninguno logró que ese fuera el caso para el conjunto de la población.

Hoy es claro que nadie ha querido o ha estado dispuesto a enfrentar el problema de fondo de nuestra estructura institucional y política: aunque mucho ha cambiado, el gobierno ha quedado igual. El país ha vivido una profunda transformación económica, convirtiéndose en una potencia exportadora; la demografía nada tiene que ver con la de hace medio siglo: hoy la población es tres veces mayor y se ha dispersado por todo el territorio, además de sostener contactos e intercambios permanentes con el mundo. Estamos atravesando el momento demográfico más crítico -el llamado bono demográfico- el punto en el cual los jóvenes son la mayoría y, de incorporarse exitosamente al mercado de trabajo, constituirían la plataforma de creación de riqueza más importante para el futuro; de fracasar en este proceso, acabaríamos siendo una sociedad vieja y pobre. No hay margen para donde hacerse.

Si la economía y la demografía ofrecen ingentes oportunidades, la crisis de seguridad, la pobreza y la rijosidad política constituyen fardos que nos detienen y obstaculizan; todo eso ha impedido que el país prospere y se transforme en una potencia capaz de proveerle exitosamente a toda la ciudadanía. Porque, a final de cuentas, si el propósito de gobernar no es la prosperidad, su función es irrelevante. Y el récord del último medio siglo no es encomiable en esta medida. Tampoco lo es la forma en que AMLO pretende gobernar, como ilustró la faena del aeropuerto.

Hace tres o cuatro años el gobierno mandó hacer una encuesta de percepciones sobre el país. El resultado se expresaba en una gráfica de barras en la que aparecían, de mayor a menor, los asuntos que la población evaluaba de manera positiva, descendiendo hacia los que percibía como negativos. De esta forma, había barras muy altas del lado izquierdo de la gráfica y otras muy negativas del lado derecho: las del lado izquierdo se referían a la naturaleza del mexicano, la comida, la afabilidad, el arte, la historia, las exportaciones y demás. Luego seguían muchas barritas pequeñas cubriendo asuntos que no se percibían como buenos ni malos, para acabar con una serie de barras hacia abajo, cada una peor que la anterior: estas se referían a las policías, la educación, el gobierno, las autoridades hacendarias y los tribunales. O sea, la población aprobaba todo lo que es parte de nuestra historia y de nuestra cultura y reprobaba todo lo que se vincula con el gobierno. Ese es el problema del país: no tenemos un gobierno que funcione para lo relevante, para generar prosperidad.

A los políticos les encanta emplear el término “gobernabilidad” para referirse a la capacidad de hacer lo que les da la gana. AMLO no tiene ese problema y lo ha demostrado de manera cabal. El problema para él es que tiene que arrojar resultados: no es suficiente desmantelar programas existentes o tener una mayoría abrumadora en el poder legislativo. Si no logra la prosperidad del país, su enorme poder resulta intrascendente. La historia enseña que recrear los mismos vicios, programas y estrategias que no funcionaron en el pasado tampoco funcionarán ahora. El país y el mundo han cambiado, lo que obliga a buscar nuevas formas de acceso a las oportunidades para toda la población.

Si quiere acabar bien, el gobierno tiene que a crear condiciones para la prosperidad de la población y, para eso, debe no sólo cambiar la estructura del gobierno, sino construir medios de acceso para la población que siempre ha estado excluida. No basta ser poderoso: para salir del hoyo es imperativo crear un nuevo sistema de gobierno institucionalizado y con criterios explícitos de inclusión social. La tragedia de su consulta sobre el aeropuerto es que sólo pensó en el cambio de relaciones de poder, sin reparar en sus consecuencias en términos de desarrollo a largo plazo.

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Gobierno para la prosperidad

 

04 Nov. 2018

 

El anverso de la moneda

Luis Rubio

Todas las crisis que los mexicanos hemos experimentado han sido el resultado de un presidente que dejó de hacer su trabajo o que lo hizo mal. Ese es el costo de un sistema centrado en torno a un solo individuo: sus humores, capacidades, aciertos y errores determinan el resultado para 120 millones de mexicanos.

El sistema político emanado de la Revolución constituyó la institucionalización del sistema porfiriano: en lugar de un dictador eterno, los presidentes serían monarcas sin posibilidad de heredar su puesto, en las palabras de Cosío Villegas, pero monarcas al fin. Ese régimen le confería facultades metaconstitucionales a quien ocupara la presidencia, mismas que servían para ejercer el poder público de manera discrecional, tomar decisiones arbitrarias y asegurar la permanencia del statu quo a través de lealtades y clientelas nutridas por la corrupción. El presidente en el centro del poder, disponiendo de los recursos públicos y de las llamadas “instituciones” para sus propios fines.

El gran beneficio de ese sistema fue la destreza con que se podían lograr cambios cuando esto era necesario, en tanto que el gran costo y riesgo radica en la inexistencia de contrapesos que impidieran costosos errores. Este sistema llevó a profundas crisis cambiarias en 1976, 1982 y 1994-1995, todas ellas atribuibles a errores evidentes de quien ocupaba la presidencia, pero también facilitó una rápida recuperación en el año siguiente bajo una nueva administración. De la misma forma, mientras que los países debidamente institucionalizados pueden tomar años en llevar a cabo reformas para atacar problemas nodales de sus economías (como ocurre con los europeos), en México esas reformas se adoptaban casi sin chistar.

El punto es que el desarrollo y la civilización tienen costos, pero el beneficio reside en que la ciudadanía de esas naciones no está sujeta a los humores, estilos y capacidades de quien preside la función gubernamental. Uno puede argumentar que la posibilidad de emprender urgentes reformas compensa los riesgos de un mal gobierno, pero lo que sería deseable es que no hubiera malos gobiernos o que su capacidad para tomar malas decisiones fuese limitada por instituciones fuertes e independientes.

En el contexto político es común escuchar expresiones relativas a la fortaleza de las instituciones: se le atribuyen poderes fundamentales para limitar el ejercicio del poder presidencial. Sin embargo, la evidencia no justifica esas pretensiones. Uno puede observar como han sido cambiadas las instituciones, o los responsables de las mismas, cada que los poderes fácticos, comenzando por el presidencial, deciden que no están satisfechos con su desempeño: así ha ocurrido con el instituto electoral y con las comisiones de competencia y telecomunicaciones. Desde esa óptica, no hay razón para pensar que, en un contexto de presión, lo mismo ocurriría con otras como la Suprema Corte o el Banco de México. Del Congreso y del Senado no es necesario hablar: el dedo lo hace.

Nuestro régimen político es unipersonal y eso implica facultades efectivas por encima de las instituciones: un presidente con poderes extraordinarios que, en estos días, solo está limitado por las capacidades personales de quien lo va a ostentar y por los mercados financieros internacionales que muy pocos en el mundo se atreven a desafiar.

Un sistema presidencial unipersonal tiene virtudes pero todas dependen de las capacidades e integridad del presidente. Los gobiernos que así operan dependen de la seriedad, consistencia, entereza y carácter del presidente. Si el presidente erra o deja de hacer su trabajo, el país paga las consecuencias. Si el presidente utiliza los recursos públicos para apostar el futuro del país, son los ciudadanos quienes se beneficiarán o padecerán los costos. Cuando Enrique Peña Nieto se durmió después de Ayotzinapa, el país se congeló haciendo posible el advenimiento de un mesías. Nada es gratis.

A los mexicanos nos encanta saltarnos las trancas, dar vuelta donde está prohibido o estacionarnos en segunda fila. Nos parece que es impropio, equivocado o injusto que alguien más haga lo mismo, pero todos creemos que tenemos el derecho divino de hacerlo nosotros. Esa manera de ser es un fiel reflejo del sistema político, donde el presidente tiene poderes reales para comportarse igual, en los ámbitos de competencia de su función. Si queremos que la presidencia se atenga a reglas y a mecanismos de contrapeso, también los ciudadanos tendríamos que cambiar nuestra forma de ser.

Cada seis años el país vive un momento de trance por el peligro inherente a que un loco, un destructor o una persona que postula un cambio radical llegue a la presidencia. Sin embargo, en lugar de enfocarnos al problema de fondo -las facultades excesivas de la presidencia- todas las luces se enfocan a los supuestos o reales defectos y atributos de esa persona. Nuestro problema no es que tal o cual individuo sea bueno y merecedor de la oportunidad de ser presidente, sino que no existen límites efectivos en caso de que resulte que esa persona no era tan merecedora. Aunque AMLO no lo reconozca, al país, y a él mismo, le urge un nuevo régimen sustentado en pesos y contrapesos efectivos.

 

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28 Oct. 2018

Nuevas instituciones para un mundo convulso*

Luis Rubio **

 Nos tocó vivir en un mundo complejo y en una etapa de la historia en que la complejidad y el cambio, en todo el orbe, son las características determinantes del bienestar y del desarrollo. La pregunta relevante que propongo contemplar es si existen oportunidades para establecer puentes y vínculos políticos y económicos a través del Océano Atlántico para fortalecer el potencial de desarrollo de nuestros países.

El ritmo del cambio difícilmente podría exagerarse: la tecnología ha transformado no sólo la forma de producir, comunicarnos e interactuar, sino también la forma de vivir. Al mismo tiempo, los cambios geopolíticos que hemos observado a lo largo de las últimas décadas -desde la caída del muro de Berlín hasta la “gran recesión” de 2009, y pasando por los ataques de septiembre 11 a Estados Unidos, el factótum del poder mundial y vecino de México- han creado un entorno muy distinto al que se vivía en la segunda mitad del siglo XX.

Desde por lo menos 1815, las potencias mundiales de cada época han intentado construir situaciones de estabilidad a partir de equilibrios en el poder regional o mundial. Para el mundo en desarrollo, el orden que emergió de la segunda guerra mundial le permitió acelerar el paso del crecimiento económico, abriendo nuevas oportunidades de desarrollo. El crecimiento generó una potente clase media, una enorme expansión urbana y una industria cada vez más significativa. La liberalización de las economías a partir de los ochenta le dio nueva vida a la actividad económica y sentó las bases para un potencial desarrollo, solo limitado por la compleja red de regulaciones que, en la mayoría de nuestras naciones, persiste, obstaculizando el progreso integral.

Los cambios sufridos en el orden de la posguerra han afectado la forma de funcionar de todas las naciones. Las instituciones, tanto nacionales como internacionales, han probado ser insuficientes para lidiar con los retos que se van presentando, generando crisis recurrentes y una permanente inestabilidad tanto interna como en el ámbito externo.

Al mismo tiempo, la proliferación de tecnologías disruptivas ha cambiado la forma de relacionarse de las sociedades, alterando las viejas formas de gobernar, convirtiendo al ciudadano en el corazón del proceso de desarrollo económico. Viejos criterios y normas han dejado de funcionar y, en términos generales, no ha surgido una nueva forma de visualizar el desarrollo.

Es decir, ya no hay reglas generales sino procesos permanentes de cambio, lo cual arroja tanto oportunidades como riesgos.

En todo esto, hay contradicciones que se han vuelto la norma. Empresas y empleados híper productivos por un lado, frente a empresas que se colapsan. Ingresos crecientes para algunos segmentos de la población pero inciertos y declinantes para otros. Menores costos de acceso a mercados, pero mayor demanda de capital humano para poder ser exitosos en ellos. Mayor desigualdad en los ingresos frente a mayores oportunidades de desarrollo- Sistemas políticos obsoletos frente a una ciudadanía con mayor información que sus gobiernos y mayor capacidad de acción.

La nueva norma es la polarización en todos los ámbitos, lo que explica los fenómenos electorales que se han presentado en todo el mundo.

En prácticamente todas las naciones, la parte de la sociedad que se ha modernizado goza de oportunidades que nunca antes fueron posibles y está bien pertrechada para asirlas, pero la parte que se ha rezagado no sólo no goza de esas oportunidades, sino que ni siquiera cuenta con un esquema que le permita modernizarse. En lugar de buscar oportunidades y ajustarse a los tiempos cambiantes, la mayor parte de las naciones ha sido incapaz de adaptar sus sistemas políticos; todo lo contrario: la tendencia es hacia el enquistamiento y la parálisis, lo que obstaculiza el desarrollo.

Un nuevo mundo

El mundo que nos ha tocado vivir y que cobró forma a partir de la segunda guerra mundial, hoy experimenta resquebrajamientos en múltiples planos. Han desaparecido las circunstancias y preocupaciones que llevaron a construir lo que por muchas décadas se conoció como “orden mundial” y no se vislumbra ninguna alternativa evidente. La pregunta crucial para las naciones del orbe que no son superpotencias es cómo actuar para preservar la estabilidad y generar condiciones para un desarrollo substancial, y sostenido.

El orden mundial de la postguerra se caracterizó por la existencia de dos bloques hegemónicos que establecieron sus áreas de influencia, mismas que protegían con gran celo, a la vez que procuraban subvertir el orden en las zonas marginales del contrincante respectivo. Cada uno de los bloques desarrolló estrategias tanto políticas como económicas para avanzar su desarrollo y consolidar su posición. Por lo que concierne al lado político (e, inevitablemente, militar), la era posterior a la guerra conoció una serie de conflictos regionales que fueron no sólo promovidos y alentados por cada uno de los bloques, sino que constituían parte de una estrategia que como su nombre lo dice, era una guerra fría. El conflicto no concluyó sino hasta el inicio de los noventa con el final de la Unión Soviética.

Por el lado económico, la característica más común del mundo occidental, incluyendo a las naciones que eventualmente se sumaron en el movimiento de los “no alineados,” fue el intento de industrialización por substitución de importaciones. Este modelo de desarrollo surgió de manera casi automática cuando el esfuerzo bélico europeo y estadounidense consumió todos sus recursos, forzando a las otrora naciones consumidoras de bienes industriales a buscar alternativas para mantener sus economías en funcionamiento. Luego de la guerra, el modelo se preservó, constituyéndose en la plataforma que dio surgimiento a la industria manufacturera latinoamericana y asiática, aunque estas dos regiones siguieron patrones de crecimiento muy distintos, toda vez que las naciones latinoamericanas nunca enfatizaron el desarrollo de una industria exportadora.

El orden internacional surgido de la segunda guerra mundial se caracterizó por un entramado institucional que incluía a las grandes instituciones económicas orientadas a estabilizar la economía del mundo, particularmente el Fondo Monetario Internacional, así como a las entidades dedicadas a la promoción del desarrollo, como el Banco Mundial, y el comercio, como el entonces Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles, conocido como GATT. Pronto, con el nacimiento de las Naciones Unidas, se conformaron otras organizaciones regionales, como la Comisiones Económicas para América Latina, Asia y África. En el tiempo se agregaron lo que hoy es la Unión Europea y una miríada de instituciones financieras multilaterales, como el Banco Interamericano de Desarrollo, BID, el Banco Islámico de Desarrollo y el Banco Europeo de Inversión. Por el lado militar, surgió la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, y el Pacto de Varsovia.

Al inicio de los años sesenta se constituye el Movimiento de los No Alineados, naciones que procuraban mantener una distancia, e independencia, respecto a las dos potencias mundiales, sentando las bases para modelos alternativos de interrelación e interacción política. A eso siguieron esfuerzos enfocados a avanzar la integración económica regional, donde destacan la Unión Africana, fundada en 1978 y la Asociación Latinoamericana de Integración, ALADI, en 1980. La mayoría de estos esfuerzos no fructificó, pero establecieron la tónica para lo que vendría dos décadas después con el fin de la guerra fría.

Lo relevante de esta referencia histórica es que tanto el bloque occidental como el soviético establecieron reglas del juego que obligaban a todos los integrantes a jugar un papel determinado esencialmente por su localización geográfica o estratégica. Al mismo tiempo, ese orden internacional permitió preservar la paz y, con excepción de conflictos regionales (como Vietnam, Corea, Angola y Cuba), se caracterizó por grandes oportunidades de desarrollo económico, alentado en buena medida por la reducción sistemática de impedimentos al comercio.

El fin de la URSS

El fin de la guerra fría conllevó la construcción de nuevos arreglos, particularmente entre Rusia y Estados Unidos, que llevaron a una modificación radical del mapa europeo y al nacimiento de lo que, en retrospectiva, fue pomposamente denominado “nuevo orden mundial.” Hoy sabemos que aquellos arreglos fueron tan diestramente administrados que permitieron una transición pacífica hacia una era de mayor cooperación, pero también promovieron, de manera no planeada, una serie de fuerzas centrífugas que alteraron las estructuras, instituciones y reglas del juego que, por cuatro décadas, habían preservado la paz y el crecimiento económico.

La nueva realidad internacional vino asociada, a la vez que, en buena medida, fue producto, de lo que se ha dado por llamar globalización económica, cuyos orígenes se remontan a dos procesos, uno financiero y otro industrial.

Por el lado industrial, la crisis petrolera de 1973 llevó a que Japón, nación altamente importadora de hidrocarburos, reorganizara su industria y, con ello, revolucionara la forma de producir en el mundo. Primero que nada, consolidó diversas unidades de producción en un solo lugar para elevar las economías de escala; segundo, especializó sus plantas para para elevar la productividad y, con ello, la calidad de sus productos; tercero, localizó sus plantas en lugares estratégicos a lo largo y ancho del mundo, cerca de materias primas o de sus mercados; y, cuarto, logró una extraordinaria disminución en sus costos, convirtiéndose en quizá la nación más productiva del mundo en este ámbito. Por el lado financiero, se eliminaron barreras regulatorias para las transacciones financieras, favoreciendo con ello los flujos de crédito, el acceso a los mercados de deuda y la colocación de empresas en las bolsas del mundo.

La liberalización financiera, en complemento con la globalización industrial, se convirtieron en acicates para la búsqueda de acuerdos regionales que aceleraran la integración económica, elevaran las economías de escala, mejoraran la productividad y, presumiblemente, con todo ello favorecieran mejores niveles de vida de las poblaciones respectivas. Es así como la Comunidad Económica Europea avanza hacia la Unión Europea de hoy; Canadá negocia un tratado de Libre Comercio; Canadá, Estados Unidos y México negocian el NAFTA; Brasil promueve el Mercosur y así sucesivamente.

En el curso de los noventa, China adquiere una importancia económica creciente que ha acabado por ser definitoria de la dinámica internacional de hoy. Por un lado, el crecimiento del gigante asiático generó una ingente fuente de demanda para naciones productoras de alimentos y materias primas, demanda que crece en la medida en que se incorporan decenas de millones de chinos a la vida productiva cada año. Por otro lado, las prácticas comerciales y, en general, económicas de la nación asiática se han convertido en un factor disruptivo en innumerables países y, en los últimos tiempos, en un elemento de conflicto con Estados Unidos y, en menor medida, Europa.

La combinación de cambios políticos sensibles dentro de Estados Unidos y Europa con la emergencia de China como factor político y económico nodal, ha cambiado el mapa institucional del mundo, anunciando el fin de una era del mundo.

El legado de un orden mundial que nunca se consolidó

Todos estos factores han ido resquebrajando los arreglos de la post guerra mundial, al punto en que algunos han dejado de funcionar del todo, en tanto que otros permanecen como fuente esencial de estabilidad y de desarrollo. Este factor es central para el asunto que nos trae a este foro y que se refiere a los elementos externos que, en muchas naciones de ambos lados del Océano Atlántico, han sido cruciales para facilitar el crecimiento económico.

Los países que comúnmente llamamos desarrollados tienen una característica común: cuentan con sistemas políticos efectivos anclados en pesos y contrapesos que le confieren certeza jurídica y de estabilidad económica a sus poblaciones y a los inversionistas y ahorradores. Los países desarrollados cuentan con mecanismos, formales e informales, que constituyen contrapesos para que ningún componente del sistema abuse o se imponga sobre los otros. Evidentemente, cada nación tiene sus características propias, producto de su historia y experiencia; sin embargo, el común denominador de todos los desarrollados es que cuentan con mecanismos institucionales e instituciones formales que obligan a los distintos componentes a negociar, interactuar y seguir procedimientos transparentes en la toma de decisiones.

La gran carencia –y característica- de las naciones que no han logrado ese nivel de civilización y desarrollo es precisamente su debilidad institucional, circunstancia que es casi universal en las naciones que no son desarrolladas. Algunas de estas naciones, quizá la mayoría, ha sido incapaz de construir instituciones por sus circunstancias políticas propias; algunas otras han procurado crear anclas de institucionalidad que permitan conferirle estabilidad a sus poblaciones y confianza a potenciales inversionistas. Es en este ámbito que un diálogo conducente al establecimiento de mecanismos institucionales en la región del Atlántico podría contribuir a una mayor estabilidad y, con ello, mejor desempeño económico en ambos lados del océano.

Para México, citando a mi propio país, el llamado NAFTA ha sido, ante todo, una institución concebida para conferirle certeza a los inversionistas por los mecanismos de regulación y resolución de controversias que son su espina dorsal. Medido en términos de su capacidad para atraer inversión y generar una extraordinariamente competitiva industria de exportación, NAFTA ha sido un gran éxito. Por otra parte, el gobierno mexicano no ha sido capaz de convertir al tratado comercial en un factor transformador del conjunto de la economía. En adición a lo anterior, hoy, México, como tantas otras naciones alrededor del mundo, vive la incertidumbre generada por la administración del presidente Trump, cuyo gobierno rechaza la mayoría de los andamios que sustentaban el orden mundial de la postguerra.

La administración Trump no es el único factor de incertidumbre que caracteriza al mundo en la actualidad. En esta “nueva” era, hay innumerables factores que inciden en ella, mismos que van desde la pobreza, los flujos migratorios, las crisis financieras, el renovado impulso a gobiernos autócratas y el conflicto soterrado que caracteriza a las tres potencias mundiales y que tiene un impacto directo sobre otras naciones en su entorno.

Desde mi perspectiva, la incertidumbre que hoy padecemos debe ser entendida como una nueva normalidad. Yo entiendo al presidente Trump y a otros líderes de similar perfil en Europa, Asia y América Latina más como un síntoma que como la causa de los desarreglos actuales. La globalización económica ha acelerado el ritmo de cambio económico, ha facilitado la transmisión de nuevas tecnologías, muchas de ellas disruptivas y, por lo tanto, generadoras de altibajos súbitos en las fuentes de producción –y en los productos mismos-, todo lo cual ha gestado miedos en la ciudadanía de las naciones desarrolladas, mismos que se manifiestan en elecciones de liderazgos radicales.

Hacia dónde

Hoy la característica del mundo es de un creciente desorden con fuertes tendencias centrífugas. La crisis -esencialmente fiscal, y el cambio tecnológico experimentado en los últimos años- ha llevado a innumerables países a enconcharse. Nada de eso, sin embargo, cambia dos factores esenciales: uno, que la tecnología avanza de manera incesante y nadie puede abstraerse de ella o de sus consecuencias. El otro es que la globalización, aunque sujeta a regulaciones gubernamentales, ha alterado tan profundamente la forma de producir, consumir y vivir, que es impensable su desaparición.

En este contexto, las naciones que aspiran al desarrollo no tienen más alternativa que actuar proactivamente para preparar a su población para la ola de crecimiento que viene y que va a caracterizarse por elementos para los que difícilmente estamos preparados o, como sociedad, dispuestos.

Parece claro que la tecnología seguirá avanzando, que ya no existen mercados masivos sino nichos especializados (y rentables) y que la revolución digital, que privilegia el conocimiento y la creatividad, dominará la producción y la generación de valor en el futuro. Estas realidades nos colocan ante el desafío central: cómo sumar a la población que no ha contado con las oportunidades para beneficiarse del nuevo entorno económico, tecnológico e internacional.

El reto que esto entraña es enorme porque se trata de procesos que, por definición, llevan décadas en consolidarse, lo que implica que cada día que se pierde se pospone la oportunidad, algo particularmente preocupante dada la transición demográfica: si los jóvenes de hoy no se incorporan a la economía del conocimiento, las naciones en desarrollo acabarán caracterizándose por la pobreza de sus poblaciones ancianas en unas cuantas décadas.

La pregunta acaba siendo cómo generar anclas de certidumbre en un mundo convulso en que las viejas instituciones mundiales y multilaterales ya no cumplen, en muchos casos, su cometido y donde las naciones desarrolladas han abandonado su papel como garantes del crecimiento a través tanto de la inversión como del comercio.

La gran interrogante es cómo enfocarnos hacia ese futuro. No faltan diagnósticos, algunos buenos y otros malos, encaminados a resolver los distintos problemas y carencias que caracterizan a nuestras naciones. Lo evidente es que cada país requiere reenfocar sus esfuerzos en un sinnúmero de áreas, desde lo educativo hasta la infraestructura, pasando por la reforma de las instituciones gubernamentales.

Sin embargo, la lección del NAFTA y la que arrojan los países que efectivamente han logrado transformarse (como España, Chile, Corea, Taiwán, Singapur y China) es una muy simple: el desarrollo no es cuestión de políticas específicas, aunque éstas se requieran, sino de visión y enfoque. La visión de construir instituciones y el enfoque de encontrar medios para acelerar ese proceso o, incluso, desarrollar medios transitorios para avanzar.

Una segunda lección es que la certidumbre que caracteriza a las naciones desarrolladas es producto de su propio proceso histórico. Ninguna sociedad nace con todos sus problemas o contingencias resueltas: el tiempo y las circunstancias van obligando a que se ajusten leyes, se modifiquen prácticas y se construyan formas de interactuar que permitan lograr estabilidad y funcionalidad. Es así como cobran forma las instituciones. Lo que en Inglaterra tomó setecientos años y en Estados Unidos doscientos, las demás naciones lo tenemos que construir en un lapso muy breve. Aunque hay mecanismos externos (como ha sido el NAFTA para México), la verdadera institucionalización surge de iniciativas internas y de procesos que suman a toda la población en el proceso.

Lograr el entorno de certidumbre que requiere el desarrollo implica abandonar la naturaleza arbitraria de la función gubernamental. Es decir, una revolución política.

La tarea central es interna, pero existen oportunidades que deben ser aprovechadas porque contribuyen a acelerar el proceso. La construcción de puentes entre naciones similares tiene la virtud de que se acompañan en el proceso de toma de decisiones. Fuera del mundo desarrollado, históricamente, los puentes más comunes han sido entre naciones del sur con las del norte; la mayoría de los procesos de acercamiento institucional entre naciones en desarrollo han sido poco fructíferos, pero esa no es razón para obviarlos.

La oportunidad de crear vínculos institucionales entre las naciones de América Latina y África constituye un vehículo promisorio para desarrollar mercados mutuos, complementar procesos productivos, generar economías de escala y, sobre todo, fortalecer procesos internos de institucionalización política. Una noción como ésta hubiera sido impensable en el contexto de la guerra fría, pero hoy constituye el tipo de oportunidad que es imperativo experimentar.

Peter Drucker, un pensador europeo que se avecindó en Estados Unidos, lo dijo de manera por demás preclara: “La mejor manera de predecir el futuro es crearlo.”

* Ponencia presentada en el Congreso Internacional “Partenariado mundo Arabe-America Latína y el Caribe: Una Dinámica Renovada”.

** Presidente del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales

¿Cuál fue el error?

 Luis Rubio

Los mexicanos estamos hartos de la violencia, las matanzas, la extorsión, los secuestros, la falta de seguridad y la displicencia que al respecto manifiesta la autoridad. En eso hay un consenso casi absoluto y universal. Donde se divide -y polariza- la opinión es en qué hacer al respecto y, sobre todo, si Felipe Calderón cometió un error al atacar las bandas del crimen organizado. Para algunos, el verdadero problema fue creer que la inseguridad es un problema: hubiera sido mejor, dicen, negociar la paz con los criminales, dejarles su espacio y, con eso vivir en paz. Es decir, en esta lógica, el error fue “pegarle al avispero” porque eso provocó la violencia.

Detrás de la discusión sobre la seguridad pública yacen dos asuntos que con frecuencia se mezclan pero que son distintos: por un lado, la función del gobierno en materia de seguridad y, por otro, la estrategia que debe o puede seguirse para lograrla. O sea, lo primero es el objetivo al que debemos aspirar y lo segundo es cómo avanzar en esa dirección. Aunque la disputa respecto a la seguridad se centra en lo segundo, la realidad es que lo importante es lo primero. Quienes perciben que el problema fue “pegarle al avispero” no comprenden que fue la naturaleza del régimen político lo que hizo posible la paz en el pasado, además de que desprecian el pánico en que vive la ciudadanía.

Hay una enorme dosis de nostalgia en la noción de que se puede retornar a esa era mítica de paz y tranquilidad que funcionaba porque el gobierno “negociaba” con los criminales. Esa nostalgia, que alimenta el discurso de AMLO y ha sido la guía de acción del gobierno actual, parte de una premisa errónea: que la paz y estabilidad que efectivamente existía en los cincuenta o sesenta era producto de un sistema de seguridad efectivo, cuando en realidad la paz y seguridad que México vivió por algunas décadas fue más producto de controles autoritarios que de un sistema de seguridad sostenible. En pocas palabras, a menos que alguien crea que es deseable, o posible, reconstruir los cincuenta, no hay a donde regresar.

Si uno acepta que la función nodal de la existencia de un gobierno es la seguridad pública, entonces el gobierno mexicano (a todos niveles) ha sido un fracaso. En lugar de dedicarse a construir el andamiaje necesario para que la ciudadanía goce de tranquilidad en su vida cotidiana y la certeza de que sus familiares no serán vejados, robados, secuestrados, extorsionados o asesinados, el gobierno ha abdicado su responsabilidad: construye discursos e insulta a los críticos pero no resuelve el problema. Lo peor de todo es que ni siquiera reconoce que existe un problema.

Es en este contexto que debe evaluarse el actuar de Felipe Calderón en materia de seguridad. El gran mérito de Calderón fue que reconoció que el gobierno es responsable de la seguridad pública. Cualesquiera que hayan sido sus errores -de estrategia o de implementación- nada le resta el mérito de haber aceptado que el gobierno es responsable de la paz entre los ciudadanos. Esto no es algo menor.

Su estrategia, en esencia, consistió en construir una policía federal que se dedicaría a confrontar a las organizaciones criminales. Hay tres tipos de críticos a lo que hizo: unos, los ya mencionados, no ven un problema y creen que Calderón lo creó y por eso es responsable de la ola de muertes de la última década. La paradoja de esa crítica es que la ola de muertes comenzó a declinar al final de su sexenio, sugiriendo que al menos algo bueno estaba ocurriendo. La segunda crítica es que debió haber atacado las fuentes de dinero más que a los narcos mismos, o sea, un asunto de estrategia. Finalmente, el tercer grupo argumenta que todo se concentró en atacar a la criminalidad y no en construir la base de un nuevo sistema de seguridad.

Los expertos evaluarán las críticas, pero no hay duda que el legado relevante de Calderón es el haber reconocido la responsabilidad del Estado en esta materia. El reto ahora es construir un nuevo sistema de seguridad*.

Más allá de lo que se haya hecho o dejado de hacer en materia de seguridad en las décadas que siguieron al declive del autoritarismo, estamos muy lejos de llegar a un consenso sobre la naturaleza del problema, lo que nutre los mitos y prejuicios que pululan la discusión sobre lo que debe hacer el próximo gobierno. Muchos de los planteamientos existentes, desde el mando único hasta la legislación en materia de seguridad interior, responden a intereses o situaciones particulares que nada tienen que ver con el temor que aqueja a buena parte de la ciudadanía. El resultado es que tenemos una policía federal desquiciada y desanimada y ninguna visión o estrategia para construir seguridad de abajo hacia arriba, además de que quien ha sido responsable de la poca paz que hay -el ejército- está bajo ataque.

La falacia de los nostálgicos radica en su suposición de que la seguridad se puede imponer cuando en realidad se tiene que construir. Y esa construcción debe ser de abajo hacia arriba, con todo el apoyo de la policía federal y del ejército. Es decir, esas fuerzas deben enfocarse a hacer posible la construcción de capacidades policiacas y judiciales locales. Todo el resto es demagogia.

 

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Luis Rubio

14 Oct. 2018

Hacienda vs. la economía

Luis Rubio

 

El gran aprendizaje de las crisis de los setenta a noventa fue que la estabilidad económica depende de unas finanzas públicas equilibradas. Cada vez que se desquiciaban las cuentas fiscales, generalmente por un exceso de gasto que llevaba a un creciente endeudamiento público, el peso se devaluaba y toda la sociedad perdía. La mayor parte de los políticos de aquella era acabó reconociendo que no se podía jugar con las finanzas públicas. Lo que nunca se ha reconocido es que de esa premisa se dio un salto al vacío, creando una contradicción entre el interés fiscal y el crecimiento económico.

La estabilidad de la economía es una condición sine qua non para lograr un crecimiento sostenido y elevado que permita generar riqueza, empleos e ingresos. Esta fórmula no es novedosa ni excepcional, pero no porque sea sancionada por Perogrullo deja de ser cierta y, a la vez, más rara. Independientemente de la profundidad con que se hayan implementado las reformas que, desde los ochenta, ha experimentado el país, toda la actividad gubernamental se fue orientando a crear condiciones para que el crecimiento pudiera ser elevado: liberalización de importaciones, apertura energética, racionalización del marco regulatorio, etc.

Y, sin embargo, la tasa de crecimiento promedio sigue siendo un patético 2%. Aunque ese promedio esconde más de lo que dice (algunos estados -como Guanajuato, Querétaro y Aguascalientes- crecen a tasas casi asiáticas, en tanto que otros se mantienen, en el mejor de los casos, paralizados). Todos esos esfuerzos no se han traducido en un mejor desempeño, sobre todo de aquellas regiones y entidades que tienen una predisposición en contra del desarrollo, como han probado ser varias de las sureñas. La gran pregunta es qué es lo que ha generado este estado de cosas.

Mi hipótesis es que hay dos factores que inciden en crear esta circunstancia. Por un lado, a pesar de tantas reformas, el gobierno en su función de regulador y emisor de permisos, se ha convertido en un enorme lastre. Hay cada día más regulaciones, la burocracia crece, los requerimientos administrativos se multiplican, los inspectores hacen de las suyas, el pago de impuestos -y sus procedimientos- se complica cada vez más y, en general, la contraparte de las empresas en todo el proceso de obtención de permisos, pago de impuestos y cumplimiento de regulaciones y otras obligaciones, se ha convertido en una inmensa fuente de extorsión y corrupción. (Casi) no hay político que no haya generado sus ahorritos para la siguiente campaña electoral (o su bolsa), convirtiendo a su gestión en una fuente de extorsión para todo aquel que se atreva a tratar de construir una empresa, desarrollar una inversión o, algún ser superior no lo quiera, generar un poco de riqueza y empleos.

El otro factor que inicide en el pobre desempeño económico es macroeconómico y se resume en una línea: el interés hacendario (la estabilidad financiera) no ha sido compatible con el crecimiento de la economía. Específicamente, la forma en que se ha procurado asegurar un equilibrio en las cuentas fiscales no ha sido benigno para el crecimiento del ahorro y la inversión: en lugar de cancelar proyectos o programas inútiles, excesivos y con frecuencia contraproducentes, lo que se ha hecho es extraer más recursos de la sociedad. De esta forma, en lugar de lograr el equilibrio bajando el gasto, se ha logrado elevando el ingreso. Los impuestos acaban siendo no una forma de redistribuir el ingreso para generar una mayor equidad dentro de un contexto de acelerado crecimiento económico, sino una forma de preservar el statu quo, impidiendo que la economía crezca de manera significativa. Si a lo anterior sumamos la pésima calidad de las inversiones públicas y su baja rentabilidad, el gobierno constituye un lastre para la economía y no una fuente de crecimiento.

Detrás de esta perversidad yace la realidad del sistema político del país: los profesionales de la economía -exceptuando esos que se han creido políticos y se han dedicado a utilizar los instrumentos hacendarios para avanzar sus propias aspiraciones políticas via gasto y endeudamiento- han actuado dentro de los límites que imponen las circunstancias de su entorno. Por su parte, los políticos han vivido para sí mismos -para sus privilegios, prebendas e intereses- y han contado con el suficiente poder para preservarlos y nutrirlos de manera sistemática, independientemente del costo para el resto de la población. En este contexto, los profesionales de la economía, a quienes hace años se les denominaba, de manera peyorativa, tecnócratas, han actuado para preservar la estabilidad y sólo lograron mejorar las condiciones económicas cuando así les permitieron las circunstancias políticas.

De esta manera, el interés burocrático y hacendario choca con el interés del desarrollo económico. La población ha experimentado un menor crecimiento -y peores oportunidades de desarrollo- porque ha ganado el interés burocrático -la extorsión y la corrupción que padece el país de manera cotidiana- y el interés hacendario: más impuestos y mayor complicación para funcionar. Un cambio de gobierno y de paradigma como el que viene bien podría comenzar por aquí.

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 07 oct 2018

 

Desarrollo

Luis Rubio

 

Algo evidentemente falló. La idea era que el país haría suyas un conjunto de estrategias y reformas económicas y que, en un tiempo razonable, la economía del país se transformaría y, con ello, se avanzaría decididamente hacia el desarrollo. Aunque hoy se critiquen mucho las reformas de las últimas décadas, es indispensable entender qué ocurrió y por qué los resultados acabaron siendo inferiores a lo deseado y prometido.

Lo primero es situarse en el contexto del viejo sistema político, en la era del PRI duro en que el presidente era todopoderoso y su capacidad para imponer su voluntad elevadísima. Las reformas se iniciaron en los ochenta cuando el país se encontraba virtualmente en la bancarrota (esa sí de verdad, con incapacidad de pagar nada) y todo lo intentado hasta entonces había fracasado. Los presidentes de los setenta habían cambiado de rumbo, contratando deuda al por mayor, sin lograr nada relevante: aunque la economía creció, la productividad se estancó y, cuando cayeron los precios del petróleo, las finanzas gubernamentales se colapsaron como el castillo de naipes que de hecho eran.

Las reformas se concibieron para forzar a los agentes económicos a elevar sus niveles de productividad, ser más competitivos, reducir los precios y generar un entorno de crecimiento que, poco a poco, fuera sumando al conjunto de la población. El esquema tenía sentido y era similar al que había seguido una caterva de países exitosos. Sin embargo, los errores y excepciones que lo acompañaron acabaron siendo perniciosos para el logro de altas tasas de crecimiento.

Un error evidente desde el comienzo fue que la liberalización que tuvo lugar (de inversión, importaciones, regulaciones y exportaciones) fue limitada por razones políticas: los gobiernos que enarbolaron las reformas se rehusaron a afectar a intereses políticamente relevantes en el mundo político, sindical y empresarial. De esta forma, quedaron protegidos los servicios, la energía y buena parte de la industria manufacturera. También, se impidió que creciera la red de gasoductos porque un grupo político era dueño de las pipas que distribuían el gas. En una palabra, las reformas estaban bien estructuradas en lo general, pero nunca se concibieron como un proyecto transformador, sino, en la práctica, como un remedio parcial, un parche.

Una parte de la economía y de la sociedad experimentaron enormes beneficios, pero otra se rezagó. El contrastante desempeño de diversos estados es más que sugerente. Por otro lado, la implementación de las reformas coincidió en el tiempo con el creciente desgaste, y eventual colapso, de buena parte de la estructura de gobierno y de seguridad que existía. El viejo sistema lo centralizaba todo y, por algún tiempo, mantuvo la paz; sin embargo, se fue desgastando y nunca se preparó para construir la capacidad de gobernanza que requeriría el futuro. Al inicio del siglo, toda la estructura se colapsó, dándole un golpe mortal a infinidad de familias que, en el proceso, perdieron hijos, padres, hermanos en el altar del crimen organizado y el narcotráfico.

El problema económico no es igual al de la capacidad de gobierno: tienen orígenes distintos y dinámicas diferentes, pero inevitablemente se retroalimentan. Pero dos cosas son inobjetables: primero, a pesar de que contamos con una economía cada vez más robusta, el desempeño económico ha sido insuficiente para incorporar al conjunto de la población. En segundo lugar, el problema político y su manifestación en la forma de criminalidad y violencia ni siquiera ha comenzado a encararse.

Santiago Levy* acaba de publicar un excelente libro que explica mucho de lo que falló: no es que estuviesen mal las reformas, sino que no se reformó todo lo que era necesario. Específicamente, faltó una estrategia de inclusión social que permitiese tanto sumar al conjunto de la población como elevar la productividad para toda la economía. Como quedaron las cosas, le productividad se elevó de manera espectacular en el sector moderno, pero la mayoría de la población se quedó atorada en una economía informal, improductiva, incierta y sin futuro. La propuesta de Levy reside en crear mecanismos que incentiven la formalización y eleven la productividad a través de una estrategia de política social que no haga recaer los costos de la formalización en microempresas. La propuesta es ambiciosa y compleja pero, viniendo de uno de los autores originales de las reformas, invaluable.

Por su parte Jesús Villaseñor**, por décadas forjador y operador de algunos de los principales bancos de desarrollo, argumenta que la banca de desarrollo es un elemento potencialmente central del progreso económico pero que los cambios sexenales, ocurrencias y errores acaban mermando su potencial y disminuyendo su impacto. Un libro con extraordinarias anécdotas, muestra no sólo la importancia de una banca de desarrollo institucionalizada y protegida de los cambios políticos, sino lo indispensable que es un cuerpo técnico capaz de conducir estos esfuerzos.

León Felipe, el poeta, entendió muy bien lo importante: “Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo, porque no es lo que importa llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo.”

 

*Esfuerzos mal recompensados: la elusiva búsqueda de la prosperidad en México
**El fin de la banca de desarrollo: institucionalizarse o morir

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México y China

Luis Rubio

 

Luego de cuatro décadas de extraordinaria transformación, nadie puede dudar de las enormes ambiciones de China como potencia mundial, ahora asistida por el repliegue que Trump ha iniciado, dejándole un campo fértil para su expansión política y estratégica, además de económica. Napoleón así lo entendió desde 1817 cuando afirmó, desde su «estancia» en la isla de Santa Elena, que «China es un gigante dormido… Hay que dejarla dormir, porque cuando despierte moverá al mundo.» China ha despertado y su presencia en el mundo se hace sentir tanto en el impactante proyecto logístico que está construyendo en Asia y África como en su evidente aspiración por recobrar su importancia como potencia mundial. La pregunta para México es si existe un espacio viable de interacción.

México se encuentra localizado en una zona geopolítica distante a la de China, lo que ha condicionado mucho del devenir de la relación bilateral. La paradoja ahora es que la actitud norteamericana genera un incentivo mutuo para explorar alternativas comunes. El atractivo es evidente, pero la complejidad no es menor: por un lado, a pesar de la enorme transformación que ha experimentado la nación asiática, las distorsiones económicas que la caracterizan no son menores y, en contraste con la relación complementaria con Europa o EUA, competimos con ellos en un sinnúmero de sectores (que alegan que en China no se opera bajo reglas convencionales). Por otra parte, la circunstancia geopolítica no es simple, como demostró el fallido proyecto de tren rápido a Querétaro.

Nada cambiará nuestra geografía, pero la realidad política de nuestra región obliga a la diversificación que siempre se ha planteado pero nunca se ha conseguido (algo no distinto a Canadá). Desde esta perspectiva, China constituye un ejemplo y un desafío, un problema y una solución, todo al mismo tiempo. A pesar de sus propios dilemas estructurales, que no son pocos ni fáciles de resolver, China se ha convertido en el principal motor de crecimiento del mundo y un imponente competidor en cada vez más sectores y actividades.

En este contexto, no es casualidad que China y la potencial relación con esa nación, desate pasiones: para unos es un país que no se conforma a regla alguna, en tanto que para otros constituye una alternativa estratégica. Ambas cosas pueden ser ciertas y sería una de las muchas contradicciones con que sería necesario lidiar. Su sistema político se parece más al que nos caracterizó a lo largo del siglo XX que al que (supuestamente) aspiramos a crear por la vía democrática y, sin embargo, muchos lo admiran precisamente porque su gobierno tiene una impactante capacidad para imponer cambios estructurales y forzar la transformación de sectores, regiones y actividades. Es decir, una eventual profundización de la relación con China entrañaría una necesaria introspección en México sobre valores que, al menos en la retórica cotidiana, se han convertido en clave, como corrupción, transparencia y pesos y contrapesos, ninguno de los cuales son parte del menú chino. En este contexto, cualquier presunción de interacción requeriría definiciones internas muy claras y precisas.*

Mi impresión es que las pasiones que desata esa nación se explican sobre todo por la falta de comprensión de lo que es China y cómo se mueve, situación que es prácticamente universal: un país sumamente controlado, con instituciones autoritarias y, aunque hay muchas fuentes informales de información, su criterio en la conducción de sus asuntos, igual económicos que políticos, es político y estratégico. Nada de esto es sorprendente, pero se trata de un país difícil de conocer y al que, en general, México le ha dedicado muy poca atención.

China es una fuente de referencia inexorable con la que hay que establecer contacto, pero éste es inconcebible con una nación tan centralizada y estratégica sin una visión comparable, algo inusual, por no decir inexistente (hasta hoy), en nuestro contexto. Además, aunque los contactos que se establezcan sean políticos (allá todo es política), la articulación será, en la mayoría de los casos, a través de empresas privadas (al menos de nuestro lado), lo que obligaría al gobierno mexicano a definir cómo actuaría frente a situaciones complejas: cuando las condiciones de operación no sean equitativas o cuando las fuentes de competitividad sean de origen político. En una palabra, cómo va a tomar la iniciativa la parte mexicana y no dejar que la conducción sea toda del otro lado. Pocos países exhiben tal complejidad.

Lo que he aprendido de China a lo largo de los años, y de escuchar y leer a expertos diversos, es que tenemos que ser realistas en lo que es posible de esa relación y mantener claro que se trata de una conexión triangular en la que no tenemos todos los elementos del juego porque nuestra realidad geopolítica entraña condicionantes que no podemos saltar. Mucho más importante, con Trump o sin Trump, la integración de nuestra industria está ocurriendo y nada va a modificar ese patrón, aunque el ritmo pudiera variar. También, no es imposible que, tarde o temprano, acabemos concluyendo que lidiar con los americanos, incluso con Trump, es cosa de niños comparado con el dragón oriental.

*COMEXI propone algunas ideas: http://www.consejomexicano.org/?s=contenido&id=3649

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23 Sep. 2018

Esencia de democracia

Luis Rubio

En la «esquina de los oradores,» en el Hyde Park de Londres, sucede algo muy peculiar cada domingo: unas cuantas personas se suben a un banquito y comienzan a despotricar contra el gobierno, la reina, la Unión Europea, Trump y cualquier otro blanco que se les pueda ocurrir. La clave es el banquito, que remueve a la persona que injuria del suelo inglés: eso permite, en la tradición británica, que se ejerza una plena libertad de expresión sin que haya reglas complejas al respecto. O sea, lo opuesto a nuestro estilo legislativo en que se busca controlar y regular todo (pienso en lo electoral), pretendiendo que eso nos hace una democracia cabal.

En lugar de regulaciones, los ingleses tienen tradiciones: desde la peluca que se ponen los jueces para asumir el papel de autoridad independiente, separada de lo personal, hasta la inexistencia de una constitución escrita, a pesar de que continuamente se refieren a su constitución. La explicación radica en la historia: mientras que nuestra democracia es algo reciente, la inglesa comenzó con la publicación de la Magna Carta en 1215. Eso ha generado una larga historia de prácticas que trascienden a la ley pero que todo mundo respeta porque se entienden como la esencia de la vida en sociedad y, por lo tanto, de la civilización.

La mayoría de las naciones democráticas no goza de la larga historia de democracia del Reino Unido, pero ha logrado un estadio similar porque ha hecho suyas las prácticas -por escrito o en la acción cotidiana- que las hacen democráticas. Cuando Felipe González asciende la presidencia del gobierno español en 1982, la escasa tradición democrática de esa nación se remontaba a unos cuantos años extraordinariamente convulsos de las dos eras republicanas a finales del siglo XIX y en los treinta del XX, seguidos de una férrea dictadura franquista. Al entrar al gobierno, Felipe González comprende que la mitad de la población está eufórica con su triunfo, pero que la otra está aterrorizada. Su respuesta fue fortalecer las garantías y contrapesos inherentes al Estado de derecho; contener a sus radicales; y mudar su oficina del partido a la sede del gobierno. Su objetivo fue crear condiciones de gobernabilidad con el reconocimiento, si no el apoyo decidido, de la totalidad de la población. Su éxito en sedimentar la transformación de España habla por sí mismo.

El contraste con México difícilmente podría ser mayor. En lugar de asumir la nueva era democrática en la que, desde al menos los noventa, hemos incurrido en términos legislativos (aunque la primera reforma política se remonta a 1958), la evolución política del país en las últimas décadas ha sido renuente, caprichuda y con frecuentes reversiones. Los políticos mexicanos, de todos los partidos, han preferido ser parte del juego que cambiar la realidad. Un político «ancestral» una vez me dijo que lo importante no es si el vaso está medio lleno o medio vacío, sino estar dentro del vaso. Con esa profunda filosofía nos han pretendido gobernar.

La gran carencia de México radica en la inexistencia de un gobierno funcional, pero éste no se puede construir porque no existe esa visión de Estado, esa disposición a construir un futuro en lugar de preservar el pasado. Y eso es igual para las personas y los partidos: lo importante no son las instituciones sino estar dentro de ellas para poder explotarlas para intereses propios y de los allegados. El comportamiento de los contingentes de Morena en el Congreso en las pasadas semanas no augura nada mejor.

En este contexto, no es casualidad que la esencia de la vida político-legislativa consista en comprar tiempo y hacer concesiones como táctica para que nada cambie. Independientemente de sus virtudes y defectos, legislaciones como aquellas en materia de corrupción y de la fiscalía general del Estado, son ejemplos perfectos de un proceder legislativo dedicado a construir apariencias que no cambian la esencia, algo así como las villas que Potemkin le construyera al zar para que creyera que todo funcionaba perfecto. El modus operandi tradicional no se rige por reglas democráticas o de rendición de cuentas, porque lo que importa es apegarse al dictum de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual.

El problema hoy es que la incredulidad ya no da para tanta simulación, lo que explica buena parte del resultado de la elección presidencial y le crea una enorme oportunidad al nuevo gobierno. La administración saliente padece el escarnio de toda la población, resultado de sus propias acciones, pero también de toda una tradición política que concibe al gobierno como un espacio para expoliar. El presidente electo ha ofrecido un cambio, una transformación, que altere la vida política del país. El tiempo dirá si el espejo retrovisor da para ello.

Los mexicanos estamos cosechando lo que nuestros políticos sembraron a lo largo del tiempo y que no han querido practicar: una forma civilizada de acceder al poder y ejercerlo de similar forma, en el gobierno y en la oposición. La nueva realidad del poder le ofrece una gran oportunidad no sólo al nuevo gobierno, sino sobre todo a las oposiciones: que se asuman como el contrapeso que les corresponde. Como ilustra Felipe González, la esencia no radica en las leyes, sino en la disposición a crear una nueva civilización. La contundencia del resultado electoral crea una oportunidad no sólo para el próximo gobierno, sino para todo el país: practicar más y regular menos, eso que hacen las naciones civilizadas que por eso son democráticas. Y gobernables.

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16 Sep. 2018