Luis Rubio
Tres años de un gobierno con claridad de propósito pero sin más proyecto que el de imponerlo dogmáticamente, a rajatabla y sin miramiento. Las circunstancias van cambiando pero el presidente persiste en su camino, sin preocuparse por las consecuencias. ¿No era eso lo que el propio presidente y sus seguidores le reclamaban a los tecnócratas: que querían ajustar la realidad a sus teorías? A tres años de iniciado el gobierno, ya es posible vislumbrar lo que sigue y no es atractivo. Como escribió Thomas Sowell, “los daños a una sociedad pueden ser mortales sin ser inmediatos.”
Los daños son palpables. En un sentido inmediato, cuando se comparan las cifras de 2021 con las de 2018 (para evitar el año de la pandemia) se puede observar la gravedad de lo que estamos viviendo: comparado con 2018, el ingreso de los hogares disminuyó en 5.8%, mientras que la economía (PIB) se encuentra 4% abajo en el primer trimestre de este año. El daño es enorme y comenzó con la decisión de suspender el nuevo aeropuerto. En un mundo en que la información fluye instantáneamente, cada acción (y hasta declaración) de un gobernante tiene consecuencias y, para México, esas acciones han sido todas perniciosas para el crecimiento de la economía y, por lo tanto, para el logro de los objetivos que el presidente se propuso en términos de crecimiento, desigualdad y pobreza. Lo único que ha atenuado la caída ha sido el crecimiento en las remesas, producto de las enormes transferencias que el gobierno americano ha venido realizando con motivo de la pandemia a toda su población.
Los daños en el terreno político institucional son también palpables, pero estos son, en buena medida, resultado de la estrategia de confrontación que ha sido característica del presidente. Convencido de que su camino es el único que vale, el presidente no ha visto necesario (o útil) negociar con los integrantes de partidos de la oposición o de otros actores sociales. Aunque de vez en cuando reconoce públicamente las carencias que ha provocado su estrategia (como cuando habló de la seguridad como el mayor reto del país o en su encuentro con empresarios para promover la inversión privada), la línea general de su gobierno no ha cambiado ni en una coma.
El presidente no reconoce que es imposible aislar un fenómeno del conjunto y que, en esta era, todo afecta a todo lo demás, lo que implica que debe haber plena congruencia entre el discurso gubernamental y su actuar cotidiano. El efecto de que no exista coherencia es que todo siga paralizado, con los consecuentes daños tanto económicos como políticos y sociales. Muchos, sobre todo los creyentes acríticos del presidente, podrán pensar que se trata de costos menores en el camino a la redención o que hay factores (como la pandemia) que han impedido el cambio profundo que prometía la 4T, pero nadie puede evitar ver el deterioro que se va acumulando. Como dice Sowell, el daño puede ser mortal aunque no se perciba en lo inmediato.
La pregunta clave es cómo lidiar con las consecuencias de este periodo de deterioro sistemático, claramente auto infligido. La ciudadanía ganó libertades efectivas, especialmente en materia de expresión, cuando se dio la alternancia de partidos en el gobierno en 2000, mismas que ahora se han venido mermando por la intimidación que, desde el púlpito presidencial, se propicia día a día. Desde luego, muchas de esas libertades son un tanto abstractas para familias que viven al día y que requieren satisfactores indispensables. A esto se suma la ubicuidad de la información, que genera expectativas imposibles de ser satisfechas, máxime cuando se exige satisfacción instantánea. ¿Qué ocurrirá cuando las expectativas alimentadas por el presidente hacia esa (todavía enorme) población resulten insatisfechas?
El presidente ha lanzado una campaña para “recuperar” a las clases medias urbanas (a las mismas que tilda de ignorantes) sin reconocer que el fenómeno no se puede resolver con sus tácticas clientelares favoritas. Dado que su objetivo es la subordinación de todos los sectores de la sociedad, le es imposible recurrir a los mecanismos que serían susceptibles de efectivamente “recuperar” a esos sectores de la sociedad.
La contradicción, y paradoja, es flagrante: quien se asume como de clase media ha logrado una estabilidad económica mínima que le permite no depender del gobierno, razón por la cual tratar de conquistarla con dádivas clientelares resulta contraproducente. Lo que realmente atraería a ese segmento social sería un entorno real de seguridad, mejores servicios públicos y de salud, escuelas que permitan la movilidad social y acción efectiva en materia de corrupción. Al presidente la puede parecer muy atractivo atacar presidentes de hace cuatro décadas, pero la mayoría de los ciudadanos, por edad, no tiene más memoria que la del predecesor al que el presidente protege. Las contradicciones no dejan de ser emblemáticas.
Tres años dedicados a intentar recrear un obsoleto e irreproducible sistema de control social y político. Tres años de deterioro sistemático y tres más que vienen adelante: el daño será inconmensurable. Es posible, aunque no certero, que el presidente evite una crisis financiera, pero no el resultado de un sexenio de daños potencialmente mortales.
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