De reformas

Luis Rubio

Dice un viejo proverbio que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Algo así le pasó a México cuando se negociaron sucesivas reformas electorales, todas ellas concebidas por actores políticos que querían conducir a México hacia un terreno, primero, de estabilidad política (sobre todo aquellas de 1958 a 1978) y, luego, hacia la democracia, a partir de 1996. El problema es que esos esfuerzos se enfocaron exclusivamente hacia lo electoral, dejando el asunto de cómo nos habríamos de gobernar en el aire.

La teoría y la práctica explican los problemas que hemos vivido en estas décadas y, también, la racionalidad de la estrategia del presidente López Obrador. Por el lado teórico, hace décadas que se sabe que en los procesos de democratización es clave haber consolidado un gobierno fuerte y efectivo antes de liberalizar la competencia política pues, de lo contrario, (casi) nunca se logra constituir un gobierno que pueda efectivamente gobernar y satisfacer las demandas y expectativas de la población. En adición a lo anterior, las naciones que lograron transiciones exitosas también consolidaron su Estado de derecho, el marco normativo y procedimental crucial para contener el potencial de abuso de un gobierno o su burocracia. Nuestra calificación en esto no es buena.

Por el lado práctico, México ha vivido dos periodos muy exitosos de crecimiento económico con estabilidad política: el porfiriato y la era del PRI duro, entre los cuarenta y el fin de los sesenta. La característica política de ambos era un gobierno autoritario cuyo único contrapeso era la disposición de la población y de los inversionistas a participar en sus respectivos espacios. Ambos momentos históricos acabaron mal por la rigidez de sus estructuras y procesos: cuando se presentaron dificultades, fueron incapaces de adaptarse a una nueva realidad. En el porfiriato, el desafío fue parte político y parte la hambruna que aquejó al país al inicio del siglo XX. Sin la mínima flexibilidad para reformarse, el porfiriato se colapsó, abriendo la puerta a un conflicto civil que arrasó con la economía y dejó sin vida a más de un millón de ciudadanos.

El segundo momento, al inicio de los ochenta, acabó de una manera distinta, pero no menos caótica. Luego de que la economía y la política comenzaran a hacer crisis en los sesenta, el gobierno intentó prolongar artificialmente su vigencia a través de deuda externa, animado por la expectativa de precios cada vez más elevados de petróleo. Al final, la deuda excesiva colapsó financieramente al gobierno y llevó a una década de casi hiper inflación. Las reformas económicas que siguieron resolvieron parte del problema al estabilizar a la economía, abrir el país al comercio internacional y construir una potencia manufacturera en el proceso.

Lo que no se resolvió fue el deseo de la sociedad de participar en las decisiones políticas y, por ese camino, limitar los excesos a los que es propenso nuestro sistema de gobierno. Para el presidente López Obrador es claro que lo que México requiere es construir una nueva era de estabilidad y crecimiento y que para ello se requiere un gobierno fuerte que limite los excesos de la ciudadanía. Esa es la razón por la cual centraliza el poder y elimina contrapesos a diestra y siniestra. La historia le da una poderosa esperanza.

El problema es que el gobierno mexicano no está constituido para resolver problemas, allanar el camino hacia el crecimiento o construir una plataforma de desarrollo para el próximo siglo. Nuestro gobierno, heredero del porfiriato y organizado bajo el pacto post revolucionario con el objetivo expreso de que a los beneficiarios les hiciera “justicia” la revolución, está diseñado para expoliar, corromper y abusar. Los grupos políticos, sindicales, empresariales y sus asociados dentro del entramado del sistema político no están interesados en la ciudadanía, los beneficios laborales o la calidad de los productos, sino en preservarse dentro del sistema que les genera rentas, en ocasiones desmedidas.

Las reformas electorales de 1996 en adelante vinieron acompañadas de la suposición
de que el problema residía en la falta de competencia política y que, una vez liberada ésta, todo el resto se acomodaría por sí mismo. Lo que de hecho ocurrió fue que la democracia electoral se montó sobre el sistema político existente, con sus estructuras burocráticas anquilosadas y el enjambre de intereses que ya existían y que siguen beneficiándose a costa del desarrollo integral del país. De ahí se derivan los dos grandes males que enfrentamos: la frustración de la ciudadanía que se manifiesta en cada justa electoral y la enorme desigualdad tanto de oportunidades como de resultados en materia económica.

La solución que avanza el presidente López Obrador no hará sino posponer y profundizar el problema porque no lo encara, sólo busca esquivarlo. En lugar de enfrentar las estructuras políticas, burocráticas y de intereses que desvalijan al erario y preservan a medio México en la pobreza, este gobierno, como sus predecesores, se dedica a inventar nuevas excusas en lugar de soluciones. Lo que el país requiere es una transformación de su sistema político, sin lo cual nunca saldremos del círculo vicioso en que llevamos décadas.

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  REFORMA

 27 Jun. 2021 

El daño institucional

Luis Rubio

El presidente López Obrador llegó al poder con la idea clara de que había que echar para atrás las reformas que se aprobaron a partir del año 1983. En su entender, los problemas de México comenzaron con esas reformas, por lo que deben ser revertidas. Desde el inicio de su administración, el presidente ha neutralizado o desmantelado las instituciones que consideraba innecesarias o restrictivas de su actuar, ha ido concentrando poder y ha modificado el marco normativo para acomodarlo a sus prioridades. Esta manera de actuar -en algunos casos apegada a la legalidad, en otros no- ha creado un elevado grado de incertidumbre, quizá menos por lo específico de su actuar que por el hecho de poder modificar leyes, reglamentos, prácticas, contratos e instituciones sin que medie contrapeso real alguno.

La facilidad con que está desmantelando el entramado institucional revela la falta de arraigo de esas instituciones y la ausencia de credibilidad respecto a su importancia para la vida cotidiana. Pero, al mismo tiempo, exhibe la enorme debilidad del propio gobierno, porque ningún país resiste cambios tan súbitos, grandes y, en algunos casos, graves, como los experimentados por el nuestro. Si bien México está acostumbrado a los bandazos tradicionales entre administraciones, característicos de nuestro sistema político, la forma en que ha actuado el presidente, en la era en que el bienestar de prácticamente todos los mexicanos depende de las cadenas de suministro tan enraizadas que cruzan las tres naciones del subcontinente, se ha convertido en un factor de incertidumbre y, potencialmente, de inestabilidad. La tensión entre los objetivos del presidente y los requerimientos para el progreso es más que flagrante.

El presidente claramente quiere atraer la inversión privada, pero no está dispuesto a aceptar que, en el siglo XXI, la única posibilidad de lograrlo radica en crear condiciones propicias para que ésta fluya de su libre albedrío. Hace décadas que quedó atrás la posibilidad de forzar a la gente —humilde o encumbrada—a ahorrar o invertir sin su venia. La inversión va a fluir sólo en la medida en que desaparezca la incertidumbre que proviene del propio gobierno. Y las instituciones son clave para generar un entorno de certidumbre. Sin embargo, ésta no vendrá en la medida en que los términos que establezca el gobierno sigan siendo anacrónicos.

Tan importantes son las instituciones, que la expropiación de los bancos en 1982 constituyó una violación de un entendido entre los actores clave de la sociedad mexicana. La decisión de expropiar y, sobre todo, la forma en que se realizó para provocar confrontación y encono social, llevaron a años de incertidumbre, ausencia de ahorro e inversión y una situación económica por demás precaria. Tomó más de una década recomponer acuerdos políticos que permitieran restablecer la paz entre esos actores clave y fue el TLC —una institución que goza de apoyo trinacional— el elemento que institucionalizó aquellos acuerdos. Desde la perspectiva mexicana, la verdadera trascendencia del TLC fue que le amarraba las manos al gobierno mexicano, imponiéndole costos muy elevados a cualquier intento de abuso, imposición o expropiación.

El TLC se convirtió en la institución más importante que se construyó en el país. De la lógica de una economía abierta santificada en el TLC surgieron otras reformas en los años subsecuentes con entidades e instituciones regulatorias para hacerlas funcionar. Por más de veinte años, ese entramado permitió darle funcionalidad a diversos mercados y actividades. Hoy sabemos, en retrospectiva, que la vigencia y trascendencia de estas instituciones se debió no a la legitimidad de que gozaban, sino al respeto que sucesivos presidentes y administraciones les dispensaron. El costo de la remoción de esas instituciones acabará siendo mucho mayor del que nadie pudo imaginar. La cloaca que destapó el presidente no es nueva, pero es mucho más trascendente porque cancela el crecimiento futuro.

Más allá de la trascendencia de estas instituciones para el funcionamiento de la economía, hay un costo menos fácil de determinar en el corto plazo, pero trascendental en el largo: el menoscabo institucional también afecta a la ciudadanía que, ahora, conoce la capacidad demoledora del gobierno mexicano, el cual ha evidenciado vastos poderes sin restricción o contrapeso alguna.  La destrucción institucional que ha tenido lugar, que podría parecer peccata minuta, ha eliminado mecanismos que, por dos o tres décadas, sirvieron para consolidar confianza por parte de la sociedad y de inversionistas. Resultó ser un espejismo la idea de que México había cambiado y ahora se enfilaba a crecer y corregir eventualmente la inequidad. Claramente, el gobierno actual tiene otros planes, que no son compatibles con esa concepción.

La pregunta evidente para la ciudadanía es hasta dónde puede llegar el presidente: si de los organismos autónomos hoy sacrificados seguirán otros que tienen mayor arraigo, como las instituciones electorales, los medios de comunicación o el poder judicial. Una vez que comienza la destrucción impune de las instituciones, la pregunta clave es ¿qué sigue?

 

Fragmentos del nuevo libro intitulado La nueva disputa sobre el futuro: Ideas viejas para un México moderno, Editorial Grijalbo.

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 REFORMA

20 Jun. 2021

Tres años

Luis Rubio

 

La ciudadanía habló claro y ahora todo el aparato político tendrá que ajustarse a una nueva realidad. Con gran sabiduría, la población refrendó su confianza en el INE, rechazó los excesos del presidente, exigió cordura a los actores políticos y sigue buscando “un cambio.” Al reclamar triunfos totales y absolutos, los líderes de los partidos mostraron total incomprensión del momento, pero no así el presidente López Obrador, quien emprendió, a su peculiar manera y sin acusar de recibido, una operación de moderación (que no duró mucho). Difícil encontrar un mejor escenario dado el polarizado y enconado entorno que subía de tono por segundo.

 

Por casi tres años, el presidente ordeñó su elección de manera desmesurada y abusiva. Suponiendo un mandato inapelable de las urnas para hacer y deshacer a su antojo, procedió a echar el reloj nacional cuatro décadas hacia atrás. Su tenacidad y singularidad de propósito le llevaron a alterar el entorno de manera decisiva, provocando con ello el amplio rechazo de las clases medias y de la inversión: de hecho, esta fue una rebelión de las clases medias en todas las urbes.

 

El resultado electoral le deja suficiente margen de maniobra para salvar cara y poder argumentar que sus (enormes) pérdidas no fueron tan grandes (sobre todo al contrastar la disminución de 20% de su contingente legislativo contra el crecimiento en el número de gubernaturas en manos de Morena). Sin embargo, tanto el resultado electoral como el momento del sexenio anuncian cambios fundamentales.

 

En primer lugar, desde que Fox anunció su candidatura inmediatamente pasada la elección intermedia en 1997, los presidentes perdieron la capacidad de contener el proceso de nominación bajo su férula, y más con Morena, donde la ausencia de estructuras institucionales y disciplina interna prometen choques constantes entre los promotores de las candidaturas de sus principales cuadros. Este sólo hecho va a acentuar las fracturas ya de por sí existentes, lo que inexorablemente debilitará la capacidad del presidente de controlar el proceso o de promover iniciativas políticas o legislativas nuevas.

 

En segundo lugar, aunque Morena gobernará más de la mitad de las entidades, la capacidad de intimidación, que ha sido el principal instrumento de subordinación de los gobernadores al presidente, se verá mermada. No es lo mismo amenazar con el séptimo año del sexenio cuando éste está por venir que cuando ocurrirá en otro sexenio. Independientemente de su filiación partidista, los 15 nuevos gobernadores gozarán de libertades infinitamente superiores a las de sus predecesores.

 

Tercero, Morena ya no tendrá la mayoría que antes tuvo ni le será fácil encontrar un partido “bisagra” para avanzar enmiendas constitucionales. Esto cambia la dinámica legislativa de varias maneras: ante todo, introduce un elemento de inestabilidad a la coalición Morena-Verde-PT, toda vez que incentiva a estos excéntricos aliados, especialmente al segundo, que nunca pierde oportunidades pecuniarias, a contemplar alianzas distintas para el futuro. No menos importante, la cámara de diputados pasará a ser el espacio obligado de interacción y negociación política que la super mayoría (y control) del periodo que ahora concluye hacía imposible.

 

Todo esto crea un entorno nuevo en el que podrían -de hecho, deberían- prosperar visiones y propuestas que esbocen un futuro menos contencioso y enconado. A la fecha, toda la política mexicana se ha concentrado en el pasado: para uno los setenta, para otros antes del 2018, a pesar de que no hay muchos mexicanos en sus cinco sentidos que quisieran retornar a esos momentos. El contraste entre el voto ciudadano del 2018 con el de hace unos días hace evidente que la población quiere ir hacia adelante, hacia un estadio más amigable, de mayor progreso y con mejor distribución de los beneficios. Esa carta, que era, o debió ser, la de López Obrador, se perdió en la estrategia de confrontación que no ha arrojado beneficio alguno para la ciudadanía y menos al propio presidente, como se pudo apreciar en el resultado electoral. De hecho, el futuro político del presidente se encuentra ahora en una difícil tesitura: a menos que corrija el rumbo, su ambición de ser uno de los grandes transformadores de nuestra historia se ha esfumado.

 

El presidente López Obrador ha ido cayendo en una paradoja no inusual entre quienes acumulan poder sin un proyecto que atraiga y convoque a la población: mientras más poder acumula, menos poder puede ejercer porque el riesgo de radicalizarse causaría crisis susceptibles de destruir el propio proyecto de poder. Quizá no haya mejor ejemplo de esto que el riesgo de una devaluación, límite explícito que el presidente se ha auto impuesto. Algo similar ocurre con la noción de ampliar su mandato o buscar la reelección: intentar romper tabúes de más de un siglo traería consecuencias devastadoras para el promotor y nocivas para el país.

 

Vienen tres años complejos que podrían convertirse en excepcional oportunidad de reconciliación para sembrar el andamiaje de un mejor futuro. Lamentablemente no es obvio que existan estadistas -en el gobierno o en la oposición- susceptibles de encabezarlo y encausarlo. Pero la oportunidad no deja de estar ahí.

 

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A votar

Luis Rubio

 Hoy es el día, el día de la ciudadanía. El día en que, con su voto, los ciudadanos, expresarán individualmente su sentir sobre el gobierno y su expectativa sobre el futuro. Pocas veces una elección intermedia es tan trascendente, y lo es porque el presidente así ha definido el momento: por él o contra él. En lugar de una práctica democrática limpia y respetuosa, se nos exige a los ciudadanos una definición tajante, definitiva y, obviamente por él.

La responsabilidad que cada uno de nosotros asume, en nuestra calidad de ciudadanos, es extraordinaria: con un voto tenemos que escoger a nuestros representantes populares y gobernantes locales. Pero, más que eso, nuestro voto entraña un juicio sobre el momento que vivimos, nuestras expectativas de futuro y la mejor manera de lograrlas. El problema, y la virtud, de la democracia es que todo ello tiene que expresarse en un instante, con una marca en cada una de las boletas respectivas. Lo interesante es que todos los mexicanos estaremos a la expectativa de cómo votan los demás.

Al acercarnos al momento de votar es esencial considerar dónde estamos, hacia dónde vamos, qué es lo que sigue y quién nos ofrece un mayor grado de certidumbre de poder avanzar en la dirección deseada. Evidentemente, cada uno de los ciudadanos va a evaluar distintos factores en el momento de decidir su voto, pero sin duda hay un conjunto de elementos que a todos nos afectan, directa o indirectamente, aunque de maneras distintas.

Lo excepcional del día del voto no es el enorme número de puestos que serán definidos por el voto ciudadano (el mayor de nuestra joven democracia), sino que una elección intermedia revista tan grande trascendencia. En un país de poderes separados con un presidente a cargo del ejecutivo, las elecciones definitorias suelen ser las presidenciales. Sin embargo, dada la forma personalista, agresiva y excluyente que ha caracterizado al gobierno del presidente López Obrador en sus primeros (casi) tres años, la pregunta que todo votante tiene frente a sí es si se le debe otorgar una carta blanca para sus siguientes, y últimos, tres años, o si su manera de ser amerita el fortalecimiento del poder legislativo para asegurar que exista un contrapeso efectivo que contribuya a un país más equilibrado y un presidente más comprometido con el conjunto de la ciudadanía.

Nadie puede adivinar qué nos depara el futuro. De lo que no cabe la menor duda es que en las últimas décadas el país ha experimentado gobiernos malos y algunos mediocres, todos prometiendo grandes soluciones para luego acabar con expectativas destrozadas y un mar de corrupción. El presidente López Obrador llegó a la presidencia mucho más por cansancio del electorado que por la calidad de su propuesta de gobierno que, en la práctica, ha consistido en no más que la concentración de poder en su persona.

Su programa de gobierno se reduce a tres proyectos de infraestructura de dudosa relevancia económica y un mecanismo de transferencias en efectivo para sus clientelas favoritas. En lugar de buscar la forma de generar una plataforma económica que permita producir riqueza y empleos buenos y permanentes para un desarrollo equilibrado y con mejor distribución del ingreso, su visión se limita a repartir dinero sin producir nada. La retórica puede disfrazar muchos actos de gobierno, pero no produce ingresos o empleos permanentes, la única forma de salir del atraso, la pobreza y la desigualdad existentes.

Al inicio del sexenio publiqué un libro en el que comenzaba diciendo que el presidente había identificado correctamente los tres problemas principales que enfrenta el país: la baja tasa de crecimiento económico (en promedio), la pobreza y la desigualdad. Sin embargo, escribía yo, su propuesta para encararlos era errada y resultaría fallida porque no reconocía ni aceptaba que el problema radica en las condiciones en que vive una parte enorme de la población y que son esas condiciones y circunstancias las que deben ser atacadas. En vez de eso, el presidente se ha dedicado a intentar recrear la fantasía de un mundo idílico que dejó de existir, no por diseño de a quienes él denomina adversarios, sino por la falta de visión de sus predecesores que acabaron, como él acabará, porque se rehúsa a resolver los problemas de la realidad del hoy.

Los tajantes contrastes que vive el país pueden resolverse y el presidente López Obrador tiene la legitimidad para enfrentarlos, pero su proyecto es ciego a la realidad política y a la enorme complejidad del México de hoy, la realidad económica del siglo XXI y el enorme potencial de la ciudadanía en todos los rincones del país. Volver al autoritarismo empobrecedor del pasado no logrará más que destruir lo poco que sí se ha avanzado, sin construir nada mejor en el camino. Pero el presidente no está dispuesto a contemplar alternativas, incluso aquellas que fortalezcan su probabilidad de efectivamente eliminar esos males ancestrales.

Ante esto, la ciudadanía tiene que optar el día de hoy, con su voto, entre ratificar el camino adoptado por el presidente o construir una salida alternativa en la forma de contrapesos efectivos y dispuestos a ser corresponsables en la definición del futuro del país. ¡A votar!

 REFORMA
06 Jun. 2021 

Lo importante

 

Luis Rubio

El próximo domingo será un día clave para el futuro del país. Es el día en que el electorado decidirá si vota por que existan contrapesos al poder o si ratificará el camino que, paso a paso, nos ha ido llevando a su concentración total en una persona que, en un instante, podría convertirse en tiranía. Para Karl Popper, uno de los grandes filósofos del siglo XX, lo esencial de la democracia es que el gobierno no pueda abusar del ciudadano y para eso lo crucial es la existencia de contrapesos al poder. La pregunta nodal para los votantes es si será posible hacer efectiva esta definición mínima de democracia.

Lo que está en juego el próximo domingo no tiene que ver con el presidente López Obrador, sus atributos o estilo de gobierno. El principio esencial de la democracia radica en que existan contrapesos para que ningún gobernante pueda abusar, independientemente de sus objetivos o valores. El asunto tiene todo que ver con el tipo de país en que los mexicanos queremos vivir y con las fuentes de certeza que se requieren para garantizar la estabilidad política y la viabilidad económica. La forma de decidir del presidente, su constante advertencia a las bancadas de su partido en el sentido de que no deben “cambiarle ni una coma” a sus iniciativas de ley, y su amenazante discurso contra los ministros de la Suprema Corte, describen a un líder que quiere todo el poder para sí sin darle espacio alguno a la función cardinal que corresponde a cada uno de esos poderes públicos, como contrapesos y como protectores de última instancia de los derechos esenciales de la ciudadanía.

Votar por Morena o sus acólitos implica avanzar hacia el riesgo de una tiranía. Ni más ni menos. De ratificarse la mayoría morenista, el mundo cambia porque nada de lo antes existente sigue siendo válido. A lo largo de los últimos dos años y medio, los mexicanos hemos ido observando como, paso a paso, se van restringiendo o amenazando las libertades, se eleva la arbitrariedad en el actuar gubernamental, se modifica la legislación sin ánimo alguno de procurar consenso o apoyo amplio para las iniciativas presidenciales y se toman decisiones que afectan de manera directa la creación de nuevas empresas, fuentes de empleo u oportunidades para el desarrollo. En una palabra, el país ha ido perdiendo las pocas fuentes de certidumbre que existían, lo que se refleja nítidamente en el magro desempeño general de la economía y los niveles de desempleo.

El presidente ha hecho todo lo posible por convertir esta elección en un referéndum sobre sí mismo. Lo hace porque quiere explotar su popularidad personal como carta de presentación para que los votantes decidan su voto sin reflexión alguna a favor de los candidatos del partido que no le “cambia ni una coma” a las iniciativas presidenciales. Cada ciudadano debería preguntarse cuál es la lógica de elegir diputados cuya única tarea es sentarse en su curul para levantar el dedo cada que el jefe se los ordene. Como ciudadanos, la clave radica en que existan las condiciones que impidan decisiones excesivas o absurdas que incidan negativamente en el bienestar de la población y del país y para eso se requieren contrapesos efectivos. No hay otra.

Sus decisiones, sobre todo su manera de decidir, explican porqué es tan importante que existan contrapesos. Cada uno de sus proyectos y acciones se han tomado con una lógica personalista, un deseo de recuperar un pasado inasible y el implacable deseo de nutrir a sus clientelas. Cada que pienso en su forma de actuar y decidir, pienso en los vendedores que prometen milagros imposibles de cumplirse.

Así lo sugiere la siguiente anécdota:

En su comedia «Los caballeros», Aristófanes presenta al pueblo ateniense como un anciano fundamentalmente bueno pero aturdido que fue engañado por el demagogo Cleón. Los sabios de la época optan por postular a un fabricante de salchichas (la profesión más repugnante imaginable) para contender contra Cleón por el favor popular. Los dos candidatos sostienen un debate público, en el que el embutidor se muestra aún más vulgar, jactancioso, egoísta y grosero que Cleón, acusándolo de crímenes absurdos y finalmente ganando el debate prometiendo dádivas gratuitas que nunca podrían ser sufragadas por el erario.

La característica central del gobierno han sido grandes y falibles promesas centradas en magnos proyectos (como el aeropuerto, trenecito y refinería) y su interminable sed por aumentar las transferencias a sus bases que, como insinúa Aristófanes, son incumplibles. La existencia de contrapesos habría evitado estos excesos.

Una sociedad abierta y democrática vive y se nutre de la existencia de posturas diversas, principio que López Obrador rechaza de entrada. Combate todos los días lo que, como dice Garganella, es un factor esencial del desarrollo: el derecho a la protesta y a la crítica porque se trata de potestades que permiten mantener viva a la sociedad y a sus atributos. El presidente ha ido erosionando uno a uno todos los derechos y garantías ciudadanas.

Esta elección decidirá si él podrá seguir abusando de los derechos ciudadanos o si tendrá que consensar sus prioridades y acciones con representantes de todos los mexicanos, o imponérselas a los de su propia filiación.

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REFORMA

30 May. 2021

No hay hacia atrás

Luis Rubio

Dice un viejo aforismo que la nostalgia ya no es lo que solía ser. Sin embargo, constituye un pesado fardo que nunca acaba por desaparecer. Hay dos fuentes de nostalgia que obnubilan a tiros y troyanos en la política mexicana actual. El presidente encabeza la nostalgia por los setenta, el momento idílico en su memoria en que todo marchaba a tambor batiente y, en sus palabras, la gente “vivía bien.” Recrear ese pasado idílico se convirtió en mantra y la razón de ser de su gobierno. Pero también hay otros nostálgicos, aquellos que quieren retornar a 2018 cuando, en su imagen mítica, todo estaba bien, todo funcionaba inmaculadamente hasta que llegó el hoy presidente López Obrador a echarlo a perder. Como todos los mitos y todas las nostalgias, ambos son arquetipos falsos que jamás producirán un mejor futuro.

El proyecto presidencial está llevando a México a una caricatura del pasado priista, pero una caricatura peligrosa. La presidencia de antaño era poderosísima, toda vez que contaba con instrumentos a su alcance, comenzando por el PRI, que le proferían una estructura de control político que facilitaba la implementación eficaz de las decisiones gubernamentales. Pero el PRI no era meramente un mecanismo maleable que simplemente respondía al presidente: se trataba de un aparato de negociación que, en algún sentido, podía limitar los peores excesos de los presidentes. Hoy no existe semejante mecanismo y el presidente actúa como si no hubiera límite a su poder. Desde luego, la realidad es un contrapeso inescapable, pero su impacto suele demorar. La pregunta es qué tan grave será el daño infligido por un presidente hiperactivo que cree que puede desmontar lo construido por toda una sociedad sin consecuencia alguna.

El grupo de nostálgicos sobre el pasado cercano es disperso e informe. Aunque algunos de quienes pretenden organizar a los partidos y grupos de oposición al gobierno actual para formar un frente común enarbolan la noción de que todo lo que hay que hacer es retornar a donde estábamos, hay muchos que añoran esa idea y albergan la esperanza de que el próximo seis de junio comienza el retorno a tan deseado estadio. Entre estos se encuentran activistas de los diversos partidos de oposición, empresarios y no pocos opinadores. El problema es que no hay a donde regresar: primero que nada, ese pasado no era tan encomiable como ahora nos quieren hacer creer y, segundo, la mera pretensión de regresar entraña un desprecio a los millones de votantes que se manifestaron con toda claridad en contra del statu quo ante. Para mí no hay ni la menor duda que el voto que encumbró a López Obrador en la presidencia fue mucho más un rechazo a lo existente que un endoso a una persona o un proyecto que no tenía (ni tiene) pies ni cabeza más allá de la nostalgia y la retórica.

El país claramente no marchaba bien. Los dos momentos de grandes expectativas -primero con Fox y luego con Peña- acabaron en un enorme desengaño y decepción que se tradujo en frustración y desaliento. Justo los valores que López Obrador supo capitalizar con enorme destreza, parte por su propia biografía, pero mucho porque logró convencer a un electorado harto de promesas sin resultados positivos de que el problema era la persona: él sería diferente porque no era corrupto, no porque tuviera un buen plan para salir avante.

No hay a donde regresar, pero tampoco hay en el panorama actual un proyecto positivo, esperanzador y viable que permita vislumbrar un futuro mejor. El mayor de los costos de las fallas de las reformas de las últimas décadas y, especialmente, de las promesas incumplidas en lo que va del siglo, es que desapareció la disposición a visualizar oportunidades, debatir propuestas y resolver sin descalificar.

Todavía está por verse cómo concluirá el gobierno actual. Como en todos los sexenios, el primer par de años vuelan sin demasiados contratiempos porque persiste la esperanza de que sus planes y decisiones se traducirán en resultados positivos. Pronto, sin embargo, las cosas cambian, como ya le comienza a pasar al gobierno actual. Confiadamente, el daño que arroje este gobierno no será peor de lo que ya ha sido, pero no hay forma de saberlo, pues la capacidad destructiva del presidente y sus huestes es vasta.

Luego de la debacle de 1982, en que otro presidente fallido intentó reparar (u ocultar) sus errores expropiando a los bancos, al país le tomó más de una década retornar a la senda del crecimiento y la confianza. Eso se logró gracias a algunas reformas, pero sobre todo a la disposición de los estadounidenses a apoyar al proceso de cambio mexicano con el TLC. Esa opción ya no existe hoy en día porque la agotamos por la falta de reformas políticas y resultados, esos que desalentaron al electorado y llevaron al gobierno de hoy.

El futuro no está atrás sino adelante. El próximo seis de junio es clave para que pueda haber futuro, porque sin contrapesos acabaremos en el ocaso. Pero un futuro promisorio resultará sólo de una nueva visión esperanzadora y realista, lo opuesto a la nostalgia que hoy reina en el gobierno y la oposición. La “trampa de la nostalgia,” escribió García Márquez, quita los momentos amargos y los pinta de otro color. Pero no deja de ser una trampa.

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Tragedia y farsa

Luis Rubio

La vieja Unión Soviética se mantuvo cohesionada por el monopolio ideológico que ejercía el partido comunista en una era en la que el acceso a la información estaba totalmente controlado por el gobierno. De hecho, dice David Satter,* “el mundo imaginario de la ideología marxista-leninista nunca se fue porque su relevancia no se derivaba de la validez de la ideología, sino de su efectividad política. Individuos subyugados mentalmente pueden ser tratados como materia prima para los propósitos del estado, razón por la cual la ideología es tan útil.” La pretensión del presidente mexicano de retornar al nacionalismo revolucionario sigue la misma lógica.

Fue el propio Marx quien afirmó que la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa. En la Rusia contemporánea, el control ideológico ha retornado, pero, como anticipara Marx, la segunda vez sin creyentes, puro acomodo autoritario: una farsa. No hay razón para pensar que algo distinto será el resultado de un gobierno dedicado a la manipulación permanente sin arrojar un solo saldo positivo.

El plan de López Obrador consistía en restaurar el poder de la vieja presidencia del siglo XX y emplearlo para ejercer la rectoría económica. Para eso, el presidente se ha dedicado a eliminar cualquier vestigio de contrapeso que pudiera mermar su poder. Por el lado económico, ha desmantelado la estrategia de desarrollo de la industria petrolera y eléctrica que había armado la administración anterior, con el propósito expreso de convertir a esas dos empresas improductivas y sobre endeudadas en las principales fuentes de demanda en la economía.

El proyecto restaurador está casi concluido y el resultado es una tragedia. En lugar de una economía pujante, tenemos un país moribundo, mucho más dependiente hoy de la economía americana a través de las exportaciones de lo que se observó en las pasadas cuatro décadas tan descalificadas por el presidente. La inversión, pública y privada, brilla por su ausencia; el viejo sindicalismo está siendo reemplazado por un nuevo sindicalismo igual de viejo, corrupto y caciquil, pero éste dependiente del presidente actual. O sea, la misma gata, pero revolcada.

Las libertades civiles se deterioran día a día; la suprema corte está impedida de ejercer su función de contrapeso, sus ministros callados frente a abusos tan monumentales como los de la extinción de dominio, la prisión preventiva y las facultades extrajudiciales que se le han otorgado a diversas entidades del ejecutivo. Los cacicazgos de la educación siguen intocados, trabajando al servicio del control político, negándole con ello a las generaciones actuales y venideras la oportunidad de incorporarse al desarrollo. En una palabra, en lugar de mejorar la vida de los pobres (“primero los pobres”), reactivar la economía o disminuir la corrupción, el gobierno ha recreado una farsa de aquel mundo idílico de los setenta que nunca fue encomiable para comenzar.

De seguir por donde vamos, el gobierno actual arrojará un resultado peor que patético: una economía retraída, incapaz de satisfacer las necesidades de la población o las oportunidades que se presentan en el mundo internacional (comenzando por el conflicto comercial EUA-China), niveles exacerbados de desempleo (que se traducen en cientos de miles de migrantes hacia EUA) y una creciente conflictividad política. Marx diría que es una tragedia. Pocos mexicanos podrían contradecirlo.

El pretendido retorno al nacionalismo revolucionario es una farsa porque se trata de una ilusión: la creencia de que se puede adaptar el mundo a los delirios de un gobernante. Aquella era terminó en crisis no (solo) porque se gastara en exceso, sino porque el modelo económico (y político) que tanto añora el presidente dejó de ser viable en un mundo abierto en el que la información es ubicua. El presidente está tratando de meter la pasta de dientes de regreso a un tubo de ensueño: no se puede retornar al pasado, pero sí se puede destruir la capacidad del país para desarrollarse y generar condiciones para que todos y cada uno de los mexicanos prospere.

El mundo de las últimas décadas estaba lleno de desperfectos que una administración tras otra rehuyó, creando el entorno propicio para que llegara al poder un presidente cuyo único proyecto era regresar al pasado: algo distinto a lo que los mexicanos habíamos vivido pero indefinido, impreciso y, por lo tanto, atractivo a mucha gente.

Tres años después la evidencia es abrumadora: el presidente no tiene más plan que el de encumbrarse como el personaje más poderoso del país, un mito. Para lograrlo, ha destruido en lugar de crear y construir, impedido en lugar de promover y polarizado en lugar de sumar. ¿Tragedia o farsa? Las dos: tragedia porque ha empobrecido al país y, especialmente, a la población más pobre y vulnerable; y farsa porque nunca tuvo un plan alternativo. Todo era una caricatura.

La Rusia que Satter describe pasó del control ideológico totalitario estalinista a la apertura fallida de Gorbachov, a la lujuria y criminalidad de los noventa y ahora al autoritarismo de Putin. El presidente ha mostrado absoluta indisposición a aprender, exacerbando el riesgo de reproducir el viejo autoritarismo sin ninguno de sus beneficios. Urgen contrapesos efectivos.

*Never Speak to Strangers

https://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?__rval=1&urlredirect=https://www.reforma.com/tragedia-y-farsa-2021-05-16/op204782?pc=102&referer=–7d616165662f3a3a6262623b6770737a6778743b767a783a–

16 May. 2021

Orden y caos

 Luis Rubio

Parece ser un enigma la forma en que innumerables naciones, especialmente en Asia, concilian el enorme desorden que las caracteriza con su extraordinario desempeño económico. Quienquiera que haya observado el caos que reina en el tráfico de Indonesia, Filipinas, Vietnam o India, por citar algunos casos emblemáticos, no podría imaginar que se trata de las naciones con mayores tasas de crecimiento a lo largo de las últimas décadas. Todavía más interesante, ese desorden que se percibe en la vida cotidiana también tiene su contraparte en la corrupción que existe en el mundo de la economía, donde no es excepcional el enriquecimiento de políticos y funcionarios o el uso de conexiones y compadrazgos para avanzar en los negocios. ¿Será posible que la explicación del éxito económico y en la distribución del ingreso se encuentre en lugares distintos a los que convencionalmente se asume?

Orden y caos son dos extremos de un mismo continuo. Hay sociedades donde el orden lo es todo: nadie mejor que Singapur para comprobar que el éxito económico y el orden están altamente correlacionados: las reglas son claras y éstas se cumplen y se hacen cumplir; los castigos son consecuentemente ejemplares y, por lo tanto, infrecuentes. En el otro extremo hay naciones donde parece reinar el caos, el cumplimiento de la ley es más bien laxo, cuando no inexistente y, sin embargo, el éxito económico es innegable. También hay naciones con mucho orden (Rusia, Corea del norte, Cuba) y otras caóticas (África, América Latina), la mayoría con pésimo desempeño económico. ¿Dónde radica la diferencia?

Un video me hizo reflexionar sobre lo que hace que funcionen las cosas. El video compara la forma de conducir a personas en sociedades ordenadas con los de alguna nación desordenada (shorturl.at/npJ18) e ilustra de manera nítida los contrastes entre países con reglas establecidas de aquellos que las tienen que forjar en la práctica cotidiana. El video comienza con varios ejemplos de vehículos que llegan a una intersección y, en ausencia de semáforo o señalamiento, continúan de frente, presumiblemente suponiendo que los otros enfrenarán. El video concluye con el caso de una nación asiática en la que no hay regla formal alguna pero donde, a pesar de ello, el sistema funciona. El caos crea su propio orden.

En naciones caracterizadas por la existencia de reglas claras y que se cumplen, la población inter construye en su fuero interno una serie de supuestos que hacen que las cosas funcionen de manera natural, excepto cuando esas reglas desaparecen. Un canadiense que llega a una intersección sabe que, en ausencia de un semáforo o una señal de “alto,” puede cruzar sin miramiento, algo que ningún vietnamita o indonesio daría por sentado. Como ilustra el video, el canadiense (o alemán o francés) acaba chocando porque los dos conductores aplicaron, de manera instintiva, supuestos que son inválidos cuando no hay reglas. Por su parte, en una sociedad acostumbrada al caos, todo se adapta de manera natural.

Lo que funciona para el tráfico no funciona para la economía, que requiere de reglas claras que no cambian: es eso, más que el orden mismo (o la ausencia de corrupción), lo que crea condiciones para que prospere el ahorro, la inversión y, por lo tanto, el crecimiento. Lo que asemeja a Indonesia con Singapur no es el orden, sino la constancia en las reglas del juego. En Indonesia no se modifica la legislación para la inversión privada cada que cambia un gobierno, ni se cambia la forma de operar de los funcionarios porque cambió el jefe.

En un estudio comparativo sobre la forma de funcionar de los gobiernos asiáticos y latinoamericanos* los autores citan a un empresario: “yo viví en Brasil y en Indonesia y era responsable de una operación muy similar. Pero en Indonesia me dedicaba en cuerpo y alma a la operación productiva y no me tenía que preocupar de nada más. Las regulaciones eran claras y no cambiaban. Todo fue diferente en Brasil. Ahí me despertaba todas las mañanas para averiguar si todavía tenía empleo porque no había día en que no cambiaran las regulaciones.” ¿Suena conocido?

El gobierno mexicano ha sido propenso a inventar la rueda cada seis años, lo que creó, a lo largo del último siglo, el fenómeno del ciclo económico sexenal: los ahorradores, empresarios e inversionistas esperaban a que el nuevo gobierno “diera color” antes de comprometer y arriesgar sus recursos. Cada gobierno que llegaba cambiaba las reglas, lo que impedía que se consolidaran proyectos de larga maduración: todo tenía que caber en el sexenio. Instrumentos como el TLC comenzaron a cambiar esa tradición porque crearon mecanismos que le conferían certidumbre y protección legal al inversionista.

El gobierno actual desdeña la necesidad de certidumbre, claridad de rumbo y contrapesos que afiancen ambos. Empeñado en ignorar el mundo a nuestro derredor, incluyendo sus propias corrupciones como ilustró el reciente desastre del metro, el presidente imagina que puede imponer sus propias reglas sin costo alguno. Por ello, su actuar no va a arrojar mejores resultados: no entiende, ni va a entender, que nadie va a ahorrar o invertir sin la existencia de certidumbre y fuentes creíbles de confianza.

* Borner, S., Political Credibility and Economic Development

 https://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?__rval=1&urlredirect=https://www.reforma.com/orden-y-caos-2021-05-09/op204371?pc=102&referer=7d616165662f3a3a6262623b6770737a6778743b767a783a–

¡Hay jueces!

 

Luis Rubio

 

En un viejo cuento medieval,* famoso en el mundo de los abogados, un rey decide expropiar el predio de un molinero porque le afecta la vista desde su palacio. El molinero acude al tribunal superior en Berlín, quien le concede la razón y obliga al rey a indemnizarlo. De ahí surge la frase “hay jueces en Berlín.” En el contexto mexicano actual, las tres decisiones del tribunal electoral de esta semana no pueden calificarse más que de históricas. Al menos, rompen lo que parecía un inevitable deslizamiento hacia el caos.

 

Dos de las decisiones fueron sobre las candidaturas de dos individuos a los gobiernos de Guerrero y Michoacán, respectivamente, por no haber cumplido con el requisito de oportunamente entregar las cuentas de gastos de sus precampañas. Podría parecer una nimiedad, pero se trata de un requisito asentado en la ley (que, dicho sea de paso, se reformó después de las elecciones de 2006 y 2012 para satisfacer las demandas -berrinches es una mejor palabra- del hoy presidente), pero Morena se negaba a aceptar la decisión del INE. Luego de semanas de estira y afloje -y varias mañaneras saturadas de los usuales insultos- el tribunal, que parecía irremediablemente intimidado y sometido por AMLO, falló a favor de la decisión del INE.

 

La tercera decisión es mucho más trascendente porque Morena, empleando una serie de trucos al intercambiar diputados de su partido por los de otros fuera de su coalición formal luego de la elección de 2018, acabó con 334 diputados, cuando la constitución establece un límite absoluto de 300 y una sobre representación de no más de 8% en la asignación de diputados por representación proporcional. De haberse respetado esta regla (que está en la ley) en 2018, Morena no hubiera tenido la super mayoría con la que ha impuesto una enmienda constitucional tras otra sin el más mínimo interés por construir un consenso, que fue la intención y el espíritu del legislador al limitar el número de diputados por bancada: para que tuvieran que negociar.

 

Independientemente de la (baja) probabilidad de que Morena y sus aliados pudieran repetir el éxito electoral de 2018 en junio próximo, el fallo es histórico porque falló en contra de AMLO. Más allá de lo sustantivo (que no es excepcional), el tribunal osó desafiarlo, un hito en lo que va de esta administración y de ahí su extraordinaria trascendencia.

 

El fallo del tribunal respecto a la sobre representación toca el corazón de mucho de la disputa que ha caracterizado al país en las últimas décadas. Desde los años sesenta del siglo pasado, el país ha vivido una disputa sobre su futuro: unos quieren retornar al nacionalismo revolucionario, otros quieren un país moderno, abierto al mundo. La expropiación bancaria en 1982, una decisión visceral que dividió al país, contrapuso las dos posturas e inauguró una era en la que se reformó la constitución de manera repetida (y contradictoria) sin intentar construir un consenso para conferirle longevidad a las reformas. Durante los noventa, las reformas se construyeron entre el PRI y el PAN, dejando afuera al PRD. La reforma electoral de 1996 fue consensuada entre los tres partidos, pero la ley reglamentaria ya no fue apoyada por el PRD. Las reformas que siguieron, especialmente las del gobierno de Peña Nieto, alienaron a la mitad del electorado, abriendo la puerta para la reversión que ahora ha llevado a cabo López Obrador. El punto es que el conflicto político se refleja en la forma de legislar, especialmente en materia constitucional, agudizando las diferencias y polarizando al país. En lugar de sumar, se impone a fuerzas y se acaba restando. López Obrador no inauguró esta forma de proceder, sólo la está exacerbando.

 

En circunstancias normales, los fallos del tribunal electoral de esta semana hubieran sido cosa de todos los días, pues no son excepcionales ni rompen con grandes precedentes. Sin embargo, en el contexto actual, constituyen verdaderos hitos que no pueden ser desdeñados ni minimizados. En línea con la manera profesional y valiente con que han actuado los jueces de distrito en materia eléctrica y, recientemente, de los datos biométricos para el uso de teléfonos celulares, el tribunal electoral se impuso por encima de las preferencias de un presidente que no escatima amenazas ni insultos para intentar salirse con la suya.

 

La bolita pasa ahora a la cancha de la Suprema Corte de Justicia, que tiene decenas de asuntos pendientes, todos ellos candentes y de la mayor trascendencia. Confiadamente, los ministros que la integran leerán el evidente mensaje que los fallos de esta semana entrañan. En manos de la Corte se encuentran decisiones clave respecto a las libertades de los mexicanos, la vigencia de la constitución, los derechos individuales y un sinnúmero de amparos congelados por órdenes de quien no debería mandarlos. Quizá esto sea pedirle peras al olmo dada la manera de responder del ministro Zaldívar al asunto del transitorio, pero ciertamente no lo es para la ciudadanía.

 

Sea como fuere, el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación actuaron de manera independiente en un momento clave para México. Una de cal por muchas de las que van de arena.

 

 

 

*un excelente análisis del cuento se encuentra en Hay jueces en Berlín, De José Esteve Pardo, Marcial Pons.

https://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?__rval=1&urlredirect=https://www.reforma.com/hay-jueces-2021-05-02/op203966?pc=102&referer=7d616165662f3a3a6262623b6770737a6778743b767a783a–

La Corte y el futuro

Luis Rubio

La Suprema Corte de Justicia es el único de los tres poderes públicos que fue conscientemente reformado en el México reciente para empatar con la realidad política de este siglo. Esto le confiere un carácter especial que, sin embargo, sus integrantes no han asumido de manera plena. Aunque los presidentes hasta 2018 respetaron sus sentencias, los ministros nunca han cobrado un papel protagónico, el que en la separación de poderes les correspondería, lo que les ha impedido ganar el respeto y aprecio de la ciudadanía en general. Ese vacío le permitió al presidente López Obrador forzar la salida de un ministro y manipular al presidente del poder que, al menos en la teoría, tiene la responsabilidad de proteger los derechos ciudadanos por encima de cualquier otra cosa.

Es obvio que ningún cuerpo colegiado, y menos en un país con tan pobre opinión de sus jueces, nace con una legitimidad generalizada. Se trata, a final de cuentas, de un poder incómodo, cuya función constitucional es la de resolver diferendos entre los otros poderes de la unión, asegurando que sus acciones y decisiones se apeguen al marco constitucional, donde lo crucial no es la popularidad de sus resoluciones sino su solidez. Los integrantes de los tribunales supremos van ganando (o perdiendo) su credibilidad en el trajín cotidiano de sus decisiones; el prestigio, la legitimidad y, por lo tanto, la independencia, se ganan: no vienen solas ni de manera automática. Son los momentos de conflicto los que definen y determinan su importancia, solidez y trascendencia. Esa es la tesitura en la que hoy está: resuelve los asuntos candentes -como el plazo de su presidente, la extinción de dominio y la prisión preventiva- o se hunde. O sea, oportunidad o irrelevancia.

Un tribunal constitucional es un poder independiente pero idéntico a los otros dos, dedicado a velar por la letra y espíritu del documento supremo que norma la vida en la sociedad, sin preocuparse por los vaivenes políticos del momento. Su función medular es la de tutelar los derechos ciudadanos sin tener que preocuparse de los límites, dificultades o imperativos de la función gubernamental. Ahora que el presidente está desafiando a la Corte y amenazando su futuro, los ministros actúan o dejan que el país se desmorone. Al final del día, su relevancia depende de cómo se perciben a sí mismos y de la trascendencia con que miran su responsabilidad. En la medida en que crece la arbitrariedad del ejecutivo y del legislativo, la Corte se convierte en el único dique que resta.

El punto es clave: toda vez que los ministros se asuman como empleados del presidente, su función no podrá ser otra que la de validar sus decisiones. Asumen la libertad que el plazo de su nombramiento les confiere o pierden su razón de ser. En la historia de las cortes supremas alrededor del mundo hay siempre un momento emblemático que les obliga a definirse: le responden a la ciudadanía y a la historia o sucumben ante el presidente del momento.

Es obvio que es enorme el poder de López Obrador para “persuadir” a los miembros de la Corte para que favorezcan los intereses particulares del presidente. Remover violentamente a un ministro con la anuencia de su presidente demostró que no hay límites a su disposición para imponerse por encima de todo y todos. Eso deja a los ministros ante el dilema inmediato: legitimar las arbitrariedades e intereses promovidos desde el ejecutivo o asumir su responsabilidad histórica como garantes de los derechos ciudadanos encumbrados en la constitución. Hasta ahora, sólo los jueces de distrito han estado dispuestos a cumplir íntegramente con esa responsabilidad.

El dilema de asumirse como tribunal constitucional no es excepcional en la historia de los tribunales supremos, pero la SCJ lo ha evadido una vez tras otra, como ocurrió con el juicio a los expresidentes. El caso emblemático de Madison vs Marbury (1801) en Estados Unidos parece casi idéntico al que hoy tiene frente a sí la SCJ: si la Corte emitía un fallo forzando a Madison a hacer lo que demandaba Marbury, el presidente lo ignoraría, lo que debilitaría la autoridad y legitimidad de la Corte. Por su parte, si la Corte negaba el derecho de Marbury, su falló parecería parcial, sesgado a favor del ejecutivo por miedo a enfrentar represalias. Para el presidente de la corte ambas respuestas habrían minado el principio elemental de la supremacía de la constitución y la legalidad. Su decisión le otorgó la enorme legitimidad que goza hasta la fecha.

El reto para la SCJ es romper con la inercia del viejo sistema presidencialista, que produjo mucha legislación sin jamás afianzar el Estado de derecho. En un entorno de competencia electoral abierta pero enorme fragilidad política, la Corte tiene ante sí la oportunidad de encumbrarse como un poder independiente que cuida no sólo los derechos de los ciudadanos, sino del principio constitucional más elemental que es el de impedir el abuso del poder. La justicia no es algo abstracto: son las reglas clave para la convivencia social.

En Berlín hay jueces: ¿los hay en México?

Como escribió Montesquieu, la libertad no existe si el poder de juzgar no está separado de los poderes legislativo ejecutivo. Para bien o para mal, en sus manos está el futuro del país.

www.mexicoevalua.org
@lrubiof
A quick-translation of this article can be found at www.luisrubio.mx

 

 REFORMA

(25 Abr. 2021).-