Desigualdades

Luis Rubio

La desigualdad es uno de los más poderosos reclamos y demandas que ha enarbolado el presidente López Obrador y que animan a mucha de su base. Buenas razones hay para ello, lo que no equivale a que el presidente esté avanzando hacia su disminución: más bien, todo lo que hace parece orientado a acentuarla. La desigualdad es sin duda una de las características de nuestra sociedad pero, en lugar de desarrollar programas para resolverla, el gobierno se ha abocado, como en todo lo que hace, a identificar culpables en lugar de soluciones. Mejor transferir la responsabilidad que asumir el reto de crear condiciones para que el fenómeno disminuya y eventualmente desaparezca.

El tema no es nuevo. En años recientes, el reclamo por atender las desigualdades se eleva, en gran medida, paradójicamente, porque el avance en esta materia ha sido mucho, pero más lento de lo que la gente quisiera. La paradoja es clave porque el presidente utiliza las diferencias sociales como instrumento de polarización sin reconocer la naturaleza del fenómeno: la gran mayoría de la población ha avanzado en las últimas décadas, pero unos han avanzado mucho más rápido que otros. Es decir, las reformas que tanto reprueba el presidente permitieron que casi toda la población mejorara con celeridad, pero el hecho de que algunos se enriquecieran en el camino creó expectativas de un avance más rápido para todos, lo que ciertamente no se ha dado. La pregunta es porqué.

No menos importante es el enfoque por el que ha optado el gobierno: en lugar de buscar cómo resolverlo, se ha dedicado a identificar supuestas causas y culpables. Michael Novak decía que entender las causas del atraso y la pobreza es interesante, pero lo que es más relevante (y, agrego yo, poderoso) es identificar las causas de la riqueza. Es evidente que es políticamente más rentable encontrar culpables que procurar soluciones, pero lo que el presidente está haciendo es acelerar la desigualdad empobreciendo no sólo a los ya de por sí pobres, sino sobre todo a quienes ya habían logrado avances sensibles en su nivel de vida y capacidad de consumo, la parte más vulnerable de la sociedad mexicana y, no una ironía pequeña, una importante fuente de apoyo electoral al presidente.

Tres fenómenos han ocurrido en las últimas décadas: primero, una gran proporción de la sociedad mexicana elevó sensiblemente su nivel de vida y capacidad de consumo, la incipiente clase media; segundo, la explosión de Internet, las redes sociales y, en general, la ubicuidad de la información, provocaron una revolución en las expectativas de la gente: todo mundo ve a quienes se han enriquecido y quiere ser y tener lo que aquellos tienen y lo quiere ahora. Esta fuente de aspiración también es una enorme fuente de frustración y, por lo tanto, fácil presa para los traficantes de resentimientos; y, tercero, otra parte de la sociedad, particularmente en el sur del país, se ha quedado rezagada no por falta de aspiraciones o capacidades, sino por los cacicazgos políticos y sindicales que impiden la prosperidad en lugares como Oaxaca y Chiapas.

La gran innovación de Morena y sus liderazgos radica en querer resolver estos problemas empobreciendo a toda la población: mejor elevar impuestos, expropiar, impedir la instalación de nuevas empresas (y sus consecuentes empleos), que resolver las causas estructurales de la desigualdad, lo que entrañaría generar nuevas fuentes de crecimiento, una economía más productiva y con mayor competencia y menos obstrucción de políticos y líderes marrulleros que viven de la expoliación permanente.

Este debate ocurre en todo el mundo, en cada caso con sus sesgos particulares. Por ejemplo, en Estados Unidos se discute la idea de resarcir el mal que causó la esclavitud mediante el pago de reparaciones a los descendientes de esclavos. Los problemas éticos, morales y prácticos que se derivan de estos planteamientos son enormes y la razón por la cual este asunto lleva décadas en la palestra sin avanzar mayor cosa. La complejidad de lidiar con una fuente de rencores, sufrimientos y pasiones tan grande es enorme, pero traigo a colación el ejemplo porque hay quienes están proponiendo soluciones creativas que bien podrían ser adoptadas en México.

En lugar de exigir que ciudadanos de hoy que nada tienen que ver con la esclavitud de hace dos siglos paguen reparaciones a personas que nunca fueron esclavos, la propuesta es llevar a cabo inversiones dirigidas a quienes sufren la desigualdad de manera más acusada, cualquiera que sea su origen. Específicamente, se propone un amplio programa para la construcción de escuelas con los mejores maestros y complejos habitacionales para las comunidades más pobres con el propósito expreso de romper con el círculo vicioso de la pobreza-desigualdad-falta de oportunidades.

En México las mafias sindicales y caciquiles como la CNTE se dedican a preservar la ignorancia y, por lo tanto, la desigualdad y la falta de oportunidades. Quizá no haya peor mal que el de la desigualdad causada por esas mafias que también son operadores de Morena y cuyo objetivo es el que la gente siga siendo pobre, sumisa e ignorante. La desigualdad es producto del sistema que Morena quiere no sólo preservar sino afianzar.

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Coacción

 Luis Rubio

“La obsesión por silenciar a otros es tan vieja como la necesidad de expresarse” afirma Erik Berkowitz* en un extraordinario estudio sobre la censura. El gobierno mexicano post revolucionario se pasó casi un siglo suprimiendo la libertad de expresión, haciendo toda clase de esfuerzos por censurar a los medios, controlar la conversación e impedir que entraran al país “ideas peligrosas” que pudiesen poner en entredicho la legitimidad de los gobiernos emanados de la revolución. Como bien apunta este autor, la censura no anula la expresión que molesta al gobernante, sino que la transfiere a otros medios, creando “mercados negros” saturados de discusión, información, desinformación, teorías conspirativas y una infinidad de chistes y memes. Sintomático de nuestro tiempo es el hecho que los chistes sobre el presidente han renacido, justo como ocurría en los setenta.

El asunto de la libertad de expresión polariza a la sociedad mexicana. Para algunos, comenzando por el presidente, hoy se respira un ambiente de libertad sin igual. Y, claro, no hay duda alguna que el presidente López Obrador emplea y explota su púlpito con plena libertad. Para otros, sin embargo, la forma de conducirse del presidente no es otra cosa que una permanente intimidación hacia quienes él denomina “adversarios.”

La polarización en esta discusión es algo extraño porque vivimos en la era de la ubicuidad de la expresión. Las redes sociales permiten que cada ciudadano se exprese tal y como guste, con sentido común o sentido raro, con respeto o irreverencia, con buena o mala ortografía. Más al punto, la derrota del PRI en 2000 vino acompañada de un cambio radical en la naturaleza del Estado mexicano, abriendo las comparsas de la censura de par en par: tirios y troyanos súbitamente tuvieron acceso a todos los medios, escritos y electrónicos, en tanto que el gobierno no sólo perdió la capacidad de control, sino que optó por no emplearla. Ciertamente, no faltaron presidentes y sus personeros que intentaron acotar la libertad de expresión aún después del 2000, pero el advenimiento de las redes sociales hizo imposible retornar a la era anterior. Muchos de quienes afirman que esa libertad súbitamente apareció en 2018 son los mismos que habitan el mundo de las redes donde predominan expresiones, insultos y conversaciones fuera de toda posibilidad de control. Quien lo dude pregúntele a Peña Nieto.

En contraste con otros gobiernos, el mexicano se distinguió (casi siempre…) por la sutileza de sus métodos, pero nunca fue tímido en recurrir a otros, más directos, cuando, en su estimación, las circunstancias lo justificaban: 1968 es testimonio vívido de aquellos momentos. El gobierno se empeñaba en controlar el flujo de la información porque el objetivo era la preservación de la legitimidad post revolucionaria y para ello se abocaba a la construcción de hegemonía (televisión, libros de texto), así como la censura en los periódicos.

El presidente López Obrador no es un paladín de la libertad de expresión, pero su verdadero objetivo es el control de la narrativa. Sus mañaneras buscan intimidar, pero sobre todo procuran conducir la conversación, informar a sus seguidores, establecer la legitimidad (e ilegitimidad) de los asuntos que le importan y construir una hegemonía ideológica. Muy en el espíritu de los setenta, pretende que es posible abstraer la discusión nacional de lo que ocurre en otras latitudes o que la información que él produce y manipula es la única posible. El problema no es que pueda lograrlo, sino que tiene a su alcance (y emplea) instrumentos de coerción y extorsión que fácilmente pueden convertirse en frenos efectivos a la libertad de expresión.

La pregunta es si, más allá del interminable flujo de insultos y contra insultos que esto genera en las mañaneras y las redes sociales, todo esto hace alguna diferencia. La libertad de expresión es parte inherente a la cultura nacional, como ilustran Posadas y el Ahuizote en la era porfiriana: medios indirectos para esquivar la censura que ahora se pretende reinstalar a través de la intimidación y descalificación. Desde luego, hay naciones, especialmente China, que han logrado un enorme éxito económico sin contar con libertad de expresión, pero eso les fue posible, al menos en la era de Deng Xiaoping, con mecanismos que generaban certidumbre y confianza en el proceder gubernamental, como de alguna manera ocurría en el México post revolucionario.

Sin embargo, México no es China, ni comparte su historia y cultura. En ese contexto, sin libertad de expresión y sin fuentes de confianza, el país no puede prosperar. Tampoco es evidente que las tácticas de Xi Jinping de controlarlo todo, centralizar el poder y perpetuarse, vayan a lograr mejores resultados que los que tuvo Mao en su tiempo.

En un intercambio al inicio de la revolución rusa, Lenin preguntaba “¿Por qué habríamos de molestarnos en responderle a Kautsky?… El debería respondernos a nosotros y luego tendríamos que responderle a su respuesta. No habría fin a eso. Sería suficiente anunciar que Kautsky es un traidor a la clase obrera y todo mundo entendería de inmediato.” Esa es la manera del gobierno: intimidar. Quizá efectiva para el control, pero ciertamente no para el progreso.

*Dangerous Ideas

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01 Ago. 2021

Tormentas

Luis Rubio

Según un viejo proverbio chino, “cuando hay tormenta bajo los cielos, los problemas pequeños se convierten en problemas grandes y los problemas grandes no se pueden resolver. Cuando hay orden bajo los cielos, los problemas grandes se tornan pequeños y lo problemas pequeños no deben obsesionarnos.” A juzgar por el relato que hace John Rogin del gobierno de Trump, todo se hizo, conscientemente o no, para magnificar el conflicto y, por lo tanto, hacerlo inmanejable.

Caos bajo los cielos* es un libro fascinante que describe el devenir dentro del gobierno de Trump. Un gobierno caracterizado más por el caos que por la organización y claridad de propósito, la de Trump fue una administración que nunca aterrizó la retórica del presidente en políticas concretas o administró a las diversas facciones que se organizaron dentro de su gabinete para avanzar (o impedir) la consolidación de una agenda.

En la relación con China, el asunto central del libro, la única palabra que puede describir lo ahí ocurrido es caos, abriéndole la puerta al presidente chino para avanzar su propia agenda, él estando en pleno control de su gobierno. No por casualidad, Rogin comienza el libro con una cita de Mao que rima con el proverbio mencionado arriba: “hay un gran caos bajo los cielos… La situación es excelente.”

Aunque el libro se refiere a la estrategia -si a lo que ahí ocurrió se puede denominar de esa manera- del gobierno de Trump hacia China, hay un sinnúmero de comentarios y descripciones a lo largo del texto sobre los otros asuntos que motivaban al presidente y que lo convierten en una gran ventana hacia su forma de operar. Ahí aparece el TLC norteamericano, reuniones con diversos presidentes, el desprecio de Trump por la gente común y corriente (que fue su base política más sólida), la lógica de la intervención extranjera en política americana, el desdén por los integrantes de su gabinete y su manera tortuosa -instintiva y de botepronto- de decidir sobre asuntos tan complejos y delicados como la OMC, Taiwán, China, el TMEC, Corea del Norte, Covid, etcétera. Un desorden que uno no esperaría de una superpotencia con armas nucleares al alcance de su presidente.

Trump no esperaba ganar la elección de 2016. Su campaña fue instintiva, contraria a lo que los profesionales de estrategia electoral consideraban elemental, pero resultó exitosa porque empató con el sentir de un amplio segmento del electorado. Esa victoria lo envalentonó para proseguir con una agenda fundamentada esencialmente en sus percepciones y humores del momento. Como ilustra Bob Woodward en Furia,** en lugar de darle su lugar a los profesionales, despreciaba su función y los nombraba y removía constantemente, con frecuencia con la víscera por delante***

Así, un gobierno altamente institucionalizado acabó operando en dos planos: el de la intuición de botepronto del presidente y el de una burocracia profesional tratando de mantener una semblanza de orden. Entre ambos niveles, los funcionarios políticos (nombrados por Trump) se peleaban por controlar la agenda, mientras que unos acusaban a otros de estar dominados por el “pantano” o el “estado profundo,” que no es otra cosa que los profesionales dedicados a hacer lo que siempre hacen: preservar el statu quo, sea esa su intención o no.

La descripción que hace Rogin de las facciones que dominaron los distintos momentos de la administración es quizá lo más valioso del libro. Un grupo de amateurs en asuntos de gobierno en control de decisiones trascendentes y en conflicto permanente, unos por avanzar la agenda retórica de Trump (como Bannon), otros buscando “corregir” la agenda del presidente (como Bolton) y unos más intentando proteger el statu quo, sobre todo en materia económica y de comercio internacional (como Cohn, Mnuchin y Kushner). El yerno del presidente aparece como ajonjolí de todos los moles, tambaleándose entre sus intereses personales, proteger a su suegro de sus peores instintos, cuidar al mercado accionario y avanzar algunas agendas internacionales relevantes. Alrededor de todo esto, por los primeros años, los militares en posiciones estratégicas (como el jefe de la Casa Blanca, el secretario de defensa y el asesor en seguridad nacional), procurando mantener una semblanza de orden, como si fueran los adultos en el kínder.

La forma de funcionar de la administración de Trump fue mucho peor de lo que uno podía imaginar. Si bien algunos de sus objetivos eran meritorios -sobre todo romper con la inercia burocrática que supone que todo lo existente está bien y no amerita cambio alguno- la personalidad de Trump, su inexperiencia (y mala experiencia) no hicieron sino crear y magnificar un caos permanente que, sin embargo, creó nuevas realidades, como el conflicto con China, la modificación del TLC y la legitimidad de Kim Jong-un. En el camino, destruyó relaciones cruciales y profundizó el conflicto interno.

La mayoría de los gobiernos busca resolver o administrar los problemas y conflictos que se les presentan. Algunos intentan cambiar al mundo. La mayoría no hace más que librarla, a duras penas. Trump, y otros como el nuestro, acaban destruyendo más de lo que construyen, magnificando los problemas y haciéndolos irresolubles.

 

*Chaos Under Heaven: Trump, Xi and the Battle for the 21st Century. **Rage. ***Hay una extraordinaria versión satirica sobre Trump: Make Russia Great Again, de Christopher Buckley

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  REFORMA

25 Jul. 2021

Mezquindad o grandeza

Luis Rubio

La escasez de estadistas en el mundo, argumentó Napoleón, se debe a la complejidad inherente a la función: “para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr; pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad.” A casi tres años de haber asumido la presidencia, es evidente que Andrés Manuel López Obrador no entiende (o no acepta) la diferencia: se quedó en la parte de la mezquindad.

En lugar de gobernar, eso que el presidente considera “muy fácil,” se ha dedicado a dividir a los mexicanos, a la vez que avanza una agenda cuya esencia es la eliminación de todo lo existente de las pasadas cuatro décadas. Su actuar es perfectamente explicable, pues se trata de dos proyectos que son incompatibles y que chocan entre sí. El proyecto presidencial reprueba el desarrollo institucional que tuvo lugar en las pasadas décadas.

El presidente está abocado a la construcción de su visión sobre cómo debería funcionar el país. Se trata, en realidad, de la recreación de su memoria histórica: la presidencia de los años setenta, etapa de oro de la nación mexicana en la concepción de López Obrador. En aquella era la presidencia era, en esa visión caricaturesca, todopoderosa: el presidente podía imponer su voluntad, lo que garantizaba que el país funcionara, la economía creciera y hubiera orden. Quienes vivimos los setenta sabemos que la presidencia de aquellos momentos -Echeverría y López Portillo- fue una fuente de infinita frivolidad, la economía estaba desbocada (de hecho, ambos presidentes inauguraron la era de crisis que luego se tornaron casi cotidianas) y que fueron justamente ellos quienes iniciaron la era de desorden que luego resultó incontenible.

Un libro sobre el palacio de Versalles afirma que “Luis XIV construyó Versalles, Luis XV disfrutó Versalles y Luis XVI pagó por Versalles.” Algo así le pasó a México a mediados del siglo XX. El desarrollo estabilizador permitió que la economía creciera, los dos presidentes antes mencionados, conocidos como los de la docena trágica, disfrutaron lo que sus predecesores construyeron y los ochenta fue la década en que los mexicanos tuvieron que pagar por la lujuria y frivolidad (personal, política y económica) de aquellos personajes.

Los ochenta fueron un periodo de convulsión: crisis económica, casi hiperinflación, deuda exacerbada, enorme enojo, desconfianza y repetidos intentos por restablecer alguna semblanza de orden y estabilidad en todos los ámbitos de la vida nacional. Luego de varias tentativas fallidas por retornar a la era del desarrollo estabilizador se acabó por entender y reconocer que esa vía era imposible y que el mundo -y México- habían cambiado en el ínterin. Lo que siguió -la era de reformas tanto económicas como políticas- fue desigual y parcial, pero sin duda restableció alguna semblanza de orden en la economía y la política, aunque en el camino se perdiera el control territorial y del crimen organizado.

Clave en ese proceso fue la construcción de instituciones cuyo objetivo era conferirle certidumbre a la población (como el IFE, una nueva Suprema Corte, el INAI, la CNDH), a la economía (como la Comisión de Competencia) y a sectores específicos (como la CRE, la CNH, el IFT). Algunas de estas instituciones obtuvieron rango constitucional, otras autonomía, algunas resultaron más efectivas que otras, pero todas seguían una lógica común: conferir certeza y constituirse en contrapesos al ejecutivo todopoderoso de antaño. Se trataba (o se pretendía) irle dando forma a una economía moderna y a una sociedad democrática.

El proyecto de López Obrador es exactamente lo contrario: su objetivo es centralizar y concentrar el poder, imponer la visión presidencial y eliminar todo vestigio de independencia, democracia y competencia porque éstas son incompatibles con su modelo de país. En consecuencia, es perfectamente explicable que tenga que abolir, neutralizar o eliminar todas esas instituciones, muchas de las cuales, lamentablemente, probaron ser demasiado enclenques para contener el embate presidencial. En su acometida, López Obrador y Trump son muy similares, pero las instituciones estadounidenses, en contraste con las nuestras, probaron ser suficientemente fuertes para contener la embestida.

El problema para López Obrador, pero sobre todo para México, es que su modelo es incompatible con el mundo de hoy y con la realidad cotidiana de una población con aspiraciones y expectativas propias del siglo XXI. Mucha de esa gente votó por López Obrador por creer en él o por hastío respecto al pasado, pero lo que él impulsa no es solo una aventura reaccionaria sino una quimera y un capricho irrealizable. Esto, más que cualquier otra cosa explica la hecatombe electoral que sufrió el presidente.

“La esencia de la democracia,” escribió Deng Yuwen, editor de un periódico controlado por el partido comunista chino, “radica en restringir el poder gubernamental: esta es la razón más importante por la cual China requiere la democracia. La sobre concentración de poder gubernamental sin pesos y contrapesos es la causa última de tantos problemas sociales.” López Obrador comienza a vivir esos mismos retortijones.

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 18 Jul. 2021

Gobernar

 Luis Rubio

El arte de gobernar, dice David Konzevik, es el arte de manejar la brecha entre las expectativas que tiene la ciudadanía y las realidades mundanas. México es un ejemplo viviente tanto de la enorme brecha entre ambos factores como de la incapacidad de nuestros gobiernos por manejarla. La pregunta es por qué.

La reciente elección nos puede dar una pista de la problemática que enfrenta el país y que, por décadas, ha sido evadida por un gobierno tras otro. Independientemente del resultado electoral específico, hay dos patrones muy claros en el electorado mexicano: por un lado, un reconocimiento del enorme cambio para bien que experimentó el país a lo largo de las últimas décadas. No es necesario ver más allá del impresionante voto urbano, desde la ciudad de México hasta la frontera, para apreciar un país activo, demandante y “entrón,” decidido a otear un futuro promisorio. Por otro lado, es igualmente palpable el rezago que sigue caracterizando a México en buena parte del sur y otras demarcaciones.

En cierta forma, nada cambió desde 2018: el país sigue exhibiendo una enorme desigualdad, pero ahora exacerbada (en lugar de disminuida, una paradoja) por la naturaleza del presidente. Es decir, en vez de avanzar hacia los objetivos que él mismo enarboló en su campaña, el país se ha retraído y sus problemas se han acentuado.

Lo fácil sería atribuirle al presidente este resultado, pero eso implicaría ignorar que el problema yace en las estructuras que hacen posible que un presidente pueda cambiar tantas cosas sin el menor contrapeso. A algunos les gusta lo que ha hecho, otros lo reprueban, pero ambas posturas eluden el problema de fondo: México no necesita salvadores o Tlatoanis sino un sistema de gobierno que funcione, que resuelva problemas y construya condiciones propicias para su desarrollo, lo que implica lidiar con servicios básicos (como educación, salud y seguridad) y también con los mecanismos y estructuras que pudiesen hacer posible el desarrollo de largo plazo.

En el corazón de nuestra encrucijada se encuentra el contraste entre las reformas económicas y las políticas que hemos experimentado en las pasadas décadas. Mientras que las reformas económicas seguían un modelo muy bien articulado (eso independientemente de los errores y sesgos de implementación), las políticas fueron siempre reactivas y nunca hubo un sentido de dirección: más bien, se trataba de apaciguar a personas o intereses (comenzando por el hoy presidente) en lugar de construir un ensamblado amplio e incluyente que sumara a todas las fuerzas políticas. El resultado fue lo que hemos vivido: un gobierno disfuncional, distante de las necesidades de la población y un país dividido por los intereses que protegen al statu quo que impide el desarrollo de vastas regiones del país.

Una película sobre las negociaciones entre israelíes y palestinos en Oslo en los noventa muestra el contraste entre dos visiones, que permite apreciar la complejidad de nuestra situación. La primera negociación logró acuerdos sobre principios generales. No fue sencillo, pero lo que salió fue un esquema sobre el que se podía trabajar. Sin embargo, fue hasta que comenzaron a discutir los detalles -como la basura o los impuestos- que los negociadores se encontraron ante la complejidad de aterrizar los grandes principios en la funcionalidad de la gobernanza cotidiana. La verdadera negociación no inició sino hasta que se abocaron a lo que hace funcionar a un país. Ese proceso fracasó por diversas razones, pero el ejemplo me parece sumamente relevante para México.

Las reformas políticas mexicanas nunca llegaron a un punto como ese. Claro que se lograron arreglos institucionales en materia electoral o sobre la suprema corte; también se podrían agregar otros no menos trascendentes como el del Banco de México, quizá menos visibles, pero no menos trascendentes. Sin embargo, nunca se llegó a una negociación sobre los asuntos que realmente importan a la población o al desarrollo del país en su vida cotidiana.

Asuntos como: las relaciones entre los estados y gobernadores con el ejecutivo federal; los dineros federales y los estatales; la separación de soberanías entre estados y federación; un sistema de seguridad pública que no sea dependiente del ejército y que efectivamente confiera seguridad a la población; la justicia del fuero común; los partidos políticos: sus prerrogativas y relación con la ciudadanía; las facultades de los miembros del gabinete federal y la rendición de cuentas; la libertad de prensa; los medios de comunicación y la transparencia de su financiamiento. Sin acordar estos “detalles” es imposible resolver problemas “triviales” como la basura, la extorsión o la vida cotidiana.

La reforma electoral de 1996 resolvió un problema específico, pero a la vez creó uno mucho más grande: resolvió el acceso al poder, pero no la forma de gobernarnos. Todos los problemas que hoy enfrenta el país se derivan de ahí: desapareció el sistema que todo lo controlaba, pero no se creó uno nuevo que le respondiera a la ciudadanía. Se encumbraron poderes particulares por todas partes y se hizo posible el ascenso de una hiper presidencia sin control alguno. Ningún país puede progresar o prosperar en esas circunstancias. 

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Los malos socios

Luis Rubio

Nadie puede confundir al gobierno de China con el de México. Independientemente de las enormes diferencias históricas y culturales, las dos naciones buscan transformarse, cada una a su estilo y forma. Cualquiera que acabe siendo el devenir del gigante asiático, el gran contraste entre los dos países es que el gobierno de aquella nación tiene monumentales ambiciones y claridad meridiana sobre como pretende alcanzarlas. Quienquiera que haya visto sus aeropuertos, carreteras, trenes y, sobre todo, los productos de cada vez mayor sofisticación que emanan de sus fábricas, no puede más que maravillarse de sus logros.

Y, sin embargo, escriben Rozzelle y Hell,* los éxitos de China en las últimas décadas obscurecen los enormes retos que enfrenta esa nación que, a pesar de ser la segunda economía del mundo, “todavía sigue siendo, en muchos sentidos, una nación pobre.” El énfasis de estos autores se encuentra no en la parte visible y exitosa de China, sino en su retaguardia, donde no existen las condiciones necesarias para que sea posible salir del atraso y la pobreza. En particular, los autores analizan la educación en las zonas rurales (donde viven cientos de millones de personas) y concluyen que la deseada transformación es imposible a partir de su realidad educativa actual.

El análisis que realizan estos autores parece un relato de la realidad mexicana: el éxito a la fecha se debe en buena medida a la disponibilidad de mano de obra barata con pocas habilidades, lo que ha permitido tasas sumamente elevadas de crecimiento por varias décadas. Sin embargo, sólo el 12.5% de los trabajadores cuenta con educación universitaria, la tasa más baja de cualquier nación del nivel de desarrollo de China. Aunque cuenta con una fuente en teoría inagotable de mano de obra barata, comienza a perder competitividad debido al constante aumento de los salarios de la base manufacturera. En contraste con Corea, Taiwán, Singapur y otras naciones que lograron una transformación cabal, China no ha invertido en educación y ahora está pagando las consecuencias.

El argumento central de estos autores es que la transición a una economía avanzada requiere de una población con altos niveles de educación, capaces de adaptarse a las cambiantes demandas del mercado laboral para elevar los niveles de productividad general de la economía. Los autores diferencian entre naciones que hacen esas inversiones en educación y los que no: los primeros logran evitar estancarse en el camino, la llamada “trampa del ingreso medio,” en tanto que los demás se atoran y resultan incapaces de sostener un nivel creciente de ingresos. México ejemplifica para los autores el ejemplo perfecto del segundo caso: países que apostaron por la mano de obra barata y acabaron estancados en el camino y sugieren que China, por también haber menospreciado a la educación, se encuentra en la misma situación.

Cada país tiene sus circunstancias y sigue la lógica que le imponen sus realidades. En el caso de México, un gobierno tras otro ha preferido utilizar a los sindicatos magisteriales para avanzar sus objetivos políticos antes que apostar al desarrollo del país. Para algunos gobiernos esos sindicatos son clave en el mantenimiento del control político sobre vastas regiones del país, para otros no son más que un instrumento electoral. Otros más apuestan a los sindicatos y sus líderes como retaguardia para el día en que se dé la “gran confrontación” entre las fuerzas del bien y del mal. Cualquiera que sea la lógica que anima a nuestros gobiernos (cada uno su racionalidad como sugieren estas descripciones), el hecho tangible es que ninguno ha comprendido el enorme reto que representa el cambio de la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento y, por lo tanto, la apuesta por el statu quo educativo es una apuesta por la pobreza.

En la era industrial lo que agregaba valor era el proceso productivo mismo y las empresas se enfocaban a mejorar la tecnología de producción y a elevar la productividad en la propia planta de las fábricas, o sea, a mejorar el uso de las habilidades manuales de los trabajadores. En la era del conocimiento, la gran diferencia y el espacio en que se agrega el mayor valor, es en la parte creativa, que tiene que ver con el diseño de procesos, la elaboración de software, el empleo de la mente humana para imaginar nuevas tecnologías, todo lo cual requiere capacidad de manejo de las computadoras y lo que éstas permiten: un mundo radicalmente nuevo. La educación acaba siendo clave para incorporar a toda la población ante la oportunidad de hacerla en la vida del mundo digital.

China es una nación autoritaria que empleó todas sus capacidades para forzar un acelerado desarrollo a lo largo de las últimas cuatro décadas. Si estos autores tienen razón, su futuro será menos encomiable de lo que hoy parecería y, ciertamente, muy por debajo de sus ambiciones. El problema de México es que, para poder salir del hoyo en que nos encontramos, lo mínimo que se requiere es imaginar un futuro mejor, algo que le sobra a China pero para lo que nosotros parecemos negados, al menos con este gobierno.

*Invisible China: How the Urban-Rural Divide Threatens China’s Rise

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04 Jul. 2021

De reformas

Luis Rubio

Dice un viejo proverbio que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Algo así le pasó a México cuando se negociaron sucesivas reformas electorales, todas ellas concebidas por actores políticos que querían conducir a México hacia un terreno, primero, de estabilidad política (sobre todo aquellas de 1958 a 1978) y, luego, hacia la democracia, a partir de 1996. El problema es que esos esfuerzos se enfocaron exclusivamente hacia lo electoral, dejando el asunto de cómo nos habríamos de gobernar en el aire.

La teoría y la práctica explican los problemas que hemos vivido en estas décadas y, también, la racionalidad de la estrategia del presidente López Obrador. Por el lado teórico, hace décadas que se sabe que en los procesos de democratización es clave haber consolidado un gobierno fuerte y efectivo antes de liberalizar la competencia política pues, de lo contrario, (casi) nunca se logra constituir un gobierno que pueda efectivamente gobernar y satisfacer las demandas y expectativas de la población. En adición a lo anterior, las naciones que lograron transiciones exitosas también consolidaron su Estado de derecho, el marco normativo y procedimental crucial para contener el potencial de abuso de un gobierno o su burocracia. Nuestra calificación en esto no es buena.

Por el lado práctico, México ha vivido dos periodos muy exitosos de crecimiento económico con estabilidad política: el porfiriato y la era del PRI duro, entre los cuarenta y el fin de los sesenta. La característica política de ambos era un gobierno autoritario cuyo único contrapeso era la disposición de la población y de los inversionistas a participar en sus respectivos espacios. Ambos momentos históricos acabaron mal por la rigidez de sus estructuras y procesos: cuando se presentaron dificultades, fueron incapaces de adaptarse a una nueva realidad. En el porfiriato, el desafío fue parte político y parte la hambruna que aquejó al país al inicio del siglo XX. Sin la mínima flexibilidad para reformarse, el porfiriato se colapsó, abriendo la puerta a un conflicto civil que arrasó con la economía y dejó sin vida a más de un millón de ciudadanos.

El segundo momento, al inicio de los ochenta, acabó de una manera distinta, pero no menos caótica. Luego de que la economía y la política comenzaran a hacer crisis en los sesenta, el gobierno intentó prolongar artificialmente su vigencia a través de deuda externa, animado por la expectativa de precios cada vez más elevados de petróleo. Al final, la deuda excesiva colapsó financieramente al gobierno y llevó a una década de casi hiper inflación. Las reformas económicas que siguieron resolvieron parte del problema al estabilizar a la economía, abrir el país al comercio internacional y construir una potencia manufacturera en el proceso.

Lo que no se resolvió fue el deseo de la sociedad de participar en las decisiones políticas y, por ese camino, limitar los excesos a los que es propenso nuestro sistema de gobierno. Para el presidente López Obrador es claro que lo que México requiere es construir una nueva era de estabilidad y crecimiento y que para ello se requiere un gobierno fuerte que limite los excesos de la ciudadanía. Esa es la razón por la cual centraliza el poder y elimina contrapesos a diestra y siniestra. La historia le da una poderosa esperanza.

El problema es que el gobierno mexicano no está constituido para resolver problemas, allanar el camino hacia el crecimiento o construir una plataforma de desarrollo para el próximo siglo. Nuestro gobierno, heredero del porfiriato y organizado bajo el pacto post revolucionario con el objetivo expreso de que a los beneficiarios les hiciera “justicia” la revolución, está diseñado para expoliar, corromper y abusar. Los grupos políticos, sindicales, empresariales y sus asociados dentro del entramado del sistema político no están interesados en la ciudadanía, los beneficios laborales o la calidad de los productos, sino en preservarse dentro del sistema que les genera rentas, en ocasiones desmedidas.

Las reformas electorales de 1996 en adelante vinieron acompañadas de la suposición
de que el problema residía en la falta de competencia política y que, una vez liberada ésta, todo el resto se acomodaría por sí mismo. Lo que de hecho ocurrió fue que la democracia electoral se montó sobre el sistema político existente, con sus estructuras burocráticas anquilosadas y el enjambre de intereses que ya existían y que siguen beneficiándose a costa del desarrollo integral del país. De ahí se derivan los dos grandes males que enfrentamos: la frustración de la ciudadanía que se manifiesta en cada justa electoral y la enorme desigualdad tanto de oportunidades como de resultados en materia económica.

La solución que avanza el presidente López Obrador no hará sino posponer y profundizar el problema porque no lo encara, sólo busca esquivarlo. En lugar de enfrentar las estructuras políticas, burocráticas y de intereses que desvalijan al erario y preservan a medio México en la pobreza, este gobierno, como sus predecesores, se dedica a inventar nuevas excusas en lugar de soluciones. Lo que el país requiere es una transformación de su sistema político, sin lo cual nunca saldremos del círculo vicioso en que llevamos décadas.

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  REFORMA

 27 Jun. 2021 

El daño institucional

Luis Rubio

El presidente López Obrador llegó al poder con la idea clara de que había que echar para atrás las reformas que se aprobaron a partir del año 1983. En su entender, los problemas de México comenzaron con esas reformas, por lo que deben ser revertidas. Desde el inicio de su administración, el presidente ha neutralizado o desmantelado las instituciones que consideraba innecesarias o restrictivas de su actuar, ha ido concentrando poder y ha modificado el marco normativo para acomodarlo a sus prioridades. Esta manera de actuar -en algunos casos apegada a la legalidad, en otros no- ha creado un elevado grado de incertidumbre, quizá menos por lo específico de su actuar que por el hecho de poder modificar leyes, reglamentos, prácticas, contratos e instituciones sin que medie contrapeso real alguno.

La facilidad con que está desmantelando el entramado institucional revela la falta de arraigo de esas instituciones y la ausencia de credibilidad respecto a su importancia para la vida cotidiana. Pero, al mismo tiempo, exhibe la enorme debilidad del propio gobierno, porque ningún país resiste cambios tan súbitos, grandes y, en algunos casos, graves, como los experimentados por el nuestro. Si bien México está acostumbrado a los bandazos tradicionales entre administraciones, característicos de nuestro sistema político, la forma en que ha actuado el presidente, en la era en que el bienestar de prácticamente todos los mexicanos depende de las cadenas de suministro tan enraizadas que cruzan las tres naciones del subcontinente, se ha convertido en un factor de incertidumbre y, potencialmente, de inestabilidad. La tensión entre los objetivos del presidente y los requerimientos para el progreso es más que flagrante.

El presidente claramente quiere atraer la inversión privada, pero no está dispuesto a aceptar que, en el siglo XXI, la única posibilidad de lograrlo radica en crear condiciones propicias para que ésta fluya de su libre albedrío. Hace décadas que quedó atrás la posibilidad de forzar a la gente —humilde o encumbrada—a ahorrar o invertir sin su venia. La inversión va a fluir sólo en la medida en que desaparezca la incertidumbre que proviene del propio gobierno. Y las instituciones son clave para generar un entorno de certidumbre. Sin embargo, ésta no vendrá en la medida en que los términos que establezca el gobierno sigan siendo anacrónicos.

Tan importantes son las instituciones, que la expropiación de los bancos en 1982 constituyó una violación de un entendido entre los actores clave de la sociedad mexicana. La decisión de expropiar y, sobre todo, la forma en que se realizó para provocar confrontación y encono social, llevaron a años de incertidumbre, ausencia de ahorro e inversión y una situación económica por demás precaria. Tomó más de una década recomponer acuerdos políticos que permitieran restablecer la paz entre esos actores clave y fue el TLC —una institución que goza de apoyo trinacional— el elemento que institucionalizó aquellos acuerdos. Desde la perspectiva mexicana, la verdadera trascendencia del TLC fue que le amarraba las manos al gobierno mexicano, imponiéndole costos muy elevados a cualquier intento de abuso, imposición o expropiación.

El TLC se convirtió en la institución más importante que se construyó en el país. De la lógica de una economía abierta santificada en el TLC surgieron otras reformas en los años subsecuentes con entidades e instituciones regulatorias para hacerlas funcionar. Por más de veinte años, ese entramado permitió darle funcionalidad a diversos mercados y actividades. Hoy sabemos, en retrospectiva, que la vigencia y trascendencia de estas instituciones se debió no a la legitimidad de que gozaban, sino al respeto que sucesivos presidentes y administraciones les dispensaron. El costo de la remoción de esas instituciones acabará siendo mucho mayor del que nadie pudo imaginar. La cloaca que destapó el presidente no es nueva, pero es mucho más trascendente porque cancela el crecimiento futuro.

Más allá de la trascendencia de estas instituciones para el funcionamiento de la economía, hay un costo menos fácil de determinar en el corto plazo, pero trascendental en el largo: el menoscabo institucional también afecta a la ciudadanía que, ahora, conoce la capacidad demoledora del gobierno mexicano, el cual ha evidenciado vastos poderes sin restricción o contrapeso alguna.  La destrucción institucional que ha tenido lugar, que podría parecer peccata minuta, ha eliminado mecanismos que, por dos o tres décadas, sirvieron para consolidar confianza por parte de la sociedad y de inversionistas. Resultó ser un espejismo la idea de que México había cambiado y ahora se enfilaba a crecer y corregir eventualmente la inequidad. Claramente, el gobierno actual tiene otros planes, que no son compatibles con esa concepción.

La pregunta evidente para la ciudadanía es hasta dónde puede llegar el presidente: si de los organismos autónomos hoy sacrificados seguirán otros que tienen mayor arraigo, como las instituciones electorales, los medios de comunicación o el poder judicial. Una vez que comienza la destrucción impune de las instituciones, la pregunta clave es ¿qué sigue?

 

Fragmentos del nuevo libro intitulado La nueva disputa sobre el futuro: Ideas viejas para un México moderno, Editorial Grijalbo.

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 REFORMA

20 Jun. 2021

Tres años

Luis Rubio

 

La ciudadanía habló claro y ahora todo el aparato político tendrá que ajustarse a una nueva realidad. Con gran sabiduría, la población refrendó su confianza en el INE, rechazó los excesos del presidente, exigió cordura a los actores políticos y sigue buscando “un cambio.” Al reclamar triunfos totales y absolutos, los líderes de los partidos mostraron total incomprensión del momento, pero no así el presidente López Obrador, quien emprendió, a su peculiar manera y sin acusar de recibido, una operación de moderación (que no duró mucho). Difícil encontrar un mejor escenario dado el polarizado y enconado entorno que subía de tono por segundo.

 

Por casi tres años, el presidente ordeñó su elección de manera desmesurada y abusiva. Suponiendo un mandato inapelable de las urnas para hacer y deshacer a su antojo, procedió a echar el reloj nacional cuatro décadas hacia atrás. Su tenacidad y singularidad de propósito le llevaron a alterar el entorno de manera decisiva, provocando con ello el amplio rechazo de las clases medias y de la inversión: de hecho, esta fue una rebelión de las clases medias en todas las urbes.

 

El resultado electoral le deja suficiente margen de maniobra para salvar cara y poder argumentar que sus (enormes) pérdidas no fueron tan grandes (sobre todo al contrastar la disminución de 20% de su contingente legislativo contra el crecimiento en el número de gubernaturas en manos de Morena). Sin embargo, tanto el resultado electoral como el momento del sexenio anuncian cambios fundamentales.

 

En primer lugar, desde que Fox anunció su candidatura inmediatamente pasada la elección intermedia en 1997, los presidentes perdieron la capacidad de contener el proceso de nominación bajo su férula, y más con Morena, donde la ausencia de estructuras institucionales y disciplina interna prometen choques constantes entre los promotores de las candidaturas de sus principales cuadros. Este sólo hecho va a acentuar las fracturas ya de por sí existentes, lo que inexorablemente debilitará la capacidad del presidente de controlar el proceso o de promover iniciativas políticas o legislativas nuevas.

 

En segundo lugar, aunque Morena gobernará más de la mitad de las entidades, la capacidad de intimidación, que ha sido el principal instrumento de subordinación de los gobernadores al presidente, se verá mermada. No es lo mismo amenazar con el séptimo año del sexenio cuando éste está por venir que cuando ocurrirá en otro sexenio. Independientemente de su filiación partidista, los 15 nuevos gobernadores gozarán de libertades infinitamente superiores a las de sus predecesores.

 

Tercero, Morena ya no tendrá la mayoría que antes tuvo ni le será fácil encontrar un partido “bisagra” para avanzar enmiendas constitucionales. Esto cambia la dinámica legislativa de varias maneras: ante todo, introduce un elemento de inestabilidad a la coalición Morena-Verde-PT, toda vez que incentiva a estos excéntricos aliados, especialmente al segundo, que nunca pierde oportunidades pecuniarias, a contemplar alianzas distintas para el futuro. No menos importante, la cámara de diputados pasará a ser el espacio obligado de interacción y negociación política que la super mayoría (y control) del periodo que ahora concluye hacía imposible.

 

Todo esto crea un entorno nuevo en el que podrían -de hecho, deberían- prosperar visiones y propuestas que esbocen un futuro menos contencioso y enconado. A la fecha, toda la política mexicana se ha concentrado en el pasado: para uno los setenta, para otros antes del 2018, a pesar de que no hay muchos mexicanos en sus cinco sentidos que quisieran retornar a esos momentos. El contraste entre el voto ciudadano del 2018 con el de hace unos días hace evidente que la población quiere ir hacia adelante, hacia un estadio más amigable, de mayor progreso y con mejor distribución de los beneficios. Esa carta, que era, o debió ser, la de López Obrador, se perdió en la estrategia de confrontación que no ha arrojado beneficio alguno para la ciudadanía y menos al propio presidente, como se pudo apreciar en el resultado electoral. De hecho, el futuro político del presidente se encuentra ahora en una difícil tesitura: a menos que corrija el rumbo, su ambición de ser uno de los grandes transformadores de nuestra historia se ha esfumado.

 

El presidente López Obrador ha ido cayendo en una paradoja no inusual entre quienes acumulan poder sin un proyecto que atraiga y convoque a la población: mientras más poder acumula, menos poder puede ejercer porque el riesgo de radicalizarse causaría crisis susceptibles de destruir el propio proyecto de poder. Quizá no haya mejor ejemplo de esto que el riesgo de una devaluación, límite explícito que el presidente se ha auto impuesto. Algo similar ocurre con la noción de ampliar su mandato o buscar la reelección: intentar romper tabúes de más de un siglo traería consecuencias devastadoras para el promotor y nocivas para el país.

 

Vienen tres años complejos que podrían convertirse en excepcional oportunidad de reconciliación para sembrar el andamiaje de un mejor futuro. Lamentablemente no es obvio que existan estadistas -en el gobierno o en la oposición- susceptibles de encabezarlo y encausarlo. Pero la oportunidad no deja de estar ahí.

 

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A votar

Luis Rubio

 Hoy es el día, el día de la ciudadanía. El día en que, con su voto, los ciudadanos, expresarán individualmente su sentir sobre el gobierno y su expectativa sobre el futuro. Pocas veces una elección intermedia es tan trascendente, y lo es porque el presidente así ha definido el momento: por él o contra él. En lugar de una práctica democrática limpia y respetuosa, se nos exige a los ciudadanos una definición tajante, definitiva y, obviamente por él.

La responsabilidad que cada uno de nosotros asume, en nuestra calidad de ciudadanos, es extraordinaria: con un voto tenemos que escoger a nuestros representantes populares y gobernantes locales. Pero, más que eso, nuestro voto entraña un juicio sobre el momento que vivimos, nuestras expectativas de futuro y la mejor manera de lograrlas. El problema, y la virtud, de la democracia es que todo ello tiene que expresarse en un instante, con una marca en cada una de las boletas respectivas. Lo interesante es que todos los mexicanos estaremos a la expectativa de cómo votan los demás.

Al acercarnos al momento de votar es esencial considerar dónde estamos, hacia dónde vamos, qué es lo que sigue y quién nos ofrece un mayor grado de certidumbre de poder avanzar en la dirección deseada. Evidentemente, cada uno de los ciudadanos va a evaluar distintos factores en el momento de decidir su voto, pero sin duda hay un conjunto de elementos que a todos nos afectan, directa o indirectamente, aunque de maneras distintas.

Lo excepcional del día del voto no es el enorme número de puestos que serán definidos por el voto ciudadano (el mayor de nuestra joven democracia), sino que una elección intermedia revista tan grande trascendencia. En un país de poderes separados con un presidente a cargo del ejecutivo, las elecciones definitorias suelen ser las presidenciales. Sin embargo, dada la forma personalista, agresiva y excluyente que ha caracterizado al gobierno del presidente López Obrador en sus primeros (casi) tres años, la pregunta que todo votante tiene frente a sí es si se le debe otorgar una carta blanca para sus siguientes, y últimos, tres años, o si su manera de ser amerita el fortalecimiento del poder legislativo para asegurar que exista un contrapeso efectivo que contribuya a un país más equilibrado y un presidente más comprometido con el conjunto de la ciudadanía.

Nadie puede adivinar qué nos depara el futuro. De lo que no cabe la menor duda es que en las últimas décadas el país ha experimentado gobiernos malos y algunos mediocres, todos prometiendo grandes soluciones para luego acabar con expectativas destrozadas y un mar de corrupción. El presidente López Obrador llegó a la presidencia mucho más por cansancio del electorado que por la calidad de su propuesta de gobierno que, en la práctica, ha consistido en no más que la concentración de poder en su persona.

Su programa de gobierno se reduce a tres proyectos de infraestructura de dudosa relevancia económica y un mecanismo de transferencias en efectivo para sus clientelas favoritas. En lugar de buscar la forma de generar una plataforma económica que permita producir riqueza y empleos buenos y permanentes para un desarrollo equilibrado y con mejor distribución del ingreso, su visión se limita a repartir dinero sin producir nada. La retórica puede disfrazar muchos actos de gobierno, pero no produce ingresos o empleos permanentes, la única forma de salir del atraso, la pobreza y la desigualdad existentes.

Al inicio del sexenio publiqué un libro en el que comenzaba diciendo que el presidente había identificado correctamente los tres problemas principales que enfrenta el país: la baja tasa de crecimiento económico (en promedio), la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, escribía yo, su propuesta para encararlos era errada y resultaría fallida porque no reconocía ni aceptaba que el problema radica en las condiciones en que vive una parte enorme de la población y que son esas condiciones y circunstancias las que deben ser atacadas. En vez de eso, el presidente se ha dedicado a intentar recrear la fantasía de un mundo idílico que dejó de existir, no por diseño de a quienes él denomina adversarios, sino por la falta de visión de sus predecesores que acabaron, como él acabará, porque se rehúsa a resolver los problemas de la realidad del hoy.

Los tajantes contrastes que vive el país pueden resolverse y el presidente López Obrador tiene la legitimidad para enfrentarlos, pero su proyecto es ciego a la realidad política y a la enorme complejidad del México de hoy, la realidad económica del siglo XXI y el enorme potencial de la ciudadanía en todos los rincones del país. Volver al autoritarismo empobrecedor del pasado no logrará más que destruir lo poco que sí se ha avanzado, sin construir nada mejor en el camino. Pero el presidente no está dispuesto a contemplar alternativas, incluso aquellas que fortalezcan su probabilidad de efectivamente eliminar esos males ancestrales.

Ante esto, la ciudadanía tiene que optar el día de hoy, con su voto, entre ratificar el camino adoptado por el presidente o construir una salida alternativa en la forma de contrapesos efectivos y dispuestos a ser corresponsables en la definición del futuro del país. ¡A votar!

 REFORMA
06 Jun. 2021