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Narrativa y gobierno

Luis Rubio

Según el historiador Micah Goodman, la diferencia entre los animales y los humanos es que los primeros viven exclusivamente en el presente y actúan por instinto, mientras que los humanos piensan y se preocupan por el futuro. El futuro es siempre desconocido y genera temor, para lo cual los humanos recurrieron a la religión y a los políticos. La religión permite tranquilizar el ánimo y el alma; los políticos aprovechan el temor para engañar al votante: en campaña le hacen promesas muchas veces incumplibles, pero ya en el gobierno tienen que ser responsables, chocando con lo que prometieron.

Esta historia se repite una y otra vez en todas las latitudes. Pero en el México de hoy estamos viviendo algo peculiar: el presidente no sólo pretende cumplir todas sus promesas, sino que no cree que haya límites a su capacidad para lograrlo. Esto ha introducido un aire de frescura en la función de gobernar que no habíamos visto en mucho tiempo y que la mayoría de la población reconoce y parece apreciar.

El caso de la gasolina habla por sí mismo: ya para ahora es evidente que el gobierno actuó sin mucho cuidado, conocimiento de causa o previsión sobre las consecuencias de sus acciones. Pero, luego de décadas de robos flagrantes al erario a través de Pemex, la ciudadanía aplaudió el arrojo, así implicara esto decenas de horas perdidas en la búsqueda de combustible para sus automóviles. Sin embargo, la historia sólo acabará cuando los responsables del despojo sean identificados y detenidos, lo cual no parece estar en las cartas o, dada la debilidad de nuestro sistema de procuración de justicia, en las capacidades del gobierno. En ese escenario, lo que comenzó como un objetivo loable podría acabar convertido en un elevado costo.

El robo de gasolinas se inscribe en un capítulo complejo de la vida pública de las últimas décadas. En estos años ha habido una disputa entre dos modos de concebir la realidad nacional y su futuro. Por un lado, quienes promovieron las reformas, sobre todo económicas, a partir de la virtual quiebra del gobierno en 1982, planteaban la integración de la economía a los circuitos tecnológicos y comerciales del mundo como el medio para elevar la productividad y, con ello, generar tasas de crecimiento económico mucho más elevadas que, a su vez, mejoraran los ingresos de la población y crearan muchos más empleos. Por otro lado, sobre todo desde la crisis de 1995, volvió a la palestra la visión post revolucionaria que afirma que no se han logrado tasas de crecimiento más elevadas, que ha aumentado la desigualdad y que el país ha perdido la estabilidad y la seguridad que caracterizaba a la era previa a las reformas.

Si uno se sale de las narrativas e intereses políticos disímbolos detrás de cada una de estas posturas, es claro que ambos planteamientos tienen asidero en la realidad cotidiana. Respecto a la primera, nadie puede negar las virtudes del proyecto reformador en términos de crecimiento económico, empleo y productividad en prácticamente la totalidad de la mitad norte del país. Por otro lado, si uno observa lo que no ha ocurrido en el sur, la conclusión es igualmente evidente: los contrastes y diferencias son claramente pasmosos. Mientras que buena parte del norte del país crece con extraordinaria celeridad, el sur se ha congelado en el tiempo, con lo que eso implica en términos de empleo, ingresos y expectativas.

El común denominador en todo el territorio nacional es el colapso de las estructuras de seguridad y justicia, produciendo gran impunidad. Es decir, se reformaron diversos reglamentos y leyes, pero nunca se desarrolló la capacidad gubernamental necesaria para preservar lo más fundamental de la vida en sociedad: la seguridad de las personas. El presiente ha planteado un proyecto para estos propósitos que, como sus predecesores, es incompleto, poco meditado y muy riesgoso, ante todo porque no parte de un diagnóstico que reconozca que el problema yace en las propias estructuras gubernamentales y que, al no atenderlo, sólo profundizará el problema, politizando al ejército –y potencialmente corrompiéndolo- en el camino.

 

El problema de la seguridad no es distinto al del robo de gasolina. En ambos casos, el factor nodal es la impunidad: quienes roban la gasolina -y los funcionarios y gobernadores que cobran porque se pueda llevar a cabo ese robo- no son distintos a quienes roban, extorsionan, secuestran o matan sin rubor. En ambos casos, esto ocurre porque no hay restricción alguna a su actividad y abuso. Es esa impunidad la que el presidente aparentemente quiso evidenciar con el cierre de los ductos de gasolina. Pero evidenciar el fenómeno no resuelve el problema: no se trata de un grupo de ladrones, sino de un sistema dentro del aparato gubernamental, a todos niveles, que se beneficia y promueve la impunidad.

El problema no radica en las reformas tan vituperadas, sino en la falta de claridad sobre la naturaleza del problema. A final de cuentas, como dice la historiadora Margaret Macmillan, “las reformas sirven para impedir que ocurra algo mucho peor.” El gobierno tiene que revisar sus prejuicios sobre la problemática nacional para que, como dice Goodman, sea realista sobre lo que puede lograr.

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27 Ene. 2019

Enconos y rencores

Luis Rubio

 

Quien siembra vientos, reza un refrán, cosecha tempestades. Así, con vientos -en la forma de enconos, rencores, descalificaciones y desprecio- comenzó el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Es una forma de hacer política que apuesta a la permanencia de vientos favorables, al apoyo continuo, a la resignación de la población. Se trata de una apuesta riesgosa porque tarde o temprano aparecen las tempestades y, para entonces, los “otros,” esos que han sido denostados y agraviados, estarán en otras cosas. La política de la discordia es útil en tiempos electorales, pero letal en el proceso de construcción nacional.

Todas las naciones requieren un nivel elemental de acuerdo para avanzar; pero igual de valioso es el desacuerdo, siempre y cuando éste sea sobre ideas y modos de resolver los problemas y nunca involucre descalificaciones personales. Al menos así avanzan las sociedades democráticas y civilizadas, como ilustró el Reino Unido -a todo color- esta semana. Sin embargo, en los últimos meses, se juzga la moralidad de personas y grupos a partir de su postura política: los buenos están conmigo, los otros son conservadores o, para usar la lingua franca, “fifis.” El presidente perdona o excomulga con un fervor casi religioso. En lugar de sumar, lo que debería ser la esencia de la función gobernante, se descalifica, eliminando los espacios de acuerdo.

Nadie disputa quien es el presidente; su legitimidad es el punto de partida. Tampoco está en discusión que ya concluyó el proceso electoral y que ahora el presidente es responsable del devenir del país. Su mejor interés radica en sumar al conjunto de la población en su proyecto de desarrollo: nada funciona mejor que con la participación y aquiescencia de todos. La estrategia de dividir, polarizar y descalificar es lógica y racional en tiempos de disputa electoral pero no sólo es absurda en tiempos de gobierno -máxime cuando nadie disputa su legitimidad- sino que es absolutamente contraproducente.

Seis años son muchos meses, más semanas y muchos más días, cada uno de los cuales puede amanecer con crisis y circunstancias complejas de manejar. Algunas son locales, otras son mundiales, pero nunca faltan problemas. La pregunta es cómo enfrentarlas cuando éstas se presentan. La estrategia que el presidente ha seguido hasta la fecha sugiere que su cálculo es optimista: todo va a salir bien, no habrá problemas y el tiempo está a su favor. Cualquiera de los últimos cincuenta presidentes de México, incluyendo a los favoritos de AMLO, le podrá confirmar que la realidad nunca es así.

Los problemas aparecen cuando menos se esperan y el gobierno no tiene más remedio que actuar. Esa fue la experiencia de López Portillo con la devaluación 1976 y de Miguel de la Madrid con la expropiación de los bancos y, luego, el asesinato de Enrique Camarena; de Salinas con la explosión de Guadalajara; de Zedillo con la devaluación de 1994; y con Calderón con la crisis financiera estadounidense de 2008. El problema se presenta y el gobierno tiene que actuar más allá de sus preferencias o posturas. Es en ese momento que importa no sólo la legitimidad de origen -que siempre se pone a prueba en las crisis- sino el capital político que el presidente fue acumulando -o perdiendo- en los tiempos anteriores.

La estrategia de polarización y discordia que sigue AMLO, y que contamina a todo su gobierno, no augura nada bueno para el futuro. Las crisis exigen lo mejor del gobernante y el apoyo de la sociedad; cuando la sociedad está dividida -los buenos y los malos- la gobernanza es difícil y, en tiempos de crisis, imposible. La apuesta a una permanente estrategia de división y descalificación entraña el riesgo de no contar con la sociedad si el entorno benigno se desvanece.

Las amplias mayorías legislativas con que cuenta el presidente le permiten suponer que suyo es el reino de la Tierra y que nada puede mermar sus fuentes de apoyo. Pero hay dos circunstancias que nadie puede perder de vista: la primera es que no es lo mismo el apoyo que un candidato amasa que las dificultades inherentes al ejercicio del gobierno. La popularidad de que goza AMLO en este momento podría desvanecerse si las cosas no mejoran. La segunda es que, cuando vienen las crisis, todos los supuestos dejan de ser válidos: en ese momento, cada uno vela por sus intereses y eso es tan cierto para el más humilde de los mexicanos como para el más encumbrado.

Ningún gobierno se puede dar el lujo de alienar a la mitad de la población (el 47% que votó por otros candidatos) ni puede suponer que su propia base es inalterable. Como dijo alguna vez Napoleón, “para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr, pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad.”

Mao fue más directo en su apreciación. Cuando el historiador Edgar Snow le preguntó qué se necesitaba para gobernar, Mao respondió: «Un ejército popular, alimento suficiente y confianza del pueblo en sus gobernantes.» «Si sólo tuviera una de las tres cosas, ¿cuál preferiría?», preguntó Snow. «Puedo prescindir del ejército. La gente puede apretarse los cinturones por un tiempo. Pero sin su confianza no es posible gobernar».

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Luis Rubio

20 Ene. 2019

¿Gobierno o revolución?

Luis Rubio

En la visión histórica de la izquierda, se tomaba al gobierno no como producto de una elección sino como resultado de una revolución o, en todo caso, de una toma del poder. El objetivo era el poder y los medios eran lo de menos: tomar el poder para cambiar al mundo. El comportamiento de Morena en el Congreso en los meses pasados hace pensar que muchos de sus contingentes todavía no ven una diferencia: para muchos de esos grupos (o tribus, como se les solía llamar en el PRD), lo importante es tener el poder para llevar a cabo un cambio radical y no el de gobernar para toda la ciudadanía, como se esperaría de un gobierno en un sistema democrático. La pregunta es dónde está el nuevo gobierno: en las reglas democráticas o en las revolucionarias.

Hay tres ángulos que pueden ser observados: primero, la avasalladora victoria y sus implicaciones para quienes desde hace un mes detentan ya formalmente el poder; segundo, la complejidad inherente a una coalición tan diversa, dispersa y con racionalidades contrapuestas; y, finalmente, en tercer lugar, la visión tan ambiciosa que el presidente ha esbozado para su gobierno. Cada uno de estos elementos entraña sus propias dinámicas que, al combinarse, como se ha podido ver con el desastre de la gasolina, tiene una alta propensión a producir desencuentros.

El triunfo de Morena fue tan abrumador que sorprendió hasta a sus propios contingentes. Describiendo la composición de su bancada en San Lázaro, un diputado de Morena expresó que nunca imaginaron semejante escenario, al grado en que muchos de los nuevos diputados claramente no eran aptos para su nueva responsabilidad. Pero más allá de las personas, el triunfo no ha sido reconocido por los propios contingentes morenistas como producto de un voto democrático: de hecho, hasta la fecha no ha habido un reconocimiento al Instituto Nacional Electoral, al Tribunal o a los procedimientos democráticos que llevaron a ese triunfo. Para muchos de sus integrantes, no fue una elección sino un reconocimiento de su poder. La diferencia práctica podría parecer nimia, pero en realidad es más que trascendente porque determina la naturaleza del juego político: será un gobierno que se apegue a las reglas del juego político civilizado o intentará cambiar la realidad barriendo con toda la estructura legal, imponiendo su ley como si se tratara del viejo Oeste.

La coalición que construyó Morena será sin duda la parte más compleja del gobierno de AMLO. La coalición incluye personas y contingentes que van desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, pasando por exguerrilleros, intelectuales, grupos de base, priistas, panistas, perredistas, grupos de choque, empresarios. Cada uno de estos grupos o tribus tiene sus propios objetivos y muchos no sólo son incompatibles con los otros, sino contradictorios. Para muchos AMLO es un ser superior, pero para otros es un mero instrumento para avanzar sus agendas, con o sin él. Es raro el día en que no se ataquen unos a otros desde la tribuna de las dos cámaras legislativas. Administrar el conflicto inherente a esa coalición va a ser tan difícil y engorroso como la función gubernamental propiamente dicha.

En adición a lo anterior, AMLO y sus contingentes parecen ver a la elección de julio pasado como un hito inamovible e inmutable: el 53% que votó por AMLO es un punto de partida y todo lo que sigue es hacia arriba. Si uno observa a cualquier país en el mundo, lo normal son los altibajos y, cada vez más, los descensos. No hay que olvidar que al inicio de 2018 AMLO sólo contaba con 30% de las preferencias, lo que sugiere que el 23% adicional es mucho más volátil de lo que él imagina. Muchos ciudadanos votaron por AMLO porque no vieron alternativa y porque esperan soluciones rápidas y efectivas; si éstas no se materializan, su apoyo comenzará a erosionarse. La forma de decidir del gobierno no le ayuda: si sigue por donde va, perderá adeptos con enorme rapidez.

Todo lo anterior es apenas el punto de partida. AMLO ha planteado una visión extraordinariamente ambiciosa para su gobierno. La visión no viene acompañada de un plan, sino de una serie de objetivos o agendas propias o del grupo -muchas de ellas obsesiones- que no contribuyen a su visión, misma que en muchos sentidos entraña la reconstrucción de un pasado idílico que, en todo caso, nunca existió y es imposible de recrearse. Esto implica que habrá muchos proyectos individuales, algunos emanados del ejecutivo, otros del legislativo, que no serán particularmente coherentes entre sí pero que responderán a objetivos y agendas de grupos particulares o de concepciones ideológicas, sin que medie una evaluación de sus consecuencias en términos del crecimiento de la economía o de su impacto en la distribución del ingreso, algo que es fácil de argumentar pero muy difícil de impactar en la práctica.

AMLO nunca fue legislador y parece ver al poder legislativo como un mero trámite; sin embargo, ahí enfrentará la propia dispersión de su coalición y, más importante, al ignorar a la oposición, fomentará la confrontación, casi seguramente erosionando su propia legitimidad. La paradoja es que será en el poder legislativo donde quizá se consolide o colapse su gobierno.

 

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13 Ene. 2019

 

Ahora sí

Luis Rubio

La suma de expectativas, demandas y necesidades de la población no le da mucha latitud al nuevo gobierno. A un mes de su inauguración, Andrés Manuel López Obrador ya está formalmente a cargo y es responsable del devenir cotidiano y de largo plazo del país. Ahora es su responsabilidad y de él dependen no sólo los satisfactores que la ciudadanía demanda, sino el cambio de perspectiva que prometió.

La paradoja de un triunfo tan contundente es que no da margen de responsabilidad. Cuando un gobierno surge de una pluralidad de votos, como ha sido el caso desde que comenzó el milenio, el gobernante sabe que hay un contingente ciudadano mayoritario que no voto por él; sin embargo, con un triunfo tan arrollador, la responsabilidad es integral y, de hecho, absoluta. El gobierno de AMLO es responsable de lo que siga y eso no lo hace más libre sino todo lo contrario: tiene que producir resultados duraderos. En contraste con gobiernos minoritarios, las expectativas son casi infinitas y, en un gobierno de seis años, los logros de corto plazo tienen que abonar al resultado final: no hay margen de error ni nadie más que responsabilizar de lo que vaya mal.

El problema para AMLO es que no controla todas las variables que afectarán su desempeño y aún las que sí se encuentran dentro de su ámbito de competencia, al menos en principio, están sujetas a factores fuera de su control. Por lo que toca a lo primero, la economía mexicana está inserta en el mundo y su principal fuente de ingresos proviene de las exportaciones, lo que entraña la enorme virtud de que los errores internos (de enorme trascendencia con una coalición tan compleja y diversa como la que lo llevó al triunfo) se minimizan pero, al mismo tiempo, constituyen un factor de incertidumbre sobre el cual la influencia del gobierno es nula.

La economía estadounidense lleva más de diez años en expansión luego de su última recesión y, en los últimos años, ha venido creciendo a tasas superiores a su promedio histórico, lo que ha generado una demanda creciente por nuestras exportaciones. El problema es que ninguna expansión es perenne y ésta tiene todos los visos de una recesión en algunos meses o a principios del próximo año. En adición a lo anterior, el banco central norteamericano, la Federal Reserve, ha comenzado a elevar las tasas de interés, menos por alguna amenaza inflacionaria que por el rápido crecimiento de la deuda de las empresas de ese país. Ambos factores -la potencial recesión y el ascenso de las tasas de interés- implican un dólar fortalecido, es decir un peso devaluado, y un menor crecimiento económico por menores exportaciones mexicanas.

Por su parte, en los próximos meses veremos un sensible crecimiento en las transferencias que realiza el gobierno hacia los llamados “ninis,” los jóvenes que ni estudian ni trabajan, así como a los adultos mayores. Esto debería entrañar una fuente de satisfacción para los beneficiarios y un mayor consumo, pero no mayor crecimiento económico. Independientemente de lo que ocurra afuera, al menos para las huestes de Morena, las expectativas internas mejorarán.

Donde no mejorarán las expectativas será en la plataforma de apoyo que llevó a AMLO al poder. En una economía creciente y pujante, el gobierno tiene muchos medios para repartir beneficios a los diversos grupos de su coalición, como ocurrió en los setenta con el boom petrolero y como experimentaron países como Brasil y Argentina con el acelerado crecimiento de la demanda por sus mercancías (granos, carne, acero) por parte de China en las décadas pasadas. Sin embargo, una vez que pasa esa situación excepcional, las cuentas pendientes se revierten y, de no haberse invertido los beneficios en crecimiento futuro, la recesión acaba siendo inevitable. Así ocurrió en los setenta en México y podría pasar de nuevo.

El punto es que tenemos frente a nosotros un año que debería ser benigno para la economía mexicana, pero con grandes nubarrones hacia adelante. La gran pregunta es cómo reaccionará el nuevo gobierno frente al panorama que se presente: buscará crear condiciones para un crecimiento más acelerado en el futuro o se dedicará a identificar culpables de una situación que es a todas luces predecible.

De la misma forma, cómo reaccionará la coalición detrás de AMLO: ¿estará dispuesta a adecuarse a un entorno complejo o demandará satisfactores inmediatos, beneficios y gasto público? Ante la inexistencia de opciones, ¿demandará acciones radicales por parte del gobierno? El escenario que es fácil de anticipar obliga a pensar en potenciales conflictos o, al menos, en una enorme complejidad en el manejo político.

La esencia de la política es el imperativo de tener que escoger; Galbraith lo dijo de una manera sinigual: “La política no es el arte de lo posible. Consiste en escoger entre lo desastroso y lo desagradable.” El problema para AMLO es que, como ilustra su comportamiento en el congreso, sus huestes no están en el plan de aceptar lo difícil de digerir: más bien, las caracteriza una absoluta intransigencia y una total indisposición a comprender la complejidad del ejercicio del poder. En este contexto, ¿AMLO actuará como presidente o como activista, sumando o alienando?

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06 Ene. 2019

 

Fin y comienzo

Luis Rubio

 Todos los años pasa lo mismo: concluye un año y comienza otro, como un ciclo normal de la vida. En esta ocasión comienza una nueva etapa del país con la promesa de un cambio radical respecto a lo que hemos vivido en las últimas décadas. Como todos los cambios, existe una sensación de expectativa y preocupación, ansiedad y delirio. Sin embargo, nada de eso nos priva de la celebración del año que concluye y la esperanza por el que comienza.

Cada trimestre Lapham’s Quarterly dedica su espacio a explorar la historia, significado y perspectivas de temas como las rivalidades, el tiempo, el miedo o el descubrimiento. Una variedad infinita, toda ella rica en contenido y oportunidades de aprendizaje. El primer número de este año versó sobre el estado de derecho, tema que me apasiona y al que he dedicado mucho tiempo a estudiar, además de buscar formas de avanzarlo en nuestro país. Aquí van algunas de las citas más interesantes que encontré en este volumen.

Mientras más corrupto el Estado, más numerosas sus leyes. Tácito, c.110

La ley es una bandera y el oro es el viento que la hace ondear. Proverbio ruso

Si no preservamos la justicia, la justicia no nos preservará a nosotros. Francis Bacon, 1615

Cuando violas las grandes leyes, lo que obtienes a cambio no es libertad; ni siquiera obtienes anarquía. Lo que obtienes son leyes pequeñas. G.K. Chesterton, 1905

El desarrollo de nuestro sistema legal ha avanzado a lo largo de caso mil años, como el desarrollo de una planta, cada generación adoptando el inevitable paso siguiente, la mente, como la materia, simplemente obedeciendo la ley del crecimiento espontáneo. Oliver Wendell Holmes

La ley se establece desde arriba, pero se hace costumbre abajo. Su Zhe, c 1100

Leyes pequeñas producen grandes crímenes. Ouida, 1880

Bajo el código draconiano prácticamente cualquier tipo de ofensa era susceptible a la pena de muerte, de tal suerte que hasta quienes eran convictos por ociosidad eran ejecutados…  Plutarco, c 46

Los beneficios del código napoleónico, el juicio público y la presencia de jurados, serán las principales características de su gobierno. Y, a decir verdad, espero más de sus resultados para la ampliación  y consolidación de tu gobierno, que en la más rotunda victoria. Napoleón Bonaparte ante el establecimiento del Reino de Westfalia en 1807.

David Frost: ¿Diría usted que hay ciertas situaciones en que el presidente puede decidir qué es en el mejor interés de la nación y hacer algo ilegal? Nixon: Bueno, cuando el presidente lo hace quiere decir que no es ilegal.

Hay una imagen encantadora en Platón que explica por qué una persona sensata tiene razón para mantenerse alejado de la política. Él ve a todos los demás corriendo a la calle y empapándose en la lluvia torrencial. No puede persuadirlos para que vayan adentro y se mantengan secos. Él sabe que si él también sale, acabaría igualmente empapado. Así que él solo se queda en el interior y, como no puede hacer nada por la estupidez de otras personas, se consuela pensando: «Bueno, estoy bien de todas maneras. Tomás Moro, Utopia.

Una ley y una justicia protege al hombre de propiedad, al hombre de riqueza, al explotador extranjero. Otra ley, otra justicia, silencia al pobre, al hambriento, nuestra gente. Ngugi wa Thiong’o, 1976

El anarquismo exhorta al hombre a pensar, a investigar, a analizar cada proposición … Anarquismo: la filosofía de un nuevo orden social basado en la libertad no restringida por la ley hecha por el hombre; la teoría de que todas las formas de gobierno se basan en la violencia y, por lo tanto, son erróneas y dañinas, así como innecesarias. Emma Goldman, 1906

Las leyes, como las casas, se apuntalan mutuamente, Edmund Burke, 1765

Quizá sea imposible revisar las leyes de cualquier país sin descubrir muchos defectos y muchas superfluidades. Las leyes a menudo continúan cuando sus razones de ser han cesado. Las leyes hechas para el primer estado de la sociedad continúan sin ser abolidas, cuando se cambia la forma general de vida. Partes del procedimiento judicial, que al principio solo fueron accidentales, se vuelven esenciales en el tiempo; y las formalidades se acumulan unas sobre otras, hasta que el arte del litigio requiera más estudio que el descubrimiento del bien. Dr. Samuel Johnson

La ley nacional  fue vital para civilizar a la sociedad; pero podría ser algo engorroso e injusto. Richard Cohen

Es la ley como la lluvia: Nunca puede ser pareja; El que la aguanta se queja, Pero el asunto es sencillo: La ley es como el cuchillo: No ofiende a quien lo maneja. José Hernández, El retorno de Martin Fierro

Hay algo de mal augurio entre nosotros. Me refiero al creciente desprecio por la ley que impregna el país; la creciente disposición a anteponer las pasiones salvajes y furiosas en lugar del juicio serio de los tribunales; y las turbas más que salvajes sobre los responsables de la justicia … No hay ningún agravio que sea apropiado para compensar los efectos de la ley de las turbas… Abraham Lincoln

Fin y comienzo: lo pasado, pasado está; ahora vienen las oportunidades, si las sabemos asir.

¡Felicidades!

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30 Dic. 2018

Opcional y perdedor

Luis Rubio

El taxi conduce por una de las principales arterias de la ciudad, hasta que, de pronto, se para en seco. A lo lejos se puede ver que el entronque con el ramal de uno de los circuitos “rápidos” de la urbe prácticamente no se mueve. El taxista voltea a la izquierda y observa que, del otro lado de la avenida, hay una entrada por la que se incorpora un automóvil tras otro a la calle. El taxista piensa rápido y decide darse la vuelta a la brava para cortar unos minutos en su trayecto. Los coches que vienen en sentido contrario le tocan el claxon y le recuerdan a su progenitora pero en un par de minutos se sale con la suya y les regresa el sentimiento con la mano. El taxista se comportó tal como lo hacemos muchos una y otra vez de manera cotidiana al estacionarnos en doble fila, tocar el claxon frente a un hospital, darnos vuelta en sentido contrario, pasarnos un alto, conducir a mayor velocidad de la permitida, etcétera. Lo hacemos y creemos que fuimos muy listos.

Detrás del taxista antes mencionado está otra persona que iba a su trabajo y observaba la misma escena pero opta por mantenerse en su carril hasta llegar al entronque, cumpliendo las reglas al pie de la letra. Mientras que el taxista se ufanaba de su travesura y se burlaba de los tontos que se quedaron en la cola, el señor de atrás llegó tarde a su trabajo. Le salió caro a quien cumplió con las reglas. Esta historia en nada se diferencia a la del ciudadano ejemplar que va y paga la tenencia de su automóvil en el tiempo establecido, mientras que su vecino pospone y pospone hasta el límite, sólo para encontrarse con que el gobierno local decreta un descuento especial para los retrasados. El que optó por apegarse a las reglas perdió.

En México el cumplimiento de la ley es opcional, igual para los gobernantes que para los ciudadanos. Los funcionarios deciden si aplican la ley o si la cambian sin el menor rubor; lo peor que le puede suceder a un ciudadano común y corriente por no cumplir una ley es que tenga que pagar una mordida para luego decir “me salió barato.” El que cumple la ley llega tarde, paga más y tiene una vida complicada. Cumplir con la ley es ser perdedor.

En nuestro sistema de gobierno la ley es un instrumento que se usa a conveniencia: cuando satisface los objetivos, usualmente políticos, del funcionario en turno, la ley ES LA LEY y se hace cumplir. Cuando no le gusta lo que dice la ley, el funcionario tiene dos posibilidades: una es ignorarla (lo más frecuente); la otra, sobre todo si es el presidente o se trata de un funcionario de alto nivel, procede a modificarla o promover una nueva ley, que se apegue al objetivo. Cuando López Obrador le respondió al Ing. Slim en el asunto del nuevo aeropuerto, su punto de partida hizo evidente que sería facultad suya aplicar la ley, cambiarla o concesionar el aeropuerto. No es necesario que haya un proceso de licitación o que el congreso revise la ley. Con la decisión de una persona basta.

Nada de esto es novedoso o especialmente revelador, pero ilustra el choque entre nuestra forma de ser y nuestras pretensiones. Hace no mucho observaba yo a una persona indignadísima, tocando el claxon y gritándole a una señora que se había estacionado en Paseo de la Reforma, creando un enorme embotellamiento. Más allá de los gritos, la persona molesta tenía razón: no se puede uno parar en esa avenida como si fuera estacionamiento particular. Lo interesante fue lo que ocurrió dos cuadras más adelante, cuando el gritón hizo exactamente lo mismo, en la misma avenida. Se paró en seco, puso las luces de emergencia y se bajó a comprar un periódico. Cuando alguien le tocó el claxon como él había hecho unos minutos antes, su lenguaje corporal fue desafiante y amenazó: “lo que quieras c….” Poco le faltó para sacar una pistola. Nos indigna que otro viole el reglamento pero nos parece enteramente natural violarlo cuando nos conviene o sirve a nuestros propósitos.

Saltarnos las trancas es parte de nuestro ADN y lo hacemos todos los días. El caso del tránsito es quizá el más evidente o, al menos, el más visible, pero es sólo una muestra de nuestro ser. En una ocasión asistí con varios legisladores mexicanos al Congreso estadounidense. El policía de la entrada tenía una lista de los visitantes y exigía una identificación a cada uno de nosotros para cotejarla contra ella. Un senador se acercó y, con tono de autoridad, le dijo “yo soy senador de la República,” como si al policía, responsable de quien entra y sale, le importara. En inglés, le respondió, de la manera más natural, pero inconfundible: “si quiere entrar tiene que mostrar su identificación.”

Los países más exitosos y desarrollados se apegan a las reglas y no piensan ni un instante en la alternativa: las reglas y las leyes no son opcionales: son obligatorias. Los funcionarios de esos países no dudan en que la ley es la que está en el código y tiene que hacerse cumplir sin chistar: no es algo opcional. Eso es lo que hace posible la equidad y el desarrollo. Algún día, los mexicanos tendremos que decidir si queremos ser un país desarrollado y lo que eso implica, comenzando por cumplir y hacer cumplir la ley. Mientras, sólo los tontos (hay mejores palabras) la cumplirán.

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23 Dic. 2018

Mis lecturas

Luis Rubio

 

Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído

Jorge Luis Borges

Jonathan Tepperman, el editor de Foreign Policy, argumenta en The Fix, que hay soluciones no convencionales a los problemas que enfrentan los países y que todo depende de la forma en que se utilizan, o aprovechan, las crisis que se van presentando. Entre los ejemplos que presenta está el de Botswana cuando se acabó su fuente principal de recurso, los diamantes; la forma en que Singapur acabó con la corrupción; y la extraordinaria reconciliación que logró Ruanda luego de las masacres étnicas.

Carlos Elizondo escribe en Los de adelante corren mucho que la desigualdad que caracteriza a nuestra región no es producto de la casualidad sino, más bien, resultado de la contradicciones que caracterizan a nuestros sistemas políticos porque permiten arreglos “por fuera” de los regímenes legales, inducen el intercambio de favores entre las élites y, en general, favorecen la conformación de oligarquías cuya lógica no es la del desarrollo sino de su propio beneficio. El libro desnuda la forma en que operan nuestras sociedades y permite darle dimensión al enorme reto que entraña lograr un desarrollo más equilibrado y generalizado.

El avance tecnológico parece imparable, ahora con la conexión de toda clase de aparatos, vehículos, ropa, juguetes y personas a la red. Pax Technica, un libro de Philip Howard, argumenta que nos estamos acercando a la “algoritmocracia,” el gobierno de los algoritmos, instrumentos que se han convertido en la herramienta política más poderosa que jamás se haya creado y que amenaza con subvertir toda forma de autoridad y organización política, comenzando por el Estado-nación. Se trata de una visión catastrofista que obliga a repensar -y revalorar- las libertades que, con todos los obstáculos y avatares, hemos gozado.

El voto sobre Brexit y Trump ha generado un amplio debate en el mundo sobre el valor y características de la democracia y su viabilidad. En La democracia y sus crisis, A. C. Grayling analiza las circunstancias que le han impedido a los sistemas democráticos lidiar con las fuerzas sociales que la propia democracia ha creado.

El mejor libro que leí este año fue, sin la menor duda, When the World Seemed New: George H.W. Bush and the end of the Cold War, de Jeffrey A. Engel. Se trata de un estudio crítico de la política exterior del primer presidente Bush, los años en que se colapsó la Unión Soviética, la primera guerra del golfo, el TLC, la unificación de las Alemanias y la invasión de Panamá, todo lo cual fue dando forma a lo que aquel presidente denominó un “nuevo orden internacional.” El libro pinta una serie de fotografías que evidencian los dilemas y cálculos que enfrentan los tomadores de decisiones en momentos clave de la historia, aunque no lo sepan en ese momento. El libro refleja las falibilidades humanas, las incertidumbres y la complejidad ante lo desconocido: ¿se puede confiar en Gorbachov o es una mera treta? ¿Cuál es la verdadera situación de la Unión Soviética?  Se trata de un verdadero tratado de política exterior –entre la prudencia y el arrojo- sobre cuando el mundo entero parecía un nuevo amanecer. Este volumen complementa al publicado por el propio Bush y su asesor de seguridad nacional, Brent Scowcroft, A World Transformed, dos décadas atrás: una perspectiva desapasionada de lo que es el gobernar. Ambos muestran a un estadista quizá menos reconocido precisamente por haber sido tan sólido, cauto y prudente, contraste dramático con quien hoy ocupa esa misma oficina.

El Plan Marshall, diseñado para contribuir a la recuperación de las devastadas naciones europeas (sobre todo las perdedoras) después de la Segunda Guerra Mundial, goza de un prestigio fuera de toda proporción. Es raro el gobierno que no reclama un programa similar para ayudar a naciones pobres  o a las que atravesaron una guerra civil; en México, no es infrecuente invocar a ese programa para resolver los problemas del sur y sureste del país. Benn Steil acaba de publicar un libro con ese título en el que explica el programa en su contexto histórico y en su dimensión de política exterior estadounidense. El libro explica que el programa no fue de carácter asistencial, sino un medio a través del cual se apoyaron los esfuerzos y capacidades locales para salir del bache. Quien lea este libro sabrá que no hay soluciones fáciles ni automáticas: el desarrollo no se logra con dádivas sino con una gran capacidad de gestión administrativa y gerencial. No es casualidad que Alemania y Japón acabaran siendo tanto más exitosos que Grecia.

Stephen Pinker, autor de Los Mejores Ángeles, libro en el que demostró que la humanidad ha experimentado una constante mejoría con la declinación de la violencia a lo largo de los siglos, ahora publicó, a contra corriente, Enlightment Now. Ahí plantea el extraordinario progreso que caracteriza a la raza humana, rechazando de manera frontal a los populistas que niegan avances y el progreso. Lo fascinante del libro reside en la forma en que enfoca la propensión a dar por hecho que lo avanzado permanecerá y, en ese contexto, su defensa del progreso es implacable porque presenta a los movimientos populistas como arrogantes y falaces.

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Luis Rubio

16 Dic. 2018

 

La oportunidad

Luis Rubio

México requiere un cambio de régimen, tal como lo demandó la ciudadanía y ofreció el presidente López Obrador. Pero no cualquier cambio sería adecuado.

Por segunda vez en unas cuantas décadas, los mexicanos nos encontramos ante la oportunidad de modificar el régimen y construir uno que responda a las necesidades de la ciudadanía, impida el abuso por parte de los gobernantes -presentes y futuros- y garantice la estabilidad. La primera oportunidad la tuvo Vicente Fox en sus manos, pero no tuvo la visión ni la capacidad para asirla. Ahora, las circunstancias han creado una nueva, quizá última, oportunidad para institucionalizar al país y verdaderamente transformarlo. La pregunta es si AMLO promoverá una transformación hacia la institucionalización o hacia el autoritarismo.

La pregunta clave es qué quiere decir eso de cambiar al régimen. No se trata de un juego de palabras: para unos, el régimen es la persona, en tanto que para otros se refiere a la naturaleza de los proyectos que habrá de impulsar el nuevo gobierno. En realidad, el régimen es algo muy distinto y mucho más fundamental: se trata de la forma en que se organiza una sociedad para gobernarse.

Una cosa es el sistema político, otra muy distinta la naturaleza del régimen. La mayoría de las naciones europeas se gobierna por medio de un parlamento que reduce al sistema a dos poderes (legislativo unido al ejecutivo y judicial), en tanto que el sistema presidencial se fundamenta en poderes separados con un presidente encabezando al ejecutivo. El régimen es distinto al sistema de gobierno: es la forma en que se relacionan los ciudadanos con el sistema político, así como los mecanismos que permiten interactuar a los diversos componentes del sistema.

Los países desarrollados cuentan con mecanismos formales e informales que constituyen contrapesos para que ningún componente del sistema abuse o se imponga sobre los otros. Desde luego, cada nación tiene sus características propias, producto de su historia y experiencia. De esta manera, una enmienda constitucional en Dinamarca, por citar un ejemplo paradigmático, puede tomar años porque requiere tres votos del parlamento y al menos una elección de por medio. En Inglaterra no existe una constitución escrita, pero existe un tribunal constitucional que dirime diferencias entre poderes y aboga por los derechos ciudadanos. Francia se caracteriza por un sistema híbrido, con una presidencia fuerte y un parlamento con su primer ministro. Cada país es distinto, pero el común denominador de todos los desarrollados es que cuentan con mecanismos institucionales e instituciones formales que obligan a los distintos componentes a negociar, interactuar y seguir procedimientos transparentes en la toma de decisiones.

Esos mecanismos son la esencia del régimen de cada país porque constituyen la forma en que quedan protegidos -o desprotegidos- los ciudadanos. Un ejemplo dice más que mil palabras: en un país desarrollado, ningún gobierno puede expropiar a una empresa sin causa justificada, además de que su decisión está sujeta a procesos judiciales. Esos mecanismos están diseñados para que ningún funcionario gubernamental pueda abusar de sus facultades en detrimento de un ciudadano, lo que le confiere certidumbre a la ciudadanía. Si el presidente Trump grita o se enoja, el americano promedio no sufre consecuencias en su vida cotidiana. En nuestro caso, si un presidente decide una expropiación y al día siguiente cambia la ley para justificarla, ex post facto, el ciudadano queda absolutamente indefenso. Algo similar ocurre cuando el gobierno gasta más de lo que tiene sin tener que dar explicaciones, provocando con ello una devaluación, misma que afecta todo en la sociedad de manera inmediata, al subir los precios y las rentas. Eso no puede ocurrir en un régimen institucionalizado con contrapesos efectivos, que es condición necesaria para el desarrollo.

El régimen emanado de la Revolución consistió en un sistema político centrado en el presidente, en torno al cual todo funcionaba. Ese sistema pervive y ahora no sólo en la práctica, sino incluso en los abrumadores números legislativos que acompañan al nuevo presidente. Con ese poder, el presidente López Obrador podrá transformar al país; la pregunta es si lo hará para polarizar a la ciudadanía o para construir el régimen del siglo XXI, uno que empate con las necesidades de la ciudadanía y de la economía, o si lo hará para consolidar su propio poder y el de su grupo político.

En 2000, Fox despilfarró la oportunidad de intercambiar la institucionalización del país por hacer tabla rasa del pasado: las condiciones eran perfectas para lograrlo porque los priistas estaban aterrados de que el nuevo presidente arrasara con ellos. Algo no muy distinto ocurre hoy: todo el país está a la expectativa, deseoso de construir un futuro distinto. Todo está alineado para construir un nuevo régimen, moderno y con miras a sumar a toda la población hacia un mejor futuro. Es la oportunidad para romper con los sindicatos que impiden el desarrollo de la población y los monopolios abusivos, con la falta de transparencia y con la corrupción. No habrá otra oportunidad. Ojalá AMLO no la desperdicie conduciendo al país hacia atrás.

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09 Dic. 2018

Me canso ganso

 Luis Rubio

El país perdió el rumbo cuando comenzó a privilegiar las decisiones económicas sobre los criterios políticos. Las cosas marchaban bien cuando decidían líderes emanados del pueblo que separaban -y, de hecho, subordinaban- al poder económico y los intereses de las élites al poder político. Por lo tanto, la solución a los problemas del país -desde la seguridad hasta el crecimiento de la economía- radica en un cambio de vectores: desde ahora, el gobierno establecerá las prioridades y la sociedad -incluyendo a todos los componentes del entramado socioeconómico- se adaptarán. El resultado será bueno porque yo no soy corrupto.

Se trata de un cambio de paradigma: los criterios que normaron el funcionamiento del país a lo largo de los últimos treinta años desaparecen, para dar lugar a un modelo de sociedad que probó ser exitoso en el pasado y que nunca debió ser abandonado porque, en contraste con lo que siguió, aquel producía crecimiento económico, movilidad social, empleo y estabilidad política. No es casualidad que la sociedad mexicana vivía en paz, orden y sin violencia. Nuestro mandato es restaurar ese equilibrio que privilegiaba al pueblo como prioridad.

El mensaje es transparente: México puede resolver sus problemas si atiende sus causas internas, algo que se abandonó con el cambio de estrategia económica y el inicio de las reformas a partir de 1982. Esa política económica provocó pobreza y desigualdad porque no generó suficiente crecimiento para darle empleo a los jóvenes que, por falta de oportunidades, acabaron en el crimen organizado. El gobierno se apresta a reorganizar la estructura política porque ahí yace la clave de la solución de los problemas económicos y, por lo tanto, los de seguridad.

En el corazón de los males del país reside la corrupción que caracterizó a todos los gobiernos anteriores, quienes no pueden ser perseguidos porque no alcanzarían las cárceles; sin embargo, en la medida en que todos se alineen, como ocurría en los sesenta, desaparecerá la mafia del poder que produjo toda esa corrupción y la economía se transformará para atender las necesidades de la gente.

En materia de seguridad, la estrategia ha sido errónea porque no se entendió que los policías, militares, narcos y delincuentes -todos- provienen del pueblo y en el pueblo sólo hay gente buena. Por lo tanto, hay que atender los síntomas y las consecuencias en lugar de combatir las causas. La violencia como estrategia no es solución sino, más bien, la causa de los problemas que hoy vivimos. El Chapo, como es del pueblo, es bueno y merece amnistía.

El mundo que el país abandonó en los sesenta funcionaba porque la jerarquía de las cosas era proclive al desarrollo. La rectoría del Estado permitía definir objetivos, prioridades y reglas, asegurando resultados benignos para la sociedad. El gasto en infraestructura marcaba la pauta para la inversión privada. El gobierno controlaba al sector privado vía requisitos de permisos y los sindicatos eran mediatizados por medio de líderes “charros.” Los gobernadores eran brazos implementadores de las prioridades presidenciales. La recreación de esa estructura requiere de mirar hacia adentro, mantener un control efectivo de los gobernadores, un nuevo sindicalismo conducido desde el Estado y la subordinación del poder económico al poder político. Los siguientes meses iremos viendo la implementación de esta nueva estructura política y sus resultados en términos de crecimiento económico y paz social se harán evidentes.

Todo mundo cabe en el nuevo proyecto, siempre y cuando acepte las nuevas reglas -y esté dispuesto a ceder las libertades de que ha gozado en estas décadas y la certeza jurídica- y esto va igual para la ciudadanía, sindicatos, empresarios, gobernadores, inversionistas del exterior, gobiernos de otros países y los mercados financieros. En la medida en que todos estos actores clave de la sociedad mexicana entiendan y se sumen al proyecto y respeten las reglas del juego que decida imponer el nuevo presidente, el progreso será imparable. Todo es cuestión de tener voluntad para resolver los problemas y sumar al pueblo, porque México es un país pobre que ha sido víctima de abusos por parte de nacionales y extranjeros.

Los gobiernos anteriores erraron el camino porque no entendieron que la solución estaba a la vista, en nuestro propio pasado. No era necesario mirar hacia el exterior, adaptar el sistema educativo a las exigencias de la globalización y buscar la movilidad social en la quimera de las exportaciones, sino reactivar el mercado interno, proteger al productor nacional y proveer para los jóvenes que no estudian ni trabajan. En lugar de eso, se dedicaron a la frivolidad: aceptaron que se le impusieran reglas desde el exterior, subordinaron los intereses nacionales a los criterios de los mercados y los empresarios, construyeron proyectos faraónicos de infraestructura, desnacionalizaron nuestros recursos petroleros y diezmaron la industria que yace en el corazón del desarrollo del país, de antes y del futuro.

El proyecto es claro y la visión no deja dudas de lo que el nuevo gobierno pretende lograr. Su desafío radica en asegurar que la realidad se adapte al proyecto, porque si no, peor para la realidad.

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Me canso ganso

 

Luis Rubio

02 Dic. 2018

 

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Paradojas

Luis Rubio

Los cambios de gobierno son siempre paradójicos: concluye una administración que sabe que no alcanzó lo que se propuso e inicia otra que siente que el mundo y las estrellas están al alcance de su mano. Sea cual fuere el país o momento de la historia, las transiciones políticas son siempre un estudio de contrastes entre el optimismo y el pesimismo, las expectativas descarriadas y el realismo respecto a lo vivido. El inicio de un gobierno es siempre promisorio, pero el final es más cercano de lo que imagina.

 

El fenómeno no es nuevo y refleja la naturaleza de la humanidad. En su Carta al Padre, Franz Kafka escribe un párrafo sugerente: “…el mundo estaba dividido para mí en tres partes. En la primera habitaba yo, el esclavo, bajo unas leyes creadas exclusivamente para mí y a las que, por añadidura, sin saber por qué, nunca alcanzaba a obedecer del todo; luego, en un segundo mundo, alejado infinitamente del mío, vivías tú, ocupado en gobernar, en dar órdenes y enfureciéndote cuando no se cumplían; y por último existía un tercer mundo donde habitada el resto de la gente, dichosos y libres de órdenes y de obediencia”. Kafka se refería a su padre, pero igual pudo haber estado hablando de la vida en sociedad o de un cambio de gobierno: los de adentro, los de afuera y los que pagan las consecuencias.

 

Concluye la administración más arrogante y a la vez incompetente de la historia moderna del país: una combinación letal que hizo imposible que sus atinadas reformas se asentaran y convirtieran en el fundamento de un mejor futuro. Su arrogancia le impidió al gobierno saliente comprender que la política en la era de la ubicuidad de la información radica en explicar y convencer, no en imponer, pretendiendo que el futuro la reivindicará. Su actuar no sólo lo derrotó, sino que hizo posible el peor escenario de sucesión que pudo haber imaginado.

 

A la vez que termina un gobierno, inicia otro que es paradójico en que ha generado el nivel más alto de expectativas que jamás hayamos conocido, pero que parte del principio de que México es un país pobre, incapaz de levantarse y transformarse. Mientras que Peña Nieto imaginaba un futuro grandioso sin tener la menor idea -o disposición- para construirlo, López Obrador atiza expectativas incumplibles pero no imagina que el México del futuro pueda ser exitoso. Tiene claridad meridiana respecto a la urgencia de sumar a toda la población en el proyecto de desarrollo, no sólo a una parte que ha sido beneficiaria por mucho tiempo, pero su visión es retrospectiva y modesta.

 

Peña Nieto cree haber dejado al país en su momento más álgido, el cénit del desarrollo; López Obrador se aferra a la pobreza y se aboca a los síntomas de un país que ha dejado atrás a innumerables mexicanos. El aeropuerto de la ciudad de México ilustra el contraste: Peña el expansivo que sueña con un futuro grandioso sin haber convencido a la ciudadanía, frente a López Obrador que no puede visualizar más que proyectos limitados y pequeños para un país pobre y sin posibilidades.

 

López Obrador tiene una visión muy clara de lo que quiere lograr, pero no un proyecto construido para tal efecto. Las estrategias que ha esbozado desde su campaña, pero especialmente en estos largos meses de interregno, muestran una propensión a atenuar síntomas -de pobreza, desempleo, ancianos desvalidos- más que a resolver problemas atacando sus causas. Hay ahí una confusión de causas con síntomas y una inclinación natural a construir clientelas y lealtades. Hay obsesiones más que estrategias. Su problema es que eso servirá para mitigar las carencias y resentimientos pero no permitirá satisfacer las enormes expectativas que ha generado.

 

Peña Nieto deja un país polarizado, cuya ciudadanía desprecia a la política y a los políticos por su corrupción e incompetencia. Pero el México que deja cuenta con una plataforma económica infinitamente más sólida que casi la totalidad de nuestros vecinos al sur del continente y de muchas otras latitudes y con un enorme potencial hacia adelante. Junto con las carencias, errores, corrupciones y arrogancia de los que se van, el nuevo equipo parece incapaz de reconocer que existen cosas buenas sobre las que puede y debe construir. Más propenso a los juicios lapidarios que a diagnósticos sustentados en sólidas evaluaciones, el gobierno entrante pronto encontrará los límites a su falta de consistencia, como ilustra el aeropuerto frente al tren maya.

 

Hace años escuché una anécdota de un exfuncionario colombiano que me viene a la mente porque es aplicable a este momento de transición y a cada uno de los que fueron y serán responsables de la conducción de los asuntos nacionales. El colombiano, recientemente encumbrado subsecretario, se sentía como volando sobre las nubes. Pocos días después de nombrado, en una noche fría, lluviosa y tormentosa, se subió a su automóvil, uno de los privilegios del puesto, y le dio instrucciones al chofer. Al llegar al primer semáforo vio a un señor muy bien vestido, empapado y temblando de frío, esperando a un taxi. Al verlo con cuidado se percató que era su predecesor como subsecretario. Mi amigo nunca olvidó la lección: el poder es temporal y se usa para avanzar o se desperdicia y uno acaba en el oprobio. Paradojas.

 

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25 Nov. 2018