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Esencia de democracia

Luis Rubio

En la «esquina de los oradores,» en el Hyde Park de Londres, sucede algo muy peculiar cada domingo: unas cuantas personas se suben a un banquito y comienzan a despotricar contra el gobierno, la reina, la Unión Europea, Trump y cualquier otro blanco que se les pueda ocurrir. La clave es el banquito, que remueve a la persona que injuria del suelo inglés: eso permite, en la tradición británica, que se ejerza una plena libertad de expresión sin que haya reglas complejas al respecto. O sea, lo opuesto a nuestro estilo legislativo en que se busca controlar y regular todo (pienso en lo electoral), pretendiendo que eso nos hace una democracia cabal.

En lugar de regulaciones, los ingleses tienen tradiciones: desde la peluca que se ponen los jueces para asumir el papel de autoridad independiente, separada de lo personal, hasta la inexistencia de una constitución escrita, a pesar de que continuamente se refieren a su constitución. La explicación radica en la historia: mientras que nuestra democracia es algo reciente, la inglesa comenzó con la publicación de la Magna Carta en 1215. Eso ha generado una larga historia de prácticas que trascienden a la ley pero que todo mundo respeta porque se entienden como la esencia de la vida en sociedad y, por lo tanto, de la civilización.

La mayoría de las naciones democráticas no goza de la larga historia de democracia del Reino Unido, pero ha logrado un estadio similar porque ha hecho suyas las prácticas -por escrito o en la acción cotidiana- que las hacen democráticas. Cuando Felipe González asciende la presidencia del gobierno español en 1982, la escasa tradición democrática de esa nación se remontaba a unos cuantos años extraordinariamente convulsos de las dos eras republicanas a finales del siglo XIX y en los treinta del XX, seguidos de una férrea dictadura franquista. Al entrar al gobierno, Felipe González comprende que la mitad de la población está eufórica con su triunfo, pero que la otra está aterrorizada. Su respuesta fue fortalecer las garantías y contrapesos inherentes al Estado de derecho; contener a sus radicales; y mudar su oficina del partido a la sede del gobierno. Su objetivo fue crear condiciones de gobernabilidad con el reconocimiento, si no el apoyo decidido, de la totalidad de la población. Su éxito en sedimentar la transformación de España habla por sí mismo.

El contraste con México difícilmente podría ser mayor. En lugar de asumir la nueva era democrática en la que, desde al menos los noventa, hemos incurrido en términos legislativos (aunque la primera reforma política se remonta a 1958), la evolución política del país en las últimas décadas ha sido renuente, caprichuda y con frecuentes reversiones. Los políticos mexicanos, de todos los partidos, han preferido ser parte del juego que cambiar la realidad. Un político «ancestral» una vez me dijo que lo importante no es si el vaso está medio lleno o medio vacío, sino estar dentro del vaso. Con esa profunda filosofía nos han pretendido gobernar.

La gran carencia de México radica en la inexistencia de un gobierno funcional, pero éste no se puede construir porque no existe esa visión de Estado, esa disposición a construir un futuro en lugar de preservar el pasado. Y eso es igual para las personas y los partidos: lo importante no son las instituciones sino estar dentro de ellas para poder explotarlas para intereses propios y de los allegados. El comportamiento de los contingentes de Morena en el Congreso en las pasadas semanas no augura nada mejor.

En este contexto, no es casualidad que la esencia de la vida político-legislativa consista en comprar tiempo y hacer concesiones como táctica para que nada cambie. Independientemente de sus virtudes y defectos, legislaciones como aquellas en materia de corrupción y de la fiscalía general del Estado, son ejemplos perfectos de un proceder legislativo dedicado a construir apariencias que no cambian la esencia, algo así como las villas que Potemkin le construyera al zar para que creyera que todo funcionaba perfecto. El modus operandi tradicional no se rige por reglas democráticas o de rendición de cuentas, porque lo que importa es apegarse al dictum de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual.

El problema hoy es que la incredulidad ya no da para tanta simulación, lo que explica buena parte del resultado de la elección presidencial y le crea una enorme oportunidad al nuevo gobierno. La administración saliente padece el escarnio de toda la población, resultado de sus propias acciones, pero también de toda una tradición política que concibe al gobierno como un espacio para expoliar. El presidente electo ha ofrecido un cambio, una transformación, que altere la vida política del país. El tiempo dirá si el espejo retrovisor da para ello.

Los mexicanos estamos cosechando lo que nuestros políticos sembraron a lo largo del tiempo y que no han querido practicar: una forma civilizada de acceder al poder y ejercerlo de similar forma, en el gobierno y en la oposición. La nueva realidad del poder le ofrece una gran oportunidad no sólo al nuevo gobierno, sino sobre todo a las oposiciones: que se asuman como el contrapeso que les corresponde. Como ilustra Felipe González, la esencia no radica en las leyes, sino en la disposición a crear una nueva civilización. La contundencia del resultado electoral crea una oportunidad no sólo para el próximo gobierno, sino para todo el país: practicar más y regular menos, eso que hacen las naciones civilizadas que por eso son democráticas. Y gobernables.

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16 Sep. 2018

México y China después del TLC de América del Norte

En HACIA UNA AGENDA ESTRATÉGICA ENTRE MÉXICO Y CHINA
Comexi, Septiembre 2018

Vivimos en un mundo complejo que se torna cada vez más incierto. Los vectores que caracterizaron al orden mundial que sucedió a la Segunda Guerra Mundial y que luego se afianzaron con el fin de la Unión Soviética han dado de sí, creando un mundo multipolar que también podría denominarse como multi-crítico. Las fuentes de dificultad proliferan por todo el orbe, produciendo situaciones que, por casi un siglo, habrían sido del todo anómalas. La Unión Europea padece una crisis de identidad y enfrenta fuerzas centrífugas, así como potenciales fracturas en su proyecto monetario, el corazón del proyecto. El hemisferio americano se encuentra en crisis luego de una década de crecimiento acelerado en varias naciones, sin claridad respecto al futuro. Estados Unidos, la otrora potencia que vigilaba la estabilidad del orden mundial, ha optado por ensimismarse y culpar al resto del mundo de sus males.

En este contexto, se discute la posibilidad de un acercamiento con China, una potencia emergente, como alternativa a la estrecha pero compleja relación que caracteriza a México con Estados Unidos. La pregunta es qué clase de relación: ¿qué es posible? ¿Realmente constituye una alternativa?  Lo que es evidente es que México tiene que encontrar un nuevo equilibrio en su estrategia de política exterior; la pregunta es qué papel juega la relación con China en este escenario.

México ha tratado de capotear el temporal que caracteriza a nuestro entorno, pero no ha evidenciado una claridad de miras, un sentido de propósito o una visión hacia el futuro. Muy en nuestra tradición, han surgido voces clamando por alternativas al modelo económico o al sentido de la política exterior sin mayor diagnóstico o ejercicio político orientado a construir un nuevo consenso. Lo que está más allá de cualquier duda es que las certezas que se lograron hace un cuarto de siglo con el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLC) han dejado de serlo, exigiendo una nueva visión hacia el futuro.

El presidente electo ha afirmado en repetidas ocasiones que “la mejor política exterior es una buena política interior.” Por más que se ha discutido y debatido el contenido de la frase y sus potenciales implicaciones, en realidad no es muy distinta a la que acuñó Clausewitz hace casi dos siglos en el sentido que la política exterior es una extensión de la política interna, de hecho una extensión de la política interna por otros medios. No hay país que no utilice a la política exterior como instrumento para la consecución de sus objetivos internos.

De la Revolución al TLC y de ahí a Trump

En la era posrevolucionaria, México articuló una política exterior orientada a proteger al naciente régimen por medio de un despliegue en los organismos multilaterales pero, sobre todo, a través de la llamada Doctrina Estrada, cuya esencia radicaba en que el país no juzgaba a otras naciones y no aceptaba juicios de parte de otros. Esa visión sirvió al régimen posrevolucionario, permitió una cohesión interna y facilitaba la atención a distintos componentes de la sociedad mexicana sin causar conflicto con otras naciones, en particular con Estados Unidos, la razón de ser de la diversificación en nuestra política exterior. Quizá ningún ejemplo sea más evidente en este sentido que la relación que se desarrolló con Cuba a partir del inicio de su movimiento revolucionario, estrategia que le permitió al régimen mostrar su independencia respecto a la potencia hegemónica y satisfacer a la izquierda mexicana, todo ello sin generar un conflicto con los Estados Unidos.

En los ochenta, a raíz de las crisis económicas de los setenta, el país redefinió su visión internacional: atendiendo la necesidad de reestructurar la economía para generar nuevas fuentes de inversión y crecimiento económico, el país optó por un acercamiento con Estados Unidos como medio para estabilizar la economía y crear un basamento distinto para el desarrollo del país. La decisión de acercarse a Estados Unidos constituyó una alteración histórica de la relación con el vecino del norte, toda vez que por décadas había sido utilizado como un chivo expiatorio para lograr cohesión en la política interna.

La decisión de negociar el TLC fue producto de un agudo reconocimiento de las limitaciones políticas internas. En su origen y en su esencia el TLC fue concebido con objetivos políticos más que estrictamente económicos, aunque su manifestación fuese de ese carácter. El mexicano fue un planteamiento atrevido que buscaba lograr certidumbre en el ámbito interno y garantías legales para inversionistas del exterior, requisitos ambos para echar a andar la economía mexicana luego de una década (los ochenta) en la que el crecimiento había sido sumamente bajo y el país había estado a punto de caer en la hiperinflación. La crisis de 1982 había dejado a la nación al borde de la bancarrota y, a pesar de las numerosas reformas financieras y estructurales que habían sido aprobadas, la economía no recuperaba su capacidad de crecimiento.

En este contexto, la mera noción de buscar a Estados Unidos, el enemigo histórico del régimen priista, como parte de la solución a los problemas mexicanos constituía una verdadera herejía. Así, la decisión del gobierno mexicano en 1990 de proponerle a Estados Unidos la negociación de un acuerdo comercial general tuvo una naturaleza profundamente política. Para ese momento, el gobierno mexicano llevaba varios años transformando de manera drástica su política económica, al dejar atrás las políticas industriales y comerciales de corte autárquico de las décadas anteriores. La nueva política económica entrañaba, una redefinición de la función del gobierno en la economía y en la sociedad, pues éste abandonaba su propensión a controlarlo todo para colocarse como el generador de condiciones para que el crecimiento económico fuese posible: un cambio dramático en términos filosóficos.

La pregunta que se hacía el gobierno era cómo elevar la tasa de crecimiento en un contexto de enorme incertidumbre e incredulidad, no sólo entre la población en general sino especialmente en el sector privado y en el exterior, de cuyas inversiones dependía la capacidad de crecer, elevar la productividad y resolver los problemas de balanza de pagos que durante décadas habían sido el talón de Aquiles de la economía mexicana. Luego de múltiples reformas que no impulsaron la inversión, comenzó a ser evidente que la liberalización por sí sola no aseguraría la confianza del sector privado.

Para los inversionistas, igual nacionales que extranjeros, invertir en México podía ser sumamente atractivo siempre y cuando existiera un marco de certidumbre tanto legal como regulatorio que permitiera tener la seguridad de que se iban a mantener las condiciones existentes en el momento de invertir. Es decir, luego de décadas de crisis políticas, cambiantes condiciones económicas, expropiaciones y actos gubernamentales desfavorables a la inversión, era imperativo generar condiciones que aseguraran que la estrategia económica general permanecería independientemente de quien estuviera en el gobierno.

El TLC logró convertirse en una garantía para los sectores empresariales, tanto domésticos como extranjeros, a los que asignaba la enorme responsabilidad de hacer posible la recuperación económica, y para los mexicanos en general de que a cualquier gobierno futuro no le quedaría más remedio que continuar con el proceso de reforma para alcanzar una etapa de desarrollo más elevada. No es que el TLC no pudiera cancelarse, sino que los costos de hacerlo serían tan elevados que nadie intentaría hacerlo.

La trascendencia del TLC fue su carácter excepcional en la vida pública mexicana. Aunque su impacto económico ha sido extraordinario –constituye nuestro principal motor de crecimiento-, su importancia radica en el hecho de que fue concebido –y ha funcionado- como un medio para conferirle certidumbre a los inversionistas y a la población en general. Antes de que existiera el TLC, la inversión del exterior no crecía por carecer de un marco legal que garantizara la permanencia de las reglas. Es decir, representó un reconocimiento por parte del sistema político de que la existencia de regulaciones caprichudas, expropiaciones sin causa justificada y discriminación a favor de ciertos intereses constituían obstáculos infranqueables al crecimiento de la inversión. Su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del sistema político posrevolucionario. Además, todo esto convirtió al TLC en un factor político interno de enorme importancia: es sumamente popular porque constituye una fuente de estabilidad y certidumbre incluso para quienes no tienen una vinculación directa con el mismo.

La llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos ha alterado no sólo la relación con su país, sino sobre todo la fuente de certidumbre que el TLC, y su apoyo irrestricto por parte del gobierno estadounidense, constituía para la inversión en México. Trump, más un síntoma que la causa de los problemas de México con Estados Unidos, constituye una llamada de atención porque entraña el final de una era. Con o sin TLC, ahora resulta evidente que el instrumento no es permanente y que México tendrá que desarrollar nuevas y distintas fuentes de certidumbre para el desarrollo de la economía. La pregunta es cómo y dónde.

¿Alguien puede substituir la función que EUA cumplió con el TLC?

Por casi tres décadas, la clase política mexicana evadió decisiones internas fundamentales gracias a la existencia de la migración como medio para eliminar potenciales tensiones sociales y políticas, por una parte, y al TLC por la otra. La primera facilitaba la permanencia del statu quo porque evitaba la necesidad de llevar a cabo reformas que aceleraran el paso del crecimiento económico y satisficieran la demanda de empleo que esa población hubiera requerido, en tanto que el segundo generaba fuentes de riqueza, empleo y divisas como nunca antes. La combinación favoreció tres décadas de estabilidad política y crecimiento económico en vastas regiones del país. Por encima de todo, le permitió a la clase política no tomar decisiones políticamente costosas.

Ahora, ante la incertidumbre sobre el futuro tanto del TLC como de la migración, la pregunta es cómo seguir atrayendo inversión y, en general, crear condiciones para un crecimiento económico más acelerado. Para muchos, la respuesta radica en China, por razones evidentes: se le ve como una potencia emergente que lleva décadas creciendo a tasas extraordinarias y cada día rivaliza más a Estados Unidos. Más allá del atractivo que China pudiese representar, lo peculiar es la noción de que es posible o, incluso, que tiene sentido, “cambiar de caballo” como si la relación con otras naciones, sean potencias o no, fuese un asunto de voluntad.

En el largo plazo, la verdadera decisión no radica en acercarse a una nación, abandonar a otra o entablar algún tipo de relación con una tercera (por ejemplo, China, Estados Unidos o la Unión Europea, respectivamente), sino en desarrollar anclas internas de certidumbre que nos permitan una relación de iguales con todas estas naciones y regiones. Es decir, México tiene que enfrentar sus propias carencias y limitaciones a fin de no requerir fuentes de certidumbre originadas en el exterior. Logrado eso, el crecimiento del país estará anclado en sus propias fortalezas, pudiendo entablar relaciones de iguales con todas y cada una de las naciones y organizaciones regionales del mundo.

Estados Unidos aceptó jugar el papel de “ancla” institucional para generar certidumbre en México por sus propias razones geográficas y geopolíticas: porque el progreso de México constituía una fuente de seguridad y certidumbre para sus propios intereses. Es decir, fuera de la región centroamericana, aunque con relativamente cuantía, no hay nación más importante -en términos geopolíticos- para Estados Unidos que México. Sobra decir que no existe ninguna otra nación en el mundo que pudiera satisfacer esa función para México; de hecho, antes de hacer el planteamiento que eventualmente condujo al TLC, el gobierno mexicano se acercó a las principales naciones europeas, encontrando que su interés radicaba en el este de Europa, o sea, en las naciones geopolíticamente clave para ellos.

¿China en el futuro?

El atractivo que los mexicanos encontramos en China se resume en una oración: es una potencia creciente que ha logrado hitos extraordinarios en materia de transformación económica y reducción de la pobreza -y no es Estados Unidos. O sea, ha logrado lo que nosotros ambicionamos y está muy lejos. Si uno estudia la historia y realiza un perfil de la región en que se localiza China, las naciones de su entorno tienden a verla con recelo, preocupación y desdén; de hecho, China ha sido una potencia mucho más agresiva con sus vecinos en el último siglo que Estados Unidos con los suyos.

Desde la perspectiva mexicana, es imperativo definir qué se quiere de la naciente potencia asiática y qué es factible esperar de ella. En términos generales, las siguientes son características evidentes:

  • En contraste con Estados Unidos y otros países desarrollados, se trata de una nación que compite con productos mexicanos en los más diversos sectores; de hecho, ha desplazado a industrias enteras, como el calzado, ropa, textiles, juguetes y electrónicos.
  • Poco a poco, China está reorientando su economía hacia el consumo, lo que podría disminuir su característica competitiva, a la vez que se abren oportunidades para exportaciones mexicanas a su mercado.
  • El tamaño del mercado chino en la actualidad no tiene parangón con ninguno otro. Algún día el de India podría ser mayor, pero en el presente acercarse a ese mercado representa una oportunidad comercial única.
  • En términos económicos, políticos y militares, China es una potencia en ascenso que, en el largo plazo, podría rivalizar con Estados Unidos.
  • En su proceso de consolidación, está construyendo lo que ha sido denominado como un “imperio logístico,” a través de la construcción de la iniciativa One Belt, One Road, al que planea dedicar cientos de billones de dólares en las próximas décadas. Se trata de un ambicioso plan de corredores logísticos, puertos, ferrocarriles y carreteras orientados a conectar mercados, fuentes de materias primas y parques industriales desde Europa hasta China e incluyendo al continente africano. Se trata de un proyecto estratégico que resulta de un gobierno con capacidad de decisión y acción, que contrasta con la naturaleza descentralizada de Estados Unidos, cuyas acciones -en esa región y en general- son producto de decisiones gubernamentales -con frecuencia procesadas rijosamente a través de su congreso- y, de manera más significativa, por miles de actores privados, cuyas inversiones tienen una lógica económica más que estratégica.
  • Algunos países latinoamericanos han sido factores importantes en los planes de crecimiento de China, tanto en calidad de originadores de materias primas como mercados. El ascenso y descenso de economías como la brasileña en los últimos tres lustros ejemplifica el modus operandi de China: no son relaciones de largo plazo, sólo son de carácter transaccional, o sea, funcionan mientras sirven a sus intereses y no más.
  • China, como potencia emergente, está desafiando el llamado “orden mundial” establecido después de la Segunda Guerra Mundial pero, más allá de construir su propia red defensiva a lo largo y ancho del Mar del Sur de China, no ha definido su propio esquema de poder. Su estrategia ha generado miedo y escozor en la región, mismo que se ha magnificado por la aparente decisión de Estados Unidos de disminuir su presencia en el mundo.
  • Las fortalezas de China son evidentes, pero también sus debilidades. Se trata de una nación que ha crecido aceleradamente, pero todavía padece las contradicciones inherentes a un país con extraordinarios contrastes internos, una economía polarizada y un perfil demográfico que amenaza con un envejecimiento prematuro, anterior a que la nación en su conjunto haya llegado a un ingreso per cápita suficientemente elevado para satisfacer las necesidades de toda su población. En adición a lo anterior, su estabilidad política ha dependido de un crecimiento económico suficientemente elevado para incorporar de manera sistemática a una demandante población, lo cual podría no lograr en el futuro con el cambio de perfil de país exportador a una economía centrada en el consumo.
  • La gran pregunta que muchos se hacen es por qué China no ha invertido en México de manera similar a su experiencia en naciones como Ecuador, Perú y Brasil. La explicación es muy clara: por una parte, porque México no es un exportador natural del tipo de productos (sobre todo granos, carne y otras materias primas) que constituyeron el grueso de las compras chinas en estos años. O sea, la primera razón es que México no produce el tipo de bienes que China demandaba. Por otra parte, China opera bajo una concepción geopolítica muy clara y no desvía de ello. Desde esta perspectiva, su distancia respecto a México (dejando a un lado los proyectos fallidos como el del tren rápido Querétaro-México y el Dragon Mart) se explica más por la cercanía que México guarda con la economía estadounidense -es decir, una lógica geopolítica- que una estrictamente pecuniaria.

No es casualidad que China y la potencial relación con dicho país desate pasiones: para unos es una nación que no se conforma a regla alguna, en tanto que para otros constituye una alternativa estratégica. Ambas cosas pueden ser ciertas y sería una de las muchas contradicciones con que sería necesario interactuar. Su sistema político se parece más al que nos caracterizó a lo largo del siglo XX que al que (supuestamente) aspiramos a crear por la vía democrática y, sin embargo, muchos lo admiran precisamente porque su gobierno tiene una impactante capacidad para imponer cambios estructurales y forzar la transformación de sectores, regiones y actividades. Es decir, una eventual profundización de la relación con China entrañaría una necesaria introspección en México sobre valores que, al menos en la retórica cotidiana, se han convertido en clave, como corrupción, transparencia y pesos y contrapesos, ninguno de los cuales son parte del menú chino. En este contexto, cualquier presunción de interacción requeriría definiciones internas muy claras y precisas.

Mi impresión es que las pasiones que desata esa nación se explican sobre todo por la falta de comprensión de lo que es China y cómo se mueve, situación que es prácticamente universal: un país sumamente controlado, con instituciones autoritarias y, aunque hay muchas fuentes informales de información, su criterio en la conducción de sus asuntos, igual económicos que políticos, es político y estratégico. Nada de esto es sorprendente, pero se trata de un país difícil de conocer y al que, como país, le hemos dedicado muy poca atención.

Hay dos naciones que enfrentan, o han enfrentado, dilemas como el mexicano y que ilustran la dinámica que yace detrás de su actuar. Por un lado, el caso australiano sirve de contraste con México porque su situación es casi exactamente la inversa: Australia es un país firmemente anclado en la tradición política, cultural y militar anglosajón y, sin embargo, su economía es totalmente dependiente de la china. En caso de agudización del conflicto, ¿hacia dónde se movería esa nación: con sus socios históricos o con su billetera? Su dilema no es muy distinto al nuestro.

En contraste con el caso de Australia, en los sesenta, Cuba se acercó a la Unión Soviética con el objetivo de proteger su revolución de la tensión que la isla vivía frente a Estados Unidos. La única razón por la cual la URSS aceptó la relación -tal como Estados Unidos accedió al TLC- fue por razones geopolíticas: para la URSS, Cuba constituía una oportunidad de avanzar sus intereses.

La geografía tiene una fuerza indiscutible en el actuar de las naciones, sean estas potencias o emergentes. Alemania y Polonia han tenido más guerras en los últimos dos siglos que casi cualquier nación del mundo y, sin embargo, la concentración de su comercio es extraordinaria. La razón es su cercanía geográfica y una implacable lógica geopolítica.

México en su futuro

La diversificación de las relaciones económicas y políticas de México constituye un imperativo ineludible. México debe buscar y crear oportunidades para construir vínculos alternos del más diverso orden tanto en Asia como en Europa y América Latina. Sin embargo, como Polonia, lo más probable es que sus vínculos económicos y comerciales con Estados Unidos sigan siendo los más profundos, lo que no impide que construya un ambicioso andamiaje de vínculos tanto económicos como políticos y culturales con el resto del mundo. Lo crucial no radica en el hecho de la diversificación, sino en que exista la solidez interna para que esa multiplicación de relaciones sea producto de oportunidades y no de la búsqueda de certezas provenientes del exterior, cualquiera que sea su origen.

En este contexto, México debe ver a China en el marco del triángulo geopolítico que constituye su realidad geográfica y su ambición de diversificación. Visto desde esta perspectiva, un México pujante y seguro de sí mismo puede ver a China como un (enorme) mercado potencial para sus exportaciones, como una fuente de inversión, sobre todo en infraestructura en el lado Pacífico de nuestro país (que, además, sería enteramente congruente con el proyecto logístico de la gran nación asiática) y como un equilibrio político frente a Estados Unidos. Hasta la fecha, mucha de la inversión china en México ha seguido el patrón tradicional de la maquila orientada al mercado norteamericano. No hay nada de malo en ello -genera empleo y alguna derrama económica- pero no constituye un basamento sostenible para el desarrollo del país en el largo plazo. A su vez, México debe construir su propia capacidad para asegurar que las empresas mexicanas que invierten en China gocen de las protecciones legales necesarias para poder desarrollar su actividad, evitando así las malas experiencias que han caracterizado a algunas de esas inversiones en el pasado.

La medida del éxito de una relación entre dos naciones ambiciosas y seguras de sí mismas depende de que exista un entramado institucional sólido que permita y facilite intercambios, inversiones y relaciones entre sus poblaciones, en todos los temas y a todos los niveles. Hasta hoy, China ha mostrado una gran claridad geopolítica en su manera de decidir y actuar respecto a México, pero México se ha comportado más como una nación insegura y sin proyecto hacia el futuro, y no sólo con China.

Lo que esto implica es que el desafío nodal reside en México: somos nosotros quienes tenemos que construir la solidez interna que garantice la continuidad institucional del país, confiera certeza patrimonial, legal y de seguridad a sus habitantes -y, por lo tanto, a los inversionistas y visitantes del exterior- y, por encima de todo, genere una claridad de rumbo para toda la población. Es dentro de México que radica el reto fundamental porque, superadas nuestras propias vulnerabilidades, la relación con China y con el resto del mundo, comenzando por Estados Unidos, pasaría a un nuevo estadio: entre naciones maduras y seguras de sí mismas.

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

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Bobbitt, Philip. 2003. The Shield of Achilles: War, Peace and the Course of History, Anchor Books, New York

Coase, Ronald y Wang, Ning. 2012. How China Became Capitalist, Belgrave, New York

Friedman, George. 2009. The Next 100 Years, Doubleday, New York

Huang, Yasheng. 2008. Capitalism with Chinese Characteristics, Cambridge University Press, Cambridge

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Khanna, Parag. 2016. Connectography, Random House, New York

Kissinger, Henry. 2011. On China, Penguin, New York

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Rachman, Gideon. 2018. Easterinzation: Asia’s Rise and America’s Decline, Other Press, New York

Schell, Orville y Delany, John. 2014. Wealth and Power: China’s Long March to the Twenty First Century, Random House, New York

 

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Control ¿para qué?

Luis Rubio

Desde su Independencia, México ha gozado de dos periodos de elevado crecimiento con estabilidad político social: el porfiriato y las décadas del PRI duro, entre los cuarenta y el fin de los sesenta. El común denominador fue la centralización del poder y el control vertical que el presidente ejercía desde arriba. Ambas eras fueron exitosas por un rato, pero las dos se colapsaron, cada una por sus propias razones y circunstancias. Pero el recuerdo del periodo exitoso de cada una de ellas dejó una estela de memorias, mitos y nostalgias a las que generaciones posteriores se referían con añoranza. El momento actual no es distinto.

El electorado no fue tímido en su juicio sobre las pasadas décadas: el mandato que recibió el hoy presidente electo es avasallador y entraña un mensaje transparente y trascendente. La ciudadanía, que por dos décadas optó por presidencias más débiles a través de gobiernos divididos, ahora le otorgó un mandato claro y contundente al futuro presidente López Obrador. La pregunta es qué hacer con ese mandado.

Por supuesto, AMLO tiene una idea clara de lo que quiere hacer y todos sus planteamientos y movimientos a la fecha conducen a la construcción de un andamiaje de control que busca reconstruir la presidencia fuerte de los sesenta para ejercer una plena rectoría sobre los asuntos generales, especialmente sobre la economía. La mirada sobre los sesenta tiene sentido: fue entonces cuando aquel sistema alcanzó su punto más álgido de conducción económica, combinando la inversión en infraestructura organizada desde el gobierno, con la capacidad productiva de la inversión privada. Fue entonces cuando se cocinaron proyectos como Cancún, se electrificó el sureste del país y se construyeron varias de las principales carreteras que hasta hace no mucho eran las únicas con que se contaba. El punto nodal era que, aunque había corrupción, la capacidad para concentrar fuerzas y recursos era enorme.

El recuerdo de esa era, como la del porfiriato medio siglo antes, constituye un enorme atractivo para un gobierno que se propone cambiar la dirección del desarrollo del país; tanto así que, en esa concepción, no fue muy distinta la intención del gobierno que ahora está a punto de concluir su mandato. Pero es importante reconocer que esas dos eras de elevado crecimiento con estabilidad terminaron mal porque fueron incapaces de resolver las contradicciones inherentes a su propia fortaleza.

El caso del porfiriato es evidente por el simple hecho de que aquel sistema estaba indisolublemente ligado a la persona del presidente y siguió su ciclo natural de vida. El porfiriato nació y terminó con Porfirio Díaz porque no hubo mecanismo -ni disposición- para construir una sucesión pacífica y, dado que ninguna persona es permanente, tanto el ascenso como el declive fueron marcados por la biografía del personaje. Las contradicciones entre las necesidades del país y las limitaciones de la persona se exacerbaron: el resultado fue la Revolución Mexicana.

La era del PRI duro concluyó por razones distintas. En algún sentido, como argumentó Roger Hansen, el PRI no fue otra cosa sino el porfiriato institucionalizado. Aquel sistema no terminó por el desgaste de una persona, sino por la cerrazón que inevitablemente acompaña -y caracteriza- al control centralizado. El ciclo comienza con todas las virtudes de ideas nuevas, expectativas positivas, buena disposición y la promesa de, ahora sí, resolver los problemas medulares del país, pero luego el poder se concentra, la otrora apertura desaparece y los vicios y excesos de las personas en el poder dominan el panorama. El éxito del crecimiento genera nuevas fuentes de poder; necesidades que no son tolerables para quien controla; e, inexorablemente, desafíos explícitos o implícitos al sistema, como ocurrió con el movimiento estudiantil de 1968.

El fin del sistema priista no fue tan estruendoso como el del porfiriato, pero fue igualmente catastrófico porque inauguró la era de crisis financieras -1976, 1982, 1995- que empobrecieron a la población y destruyeron a la incipiente clase media una y otra vez. Todas las virtudes de la era priista se vinieron abajo al tratar de satisfacer, de manera artificial, a todas las bases y clientelas del sistema, provocando la hecatombe que, bien a bien, y a pesar de tantas reformas necesarias, no ha concluido.

En este contexto, no es ociosa la pregunta de centralizar y controlar ¿para qué? Centralizar el poder para evitar la dispersión y mal uso de los recursos públicos, enfocar el gasto y controlar a actores como los gobernadores que, de manera natural, tienen una propensión centrífuga, tiene todo el sentido del mundo. Aunque un esquema como éste entraña riesgos (porque se concentran las decisiones), los beneficios de mayores logros son evidentes. El problema es, como ocurrió en los sesenta y setenta, un esquema así no es sostenible ni duradero.

La alternativa sería utilizar el enorme mandato y la concentración de poder para crear instituciones que le den una nueva vida al país, un nuevo sistema político que haga permanente el círculo virtuoso. Sólo una estructura institucional flexible evitaría excesos autoritarios y permitiría trascender al próximo gobierno.

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Luis Rubio

09 Sep. 2018

Bueno ¿para quién?

 Luis Rubio

Los abogados suelen decir que “más vale un mal arreglo que un buen pleito.” Me imagino que eso es lo que estaban pensando los negociadores del TLC para obtener un acuerdo que no satisface ninguna de las necesidades, ni las razones por las cuales el TLC se negoció desde un principio. Lo mejor que se puede esperar es que el Congreso estadounidense rechace el acuerdo y, con ello, prevalezca lo que existe. Tal vez, en una pirotecnia maquiavélica, eso es lo que estaban intentando. No muy realista.

De lo que se sabe del acuerdo alcanzado, hay dos elementos que son indicativos de las concesiones otorgadas. Por un lado, se estableció un tope a la exportación de vehículos, la industria más dinámica del país, limitando su potencial de crecimiento. Se puede argumentar que muchos más vehículos se podrían exportar fuera del marco del nuevo TLC, pagando los aranceles correspondientes, pero es imposible ignorar el riesgo que, cuando venga la “revisión” del acuerdo en seis años, la interpretación norteamericana sea que se trataba de un límite absoluto, no acotado por el acuerdo mismo. O sea, se aceptó poner en riesgo al pilar de la industria mexicana.

Por otro lado, se debilitó, al grado de prácticamente cancelar, el corazón del TLC, el capítulo 11. Ese capítulo se refiere a la resolución de controversias y constituye la esencia del éxito del tratado por una razón muy sencilla: porque le confiere certeza a los inversionistas de que no habrá acciones caprichudas ni expropiaciones sin justificación. El mecanismo crea procedimientos que permiten resolver disputas en un entorno libre de influencia política. Ese capítulo fue la razón por la cual México le propuso a Estados Unidos la negociación del tratado al inicio de los noventa.

En su origen y en su esencia, el TLC fue concebido con objetivos políticos más que estrictamente económicos. Se requería un instrumento confiable, no sujeto a presiones políticas y a prueba de cambios constantes, que equiparara las condiciones de inversión con el resto del mundo. Sólo con un marco de certidumbre, tanto legal como regulatoria, se logró atraer la inversión que llevó a la modernización del país en las últimas décadas. El TLC, a través del capítulo 11, permite obviar toda consideración política en las decisiones de inversión, razón por la cual éste es tan importante y tan popular. Es, en realidad, el único espacio en que reina el Estado de derecho en el país.

Lo que se negoció en materia de resolución de disputas protege a los servicios y deja a la industria colgada de la brocha. Esto sugiere que, aunque los negociadores del equipo de Economía entienden perfectamente el corazón del TLC, la decisión de aceptar el resultado no fue suya. Más bien, que ésta fue producto de cálculos políticos que trascienden al de preservar la estabilidad y viabilidad económica del país.

En adición a lo anterior, algo que no necesariamente refleja las preferencias del gobierno mexicano, la forma en que concluyó esta etapa deja a Canadá en el aire, enfrentando un ultimátum: se suma como están las cosas o se queda afuera. Así como para México el capítulo 11 es crucial, el equivalente para Canadá es el capítulo 19, sobre anti-dumping, y México aceptó eliminar ese capítulo, amenazando los intereses de Canadá y con ello, la relación trilateral. Canadá ahora enfrenta una difícil disyuntiva, toda vez que incluso su coalición gobernante podría colapsarse de aceptar los términos impuestos por la negociación mexicana.

Todos sabemos que la negociación fue forzada por las circunstancias y que el mecanismo que se había identificado para actualizar el TLC sin desatar las pasiones negativas asociadas a la palabra NAFTA –el TPP- se colapsó el día en que entró Trump a la Casa Blanca. Sin embargo, la promesa era un TLC 2.0. El resultado acaba siendo un TLC 0.5.

Lo acordado arroja varias dudas en el camino: primero, qué hará Canadá; segundo, si sería posible enviar al Congreso estadounidense un acuerdo bilateral, dado que la autorización es para uno trilateral; tercero, si habría los votos suficientes para uno (o dos) bilaterales, dados los intereses contrastantes de los estados americanos en ambas fronteras; cuarto, qué tan dañada quedará la relación con Canadá; y, quinto, quizá lo más importante, qué tantos cambios buscará insertar el Congreso en el acuerdo al que, tentativamente, se llegó esta semana. Parece evidente que las empresas con mayores intereses en México, comenzando por las automotrices, no se quedarán cruzadas de brazos: más bien, estarán trabajando con sus representantes para asegurar que sus intereses queden tan protegidos como los de las empresas en el sector servicios.

El panorama permite pensar que sólo hay dos posibilidades: una, que los negociadores mexicanos confían en que nuestros intereses serán defendidos por terceros a través del Congreso estadounidense (un salto maquiavélico al vacío), lo que podría implicar que quede al menos lo que ya está (el TLC 1.0) o que se corrijan estos errores. La alternativa sería que el verdadero objetivo fue intentar librar al gobierno saliente de otro fracaso.

La gran virtud del TLC era su carácter casi apolítico; lo aquí logrado es su absoluta politización.

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Luis Rubio

02 Sep. 2018

 

Y la mata comienza a dar…

Luis Rubio

Pasan los días y las semanas y la realidad comienza a ser evidente: las cosas son más complejas de lo que el gobierno en ciernes suponía y anticipaba. La pregunta es qué hará al respecto.

La velocidad con que el presidente electo tomó control del discurso dejó atónito a todo México -y al mundo- pero no sorprendió a nadie. Desde que Peña Nieto desapareció del mapa luego de Ayotzinapa, Andrés Manuel López Obrador tomó control de la narrativa y creó las condiciones que hicieron posible su avasallador triunfo. Quizá era inevitable que así ocurriera, pero el hecho tiene consecuencias: por una parte, le ha dado al próximo presidente control pleno; por la otra, le ha hecho imposible ignorar la complejidad real del país en la actualidad: con 53% del voto, es el único responsable. Estas semanas han servido para hacer claro que AMLO tiene una decisión fundamental frente a sí sobre qué priorizar y cómo hacerlo

Reconocer la realidad no implica que el futuro deba ser una mera continuidad de lo que no ha traído resultados favorables para el conjunto de la población, pero sí constituye el punto de partida. Un gobierno tras otro en el mundo desde hace casi medio siglo ha aceptado la premisa de que “no hay alternativa” en las palabras célebres de una primer ministro británica. Por varias décadas, el mundo avanzaba en una dirección y todas las naciones competían por las mismas fuentes de inversión, lo que creaba condiciones muy precisas para una estrategia de gobierno.

Las circunstancias que crearon el entorno de competencia por la inversión no han cambiado, pero es obvio que ha desaparecido la disposición de los votantes a tolerar resultados mediocres. El voto abrumador por AMLO así lo hace ver. Pero eso no cambia dos factores medulares: primero, que no hay marcha atrás en el mundo de las comunicaciones instantáneas o de la ubicuidad de la información. Los votantes se volcaron por un candidato y le confirieron un extraordinario mandato, pero no tiraron a la basura sus fuentes de información ni sus teléfonos inteligentes: sería una ingenuidad suponer que van a tolerar la destrucción de lo que sí funciona. El otro factor que no se altera es el hecho que existen restricciones externas a lo que un gobierno puede hacer para cambiar el sentido del desarrollo.

Cambiar el sentido del desarrollo no sólo es posible, sino necesario. El modelo seguido a la fecha partió de la premisa (implícita) que había que dejar intocado el statu quo político, lo que de hecho implicaba preservar feudos de poder y, por lo tanto, limitar el desarrollo a quienes ya se encontraban en la modernidad y que podían actuar por sí mismos: quienes eran capaces de competir, exportar y sobrevivir en el mundo de la globalización serían los grandes ganadores; a los demás, que alguien los ampare.

Pero el problema no es el modelo económico que ha seguido el país desde los ochenta, sino la forma en que, de facto, se ha excluido a buena parte de la población. Las reformas económicas de los ochenta en adelante se proponían crear condiciones para que el país pudiera prosperar, pero siempre y cuando eso no alterara la estructura de poder político, sindical y empresarial. Esto es lo que creó una economía dual: los que compiten y son exitosos y los que se rezagan. El reto para el próximo gobierno es muy simple: destruir lo que sí funciona (el entorno que favorece la competencia y el éxito en el mundo global) o redefinir su agenda para orientarse a sumar a todos los que no han podido o tenido condiciones para ser parte de ese éxito.

Aunque parezca paradójico, no hay contradicción en esto: el problema no radica en el modelo económico o en la capacidad de los mexicanos para ser exitosos, sino en que todo lo que existe está sesgado a impedir que el mexicano lo sea. Los mexicanos emigran porque no hay condiciones para ser prósperos; una vez que llegan a su destino, son tan exitosos o más que el mejor. Uno puede ver como los oaxaqueños en Los Ángeles o Chicago son tan hábiles y capaces como todos los demás, pero no así en Oaxaca: ¿el problema radica en los oaxaqueños o en la realidad socio política de Oaxaca?

El dilema para el próximo gobierno es que sus premisas y prejuicios no empatan con la realidad. La razón por la que el TLC es tan popular es que ahí se encuentran los mejores empleos, los que mejor pagan y los que mejor perspectiva ofrecen: la lección es que hay que generalizar las condiciones que hacen posibles esas circunstancias. Sin embargo, por obvia que sea esta lección, llevamos cinco décadas evitando actuar al respecto: un gobierno tras otro se ha dedicado a proteger el statu quo, incluyendo a una planta industrial ancestral e inviable, en lugar de crear un proceso de transformación real que sume a toda la población en el mundo de éxito.

La disyuntiva es simple y transparente: romper con los impedimentos al éxito de la economía moderna -de hecho, hacer posible que el 100% de los mexicanos tenga acceso- o empecinarse en una agenda de construcción de clientelas improductivas que acabaran por matar las fuentes de ingreso del país. No hay para donde hacerse: resolver lo que no han querido atacar las administraciones previas o seguir sin poder prosperar. El mandato da para esto y mucho más.

 

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26 Ago. 2018

La disputa del paradigma

Luis Rubio

El resultado de la elección presidencial alteró no sólo la estructura del poder, sino la naturaleza de la disputa política. La ciudadanía optó por una presidencia fuerte, con todos los poderes para emprender un cambio estructural de potencialmente enormes proporciones. Aún sin que nadie tenga conocimiento, a ciencia cierta, de la naturaleza e implicaciones de la llamada “cuarta transformación,” la elección desató un debate revelador tanto de las emociones soterradas como de los resentimientos latentes, que ahora están viendo la luz.

Tres términos resumen la naturaleza de la disputa: austeridad, transformación y contrapesos. Aunque evidentemente hay muchas formas de definir cada uno de estos vocablos, la carga política que cada uno entraña es sugerente.

López Obrador es un modelo de austeridad en su persona y ha construido una carrera política en torno a ese principio rector. Cuando se refiere a la era del desarrollo estabilizador, presenta una visión del mundo que es radicalmente distinta a la que enarbolaron las reformas posteriores. Tres factores caracterizaron al desarrollo estabilizador de los sesenta: primero, un gobierno fuerte y centralizado, con una aguda capacidad de emplear los recursos públicos para financiar grandes obras de infraestructura. En lugar de interminables negociaciones con los gobernadores y diversos grupos de poder, el gobierno federal decidía las prioridades, dedicaba los recursos a ese objetivo e imponía su visión sobre el país en su conjunto. Segundo, el gasto total del gobierno respecto al PIB era sensiblemente menor al actual: el gobierno era efectivo y austero, circunstancia que se alteró de manera dramática en los setenta en que no sólo se incrementó el gasto de forma acelerada, sino que dejó de haber prioridades claras y precisas. Finalmente, la economía funcionaba dentro de un contexto político muy distinto al actual porque el gobierno tenía control efectivo de los empresarios y sindicatos a través de una diversidad de mecanismos (sobre todo requisito de permisos) que determinaban la rentabilidad de las empresas y los límites de la acción sindical.

El cambio de modelo económico a partir de los ochenta nunca cuajó. Sus dos anclas nodales consistían en un equilibrio fiscal y en la liberalización de la economía. En lo primero, el espíritu era retornar a los sesenta, objetivo que nunca se logró: aunque hubo muchos recortes en el gasto (notablemente en inversión, sobre todo de infraestructura), el gasto corriente siguió creciendo. Es decir, el gobierno de hoy es sensiblemente más grande respecto al PIB que el de los sesenta y sigue siendo torpe y poco efectivo. Lo único que (más o menos) ha logrado es estabilizar las cuentas fiscales para evitar crisis; pero no es casualidad que las crisis financieras y cambiarias comenzaran en los setenta y sigan estando presentes pues, en contraste con aquella época, el concepto de austeridad de las últimas cinco décadas ha sido más bien laxo.

Si AMLO logra efectivamente reducir los enormes excesos de gasto del gobierno y asignar los recursos de una manera más efectiva, su impacto podría ser enorme y sumamente positivo, pero esa no es el sentido de quienes en su séquito postulan el fin de la austeridad. No hay duda que esta contradicción anticipa conflictos profundos.

La transformación que ha anunciado el próximo presidente está por precisarse, pero el mero hecho que se plantee como un cambio radical -del tamaño de la “transformación” juarista o maderista- ha desatado toda clase de propuestas, especulaciones y miedos. El cambio de modelo que se postuló a finales de los ochenta no cuajó porque no cambió la estructura política, aunque sí se alteró la realidad del poder. Me explico: el régimen político centrado en la presidencia y en la distribución de privilegios no ha cambiado ni en una coma desde el fin de la Revolución hace un siglo; pasaron gobiernos priistas y panistas pero el régimen persiste y, a pesar del ruido, podría acabar afianzándose, más que a cambiar, en el sexenio que está por comenzar.

A pesar de ello, la realidad del poder si se alteró porque las circunstancias son otras: la dinámica económica de las distintas regiones del país; el poder del crimen organizado; los abusos de los gobernadores; y la fuerza del mercado en las decisiones económicas son todos elementos que ilustran como ha cambiado la realidad del poder (para bien o para mal), a pesar de que el sistema político formal no lo haya reconocido. Sin embargo, la discrepancia entre ambas cosas es sugerente de otro de los conflictos que hacen ebullición: la noción de que el problema se resuelve centralizando el poder sólo es viable aniquilando las contrastantes dinámicas regionales y eso implicaría demoler las fuentes de crecimiento económico que hoy existen.

La disyuntiva hacia adelante acaba siendo muy simple: centralizar para controlar, con los riesgos y potenciales beneficios que eso entrañe, o construir un nuevo sistema político que haga posible una asignación efectiva de recursos para un crecimiento más equilibrado y generalizado. En una palabra: no habrá cambio mientras no se altere el paradigma del régimen unipersonal, mismo que inauguró Porfirio Díaz.

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México y Colombia

Luis Rubio

A la memoria de Manuel Olimon SJ

La tentación a seguir los pasos colombianos en la pacificación de su país es inmensa. Si bien aquella todavía no concluye -ni goza de apoyo generalizado-, la experiencia colombiana es ejemplar por su profundidad y solidez de concepción y proceso, pero también porque procuró no sólo resolver una vieja disputa con la fuente de violencia más añeja del continente, sino incorporar a los violentos en la normalidad cotidiana. Imagino que ésta es la fuente que inspiró al nuevo equipo gobernante para proceder con un proceso de negociación, pacificación y justicia transicional, términos todos que, como ilustra el extraordinario texto del negociador colombiano Sergio Jaramillo*, provienen de allá. El problema es que las circunstancias colombianas nada tienen de similar a las nuestras.

 

En Colombia hay dos factores esenciales que hicieron posible el proceso de paz que se siguió: primero, a lo largo de tres décadas, un gobierno tras otro en aquella nación fue construyendo capacidad institucional, lo que no sólo fortaleció al gobierno mismo, sino que le confirió solidez para actuar. Primero construyeron policías profesionales y un poder judicial independiente como medios no sólo para poder negociar, sino sobre todo para lidiar con las consecuencias posteriores al propio proceso de negociación. La negociación que llevó a cabo el gobierno del presidente Santos no hubiera sido posible, ni concebible, sin la existencia de un verdadero Estado.

 

En segundo lugar, en Colombia la fuente de violencia no era meramente el narcotráfico, aunque éste era un componente central, sino la guerrilla que por medio siglo se había asentado en una enorme porción de su país, al cual controlaba y desde el cual operaba, secuestraba y mataba de manera sistemática. Una guerrilla no es lo mismo que una organización criminal, aunque ambos hayan colaborado en el tiempo: lo central de la negociación colombiana fue el hecho de que existía un proyecto político alternativo que era financiado por el narco. La negociación no era con criminales sino con una entidad política.

 

En contraste, en México nuestras instituciones son por demás débiles, no existen policías profesionales que garanticen la seguridad ni serían capaces de administrar un proceso de paz como el que se ha avanzado en Colombia o que pomposamente se propone para México. Tampoco existen instituciones judiciales –ya sea del lado de la fiscalía o del poder judicial- para poder hablar de justicia en cualquiera de sus acepciones. No menos importante es el hecho que la iniciativa del gobierno colombiano era sumamente ambiciosa, centrándose en la ciudadanía, especialmente en las víctimas, para construir un proyecto político democrático con derechos civiles fuertemente anclados, que a su vez protegieran al proyecto de paz en el largo plazo y eliminaran los resentimientos y odios que décadas de conflicto armado habían generado. En México el verdadero reto es más básico: construir las instituciones con que Colombia ya contaba, así como un proyecto político de institucionalización democrática.

 

De igual importancia es el hecho que en México los potenciales interlocutores no son políticos que buscan avanzar un proyecto alternativo de nación (paradoja con el gobierno en ciernes) sino que se trata de crimen organizado puro y duro: no son guerrillas y su proyecto no es político. Quizá haya algo de esto en la sierra de Guerrero o entre los zapatistas en Chiapas, pero ciertamente no es eso lo que extorsiona a los comerciantes de Guanajuato, cobra derecho de piso en la Merced o asesina a las mujeres en Ciudad Juárez. Hay mucho que aprender del proceso colombiano, pero ese aprendizaje claramente no está presente entre quienes promueven un proceso de pacificación o de justicia transicional.

 

La pacificación es un objetivo loable y necesario pero no es substituto de la capacidad gubernamental para cumplir con su objetivo nodal que es el de, pues, gobernar, así como conferirle certidumbre y confianza a la ciudadanía. Luego de dos sexenios de seguir una estrategia que no ha logrado su cometido, es no sólo válido sino necesario cambiar el enfoque, pero éste debe partir de un diagnóstico acertado sobre la naturaleza del problema. Sólo a partir de una definición de las causas de la inseguridad en el país se podrá construir una salida; ésta puede incluir negociaciones y amnistía, pero su esencia no radica en ese otro lado, el de las organizaciones criminales, sino en el del propio gobierno. A final de cuentas, es su debilidad la que ha hecho posible que crezca y se multiplique el crimen organizado.

 

Hay muchos modelos de construcción de la seguridad pública que son posibles, unos que parten del municipio y otros que, reconociendo su debilidad, contemplan a los gobiernos estatales como el corazón de una nación segura. Sea cual fuera el idóneo, lo crucial es contar con un diagnóstico correcto para de ahí concentrar fuerzas y recursos en la creación de un sistema de seguridad efectivo y del cual rindan cuentas los gobernadores.

 

El proyecto que se observa en los foros de discusión ilustra el espíritu más arraigado de nuestra naturaleza política; primero rompemos los huevos y después nos ponemos a buscar donde andará el sartén. Hay mejores formas.

 

*http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/sergio-jaramillo-explica-como-se-logro-la-paz-con-las-farc-247388

 

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México y Colombia

Luis Rubio

A la memoria de Manuel Olimon SJ

La tentación a seguir los pasos colombianos en la pacificación de su país es inmensa. Si bien aquella todavía no concluye -ni goza de apoyo generalizado-, la experiencia colombiana es ejemplar por su profundidad y solidez de concepción y proceso, pero también porque procuró no sólo resolver una vieja disputa con la fuente de violencia más añeja del continente, sino incorporar a los violentos en la normalidad cotidiana. Imagino que ésta es la fuente que inspiró al nuevo equipo gobernante para proceder con un proceso de negociación, pacificación y justicia transicional, términos todos que, como ilustra el extraordinario texto del negociador colombiano Sergio Jaramillo*, provienen de allá. El problema es que las circunstancias colombianas nada tienen de similar a las nuestras.

 

En Colombia hay dos factores esenciales que hicieron posible el proceso de paz que se siguió: primero, a lo largo de tres décadas, un gobierno tras otro en aquella nación fue construyendo capacidad institucional, lo que no sólo fortaleció al gobierno mismo, sino que le confirió solidez para actuar. Primero construyeron policías profesionales y un poder judicial independiente como medios no sólo para poder negociar, sino sobre todo para lidiar con las consecuencias posteriores al propio proceso de negociación. La negociación que llevó a cabo el gobierno del presidente Santos no hubiera sido posible, ni concebible, sin la existencia de un verdadero Estado.

 

En segundo lugar, en Colombia la fuente de violencia no era meramente el narcotráfico, aunque éste era un componente central, sino la guerrilla que por medio siglo se había asentado en una enorme porción de su país, al cual controlaba y desde el cual operaba, secuestraba y mataba de manera sistemática. Una guerrilla no es lo mismo que una organización criminal, aunque ambos hayan colaborado en el tiempo: lo central de la negociación colombiana fue el hecho de que existía un proyecto político alternativo que era financiado por el narco. La negociación no era con criminales sino con una entidad política.

 

En contraste, en México nuestras instituciones son por demás débiles, no existen policías profesionales que garanticen la seguridad ni serían capaces de administrar un proceso de paz como el que se ha avanzado en Colombia o que pomposamente se propone para México. Tampoco existen instituciones judiciales –ya sea del lado de la fiscalía o del poder judicial- para poder hablar de justicia en cualquiera de sus acepciones. No menos importante es el hecho que la iniciativa del gobierno colombiano era sumamente ambiciosa, centrándose en la ciudadanía, especialmente en las víctimas, para construir un proyecto político democrático con derechos civiles fuertemente anclados, que a su vez protegieran al proyecto de paz en el largo plazo y eliminaran los resentimientos y odios que décadas de conflicto armado habían generado. En México el verdadero reto es más básico: construir las instituciones con que Colombia ya contaba, así como un proyecto político de institucionalización democrática.

 

De igual importancia es el hecho que en México los potenciales interlocutores no son políticos que buscan avanzar un proyecto alternativo de nación (paradoja con el gobierno en ciernes) sino que se trata de crimen organizado puro y duro: no son guerrillas y su proyecto no es político. Quizá haya algo de esto en la sierra de Guerrero o entre los zapatistas en Chiapas, pero ciertamente no es eso lo que extorsiona a los comerciantes de Guanajuato, cobra derecho de piso en la Merced o asesina a las mujeres en Ciudad Juárez. Hay mucho que aprender del proceso colombiano, pero ese aprendizaje claramente no está presente entre quienes promueven un proceso de pacificación o de justicia transicional.

 

La pacificación es un objetivo loable y necesario pero no es substituto de la capacidad gubernamental para cumplir con su objetivo nodal que es el de, pues, gobernar, así como conferirle certidumbre y confianza a la ciudadanía. Luego de dos sexenios de seguir una estrategia que no ha logrado su cometido, es no sólo válido sino necesario cambiar el enfoque, pero éste debe partir de un diagnóstico acertado sobre la naturaleza del problema. Sólo a partir de una definición de las causas de la inseguridad en el país se podrá construir una salida; ésta puede incluir negociaciones y amnistía, pero su esencia no radica en ese otro lado, el de las organizaciones criminales, sino en el del propio gobierno. A final de cuentas, es su debilidad la que ha hecho posible que crezca y se multiplique el crimen organizado.

 

Hay muchos modelos de construcción de la seguridad pública que son posibles, unos que parten del municipio y otros que, reconociendo su debilidad, contemplan a los gobiernos estatales como el corazón de una nación segura. Sea cual fuera el idóneo, lo crucial es contar con un diagnóstico correcto para de ahí concentrar fuerzas y recursos en la creación de un sistema de seguridad efectivo y del cual rindan cuentas los gobernadores.

 

El proyecto que se observa en los foros de discusión ilustra el espíritu más arraigado de nuestra naturaleza política; primero rompemos los huevos y después nos ponemos a buscar donde andará el sartén. Hay mejores formas.

 

*http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/sergio-jaramillo-explica-como-se-logro-la-paz-con-las-farc-247388

 

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Soluciones drásticas

Luis Rubio

Las sociedades complejas, dice Joseph Tainter,* tienden a colapsarse porque sus costos se apilan hasta hacerse disfuncionales: las inversiones arrojan retornos decrecientes y los costos de administrar estructuras sociales y políticas cada vez más intrincadas son siempre crecientes. Aunque su estudio se refiere a civilizaciones como el imperio romano, los mayas y los chacos de Paraguay, su lectura me hizo pensar en el sur de México, asunto crucial para nuestro desarrollo como país.

El retraso del sur del país no es sólo lacerante, sino que constituye un fardo para el crecimiento. La región más rica en recursos naturales, historia y perfil demográfico es también la más pobre y con menores oportunidades para el desarrollo. La pobreza es ancestral pero se preserva y reproduce por las estructuras políticas y sociales que depredan y viven del statu quo. Los diversos programas que, desde por lo menos los sesenta del siglo XX, se fueron implementando para cambiar esa realidad, han tenido muy poco impacto.

En el curso de estas décadas hemos tenido gobiernos (a todos los niveles) de izquierda y de derecha, priistas, panistas, perredistas y más recientemente, morenistas; pero nada cambia. Unos llevaron a cabo proyectos masivos de gasto, otros se abocaron a transferencia directas; algunas de esas transferencias tenían claros fines electorales, en tanto que otras siguieron criterios objetivos, no politizados. Dentro de ese rubro se constituyeron instituciones de evaluación que se han convertido en parte de la discusión, igualmente politizada. La pobreza no disminuye más que de manera marginal y eso, típicamente, debido al comportamiento de variables macroeconómicas como los precios, la tasa general de crecimiento o el tipo de cambio. Cuando fue inaugurado el actual gobierno federal, su crítica a los gobiernos previos fue implacable; cinco años después, las mismas críticas le son aplicables.

Claramente, algo está mal con el enfoque mismo: el asunto no es de gasto, directo o indirecto, sino de factores estructurales que preservan, de manera consciente o no, el statu quo. Decía Porfirio Díaz que «gobernar a los mexicanos es más difícil que arriar guajolotes a caballo» y quizá algo sabía y entendía al respecto: llevar a cabo cambios en estructuras sociopolíticas y económicas ancestrales, como es el caso de localidades como Chiapas y Oaxaca, entraña tal complejidad que nadie se atreve a intentarlo.

Me pregunto si no es tiempo de repensar toda la forma de conducir los asuntos públicos. En el último medio siglo el país ha experimentado un ritmo inusitado de cambios y reformas, mismos que le han dado nueva vitalidad y viabilidad a una buena parte del país, pero claramente no al conjunto. Algunas regiones, como Tamaulipas y al menos parte de Veracruz, han sido devastadas en sus estructuras gubernamentales más elementales por el crimen organizado, en tanto que otras se han congelado en el tiempo, padeciendo tanto a la criminalidad como a factores locales de poder que viven de que nada cambie, como es el caso de Guerrero. Sea por la criminalidad o por estructuras sociopolíticas ancestrales encumbradas -y, frecuentemente, asociadas al narco- hay estados y regiones incapaces de salir de su predicamento.

Ciertamente, no han faltado esfuerzos e intentos diversos por romper con estas circunstancias pero nada ha funcionado. Esto me lleva a pensar en soluciones drásticas, similares a las que se emplearon en otras latitudes con alto grado de éxito. En Irlanda del norte, por ejemplo, el gobierno británico impuso «gobierno directo,» es decir, desde Londres: tomó control de la provincia hasta que se crearon las condiciones para que ésta pudiese auto gobernarse una vez más. Algo similar ocurrió en el sur de Estados Unidos durante los cincuenta y sesenta, cuando el gobierno federal envió a los federal marshals y a la guardia civil para obligar a los gobiernos locales a modificar sus prácticas policiacas racistas. También hay ejemplos de países enteros convertidos en protectorados para estabilizarlos, pacificarlos y avanzar una transformación.

La clave de los ejemplos exitosos radica en una cosa muy específica: un gobierno federal con claridad sobre lo que se requiere y la disposición para lograrlo. Si observamos el caso de Michoacán en 2007 y, de nuevo, en 2013, es decir, bajo Calderón y Peña, respectivamente, el resultado fue patético: ambos enviaron a la policía federal y al ejército para pacificar al estado, pero no para transformarlo. La pacificación tuvo lugar en unas cuantas semanas, pero nunca existió un plan transformador; en contrate, tanto en Irlanda del norte como en Alabama, el proyecto mismo era la transformación. En una palabra, la clave es un gobierno con claridad de miras, brújula clara y un proyecto transformador dedicado a modificar la estructura socio política local, imponer el orden al crimen organizado y constituir un nuevo sistema de gobierno.

Nada de esto es sencillo o rápido y no se apega a calendarios sexenales: en los ejemplos citados, el control externo duró años y no se retiró sino hasta que la realidad había cambiado. No veo alternativas, pero si veo una condición sine qua non: claridad del objetivo que se persigue.

*The Collapse of Complex Societies

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05 Ago. 2018

El nuevo PRI

Luis Rubio

El gobierno saliente nunca entendió el México al que se aprestaba a gobernar. No le importó que hubiera un México que ansiaba incorporarse al mundo moderno y que avanzaba con celeridad a esa meta, y otro México rezagado que no lograba romper las amarras del viejo sistema político y los feudos, intereses y mafias que lo mantienen firmemente anclado en un estadio insoportable. Sus reformas eran necesarias, pero no suficientes: también hacía falta gobernar. Sus carencias crearon el entorno que hizo posible a Andrés Manuel López Obrador.

La noción de un “nuevo” PRI que promulgaba a diestra y siniestra no era otra cosa que el PRI más viejo y rezagado, ese que se había negado a modernizarse, que se había opuesto a la primera ola de reformas y que había vivido del statu quo, ese que ahora AMLO tiene en la mira. El verdadero nuevo PRI es el que seguramente comenzaremos a ver en los próximos tiempos: el que enarbola Morena, ahora ya sin tecnócratas o confusiones -ni limitantes- ideológicas o pragmáticas. Un nuevo monopolio político, una nueva hegemonía ideológica.

El proyecto de AMLO es fundacional: hacer tabula rasa de lo existente para construir una plataforma que guíe el futuro del país. El modelo se asemeja a lo planteado por Plutarco Elías Calles pero con una diferencia medular: para aquel se trataba de un proyecto institucional, para AMLO el objetivo es personal, construir un movimiento que abarque a todas las fuerzas políticas, controle a la población y de sustento político-ideológico a su gobierno. Lo que AMLO llamó la “cuarta revolución” no es algo etéreo: se trata de una reorganización política integral, mucho más grande y ambiciosa que los tres próceres que él invoca como autores de las tres previas.

La pregunta es qué tan viable es un proyecto hegemónico de esta naturaleza en el siglo XXI. Cuando Elías Calles plantea la creación de un “país de instituciones,” México se encontraba hundido en una ola de violencia política, el gobierno contaba con poderes extraordinarios producto de las circunstancias del momento y de la era específica: la información con que contaba la población era filtrada por el gobierno, no existía ni siquiera la televisión, para no hablar de Internet y el movimiento revolucionario había acabado con todas las instancias públicas y privadas de alguna relevancia. En una palabra, era un mundo que en absolutamente nada se parece al del día de hoy.

Elías Calles convocó a los liderazgos relevantes de la época y los sumó en una organización que serviría para darle forma al proyecto de desarrollo que enarbolaban los ganadores de la gesta revolucionaria. AMLO llega al gobierno de un país profundamente dividido y polarizado, sumamente informado, inserto en un mundo de comunicaciones instantáneas y en el contexto de poderes políticos, empresariales, financieros e internacionales que pesan y que tienen capacidad de acción. El contexto es absolutamente distinto, pero también las personas.

En contraste con Elías Calles, el proyecto de AMLO es esencialmente personal. No afirmo esto en sentido negativo: su visión es la de corregir o desmantelar lo que, desde su perspectiva, constituye el proyecto modernizador de las últimas cuatro décadas. En lugar de construcción de nuevas instituciones, el objetivo es sustentar una visión personal para darle viabilidad política. Su proyecto no entraña la construcción de un nuevo marco institucional, sino la reorientación de las políticas púbicas. La insistencia de las últimas semanas de la campaña de ampliar el voto hacia sus candidatos para el congreso y las gubernaturas revela el verdadero proyecto: ir ocupando todos los puestos e instancias políticas para, desde ahí, lanzar el asalto al proyecto modernizador.

El modelo no es el de Alonso Quijano, el Quijote, pero tiene mucho de ello: ir contra las instancias de poder -político, económico, sindical, civil- no para destruirlas sino para someterlas. En lugar de Sancho, está Morena, cuyo objetivo será absorber al menos al PRI y regresar al proyecto hegemónico “original” que emergió de la Revolución. Para eso es imperativo llenar todos los espacios y controlar todos los resquicios de poder.

¿Qué tan lejos llevará su cruzada? A lo largo de la contienda, se le acusó de ser chavista y querer instaurar un régimen permanente. Pero AMLO no es Chávez: es un priista de los años sesenta que quiere regresar a México a la era en que, desde su perspectiva, todo funcionaba bien: había crecimiento, menos desigualdad y orden. El momento de quiebre llegará cuando su visión choque con la compleja realidad de hoy y sea evidente que el costo de implantarlo en el siglo XXI podría ser tan alto que produciría justamente lo opuesto de lo que él pretende: crisis financiera, empobrecimiento y más desigualdad.

AMLO no tiene un proyecto destructivo en mente, pero su proyecto sí es incompatible con el mundo de hoy. Cuando ese choque resulte evidente sabremos qué está dispuesto a hacer porque lo obligará a definirse: hay mucho que podría lograr si se dedica a corregir los excesos y los vicios del presente -y que planteó con absoluta claridad en su campaña, como desigualdad, crecimiento patético e inseguridad- en lugar de tratar de echar el reloj hacia atrás.

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El problema a resolver

Luis Rubio

En 2000 Fox tuvo la oportunidad de modificar la estructura del poder que ha mantenido subyugado al país, pero no tuvo la visión o los pantalones para hacerlo. Hoy el electorado le ha dado a Andrés Manuel López Obrador una nueva -¿última?- oportunidad para llevarla a cabo y evitar que el país siga a la deriva. La clave no reside en cambiar per se, sino en qué cambiar y, sobre todo, para qué.

AMLO ha postulado tres prioridades centrales a lo largo de sus campañas: crecimiento económico, pobreza y desigualdad. Si le agrega el problema de seguridad que aqueja a cada vez más mexicanos, esa es la agenda que tiene que ser atendida. La pregunta es cómo, porque estos fenómenos no son causas sino síntomas y consecuencias de los males que enfrenta el país.

Desde los setenta, todos los gobiernos han tratado de elevar la tasa de crecimiento. Unos lo intentaron con deuda, otros con inversión pública y otros más buscando atraer la inversión del exterior; con aciertos y errores, se lograron resultados contrastantes pero no se resolvió el asunto central, detrás del cual yacen las otras dos prioridades de AMLO, la pobreza y la inequidad. El proyecto más acabado y más longevo de todos los que se han intentado es el que personifica el TLC porque ha tenido un éxito desmedido en algunas partes del país, aunque casi ningún impacto en otras.

El diagnóstico que realice el gobierno en ciernesva a ser crucial en determinar lo que hay que hacer. De ese diagnóstico dependerá su devenir y la probabilidad de éxito que tenga. Como dice el dicho, no es lo mismo borracho que cantinero, por lo que ahora ya no es un asunto retórico sino de responsabilidad y de oportunidad.

Los gobiernos de los setenta intentaron resolver el problema con gasto y deuda y acabaron creando la crisis financiera que hizo quebrar al gobierno en 1982 y determinó el empobrecimiento generalizado que siguió. Las tan denostadas reformas que siguieron tuvieron dos características: una, permitieron dinamizar la actividad económica en algunas industrias y regiones; la otra fue que no se implementaron de manera cabal porque siempre hubo algún interés político, burocrático, empresarial o sindical que lo impidió. Las reformas se hicieron para reactivar la economía pero siempre y cuando no afectara el statu quo político. Ahí es donde el nuevo gobierno puede hacer una diferencia decisiva: romper el statu quo para darle una oportunidad igual a todos los mexicanos para ser exitosos.

El éxito del TLC radica en que creó un espacio de actividad económica que se encuentra aislado de todos esos intereses y entuertos políticos. Así, el TLC no es sólo el motor de la economía, sino que sirve de escaparate para ver lo que está mal en el país y que ha provocado la permanencia de la pobreza y la desigualdad: lo que está asociado con el entramado institucional que caracteriza al TLC funciona; lo demás vive sometido a los intereses caciquiles que matan toda oportunidad. Solo para ejemplificar, no es casualidad que el país tenga muchos menos kilómetros de gasoductos -clave para el desarrollo industrial- que otros países de similar nivel de desarrollo: porque había un monopolio de pipas en manos de un político que tenía el poder para impedirlo. Eso condenó al sur y al oeste del país a muchas menos oportunidades de crecimiento. La pobreza no viene de las reformas sino de la ausencia de reformas políticas que creen un nuevo sistema de gobierno de abajo hacia arriba.

El sistema político post revolucionario se apuntaló en la asignación de privilegios, que se han preservado en formas por demás creativas. No es sólo los puestos que crean oportunidades de corrupción con plena impunidad o los contratos y concesiones de siempre, sino incluso los mecanismos de asignación de senadurías y diputaciones que permiten que sigan estando ahí los de siempre, dedicados a sus intereses personales y partidistas en lugar de atender a la ciudadanía.

Si AMLO quiere cambiar al país -el mandato de las urnas- la disyuntiva es muy clara: abrir el sistema político para quitárselo a los políticos y sus favoritos y transferírselo en vez a la ciudadanía; o intentar recrear el viejo sistema político con su presidencia imperial, algo imposible por la realidad de diversidad y complejidad poblacional y económica actuales.

El primer curso de acción llevaría a construir confianza por parte de la población de manera permanente porque tendría que estar institucionalizada en un nuevo sistema de gobierno levantado de abajo hacia arriba. La alternativa sería destruir lo existente sin la menor probabilidad de éxito.

El problema del sur del país no es que el norte vaya bien, sino que el sur está dominado por cacicazgos, grupos políticos y sindicales intrincados que depredan y someten a la ciudadanía, impidiendo el desarrollo económico. Por ello, la solución radica en enfrentar esos cacicazgos y construir un nuevo sistema de gobierno, no en recrear algo que hace mucho murió.

En contraste con Fox, López Obrador tiene las habilidades para llevar a cabo cambios estructurales. La pregunta es si será para romper obstáculos respetando las libertades y derechos ciudadanos o para reconstruir un pasado autoritario. Sólo lo primero sería una revolución digna de lograrse.

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22 Jul. 2018