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El cambio que viene

Luis Rubio 

México vive la enorme paradoja de una sociedad y economía en plena efervescencia frente a un mundo político que habita los palacios infranqueables del viejo sistema priista, incluyendo a sus socios y ahijados. Por un lado, la economía lleva décadas experimentando una acelerada transformación: tanto los ganadores como los perdedores en los procesos de ajuste a las reformas que, desde los ochenta, han alterado las viejas formas de producir, viven un mundo distinto al que se ve reflejado en los medios o el discurso político. Al mismo tiempo, la realidad cotidiana ha obligado a la población, sobre todo a la más modesta en las zonas rurales, a resolver sus propios problemas, por la ausencia de gobierno. Por otro lado, el mundo político vive en una esfera nostálgica, creyendo que sus decisiones, allá en el Olimpo, empatan la realidad de hoy. Es un poco como la proverbial discusión sobre cómo arreglar las sillas para la próxima cena en el Titanic.

El cambio que experimenta la sociedad mexicana tiene dos orígenes. Por una parte, en lo económico, es palpable, pero de características muy distintas a lo largo y ancho del país. Vastas regiones se han acoplado y han hecho suyo el incontenible cambio tecnológico y experimentan los beneficios de altos niveles de productividad, inversión y desarrollo. Si uno pinta una raya arriba de la ciudad de México, casi todo lo que queda al norte crece a más de 5%, con algunas localidades sensiblemente arriba de esa cifra. Esto ha producido una nueva sociedad, cada vez más optimista y exitosa, que le da la bienvenida al futuro. Por otro lado, hay comunidades, sobre todo al sur de esa raya, que se mantienen estancadas, en buena medida por las estructuras políticas y sociales que siguen privilegiando a poderes políticos, sindicales y económicos locales. Esos poderes mantienen un statu quo que no tiene otro efecto que el de preservar la pobreza y, en todo caso, acrecentarla. Nadie en su sano juicio puede hoy hablar de un solo país cuando piensa en políticas de desarrollo.

Por otro lado, la sociedad mexicana ha cobrado una inusitada militancia en las últimas décadas. Han surgido toda clase de organizaciones civiles, se presentan denuncias, proliferan los manifiestos y crece el descontento. Esto nada tiene que ver con los sismos recientes, aunque son un síntoma de lo que ahí ocurre, en las profundidades de la sociedad. Pero el verdadero cambio que viene no radica en la llamada «sociedad civil,» por más que ahí se gesta una nueva realidad política que se multiplica en impacto vía las redes sociales, sino en la «base» de la pirámide socio económica, donde hay muestras de un cambio incontenible que, tarde o temprano, va a transformar a México.

En ese plano, hay ejemplos extraordinarios de comunidades que han tomado el liderazgo, sobre todo en materia de violencia y criminalidad, y se han abocado a resguardar sus localidades y convertirlas en territorio que no permite el ingreso de bandas de criminales. Numerosas experiencias de acciones, diálogos y conflictos entre organizaciones de base, sobre todo las de víctimas de violaciones de derechos humanos y desapariciones -sucesos excesivamente frecuentes en las últimas décadas-, arrojan ejemplos importantes de capacidad y disposición a actuar para resolver y construir soluciones y no acciones vengativas. Innumerables víctimas de la violencia han acabado organizándose para protegerse de las autoridades judiciales, a las que perciben como reacias a atenderlas y responderles, lo que ha llevado a la constitución de organizaciones que movilizan a la población y de facto crean conciencia de la inoperancia del poder judicial y del abuso que sufre la ciudadanía. Lo impactante de estos procesos de organización es que, en la mayoría de los casos, son provocados por la ausencia de gobierno, que se traduce en inseguridad, misma que se acrecienta cuando las personas se acercan a las entidades gubernamentales supuestamente dedicadas a protegerlas y ayudarles a resolver sus problemas.

Frente a esto, nuestros políticos han vuelto a sus orígenes: el PRI adoptó un modo de sucesión indistinguible del de los sesenta, mientras que Morena, pues, hizo lo mismo pero sin tanto teatro. En contraste con aquella era, sin embargo, el presidente escogerá candidato, no presidente y la diferencia no es menor.

Mucho más importante, la contradicción entre lo que ocurre en la sociedad y lo que ocurre en el mundo político es no sólo flagrante, sino insostenible. México cambia a ritmo acelerado pero de manera invisible para quien no lo quiera ver y el desempate entre lo que se observa en los debates sobre la sucesión y lo que ocurre en las profundidades de la sociedad es extraordinario.

No es obvio cuál será el desenlace de la confrontación que se cocina en este caldo de cultivo, pero no tengo duda alguna que todo dependerá de la forma en que acaben comunicándose e integrándose las organizaciones civiles y urbanas con las de raigambre popular. Es decir, ante la incapacidad de los políticos de salir de su pequeño mundito, el futuro lo decidirá la disposición y capacidad de la sociedad para unificarse y aprender a convivir, independientemente de su origen social o nivel económico.

 

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Personas e instituciones

Luis Rubio

Pocas decisiones en nuestra historia serán tan trascendentes como la nominación del Fiscal General. El nombramiento será crítico no sólo por la función crucial de administrar la justicia y la lucha contra la corrupción, sino por la enorme autonomía de que gozará bajo la nueva ley, a lo que se adiciona el hecho de que el nombramiento será por nueve años y quien lo ostente será inamovible. Un error en el nombramiento y el país no sólo perderá otra oportunidad, sino que quedaría a merced de los vicios de personalidad que caractericen al agraciado o agraciada. Aquí se revela, una vez más, nuestra enorme debilidad institucional.

Un nombramiento de esta naturaleza y calibre es complejo y difícil en cualquier país y circunstancia, pero sería infinitamente menos complejo de contar con instituciones sólidas capaces de limitar los excesos y falibilidades inherentes a las personas. Madison lo dijo como nadie: “si los hombres fuesen ángeles no se requeriría gobierno… la gran dificultad reside en (que): primero se tiene que facultar al gobierno para que controle a los gobernados, y luego obligar al gobierno a que se controle a sí mismo.” Cuando no contamos con mecanismos para lograr uno o lo otro, el nombramiento se torna siempre riesgoso.

En las últimas semanas y meses hemos sido testigos de debates y elucubraciones sobre la transición de la procuraduría hacia la nueva fiscalía y, más recientemente, sobre la cabeza de la fiscalía electoral, removido cuando resultó incómodo, como ha ocurrido tantas veces antes. En ambos casos, la discusión es la misma: ¿es idónea la persona? ¿Se comporta debidamente? ¿Cumplirá? ¿Lo dejarán cumplir? Las interrogantes son relevantes por la importancia del puesto y las realidades del poder y porque, a final de cuentas, los encargados no son, en palabras de Madison, ángeles.

Nuestro primer problema no es la persona sino el hecho de que tengamos que discutir a la persona en lugar de a la institución, donde reside, a final de cuentas, la clave. Nos enfrentamos al dilema de la persona porque tenemos instituciones débiles que se adaptan a la persona en lugar de tener instituciones fuertes que cumplan con su mandato a la vez que limitan los peores excesos de quienes son responsables de su conducción. La verdadera pregunta que debiéramos hacernos es por qué tenemos instituciones tan débiles, maleables y propensas a esos riesgos.

Llevamos décadas construyendo instituciones denominadas como autónomas bajo el principio de que la distancia respecto al ejecutivo resuelve los déficit que enfrenta el país en materia de justicia, corrupción e impunidad. Sin embargo, es absurda la noción de que “autonomía” es sinónimo de imparcialidad y de que una institución pública puede ser mejor administrada por “ciudadanos” que por funcionarios profesionales.  Estas concepciones son perfectamente explicables dada nuestra historia y sistema de gobierno, pero lo crucial no es la autonomía sino los pesos y contrapesos, que se deben aplicar de exactamente la misma manera al ejecutivo como a las entidades independientes.

Hoy contamos con una serie de entidades supuestamente autónomas -como COFECE, IFETEL, INE- que se han convertido en territorios igualmente viciados, propensos a decisiones arbitrarias, pero con vastas facultades discrecionales, que no rinden cuentas ni se encuentran sujetas a mecanismos de supervisión naturales a cualquier sistema democrático. El punto no es criticar a las instituciones que se han ido creando con buenas intenciones, sino a la forma peculiar en que se han construido espacios propensos al desarrollo de feudos personales y de grupo, cuyas acciones y resoluciones no están sujetas a mecanismos de revisión e impugnación efectivos. La autonomía mal entendida por la ausencia de contrapesos termina siendo un poder fáctico más, que es precisamente el fondo de la discusión respecto a los nombramientos (y remoción) de los fiscales en este momento.

Estamos donde estamos: ante la necesidad de hacer los nombramientos y, por diseño, sin los debidos contrapesos. Esta circunstancia ha llevado a propuestas para el nombramiento de personas cuya característica central es no haber tenido experiencia en asuntos judiciales o el manejo de grandes y complejas burocracias precisamente porque se asume que cualquier contacto previo con esos mundos implica corrupción. Sin embargo, la falta de experiencia en esas materias conduce a muchos de los vicios y riesgos que se observan en las entidades llamadas autónomas: feudos personales, arbitrariedad, excesos y, todavía más importante, fracaso en la misión central.

Quien sea nombrado debe al menos satisfacer tres criterios: primero, probidad personal; segundo, capacidad y experiencia en el manejo de asuntos complejos y burocracias irredentas; y, tercero, seriedad: una persona práctica y clara de mente respecto al objetivo que se persigue y que debe consistir, antes que nada, en construir una institución que a su vez acabe limitando a la persona. Lo último deseable es un santo o un iluminado.

Tanto poder puede llevar a un sistema que institucionaliza las vendettas. Nada más peligroso. La institucionalidad, no las prisas, debe guiar estos nombramientos.

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Las 9 vidas del PRI

Luis Rubio

Cuando estaba en campaña para la presidencia, alguna persona le dijo a Enrique Peña Nieto que no podía creer en el PRI por todo lo que éste había hecho y causado. El hoy presidente le respondió que lo entendía pero que el suyo era un “nuevo PRI,” al que los jóvenes veían positivamente. Efectivamente, el PRI ganó la presidencia en 2012 y ha logrado preservar más de la mitad de las gubernaturas del país; de hecho, nada impide que pudiera llegar a ganar el año próximo. ¿Es lógico esto?

México es una anomalía comparado con países que se caracterizaron por partidos de Estado, en casi todos los casos autoritarios. En Taiwán, el KMT se ha adaptado y convertido en un partido competitivo porque abandonó sus vicios de antaño, entra y sale de la presidencia y, cuando está en la oposición, como hoy, se comporta como un partido más. En el este de Europa, los partidos comunistas han desaparecido o se han transformado.

El PRI sigue siendo, pues, el PRI. Ciertamente, se ha adaptado al mundo competitivo pero el contraste con aquellas naciones es patente: aquí el viejo sistema sigue tan vivo como antes; en lugar de que éste cambiara y el PRI se adaptara a un régimen político abierto, los demás partidos se han adaptado al viejo sistema, convirtiéndose en pilares que lo sostienen.

¿Cómo explicar que haya elecciones competitivas pero que el régimen priista y su monopolio del poder sigan estando ahí, en unas cuantas manos que no cambian, como si fueran sillas musicales? Hay muchas posibles respuestas, más las que a usted, estimado lector, se le ocurran:

  • Ante todo, el PRI nunca se fue: sigue estando ahí, domina buena parte del territorio nacional, sigue a cargo de una maquinaria electoral que es inigualable y, aunque ha perdido muchas gubernaturas, ha logrado que todos los gobernadores, así como los partidos de oposición, se comporten como priistas. O sea, casi casi, se podría decir que el PRI vendió franquicias…
  • La reforma electoral de 1996 fue peculiar en un sentido: no creó un sistema competitivo de partidos. Aunque a partir de ese momento contamos con un sistema de administración electoral impecable, los partidos compiten para luego arreglarse y mantener distante a la ciudadanía. Tenemos un sistema político-electoral al servicio de los partidos.
  • Cuando llegó el PAN a la presidencia, uno hubiera esperado un cambio de régimen: la eliminación de los viejos mecanismos de control, privilegio y abuso (y, por lo tanto, corrupción e impunidad), pero pasó exactamente lo contrario: el PAN se mimetizó con el PRI, se olvidó de construir un nuevo futuro y se corrompió hasta la médula, al grado que hoy ni siquiera tiene capacidad de entender dónde, cuándo y cómo extravió el camino.
  • Al PRD no le ha ido mejor. Heredero del PRI en su principal bastión, el DF, se ha dedicado a atender a sus clientelas, corromperlas y, en los últimos meses, a buscar la forma de sobrevivir frente a su Némesis, AMLO. En lugar de cambiar el sistema de gobierno y mejorar la vida de los habitantes de la ciudad, se ha dedicado a inventar constituciones, nuevos nombres y mucho ruido, pero no un mejor nivel de vida, mejor infraestructura o una capacidad de atender a la ciudadanía. El hecho de que esté luchando por su sobrevivencia lo dice todo.
  • No menos importante, el gobierno actual ha exacerbado todos los límites: ha empleado a las instituciones para atacar a sus enemigos, proteger y perdonar a sus cómplices. Ha generado un clima de impunidad extrema que no sólo aliena a la ciudadanía, sino que ha arriesgado dramáticamente el futuro.

Al final del día, el viejo régimen se preserva por dos razones: por un lado, porque el electorado se ha fragmentado tanto (en buena manera intencionalmente) que todo se ajusta al nivel de votos que el PRI pueda ganar. Sin embargo, como ilustró el sainete reciente en torno a la instalación de la junta directiva del Congreso y del Senado, todos los partidos juegan el mismo juego: la preservación del statu quo.

Pero la otra razón es mucho más reveladora: aunque el 70% del electorado está en contra de López Obrador, él no solo domina el panorama, sino que constituye el factor que ilustra el fracaso de todas esas reformas electorales y de los partidos principales. La abrumadora mayoría de los votantes no lo quieren, pero podría ganar precisamente porque representa, o ha logrado posicionarse, como el único capaz de ofrecer una alternativa.

El problema electoral mexicano se reduce a un elemento: todas las reformas que se han avanzado en las últimas décadas han tenido un objetivo medular, que es el de no alterar la estructura del poder. Esa lógica es explicable para un régimen emanado de una revolución, pero entraña una consecuencia obvia: tarde o temprano, el engaño resulta evidente. Lo peculiar, y patético, es que el desafío central provenga no de una opción futurista y promisoria (el famoso Macron mexicano), sino de la perspectiva más retardataria y reaccionaria posible.

A semanas de iniciar el proceso electoral real (al diablo lo formal), la ciudanía sabe que sus opciones son limitadas por todo lo que han construido los partidos y sus políticos. El dilema en que se encuentran éstos, y todo el país, no es producto de la casualidad.

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 29 Oct. 2017

El nuevo dilema

Luis Rubio 

El gobierno actual es prueba fehaciente que la problemática que enfrenta el país no depende de la voluntad del presidente. Cuando el gobierno actual se aprestaba a tomar posesión, su principal consideración residía en cómo reconstruir la capacidad de acción del Estado. Era evidente que la capacidad de gobernar se había venido deteriorando y que ningún país puede prosperar con un gobierno enclenque, incompetente y paralizado, además de abrumado por factores fuera de su control. La propuesta de un “gobierno eficaz” resumía su visión de manera nítida, pero también sus limitaciones: implicaba la idea de que se puede recuperar lo perdido, o sea, que la nostalgia lo remitía a lo que había funcionado décadas antes.

En esto, el gobierno de EPN no es excepcional. Los mismos argumentos que se esgrimieron en la campaña de 2012 se pueden escuchar ahora por el lado de Morena: antes las cosas funcionaban, hoy todo es un desastre. ¿Estarán bien estos dos priistas, uno de cepa y otro de historia? La realidad es que hay muchas cosas que funcionan bien en el país y que justifican a plenitud las reformas y transformaciones que se han experimentado a lo largo de las últimas cuatro o cinco décadas. Por supuesto, hay partes del país que siguen rezagadas y persisten innumerables problemas, desequilibrios y obstáculos, pero cualquier observación objetiva revelaría lo obvio: el reto hacia adelante es enorme, pero el potencial, y el punto de partida, son excepcionales.

En 1968, el iconoclasta Samuel Huntington hizo olas cuando afirmó que “la diferencia más importante entre las naciones se refiere no a su forma de gobierno sino a su capacidad de gobierno.” Esa afirmación, publicada en el momento más álgido de la guerra fría, continuaba con otras herejías, como que Estados Unidos y la Unión Soviética tenían más en común que cualquiera de ellas con naciones de África o América Latina. El punto del autor era que, más allá de ideologías y formas de gobierno, algunas naciones tenían capacidad de gobernarse y otras no.

¿Dónde está México en esa dimensión? Cuando el hoy presidente Peña proponía un gobierno eficaz o cuando Andrés Manuel López Obrador promete un gobierno capaz de sacar al país de su bache, hablan de un sistema de gobierno que existió hace medio siglo y que era capaz de implementar las decisiones que se tomaban en la cúpula. Es decir, ambos personajes públicos conciben la función de gobernar como capacidad de imponer sus decisiones. Hablan de un gobierno competente e institucionalizado e idealizan al viejo sistema priista, pero en realidad se refieren a un sistema autoritario donde sus dos piezas clave -la presidencia y el partido- se complementaban para mantener un férreo, pero legítimo, control sobre la población, lo que hacía fácil gobernar. Como han demostrado los pasados cinco años, ese sistema ya no existe y, más importante, no puede ser recreado.

La bandera partidista o ideológica es lo de menos: la pretensión de que se puede retornar a ese mundo idílico es simplemente absurda. El reto que México enfrenta es el de crear un nuevo sistema político, apropiado a las circunstancias del siglo XXI. Porfirio Díaz afirmó que “gobernar a los mexicanos es como arriar guajolotes a caballo;” el PRI pensó que los controles autoritarios habían resuelto esa complejidad, pero hoy es evidente que el problema no es de personas sino de estructuras e instituciones.

Independientemente de que siga o se termine el TLC, el gran déficit del país es su incapacidad para gobernarse. El TLC hizo posible pretender que, con las garantías efectivas a la inversión y con la confianza que provee ese instrumento, se podía evitar tener que reformar al sistema de gobierno. Hoy nos encontramos en el peor de los mundos: ante el riesgo de perder el TLC y frente a una elección en la que nadie está enfocado en el problema real que enfrenta el país. En lugar de debatir el problema de gobernanza, nuestro verdadero déficit, vivimos el ruido de una retórica gastada y obsoleta sobre cómo retornar al pasado o cómo proteger lo existente. La verdadera promesa de AMLO, como la de EPN, es un autoritarismo benigno: yo puedo hacerlo porque yo soy fuerte.

Lo que México necesita no son hombres fuertes e iluminados sino instituciones efectivas. Para eso se requiere una disposición de nuestra clase política a enfrentar los problemas estructurales del país que ahora han sido desnudados por Trump al hacer evidente que no tenemos Plan B ni capacidad de articularlo porque no hicimos la tarea en estos años. El TLC fue un medio muy efectivo e inteligente para resolver un problema medular (estabilizar al país y darle certidumbre a la población y a los inversionistas), pero no es suficiente para lograr un desarrollo integral y nos expone, como ahora sabemos, a los avatares de EUA, quien se suponía tenía permanencia estratégica.

El país requiere un nuevo sistema de gobierno, anclado en la ciudadanía y con instituciones y mecanismos efectivos. Hoy tenemos una absurda combinación de instituciones viejas, obsoletas e ilegítimas con demandas interminables de que el gobierno actúe y responda. Tenemos que encontrar la forma de empatar ambas cosas: capacidad de gobierno y legitimidad.

 

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22 Oct. 2017

Los tres ejes

Luis Rubio

La disputa por las candidaturas a la presidencia es candente y se manifiesta en conflictos, propuestas, zancadillas, ataques, negociaciones y muchas veladoras encendidas. Cada uno de los llamados «suspirantes» promete lo necesario y corteja a su público: unos, los perredistas, intentan construir un Frente para lograr su sobrevivencia; los panistas atizan las discordias y se enmarañan en reyertas inexpugnables, olvidándose que primero hay que ganar…; por su parte, los priistas se desviven en atenciones -que bordean en la adulación- a quien decidirá la candidatura. La competencia interna es natural e inevitable y cada partido la resuelve a su manera. Presumiblemente, todos intentan que ese proceso eleve la probabilidad de ganar la elección presidencial.

Las aspiraciones y las contiendas son todas legítimas, pero nada tienen que ver con los problemas y desafíos que enfrenta el país o con las necesidades y expectativas de la población, que acaba siendo mero espectador en un proceso del que es protagonista, pero sobre el que prácticamente no tiene influencia alguna. Mucho menos sobre lo que siga después del día de la elección.

A pesar de la distancia que separa a quien llegue a gobernar de la población, lo que es evidente desde hace por lo menos tres décadas es que los presidentes no pueden gobernar ni ser exitosos sin al menos el reconocimiento y aprecio de la población. Si uno observa el devenir de las administraciones desde los ochenta, los gobiernos que avanzaron y aportaron algo relevante fueron aquellos que buscaron y procuraron el apoyo de la ciudadanía. Todos los que la ignoraron y despreciaron acabaron derrotados.

El apoyo popular siempre es importante y por eso la máxima de Mao en el sentido de que se puede gobernar sin comida y sin ejército, pero nunca sin la confianza de la población. Ese principio elemental se ha tornado en crucial en la era de la ubicuidad de la información pues los gobiernos de hoy no controlan ese insumo fundamental que, en el pasado, servía para mantener ignorante a la ciudadanía. Hoy las redes sociales y otros medios de transmisión de la información son casi siempre más importantes que los instrumentos con que cuenta el gobierno para actuar. Si a lo anterior se suma el enorme poder de los mercados financieros y su potencial disruptivo, resulta claro que quienes aspiran a gobernar deben tener en mente al menos los tres ejes cruciales que tantos de nuestros gobernantes recientes han ignorado.

Los tres ejes clave para la viabilidad y potencial éxito del próximo gobierno son muy claros: gobernar, mantener las finanzas en equilibrio y ganarse la confianza de la población. Parecerían obvios pero, a juzgar por los resultados de las últimas décadas, ninguno es fácil de lograr. Además, luego de Fox, en que la ciudadanía se sintió traicionada, los votantes han aprendido a usar su voto para premiar y castigar, respectivamente, a los partidos y sus candidatos.

En ese entorno, llega un nuevo presidente a Los Pinos a la vez que se instalan sus secretarios en Hacienda, Gobernación y las otras secretarías clave y todos sienten que les hizo justicia la Revolución. ¡Ya la hicieron! Todo ello cuando la chamba apenas comienza.

Gobernar, ese verbo raro que los jóvenes de hoy nunca han visto, implica hacerse cargo de lo fundamental: la seguridad, la justicia y los servicios públicos; decidir prioridades, explicarle a la población, convencer al electorado y sumar fuerzas para re-direccionar los destinos del país. Quienes aspiran a gobernar típicamente ignoran lo que eso implica: ganarse a la ciudadanía, afectar intereses, someter a quienes amenazan o dañan a la población y, en todo caso, ceder poderes para institucionalizar su propia función. La disputa por la fiscalía es un buen ejemplo: ¿no hubiera sido la gran oportunidad para despolitizar la administración de la justicia y construir un fundamento para el progreso del país, rompiendo con el pasado?

Mantener finanzas públicas en equilibrio es algo que parecería sencillo pues para cualquier ciudadano es elemental no gastar más de lo que tiene, pero no faltan secretarios de hacienda que creen poder desafiar la ley de la gravedad: gastan más de lo que ingresa, endeudan al erario y luego pretenden desentenderse de la inflación y devaluaciones resultantes, factores todos ellos que crean ansiedad entre los acreedores, desprecio por parte de la ciudadanía y costos crecientes de la deuda. Décadas de crisis han sido insuficientes para internalizar estas obviedades.

Finalmente, nadie puede pretender gobernar si no le explica a la ciudadanía qué es lo que se pretende lograr, la convence de la bondad de sus propuestas y le reporta de las dificultades que se presenten en el camino. En lugar de ello, nuestros “gobernantes” tienden a optar por la mentira, aderezar los errores y pretender que nadie se da cuenta. Tanto más simple es cultivar su confianza y rendir cuentas, en las buenas y en las malas.

Todos los buenos gobernantes entienden esto. Liu Bang, el primer soberano de la dinastía Han (202-195 AC), supuestamente dijo que «podía conquistar un imperio a caballo, pero para gobernar tenía que desmontar.» México no es distinto: hay que desmontar para gobernar…

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15 Oct. 2017

Los riesgos de acabar con el TLC

Luis Rubio

La complejidad creciente que experimentan las negociaciones del TLC ha llevado a una serie de discusiones y declaraciones respecto a los escenarios potenciales que arrojaría una situación crítica en las negociaciones mismas o una decisión unilateral por parte del presidente Trump de abandonar el tratado. El gobierno mexicano ha ido construyendo una narrativa orientada a evitar que un rompimiento súbito se tradujera en un colapso instantáneo de la confianza y de las expectativas dentro del país, involucrando para ello a diversos líderes empresariales. El objetivo es muy claro y razonable; sin embargo, es fundamental entender qué es lo que está de por medio porque el ánimo nacional se ha alterado de manera radical en las últimas semanas, minimizando la relevancia del TLC, a la vez que se adoptan posturas catastrofistas.

Lo primero relevante es reconocer qué es el TLC y por qué es importante. En una palabra, el TLC es trascendente porque constituye un ancla de estabilidad, una fuente de certidumbre que goza de apoyo y reconocimiento internacional. Esa certidumbre es clave tanto para la confianza interna como para atraer la inversión del exterior.

  • El TLC fue concebido como un mecanismo a través del cual el gobierno mexicano obtenía una especie de certificado por parte del gobierno estadounidense, éste como garante de que se preservarían las reglas del juego, se mantendría un régimen de liberalización económica y se cumpliría estrictamente con los compromisos asumidos en el texto del TLC.
  • En su inicio, el objetivo de aquellas negociaciones no era el comercio, sino una garantía para la inversión. Esa garantía serviría tanto para generar confianza en la preservación del régimen de apertura como en la protección de las inversiones extranjeras. Lo que acabó siendo el TLC incorpora estos dos elementos tanto en su texto como en los compromisos políticos que lo acompañaron.
  • En la especulación extrema en que hemos caído en estas semanas se discute no cómo preservar el TLC, sino quien debe salirse primero: los norteamericanos si ven que Canadá y/o México no están dispuestos a aceptar sus demandas (muchas de ellas claramente inaceptables) o México como símbolo de congruencia y hombría. La realidad es que, de retirarse el gobierno americano del TLC (un escenario que yo sigo creyendo poco probable) para México es crucial sostener la relación con Canadá que, aunque menos relevante en términos tanto económicos como políticos, al menos preserva el régimen legal de protección a la inversión, algo no menor. También, obliga a preservar el marco comercial inherente al TLC, que entraña una disciplina interna fundamental.
  • Por otro lado, es imperativo entender la función política del TLC dentro de México: su objetivo era limitar dramáticamente la latitud de realizar cambios en materia de política económica en caso de que llegara al gobierno un presidente con una filosofía distinta a la de la liberalización. Es decir, el TLC se concibió un instrumento profundamente político para fines internos. Al TLC se debe que no se haya alterado la política económica en 1995 y podría ocurrir lo mismo en un escenario como el de AMLO el año próximo.
  • En otras palabras, el TLC constituye un límite (menor al de antes por el efecto Trump, pero límite de todas maneras) a un viraje radical en materia de política económica interna.
  • En este contexto, de terminarse el TLC con EUA, es claro que, como se ha argumentado repetidamente en todos los medios, la mayor parte de nuestras exportaciones seguiría teniendo acceso al mercado norteamericano, pero ahora bajo las reglas de la OMC, donde tanto México como Estados Unidos se otorgan trato de nación más favorecida, la esencia del comercio internacional donde todas las naciones que participan gozan de los mismos derechos y obligaciones.
  • Sin embargo, el fin del TLC (al menos con EUA) si pondría en entredicho la política económica general puesto que abriría la puerta a la imposición de nuevas , como podrían ser aranceles (que son muy superiores los comprometidos por México ante la OMC que los de EUA), así como otras modificaciones en campos tan diversos como el manejo de los bancos, la política impositiva y fiscal. Es decir, en ausencia del TLC, el gobierno se sentiría con plena libertad para favorecer a unas empresas y discriminar en contra de otras, otorgar protecciones, estímulos y subsidios a sus favoritos y, en una palabra, abandonar el régimen de equidad económica que, aunque le falta mucho por resolver todos los problemas del país, constituye la espina dorsal de la actividad económica.
  • Es importante recordar que la economía del país se contrajo en 9% el año 2009 porque, al caerse las exportaciones debido a la crisis estadounidense, se colapsó la demanda interna y, con ello, el crecimiento. Eso demostró que el TLC es el único motor de la economía mexicana. Alterar el marco económico que es connatural al TLC implicaría poner en riesgo al motor de la economía mexicana. No es un asunto menor. Es igualmente importante recordar que el planteamiento nodal de AMLO en materia de política económica consiste precisamente en revertir el marco económico hacia la etapa anterior.

En suma, el riesgo de la terminación del TLC no se apreciaría, al menos no al inicio, en el comercio exterior, particularmente en las exportaciones, sino en la capacidad de atraer inversiones del exterior y en la preservación de la confianza interna. El TLC es la única fuente de certidumbre con que cuenta el mundo económico mexicano; despreciar su importancia o minimizarla podría tener consecuencias dramáticas.

 

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Ayer y hoy

Luis Rubio 

A Leonardo Curzio, para quien
los principios importan precisamente
porque son inconvenientes

Hace medio siglo, el PIB per cápita de México era el doble que el de Corea del sur. Hoy, el de esa nación es más de tres veces superior. Más allá de la estrategia que siguió Corea en su desarrollo, es evidente, primero, que tuvo una estrategia y, segundo, que ésta fue incluyente, arrasando con sus diferencias regionales. Eso fue ayer; hoy, Corea encara el mayor desafío existencial desde su nacimiento. Me pregunto si hay ahí lecciones para nosotros.

Afortunadamente, la crisis de los misiles norcoreanos en nada se parece a la crisis que México experimenta con nuestro vecino del norte. Sin embargo, con toda proporción guardada, México enfrenta un desafío existencial en cuanto a su desarrollo y en eso hay lecciones relevantes, al menos conceptuales.

Voy por pasos. Primero, he leído y escuchado a varios expertos* sobre la crisis de los misiles afirmar que el asunto ha acabado cayendo en manos del gobierno de Corea del sur, en buena medida porque tanto China como Estados Unidos, cada uno por sus razones, ha probado ser impotente ante la amenaza. China, se afirma, tendría la posibilidad de imponerle condiciones al régimen de Pyongyang, logrando con ello una moderación de su escalada nuclear, aunque no es evidente que hacerlo sea en su interés: para China es mayor el riesgo de tener en su frontera a un régimen militarmente aliado con EUA que las amenazas de Kim Jong-un. Estados Unidos dice contar con la capacidad militar para destruir las instalaciones nucleares clave, aunque cada vez es más claro que esa capacidad no es utilizable por los riesgos inherentes a su empleo. Por su parte, Corea del sur es el país que corre el mayor riesgo en esto, dado que su capital y ciudad principal, Seúl, se encuentra a unas decenas de kilómetros de la frontera. Frente a este escenario, lo crucial es qué hará Seúl más que lo que harán las dos potencias involucradas.

Corea del sur y Estados Unidos han sido aliados desde los cincuenta; esa alianza incluye una vasta presencia militar norteamericana en territorio coreano y garantías de acción conjunta en caso de conflicto. Sin embargo, para Corea, el gobierno de Trump está probando ser menos confiable de lo que preferiría y los riesgos son cada vez mayores, todos ellos para la población coreana. ¿En qué momento sería preferible para Seúl romper con la alianza militar a cambio de la paz con Pyongyang y la desaparición de su amenaza nuclear?

Por supuesto que no hay paralelo entre el predicamento que enfrenta el régimen de Seúl con los dilemas que nosotros los mexicanos encaramos: los suyos son de vida o muerte, los nuestros de desarrollo. No se puede equiparar la dimensión del asunto, pero sí su concepto. Ambos enfrentamos los avatares que impone un gobierno equívoco y vacilante en Washington, lo que obliga a ambos a tomar decisiones fundamentales sobre su futuro. Estoy seguro que los coreanos preferirían enfrentar nuestros dilemas, pero no por eso los nuestros son intrascendentes.

Para Corea el dilema parece radicar en su propia fortaleza interna: ¿cuenta con la capacidad para avanzar sus intereses y proteger a su población sin la alianza con EUA? Menudo problema, sobre todo cuando el riesgo es inconmensurable: cualquiera que haya visitado la zona desmilitarizada entre el sur y el norte entiende a qué sabe el miedo y comprende de inmediato por qué la llaman “el lugar más peligroso del mundo.” Para México la pregunta es si pueden desarrollar fuentes de certidumbre interna que nos permitan disminuir la importancia del TLC para la viabilidad económica del país.

Cada nación tiene su historia y la nuestra no incluye, afortunadamente, riesgos existenciales de la magnitud que afrontan los coreanos. Sin embargo, lo existencial para nosotros tiene que ver con la pobreza que aqueja a buena parte del sur del país y, parte integral de la potencial solución radica en la ausencia de fuentes de confianza y certidumbre internas que, sin el TLC,  permitan atraer inversión, la esencia de cualquier estrategia de desarrollo y de combate a la pobreza.

El dilema es conceptualmente simple: la razón central del TLC, el objetivo medular que buscaba procurar el gobierno del presidente Salinas con ese instrumento, era la generación de confianza entre los inversionistas a fin de que se crearan fuentes de riqueza y empleo en México. Sin el TLC, México queda desnudo porque no hemos hecho nada en estas décadas para solidificar un régimen de legalidad equiparable al que crea el TLC. Eso, más que ninguna otra cosa, es lo que está de por medio en el complejo kabuki -ese drama y teatro japonés en el que nunca es claro donde está uno parado- que estamos bailando con los estadounidenses.

La negociación obviamente tiene que continuar, pero lo esencial no es lo que decida un presidente que se levanta a las cuatro de la mañana a twitear ocurrencias, sino qué vamos a hacer nosotros para construir fuentes de certidumbre y legalidad en nuestro propio fuero interior. Nada más y nada menos. Nuestra vulnerabilidad es grande pero no existencial: he ahí una lección central.

«La fortaleza de un país, decía el secretario de finanzas de un país europeo, se refleja en su capacidad para enfrentar y resolver situaciones de crisis.” ¿Es fuerte México?

*ver, por ejemplo, https://www.youtube.com/watch?v=IFLuGzM9alw

 

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08 Oct. 2017

Crisis y oportunidad

Luis Rubio

 Los momentos de crisis sacan lo mejor y lo peor de nosotros: de la sociedad y del gobierno. El sismo que afectó a la zona central del país el pasado 19 de septiembre mostró a una sociedad previamente organizada, con capacidad inmediata de reacción y a una ciudadanía instantáneamente dedicada a lo importante. Tanto la preparación que ya existía como la respuesta ciudadana mostraron una cara no sólo encomiable de la sociedad mexicana, sino también a una ciudadanía comprometida y activa. Lo mismo se puede decir del gobierno: su capacidad de respuesta, su preparación y acción inmediata fueron plausibles y decisivas. La suma de los dos, ciudadanía y gobierno, salvó el momento.

La sociedad no esperó al gobierno: tomo control de su espacio y en cuestión de horas los centros de acopio estaban literalmente saturados; a su vez, los jóvenes se fueron de inmediato a las zonas afectadas, haciendo lo posible por contribuir al rescate de las víctimas. La eficacia en lo primero es simplemente imposible de empatar en el segundo ámbito, pues ahí se requieren equipos, experiencia y disciplina casi militar. Lo contrario es cierto en el ámbito gubernamental: su capacidad de acción en los sitios afectados es inmensa porque se ha preparado, cuenta con los equipos y cuenta con la experiencia necesaria; por otro lado, por la enorme desconfianza -y desprecio- que los gobernantes -de todos los partidos- se han ganado a pulso, su capacidad de generar sustento para necesaria movilización social es sumamente limitada. Al menos en la ciudad de México, sociedad y gobierno actuaron en los ámbitos que les correspondía, dando cada uno lo mejor de sí.

También hubo cosas menos encomiables. Los asaltos no disminuyeron, retornamos a los viejos vicios de intentar manipular las emociones populares y el celo burocrático impidió que otras entidades gubernamentales -y, especialmente, los contingentes técnicos que vinieron del extranjero- actuaran de inmediato, todo lo cual quizá implicó la innecesaria pérdida de muchas vidas que, tal vez, pudieron haber sido evitadas.

Pasada la primera etapa, la de las tragedias y la reconciliación de cada quien con las nuevas circunstancias, comienzan las nuevas realidades políticas. Los voluntarios realizaron un impactante trabajo, pero ahora retornan a la escuela o a su actividad laboral; el gobierno retorna a lo de siempre, suponiendo que cumplió con su deber y lo que sigue ya es lo cotidiano: administrar las consecuencias. Los primeros sienten que lograron un hito ciudadano; los segundos se olvidan de las emociones del momento y retornan a la rutina burocrática. Quizá ambos se percatan que las cosas cambiaron, pero no exactamente en la forma en que lo imaginan.

Es lugar común afirmar que el sismo de 1985 cambió la vida política mexicana porque evidenció a un gobierno incompetente, incapaz de lidiar con la crisis inmediata, lo que creó una conciencia ciudadana. Todo ello es factual y, sin duda, relevante. Sin embargo, lo que verdaderamente cambió a la política mexicana fue la crisis que representó la población que sobrevivió al sismo pero perdió su vivienda. Fue ahí donde se cuajaron acuerdos no muy sacrosantos entre diversos actores políticos, construyendo la coalición que cambió al DF y, eventualmente, al país. El equivalente de hoy podría estar en ciernes: miles de familias que sobrevivieron el sismo pero quedaron sin casa. Peor, muchas de éstas eran propietarias de condominios (algo muy distinto a 1985) y no sólo se quedaron sin un lugar donde vivir, sino sin su principal patrimonio.

Es decir, la crisis apenas comienza y los desafíos son enormes porque la población afectada en el DF es fundamentalmente de clase media y no cuenta con las opciones que serían concebibles en las zonas rurales. En términos legales, es evidente que el problema no corresponde al gobierno, pues cada persona es responsable de proteger sus posesiones y quien no compró un seguro para su apartamento optó, de facto, por correr el riesgo en su persona. Pero esa no es nuestra forma típica de comportarnos, por lo que el hecho político, a diferencia del legal, probablemente será una enorme presión sobre el gobierno para que resuelva la crisis que se viene.

La forma en que se resuelva esta y otras situaciones que sin duda se presentarán en las próximas semanas y meses serán absolutamente determinantes del devenir político en 2018, particularmente para el gobierno perredista de la CDMX y el gobierno federal. Ambos tienen la oportunidad de buscar soluciones, anticipar complicaciones y encontrar salidas efectivas que eviten un cisma mayor. Igual de evidente es que ambos gobiernos (y sus partidos y candidatos) enfrentarán a los oportunistas de siempre -internos y externos- disparando en busca de leña del árbol caído.

En sus cuadernos, Mao Tse Tung escribió, a la Clausewitz, que «la política es guerra sin derramamiento de sangre, en tanto que la guerra es política con sangre.» Acabó el sismo y sus consecuencias inmediatas, pero ahora volvemos a la guerra política de siempre. Lo que cambió es la posición relativa de los actores políticos: la crisis le regaló una oportunidad a los gobiernos federal y local; ahora todo está en sus manos.

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DOMINGO 1 DE OCTUBRE DE 2017

El azar y las oportunidades

Luis Rubio

En un ejercicio en el que participé hace años en Boston, el profesor que organizaba el evento planteó la posibilidad de que Tolstoy y Dostoyevsky colaboraran. La pregunta que le hacía al auditorio era: ¿Será “la guerra y el castigo” o “el crimen y la paz”? El propósito era obligar a los participantes a pensar «fuera de la caja» y a buscar soluciones distintas a las convencionales en los asuntos de cada quien. Estos días de sismos me hicieron recordar aquella aventura y a observar al gobierno de una manera distinta.

El temblor que destruyó innumerables comunidades en Oaxaca y Chiapas mostró a un gobierno competente, en forma y con capacidad de respuesta. Tres décadas después del funesto sismo de 1985 -mismo que hundió a la administración de entonces y sembró las semillas de la ruptura dentro del PRI y del nacimiento del movimiento que llevaría al eventual triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el DF- es fehaciente y palpable el aprendizaje que experimentó el gobierno a partir de entonces, que se volvió a ver en la CDMX el 19 de septiembre. De hecho, en las últimas semanas se ha podido apreciar la presencia de un presidente dispuesto a comunicarse con la población, a explicar los hechos e intentar convencer a la ciudadanía. ¿Habrá consecuencias políticas de este cambio?

Este sexenio hubiera sido muy distinto de haber tenido el presidente Peña Nieto una presencia pública como la de los últimos días. En contraste con los años pasados, el presidente de hoy se encuentra claramente a cargo, de manera visible y hasta contundente. Quizá el factor diferenciador radique en que el asunto no es técnico, como lo fueron las reformas que promovió, sino enteramente político y, por lo tanto, mucho más apegado a su naturaleza. Cualquiera que sea la explicación, el hecho es que, en un país ávido de liderazgo fuerte y claro (tal vez la razón principal por la que López Obrador encabeza las encuestas), la súbita (y, hasta hoy, exitosa) prominencia del presidente de la República obliga a preguntar si esta nueva persona pública le permitirá salvar su sexenio o, en todo caso, si tendrá un efecto electoral.

Luego de revisar varias encuestas, tres son los factores que me parece determinan el comportamiento de las expectativas y percepciones del electorado en este momento: primero, liderazgo y claridad de rumbo, sobre todo a la luz de un enorme enojo de la población con el gobierno, el statu quo y, en general, la percepción de ausencia de soluciones; segundo, honestidad y corrupción: parece claro que la población se ha tornado absolutamente intolerante respecto al mal uso de fondos públicos, los criterios con los que administran los gobernantes y funcionarios tanto a nivel estatal como federal y, sobre todo, el descaro con el que se enriquecen quienes detentan cargos públicos; y, tercero, empleos, crecimiento y desigualdad, con particular énfasis en la creciente brecha que aqueja al país: la mitad que crece arriba del 6% y la mitad que se contrae o que, en el mejor de los casos, se mantiene igual que hace dos décadas.

Ninguna encuesta es definitiva y las emociones y percepciones cambian con el tiempo y las circunstancias, por lo que su efecto electoral no siempre es perceptible sino hasta el último momento. El tan vapuleado libro de Hillary Clinton sobre su derrota electoral es interesante en más de un sentido, pero lo que más me llamó la atención es su afirmación de que ella no se percató durante la campaña del enorme enojo que caracterizaba al electorado estadounidense y que fue lo que, al final, logró capitalizar exitosamente Donald Trump. Traigo esta anécdota a colación por una razón: las campañas estadounidenses son extraordinariamente sofisticadas en el uso de herramientas técnicas, demoscópicas y análisis de la llamada «big data» y, sin embargo, todo ese (costosísimo) aparato en manos de Clinton fue incapaz de detectar el factor que, a final de cuentas, determinó el resultado. ¿Podrá pasar algo similar aquí el próximo año?

Las emociones y las percepciones tienen distintas causas y son dinámicas, cambiando todo el tiempo. Para unos el enojo puede ser producto del evidente enriquecimiento de un gobernador, para otros el efecto de una mala obra pública (como fue el socavón en Cuernavaca o el acueducto en Monterrey). En muchos casos, como ocurrió con las casas del grupo gobernante, fue mucho más dañina la falta de explicación y respuesta que el hecho mismo: el gobierno creó un vacío que fue inmediatamente llenado por los enojados por la corrupción. No juzgo la relevancia del actuar de unos u otros; el hecho político es que el sexenio actual padece los efectos de sus propias acciones y omisiones. Fox prometió soluciones y su fracaso en producirlas creó las condiciones para que emergiera una ciudadanía demandante y exigente que ha tomado al voto con una enorme seriedad y está dispuesta a usarlo en 2018.

En los próximos nueve meses seremos testigos de toda clase de pullas, estrategias, estratagemas e intentos por ganar la presidencia. Pero el mayor riesgo y la mayor oportunidad recaen en el gobierno saliente, pues su actuar en momentos de crisis, puede alterar, para bien o para mal, todo el panorama. Ahí estamos y ahí va el país.

 

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24 Sep. 2017

Nostalgias

 Luis Rubio

Una manera de resumir (inevitablemente simplificando) las últimas décadas es la siguiente: por un lado, una lucha entre dos visiones del desarrollismo y, por otro, intentos por lidiar con sus consecuencias. Ambos procesos han sido infructuosos, pero su principal característica es que todo ha sido mirar hacia el pasado. Llevamos al menos dos décadas tratando de retornar a un mundo que no era deseable pero, más al punto, que no es posible. La nostalgia no es buena guía: lo que México necesita es construir un futuro distinto.

Las visiones desarrollistas son obvias; en primer lugar se encuentra el gobierno actual, con proyectos grandiosos de desarrollo: carreteras, grandes y ambiciosas reformas, infraestructura y sueños de recreación de un mundo idílico. El énfasis es en el largo plazo y en objetivos faraónicos que, tarde o temprano, llevarían a reconocer la grandeza del gobierno promotor. En segundo lugar está Andrés Manuel López Obrador con una visión igualmente nostálgica pero inmediata en concepción: su perspectiva es la de actuar frente a los retos del momento y lidiar con los grupos de interés que son políticamente clave; quizá no haya mejor ejemplo de su énfasis que los segundos pisos en el periférico del entonces DF: grandes obras que el gobernante le otorga al ciudadano para su mayor comodidad.

El denominador común es el gobierno generoso que actúa para el bien ciudadano sin jamás consultarlo: el gobierno está por encima de esos menesteres pequeños, como la ciudadanía, y su única responsabilidad radica en grandes obras, infraestructura y acciones que deben servir al ciudadano porque el gobierno no está para preguntar, responder o rendir cuentas sino para imponer sus propias decisiones. Los dos, el priista saliente y el ex priista de Morena son mucho más parecidos de lo que ellos imaginan o reconocen.

El PAN ha sido muy distinto en su paso por el gobierno: Fox simplemente vivió el fin de la era del PRI sin molestarse por los detalles del rompimiento de las instituciones precolombinas que habían servido para contener y controlar a la población. En lugar de lidiar con el pasado y construir instituciones nuevas o convocar al desarrollo de estructuras idóneas para el siglo XXI (en contraste con las de los treinta del siglo pasado que siguen siendo la esencia de la política mexicana), Fox navegó de “muertito” y así le fue a él y al país. Calderón respondió ante las consecuencias del viejo sistema y la liviandad de Fox con una estrategia de contención de las hordas criminales, sin jamás reparar en la necesidad de un nuevo basamento para la seguridad cotidiana al servicio de la población. Visión distinta, pero igual pegada al retrovisor.

Los proyectos desarrollistas no se preocupan por las consecuencias porque el gobierno siempre sabe mejor; los panistas no se preocupan por las consecuencias porque se atoran en lo que existe. Ninguno ha construido capacidad de gobierno para el futuro del país: ninguno se dedicó a gobernar en el sentido de crear condiciones de seguridad, estabilidad y credibilidad que le permitieran al ciudadano dedicarse a actividades cada vez más productivas y relevantes para sí mismo y, como resultado, para el país. Ninguno se ha abocado al país del futuro.

Gobernar no consiste en imponer preferencias desde arriba, sino en resolver problemas, crear condiciones para el progreso y prosperidad de la población y, en una palabra, contribuir a que la ciudadanía goce de una vida mejor. La función del gobernante no consiste (al menos no fundamentalmente), en grandes obras públicas, aunque las pueda haber, sino la de servir al ciudadano: ganárselo, y su voto, sirviéndolo. En otras palabras, casi lo inverso de la lógica que caracteriza a la política mexicana, que entiende al ciudadano como un estorbo y al gobierno como la solución de todos los problemas.

¿Cuántos de nuestros gobernantes han pensado en hacer menos penosa la espera -en ocasiones de muchos meses- para que una persona sea recibida en el IMSS? ¿Cuántos han construido infraestructura para reducir drásticamente los tiempos de transporte para la ciudadanía en las grandes ciudades del país, que hoy llegan a dedicar hasta cinco horas de su día a ese menester? ¿Cuántos de nuestros funcionarios han buscado simplificar el pago de impuestos? ¿Cuántos de nuestros políticos entienden la angustia cotidiana que produce la ausencia de un sistema confiable de seguridad para millones de padres y madres de familia?

Gobernar desde luego incluye reformas y obras de infraestructura, pero ninguna de esas va a mejorar o resolver la vida pública si no se conciben para y con la ciudadanía. Nuestro sistema político fue creado para estabilizar al país y controlar a la población, circunstancias que empataban la realidad del país y del mundo hace cien años, en la era postrevolucionaria. Hoy, casi cien millones de mexicanos después, ese sistema ha sido totalmente rebasado y los remiendos -como el electoral de las últimas décadas- ya no son suficientes.

México tiene que construir un nuevo sistema de gobierno, uno que confiera certidumbre y obligue a los gobernantes a gobernar y a servir al ciudadano. Sin eso, seguiremos en el pasado y peor en algunos escenarios.

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17 Sep. 2017