Luis Rubio
Como tantas otras cosas en la vida, el crimen organizado funciona y se adapta al entorno en que opera: cuando enfrenta resistencia se retrae, cuando el terreno es propicio avanza. Donde hay reglas y éstas se hacen cumplir, se apega. En el México de hoy no hay reglas y el terreno es más que propicio: es atrayente. Sólo así se puede explicar la temeridad del atentado realizado hace unas semanas. ¿Dónde deja eso al gobierno?
La definición más elemental de un narco Estado es cuando las instituciones fundamentales de un gobierno han sido penetradas por el crimen organizado. Un término similar, pero no equivalente, es el de “Estado fallido,” que implica la incapacidad de satisfacer las funciones básicas de un gobierno, como seguridad y provisión de servicios. Ninguno de los dos es aplicable, a rajatabla, a México, pero hay claros visos de ambos en distintas partes del territorio nacional.
Hay vastas regiones del país que son territorio narco, donde el gobierno no tiene presencia o capacidad de acción. En Tamaulipas, por ejemplo, el ejército provee un servicio de custodia a vehículos que tienen que ir de una ciudad a otra: convoyes que son formalmente organizados para que no sean interceptados por los amos del territorio. En lugar de resolver el problema, se crea una realidad alternativa. Situaciones similares se dan en Michoacán y partes del noroeste, de Jalisco hasta la frontera. Hay regiones enteras del Edomex, Guerrero y Guanajuato que son territorio del crimen organizado. Sin resistencia, la realidad se institucionaliza.
A lo anterior habría que agregar la impunidad con que actúan las mafias en el país. El atentado contra el secretario de seguridad de la CDMX es ilustrativo: no fue solo el tamaño del operativo, sino la temeridad de llevarlo a cabo en la principal avenida de la ciudad. Eso no puede ocurrir sin contubernio de algunas autoridades.
Más allá de las circunstancias del caso específico, el hecho denota una obviedad: que es posible llevar a cabo un operativo de esta naturaleza. Da igual si se trató de una venganza, de si el gobierno ha tomado partido o de si los intereses de esa mafia han sido afectados. El hecho es lo que cuenta.
La acusación más grande es que el gobierno federal se ha aliado con un cartel, lo que implicaría, en la lógica criminal, que se ha convertido en blanco legítimo. Existen videos que muestran al presidente conversando con la madre del líder del cartel de Sinaloa, lo cual no constituye evidencia de la existencia de un pacto, pero en política la forma es fondo. Si bien no es la primera vez que se acusa al gobierno federal de negociar con ese cartel, lo novedoso es que sea el propio presidente, en su territorio y en público, quien converse con una persona tan cercana al liderazgo. Hay muchas formas de combatir al crimen organizado, pero lo que el atentado demuestra es que la adoptada, con o sin acuerdo con narcos, no está rindiendo frutos.
Negociar no implica, en términos técnicos, que el mexicano se haya convertido en un “narco Estado,” pero, de ser verídicas las presuntas negociaciones, no le faltaría mucho. Y ese es el problema. El gobierno ha actuado sin contemplar las implicaciones y consecuencias de sus acciones. Tampoco ha mejorado la seguridad de la población, que es su principal responsabilidad.
Lo que es claro es que no existe una estrategia para combatir a las mafias o que la que tiene, abrazos no balazos, es inadecuada. La pregunta es si la debilidad del gobierno en esta materia ha hecho posible que las organizaciones criminales avancen sus posiciones, haciendo cada vez más difícil remontar el statu quo. El atentado implica que el balance de poder se mueve a favor de las mafias, cuyo objetivo no parece ser gobernar sino operar su negocio sin interferencia gubernamental. Cada paso que el gobierno retrae, algún cartel lo capitaliza pero, para afianzarlo, tiene que matar a sus contrincantes, lo que preserva el mundo de violencia que vivimos.
Lo importante no es la etiqueta -Estado fallido o narco Estado- sino que el gobierno sigue sin reconocer y aceptar que la seguridad de la ciudadanía es su responsabilidad más fundamental. Sus baterías están enfocadas hacia lo único que le importa, lo electoral, mientras su personal, para no hablar del mexicano común y corriente, vive el miedo de un atentado inesperado.
Cuando el atentado es contra una figura de la relevancia del secretario de seguridad de la capital del país, la afrenta es evidente y el simbolismo imposible de ocultar. Su no respuesta es una respuesta obvia para los involucrados.
En ausencia de la pandemia y la recesión, es posible que la política de seguridad de este gobierno hubiera acabado igual de mal que la de sus antecesores. Pero la pandemia cambia todo: vienen tiempos sumamente delicados para la seguridad de la población que no se refieren a los narcos o al crimen organizado como tal, sino a la urgencia de los padres de familia por resolver su problemática inmediata. En tanto que el narco estará (está) ahí para captar apoyos, el gobierno no protege a la ciudadanía. En lugar de crear fuerzas policiacas efectivas del municipio hacia arriba, promueve lo más cercano a un “sálvese quien pueda.” No es una forma seria de gobernar.
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19 Jul. 2020