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La brújula ausente del DF
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Luis Rubio
A Jacobo Zabludovsky, hombre culto, recto y generoso
América Economía – Luis Rubio
Más allá de los problemas –estructurales y coyunturales- que aquejan al país, lo más impactante para mí como observador es la ausencia de una conversación nacional, sobre todo entre el gobierno y la sociedad. Es particularmente notoria la existencia de dos mundos: el del gobierno (realmente, el mundito en que se decide dentro del gobierno) y el de las redes sociales. Son dos planetas que se desconocen, ignoran y desprecian mutuamente, sin duda herencia del pasado autoritario: el gobierno hablaba, la población hacía como que oía, pero nadie escuchaba. Me pregunto si es concebible, en la era digital y de la ubicuidad de la información, llevar al país a buen puerto sin diálogo.
El fenómeno se reproduce en otros ámbitos, aunque se note menos. En el consejo directivo de una de las más grandes multinacionales se precian de haber recibido al presidente de la República y a varios de sus colaboradores; en algunas de las empresas más grandes de México se extrañan de que jamás han tenido acceso al presidente o su gabinete. Inevitable escuchar visiones radicalmente distintas de la dirección que lleva el país en cada uno de esos espacios.
En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional…
Los anuncios del poder legislativo (y de algunos partidos) son particularmente reveladores del gran abismo que separa a la sociedad de sus políticos: se aprobó una determinada ley, nos dicen, y, por lo tanto cambiará la realidad. Similar mensaje envía el gobierno federal cuando argumenta que los problemas de los últimos meses no se deben a decisiones suyas, o a su inacción, sino a la resistencia de intereses particulares a sus reformas. Del lado gubernamental y legislativo se vive una realidad, del de la sociedad otra muy distinta. Cuando se aprobó en el Senado la iniciativa relativa al Distrito Federal, una twitera respondió a esta manera de ver al mundo con singular elocuencia: “Ya no se preocupen, seguro mañana sale una ley contra los narcobloqueos y todo arreglado”.
La ausencia de una conversación nacional sobre los problemas del país y sobre las políticas públicas que se proponen para enfrentarlos se traduce no sólo en incredulidad y desconfianza, sino en el riesgo de anomia, es decir, de una alienación generalizada que acentúe las distancias entre gobernantes y gobernados e impida el progreso que todos supuestamente buscamos.
Hay dos maneras de concebir el problema. Una es mirando a las causas, la otra buscando formas de generar una interacción. Si bien los dos procesos son necesarios, una atención sistemática a las causas lleva a un callejón sin salida porque nadie quiere ceder. Por su parte, el inicio de una conversación puede conllevar a que ambas partes, sociedad y gobierno, comiencen a comprender la complejidad que cada uno enfrenta. El diálogo obligaría al gobierno a comprender lo que aqueja a la sociedad y a reconocer que no todo lo que demanda es absurdo y, quizá más relevante, que hay mayor receptividad de la que se imagina en los corredores gubernamentales. Una apertura a la interacción llevaría a la sociedad a percatarse que los gobernantes no son tan obtusos o ignorantes como supone y a reconocer las restricciones reales bajo las que opera. Mucho de lo que se concina en el gobierno no responde a lo que la sociedad ve como necesario y muchas de las cosas que parecen obvias y se repiten ad-nauseam en las redes sociales son absurdas bajo cualquier rasero. Ambos lados se beneficiarían de una mejor comprensión del otro.
¿Cómo iniciar un diálogo? Obviamente no es posible un intercambio abierto en un país de 115 millones de habitantes. Sin embargo, hay mil y un maneras en que se puede avanzar un intercambio que contribuya a construir un espacio de mayor sobriedad en el discurso y, por ende, de civilidad hacia el futuro. Sólo a título de ejemplo, está el modelo que los estadounidenses llaman “town hall meetings”, donde, en un auditorio, unas cien o doscientas personas se reúnen con el presidente –o sus funcionarios- con un formato flexible de preguntas y respuestas que es transmitido por televisión. Pero lo importante no es el formato sino el hecho: intercambiar puntos de vista, pero sobre todo explicar y tratar de convencer. En esta era es imposible gobernar sin convencer, algo que ha estado ausente en la política mexicana. Buenos argumentos pueden ganar comprensión y reconocimiento. Y legitimidad.
La gran virtud del sistema político priista de la primera mitad del siglo pasado, sobre todo en contraste con los regímenes autoritarios de Sudamérica, fue que permitió estabilidad y progreso económico. Ese sistema prefería la cooptación y la negociación a la violencia. Su gran defecto fue que, mientras que aquellas sociedades acabaron con sus dictaduras y se democratizaron, la nuestra preservó la cultura autoritaria de antaño, algo que ni los panistas alteraron. A falta de alternativa, y de la futilidad de actos efectistas en un contexto tan polarizado, una conversación nacional podría comenzar a erosionar esos silos que nos corroen.
En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional: es inconcebible el progreso en la era digital y de la globalización sin transparencia y convencimiento mutuo. Esa es una tarea de liderazgo.
América Economía – Luis Rubio
Concluida la elección, vienen las cuentas. A unos les fue bien, a otros mal, pero todos tienen que lidiar con la nueva realidad. Muchas lecciones.
Un resumen apretado de lo que yo observé en la elección y en los días que le siguieron es el siguiente: en las gubernaturas, salvo en Campeche y Colima, los electores penalizaron al partido en el poder: resulta que votar fue mucho más productivo para quienes están molestos que no votar o anular; Morena fue el gran ganador, seguido de cerca por el Verde; el PAN y el PRD son los grandes perdedores, ambos por sus divisiones internas; el PRI retuvo su posición en el congreso, símbolo de la capacidad de comprar y manipular votos más que de haberse súbitamente renovado. Hoy hay dos actores en la palestra que seguramente competirán entre sí en el 18: AMLO y el Bronco.
Hay explicaciones para cada uno de estos factores, pero lo que me parece más importante destacar es que el Pacto por México resultó letal para el PAN y el PRD; difícil creer que el resultado para el PRI en el Congreso refleje algo distinto: salvo que las reformas eventualmente transformen al país y esos partidos lo puedan capitalizar, el costo de la percepción de parálisis y de la sensación de que desapareció la oposición es inconmensurable.
Cada partido y candidato enfrentó circunstancias particulares pero el conjunto revela un electorado más sofisticado de lo que parecería a primera vista. En Querétaro, por ejemplo, los votantes dejaron claro que quieren evitar que un partido se perpetúe en el poder, a pesar de que el gobernador saliente es popular y ampliamente reconocido. Por otro lado, la elección confirmó que el votante promedio está dispuesto a vender su voto y es honorable en cumplir su parte: esto quizá no esa encomiable desde una perspectiva electoral, pero habla de una capacidad, y sobre todo disposición, a cumplir contratos y acuerdos, algo nada despreciable en otros ámbitos dada la ausencia de un sistema judicial eficaz.
Quizá la lección más grande que arroja la elección es que el país enfrenta un problema de esencia: el sistema político no funciona. Los electores pueden ser cada vez más sofisticados en su forma de votar o mandar mensajes, pero eso no compensa la disfuncionalidad del sistema en su conjunto y su falta de representatividad. Y ese es el asunto medular.
México lleva décadas tratando de cambiar para que nada cambie. Ciertamente, la economía ha cambiado mucho pero, al estilo del Gattopardo, se ha hecho hasta lo indecible por preservar los beneficios y privilegios del viejo sistema. Aunque nadie puede negar los enormes avances en diversos frentes, la estructura del poder sigue siendo la misma, excepto que se incorporó al PAN y PRD en la misma lógica de la corrupción ancestral: todo cambió para que nada cambiara. Ahora el costo de esto es visible a todas luces.
El actual gobierno aceptó el mantra de las últimas décadas de que urgía un conjunto de reformas y que éstas, solitas, transformarían al país. Se decía que los problemas estaban «sobre diagnosticados”; lo que nunca se dijo fue que, para que rindieran frutos, las reformas tenían que modificar la estructura del poder en general y en cada sector reformado. Hoy parece obvio que lo que hace falta es gobernar y que las reformas, tan necesarias como son, no son factibles en ausencia de un gobierno capaz de cumplir su cometido. La renuncia a la reforma más trascendente, la educativa, es muestra flagrante de la ausencia de visión y perspectiva o, al menos, de una enorme perversión en las prioridades.
El corazón del asunto es que no es posible pretender cambiar al país como prometió el gobierno actual si no se pone en la mesa tanto la función del poder como su distribución. No se puede llevar a cabo una reforma del país -igual en un sector que en lo general- si el criterio número uno es no afectar a los grupos cercanos al poder; y no se puede pretender ser exitoso en reformar si el criterio que subyace a la reforma es el de no alterar la estructura del poder. Reformar no es otra cosa que afectar intereses creados; si eso no se quiere o puede hacer, la reforma es imposible.
¿Qué hacer? Yo sólo veo dos escenarios posibles. Uno es seguir pretendiendo que nada pasa, que el resultado electoral legitima esa «estrategia». El otro escenario, el que sería deseable, es que la clase política reconozca la urgencia de actuar.
El riesgo de no hacer nada es que el sistema acabe colapsado: igual podría venirse abajo todo el arreglo político (ej. Rusia), crecer las vertientes anti sistémicas que proliferan por todas partes, o provocarse el advenimiento de un movimiento reaccionario que mine no sólo lo logrado con tantas penurias por tanto tiempo, sino que regrese al país a la edad de piedra. Venezuela no es inconcebible.
Lo que en la clase política y el gobierno no se entiende es el para qué de su función. Más allá de sus intereses como grupo, su labor se tiene que aterrizar en mejorías sustantivas y sistemáticas en terrenos transformadores como productividad, legalidad, educación y corrupción. Mientras eso no ocurra, el alto ruido de la baja política seguirá minando la legitimidad del sistema y la viabilidad del país. También la de sus propios intereses.
El momento actual ofrece -y exige- una oportunidad excepcional para que un gran liderazgo transforme al país. Ese liderazgo podrá venir del propio gobierno o de alguno de los actores que mostraron dotes y capacidad excepcional de acción y recuperación. Quien lo encabece decidirá el futuro.
Luis Rubio
¿En qué consiste la falta de conversación a la que aludes?
Más allá de los problemas –estructurales y coyunturales- que aquejan al país, lo más impactante para mí como observador es la ausencia de una conversación nacional, sobre todo entre el gobierno y la sociedad. Es particularmente notoria la existencia de dos mundos: el del gobierno (realmente, el mundito en que se decide dentro del gobierno) y el de las redes sociales. Son dos planetas que se desconocen, ignoran y desprecian mutuamente, sin duda herencia del pasado autoritario: el gobierno hablaba, la población hacía como que oía, pero nadie escuchaba. Me pregunto si es concebible, en la era digital y de la ubicuidad de la información, llevar al país a buen puerto sin diálogo.
El fenómeno se reproduce en otros ámbitos, aunque se note menos. En el consejo directivo de una de las más grandes multinacionales se precian de haber recibido al presidente de la República y a varios de sus colaboradores; en algunas de las empresas más grandes de México se extrañan de que jamás han tenido acceso al presidente o su gabinete. Inevitable escuchar visiones radicalmente distintas de la dirección que lleva el país en cada uno de esos espacios.
Los anuncios del poder legislativo (y de algunos partidos) son particularmente reveladores del gran abismo que separa a la sociedad de sus políticos: se aprobó una determinada ley, nos dicen, y, por lo tanto cambiará la realidad. Similar mensaje envía el gobierno federal cuando argumenta que los problemas de los últimos meses no se deben a decisiones suyas, o a su inacción, sino a la resistencia de intereses particulares a sus reformas. Del lado gubernamental y legislativo se vive una realidad, del de la sociedad otra muy distinta. Cuando se aprobó en el Senado la iniciativa relativa al Distrito Federal, una twitera respondió a esta manera de ver al mundo con singular elocuencia: “Ya no se preocupen, seguro mañana sale una ley contra los narcobloqueos y todo arreglado”.
¿Cuál es la gravedad de este fenómeno?
La ausencia de una conversación nacional sobre los problemas del país y sobre las políticas públicas que se proponen para enfrentarlos se traduce no sólo en incredulidad y desconfianza, sino en el riesgo de anomia, es decir, de una alienación generalizada que acentúe las distancias entre gobernantes y gobernados e impida el progreso que todos supuestamente buscamos.
Hay dos maneras de concebir el problema. Una es mirando a las causas, la otra buscando formas de generar una interacción. Si bien los dos procesos son necesarios, una atención sistemática a las causas lleva a un callejón sin salida porque nadie quiere ceder. Por su parte, el inicio de una conversación puede conllevar a que ambas partes, sociedad y gobierno, comiencen a comprender la complejidad que cada uno enfrenta. El diálogo obligaría al gobierno a comprender lo que aqueja a la sociedad y a reconocer que no todo lo que demanda es absurdo y, quizá más relevante, que hay mayor receptividad de la que se imagina en los corredores gubernamentales. Una apertura a la interacción llevaría a la sociedad a percatarse que los gobernantes no son tan obtusos o ignorantes como supone y a reconocer las restricciones reales bajo las que opera. Mucho de lo que se cocina en el gobierno no responde a lo que la sociedad ve como necesario y muchas de las cosas que parecen obvias y se repiten ad-nauseam en las redes sociales son absurdas bajo cualquier rasero. Ambos lados se beneficiarían de una mejor comprensión del otro.
¿Cómo iniciar un diálogo?
Obviamente no es posible un intercambio abierto en un país de 115 millones de habitantes. Sin embargo, hay mil y un maneras en que se puede avanzar un intercambio que contribuya a construir un espacio de mayor sobriedad en el discurso y, por ende, de civilidad hacia el futuro. Sólo a título de ejemplo, está el modelo que los estadounidenses llaman “town hall meetings”, donde, en un auditorio, unas cien o doscientas personas se reúnen con el presidente –o sus funcionarios- con un formato flexible de preguntas y respuestas que es transmitido por televisión. Pero lo importante no es el formato sino el hecho: intercambiar puntos de vista, pero sobre todo explicar y tratar de convencer. En esta era es imposible gobernar sin convencer, algo que ha estado ausente en la política mexicana. Buenos argumentos pueden ganar comprensión y reconocimiento. Y legitimidad.
¿Esta falta de diálogo obstaculiza la transición democrática?
La gran virtud del sistema político priista de la primera mitad del siglo pasado, sobre todo en contraste con los regímenes autoritarios de Sudamérica, fue que permitió estabilidad y progreso económico. Ese sistema prefería la cooptación y la negociación a la violencia. Su gran defecto fue que, mientras que aquellas sociedades acabaron con sus dictaduras y se democratizaron, la nuestra preservó la cultura autoritaria de antaño, algo que ni los panistas alteraron. A falta de alternativa, y de la futilidad de actos efectistas en un contexto tan polarizado, una conversación nacional podría comenzar a erosionar esos silos que nos corroen.
En el fondo, nuestro desafío es el de concluir la transición -política, económica, social, cultural, industrial, pero sobre todo filosófica- que se quedó atorada. Jacqueline Peschard hacía notar que la legislación recientemente aprobada en materia de transparencia requiere una nueva forma de gobernar, sustentada en la apertura y la participación social. Yo ampliaría eso a la vida nacional: es inconcebible el progreso en la era digital y de la globalización sin transparencia y convencimiento mutuo. Esa es una tarea de liderazgo.
FORBES – Luis Rubio
LA VERDADERA TRASCENDENCIA DEL TLC FUE SU CARÁCTER EXCEPCIONAL EN LA VIDA PÚBLICA MEXICANA. Aunque su impacto económico ha sido extraordinario –constituye nuestro principal motor de crecimiento-, su excepcional importancia radica en el hecho de que fue concebido –y ha funcionado- como un medio para conferirle certidumbre a los inversionistas. Antes de que existiera el TLC, la inversión del exterior no crecía por carecer de un marco legal que garantizar la permanencia de las reglas. Es decir, representó un reconocimiento por parte del sistema político que la existencia de regulaciones caprichudas, expropiaciones sin causa justificada y discriminación a favor de ciertos intereses constituían obstáculos infranqueables al crecimiento de la inversión. Su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del llamado “sistema”.
En su origen, y en su concepción original, el objetivo al iniciar la negociación del acuerdo comercial norteamericano fue la creación de un mecanismo que le confiriera certidumbre de largo plazo al inversionista. El contexto en que ese objetivo se procuraba es importante: México venía de una etapa de inestabilidad financiera, altos niveles de inflación, la expropiación de los bancos y, en general, un régimen de inversión que repudiaba la inversión del exterior y pretendía regular y limitar la inversión privada en general. Aunque se habían cambiado los reglamentos respectivos, la inversión del exterior no mostraba disposición a volcarse hacia el país como pretendía el gobierno del momento. El TLC acabó siendo el reconocimiento factual de que se tenía que dar un paso mucho más audaz para poder atraer esa inversión
La negociación del TLC constituyó un hito en nuestra vida política porque éste entraña un conjunto de “disciplinas” (como las llaman los negociadores) que no son otra cosa que impedimentos a que un gobierno actúe como le dé la gana. La aceptación de ese conjunto de disciplinas implica la decisión de auto-limitarse, es decir, de aceptar que hay reglas del juego y que hay un severo costo en caso de violarlas. En una palabra, el gobierno cedió poder en aras de ganar credibilidad, en ese caso frente a la inversión. Y esa cesión de poder le permitió al país generar un enorme motor de crecimiento en la forma de inversión extranjera y exportaciones. Sin esa cesión, el país habría venido dando tumbos los últimos veinte años. En cambio, a través del TLC (y con gran ayuda de las remesas que envían los mexicanos que residen en Estados Unidos) la economía norteamericana se convirtió en nuestra fuente principal de crecimiento económico.
Hoy en día, aunque la inversión del exterior sigue fluyendo de manera regular e incremental, el problema que enfrenta el desarrollo económico tiene mucho más que ver con la incertidumbre que genera la ausencia de reglas confiables, y permanencia de las mismas, dentro del país. Es decir, en tanto que el TLC resolvió el problema de certidumbre para la inversión del exterior, hoy el problema de México es la ausencia de certidumbre para el mexicano común y corriente, incluido el empresario e inversionista nacional.
La incertidumbre surge del hecho que nuestros gobernantes pueden decir sí o no en función de sus propios cálculos personales, políticos o partidistas, sin preocupación de que esa decisión pudiera violar la ley o la legalidad. Esa circunstancia es la que nos hace un país dependiente de un solo hombre y, por lo tanto, impide que se consoliden acuerdos, planes, proyectos o carreras, pues todo se limita al tiempo de un sexenio.
Lo que algún cínico llamó el “sistema métrico sexenal” es una realidad nacional que ni los gobiernos panistas alteraron. La propensión a reinventar el mundo y a negarle valía a lo existente cada que entra un nuevo gobernante tiene consecuencias en los más diversos ámbitos y tiene el efecto de distanciar al gobierno de la sociedad y hacerlo poco responsivo a sus demandas pero, sobre todo, genera un entorno de incertidumbre que afecta todas las decisiones de ahorro, inversión y desarrollo personal, familiar y empresarial.
México necesita evitar esa fuente de incertidumbre para los mexicanos, tal y como lo hizo el TLC para los extranjeros. Sin un Estado de derecho que cree fuentes de certidumbre creíbles, el país estará permanentemente impedido de funcionar.
@lrubiof
a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org
Luis Rubio
¿Qué es lo más relevante de los resultados de las elecciones del 7 de junio?
A unos les fue bien, a otros mal, pero todos tienen que lidiar con la nueva realidad. Muchas lecciones.
Un resumen apretado de lo que yo observé en la elección y en los días que le siguieron es el siguiente: en las gubernaturas, salvo en Campeche y Colima, los electores penalizaron al partido en el poder: resulta que votar fue mucho más productivo para quienes están molestos que no votar o anular; Morena fue el gran ganador, seguido de cerca por el Verde; el PAN y el PRD son los grandes perdedores, ambos por sus divisiones internas; el PRI retuvo su posición en el congreso, símbolo de la capacidad de comprar y manipular votos más que de haberse súbitamente renovado. Hoy hay dos actores en la palestra que seguramente competirán entre sí en el 18: AMLO y el Bronco.
¿A qué se deben estos resultados?
Hay explicaciones para cada uno de estos factores, pero lo que me parece más importante destacar es que el Pacto por México resultó letal para el PAN y el PRD; difícil creer que el resultado para el PRI en el Congreso refleje algo distinto: salvo que las reformas eventualmente transformen al país y esos partidos lo puedan capitalizar, el costo de la percepción de parálisis y de la sensación de que desapareció la oposición es inconmensurable.
Cada partido y candidato enfrentó circunstancias particulares pero el conjunto revela un electorado más sofisticado de lo que parecería a primera vista. En Querétaro, por ejemplo, los votantes dejaron claro que quieren evitar que un partido se perpetúe en el poder, a pesar de que el gobernador saliente es popular y ampliamente reconocido. Por otro lado, la elección confirmó que el votante promedio está dispuesto a vender su voto y es honorable en cumplir su parte: esto quizá no esa encomiable desde una perspectiva electoral, pero habla de una capacidad, y sobre todo disposición, a cumplir contratos y acuerdos, algo nada despreciable en otros ámbitos dada la ausencia de un sistema judicial eficaz.
¿Qué nos dice esta elección sobre nuestro contexto político?
Quizá la lección más grande que arroja la elección es que el país enfrenta un problema de esencia: el sistema político no funciona. Los electores pueden ser cada vez más sofisticados en su forma de votar o mandar mensajes, pero eso no compensa la disfuncionalidad del sistema en su conjunto y su falta de representatividad. Y ese es el asunto medular.
México lleva décadas tratando de cambiar para que nada cambie. Ciertamente, la economía ha cambiado mucho pero, al estilo del Gattopardo, se ha hecho hasta lo indecible por preservar los beneficios y privilegios del viejo sistema. Aunque nadie puede negar los enormes avances en diversos frentes, la estructura del poder sigue siendo la misma, excepto que se incorporó al PAN y PRD en la misma lógica de la corrupción ancestral: todo cambió para que nada cambiara. Ahora el costo de esto es visible a todas luces.
¿Qué papel han jugado las reformas estructurales?
El actual gobierno aceptó el mantra de las últimas décadas de que urgía un conjunto de reformas y que éstas, solitas, transformarían al país. Se decía que los problemas estaban «sobre diagnosticados”; lo que nunca se dijo fue que, para que rindieran frutos, las reformas tenían que modificar la estructura del poder en general y en cada sector reformado. Hoy parece obvio que lo que hace falta es gobernar y que las reformas, tan necesarias como son, no son factibles en ausencia de un gobierno capaz de cumplir su cometido. La renuncia a la reforma más trascendente, la educativa, es muestra flagrante de la ausencia de visión y perspectiva o, al menos, de una enorme perversión en las prioridades.
El corazón del asunto es que no es posible pretender cambiar al país como prometió el gobierno actual si no se pone en la mesa tanto la función del poder como su distribución. No se puede llevar a cabo una reforma del país -igual en un sector que en lo general- si el criterio número uno es no afectar a los grupos cercanos al poder; y no se puede pretender ser exitoso en reformar si el criterio que subyace a la reforma es el de no alterar la estructura del poder. Reformar no es otra cosa que afectar intereses creados; si eso no se quiere o puede hacer, la reforma es imposible.
¿Qué sigue ahora para este gobierno?
Yo sólo veo dos escenarios posibles. Uno es seguir pretendiendo que nada pasa, que el resultado electoral legitima esa «estrategia». El otro escenario, el que sería deseable, es que la clase política reconozca la urgencia de actuar.
El riesgo de no hacer nada es que el sistema acabe colapsado: igual podría venirse abajo todo el arreglo político (ej. Rusia), crecer las vertientes anti sistémicas que proliferan por todas partes, o provocarse el advenimiento de un movimiento reaccionario que mine no sólo lo logrado con tantas penurias por tanto tiempo, sino que regrese al país a la edad de piedra. Venezuela no es inconcebible.
Lo que en la clase política y el gobierno no se entiende es el para qué de su función. Más allá de sus intereses como grupo, su labor se tiene que aterrizar en mejorías sustantivas y sistemáticas en terrenos transformadores como productividad, legalidad, educación y corrupción. Mientras eso no ocurra, el alto ruido de la baja política seguirá minando la legitimidad del sistema y la viabilidad del país. También la de sus propios intereses.
El momento actual ofrece -y exige- una oportunidad excepcional para que un gran liderazgo transforme al país. Ese liderazgo podrá venir del propio gobierno o de alguno de los actores que mostraron dotes y capacidad excepcional de acción y recuperación. Quien lo encabece decidirá el futuro.
Lee el artículo publicado en Reforma
América Economía – Luis Rubio
Hay dos hechos indiscutibles en los resultados de los comicios del domingo pasado: por un lado, el partido del gobierno logró mantener su posición en el congreso, lo que constituye un triunfo bajo cualquier rasero. Por otro, hay amplia evidencia de una profunda desazón social a todos niveles (76% desaprueba al gobierno, BGC), capitalizada por “el Bronco” a todo color. Parecerían circunstancias incompatibles y contradictorias, pero no lo son. La combinación es un fiel reflejo de la intrincada realidad que vive el país. La gran pregunta es qué hará el gobierno con su victoria: ¿persistirá en su pretensión de que ya reformó al país y todo lo que hay que hacer es esperar a que el árbol dé frutos por sí mismo? o ¿convertirá el resultado electoral en la oportunidad de construir una capacidad de gobierno que efectivamente haga posible que sus reformas rindan frutos? Aunque parezcan similares, son proyectos radicalmente distintos.
No es difícil describir lo que ocurrió la semana pasada. Por el lado estrictamente electoral, las elecciones intermedias, aunque cada una es única, son siempre elecciones de maquinaria y por eso el PRI goza de una enorme ventaja. Esa maquinaria fue la que le hizo perder más de cien escaños al PAN en 2009, por lo que no sorprende que haya tenido el efecto contrario en esta ocasión. También es importante anotar que esa maquinaria fue asistida, de manera perversa, por los anulistas, cuya acción tuvo el efecto de alterar el denominador y regalarle plurinominales al PRI. Paradojas que da la vida: nadie sabe para quién trabaja.
Nadie puede disputar el resultado electoral, pero persiste el dilema: victoria ¿para qué? ¿Para seguir negándole a la población la oportunidad de prosperar? o ¿para hacer valer las reformas y crear una nueva plataforma con vista hacia el futuro?
Por el lado del hartazgo, las causas son muchas y múltiples, algunas objetivas y otras psicológicas, pero todas cuentan y, más importante, se suman. Para unos el flagelo es la inseguridad, para otros los impuestos. Para otros más la flagrante corrupción. Para todos, la parálisis gubernamental ha sido pasmosa y su coronación fue la decisión de suspender la reforma educativa: evidencia clara de un gobierno que no funciona. Nuevo León resumió la dinámica que vive el país porque ahí un candidato hizo suyo el hartazgo como plataforma de campaña, teniendo al gobernador saliente como perfecto ejemplo de lo que la población repudia.
El problema no es nuevo y no es culpa de la actual administración. Félix Cortés argumentaba que por décadas la gente votó por Cantinflas como un medio para expresar enojo y repudio, mensaje que los políticos nunca entendieron o atendieron. Es decir, el problema es viejo pero se va acumulando y tiende a crecer en la medida en que se aceleran las expectativas y éstas se multiplican por la comunicación instantánea que permiten los teléfonos y las redes sociales. En contraste con España, donde existen, o son posibles, mecanismos institucionales alternativos para canalizar el hartazgo, en México ese camino es virtualmente imposible, lo que se torna en una amenaza soterrada a la estabilidad.
Es por esto último que resulta trascendental lo que decida hacer el gobierno con su triunfo. Dada su historia a la fecha, sobre todo de los últimos meses, es de esperarse que se declare victorioso y cierre la puerta. Desde su perspectiva, es fácil argumentar que los protestantes, igual las CETEG que la CNTE, son meros revoltosos que ya fueron reprobados en las urnas; que los empresarios que se sienten atosigados por interminables requerimientos y por la ausencia de un entorno que genere confianza, son unos exagerados, acostumbrados a evadir el fisco en lugar de dedicarse a trabajar; y que los opinadores son una punta de vividores en sus torres de marfil.
Independientemente de que en algunos casos el gobierno tuviera razón, la salida fácil es ignorar a todos. Sin embargo, eso no le ayudaría a concluir el sexenio en paz. En este contexto, no deja de ser particularmente irónico, y revelador, el planteamiento que hizo el secretario de Hacienda en la OECD: que hay antecedentes históricos para la desconfianza y que ésta se prolongue por décadas. Cierto sin duda, pero, aunque se refería a Grecia, es interesante para un gobierno que se ha dedicado a gastar, incrementar el déficit y la deuda, reproducciones casi perfectas de los factores que causaron las crisis de los 70 a los 90.
Más allá de las razones del resultado electoral, la realidad del país sigue siendo la misma: una aparentemente incontenible subversión en el sur; una población sin futuro por la falta de un sistema educativo compatible con el mundo de la globalización; una economía estructuralmente incapaz de producir altas tasas de crecimiento; una sociedad atosigada por la inseguridad y sin proyecto de mejora dada la ausencia de una estrategia creíble de seguridad fundamentada en el desarrollo policial y del poder judicial a todos los niveles de gobierno; un sistema de gobierno caduco y disfuncional que no gobierna, no satisface los requisitos mínimos de desempeño y no crea condiciones para que la sociedad pueda vivir en paz y prosperar.
La elección creó una nueva disyuntiva: lo hacen los políticos institucionalizados o lo hacen los independientes. No es asunto menor y el reto es monumental.
Nadie puede disputar el resultado electoral, pero persiste el dilema: victoria ¿para qué? ¿Para seguir negándole a la población la oportunidad de prosperar? o ¿para hacer valer las reformas y crear una nueva plataforma con vista hacia el futuro? Lo primero garantizaría que el 2018 sea de los revoltosos, cualquiera que sea el color de su camisa. Lo segundo le ofrecería una oportunidad de esperanza a todos.
http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/victoria-electoral-en-mexico-para-que
Luis Rubio
¿Cuál es tu lectura de los resultados de la elección intermedia?
Hay dos hechos indiscutibles en los resultados de los comicios del domingo pasado: por un lado, el partido del gobierno logró mantener su posición en el congreso, lo que constituye un triunfo bajo cualquier rasero. Por otro, hay amplia evidencia de una profunda desazón social a todos niveles (76% desaprueba al gobierno, BGC), capitalizada por “el Bronco” a todo color. Parecerían circunstancias incompatibles y contradictorias, pero no lo son. La combinación es un fiel reflejo de la intrincada realidad que vive el país. La gran pregunta es qué hará el gobierno con su victoria: ¿persistirá en su pretensión de que ya reformó al país y todo lo que hay que hacer es esperar a que el árbol dé frutos por sí mismo? o ¿convertirá el resultado electoral en la oportunidad de construir una capacidad de gobierno que efectivamente haga posible que sus reformas rindan frutos? Aunque parezcan similares, son proyectos radicalmente distintos.
No es difícil describir lo que ocurrió la semana pasada. Por el lado estrictamente electoral, las elecciones intermedias, aunque cada una es única, son siempre elecciones de maquinaria y por eso el PRI goza de una enorme ventaja. Esa maquinaria fue la que le hizo perder más de cien escaños al PAN en 2009, por lo que no sorprende que haya tenido el efecto contrario en esta ocasión. También es importante anotar que esa maquinaria fue asistida, de manera perversa, por los anulistas, cuya acción tuvo el efecto de alterar el denominador y regalarle plurinominales al PRI. Paradojas que da la vida: nadie sabe para quién trabaja.
¿Qué dice esta elección sobre el sentir de la ciudadanía?
Por el lado del hartazgo, las causas son muchas y múltiples, algunas objetivas y otras psicológicas, pero todas cuentan y, más importante, se suman. Para unos el flagelo es la inseguridad, para otros los impuestos. Para otros más la flagrante corrupción. Para todos, la parálisis gubernamental ha sido pasmosa y su coronación fue la decisión de suspender la reforma educativa: evidencia clara de un gobierno que no funciona. Nuevo León resumió la dinámica que vive el país porque ahí un candidato hizo suyo el hartazgo como plataforma de campaña, teniendo al gobernador saliente como perfecto ejemplo de lo que la población repudia.
El problema no es nuevo y no es culpa de la actual administración. Félix Cortés argumentaba que por décadas la gente votó por Cantinflas como un medio para expresar enojo y repudio, mensaje que los políticos nunca entendieron o atendieron. Es decir, el problema es viejo pero se va acumulando y tiende a crecer en la medida en que se aceleran las expectativas y éstas se multiplican por la comunicación instantánea que permiten los teléfonos y las redes sociales. En contraste con España, donde existen, o son posibles, mecanismos institucionales alternativos para canalizar el hartazgo, en México ese camino es virtualmente imposible, lo que se torna en una amenaza soterrada a la estabilidad.
¿Qué implica esa falta de mecanismos institucionales?
Es por esto que resulta trascendental lo que decida hacer el gobierno con su triunfo. Dada su historia a la fecha, sobre todo de los últimos meses, es de esperarse que se declare victorioso y cierre la puerta. Desde su perspectiva, es fácil argumentar que los protestantes, igual las CETEG que la CNTE, son meros revoltosos que ya fueron reprobados en las urnas; que los empresarios que se sienten atosigados por interminables requerimientos y por la ausencia de un entorno que genere confianza, son unos exagerados, acostumbrados a evadir el fisco en lugar de dedicarse a trabajar; y que los opinadores son una punta de vividores en sus torres de marfil.
Independientemente de que en algunos casos el gobierno tuviera razón, la salida fácil es ignorar a todos. Sin embargo, eso no le ayudaría a concluir el sexenio en paz. En este contexto, no deja de ser particularmente irónico, y revelador, el planteamiento que hizo el secretario de Hacienda en la OECD: que hay antecedentes históricos para la desconfianza y que ésta se prolongue por décadas. Cierto sin duda, pero, aunque se refería a Grecia, es interesante para un gobierno que se ha dedicado a gastar, incrementar el déficit y la deuda, reproducciones casi perfectas de los factores que causaron las crisis de los 70 a los 90.
¿Qué cambia y qué no cambia con la elección del 7 de junio?
Más allá de las razones del resultado electoral, la realidad del país sigue siendo la misma: una aparentemente incontenible subversión en el sur; una población sin futuro por la falta de un sistema educativo compatible con el mundo de la globalización; una economía estructuralmente incapaz de producir altas tasas de crecimiento; una sociedad atosigada por la inseguridad y sin proyecto de mejora dada la ausencia de una estrategia creíble de seguridad fundamentada en el desarrollo policial y del poder judicial a todos los niveles de gobierno; un sistema de gobierno caduco y disfuncional que no gobierna, no satisface los requisitos mínimos de desempeño y no crea condiciones para que la sociedad pueda vivir en paz y prosperar.
La elección creó una nueva disyuntiva: lo hacen los políticos institucionalizados o lo hacen los independientes. No es asunto menor y el reto es monumental.
Nadie puede disputar el resultado electoral, pero persiste el dilema: victoria ¿para qué? ¿Para seguir negándole a la población la oportunidad de prosperar? o ¿para hacer valer las reformas y crear una nueva plataforma con vista hacia el futuro? Lo primero garantizaría que el 2018 sea de los revoltosos, cualquiera que sea el color de su camisa. Lo segundo le ofrecería una oportunidad de esperanza a todos.