Luis Rubio
La ciudadanía lleva muchos años desilusionada con la política. Se suponía que, primero, las reformas restaurarían la capacidad de crecimiento económico y, después, que la democracia reduciría la corrupción y acercaría a los políticos -los supuestos representantes de los votantes- con los electores. Ninguna de estas dos cosas ocurrió, al menos no de manera cabal. Primero iban a “sacar al PRI de los Pinos;” luego vino el sexenio de “mover a México;” y ahora estamos en el periodo de la “honestidad valiente.” Cambios, muchos cambios, pero la realidad sigue igual para la abrumadora mayoría de la población.
El fenómeno no es nuevo ni especialmente mexicano en naturaleza. En un ensayo sobre el escepticismo político de los ciudadanos en las democracias* Bertrand Russell especula sobre las motivaciones cada vez que un votante asiste a las urnas. “La mayoría de los [ciudadanos] está convencida que todos los males que sufre se remedían de llegar al poder un determinado partido. Por eso se mueve el péndulo. Un hombre que vota por un partido y sigue siendo desgraciado deduce que el otro partido es el que lo iba a hacer exitoso. Cuando se ha desilusionado de todos los partidos, es ya viejo y la muerte le acecha; sus hijos conservan su fe de juventud y el sube y baja continúa.” ¿Estaremos condenados a ese péndulo de mediocridad?
La elección de 2018 fue correctamente definida como resultado del hartazgo que experimentaba la ciudadanía: muchas promesas y grandes discursos habían agotado y agobiado a la población. Aunque mayoritario, el voto por AMLO fue también, en una parte significativa, un voto en contra de los gobiernos que le precedieron. Ganó luego de tres intentos no porque le hayan robado la elección, sino porque su proyecto (o sus promesas, porque más allá de desmantelar todo, no hay mucho proyecto) era repulsivo para la mayoría de la ciudadanía. Fueron los yerros, corruptelas y fracasos de sus predecesores los que decidieron la elección.
La facilidad con que López Obrador ha venido desmantelando el statu quo ante obliga a meditar sobre lo que se había construido y como. Más allá de unas cuantas quejas por parte de especialistas y opinadores, el presidente ha podido eliminar, desintegrar o hacer irrelevantes a diversas entidades y organismos que consideraba estorbosos a su propósito centralizador. El mensaje es claro: esas instituciones podían ser importantes (y, en algunos casos, clave) para ciertas funciones o mercados, pero no gozaban de reconocimiento social. Esperar eso quizá hubiera sido excesivo en el caso de instituciones muy técnicas o especializadas, pero todas han sido igualmente victimadas. Es sintomático que el propio gobierno ha sido cuidadoso con las dos instituciones que son más conocidas para la población en general, la Suprema Corte y el INE, reconociendo implícitamente que sería costoso erosionarlas aún más.
La lección que yo leo de esta experiencia es doble: por un lado, para tener vigencia, relevancia y trascendencia, las instituciones deben gozar de amplio reconocimiento público. Muchas veces, sobre todo cuando se trataba de técnicos en el gobierno, la percepción de que sería gravoso pero, sobre todo, innecesario ir por la vía legislativa para encumbrar alguna institución, llevó a que se crearan organismos por decreto, lo cual lo hizo expedito pero también políticamente vulnerable. Desde luego, la embestida lopezobradorista ha sido igual contra los organismos constitucionales, así que esta apreciación es sólo parcialmente válida. El punto más amplio es que las instituciones no son para técnicos o especialistas sino para la ciudadanía y los consumidores que son, o deberían ser, a final de cuentas, la razón de ser del gobierno y son a estos a los que hay que convencer para lograr los objetivos de la política.
La otra lección es que a la población claramente le importan menos las etiquetas que los resultados. Lo importante para el ciudadano promedio no es si la economía es de mercado o estatizada, sino que haya crecimiento, buenos empleos y mayores beneficios para la colectividad. La discusión respecto a la mejor manera de lograr esos objetivos es materia de disputa -yo no tengo duda que requerimos mercados muy competidos para lograrlo- pero es claro que lo trascendente para el consumidor es que el desempeño sea óptimo. Lo mismo es cierto del sistema político: nuestra democracia no sólo es frágil, sino también enclenque y muy limitada. Elección tras elección y encuesta tras encuesta, la ciudadanía ha sido cada vez menos optimista respecto a la democracia y más deseosa de un sistema de gobierno que funcione y que haga posibles resultados encomiables.
A la luz del coronavirus, en el mundo se discute mucho la mejor manera de lograr el desarrollo. China ha sido vehemente en su defensa a ultranza, inequívoca y sin rubor del autoritarismo como un mejor sistema de gobierno, superior a la democracia. Lo que me queda claro es que lo único que le importa a la ciudadanía mexicana es la calidad de la gobernanza, es decir, la capacidad del gobierno para crear condiciones para el progreso y la prosperidad: todo el resto es demagogia pura.
El presidente ganó en 2018 porque prometió un gobierno limpio y efectivo. Ambos brillan por su ausencia.
*The need for political scepticism.