Luis Rubio
De la corrupción generalizada e impune pasamos a la corrupción centralizada y purificada. Lo que queda es la misma corrupción de siempre: solo los adjetivos cambian.
Comienza el circo en torno a la detención y extradición de Emilio Lozoya, pero la corrupción permanece. Mucho ruido, grandes negociaciones y un solo objetivo: distraer a la ciudadanía de las fallas del gobierno, la terrible recesión y la ausencia de acción en torno a la promesa que hizo el hoy presidente en su campaña y que cautivó a la mayoría de la población: la esperanza.
La gran promesa del candidato López Obrador fue que acabaría con la corrupción. El contexto era más que propicio no sólo por la desfachatez que caracterizó al gobierno de Peña, sino por el hartazgo de una población que observaba como se explotaban recursos naturales para provecho particular, se otorgaban permisos y contratos a los cercanos al régimen y se privilegiaba a los cuates. Como sugiere la información que presuntamente tiene Lozoya en su poder, la corrupción fue no solo un objetivo, sino un modus operandi: todo se resolvía con dinero y nadie ni nada era demasiado marginal para ser parte de la perversidad: diputados, senadores, periodistas, gobernadores, oposición, empresarios, medios de comunicación. Peña fue un extremo en la vieja práctica y tradición tan mexicana de la corrupción por su falta de pudor: el robo era un derecho divino para ser publicitado en toda su magnitud.
Otra es la historia del presidente López Obrador: en lugar de combatir la corrupción, la nueva moda es centralizarla. Como en las buenas épocas del PRI del siglo XX, la corrupción está ahí para ser administrada desde la presidencia como instrumento para premiar a los cercanos: familiares, allegados y favoritos, o sancionar a los enemigos. La novedad es que basta la palabra presidencial para que casos de evidente corrupción sean purificados: los cercanos jamás pueden ser corruptos porque la mera cercanía desinfecta.
La corrupción vuelve a ser un mero instrumento del poder para generar lealtades y para distraer a la ciudadanía: una vieja costumbre que se remonta a la era colonial, luego refinada en el siglo XX en forma y sustancia, hasta llegar a la sutileza actual. Lo que estamos observando es su perfeccionamiento en la forma de un circo mediático con objetivos por demás ambiciosos.
Raro fue el sexenio en la era priista en que no se aprehendió a algún funcionario del gobierno anterior para hacer valer la preeminencia del nuevo dueño del pueblo. La práctica era tan socorrida que la población hablaba de la ley “del cartero” para referirse a las leyes anticorrupción, porque solo se perseguía a funcionarios menores y se santificaba la práctica: todo el resto eran mensajes y venganzas particulares. Aunque el perfil de los encarcelados sexenales fue subiendo en el tiempo, nunca se llegó a lo que ahora se presume como posible: la persecución judicial de un expresidente.
La pregunta es si se trata de un cambio de dirección o de una mera estrategia de distracción. Sin duda, la supuesta evidencia que tiene Lozoya en su posesión tiene un alto valor mediático y político, pero no es obvio que pudiera ser empleada como prueba en un proceso judicial que respetara las reglas de evidencia y del debido proceso. El uso político de la corrupción es viejo y este gobierno se está preparando para llevarlo a un nuevo umbral. Pero nada de eso implica que se estuviera combatiendo la corrupción o que se fuera a sancionar a quienes se les probó haber incurrido en esa práctica. La disyuntiva es avanzar hacia la erradicación de la corrupción o volver a lo acostumbrado: chivos expiatorios en lugar de funcionarios debidamente sancionados.
El asunto no es menor porque la circunstancia tampoco lo es. Ningún gobierno en la memoria de quien hoy está vivo ha experimentado el tamaño de recesión, desempleo y violencia, todo combinado, que caracteriza al México de hoy. El momento tan extraño que vivimos, con un confinamiento que ha congelado casi todo, desde la economía y el debate hasta las demandas sociales cotidianas y las conversaciones particulares, ha creado un paréntesis político que sin duda es la calma antes de la tormenta. Tarde o temprano, esos males van a estallar y el gobierno no se ha preparado para lidiar con sus consecuencias. La economía no se va a recuperar pronto, las transferencias clientelares serán insuficientes para contener las necesidades de los beneficiarios y los padecimientos van a multiplicarse de una manera incontenible. En contraste con otras naciones, el gobierno mexicano parece petrificado. En todo excepto el circo mediático que viene y su inquebrantable concentración en el 2021.
La pregunta es si el intento de distracción que se propone enarbolar el presidente será suficiente para librarlo de la responsabilidad de sus malas decisiones e incompetencia en la conducción de los asuntos públicos. En un entorno tan polarizado y saturado de hartazgo, el cinismo natural del mexicano le permitirá disfrutar el teatro: nada como ver a un presidente esposado, si es que lo logra, pero no cambiará su opinión de un presidente cuya principal promesa fue la corrupción, no el caos ni el circo. La diferencia no es pequeña.
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