Luis Rubio
El techo se estaba cayendo, las goteras habían desaparecido, reemplazadas por agujeros de más de 30 centímetros de diámetro por los que entraba lluvia, nieve y basura. Uno pensaría que se trataba de una propiedad abandonada en la mitad de la nada, pero era una de las embajadas más importantes de México en el extranjero. Ante la inexistencia de fondos para reparar el techo, el embajador había procedido con la única alternativa que le quedaba: cerrar el piso superior y pretender que el problema no existía, lo que agravó la situación e hizo mucho más costosa la reparación posterior. La noción de que hay que presupuestar para mantener los activos existentes simplemente no se nos da. Mucho menos planear eso mismo hacia el futuro.
El deterioro de la infraestructura física del país es visible en todos los ámbitos: se puede observar en el metro de la ciudad de México, en múltiples condominios en todo el país, en la escasez de agua en diversas regiones, en el aeropuerto de la ciudad de México y, como muestra el caso de la embajada referida, en muchos edificios gubernamentales. El problema no se limita al gobierno: los condóminos son reacios a hacer aportaciones para el mantenimiento de los edificios en que viven.
La crisis del agua en Monterrey ha destapado toda la cloaca de críticas, posicionamientos políticos y ataques a usuarios grandes del preciado líquido. Las crisis son siempre oportunidades para sacar raja política, pero pocos se ponen a pensar que no se trata de una situación súbita, sino de la consecuencia de no haber hecho el trabajo requerido, en este caso de infraestructura, por décadas. Como no se ve, los políticos prefieren obviar la necesidad de construir capacidad en anticipación al crecimiento que viene: todos quieren el crecimiento, pero nadie está dispuesto a invertir para que se transforme en un gran beneficio para todos.
Hace algunas décadas se realizó un estudio comparativo[1] sobre el manejo del agua en dos ciudades similares -Fénix y Tucson- ambas localizadas en un desierto con muy poco acceso a fuentes naturales de agua. El estudio surgió de la extraordinaria diferencia en el consumo de agua por habitante que caracterizaba a dos ciudades separadas por poco más de cien kilómetros de distancia. Mientras que en Tucson se consumía un promedio de 640 litros diarios por cada casa, en Fénix el consumo promedio era de 1040 litros. La diferencia radicaba en la administración del agua: mientras que en Fénix se le veía como un derecho humano, en Tucson se considera un recurso escaso. Los habitantes de Tucson pagan más por su agua, pero nunca enfrentan problemas de escasez, lo que si ocurre en Fénix. Lo mismo es cierto en Monterrey y Saltillo, ciudades caracterizadas por circunstancias físicas y geográficas similares, excepto que en Saltillo nunca hay escasez. En Monterrey la administración es gubernamental, en Saltillo una empresa responde ante la ciudadanía.
En la medida en que crece la población (y, en estos años, menos la economía), los problemas de infraestructura nos van a acosar cada vez más. Más habitantes implica más calles, más agua, más comunicaciones, escuelas, hospitales y demás, todo lo cual entraña inversiones en infraestructura y fondos para el mantenimiento y mejoramiento de la existente. Sin embargo, nada de eso es evidente en los criterios que animan a los presupuestos gubernamentales anuales o en los planes de desarrollo. En términos técnicos, esto se llama entropía, el gradual deterioro que lleva al desorden, ausencia de predictibilidad y, potencialmente, al caos. Como apuntó Héctor Aguilar Camín[2] hace unos días, “las decisiones aeroportuarias del gobierno han puesto a la Ciudad de México en un dilema kafkiano: entre más aeropuertos tiene, menos aeropuertos funcionan.” El caos.
El gobierno actual se ha distinguido por su total desprecio a cualquier cosa que pudiese producir una mejoría económica para la población o para el país, pero el deterioro que heredó y el que su desidia acumula no hace sino empeorar la situación, como mostró el embrollo que caracterizó su respuesta durante la pandemia. En lugar de un plan coherente para modernizar la estructura institucional del sector salud, la eliminación del seguro popular ocurrió en el peor momento posible y sin un plan debidamente articulado para reemplazarlo. El caos que provocó no fue particularmente distinto al de sus predecesores, pero su desidia agravó la situación por su indisposición a actuar frente a una situación crítica. Falta de inversión en lo básico y en su mantenimiento.
Cuando un (sistema de) gobierno se rehúsa a prevenir estos extremos, el caos se torna inevitable. Steven Pinker[3] lo dice de una manera por demás clara: “Los sistemas cerrados inexorablemente se tornan menos estructurados, menos organizados, menos capaces de lograr resultados útiles e interesantes, hasta que deslizan hacia un equilibrio de monotonía gris, tibia y homogénea, donde se estancan.” Quienquiera que haya visto las escenas de las elecciones de Morena para su congreso apreciará esto en su máxima expresión…
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