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Gobierno acosado

Luis Rubio

Como tantas otras cosas en la vida, el crimen organizado funciona y se adapta al entorno en que opera: cuando enfrenta resistencia se retrae, cuando el terreno es propicio avanza. Donde hay reglas y éstas se hacen cumplir, se apega. En el México de hoy no hay reglas y el terreno es más que propicio: es atrayente. Sólo así se puede explicar la temeridad del atentado realizado hace unas semanas. ¿Dónde deja eso al gobierno?

 

La definición más elemental de un narco Estado es cuando las instituciones fundamentales de un gobierno han sido penetradas por el crimen organizado. Un término similar, pero no equivalente, es el de “Estado fallido,” que implica la incapacidad de satisfacer las funciones básicas de un gobierno, como seguridad y provisión de servicios. Ninguno de los dos es aplicable, a rajatabla, a México, pero hay claros visos de ambos en distintas partes del territorio nacional.

 

Hay vastas regiones del país que son territorio narco, donde el gobierno no tiene presencia o capacidad de acción. En Tamaulipas, por ejemplo, el ejército provee un servicio de custodia a vehículos que tienen que ir de una ciudad a otra: convoyes que son formalmente organizados para que no sean interceptados por los amos del territorio. En lugar de resolver el problema, se crea una realidad alternativa. Situaciones similares se dan en Michoacán y partes del noroeste, de Jalisco hasta la frontera. Hay regiones enteras del Edomex, Guerrero y Guanajuato que son territorio del crimen organizado. Sin resistencia, la realidad se institucionaliza.

 

A lo anterior habría que agregar la impunidad con que actúan las mafias en el país. El atentado contra el secretario de seguridad de la CDMX es ilustrativo: no fue solo el tamaño del operativo, sino la temeridad de llevarlo a cabo en la principal avenida de la ciudad. Eso no puede ocurrir sin contubernio de algunas autoridades.

 

Más allá de las circunstancias del caso específico, el hecho denota una obviedad: que es posible llevar a cabo un operativo de esta naturaleza. Da igual si se trató de una venganza, de si el gobierno ha tomado partido o de si los intereses de esa mafia han sido afectados. El hecho es lo que cuenta.

 

La acusación más grande es que el gobierno federal se ha aliado con un cartel, lo que implicaría, en la lógica criminal, que se ha convertido en blanco legítimo. Existen videos que muestran al presidente conversando con la madre del líder del cartel de Sinaloa, lo cual no constituye evidencia de la existencia de un pacto, pero en política la forma es fondo. Si bien no es la primera vez que se acusa al gobierno federal de negociar con ese cartel, lo novedoso es que sea el propio presidente, en su territorio y en público, quien converse con una persona tan cercana al liderazgo. Hay muchas formas de combatir al crimen organizado, pero lo que el atentado demuestra es que la adoptada, con o sin acuerdo con narcos, no está rindiendo frutos.

 

Negociar no implica, en términos técnicos, que el mexicano se haya convertido en un “narco Estado,” pero, de ser verídicas las presuntas negociaciones, no le faltaría mucho. Y ese es el problema. El gobierno ha actuado sin contemplar las implicaciones y consecuencias de sus acciones. Tampoco ha mejorado la seguridad de la población, que es su principal responsabilidad.

 

Lo que es claro es que no existe una estrategia para combatir a las mafias o que la que tiene, abrazos no balazos, es inadecuada. La pregunta es si la debilidad del gobierno en esta materia ha hecho posible que las organizaciones criminales avancen sus posiciones, haciendo cada vez más difícil remontar el statu quo. El atentado implica que el balance de poder se mueve a favor de las mafias, cuyo objetivo no parece ser gobernar sino operar su negocio sin interferencia gubernamental. Cada paso que el gobierno retrae, algún cartel lo capitaliza pero, para afianzarlo, tiene que matar a sus contrincantes, lo que preserva el mundo de violencia que vivimos.

 

Lo importante no es la etiqueta -Estado fallido o narco Estado- sino que el gobierno sigue sin reconocer y aceptar que la seguridad de la ciudadanía es su responsabilidad más fundamental. Sus baterías están enfocadas hacia lo único que le importa, lo electoral, mientras su personal, para no hablar del mexicano común y corriente, vive el miedo de un atentado inesperado.

 

Cuando el atentado es contra una figura de la relevancia del secretario de seguridad de la capital del país, la afrenta es evidente y el simbolismo imposible de ocultar. Su no respuesta es una respuesta obvia para los involucrados.

 

En ausencia de la pandemia y la recesión, es posible que la política de seguridad de este gobierno hubiera acabado igual de mal que la de sus antecesores. Pero la pandemia cambia todo: vienen tiempos sumamente delicados para la seguridad de la población que no se refieren a los narcos o al crimen organizado como tal, sino a la urgencia de los padres de familia por resolver su problemática inmediata. En tanto que el narco estará (está) ahí para captar apoyos, el gobierno no protege a la ciudadanía. En lugar de crear fuerzas policiacas efectivas del municipio hacia arriba, promueve lo más cercano a un “sálvese quien pueda.” No es una forma seria de gobernar.

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en REFORMA

19 Jul. 2020

Escollos

 Luis Rubio

Los asesores financieros suelen diferenciar entre inversiones en valores de poco riesgo pero con bajos rendimientos, de aquellas con mayor riesgo pero con alto retorno potencial. El viaje del presidente a Washington siguió una lógica distinta: alto riesgo con bajos rendimientos. Dado lo que estaba de por medio, no fue una mala estrategia, pero sólo se podrá cantar victoria si sus reverberaciones no resultan contraproducentes.

Los discursos de los dos presidentes no podían haber sido más contrastantes, porque cada uno tenía un objetivo distinto. Para Trump, el objetivo era concluir la disputa que él mismo generó con México para apaciguar a los electores hispanos. Su discurso fue plano, predecible y contradictorio con todo lo que había dicho desde su campaña en 2016, particularmente en lo relativo a la frontera, la migración, el TLC y, en general, los mexicanos. Un discurso parco, diseñado para ensalzar a su invitado y, a la vez, dedicado a sus potenciales votantes.

El objetivo del presidente López Obrador, del cual se especuló tanto, resultó transparente: ser reconocido por el presidente de Estados Unidos. Más que una agenda de país, la suya era personal y electoral (y, quizá, recompensada con la detención de Duarte). Su discurso no fue el de un presidente involucrado en profundas negociaciones, sino el de quien llegó al zenit de la montaña y quería convertirlo en un hito histórico para su base electoral. Gritar “Viva México” desde la Casa Blanca podría parecer un tanto fuera de lugar, pero era el reclamo de quien fue legitimado por una autoridad superior. Y ese es el problema del discurso: a pesar de repetidamente demandar que se le tratara con respeto y como igual, el discurso deja la sensación de que no se siente así.

La cena ofrecida por el presidente Trump ofrecía la oportunidad de que los empresarios estadounidenses, fuertemente representados por grandes inversionistas en México, sobre todo en el sector automotriz, financiero y energético, hicieran preguntas y planteamientos claros sobre sus preocupaciones respecto a las decisiones que, desde la cancelación del aeropuerto, han caracterizado al gobierno. Una cena presidida por un empresario como Trump, que claramente entiende la importancia de la certidumbre y la confianza en las decisiones de inversión, fue un contexto perfecto para que los empresarios norteamericanos se expresaran con “franqueza,” como se dice en la jerga diplomática.

La lista de invitados por el lado mexicano no deja duda sobre la forma en que AMLO concibe a la actividad empresarial; todos sus invitados representan actividades dependientes del gobierno: contratistas, concesionarios y vendedores de servicios al propio gobierno. El contraste con los estadounidenses es palpable, lo que no ayudará a atenuar las preocupaciones que el gobierno de AMLO atiza cada que cancela un proyecto de inversión, convoca a una consulta patito o elimina a un ente regulador autónomo.

El gobierno se congratula de haber librado la visita sin incidentes mayores, lo cual es de festejarse, pero su mira no era muy alta. Hay tres factores de riesgo que no se atendieron, dos de ellos conscientemente: los demócratas y las comunidades mexicanas. La fecha de la reunión no fue producto de la casualidad: de haber tenido lugar una semana antes, con el Congreso en funciones, el presidente habría tenido que visitar, al menos, a la señora Nancy Pelosi, líder del Congreso y persona clave en la aprobación del nuevo tratado, para no crear un incidente diplomático. Pretender que no habrá respuesta de su partido o del equipo del candidato Joseph Biden es ingenuo. Para ellos, la visita constituye un voto de AMLO por Trump, por lo que el desenlace está por verse. Sería sensato dejar la celebración para más adelante.

Por lo que toca a las comunidades de mexicanos, es inexplicable que no se diera al menos un encuentro informal con los líderes de organizaciones tan militantes y a las cuales el hoy presidente cultivó por mucho tiempo. Una reunión habría tenido un costo mínimo; no haberla organizado seguramente tendrá un costo monumental. Es de preguntarse quién decidió algo tan absurdo y, a la vez tan elemental.

El tercer factor de riesgo es el relativo a las protestas que se dieron cuando el presidente hizo guardia ante los monumentos de Juárez y Lincoln. Yo no estuve ahí, pero los gritos no me sonaron a español de México, sino más bien sudamericano, quizá cubano o venezolano. Es sabido que hay visos de oposición a AMLO en el estado de Florida, por lo que no es imposible que el presidente haya abierto una cloaca muy peligrosa sin siquiera haberse dado cuenta.

Quedan dos incógnitas no menores: la primera es qué pasará cuando un periodista agarre a Trump desprevenido y éste vuelva a su tradicional retórica antimexicana o cuando, en los próximos días, actúe respecto al asunto DACA.

Por otro lado, nada en esta visita altera el escollo del lado mexicano: las palabras se las lleva el viento y lo que cuenta son los resultados. Para ser exitoso, el nuevo tratado, razón del encuentro, depende íntegramente de la certeza que genere el gobierno del presidente López Obrador entre los inversionistas, algo por demás dudoso. La visita se salvó; ahora falta que se salve la economía.

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 REFORMA

12 Jul. 2020

 

Panaceas

Luis Rubio

Objetivos divergentes que pretenden resolver un problema común. Quizá así se podría comenzar a apreciar la complejidad inherente al nuevo tratado de libre comercio de Norteamérica. Cada uno de los gobiernos involucrados tenía sus prioridades y el resultado es el nuevo T-MEC que se inauguró esta semana: como todo instrumento, éste tiene sus virtudes y sus defectos, pero no es una panacea.

Según la vieja mitología griega, la panacea, nombrada así por la diosa de los remedios universales, es una cura a todos los males. El nuevo tratado comercial ciertamente no es una panacea en el sentido griego, pero es, sin la menor duda, el mejor acuerdo que era posible dada la coyuntura política. Y ese es el criterio relevante: las negociaciones entre países son un reflejo tanto de los propósitos de las partes involucradas como de la correlación de fuerzas del momento.

Para el gobierno del presidente Trump, el objetivo primario era desincentivar la emigración de plantas industriales de Estados Unidos hacia México y el nuevo tratado refleja esa prioridad. No hay contraste más grande entre el llamado NAFTA y su sucesor, el T-MEC, que éste. En este cambio desapareció la prioridad número uno por la cual México propuso la negociación original, al inicio de los noventa.

El contexto de aquel acuerdo es clave: el gobierno mexicano propuso la negociación de un acuerdo comercial y de inversión como medio para conferirle certidumbre a los inversionistas luego de la conflictiva década de los ochenta: en una palabra, el objetivo era utilizar al gobierno norteamericano como palanca para recobrar la confianza perdida en la expropiación de los bancos. Se buscaba un medio para asegurarle a los inversionistas que el gobierno mexicano no actuaría de manera caprichuda o arbitraria en la conducción de los asuntos económicos y que las disputas que pudieran surgir entre el gobierno y las empresas serían resueltas en tribunales no dependientes del gobierno mexicano.

El gobierno norteamericano de aquel entonces veía en el NAFTA la oportunidad de apoyar a que México lograra un progreso acelerado, objetivo central de la definición de su interés nacional. Detrás de ello residía la premisa y expectativa de que México llevaría a cabo reformas profundas para convertir al tratado en una palanca transformadora que permitiera lograr el ansiado desarrollo, cosa que evidentemente no ocurrió.

Aunque la renegociación comenzó en el sexenio anterior, el presidente López Obrador le imprimió su carácter distintivo, plasmando en el nuevo tratado sus propios objetivos, que son muy distintos a los que animaron al TLC original, especialmente en materia laboral y social. Muchas de las provisiones más polémicas y potencialmente onerosas del T-MEC surgen de esta visión, en la que, por razones muy distintas, convergen los dos gobiernos. Mientras que para Trump el objetivo manifiesto es la protección del trabajador estadounidense, para el mexicano la prioridad es disminuir la desigualdad y reducir la pobreza. A través del tratado, el gobierno mexicano se propone promover la modernización de la planta productiva con una racionalidad de inclusión social y protección de derechos laborales. No son objetivos muy distintos, pero tampoco es obvio como cuajen en la práctica. Cuando se mezclan propósitos ambiciosos con instrumentos limitados, el resultado no siempre es el esperado.

Lo extraño es el uso (que sin duda será sesgado y politizado) de instancias norteamericanas para forzar un cambio en la manera de operar de las empresas mexicanas, sobre todo, en la organización de los sindicatos y la elección de sus liderazgos. El gobierno mexicano se propone un salto mortal triple: democratizar las relaciones laborales, cooptar a los nuevos liderazgos y crear nuevas clientelas electorales, todo ello a través de un tratado internacional donde el gobierno del país del que todo esto depende tiene objetivos políticos y de protección de su planta laboral que claramente no tienen nada que ver con la lógica política del gobierno de López Obrador.

A lo largo del último cuarto de siglo, el TLC se convirtió en el principal motor de la economía mexicana a través de las exportaciones. Cuando éstas se colapsaron por la crisis financiera de EUA en 2009, la economía mexicana se vino abajo de manera dramática, evidenciando tanto la enorme importancia del sector exportador, como la falta de una estrategia para acelerar la transformación del mercado interno, que lo convirtiera en otro gran motor del desarrollo. Sin embargo, nada se hizo para responder ante aquella obviedad y eso es lo que el nuevo tratado, al menos en espíritu, se propone lograr.

Lo que no ha cambiado del lado mexicano es la necesidad de proveer certidumbre al inversionista, cosa que el nuevo tratado ya no garantiza, excepto para algunos servicios. La certidumbre ahora tendrá que ser provista por el propio gobierno mexicano, quien no se ha distinguido por su disposición a afianzarla. Sin inversión privada el nuevo tratado -y cualquier otra estrategia- resultará irrelevante. El verdadero reto no es el señor Trump o las potenciales (probables) demandas norteamericanas, sino la falta de brújula interna respecto a lo que hace posible atraer la inversión.

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Luis Rubio

(05 Jul. 2020) 

Momentos álgidos

NEXOS 1 julio 2020
Luis Rubio

La pandemia no va a cambiar el deterioro que ya avanzaba, pero va a acelerar sus consecuencias. Por ello, las circunstancias han creado una disyuntiva que antes no parecía probable: avanzar decididamente hacia la democracia o retornar abruptamente al autoritarismo. Esta situación fue creada por la brutal recesión provocada por la pandemia y agravada por la forma en que el gobierno ha conducido los asuntos públicos. Justo en el momento en que el país demandaba un gran liderazgo, la oportunidad creada por esta crisis, la población se encontró con un presidente incapaz de alterar sus prejuicios y preconcepciones y, por lo tanto, sin timón.

Harold MacMillan, a la sazón primer ministro británico, afirmó en alguna ocasión que lo que más le preocupaba era “lo inesperado” porque eso marcaría su futuro. Esa preocupación sin duda la comparten los responsables de los gobiernos en todo el mundo porque son esos momentos transformadores que lo cambian todo: en algunos casos emergen grandes líderes, en otros se colapsan gobiernos y hasta imperios enteros. Baste ver el contraste en la forma de conducirse de la canciller alemana o el presidente coreano frente al presidente estadunidense o el brasileño para apreciar cómo se decantan los personajes y, también, cómo hace diferencia la fortaleza de las instituciones. La capacidad de acción del gobierno chino puede ser impactante, una vez que lo hace, pero más dramática fue su forma de (no) reaccionar a tiempo y de manera decisiva cuando (posiblemente) todavía era tiempo de contender la pandemia. La democracia tiene costos, pero sus virtudes son únicas.

La recesión en que ha caído México es ominosa por al menos dos razones: primero, porque el gobierno sigue una ruta fija que no admite alteración alguna. Las circunstancias o los cambios en el contexto resultan irrelevantes para el proyecto que anima al presidente, que es único, inflexible, definitivo y saturado de prejuicios, resentimientos y cálculos electorales. Segundo, porque el país ya se encontraba en recesión antes de que comenzara la pandemia y los factores que la produjeron no han cambiado. Por un lado, la inversión ha estado detenida desde la campaña de Trump en 2016 y la animosidad del presidente López Obrador ante el sector privado en la forma de sus decisiones como la del aeropuerto y la cervecera no constituyen invitaciones a que ésta se recupere. Por otro lado, en un mundo en el que virtualmente todas las naciones compiten por la misma inversión, el gobierno mexicano desmanteló las estructuras que existían para promoverla y la credibilidad de los organismos regulatorios que la hacen funcionar. La oportunidad china es al menos incierta.

La pregunta clave es cómo salir de la recesión. Lo único certero en este momento es que la economía seguirá cayendo y que, por el enorme desempleo que se ha generado, no habrá suficiente demanda para reactivarla incluso a su nivel previo. Los números más optimistas que he visto sugieren que la caída será de aproximadamente -7 % en 2020 y la recuperación sería de 2 % en 2021, es decir, un neto de -5 % en estos dos años. En ausencia de condiciones que hagan atractiva la inversión, la recuperación será lenta e insuficiente. Los personeros del gobierno afirman que no es necesario promover la inversión porque lo que en realidad está ocurriendo es un cambio de régimen y éste implica la subordinación de las decisiones privadas a las gubernamentales. Esta perspectiva, concebible en el siglo pasado, no hará sino posibilitar una depresión y ningún mexicano vivo sabe lo que eso implica en términos de escasez, desempleo y sufrimiento.

La tesitura acaba siendo muy simple: el gobierno impone sus preferencias y obliga a toda la población a seguir sus pautas, estilo chino, o la sociedad comienza a tomar control de su devenir. Lo primero podrá ser intentado, pero la capacidad de imponer es más bien limitada porque vivimos en la era de la ubicuidad de la información y la multiplicidad de opciones, lo que obliga a los gobiernos a explicar y convencer, es decir, a liderar, para lograr sus propósitos, anatema para el presidente López Obrador. Lo segundo, la liberación de la sociedad, es una posibilidad nada más: la era priista, por su diseño casi totalitario en el sentido de conquistar las mentes, constituyó un verdadero fardo al desarrollo de iniciativas y organización de la sociedad. Veinte años después de la primera derrota del PRI y medio siglo de una gradual liberación de ese régimen, es concebible, mas no certero, que surja ese gran clamor organizado que muchos han deseado, promovido o esperado, pero que nadie ha visto más que de manera marginal.

El momento es por demás propicio por la contraposición de posturas y demandas: desde los gobernadores hasta los desempleados, los empresarios y los presidentes municipales, las pymes y los sindicatos. El margen de maniobra para el gobierno es más bien limitado y más por navegar a ciegas como lo ha hecho con la pandemia. Nadie sabe cuál será el devenir, pero la oportunidad es única.

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Luis Rubio
Presidente del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales, Comexi. Su libro más reciente es El problema del poder: México requiere un nuevo sistema de gobierno.

Costosos juguetes

Luis Rubio

El petróleo pudo haber sido una bendición -o la maldición que recetó López Velarde- pero PEMEX es el gran lastre que está hundiendo a las finanzas públicas y, con ellas, al país. La distinción es clave porque yace en el corazón de la disputa energética que vive hoy el país: no es lo mismo la empresa estatal que monopoliza (cada vez más) la explotación del petróleo, que el recurso mismo. Lo crucial es el recurso y su explotación eficiente y limpia para transformarlo en riqueza. La empresa se ha convertido en el gran obstáculo al desarrollo del país y es un fardo para las finanzas públicas que amenaza la estabilidad económica.

La paradoja es que el mayor perjudicado de la situación de PEMEX es el gobierno del presidente López Obrador, quien anticipaba convertir a la paraestatal en la principal fuente de crecimiento económico, como en los setenta. En lugar de fuente de efectivo, PEMEX está consumiendo todo el dinero del presupuesto federal, afectando a los servicios de salud, la operación normal del gobierno y hasta las universidades. Es imperativo preguntar si el presidente sabe que se encuentra frente a un barril sin fondo y ante el riesgo de perder la calificación crediticia que es clave para la estabilidad de las finanzas públicas.

La foto es clara: PEMEX es la petrolera más endeudada del mundo; su producción ha venido declinando en las últimas décadas; y su operación es altamente ineficiente. La deuda es elevadísima y se mal usó en subsidios a la gasolina, transferencias al gobierno y malas inversiones, como Chicontepec. Eso sin contar su endémica corrupción.

Por lo que toca a la producción, según me dicen expertos en el sector, el gran pecado, o mala suerte, de PEMEX, fue haberse topado con el yacimiento de Cantarell, pues el manto era tan productivo que nadie se preocupó por desarrollar otras posibilidades o entrenar a personal para una explotación menos abundante. Mientras duró ese yacimiento y los precios eran elevados, a nadie le importó la ineficiencia de la empresa o su situación financiera: cuando el costo de producir un barril era, por decir, veinte dólares y éste se vendía en cien, una ganancia nominal de ochenta dólares por barril, el que se desperdiciaran dos o tres dólares en malas prácticas o corrupción parecía irrelevante.

En el momento actual, el gobierno no tiene mayor espacio fiscal para pagar sus funciones básicas y financiar sus proyectos favoritos por lo elevado de su deuda y las altas tasas de interés. No es el caso del 2009 en que la deuda federal era de menos del 30% del PIB y las reservas de hidrocarburos sustancialmente superiores a las actuales. Tampoco es el caso de los setenta en que crecían las reservas como la espuma, impulsando al resto de la economía con la inusitada demanda de acero, tubos, cemento, carreteras, etcétera.

Entre los detractores de la reforma energética emprendida por el sexenio pasado hay una clara propensión a verla como una obsesión ideológica. Visto en retrospectiva, lo que en realidad intentó aquella administración fue algo muy distinto, porque es claro que reconocía la grave situación de PEMEX. Su objetivo fue desarrollar la industria más allá de PEMEX para generar mayor flujo de efectivo hacia la economía en general. Es decir, su objetivo era idéntico al del presidente López Obrador, excepto que no querían seguir dependiendo de una empresa ineficiente, sin la tecnología más avanzada y, sobre todo, corriendo riesgos excesivos en el desarrollo de nuevos campos. El hecho de que PEMEX sea socia de prácticamente todos los proyectos privados que surgieron de la reforma indica que la entidad no estaba siendo marginada sino protegida.

El punto crucial es que lo que le importa a México es que se utilicen esos recursos de la manera más eficiente y multiplicadora posible, pero lo que de hecho hay es no más que una enorme fuente de riqueza potencial. Lo importante no es quién lo explota sino que se explote para que se logre el beneficio. Sin embargo, en sentido contrario a sus objetivos y a lo establecido en la Constitución, el gobierno está sacrificando programas y funciones fundamentales para mantener a flote a la paraestatal. Lo que PEMEX requiere es sanear su operación, no que se subsidie su ineficiencia.

En un mundo ideal, el verdadero rescate de PEMEX involucraría: reconfigurar las refinerías, ajustar el costo laboral y renegociar los pasivos financieros y laborales de la empresa para que se apeguen a los flujos reales de la entidad. Es decir, en lugar de seguirle metiendo miles de millones de dólares escasos, tendría que ajustar las finanzas de la empresa a su realidad productiva y, una vez hecho eso, renegociar su deuda con los bancos y tenedores de bonos. Y, sin duda, parte de la renegociación inexorablemente requeriría replantear los impuestos, explícitos e implícitos, que el gobierno federal le cobra a la empresa.

El punto es que PEMEX debe convertirse en una empresa dedicada a explotar los recursos petroleros y no a ser una fuente, antes, de subsidios y, ahora, de pasivos. El verdadero rescate consiste en sanearla. La recesión obliga a revisar estas cuentas y, a la vez, lo hace posible. Si no lo hace, el mercado financiero lo hará inevitable, a un costo inenarrable.

 

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¿Podrá ganar?

Luis Rubio

En las democracias con reelección, las ventajas para quien se encuentra en el puesto son más que evidentes. Sin embargo, me atrevería a decir que, por ahora, a muchos meses de distancia, la elección estadounidense está en manos de Biden, si es que la sabe lograr, lo que ciertamente no es obvio.

Joseph Biden es el virtual ganador de la nominación del partido demócrata en buena medida porque el establishment de ese partido concluyó que la única forma de ganarle al hoy presidente Trump era con un candidato moderado que pudiese conquistar el centro político. Biden nunca ha contendido fuera de su (micrométrico) estado y no es la primera vez que se lanza a la candidatura: en los ochenta intentó y quedó fuera en buena medida por su propensión a descuidar sus palabras, sobre todo cuando le responde a la prensa. En lenguaje llano, es propenso a meter la pata. En la contienda interna, Bernie Sanders llevaba la delantera impulsado sobre todo por el voto joven y más ideológico del partido. Ahora el gran reto para Biden es sumar a la base de Sanders sin perder al centro político.

Las contiendas tienen dos componentes: los candidatos y el contexto. El presidente Trump cuenta con tres grandes ventajas y una enorme desventaja. La primera ventaja es el hecho mismo de estar en la presidencia, con todos los beneficios que su función le otorga, a la vez que cuenta con dinero y no tiene oposición interna, frente a un partido democrático dividido. La segunda ventaja, que es particular a Trump, es su virtual control de los procesos de elección primaria de diputados y senadores a través de las hordas de creyentes que puede manipular. En las elecciones primarias típicamente participa un número muy pequeño, usualmente los miembros más ideológicos, que son precisamente los que, en el caso del partido republicano, ven a Trump como su estrella (similar al caso de Sanders en el lado demócrata). Finalmente, la tercera ventaja es que el partido republicano va a la deriva, sin ideas, proyecto político o mayor claridad que la de preservarse en el poder. La gran desventaja, que usualmente es al revés, radica en el momento en que se presenta la elección: a la mitad de la pandemia, la recesión, las destructivas protestas y un nivel inusitado de desempleados, esto último frecuente indicador de la probabilidad de reelección.

Biden también tiene ventajas, pero sus desventajas son igualmente pronunciadas. La primera ventaja, superlativa en toda la parte “moderna” (azul) del país, es que no es Trump. En realidad, fuera de su familia, a nadie le importa Biden: todo mundo lo ve como un medio para derrotar al presidente y no más. Eso le confiere una enorme oportunidad, pero también lo convierte en un blanco fácil. Su segunda ventaja es que cuenta con un partido energizado, decidido a derrotar a Trump pero, al mismo tiempo, dividido entre quienes quieren acelerar el paso hacia la izquierda, la base política de Sanders y Warren, y quienes consideran que la única forma de ganar es moviéndose hacia el centro político para ganar el voto de grupos de electores independientes. Quizá el mejor ejemplo de esto fueron los llamados “Reagan Democrats,” individuos que normalmente votaban por los demócratas pero que, cuando ese partido se movió demasiado a la izquierda, votaron por los republicanos. Esos “independientes” están infelices con ambos candidatos y bien podrían quedarse en su casa el día de la elección antes que apoyar a un Biden que se mueve a la izquierda. Esto coloca al demócrata en un aprieto: afianzar su flanco izquierdo (justamente el que se quedó en su casa y no votó por Hillary en 2016) o consolidar el centro del espectro, sobre todo en los estados clave que le dieron el triunfo a Trump en 2016 como Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, así como a grupos de electores clave en ellos, como hispanos y afroamericanos. Tanto las posturas que adopte Biden en estos meses como a quien nomine para la vicepresidencia definirán su estrategia y, con ello, su probabilidad de triunfar.

La gran desventaja de Biden es el propio Biden. Su edad, frecuentes afirmaciones políticamente incorrectas y la aparente pérdida de foco en muchas de sus respuestas lo hacen por demás vulnerable. Cuenta con la protección de muchos de los medios de comunicación que, en un contexto tan ideológicamente polarizado, con frecuencia han obviado sus pifias, pero no es obvio que eso sea sostenible. Por esta razón, quien resulte nominado para la vicepresidencia acaba siendo clave, pues no es inconcebible que acabe ascendiendo a la presidencia. Los poderes del partido han perfilado un retrato hablado de quien debiera ocupar esa posición, esencialmente una mujer afroamericana. No faltan potencialmente buenas candidatas, pero lo políticamente correcto no siempre es electoralmente útil, por lo que esa nominación será definitoria para la elección.

Por lo que toca a México, lo importante es la relación con Estados Unidos, no quien gane la elección. Las personas -de ambos lados de la frontera- cambian, pero la relación y la vecindad son permanentes. La historia demuestra que lo que importa no es quien, sino el hecho de no perder claridad de lo importante. Cada vez que se pierde esa obviedad comienzan los problemas.

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Modelo trapiche

 Luis Rubio

Para el presidente, México debe retornar a sus raíces y lograr la felicidad por la vía de la negación: así lo consigna el video en el que ensalza la tecnología del trapiche. El artefacto, un molino empleado para extraer jugo que también se usaba en la minería, es una tecnología que se remonta al siglo XVI. Ese parece ser el punto de convergencia de la visión presidencial: echarnos cuatrocientos años para atrás.

Los indicadores económicos dejan entrever que el presidente está logrando su objetivo: la contracción económica se acelera, el desempleo crece sin contención y, sin duda alguna, los dramas humanos producto de la falta de ingresos y necesidades crecientes se agudizan. Evidencia anecdótica sugiere que las dimensiones tanto del desempleo como de las muertes en los saturados hospitales son sustantivamente superiores a lo que las autoridades reconocen, al menos en público. El engaño yace en el corazón del proyecto.

El problema no radica en la pandemia que provocó este escenario tan funesto, sino en el gobierno que ya antes de la emergencia sanitaria había producido una recesión sin posibilidad de recuperación. El presidente ataca al neoliberalismo como el factor causante de los males que aquejan al país, pero eso es mera retórica. La evidencia demuestra que su visión no es la del desarrollo ni del progreso, cualquiera que sea la manera en que estos se definan, sino la de un retorno a una forma muy básica de vida, quizá ancestral, todo ello subsidiado por el petróleo. “Al diablo no sólo con las (sus) instituciones”, sino con todo el México moderno, la planta productiva y el ansia de ser mejores, civilizados y desarrollados. Sus planteamientos -por escrito y en su disertación diaria- revelan una concepción fundamentalista de la vida que parte de la recreación de la auto suficiencia agrícola, la promoción del auto empleo a partir de la revitalización de oficios diversos, como ilustra el trapiche, y el trueque, la vida simple y moral. La religión es siempre un instrumento para avanzar su visión.

El componente religioso es fundamental porque todo se juzga a partir de una criba moralista que determina quién o qué es o no corrupto. En sentido contrario a lo que asumen muchos de sus acólitos, se trata de una visión en extremo conservadora en la que las definiciones de corrupción, honestidad y entereza son todas relativas y no absolutas: lo que importa no es el hecho (robo al erario, abuso en la venta de bienes y servicios al gobierno o comportamiento personal) sino el fin para el que se hace: si contribuye a los objetivos presidenciales la redención está al alcance de la mano. Cualquier acción, convicción o comportamiento que no contribuya al proyecto presidencial es corrupto, neoliberal y, por lo tanto, despreciable. Más importante, es inmoral. El predicador decide quien vive y quien no.

Desde esta perspectiva, es perfectamente explicable porque el crecimiento de la economía (uno de los factores centrales de su crítica al llamado neoliberalismo) ya no es importante, la violencia se puede ignorar y el conocimiento es reprobable. Además, resulta muy conveniente para pretender no tener que rendir cuentas sobre la situación del país. Detrás de esto reside la realidad de una enorme porción de la población que ha sufrido la “educación” que han hecho (im)posible la CNTE y el SNTE, ambos apadrinados y validados por el propio AMLO. Lo relevante no es la consistencia sino lo expedito, todo envuelto en la moralina que, al menos hasta hoy, mantiene en babia a suficientes votantes como para preservar relativamente elevados niveles de popularidad. En un mundo de pobreza fundamentalista la educación y la salud son irrelevantes, porque así lo determina una autoridad superior, que actúa siempre con fines electorales, los únicos que valen.

El problema de la visión presidencial es que parte de una falacia: que la gente es tonta y no entiende su condición: que se le puede mentir, engañar y embaucar al mexicano común y corriente porque no tiene manera de comprender lo que está ocurriendo. La realidad es exactamente opuesta: la mayoría de los mexicanos puede haber estado furiosa con la flagrancia de la corrupción y arrogancia del gobierno de Peña, así como con las promesas y errores de los tecnócratas en general y con el abuso cotidiano de la población por parte de burócratas y políticos, pero sabe bien -lo ve en la televisión y lo escucha de sus parientes en Estados Unidos- que el mundo funciona con base en apertura, democracia y los mercados. Muchos verán al presidente como impoluto, pero eso acaba siendo irrelevante cuando la disyuntiva es entre el trapiche y un empleo de verdad. La gente sabe que el futuro se encuentra en los empleos que representan las plantas manufactureras del Bajío o del norte y no en una tecnología del siglo XVI. La dependencia respecto a transferencias gubernamentales no engaña a nadie, aunque lleve naturalmente a hacer lo necesario para preservarlas.

El mundo del trapiche no lleva a ningún lado, lo que hace claro que el gobierno actual no tiene futuro y su devenir acabará siendo acelerado por esta pandemia que desnuda a todos y hace evidente lo que no funciona. Pero el costo de todo esto será enorme.

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Líderes

Luis Rubio

La habilidad para lograr que cada individuo defina sus objetivos y los alcance, eso que se llama liderazgo, es quizá el factor más trascendente que hace toda la diferencia en momentos de crisis. Los grandes líderes se forjan en momentos de grandes desafíos: cuando, por circunstancias ajenas, la población tiene que resolver problemas más allá de sus capacidades personales. Los líderes más efectivos en la historia son aquellos que logran construir una solidaridad colectiva en torno a la resolución del problema. Así es como creció hasta alcanzar dimensiones sobrehumanas la fama de Winston Churchill: su accidentada historia previa no permitía anticipar que sería el gran líder que su país, y el mundo libre, verían como una luz en el horizonte incluso en los momentos más lúgubres.

Churchill fue la persona clave en el momento crucial, pero no ha sido el único. En los pasados noventa días hemos visto a la canciller Merkel, a quienes muchos ya veían en fase terminal, no sólo recobrando un apoyo masivo en su país, sino convirtiéndose en símbolo de tesón, claridad mental y templanza. Jacinda Ardern, primer ministro de Nueva Zelandia, hizo lo propio, como lo logró su equivalente en Taiwán, Tsai Ing-wen. Lo que las distinguió fue que nunca confundieron su papel ni tuvieron agendas secundarias: se abocaron a lo que les correspondía y a nada más. Su éxito, y el reconocimiento que lograron en sus naciones así lo consigna. El caso de Corea es emblemático: el presidente Moon Jae-in enfrentaba decreciente aprobación pero logró una super mayoría en su parlamento a la mitad de la pandemia por el liderazgo que ejerció.

No son muchos los ejemplos de éxito tan extraordinario, pero son evidentes los casos de fracaso: quienes dedicaron sus energías a buscar culpables en lugar de encontrar soluciones. En situaciones de crisis, cuando la población requiere certeza y claridad de rumbo, los líderes permiten avanzar hacia una pronta resolución, impidiendo una permanente e inevitable decadencia. Al colapsarse el apartheid, Sudáfrica pudo haber evolucionado en distintas direcciones, comenzando por una carnicería de blancos. Si en lugar de Nelson Mandela el sucesor de F.W. de Klerk hubiese sido alguno de quienes sucedieron al primer presidente negro, ese país habría acabado en un violento ocaso; Mandela fue quien hizo posible una transición pacífica y exitosa. El líder necesario en el momento exacto.

Imposible minimizar la magnitud de una crisis que se magnifica todavía más porque combina el riesgo de contagio -y los miedos y preocupaciones que eso trae consigo- con el súbito colapso de la actividad económica por el recurso al confinamiento como estrategia para lidiar con el virus. Los americanos lograron convertir a la crisis pandémica en un nuevo motivo de disputa política: en lugar de responder a la crisis, su gobierno persistió en su agenda de polarización, prolongando y agudizando el sufrimiento. Las crisis demandan acción adecuada ante y para las circunstancias específicas: como demuestran Suecia y Alemania, no hay una sola respuesta posible porque cada nación tiene sus características particulares, pero todas requieren una línea de acción convincente y decidida que trascienda las querellas del momento. Más tratándose de sociedades divididas porque lo que se requiere es un gobierno eficiente y con visión de largo plazo para enfrentar obstáculos sin precedente. El punto nodal es lograr la confianza de la gente en un gobierno que demuestra que sabe lo que está haciendo y que, como producto de ello, logra la solidaridad de la sociedad. Algunos gobiernos lo lograron, otros se quedaron con las ganas.

Una encuesta reciente* encontró que “demasiada gente en demasiados países desconfía de sus líderes políticos para actuar en el mejor interés nacional o, en el extremo, incluso conducir elecciones limpias.” La misma encuesta demostró una enorme aprobación (90%) a los científicos, seguidos de líderes militares y empresariales. La razón de la desconfianza se reduce a corrupción o debilidad de los gobiernos y políticos, factores que se acentúan mientras menor la edad del encuestado.

Los momentos de crisis son perfectos para comparar la manera en que distintas sociedades y personas responden ante el mismo desafío: es ahí donde se decantan los países que cuentan con una solidez institucional intrínseca para lidiar con los retos que se presentan, independientemente de la calidad de su liderazgo, y también de los líderes -en naciones fuertes o débiles- que emergen, como ilustra la canciller alemana frente a Mandela, ambos exitosos en circunstancias críticas. Margaret MacMillan, autora de algunos de los libros más trascendentes sobre el siglo XX, afirma que “la historia muestra que las sociedades que sobreviven y se adaptan mejor ante las catástrofes son fuertes en sí mismas.”** Ilustra su punto diferenciando al Reino Unido de Francia ante el embate Nazi en la segunda guerra mundial.

La lección es obvia: sólo los países con estructuras institucionales sólidas salen bien librados de las crisis. También lo logran aquellos que cuentan con un liderazgo idóneo cuando las circunstancias lo exigen. Cuando ambos están ausentes, el futuro se torna aciago. Es clave que aparezca y sume.

* Tällberg Foundation’s “Democracy’s Temperature” was conducted from April 14 to 30 among 526 respondents from 77 countries.

**Economist Mayo 9, 2020

 

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 REFORMA

07 Jun. 2020

Observaciones y aprendizajes

Luis Rubio

A la memoria de Héctor Fix Fierro

Nada como una crisis para aprender cómo realmente somos. Las crisis sacan lo mejor y lo peor de las personas, de los gobiernos y de los países. Recuerdo el clima de solidaridad que se gestó tras el sismo de 1985 y que tuvo una brutal repercusión política, tornándose en un factor nodal de la democratización que experimentó el país en los años siguientes, en buena medida debido a la incapacidad que demostró el gobierno para responder ante la tragedia, pero sobre todo a la habilidad de la sociedad para organizarse y contribuir de manera decisiva a la estabilización del país. El extinto Adolfo Aguilar Zinser no lo pudo describir mejor cuando, un año después del terremoto, publicó un libro intitulado Aún Tiembla. Si un terremoto pudo cambiar tantas cosas, me pregunto ¿qué tanto podría cambiar con semanas o meses de confinamiento, grave recesión y ausencia de liderazgo político?

Lo primero que fue notable para mí a lo largo de estas semanas fue la solidaridad que mostró la población, pero una solidaridad partida en dos: fiel reflejo de la polarización que ha caracterizado a la sociedad mexicana, nutrida y agudizada por el presidente, el país se ha partido en dos, pero cada una de esas dos mitades se ha acercado entre sí y hubo muy poca empatía hacia quienes perdieron sus ingresos además de sus empleos. A pesar de ello, fueron notables los esfuerzos tanto de empresarios como de empleados por encontrar formas de preservar las fuentes de trabajo, ambas partes cediendo en aras de evitar una catástrofe social. Lamentablemente, dada la composición del mercado laboral -una parte formal y la mayoría informal- esos esfuerzos ayudaron a cientos de familias pero no a millones de personas que súbitamente se quedaron, como dice el viejo chiste, colgados de la brocha. Más importante, la solidaridad integral es difícil en ausencia de un gobierno que explique y quiera unificar.

El momento llamaba para un gran liderazgo; de hecho, constituía la gran oportunidad de forjar un nuevo país, asentado en un gran llamado a la solidaridad, hasta para avanzar la transformación que persigue el presidente. Sin embargo, la materia prima no dio para eso. El presidente entiende a la solidaridad como lealtad al gobierno: así lo ilustraron las declaraciones del vocero de la insalubridad, del SAT y, la joya, las “lecciones de la pandemia” del presidente. Para cuando llegó el Coronavirus, el gobierno ya había desmantelado al sector salud y lo había privado de medicamentos e insumos críticos, como había mostrado la tragedia que experimentaron los niños con cáncer.

Luego de mucho titubeo, el gobierno finalmente adoptó una estrategia para lidiar con la crisis sanitaria. El obstáculo había sido la indisposición presidencial para arriesgar una recesión, lo que llevó a adoptar una estrategia de contagio que todos los expertos reprueban como inadecuada. En el camino, se pudo ver el retorno del gobierno supremo que no tiene porqué dar explicación alguna, vaya, ni información sobre el número de contagiados o muertos. Un enorme subregistro, todo para tratar de salvar cara. El gobierno no está para respetar a la ciudadanía o convencerla.

En franco contraste con la casta gobernante, el personal médico y de salud no cejó ni un instante en dar lo mejor de sí, incurriendo en enormes riesgos personales por la ausencia de equipos adecuados, pero cumpliendo con su vocación y deber más allá de lo esperable. Flagrante el contraste entre ellos y sus líderes políticos, cuyas motivaciones son siempre las de las bajas pasiones.

Por el lado de la sociedad hubo de todo: desde los acaparadores de papel de baño e implementos de limpieza hasta personas, organizaciones y empresas dedicándose a buscar soluciones en lugar de excusas. Tan pronto se supo que en el MIT habían diseñado un respirador efectivo y barato, se montaron líneas de producción para manufacturarlo. Otros cedieron sus hoteles para que los ocuparan los pacientes menos urgidos de tratamientos complejos, o los familiares de quienes sufrían por el virus mismo.

Desde lo sustantivo hasta lo trivial, las muestras de habilidad, disposición y dedicación fueron impactantes. Trabajando desde su casa, muchos lograron crear espacios para elevar su productividad, en tanto que otros lo tomaron como vacaciones. Algunos mostraron gran capacidad de adaptación y disciplina.

Lo peor de todo, lo que quedó evidenciado de mil maneras, fue la pésima calidad de nuestra infraestructura, en el más amplio sentido del término. Las prioridades de muchos gobiernos en las últimas décadas han estado en otro lado, como se puede apreciar en la educación, la brecha digital y, ya no se diga, el sistema de salud. Las crisis sacan lo mejor y lo peor y aquí el gobierno mexicano sale reprobado.

Por lo que toca al gobierno actual, resalta que su única prioridad es político-electoral. Los dramas familiares que la crisis sacó a la luz le son irrelevantes. No es sólo su renuencia para incurrir en un déficit fiscal, que surge de una preocupación legítima, sino su desdén incluso por quienes mayoritariamente votaron por AMLO. Las crisis evidencian a las sociedades, pero desnudan a sus gobiernos. Como en 1985, México comienza una nueva etapa.

 

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31 May. 2020

Oportunismo

Luis Rubio

La evidencia muestra que el proyecto es el poder, no el bienestar o el desarrollo; en este contexto, la crisis ciertamente cae como anillo al dedo. Se trata, como afirmó Rahm Emanuel, a la sazón asesor político de Obama, de “nunca desaprovechar una crisis… una oportunidad para hacer las cosas que pensabas que no podías hacer antes.” En términos marxistas que utilizan muchos miembros de Morena, se trata de agudizar las contradicciones para cambiar la realidad.

Efectivamente, el presidente fue electo para cambiar la realidad: su plataforma electoral planteaba enfrentar la pobreza, corrupción, desigualdad y la falta de crecimiento acelerado. Si algo lo ha distinguido en el pasado año y medio es por ser consistente en sus promesas y por avanzar su agenda en cada uno de esos frentes. La pregunta clave sobre él no radica en los objetivos, que son públicos y transparentes, sino en las estrategias que está siguiendo para lograrlos. Puesto en términos llanos, nadie puede estar en contra de esos objetivos, pero lo que parece evidente es que no está avanzando hacia su resolución: más bien, está concentrando el poder en todos los frentes, como si eso fuese suficiente para alcanzarlos.

La noción de que la concentración del poder resuelve los problemas del país se deriva de una lectura parcial e insuficiente de lo que ocurría en la era del desarrollo estabilizador, sobre todo en los sesenta y principios de los setenta. Las fechas importan porque los resultados fueron contrastantes: entre los cuarenta y el inicio de los setenta el país gozó de una situación de excepcional crecimiento económico y estabilidad política, una combinación perfecta que resultaba de un modelo económico y político que guardaban coherencia entre sí pero que, en los sesenta, llegó a su límite. En los setenta se intentó prolongar un modelo que ya no contaba con viabilidad económica o política a través de un creciente endeudamiento, lo que llevó a la crisis de deuda en 1982 y la terrible recesión de esa década.

El punto clave es que el modelo que había funcionado, una de cuyas características era una presidencia fuerte, fue producto de estrategias políticas y económicas concretas. La presidencia fuerte era la consecuencia del modelo, no el modelo mismo. Además, ese modelo respondía a un momento histórico de México y del mundo que ya no existe. En este sentido, intentar recrear la presidencia fuerte para resolver problemas del siglo XXI es, como hubiera dicho Marx, una farsa.

Lo anterior no ha impedido que la construcción de una presidencia fuerte y un gobierno enfocado al control prosiga con prisa y sin pausa, como ilustra el intento por eliminar cualquier control constitucional al manejo del gasto público o el agandalle eléctrico. Sin embargo, la falacia detrás de ese proyecto es que no es susceptible de avanzar hacia el logro de los objetivos que se planteó el presidente: claramente, la corrupción no ha disminuido (como siempre en nuestro sistema político, la corruptos son los del gobierno en curso, pero ésta persiste); la pobreza no disminuye con el aumento de transferencias (pero si se fortalece una base clientelar que nada tiene que ver con la pobreza); y, claramente, no merma la desigualdad. Del crecimiento ni que hablar.

La evidencia muestra que el verdadero proyecto no es de desarrollo sino de control: no sólo todo está enfocado en esa dirección, sino que ni siquiera se pretende construir el tipo de capacidad rectora que caracterizó al desarrollo estabilizador. Pero el objetivo de control viene acompañado de la neutralización no sólo de los (supuestos) contrapesos al poder presidencial, sino de la eliminación de todos los factores de éxito que caracterizaron al periodo que el presidente denomina como “neoliberal.” Esto implica que el objetivo no es exclusivamente la restauración de una etapa del pasado de México, sino destruir las anclas que permiten que algunas cosas funcionen (por cierto, muchas de ellas muy bien, como la planta de manufactura para la exportación, ahora en riesgo). Esto seguiría la máxima de Trotsky de que “mientras peor vayan las cosas, mejor.”

Lo peculiar del momento actual de México es que el presidente avanza en el ámbito legislativo casi sin restricción, pero los resultados son, a pesar de ello, pírricos. Su control de la cámara de diputados a través de Morena es indisputable y, para iniciativas de ley que no requieren mayoría calificada, tiene igual control del senado. Sin embargo, aunque Morena es un instrumento del presidente, no constituye una representación social con amplia presencia en la sociedad. Su fuerza legislativa es abrumadora, lo que le permite al presidente usar al partido como prefiera, pero no tiene capacidad de movilizar o controlar a la sociedad.

El presidente ha convertido a la crisis de la pandemia en una oportunidad para avanzar su proyecto de control, pero no está avanzando: la sociedad ha cobrado cada vez más presencia y relevancia. En una palabra: este es el momento y ésta es la oportunidad para que la sociedad tome el papel que le corresponde, rompa con el mundo de la información falsa y de la corrupción imperante para construir una plataforma de sólido desarrollo futuro. Las crisis son oportunidades para todos.

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24 May. 2020