Luis Rubio
Se ha vuelto frecuente afirmar, con profunda convicción, que todo en el pasado fue malo y que por ello el gobierno actual constituye la salvación de México. Aunque para algunos es retórica, para muchos es verdad absoluta que no admite debate. Sin embargo, no deja de ser peculiar el argumento de que todo en el pasado fue malo cuando se está ejerciendo una libertad de expresión que se ganó a palos en ese pasado reciente que ahora se denuesta. Absurdo cuando el objetivo del régimen es reconstruir el mundo autoritario de antaño.
Se escucha en el discurso de legisladores y en afirmaciones de miembros del equipo presidencial; se repite de manera frecuente en las mañaneras; en las redes se reproduce como mantra: todo lo previamente existente fue malo. Para ese grupo de creyentes, no existió el autoritarismo postrevolucionario ni las crisis financieras; no existe (o existió antes del brillante manejo de la pandemia) una creciente clase media; nunca hubo restricciones de divisas para el funcionamiento normal de la economía; no hubo gobiernos competentes ni empresas exitosas, científicos galardonados o premios Nobel mexicanos. El mundo nació en 2018. Antes, como en la biblia, el caos.
Si el mundo nació ayer y todo en el pasado fue caos, el futuro inexorablemente será mejor. Si además se cree esto como acto de fe, la ciudadanía deja de serlo para convertirse en meros peones al servicio de un líder manipulador. Este debe ser el origen de las llamadas fake news, donde lo que importa no son los hechos sino las creencias y, más, si éstas se convierten en el nuevo e indisputable dogma. El problema para México es que muchos, demasiados, lo creen y las creencias no son objeto de debate o aprendizaje, lo cual explica mucho de lo que ocurre en los foros públicos, comenzando por las mañaneras y en el ámbito legislativo: se trata de verdades reveladas, no de asuntos sujetos a legítima discusión. ¿No será éste un nuevo autoritarismo?
La creencia de que no hay nada bueno o rescatable del pasado es objetivamente falsa no sólo porque lo opuesto es comprobable, sino porque la mayoría de quienes la esbozan muestran, en sus propias personas, enormes avances y progreso familiar. Desde luego, lo objetivo no es relevante si se trata de una creencia; peor, cuando ésta se encuentra tan profundamente arraigada.
Hace cosa de diez años, cuando Luis de la Calle y yo presentamos el libro Clasemediero, invitamos a varios líderes políticos a comentarlo. Uno de ellos, un prominente miembro del PRD en aquel momento, comenzó su comentario de la siguiente manera (cito de memoria): “cuando me invitaron a comentar este libro me sentí muy incómodo. Para mí, en mis días universitarios, el término clasemediero se empleaba de manera peyorativa para denigrar a alguien que no se comportaba como pobre. Sin embargo, cuando comencé a leer el libro me percaté de que me estaba describiendo a mí.” Luego siguió diciendo que él había nacido en un pueblo rural, hijo de campesinos humildes, pero que gracias a una beca había podido estudiar, ir a la universidad y hoy vivir en un apartamento urbano como el que sus padres jamás habrían podido imaginar. El comentarista había descubierto que él había experimentado la movilidad social y que México había cambiado de tal forma que él podía expresarse libremente gracias a los cambios que se habían experimentado en las últimas cuatro décadas.
Como escribió Aristóteles en su Retórica, los hechos son sólo sobre el pasado y sobre el presente; sobre el futuro -la preocupación fundamental de la política- hay solo aspiraciones e intereses. El pasado es un tema de legítimo debate porque existen hechos concretos; en el asunto del avance o retroceso del país en las últimas décadas, es muy fácil dilucidar dónde ha habido unos y dónde los otros. Por ejemplo, nadie puede negar que hay estados (como Aguascalientes) que han crecido a tasas superiores al 7% anual por cuarenta años, un hito bajo cualquier rasero. También es objetivamente cierto que entidades como Chiapas y Oaxaca a duras penas han logrado mantenerse en el mismo lugar en esas cuatro décadas: se trata de dos verdades indisputables. Negarlo implicaría pretender seguir, o recrear, el gran “logro” de los estados sureños en lugar de aprender las causas del éxito de Aguascalientes o Querétaro.
Lo fácil es perderse en la retórica que persigue dos cosas evidentes: una, preservar la pobreza porque un país de pobres es un país de dependientes y, por lo tanto, de personas manipulables. La receta no es nueva y es siempre exitosa para quien pretende preservarse en el poder. Por otro lado, el objetivo trasciende la mera dependencia hacia un líder, para perseguir la lealtad ciega. El gran éxito del presidente radica en que cuenta con una gran cauda de seguidores que creen en estas falsedades. No hay razón que valga.
La tragedia para el país es que el progreso no es posible cuando la población sigue empecinadamente a un líder cuyo objetivo es preservar la pobreza, para lo cual requiere creyentes y no ciudadanos, clientelas, no productividad. Las víctimas, lo reconozcan o no, son quienes creen en lugar de dilucidar y quienes son “beneficiarios” de la dependencia instigada por el régimen.
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