Falsas premisas

Luis Rubio
A la memoria de Manuel Medina Mora

Las calles están limpias, el turismo ha crecido de manera explosiva, los comerciantes parecen felices y los hoteles están llenos. Oaxaca parece finalmente haber roto con sus impedimentos históricos y disfruta de un nuevo momento de paz y crecimiento. Si sólo fuera tan fácil. Lo único que ha cambiado es que los gobiernos federal y estatal le han concedido todo a la Coordinadora de Maestros, la famosa CNTE, con lo que desaparecieron los bloqueos: los (supuestos) maestros le concedieron a la ciudadanía la gracia de vivir de manera normal, al menos hasta que comience la nueva ronda de demandas, amenazas y extorsiones. Todo lo cual impide el crecimiento.

La discusión respecto al crecimiento económico es permanente y se ameniza con discursos políticos que no atienden las causas del fenómeno  y que se exacerban cuando la tasa de crecimiento es menor. Pero el problema de fondo nunca acaba por resolverse. En el curso de las décadas se han emprendido diversas estrategias para enfrentar esta ausencia y se ha avanzado en algunos planos, pero ni siquiera se ha llegado a un consenso sobre la causa última de una tasa promedio tan baja, al grado en que, en lugar de buscar elevarla, se festina el que no haya recesión.

El primer gran problema para llegar a un diagnóstico que todo mundo comparta es lo que ocurrió en los setenta, pues ahí yace el corazón de la disputa política. En esa década, la economía creció cerca del 8% anual y ese es el recuerdo que los críticos de las reformas posteriores guardan en su memoria y por lo cual siempre proponen retornar a esa era. Ahora, con AMLO, sienten que llegó el momento de recuperar ese momento idílico.

Hay dos problemas con ese recuerdo: uno es que es falso y el otro que es irrepetible. Lo falso radica en que no se puede aislar el periodo en que efectivamente hubo un alto ritmo de crecimiento de las consecuencias que siguieron, pues la gasolina que impulsó ese crecimiento fue la combinación de una deuda externa creciente, la expectativa de ascensos permanentes en el precio del petróleo y un gasto público exacerbado. Si uno toma no sólo los setenta sino los setenta y los ochenta juntos, la fotografía acaba siendo muy distinta: en los ochenta se tuvo que pagar el exceso de los setenta en la forma de una recesión permanente y niveles extremos de inflación. Esa era es irrepetible porque fue un momento único en que se conjuntaron circunstancias excepcionales que acabaron arrojando un patético crecimiento promedio y cada vez mayor conflictividad social.

En segundo lugar, el problema no radica en la falta de crecimiento, sino en la falta de crecimiento generalizado: cuando uno se apersona en Querétaro o Aguascalientes, resulta de inmediato evidente que eso de bajo crecimiento es ridículo; lo contrario es cierto en Oaxaca o Guerrero. Entonces, el problema no es que el crecimiento sea bajo, sino que algo diferencia a los estados del norte de los del sur.

En tercer lugar, la propensión permanente a modificar las reglas del juego en un país en que el presidente (o la autoridad en general) tiene un poder desmedido, crea un entorno de desconfianza interminable. Esa fue la razón por la cual se procuró el TLC norteamericano: para crear un espacio en que las reglas fuesen permanentes y confiables y es buena parte de la razón por la cual el norte crece con celeridad.

Santiago Levy lleva años argumentando que la economía informal es la gran lacra del país porque impide que las empresas crezcan y se desarrollen y ha propuesto una serie de medidas para disminuir la carga fiscal y facilitar su formalización. El planteamiento tiene sentido, toda vez que si uno compara la recaudación fiscal de quienes se encuentran en la economía formal respecto al PIB, la carga impositiva no es muy distinta a la del mundo desarrollado: el problema claramente se encuentra en la enorme dimensión de la economía informal y los mecanismos que la promueven.

El ejemplo de Oaxaca sugiere otra explicación (adicional) al problema del crecimiento. Luis de la Calle lo resume con toda elocuencia: “La prevalencia de la extorsión en el país se ha convertido en uno de los principales frenos al crecimiento de las micro y pequeñas empresas, muchas de las cuales se ven obligadas a no crecer y a permanecer en la informalidad, donde la extorsión tiende a ser centralizada y conocida. Esto implica que no tienen un incentivo para invertir, crecer, explorar nuevos mercados y productos, expandirse fuera de sus mercados locales y menos para contratar un número creciente de empleados… Más aún, las probabilidades de extorsión aumentan con el éxito de las pequeñas empresas.”

La realidad es que no es muy difícil dilucidar la causa del estancamiento económico, pero estamos encarrilándonos, una vez más, en la dirección equivocada. El gobierno actual está exacerbando la incertidumbre para la inversión en un momento en que el TLC está en la tablita y cree que con un gran estímulo fiscal todo va a cambiar. Sería mejor que ataque las causas de la extorsión y la informalidad porque ahí yace el corazón del problema estructural que impide el crecimiento. También ayudaría fortalecer, en lugar de destruir, a las instituciones que generan confianza, pero eso ya sería mucho pedir.

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Luis Rubio

11 Ago. 2019

Perspectivas y retrospectivas

Luis Rubio

Sobre lo único que no hay disputa es que el presidente está avanzando aceleradamente hacia una creciente concentración del poder. Cada paso que da y cada decisión que toma tiende a eliminar competencia, disminuir o neutralizar contrapesos y cancelar todas las fuentes de independencia que puede. El objetivo manifiesto es controlar para resolver los problemas que el país ha venido experimentando con presidencias débiles que fueron incapaces de restablecer el orden y promover el crecimiento de la economía. En una palabra, recrear los sesenta.

Décadas de observar el funcionamiento del sistema político me han llevado a dos conclusiones sobre sus pilares fundamentales y, por ende, sobre la viabilidad del proyecto de concentración de poder.

En primer lugar, no cabe ni la menor duda que en toda la era independiente del país sólo ha habido dos periodos en que la economía creció con celeridad y la sociedad vivió años de paz y estabilidad. El primero fue el del porfiriato que, después de décadas de conflictos y levantamientos, el gobierno fundamentó un orden que permitió atraer inversiones, construir ferrocarriles y darle un fuerte impulso a la economía. El segundo periodo fue el de la etapa postrevolucionaria, especialmente los años del desarrollo estabilizador, en que la economía creció de manera inusitada, el país experimentó una rápida urbanización y el crecimiento de la clase media. El común denominador fue un gobierno fuerte que no permitía disidencia e imponía orden. No es difícil identificar en esos logros un poderoso imán para la imaginación de un gobernante que sueña con lograr la tercera era de paz y estabilidad.

El problema de mirar nostálgicamente hacia el pasado es que permite aislar los logros de los fracasos o los avances de sus consecuencias. El porfiriato se colapsó por razones biológicas porque todo dependía de un individuo que empujaba y controlaba, negociaba y gobernaba, pero que inexorablemente tenía un fin. Incluso sin revolución, el porfiriato vivía contradicciones que difícilmente hubieran sobrevivido al caudillo. El fin del PRI duro fue producto no de la falta de institucionalidad sino de su cerrazón y autoritarismo, que negaba cualquier flexibilidad para ajustar el modelo cuando sus soportes comenzaron a hacer agua, a la vez que cegaba a sus líderes respecto al desarrollo de la sociedad, producto, irónicamente, del éxito de su gestión. Al igual que el porfiriato, la naturaleza del sistema le impedía transformarse y no hay razón para pensar que una nueva era de férreo control presidencial vaya a ser distinta. Los problemas que hoy experimentan los priistas en su intento por recrearse se derivan de lo mismo.

En segundo lugar, tenemos una profunda propensión a desperdiciar oportunidades, quizá por el bajo calado de la democracia mexicana y sus profundos sesgos autoritarios. Aunque se resolvió (casi) el problema de acceso al poder, estamos lejos de haber construido el andamiaje institucional que le dé protección a la ciudadanía, arraigue de manera profunda la participación ciudadana en una sociedad tan dispersa y desigual y obligue a la autoridad a ser transparente y rinda cuentas efectivas de sus actos. El mero hecho que el presidente pueda barrer con los incipientes contrapesos sin costo alguno lo dice todo.

Pero el problema de fondo es que el poder, por vasto que sea, no garantiza un resultado benigno. En los ochenta y noventa, gracias al maridaje del PRI y la presidencia y al autoritarismo que le era inherente, con una presidencia infinitamente más poderosa a la que siguió, el gobierno fue incapaz de llevar a cabo el cambio integral que su propio proyecto proponía. Se hicieron reformas incompletas, muchas veces a modo, que se tradujeron en una gran desazón, por la cual ahora estamos pagando el costo. Un ejemplo lo dice todo: para la privatización de Telmex hubo dos proyectos de título de concesión, uno que valía cuatro veces más que el otro; el primero garantizaba el fin inmediato del monopolio y la apertura a la competencia, en tanto que el segundo preservaba el monopolio. El crecimiento económico requería lo primero; el interés hacendario aseguró lo segundo. Nada es gratuito.

Al inicio de este siglo, Fox volvió a desperdiciar la enorme oportunidad que su elección había creado. A la dilución del poder presidencial se sumó la incompetencia y frivolidad del personaje, quien hasta la fecha no ha podido comprender su responsabilidad histórica. ¿La tercera -o 4T- será la vencida?

El problema trasciende las características de las personas porque refleja una debilidad estructural de la política mexicana que no se resuelve con la reconstrucción de la presidencia imperial.

AMLO goza de un enorme apoyo popular, mayor al de Fox en su momento, pero igualmente volátil. Si algo enseña la historia nacional es que los grandes estadistas que hoy así se reconocen lo fueron por haber trascendido las escaramuzas del momento y construido una nueva plataforma de realidad. Ninguno de ellos -Juárez, Madero, Cárdenas- sabía de antemano que sería estadista: simplemente construyeron un nuevo futuro. Todo lo cual muestra la futilidad de intentar recrear un pasado irrepetible, cuando lo que se requiere es un nuevo futuro.

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Perspectivas y retrospectivas

 

 

Luis Rubio

04 Ago. 2019

El legado de un banquero libre y ecléctico

Luis Rubio

Don Agustín Legorreta Chauvet fue un hombre de Estado. Rasgo raro en un líder empresarial –en su caso, banquero–, tuvo siempre claridad sobre la importancia de privilegiar a México y a sus instituciones por encima de todo. Bisnieto del primer Agustín Legorreta que encabezó el entonces llamado Banco Nacional de México, Agustín Legorreta Chauvet se formó en Francia y lideró a Banamex hasta su expropiación en 1982. Su principal legado en el banco fue su institucionalización y modernización, acorde con la liberalización financiera que comenzó a experimentar el país y el mundo desde el inicio de los años 80. Creó la banca internacional y enfocó al banco hacia el futuro, convirtiéndolo en la institución financiera por excelencia.

Como banquero, Legorreta participó en la industrialización de México y fue protagonista en el empleo de capital semilla para el desarrollo de una gran diversidad de empresas. Como líder empresarial fue presidente del Tecnológico de Monterrey en la Ciudad de México y promovió innumerables iniciativas educativas, todas ellas orientadas a fortalecer la actividad empresarial en México y a contribuir al acelerado desarrollo del país. Hombre optimista por naturaleza, defendió la estrategia de desarrollo del país, cultivó relaciones alrededor del mundo y creó instituciones dedicadas al financiamiento del país en Londres, Nueva York y Asia. La expropiación de los bancos en 1982 truncó su carrera profesional pero no lo derrotó como líder empresarial.

Ecléctico y libre de dogmas tradicionales, fue igual presidente de la Asociación de Banqueros y del Consejo Coordinador Empresarial, pero también miembro fundador del Partido Democracia Social, encabezado por Gilberto Rincón Gallardo, y candidato a senador por esa organización política.

Al final de los 70 comenzó a preocuparse por los riesgos financieros en que incurría el país con una deuda externa creciente, gasto público desbordado y un gobierno sin derrotero. Su respuesta no fue la de abstraerse de la realidad sino, típico de él, buscó una forma de contribuir al restablecimiento del orden financiero con miras hacia el futuro. En 1980 promovió la creación del Instituto de Banca y Finanzas como un medio para avanzar la educación de los más altos ejecutivos del sector financiero público, privado, industrial y bancario, a fin de generar comunicación y entendimiento entre sus múltiples participantes. La inspiración venía de su experiencia en la Escuela Nacional de Administración de París, la institución que por décadas había permitido no sólo la más alta calidad de educación financiera en Francia, sino también la construcción de generaciones de expertos financieros dedicados al desarrollo de su país en los más diversos ámbitos de la economía.

El llamado Ibafin nació en 1980 bajo los auspicios de Banamex y comenzó operaciones en 1981, teniendo un impacto muy rápido sobre el desarrollo del sector. La institución duró poco debido a la expropiación de los bancos en 1982, pero Agustín Legorreta no se dio por vencido y, con los recursos que ahí habían quedado, apoyó la creación del Centro de Investigación para el Desarrollo, AC (CIDAC), como una institución independiente con un consejo representativo del México de la época, con líderes políticos, académicos, empresariales y sindicales en su seno.

CIDAC se desarrolló como un think tank independiente por casi cuatro décadas, hasta que se fusionó con México Evalúa, aportándole a esta institución sus recursos para continuar el legado que Legorreta, con apoyo de los antiguos integrantes de aquella entidad bancaria, había iniciado.

Un día, cuando el proceso de fusión CIDAC-México Evalúa comenzaba a cobrar forma, don Agustín se enteró de que algo ocurría en la institución que había promovido y, decidido como era, de inmediato se apersonó en las instalaciones de la institución. Tan pronto supo que la directora de la institución sería Edna Jaime, esbozó la cálida sonrisa que le caracterizaba y dijo: “Con esto el legado queda completo.”

 

https://www.mexicoevalua.org/2019/07/30/legado-banquero-libre-eclectico/

 

El dilema de 2019

Luis Rubio

El electorado mexicano le quitó la máscara a la narrativa dominante y al establishment y eligió al candidato que prometía cambiar los vectores de la política y la economía del país. Desde la elección, pero particularmente desde el 1ero de septiembre en que el Congreso entró en funciones, los contingentes morenistas y sus aliados se han comportado más como una fuerza de choque que quiere alterar el orden establecido sin que medien procedimientos formales o negociaciones, que como un grupo parlamentario institucional. La lógica detrás de este modo de proceder responde a la concepción de que llegaron al poder independientemente de las elecciones: en lugar de haber ganado, se les reconoció su triunfo. Es decir, hay un enorme ánimo revanchista, un encono soterrado en muchos de los actores clave de la coalición de Morena. La gran pregunta para el futuro es si López Obrador secundará esta concepción o si asumirá la presidencia como un estadista responsable ante la totalidad del electorado.

El contraste entre los dos escenarios es evidentemente radical. En el primer caso estaríamos hablando de un gobierno que viene no sólo a gobernar a su modo, sino a cambiar el orden establecido y las instituciones que lo sostienen de una manera integral y drástica, incluso violenta. Es decir, la vieja idea revolucionaria que procura el fin de un régimen y el comienzo de otro sin que medie un proceso institucional. De manera alternativa, López Obrador podría apegarse a todos los reglamentos institucionales para dar cabida a su agenda de cambio sumando al resto de la población, como ocurrió en la España post-Franco. Un camino así tiene la virtud de hacer más permanentes los cambios a los que se llegue.

España ilustra el contraste entre estos dos modos de proceder. Al momento en que muere Francisco Franco, el pueblo español quería un nuevo régimen. Para los políticos, la interrogante era cómo dar ese paso: una posibilidad era romper con el régimen franquista, entrando en un entorno de absoluta incertidumbre; la alternativa era aceptar el régimen institucional vigente, así fuese detestado por la mayoría de las fuerzas y partidos políticos, mientras se construía un nuevo andamiaje legal e institucional. En este sentido, los pactos de La Moncloa no acordaron “el qué” sino “el cómo”. El tema en la agenda en aquel momento era relativo a precios y salarios, asuntos cruciales, pero de menor trascendencia política. La trascendencia de aquella reunión en particular tuvo que ver precisamente con lo que en México no hemos logrado: acuerdos de procedimiento.

De manera similar, López Obrador tiene que definir si va por el camino institucional como hizo Adolfo Suárez, lo que lo elevó al nivel de un estadista trascendental, o por el camino de la imposición radical, clásica de un proyecto radical o revolucionario.

No me cabe duda de que López Obrador muy pronto se encontrará con que muchos de sus planteamientos son inviables o extraordinariamente destructivos y, por lo tanto, contraproducentes respecto a su propia visión para el futuro del país. Su decisión respecto al aeropuerto de la ciudad de México sirve de ventana para observar los potenciales costos de realizar acciones que tienen más ángulos relevantes de los que podría parecer a primera vista. En este caso, el aeropuerto tiene no sólo unos cuantos contratistas de por medio –para los cuales López Obrador aseguró que habría compensación- sino miles de tenedores de bonos en los mercados financieros internacionales, proveedores nacionales y extranjeros y toda clase de actores clave para el proyecto. Al cerrar la puerta, López Obrador envió la señal de que nunca se apegará a las reglas existentes y que, por lo tanto, ninguna inversión goza de certidumbre. El costo inmediato se pudo ver en acciones por parte de las calificadoras de crédito y el tipo de cambio, pero el costo potencialmente incontenible vendrá después: cuando los inversionistas potenciales incorporen en su proceso de decisión sobre si invertir un cálculo respecto al riesgo de perder su inversión por la forma de proceder del gobierno. En contraste con contratistas y constructores, los empresarios e inversionistas tienen, por necesidad, que ver un horizonte de más largo plazo.

El punto de todo esto es que López Obrador tiene una decisión fundamental que tomar respecto a la forma en que actuará como presidente: será un activista social o un estadista. Si es lo primero, la decisión sobre el aeropuerto ya marca una pauta; si es lo segundo, todavía es tiempo de establecer un nuevo patrón de comportamiento, como ha ocurrido en instancias como la de la CONAGO. Me parece claro que, para él, un cambio en este sentido sería sumamente difícil por su profunda y arraigada convicción de que todo lo realizado a partir de los ochenta fue errado, y porque es un factor importante para las bases que lo han apoyado frente a viento y marea, las cuales por eso frecuentemente corean que “es un honor estar con López Obrador”. También me queda claro que le es mucho más importante lograr sus objetivos que apegarse a dogmas contraproducentes.

Fragmento del libro Fuera Máscaras: el fin del mundo de fantasía, que se puede descargar en:

https://www.wilsoncenter.org/sites/default/files/mi_190625_unmasked_spanish_v2.pdf

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Luis Rubio

28 Jul. 2019

Aguas turbulentas

Luis Rubio

Cuando el barco Andrea Gail zarpa del puerto de Gloucester en un acto desesperado por lograr la última gran pesca de la temporada, su capitán y tripulación no tenían ni la menor idea de lo que les esperaba en lo que acabó siendo conocido como la “Tormenta Perfecta”: todos los factores que podían salir mal se conjuntaron para producir un desastre de dimensiones inconmensurables. Algo así podría estarse cocinando en la relación México-Estados Unidos: quizá nadie lo esté buscando o deseando pero, poco a poco, se van acumulando elementos que, de no atenderse, podrían producir el tipo de choque que desde hace más de tres décadas parecía haberse eliminado del panorama.

Por casi un siglo, la relación entre las dos naciones vecinas varió entre violento a conflictivo a distante. La invasión norteamericana de 1846 cimbró a México, provocando una reacción nacionalista a la que algunos historiadores atribuyen el verdadero nacimiento de la mexicanidad. Las dos naciones experimentaron altibajos durante el periodo revolucionario, con crisis eventuales por la amenaza de no reconocimiento de un nuevo presidente mexicano, con todo lo que eso implicaba. Los gobiernos postrevolucionarios mantuvieron una relación distante, a la vez que promovían la unidad nacional empleando a la pérdida del territorio como instrumentos de cohesión interna. Todo esto era factible porque México tenía su mirada puesta al interior del país y sus lazos con el exterior eran importantes pero esencialmente simbólicos.

Las crisis financieras de los setenta y ochenta obligaron a replantear la política económica y eso conllevó a una redefinición de la relación con EUA. México comenzó a exportar cada vez más bienes al mercado norteamericano, lo que provocó conflictos comerciales: desde acusaciones de dumping hasta boicots al atún. Por primera vez desde la guerra de independencia, México comenzó a ver a su vecino como una fuente potencial de solución a sus problemas económicos. De la misma manera, Estados Unidos enfrentaba problemas cuya solución requería de la cooperación del gobierno mexicano. La interacción bilateral crecía, pero los problemas -viejos y nuevos (desde el cierre de los cruces fronterizos de Nixon hasta la muerte del agente de la DEA Enrique Camarena)- se multiplicaban. Ambas naciones acabaron por reconocer la necesidad de establecer mecanismos para una relación funcional.

Al final de los ochenta, Bush y Salinas acordaron un conjunto de principios, explícitos e implícitos, para el buen funcionamiento de la relación y para la solución –o, al menos, manejo- de los problemas que son inherentes a una interacción tan compleja, amplia y disímbola, además de asimétrica, como la de estos dos países. El corazón de ese acuerdo radicó en un principio seminal: aislar los problemas y lidiar con cada uno de ellos por separado. El objetivo era que, al no vincular o mezclar asuntos distintos, se le pudiera dar cauce y viabilidad a lo fundamental y cotidiano.

La mezcla de asuntos no vinculados (como drogas y comercio) producía crisis constantes y ánimos exacerbados. Al acordar la compartimentalización, los dos gobiernos se comprometían a atender cada asunto en su justa dimensión, evitando que las cosas más explosivas para la política interna –como la migración para EUA o las armas para México- impidieran el funcionamiento de las que se han tornado naturales, no conflictivas e inherentes a la vida entre dos vecinos, como el comercio fronterizo. El acuerdo de Houston en 1988 permitió darle celeridad a la relación bilateral y eventualmente llevó al TLC. Un gobierno tras otro desde entonces –de ambos lados- se apegó al principio establecido porque reconoció el valor de no contaminar asuntos y, sobre todo, el riesgo de hacerlo porque siempre se entendió que una buena relación era de interés mutuo.

Al romper la esencia de aquel entendido –por vincular migración con comercio-, Trump ha puesto en entredicho los cimientos de la relación bilateral. Ya no es sólo el hecho de atacar a México y a los mexicanos de manera retórica, sino de amenazar la viabilidad del principal motor de la economía mexicana (las exportaciones) y poner al gobierno de AMLO contra la pared en un asunto, el migratorio, que es particularmente sensible para su base política y su legitimidad.

A la fecha, el gobierno mexicano ha respondido de dos formas: por un lado, desde antes, había anunciado su decisión de revisar el esquema de cooperación en materia de seguridad (el llamado Plan Mérida); por el otro, ha aceptado, a regañadientes, los términos de las exigencias de Trump en cuanto a la migración centroamericana. Las dos vertientes son contradictorias y, tarde o temprano, generarán chispas.

Hasta ahora, la discusión dentro de EUA ha ignorado el provecho que ese país deriva de la cooperación de parte del gobierno mexicano en diversos asuntos de su interés y que constituyeron el incentivo para que ellos activamente promovieran el acuerdo de Houston hace treinta años. El riesgo ahora es que su actuar presione de tal forma a un gobierno que, de por sí, preferiría regresar a un distanciamiento, que acabe destruyendo lo que ha funcionado con eficacia por tanto tiempo, para beneficio de las dos naciones.

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Vicios a la Argentina

 

 Luis Rubio

Vicios a la Argentina

Luis Rubio

El riesgo de que México adquiera el vicio argentino de quedarse permanentemente atorado en un limbo de desempeño económico mediocre –peor al vivido en años recientes- con altibajos recurrentes y propensión a experimentar frecuentes crisis financieras es real y se eleva incrementa con las políticas que ha adoptado el gobierno actual. Las coincidencias comienzan a ser demasiadas para no ver el peligro que su consolidación podría implicar para el país y las generaciones de jóvenes que renovaron su esperanza con AMLO.

Tanto el peronismo como el morenismo son movimientos incluyentes, caracterizados por una enorme diversidad de adeptos y seguidores, pero con un elemento en común que es la férrea lealtad al jefe: todo se vale mientras esa lealtad sea inquebrantable. AMLO está substituyendo las pocas instituciones que existían en el país por estructuras personales de lealtad y sumisión, dos recetas para segura inestabilidad en el futuro. En lugar de consolidar los pocos avances institucionales que se habían logrado, se está avanzando hacia un proyecto donde las reglas que nos rigen son la voluntad de una sola persona, tal como sucedió en los años del kirchnerismo.

En segundo lugar, la estrategia de subsidio y generación de clientelas, que sigue el mismo patrón de subordinación, pero a una escala masiva, inexorablemente viene acompañado de la creación de nuevos derechos que, en el tiempo, se tornan difíciles, si no es que imposibles de revertir. La crisis fiscal argentina no es producto de la casualidad, sino de derechos adquiridos que luego se tornan en obligaciones que el gobierno tiene que sufragar con recursos cada vez más escasos. México ya de por sí avanza hacia una sociedad con un mayor número de adultos pensionados y menos nuevos jóvenes incorporándose a la fuerza de trabajo, a lo que ahora se sumará el costo de las huestes clientelares de AMLO.

En tercer lugar, las políticas adoptadas por los dos gobiernos de los Kirchner en Argentina sugieren el tipo de riesgos que la estrategia del nuevo gobierno mexicano va a endilgarle al país: la centralización de todos los programas sociales en la oficina presidencial. Los Kirchner hicieron algo muy similar con sus programas “bandera”: Asignación Universal por Hijo, Ingreso Social con Trabajo, Ellas Hacen, Plan Más y Mejor Trabajo, Prestación por Desempleo, El Plan de Finalización de Estudios Primarios y Secundarios (Fines), Argentina Trabaja y Emprendedores de nuestra tierra.

México ya había pasado por programas (y fracasos) clientelares como los anteriores, pero desde los noventa logró una cierta institucionalización de la política social, que ahora ha sido desmantelada a una velocidad que asombra. Peor, sorprende que ni los beneficiarios de programas como Prospera ni lo que queda de la oposición hayan levantado siquiera un dedo. En Argentina esos programas permitieron apabullar electoralmente a la oposición mientras duro la bonanza fiscal. La pregunta obligada es si AMLO navegará con esa facilidad de aquí a las elecciones de 2021 o si enfrentará al menos algo de resistencia. La pregunta ciudadana es obvia: si la población no defiende sus logros, no los merece.

Existen otras coincidencias que deberían preocupar por su efecto sobre la competencia política y en el menguado ambiente de negocios. Por ejemplo, el Programa de Jóvenes Construyendo El Futuro, un esquema muy similar al utilizado por el Kirchnerismo para atraer jóvenes al movimiento de La Cámpora, organización dedicada a movilizar jóvenes desocupados y con pocas alternativas en el mercado laboral. Este tipo de programas están diseñados para generar dependencia respecto al gobierno, mermando el desarrollo de una fuerza de trabajo guiada por criterios de mérito y productividad, cada vez más importantes en la era de la economía digital. Un ejército de jóvenes permanentemente movilizados sirve para fines electorales pero destruye el futuro económico de un país.

Cuando el presidente dice que su objetivo es subordinar las decisiones económicas a las políticas, ahora consolidado con la renuncia del secretario de Hacienda, ratifica que está dispuesto a ir contra las fuerzas más poderosas de nuestra era: los mercados financieros. Cuando Bill Clinton contendió por la presidencia, su principal asesor político, James Carville, de golpe entendió que el mundo había cambiado: “yo solía pensar que, si hubiera reencarnación, quisiera retornar como el presidente o el Papa… Ahora quisiera regresar como un operador de los mercados de bonos. Esos intimidan a cualquiera.” AMLO también cree que seguimos en los ochenta…

El ejemplo argentino es por demás sugerente porque es el tipo de programa que AMLO y sus seguidores ven como deseables. La desaparición de (casi) toda capacidad técnica en el gobierno permite implementar programas costosos sin medir consecuencia alguna, además de que provee incentivos para adoptar políticas cuyo efecto de mediano y largo plazos siempre acaba siendo devastador, como controles de precios, la nacionalización de fondos de pensiones y el empleo de herramientas como encaje legal y cajones de inversión a bancos. Algunos morenistas salivan por este tipo de mecanismos. No tienen idea de la destrucción que implican.

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14 Jul. 2019

Ya son gobierno

Luis Rubio

Todos los gobiernos culpan a sus predecesores de los males que encuentran o con los que no pueden lidiar. En esto no hay novedad alguna: el problema no es mío, sino de mi predecesor. En lo que AMLO es excepcional es en culpar no a un gobierno, sino a toda una generación -tres décadas de gobernantes y funcionarios- de todo lo que no le gusta. Su problema hoy es que, luego de una prolongada campaña por derruir lo existente, ahora él es quien está a cargo y, por más que culpe a otros, suya es la responsabilidad.

A los candidatos se les mide por sus promesas e intenciones; los gobernantes son responsables por los resultados. AMLO prometió cambiar la realidad y ahora se encuentra ante el dilema que inevitablemente presentan los asuntos cotidianos: desde la inseguridad hasta el crecimiento económico. Su victoria electoral se debió a que enfocó su campaña hacia las cosas que molestaban al electorado -como la corrupción, la incompetencia, la violencia y el desigual desempeño económico- asuntos todos ellos que atosigaron a sus predecesores y que, evidentemente, no resolvieron. Ahora AMLO, que ya es gobierno, no tiene excusa: el balón está en su cancha.

La era que nos ha tocado vivir agrega un nivel adicional de complejidad por la inexorable tensión que existe entre las decisiones del electorado y los instrumentos al alcance de un gobierno para actuar en el mundo real, particularmente en materia económica. Los votantes respondieron a las promesas del candidato y esperan que éste les cumpla, pero cumplir en la era de la globalización es sumamente intrincado porque requieren el apoyo de la población en su conjunto.

Por naturaleza, los candidatos prometen el cielo y las estrellas: unos lo hacen con retórica estridente, otros con promesas irreductibles; algunos más atacan a sus predecesores haciéndole creer al electorado que todo es materia de voluntad y convicción. Pero, al final del día, todos acaban enfrentando el mismo desafío: en la era digital ningún gobierno controla todas las variables y procesos que afectan al desempeño de la economía porque el mundo está interconectado, la tecnología avanza a la velocidad del sonido y le da acceso a toda la población a fuentes de información que rebasan la capacidad del gobernante de controlarla. Peor, por más que un gobernante amase fuentes de control, centralice el poder y se imponga sobre los diversos intereses y factores de poder de su sociedad, nada le garantiza resultados económicos favorables que son, a final de cuentas, la medida más inmediata de éxito o fracaso para la ciudadanía.

El dilema es real y no se limita a México: cómo compatibilizar el legítimo reclamo de la población de ver resueltos los problemas que la aquejan y que fueron las razones por las que votaron por un determinado candidato frente a un mundo globalizado, integrado e interdependiente en el que las decisiones no responden a la lógica de la política interna. Esto último resulta del hecho que la inversión es, como dirían los abogados, fungible: puede ir a cualquier parte del mundo y da igual si quien decide vive en Tingüindín, Shanghái o Nueva York.

Hay gobernantes que administran el dilema y se adaptan para avanzar lo más posible, en tanto que otros se apegan obstinadamente a sus posiciones, cueste lo que cueste. Mientras mayor la obstinación, peores los resultados porque prometer es fácil, pero lograr soluciones y satisfacer a los votantes es difícil. Este fenómeno se magnifica cuando el presidente crea y multiplica el número de enemigos cada mañana.

El estilo de gobernar de AMLO no es conducente a una mejoría. El tiempo para actuar de manera estridente, generando conflicto y confrontación, culminó el primero de julio de 2018 por la simple razón de que las campañas requieren mezquindad, pero el ejercicio del gobierno requiere actuar equitativamente para todos, pues sólo con la colaboración de todos es posible salir adelante. Sin embargo, AMLO está dedicado a sistemáticamente incrementar (y atemorizar) a quienes entran en su lista de culpables y adversarios; desacreditar a los miembros de su gabinete e ignorar a sus propios asesores, además de explotar resentimientos y frustraciones, sin construir nada que pudiese llegar a satisfacer las demandas, reclamos o necesidades de la población.

Lo evidente es que sólo con acciones susceptibles de resolver los problemas existentes sería posible responderle a su base con resultados. No está haciendo nada de eso.

Lo que le importa al electorado -igual al suyo que al fifi– es el resultado de la gestión cotidiana del gobierno; como ilustra la gradual disminución en los números de la popularidad del presidente, una cosa es la elección y otra muy distinta es el ejercicio del poder. Su disyuntiva es seguir empleando el púlpito para atacar a los que tilda de “adversarios” o construir con todos para lograr resultados.

Para ganar una elección es necesario atacar, pero para ejercer el poder es indispensable generosidad y competencia. Refiriéndose a Alan Greenspan, el banquero central al que se culpó de la crisis de 2008, un político de su país resumió el dilema de manera contundente, aplicable hoy a AMLO: “si te atribuyen el sol, no puedes quejarte cuando te culpen por la lluvia.”

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07 Jul. 2019

Preferencias y posibilidades

Luis Rubio

En su autobiografía, la antropóloga afroamericana, Zora Neale Hurston, escribe que “ya no tiene sentido, con pocas excepciones, preguntarle a la gente qué piensa pues, en lugar de ello, lo que va a escuchar de regreso es lo que desean.” Así estamos hoy en día en México: avanzando preferencias y deseos en lugar de construir oportunidades y posibilidades.

El asunto no es de preferencias, sino de las políticas que podrían llevar a lograr tasas mucho más elevadas de crecimiento y desarrollo con equidad. La concentración de poder no es buena ni mala en sí misma porque igual puede llevar a la creación de condiciones propicias para un desarrollo más equilibrado que a una nueva hecatombe política o económica.

Para comenzar, el crecimiento depende de la inversión y ésta no está creciendo. El problema no comenzó ahora, sino desde 2016 cuando, en su campaña, el hoy presidente Trump amenazó la permanencia del TLC norteamericano. Esa amenaza era -y sigue siendo- mucho más grave de lo que generalmente se aprecia, porque el factor medular de la inversión privada en el país a lo largo de las últimas tres décadas ha sido ese tratado, al crear un marco de certidumbre política, legal y regulatoria para la inversión.

Un gobierno puede ser duro o suave en su forma de conducirse, pero no puede obligar a la población a ahorrar, consumir o invertir. Esas acciones ocurren cuando una persona lo decide voluntariamente en el contexto económico y político en que se encuentra. El  contexto determina la propensión del ciudadano -en su calidad de ahorrador, empresario, inversionista o consumidor- a contribuir al desarrollo y eso depende enteramente de los factores que afiancen su confianza en el futuro. Esto es exactamente igual para una familia considerando la adquisición de un refrigerador, para un trabajador que contempla la compra de una bicicleta para ir más rápido a su trabajo o para un megaproyecto industrial. La razón por la que el TLC fue tan importante no radica en su contenido técnico, sino en la certidumbre política que entrañaba.

Un segundo componente de la inversión es el gasto público. Parte de la razón por la que la economía mexicana crece tan poco, especialmente en el sur del país, es la falta de inversión pública, sobre todo en infraestructura. Una empresa no se puede instalar donde no hay carreteras, vías férreas, puertos y servicios confiables (como electricidad, agua y drenaje y, obviamente, seguridad) en condiciones adecuadas. Además de los obstáculos políticos y sindicales que plagan al sur del país, se encuentra una infraestructura sumamente vieja, inadecuada e insuficiente. Sucesivos gobiernos han optado por gasto público corriente, recortando el gasto de inversión, con lo que han condenado al país a bajas tasas de crecimiento. El gobierno actual sigue la misma estrategia: aunque está cambiando los rubros de gasto (reduce los salarios y programas para construir clientelas), la ausencia de inversión pública es la misma. El resultado no será distinto y podría ser peor.

La inversión privada podría substituir a la pública en muchas instancias, pero aún esas posibilidades han sido truncadas, como ilustra el caso del aeropuerto de la ciudad de México. Esa obra prometía ser un polo de atracción de otras inversiones y servicios, creando nuevas fuentes de crecimiento y empleo. Lo relevante es que su cancelación, además del mensaje que envía, va a ser costosa por lo que hay que pagar a cambio de nada, a la vez que constituye un exorbitante costo de oportunidad: es equivalente a toda la infraestructura que no se construye en el sur del país.  Todavía peor sería dispendiar billones de dólares en una refinería que no se requiere, que no crea riqueza o empleos y que no contribuye a atraer inversión privada: es una pifia de incalculables consecuencias. Es, sobre todo, un pésimo uso de recursos escasos y, como dicen los economistas, sin efecto multiplicador.

Al inicio de los ochenta, el país entró en una crisis de deuda que sometió a la economía, y a la sociedad, a más de una década de inestabilidad, inflación e incertidumbre. La deuda abrumaba cualquier proyecto u oportunidad porque impedía cualquier acción o inversión. Todo estaba paralizado y cualquier circunstancia empeoraba el panorama, como ocurrió con el sismo de 1985. Al final, la salida se encontró en la construcción de instituciones que se convirtieron en fuentes de confianza y estabilidad, como los organismos autónomos -de competencia, el IFE, los de energía y telecomunicaciones- hasta llegar al TLC. Cada uno de estos elementos -unos mejor estructurados, otros más costosos, pero todos orientados en la misma dirección- acabaron construyendo estabilidad política y dándole viabilidad a la inversión y, con ello, crecimiento a algunas regiones del país.

Las carencias son evidentes, pero no se puede avanzar ignorando los factores que hacen, o harían, posible el crecimiento. Es evidente que se requieren muchos ajustes y correcciones, para lo cual el gobierno actual cuenta con una legitimidad que, todo indica, va a desperdiciar, una vez más. Peor, destruir los factores que han favorecido la estabilidad y la inversión es autodestructivo y, a final de cuentas, suicida.

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https://www.reforma.com/preferencias-y-posibilidades-2019-06-30/op159527?pc=102

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Luis Rubio

30 Jun. 2019

¿Argentina en el horizonte?

Luis Rubio

Argentina comenzó el siglo XX con el PIB per cápita más alto de América Latina, muy similar al de Estados Unidos en aquel momento; un siglo después, la nación sudamericana se encuentra en el lugar 53. Como dice un amigo argentino, “quien diga que las cosas no se pueden poner peor, no conoce Argentina,” nación que parece haberse dedicado a minar sus posibilidades de desarrollo de una manera sistemática, década tras década. Hay muchas hipótesis sobre las causas del declive, pero una evidente ha sido la polarización que, desde el gobierno de Juan Domingo Perón, se convirtió en norma y, en buena medida, esencia de su permanente confrontación política. Me pregunto si México no corre el riesgo de caer en un círculo vicioso similar.

Perón fue un genio de la comunicación, a la que empleó como medio para incitar a la población a confrontarse, expresar sus resentimientos y procurar enemigos del pueblo. La existencia de una verdad única que explica la historia y la realidad cotidiana le permitió al caudillo sudamericano polarizar a la sociedad y construir una base de apoyo profunda y duradera. Sin embargo, la consecuencia de su estrategia fue la polarización permanente de su sociedad y, en lo económico, su empobrecimiento sistemático. Argentina tiene todo para ser una de las naciones más ricas del orbe -una sociedad europea trasplantada a una de las regiones con más recursos naturales del mundo-, pero ha tenido la desdicha de vivir en permanente conflicto. Tres cuartos de siglo desde Perón, Argentina sigue siendo una nación de altibajos constantes.

El gran riesgo de la estrategia de López Obrador radica en su potencial por convertir a México en un país permanentemente perdedor. Tengo certeza que ese no es su propósito ni su visión; al revés, su punto de partida es que México erró en el camino en las últimas décadas y que hay que corregir el rumbo para poder construir un nuevo y mejor futuro. En esto, su visión no podría ser más distinta a la que siguió Chávez; sin embargo, su estrategia de confrontación, que es parte esencial de su visión política, entraña el riesgo de paralizar al país y revertir las cosas que sí funcionan, un esquema más parecido a la Argentina post Perón que a cualquier cosa que Chávez haya intentado.

AMLO cree en la confrontación como estrategia en una era radicalmente distinta a la de Perón. Héctor Aguilar Camín lo describe así: “No negocia, pelea, pero para negociar en sus términos. No tiene aversión sino atracción por el conflicto, pero para pactar después… Se nutre del enfrentamiento, para atraer adhesiones y pactos. Pero tiene una voz propia, inconfundible, que crea realidades políticas… Es, por naturaleza, un político de la protesta y de la confrontación…”

Una estrategia similar llevó a Argentina a una era de crisis que ya lleva más de medio siglo, con la enorme diferencia que la economía de aquella nación a la mitad del siglo XX era cerrada y no existía el entorno de globalización que hoy caracteriza al mundo. Las economías cerradas latinoamericanas de mediados del siglo pasado, dedicadas esencialmente a la substitución de importaciones, tenían características tanto económicas como políticas que les conferían enorme latitud de acción a sus gobiernos.

Para comenzar, se trataba de esquemas económicos que procuraban minimizar los intercambios comerciales con el resto del mundo y, por lo general, rechazaban a la inversión extranjera o la limitaban a ciertos sectores. En segundo lugar, no existían comunicaciones instantáneas como las que hoy son prototípicas. Los empresarios podían producir bienes caros y malos y el consumidor no tenía alternativa alguna para satisfacer sus necesidades. En ese contexto, los políticos podían imponer leyes y regulaciones como les venía en gana, a sabiendas que ningún componente de la sociedad tenía opciones. El gobierno mandaba y con eso determinaba el bienestar o malestar de la población.

La realidad de hoy es exactamente la opuesta. Hoy el consumidor tiene opciones infinitas, los precios de los bienes más esenciales han disminuido en términos reales, sin inflación; las empresas tienen que competir con sus pares en el interior del país y con los del resto del mundo; y el gobierno, si quiere lograr elevadas tasas de crecimiento, tiene que dedicarse a atraer inversión tanto del interior como del exterior. Una estrategia de confrontación en este entorno crea incertidumbre y lleva a la alienación del inversionista y, por lo tanto, a la recesión de la economía.

La característica nodal de las naciones que crecen y tienen éxito es la cohesión social y el consenso, lo que les permite atacar los males que nos aquejan, como la pobreza, el estancamiento económico y la violencia. Por donde uno le busque, lo que sobresale en naciones como Chile, Colombia, España, Taiwán o Singapur es una claridad de miras hacia el futuro. Sus políticos se desviven por proyectar una nación exitosa y buscan el apoyo decidido de la ciudadanía.

La estrategia de confrontación entraña el enorme riesgo de dejar un legado de resentimiento, polarización, desasosiego y crisis, décadas después de que concluya el presente sexenio, un escenario que ni el presidente ni mexicano alguno podrían ver con beneplácito.

Falta de brújula

Luis Rubio

En uno de los episodios finales de Los Simpsons, el soporífero y aturdido octogenario abuelo es reclutado como esquirol para romper una huelga en una planta nuclear. Su táctica: aturdir, si no es que arrullar, a los huelguistas contándoles historias que no tienen pies ni cabeza para agobiarlos, agotarlos y, finalmente, vencerlos. Así parecen los gobernadores priistas frente a AMLO: abrumados, perdidos y derrotados.

Si algo resulta evidente de observar la manera de funcionar tanto de la política como de los negocios en el mundo a lo largo del tiempo es que sobreviven quienes tienen claro el rumbo, entienden el contexto y no se pierden entre los árboles. Quienes comprenden el bosque tienen la oportunidad de vencer hasta al más poderoso o al más incompetente porque la alternativa, dejarse llevar por la corriente, lleva siempre a la quiebra o a la desaparición.

Esto que es tan obvio parece eludir a los gobernadores priistas que van ciegamente al desfiladero que con tanta habilidad les ha marcado el flautista de Hamelin, hoy residente en el Palacio Nacional.

El PRI es la cantera más importante de política y políticos en el país. Prácticamente no hay persona de poder en México que no haya surgido de sus filas o se haya formado en su escuela de política. Por décadas, fue el vehículo -por demás exitoso- para la construcción del país en la etapa postrevolucionaria y lo hizo con los instrumentos y métodos de la época: la lealtad y la corrupción fueron características no sólo prototípicas sino inherentes y fundacionales. Su éxito también fue la fuente de su creciente erosión, porque todo sirve hasta que se agota.

En 2000 la ciudadanía optó por otro partido y el PRI se encontró, por primera vez en su historia, en la orfandad. En los siguientes doce años los priistas jugaron un papel fundamental como oposición responsable y, de hecho, hicieron posible la preservación de la estabilidad del país; sin embargo, no emplearon ese tiempo para transformarse. En 2012 regresaron al poder con la bandera del “nuevo” PRI, que de nuevo sólo tenía la flagrancia de la corrupción y la arrogancia del poder, incompatible con la era de las redes sociales. En lugar de responder a las demandas del siglo XXI, su “transformación” fue hacia atrás, hacia sus orígenes. El juicio de la ciudadanía en 2018 lo dice todo.

Ahora los priistas tienen dos opciones muy simples y claras: intentar reconstruirse o sucumbir ante el canto de las sirenas lopezobradoristas. No tiene de otra: aceptar el camino (o la trampa) que AMLO le ha tendido a los gobernadores (seguramente a cambio de presupuestos) para sumarse a la “gran transformación” que enarbola el presidente en la forma de la 4T, o volver a picar piedra con la esperanza (porque no hay mucho más) de construir un nuevo partido, compatible y visionario para las realidades nacionales y mundiales de esta era tan convulsa y compleja que nos ha tocado vivir.

Es fácil entender por qué resulta tan atractivo el llamado presidencial; primero que nada, porque constituye una salida cómoda: para qué construir algo nuevo si se puede vivir con generosidad en el corto plazo. En segundo lugar, la salida cómoda no implica confrontación y sí resuelve el problema de la operación cotidiana. Si así hubieran pensado los Elías Calles o los Cárdenas, México probablemente habría acabado como las frágiles economías y sociedades de muchas naciones latinoamericanas.

En lugar de debatir la reconstrucción institucional del país, a la cual un PRI transformado podría aportar tanto, los priistas están sumidos en un pleito de lavanderas sobre el número de militantes que, todo indica, no pueden certificar frente al INE y que seguramente los sumiría en un interminable conflicto postelectoral que, además de hacer el ridículo, justificaría el escarnio y desprecio de que goza el instituto entre buena parte del electorado. Por eso es tan trascendente el método que decidan para elegir a su próximo dirigente.

El método importa por tres razones: primero, porque debe lograr al menos un objetivo de manera contundente: que no haya disputa sobre al resultado. Hoy hay certeza de que una elección no certificada por el INE llevaría a una disputa, que podría surgir tanto de la probable manipulación de los votos como de la vulnerabilidad de un padrón no confiable, potencialmente sancionable por el INE. En segundo lugar, lo que el PRI -y México- requieren es un partido que construya institucionalidad y se constituya en un contendiente creíble para el futuro. Un partido subordinado al presidente difícilmente cumpliría ese cometido y eso es lo que los gobernadores están promoviendo. Finalmente, un método indisputable le conferiría legitimidad a un partido que, por su historia y capacidad, podría ser gobernante en el futuro pero que, por donde va, avanza directo a su desaparición.

La elección del 2 de junio mostró al PAN como el gran ganador (o al que menos mal le fue) porque ha articulado una postura congruente que lo ha convertido en el bastión de la oposición. Los priistas tienen mucho que aprender de lo que la ciudadanía está observando y cómo está se está comportando. Como diría el cantante Jimmy Dean, “no se puede mandar al viento, pero sí se pueden ajustar las velas.”

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lrubiof
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16 Jun. 2019