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El mundo y México

 Luis Rubio

En Nueva Zelandia, los maorís siguen un ritual al inicio de los juegos de rugby llamado “haka,” que consiste en una serie de muecas, gesticulaciones y movimientos -desde sacar la lengua hasta dar brincos y hacer toda clase de ruidos amenazantes- con el objeto de amedrentar a sus contendientes. Todos sus competidores conocen el ritual y lo aprecian como arte pero, luego de años de practicarlo, nadie se siente intimidado. Me pregunto si, luego de Trump y ahora de Afganistán,  el mundo comenzará a acostumbrase a una realidad internacional distinta respecto a la nación que mantuvo el liderazgo en el mundo internacional a partir del fin de la segunda guerra mundial.

El triunfo de Donald Trump como presidente de Estados Unidos sorprendió al mundo no sólo por el hecho de ganar, sino sobre todo porque no moderó su discurso una vez llegando a la presidencia. Biden se ha dedicado a desbancar todo lo posible de Trump, pero preserva un objetivo común con su predecesor: modificar las premisas que caracterizaron su país al menos desde 1945. Trump llegó a la presidencia en buena medida por los desajustes que creó la era de la globalización, pero también por la velocidad con que avanza la tecnología y que ha tenido el efecto de disminuir las distancias, creando nuevas vulnerabilidades -o, al menos, la sensación de vulnerabilidad- donde antes no había razón alguna para ello. Biden llegó a la presidencia en buena medida como reacción a Trump, pero con objetivos muy similares: una visión introspectiva que, más allá de la retórica, repliega a EUA del mundo.

Lo peculiar del momento, fenómeno que bien puede tener enormes implicaciones para México, es que estos cambios ocurren en paralelo con el ascenso de China como potencia mundial. China ha seguido un proceso transformativo que le ha permitido no sólo el crecimiento acelerado de su economía -al punto de rivalizar en tamaño al de la estadounidense- sino que su liderazgo cuenta con una visión estratégica que hoy se ha vuelto excepcional en el mundo. En contraste con los presidentes norteamericanos de la era de la guerra fría, los dos presidentes más recientes ni siquiera perciben la necesidad de pensar de manera estratégica, reaccionando ante las circunstancias que se presentan de manera súbita y visceral, como demostró la caótica salida de Afganistán: objetivo quizá loable, pero patético en su ejecución.

El ascenso chino, y su estrategia de construcción de un imperio logístico, constituyen lo que Parag Khanna describió como la recreación del viejo imperio británico pero no con posesiones coloniales sino a través de una red de carreteras, vías férreas, puertos y comunicaciones que permiten integrar a toda la región asiática entre sí y con África y Europa. Se trata del proyecto geopolítico más ambicioso que se haya concebido que, sin duda, representa una amenaza al poderío estadounidense, ahora bajo un liderazgo que no tiene la capacidad, pero mucho menos el interés, por comprender o al cual reaccionar.

Para muchos, esto constituye una oportunidad para disminuir la profundidad de nuestra vinculación con EUA e iniciar una diversificación en nuestras relaciones comerciales. Y, sin duda, como argumenta Luis de la Calle,* el conflicto comercial -y político- que caracteriza a las dos potencias, abre ingentes posibilidades para que México “reafirme su posición como competidor creíble en las dos economías líder,” substituya importaciones chinas en EUA y atraiga nuevas fuentes, y líneas, de inversión extranjera. La oportunidad es enorme, pero requiere una estrategia concertada para colocar a México en la envidiable posición de ser la alternativa natural respecto a esas dos naciones; pero la ventana no será eterna: si no se aprovecha se pierde.

El marco más amplio del futuro de México en el cambiante entorno internacional demanda contemplar las implicaciones del ascenso de China y los potenciales cambios políticos en Estados Unidos en los años próximos, pues la interacción entre ambos determinará el panorama en el que habremos de movernos. China cuenta con un liderazgo estratégico excepcional, una extraordinaria capacidad de adaptación y su naturaleza política le permite asociaciones que las naciones democráticas ni siquiera contemplarían.

Por otro lado, no es posible menospreciar los desafíos que China enfrentará en materia tanto económica como política en las próximas décadas. Por su parte, los estadounidenses carecen de un liderazgo preclaro y experimentan una gran polarización política que permite visualizar bandazos en su política interna antes de que logren recuperar su claridad estratégica tradicional, como tantas veces en el pasado. Es fácil menospreciarlos en este momento, pero su sistema político abierto les permite regenerarse con celeridad. Nada está escrito.

México cuenta con oportunidades excepcionales si aprovecha con inteligencia las fisuras que se presentan entre EUA y China, pero eso requerirá de un gran ejercicio de liderazgo y visión, algo que no ha sido una de nuestras características más notables. Por otro lado, la acelerada desaparición de la visión liberal que, al menos en concepto, privó en la política económica, constituye un impedimento formidable para asir esta oportunidad.

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   REFORMA

12 Sep. 2021

¿Hacia dónde?

 Luis Rubio

Tres años de un gobierno con claridad de propósito pero sin más proyecto que el de imponerlo dogmáticamente, a rajatabla y sin miramiento. Las circunstancias van cambiando pero el presidente persiste en su camino, sin preocuparse por las consecuencias. ¿No era eso lo que el propio presidente y sus seguidores le reclamaban a los tecnócratas: que querían ajustar la realidad a sus teorías? A tres años de iniciado el gobierno, ya es posible vislumbrar lo que sigue y no es atractivo. Como escribió Thomas Sowell, “los daños a una sociedad pueden ser mortales sin ser inmediatos.”

Los daños son palpables. En un sentido inmediato, cuando se comparan las cifras de 2021 con las de 2018 (para evitar el año de la pandemia) se puede observar la gravedad de lo que estamos viviendo: comparado con 2018, el ingreso de los hogares disminuyó en 5.8%, mientras que la economía (PIB) se encuentra 4% abajo en el primer trimestre de este año. El daño es enorme y comenzó con la decisión de suspender el nuevo aeropuerto. En un mundo en que la información fluye instantáneamente, cada acción (y hasta declaración) de un gobernante tiene consecuencias y, para México, esas acciones han sido todas perniciosas para el crecimiento de la economía y, por lo tanto, para el logro de los objetivos que el presidente se propuso en términos de crecimiento, desigualdad y pobreza. Lo único que ha atenuado la caída ha sido el crecimiento en las remesas, producto de las enormes transferencias que el gobierno americano ha venido realizando con motivo de la pandemia a toda su población.

Los daños en el terreno político institucional son también palpables, pero estos son, en buena medida, resultado de la estrategia de confrontación que ha sido característica del presidente. Convencido de que su camino es el único que vale, el presidente no ha visto necesario (o útil) negociar con los integrantes de partidos de la oposición o de otros actores sociales. Aunque de vez en cuando reconoce públicamente las carencias que ha provocado su estrategia (como cuando habló de la seguridad como el mayor reto del país o en su encuentro con empresarios para promover la inversión privada), la línea general de su gobierno no ha cambiado ni en una coma.

El presidente no reconoce que es imposible aislar un fenómeno del conjunto y que, en esta era, todo afecta a todo lo demás, lo que implica que debe haber plena congruencia entre el discurso gubernamental y su actuar cotidiano. El efecto de que no exista coherencia es que todo siga paralizado, con los consecuentes daños tanto económicos como políticos y sociales. Muchos, sobre todo los creyentes acríticos del presidente, podrán pensar que se trata de costos menores en el camino a la redención o que hay factores (como la pandemia) que han impedido el cambio profundo que prometía la 4T, pero nadie puede evitar ver el deterioro que se va acumulando. Como dice Sowell, el daño puede ser mortal aunque no se perciba en lo inmediato.

La pregunta clave es cómo lidiar con las consecuencias de este periodo de deterioro sistemático, claramente auto infligido. La ciudadanía ganó libertades efectivas, especialmente en materia de expresión, cuando se dio la alternancia de partidos en el gobierno en 2000, mismas que ahora se han venido mermando por la intimidación que, desde el púlpito presidencial, se propicia día a día. Desde luego, muchas de esas libertades son un tanto abstractas para familias que viven al día y que requieren satisfactores indispensables. A esto se suma la ubicuidad de la información, que genera expectativas imposibles de ser satisfechas, máxime cuando se exige satisfacción instantánea. ¿Qué ocurrirá cuando las expectativas alimentadas por el presidente hacia esa (todavía enorme) población resulten insatisfechas?

El presidente ha lanzado una campaña para “recuperar” a las clases medias urbanas (a las mismas que tilda de ignorantes) sin reconocer que el fenómeno no se puede resolver con sus tácticas clientelares favoritas. Dado que su objetivo es la subordinación de todos los sectores de la sociedad, le es imposible recurrir a los mecanismos que serían susceptibles de efectivamente “recuperar” a esos sectores de la sociedad.

La contradicción, y paradoja, es flagrante: quien se asume como de clase media ha logrado una estabilidad económica mínima que le permite no depender del gobierno, razón por la cual tratar de conquistarla con dádivas clientelares resulta contraproducente. Lo que realmente atraería a ese segmento social sería un entorno real de seguridad, mejores servicios públicos y de salud, escuelas que permitan la movilidad social y acción efectiva en materia de corrupción. Al presidente la puede parecer muy atractivo atacar presidentes de hace cuatro décadas, pero la mayoría de los ciudadanos, por edad, no tiene más memoria que la del predecesor al que el presidente protege. Las contradicciones no dejan de ser emblemáticas.

Tres años dedicados a intentar recrear un obsoleto e irreproducible sistema de control social y político. Tres años de deterioro sistemático y tres más que vienen adelante: el daño será inconmensurable. Es posible, aunque no certero, que el presidente evite una crisis financiera, pero no el resultado de un sexenio de daños potencialmente mortales.

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05 Sep. 2021  

El desarrollo

Luis Rubio

El objetivo, nos dice una y otra vez el presidente, es un cambio de régimen. Sin embargo, a juzgar por sus acciones, su verdadera misión es la de concentrar el poder y eliminar cualquier fuente de oposición o contrapeso. Quizá sea un nuevo régimen, pero ciertamente no es esa la razón por la cual el electorado se volcó por el hoy presidente en 2018.

El verdadero problema que enfrenta México, la razón por la que el presidente López Obrador ganó la presidencia en 2018, es que la población estaba hasta la coronilla de tres décadas de reformas de los cuales percibían pocos beneficios. Y tiene razón ese electorado. Lo que el país ha vivido en los últimos tiempos no fue un camino errado, sino un proceso sesgado que no resolvió -de hecho, ni siquiera enfrentó- los problemas estructurales que acabaron traduciéndose en concentraciones enormes de poder y riqueza, así como disparidades regionales intolerables.

La pregunta clave no es quién es el culpable, el asunto cotidiano de las mañaneras, sino cuál es la causa de estos malos o sesgados resultados. Si México hubiera sido la única nación en el planeta en haber emprendido ese proceso de reformas, procedería determinar quién se equivocó y porqué. Sin embargo, dado que la estrategia que se siguió fue característica virtualmente universal, la pregunta pertinente es otra: ¿por qué los resultados de naciones como Corea, Taiwán, China, Chile y otras naciones similares fueron tanto más exitosos?

En una palabra, qué es lo que no se hizo en México -o se hizo mal- que en otras latitudes se hizo bien. En los sesenta, por ejemplo, tanto Corea como México hicieron suya la oportunidad creada por un cambio en la ley de aduanas estadounidense que permitía importar a ese país bienes manufacturados pagando arancel sólo por el valor agregado, lo que conocemos como maquila: se importan componentes y se exportan productos elaborados. En Corea, las maquilas se instalaron en los centros industriales de esa nación para estimular el desarrollo de una amplia industria de proveedores, al grado en que, décadas después, más el 80% de los insumos venían de empresas locales. En México, ese número nunca fue mayor al 10%. En nuestro país se circunscribió el establecimiento de esas empresas a la franja fronteriza para evitar que se “contaminara” el resto de la industria.

Algo similar ocurrió a partir de los ochenta en que se abrió la economía a las importaciones para promover el crecimiento de una planta industrial moderna, generar una base exportadora y elevar la productividad general de la economía. El objetivo era claro e indisputable, idéntico a lo que ocurría en otras naciones que luego acabaron siendo más exitosas. ¿Cuál fue la diferencia? Que en esas naciones se entendió la apertura como un proceso integral de cambio donde no habría vacas sagradas: no hay ejemplo más claro de esto que China. En esa nación se decidió que lo importante era lograr elevadas tasas de crecimiento y que no habría obstáculo alguno que lo impidiera; paso seguido, se afectaron sindicatos, cacicazgos locales e intereses particulares en aras de lograr el objetivo. En México seguimos teniendo mafias a cargo de la educación, sindicatos abusivos extorsionando tanto a las empresas como a los trabajadores e intereses políticos y empresariales intocables.

El resultado es una potencia industrial pero acompañada de una vieja planta manufacturera que vive en un limbo de productividad y es incapaz de competir en el mundo.

Un ejemplo dice más que mil palabras: con todo el conflicto que caracteriza la relación Estados Unidos-China, muchos especulan que serán miles de plantas las que migrarían de este último país hacia otras locaciones, incluido México. Sin embargo, la experiencia de Apple con el iPhone sugiere algo muy distinto. La producción de este sofisticado artefacto requiere de una fuerza laboral altamente calificada, extraordinariamente disciplinada y con habilidades específicamente desarrolladas para procesos de alta tecnología. Apple ha explorado otras opciones, pero ninguna ofrece un sistema educativo capaz de generar esa fuerza laboral, un gobierno dedicado a resolver problemas para que su proceso productivo sea exitoso y la escala necesaria para satisfacer su mercado. Muchas naciones soñarían con atraer a los Apple de este mundo -que pagan excelentes sueldos y contribuyen al desarrollo general- pero nadie se aboca a crear las condiciones para que eso ocurra.

Una fuerza laboral como la de Apple -un ejemplo entre miles- permite que crezca la clase media, se eleve el bienestar y se propague la prosperidad. Es decir, que cambie el régimen de concentración de la riqueza y disminuyan las disparidades regionales.

Las empresas pueden crear empleos y producir artefactos excepcionales, pero sólo los gobiernos pueden crear condiciones para que prospere una clase media de manera acelerada, como lo han logrado las naciones mencionadas. Nada de eso ocurre en nuestro país.

En lugar de refinerías obsoletas y aeropuertos inoperables, el gobierno debería abocarse a remover mafias sindicales y crear un nuevo sistema educativo con los maestros a la cabeza. Es decir, reformar todo lo que no se quiere tocar porque amenaza al verdadero objetivo, que no es el desarrollo sino el poder.

https://www.reforma.com/el-desarrollo-2021-08-29/op211183?pc=102
https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1980495.el-desarrollo.html

 REFORMA

29 Ago. 2021

 

Intertemporalidad

Luis Rubio

La clave del desarrollo radica en el actuar acumulado de millones de individuos ejerciendo su libertad y decidiendo por su cuenta, dentro del marco de reglas que establece el Estado. Cuando esas reglas son coherentes y, sobre todo, parten del reconocimiento de la naturaleza humana como es y no como algún político preferiría que fueran, el desarrollo se da y florece. Quizá no haya mejor manera de ejemplificar lo anterior que el contraste entre Mao y Deng: el primero se dedicó a perseguir y empobrecer a su población; el segundo hizo posible que floreciera su nación. En palabras de Deng, “no importa si el gato es negro o blanco, lo importante es que cache ratones.” La diferencia: Deng aceptó la naturaleza humana en lugar de tratar de acomodarla a sus preferencias políticas o ideológicas.

Deng reconoció que la gente busca su beneficio personal y que la suma de millones de personas tomando decisiones en materia económica se traduce en un enorme beneficio colectivo y que, de esa manera, se avanzaba el desarrollo de su país. Las decisiones de esos millones de ciudadanos a lo largo del tiempo -la inter temporalidad- contribuyen al desarrollo y son posibles en la medida en que exista un marco de certidumbre al que esos individuos se puedan apegar. La diferencia entre Mao y Deng acabó siendo que Deng, al reconocer esta faceta de la naturaleza humana, se abocó a crear el marco político-normativo que la hiciera florecer. El resultado fue que el gobierno chino le confirió un entorno de certidumbre a su población, la explicación más integral del enorme éxito de su economía en las pasadas décadas.

La lección para México es obvia: el país ha prosperado en los momentos en que existe certidumbre y se ha estancado o retraído cuando ésta desaparece. Por muchas décadas, esa certidumbre dependía de cada sexenio; si uno observa los ciclos económicos mexicanos, estos siempre fueron sexenales: el primer año era recesivo porque los ahorradores e inversionistas esperaban a ver cómo reinventaría la rueda el nuevo gobierno; cuando las reglas del juego quedaban claras, comenzaba el ciclo ascendente, sólo para amainar hacia el sexto año, cuando el proceso comenzaba de nuevo. Es decir, todo dependía del presidente en turno porque su poder era (es) tan vasto, que podía cambiar las reglas en cualquier momento. Esta es la razón por la que el factor confianza en el gobernante adquirió tan enorme trascendencia.

Esta manera de funcionar entrañaba tres costos obvios: primero, nunca se desarrollaban proyectos de largo plazo; segundo, la propensión a que se agudizaran los ciclos recesivos era enorme; y, tercero, al todo depender del presidente, cada una de sus expresiones adquiría dimensiones cósmicas, igual para bien que para mal. La falta de factores de certidumbre de largo plazo llevó la era de crisis en los setenta, ochenta y noventa y no fue sino hasta que se consolidó el TLC norteamericano que el país experimentó, por primera vez desde la Revolución, una era de estabilidad y claridad de reglas, al menos para una parte de la economía.

Un gobierno inteligente, capaz de reconocer la naturaleza del fenómeno de fondo, habría extendido las reglas del juego inherentes al TLC a toda la economía y a todo el territorio nacional. Sin embargo, como se dieron las cosas, el país entró en una era de dos Méxicos y dos velocidades que permitió que hubiera gran crecimiento en una parte del país y estancamiento en otra. Para colmo, luego llegó Trump, el primer presidente estadounidense dentro de la era del TLC que no tenía conocimiento ni mucho menos interés en la relevancia política del TLC para México, a quitarle “los alfileres” a todo el entramado.

El T-MEC tiene muchas virtudes, pero no entraña la misma fuente de certidumbre que el TLC original y a eso se viene a sumar la retórica del presidente López Obrador, que tiene el efecto inmediato de minar la certidumbre y generar desconfianza en un amplio espectro de la población, como se pudo apreciar en los recientes procesos electorales. En contraste con los presidentes de la era priista a los que parece admirar, López Obrador no tiene ni la menor intención de generar un marco de confianza para la inversión. Su retórica y su trato de adversarios (cuando no de enemigos) a todos aquellos que no comulgan con él ha resultado en estancamiento económico.

En la era de la ubicuidad de la información, los mensajes públicos y los privados son indistinguibles porque todos se suman en el proceso político y arrojan un resultado binario: generan confianza o no la hay. La estrategia de confrontación, diseñada expresamente para dividir, agudiza el encono social, cierra los espacios de potencial diálogo y tiene el efecto de generar incertidumbre. En lugar de crearse un entorno de paz y de tranquilidad, crucial para atraer inversión y ahorro, éste se torna imposible.

Fue el propio Mao quien afirmó, en una entrevista con Edgar Snow, que para gobernar se requiere «Un ejército popular, alimento suficiente y confianza del pueblo en sus gobernantes.” “Si sólo tuviera una de las tres cosas, ¿cuál preferiría?», preguntó Snow. «Puedo prescindir del ejército. La gente puede apretarse los cinturones por un tiempo. Pero sin su confianza no es posible gobernar.”

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 REFORMA
  22 Ago. 2021 

El árbitro

 Luis Rubio
En memoria de mi querido Chacho

La función de un árbitro en materia constitucional es la de resolver las diferencias entre los otros poderes públicos. En los últimos años, con un poder legislativo en control del poder ejecutivo, la única garantía de estabilidad política e institucional radica en la Suprema Corte de Justicia; pero ¿qué pasa cuando el árbitro renuncia a su responsabilidad constitucional y su presidente se subordina públicamente ante el presidente?

La reforma a la Corte de 1994 fue concebida justo para un momento como el actual. El objetivo era conferirle certeza al proceso de cambio político que comenzaba a cobrar forma con la modernización de la estructura del poder judicial. Muy en el estilo de la época, se dieron dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás: por ejemplo, no hay ninguna Corte en el mundo democrático que requiera más de una mayoría simple para sus decisiones; en México se requieren ocho de los once votos. De la misma manera, se le confirió un enorme poder de control de los procesos internos al presidente de la Corte. Estos pecados de origen ponen de manifiesto, una vez más, la falta de visión de nuestros presidentes y su perenne compromiso con el statu quo, en aquel caso uno no muy democrático o encomiable.

Las anomalías con que nació la Corte son las que han creado el galimatías en que estamos en este momento porque le permitió al presidente López Obrador tomar control de la institución al forzar la salida de un ministro, nombrar a dos que le correspondían y subordinar al presidente de la Corte. En un santiamén, el presidente acabó en control del árbitro quien, a través de su presidente, congela todos los asuntos vitales que minan y amenazan los derechos y garantías más elementales de la ciudadanía. Cuando el árbitro deja de serlo, el país entra en un terreno por demás pantanoso.

La lista de asuntos pendientes en la Corte crece minuto a minuto; algunos de esos pendientes hablan de lo más elemental para la vida de una nación, como son la libertad de las personas, los derechos de propiedad y la permanencia de las reformas que se fueron adoptando en las décadas pasadas. Estos asuntos competen y afectan a toda la ciudadanía porque se refieren a la esencia de las relaciones entre la sociedad y el gobierno, entre el gobierno federal y los estados y, sobre todo, a los mecanismos de contrapeso que toda sociedad democrática y civilizada requiere para funcionar. Una sociedad que carece de esos mecanismos o cuando esos mecanismos se ponen en entredicho y no existen instancias capaces de protegerlos, deja de poder concebirse en términos de civilización y democracia. México no ha cruzado ese umbral, pero la subordinación de la Corte, especialmente de su presidente, al poder ejecutivo federal, nos pone en esa tesitura.

El ex ministro de la Corte, José Ramón Cossío, argumenta que “la función central de la justicia constitucional es -precisamente- retener esos intentos de apoderarse de ella. La justicia constitucional requiere de jueces que sostengan una plaza que es la Constitución.” Cuando esos jueces permiten la subordinación de la última instancia constitucional al ejecutivo, no sólo convierten a la justicia en una mera burla, sino que atentan contra la estabilidad del país.

El resultado electoral del pasado 6 de junio reduce parcialmente la gravedad del brete en que la Corte ha colocado a la ciudadanía. La pérdida de la mayoría calificada por parte de Morena y aliados cambia, al menos parcialmente, el panorama político, pero no resuelve el daño en que ya se ha incurrido y que son los asuntos que el ministro presidente de la Corte guarda celosamente y bajo llave en su cajón, como la prisión preventiva y la extinción de dominio, por citar dos especialmente abominables y ominosos.

La pregunta es qué sigue. Una posibilidad, la preferida de los políticos mexicanos, ahora acelerada por la decisión del presidente de “quitarle la corcholata” al proceso de sucesión y destapar a potenciales candidatos de Morena, es la de “nadar de muertito” por los siguientes tres años. Dada la presión a la que están sometidos los integrantes de la Suprema Corte de Justicia, ésta podría parecer una opción atractiva en su calidad de individuos, especialmente su presidente, pero implicaría una absoluta irresponsabilidad en términos de su compromiso constitucional.

Otra posibilidad sería la que proponen Jemabar Denis y Roucate Yves en su famoso libro Elogio de la traición. Es tiempo de que el presidente de la Corte reconozca el momento histórico y rompa cualquier compromiso en que haya incurrido: “no traicionar es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición, expresión superior del pragmatismo, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos… La traición es la expresión política –es el marco de las normas que se da la democracia- de la flexibilidad, la adaptabilidad, el anti-dogmatismo; su objetivo es mantener los cimientos de la sociedad, en tanto el de la cobardía criminal es disgregarlos.”

Lo mínimo que merece el país es que se asuma la máxima de José María Morelos: “Que todo el que se queje con justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda contra el arbitrario.”

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 15 Ago. 2021 

Desigualdades

Luis Rubio

La desigualdad es uno de los más poderosos reclamos y demandas que ha enarbolado el presidente López Obrador y que animan a mucha de su base. Buenas razones hay para ello, lo que no equivale a que el presidente esté avanzando hacia su disminución: más bien, todo lo que hace parece orientado a acentuarla. La desigualdad es sin duda una de las características de nuestra sociedad pero, en lugar de desarrollar programas para resolverla, el gobierno se ha abocado, como en todo lo que hace, a identificar culpables en lugar de soluciones. Mejor transferir la responsabilidad que asumir el reto de crear condiciones para que el fenómeno disminuya y eventualmente desaparezca.

El tema no es nuevo. En años recientes, el reclamo por atender las desigualdades se eleva, en gran medida, paradójicamente, porque el avance en esta materia ha sido mucho, pero más lento de lo que la gente quisiera. La paradoja es clave porque el presidente utiliza las diferencias sociales como instrumento de polarización sin reconocer la naturaleza del fenómeno: la gran mayoría de la población ha avanzado en las últimas décadas, pero unos han avanzado mucho más rápido que otros. Es decir, las reformas que tanto reprueba el presidente permitieron que casi toda la población mejorara con celeridad, pero el hecho de que algunos se enriquecieran en el camino creó expectativas de un avance más rápido para todos, lo que ciertamente no se ha dado. La pregunta es porqué.

No menos importante es el enfoque por el que ha optado el gobierno: en lugar de buscar cómo resolverlo, se ha dedicado a identificar supuestas causas y culpables. Michael Novak decía que entender las causas del atraso y la pobreza es interesante, pero lo que es más relevante (y, agrego yo, poderoso) es identificar las causas de la riqueza. Es evidente que es políticamente más rentable encontrar culpables que procurar soluciones, pero lo que el presidente está haciendo es acelerar la desigualdad empobreciendo no sólo a los ya de por sí pobres, sino sobre todo a quienes ya habían logrado avances sensibles en su nivel de vida y capacidad de consumo, la parte más vulnerable de la sociedad mexicana y, no una ironía pequeña, una importante fuente de apoyo electoral al presidente.

Tres fenómenos han ocurrido en las últimas décadas: primero, una gran proporción de la sociedad mexicana elevó sensiblemente su nivel de vida y capacidad de consumo, la incipiente clase media; segundo, la explosión de Internet, las redes sociales y, en general, la ubicuidad de la información, provocaron una revolución en las expectativas de la gente: todo mundo ve a quienes se han enriquecido y quiere ser y tener lo que aquellos tienen y lo quiere ahora. Esta fuente de aspiración también es una enorme fuente de frustración y, por lo tanto, fácil presa para los traficantes de resentimientos; y, tercero, otra parte de la sociedad, particularmente en el sur del país, se ha quedado rezagada no por falta de aspiraciones o capacidades, sino por los cacicazgos políticos y sindicales que impiden la prosperidad en lugares como Oaxaca y Chiapas.

La gran innovación de Morena y sus liderazgos radica en querer resolver estos problemas empobreciendo a toda la población: mejor elevar impuestos, expropiar, impedir la instalación de nuevas empresas (y sus consecuentes empleos), que resolver las causas estructurales de la desigualdad, lo que entrañaría generar nuevas fuentes de crecimiento, una economía más productiva y con mayor competencia y menos obstrucción de políticos y líderes marrulleros que viven de la expoliación permanente.

Este debate ocurre en todo el mundo, en cada caso con sus sesgos particulares. Por ejemplo, en Estados Unidos se discute la idea de resarcir el mal que causó la esclavitud mediante el pago de reparaciones a los descendientes de esclavos. Los problemas éticos, morales y prácticos que se derivan de estos planteamientos son enormes y la razón por la cual este asunto lleva décadas en la palestra sin avanzar mayor cosa. La complejidad de lidiar con una fuente de rencores, sufrimientos y pasiones tan grande es enorme, pero traigo a colación el ejemplo porque hay quienes están proponiendo soluciones creativas que bien podrían ser adoptadas en México.

En lugar de exigir que ciudadanos de hoy que nada tienen que ver con la esclavitud de hace dos siglos paguen reparaciones a personas que nunca fueron esclavos, la propuesta es llevar a cabo inversiones dirigidas a quienes sufren la desigualdad de manera más acusada, cualquiera que sea su origen. Específicamente, se propone un amplio programa para la construcción de escuelas con los mejores maestros y complejos habitacionales para las comunidades más pobres con el propósito expreso de romper con el círculo vicioso de la pobreza-desigualdad-falta de oportunidades.

En México las mafias sindicales y caciquiles como la CNTE se dedican a preservar la ignorancia y, por lo tanto, la desigualdad y la falta de oportunidades. Quizá no haya peor mal que el de la desigualdad causada por esas mafias que también son operadores de Morena y cuyo objetivo es el que la gente siga siendo pobre, sumisa e ignorante. La desigualdad es producto del sistema que Morena quiere no sólo preservar sino afianzar.

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Coacción

 Luis Rubio

“La obsesión por silenciar a otros es tan vieja como la necesidad de expresarse” afirma Erik Berkowitz* en un extraordinario estudio sobre la censura. El gobierno mexicano post revolucionario se pasó casi un siglo suprimiendo la libertad de expresión, haciendo toda clase de esfuerzos por censurar a los medios, controlar la conversación e impedir que entraran al país “ideas peligrosas” que pudiesen poner en entredicho la legitimidad de los gobiernos emanados de la revolución. Como bien apunta este autor, la censura no anula la expresión que molesta al gobernante, sino que la transfiere a otros medios, creando “mercados negros” saturados de discusión, información, desinformación, teorías conspirativas y una infinidad de chistes y memes. Sintomático de nuestro tiempo es el hecho que los chistes sobre el presidente han renacido, justo como ocurría en los setenta.

El asunto de la libertad de expresión polariza a la sociedad mexicana. Para algunos, comenzando por el presidente, hoy se respira un ambiente de libertad sin igual. Y, claro, no hay duda alguna que el presidente López Obrador emplea y explota su púlpito con plena libertad. Para otros, sin embargo, la forma de conducirse del presidente no es otra cosa que una permanente intimidación hacia quienes él denomina “adversarios.”

La polarización en esta discusión es algo extraño porque vivimos en la era de la ubicuidad de la expresión. Las redes sociales permiten que cada ciudadano se exprese tal y como guste, con sentido común o sentido raro, con respeto o irreverencia, con buena o mala ortografía. Más al punto, la derrota del PRI en 2000 vino acompañada de un cambio radical en la naturaleza del Estado mexicano, abriendo las comparsas de la censura de par en par: tirios y troyanos súbitamente tuvieron acceso a todos los medios, escritos y electrónicos, en tanto que el gobierno no sólo perdió la capacidad de control, sino que optó por no emplearla. Ciertamente, no faltaron presidentes y sus personeros que intentaron acotar la libertad de expresión aún después del 2000, pero el advenimiento de las redes sociales hizo imposible retornar a la era anterior. Muchos de quienes afirman que esa libertad súbitamente apareció en 2018 son los mismos que habitan el mundo de las redes donde predominan expresiones, insultos y conversaciones fuera de toda posibilidad de control. Quien lo dude pregúntele a Peña Nieto.

En contraste con otros gobiernos, el mexicano se distinguió (casi siempre…) por la sutileza de sus métodos, pero nunca fue tímido en recurrir a otros, más directos, cuando, en su estimación, las circunstancias lo justificaban: 1968 es testimonio vívido de aquellos momentos. El gobierno se empeñaba en controlar el flujo de la información porque el objetivo era la preservación de la legitimidad post revolucionaria y para ello se abocaba a la construcción de hegemonía (televisión, libros de texto), así como la censura en los periódicos.

El presidente López Obrador no es un paladín de la libertad de expresión, pero su verdadero objetivo es el control de la narrativa. Sus mañaneras buscan intimidar, pero sobre todo procuran conducir la conversación, informar a sus seguidores, establecer la legitimidad (e ilegitimidad) de los asuntos que le importan y construir una hegemonía ideológica. Muy en el espíritu de los setenta, pretende que es posible abstraer la discusión nacional de lo que ocurre en otras latitudes o que la información que él produce y manipula es la única posible. El problema no es que pueda lograrlo, sino que tiene a su alcance (y emplea) instrumentos de coerción y extorsión que fácilmente pueden convertirse en frenos efectivos a la libertad de expresión.

La pregunta es si, más allá del interminable flujo de insultos y contra insultos que esto genera en las mañaneras y las redes sociales, todo esto hace alguna diferencia. La libertad de expresión es parte inherente a la cultura nacional, como ilustran Posadas y el Ahuizote en la era porfiriana: medios indirectos para esquivar la censura que ahora se pretende reinstalar a través de la intimidación y descalificación. Desde luego, hay naciones, especialmente China, que han logrado un enorme éxito económico sin contar con libertad de expresión, pero eso les fue posible, al menos en la era de Deng Xiaoping, con mecanismos que generaban certidumbre y confianza en el proceder gubernamental, como de alguna manera ocurría en el México post revolucionario.

Sin embargo, México no es China, ni comparte su historia y cultura. En ese contexto, sin libertad de expresión y sin fuentes de confianza, el país no puede prosperar. Tampoco es evidente que las tácticas de Xi Jinping de controlarlo todo, centralizar el poder y perpetuarse, vayan a lograr mejores resultados que los que tuvo Mao en su tiempo.

En un intercambio al inicio de la revolución rusa, Lenin preguntaba “¿Por qué habríamos de molestarnos en responderle a Kautsky?… El debería respondernos a nosotros y luego tendríamos que responderle a su respuesta. No habría fin a eso. Sería suficiente anunciar que Kautsky es un traidor a la clase obrera y todo mundo entendería de inmediato.” Esa es la manera del gobierno: intimidar. Quizá efectiva para el control, pero ciertamente no para el progreso.

*Dangerous Ideas

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01 Ago. 2021

Tormentas

Luis Rubio

Según un viejo proverbio chino, “cuando hay tormenta bajo los cielos, los problemas pequeños se convierten en problemas grandes y los problemas grandes no se pueden resolver. Cuando hay orden bajo los cielos, los problemas grandes se tornan pequeños y lo problemas pequeños no deben obsesionarnos.” A juzgar por el relato que hace John Rogin del gobierno de Trump, todo se hizo, conscientemente o no, para magnificar el conflicto y, por lo tanto, hacerlo inmanejable.

Caos bajo los cielos* es un libro fascinante que describe el devenir dentro del gobierno de Trump. Un gobierno caracterizado más por el caos que por la organización y claridad de propósito, la de Trump fue una administración que nunca aterrizó la retórica del presidente en políticas concretas o administró a las diversas facciones que se organizaron dentro de su gabinete para avanzar (o impedir) la consolidación de una agenda.

En la relación con China, el asunto central del libro, la única palabra que puede describir lo ahí ocurrido es caos, abriéndole la puerta al presidente chino para avanzar su propia agenda, él estando en pleno control de su gobierno. No por casualidad, Rogin comienza el libro con una cita de Mao que rima con el proverbio mencionado arriba: “hay un gran caos bajo los cielos… La situación es excelente.”

Aunque el libro se refiere a la estrategia -si a lo que ahí ocurrió se puede denominar de esa manera- del gobierno de Trump hacia China, hay un sinnúmero de comentarios y descripciones a lo largo del texto sobre los otros asuntos que motivaban al presidente y que lo convierten en una gran ventana hacia su forma de operar. Ahí aparece el TLC norteamericano, reuniones con diversos presidentes, el desprecio de Trump por la gente común y corriente (que fue su base política más sólida), la lógica de la intervención extranjera en política americana, el desdén por los integrantes de su gabinete y su manera tortuosa -instintiva y de botepronto- de decidir sobre asuntos tan complejos y delicados como la OMC, Taiwán, China, el TMEC, Corea del Norte, Covid, etcétera. Un desorden que uno no esperaría de una superpotencia con armas nucleares al alcance de su presidente.

Trump no esperaba ganar la elección de 2016. Su campaña fue instintiva, contraria a lo que los profesionales de estrategia electoral consideraban elemental, pero resultó exitosa porque empató con el sentir de un amplio segmento del electorado. Esa victoria lo envalentonó para proseguir con una agenda fundamentada esencialmente en sus percepciones y humores del momento. Como ilustra Bob Woodward en Furia,** en lugar de darle su lugar a los profesionales, despreciaba su función y los nombraba y removía constantemente, con frecuencia con la víscera por delante***

Así, un gobierno altamente institucionalizado acabó operando en dos planos: el de la intuición de botepronto del presidente y el de una burocracia profesional tratando de mantener una semblanza de orden. Entre ambos niveles, los funcionarios políticos (nombrados por Trump) se peleaban por controlar la agenda, mientras que unos acusaban a otros de estar dominados por el “pantano” o el “estado profundo,” que no es otra cosa que los profesionales dedicados a hacer lo que siempre hacen: preservar el statu quo, sea esa su intención o no.

La descripción que hace Rogin de las facciones que dominaron los distintos momentos de la administración es quizá lo más valioso del libro. Un grupo de amateurs en asuntos de gobierno en control de decisiones trascendentes y en conflicto permanente, unos por avanzar la agenda retórica de Trump (como Bannon), otros buscando “corregir” la agenda del presidente (como Bolton) y unos más intentando proteger el statu quo, sobre todo en materia económica y de comercio internacional (como Cohn, Mnuchin y Kushner). El yerno del presidente aparece como ajonjolí de todos los moles, tambaleándose entre sus intereses personales, proteger a su suegro de sus peores instintos, cuidar al mercado accionario y avanzar algunas agendas internacionales relevantes. Alrededor de todo esto, por los primeros años, los militares en posiciones estratégicas (como el jefe de la Casa Blanca, el secretario de defensa y el asesor en seguridad nacional), procurando mantener una semblanza de orden, como si fueran los adultos en el kínder.

La forma de funcionar de la administración de Trump fue mucho peor de lo que uno podía imaginar. Si bien algunos de sus objetivos eran meritorios -sobre todo romper con la inercia burocrática que supone que todo lo existente está bien y no amerita cambio alguno- la personalidad de Trump, su inexperiencia (y mala experiencia) no hicieron sino crear y magnificar un caos permanente que, sin embargo, creó nuevas realidades, como el conflicto con China, la modificación del TLC y la legitimidad de Kim Jong-un. En el camino, destruyó relaciones cruciales y profundizó el conflicto interno.

La mayoría de los gobiernos busca resolver o administrar los problemas y conflictos que se les presentan. Algunos intentan cambiar al mundo. La mayoría no hace más que librarla, a duras penas. Trump, y otros como el nuestro, acaban destruyendo más de lo que construyen, magnificando los problemas y haciéndolos irresolubles.

 

*Chaos Under Heaven: Trump, Xi and the Battle for the 21st Century. **Rage. ***Hay una extraordinaria versión satirica sobre Trump: Make Russia Great Again, de Christopher Buckley

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  REFORMA

25 Jul. 2021

Mezquindad o grandeza

Luis Rubio

La escasez de estadistas en el mundo, argumentó Napoleón, se debe a la complejidad inherente a la función: “para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr; pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad.” A casi tres años de haber asumido la presidencia, es evidente que Andrés Manuel López Obrador no entiende (o no acepta) la diferencia: se quedó en la parte de la mezquindad.

En lugar de gobernar, eso que el presidente considera “muy fácil,” se ha dedicado a dividir a los mexicanos, a la vez que avanza una agenda cuya esencia es la eliminación de todo lo existente de las pasadas cuatro décadas. Su actuar es perfectamente explicable, pues se trata de dos proyectos que son incompatibles y que chocan entre sí. El proyecto presidencial reprueba el desarrollo institucional que tuvo lugar en las pasadas décadas.

El presidente está abocado a la construcción de su visión sobre cómo debería funcionar el país. Se trata, en realidad, de la recreación de su memoria histórica: la presidencia de los años setenta, etapa de oro de la nación mexicana en la concepción de López Obrador. En aquella era la presidencia era, en esa visión caricaturesca, todopoderosa: el presidente podía imponer su voluntad, lo que garantizaba que el país funcionara, la economía creciera y hubiera orden. Quienes vivimos los setenta sabemos que la presidencia de aquellos momentos -Echeverría y López Portillo- fue una fuente de infinita frivolidad, la economía estaba desbocada (de hecho, ambos presidentes inauguraron la era de crisis que luego se tornaron casi cotidianas) y que fueron justamente ellos quienes iniciaron la era de desorden que luego resultó incontenible.

Un libro sobre el palacio de Versalles afirma que “Luis XIV construyó Versalles, Luis XV disfrutó Versalles y Luis XVI pagó por Versalles.” Algo así le pasó a México a mediados del siglo XX. El desarrollo estabilizador permitió que la economía creciera, los dos presidentes antes mencionados, conocidos como los de la docena trágica, disfrutaron lo que sus predecesores construyeron y los ochenta fue la década en que los mexicanos tuvieron que pagar por la lujuria y frivolidad (personal, política y económica) de aquellos personajes.

Los ochenta fueron un periodo de convulsión: crisis económica, casi hiperinflación, deuda exacerbada, enorme enojo, desconfianza y repetidos intentos por restablecer alguna semblanza de orden y estabilidad en todos los ámbitos de la vida nacional. Luego de varias tentativas fallidas por retornar a la era del desarrollo estabilizador se acabó por entender y reconocer que esa vía era imposible y que el mundo -y México- habían cambiado en el ínterin. Lo que siguió -la era de reformas tanto económicas como políticas- fue desigual y parcial, pero sin duda restableció alguna semblanza de orden en la economía y la política, aunque en el camino se perdiera el control territorial y del crimen organizado.

Clave en ese proceso fue la construcción de instituciones cuyo objetivo era conferirle certidumbre a la población (como el IFE, una nueva Suprema Corte, el INAI, la CNDH), a la economía (como la Comisión de Competencia) y a sectores específicos (como la CRE, la CNH, el IFT). Algunas de estas instituciones obtuvieron rango constitucional, otras autonomía, algunas resultaron más efectivas que otras, pero todas seguían una lógica común: conferir certeza y constituirse en contrapesos al ejecutivo todopoderoso de antaño. Se trataba (o se pretendía) irle dando forma a una economía moderna y a una sociedad democrática.

El proyecto de López Obrador es exactamente lo contrario: su objetivo es centralizar y concentrar el poder, imponer la visión presidencial y eliminar todo vestigio de independencia, democracia y competencia porque éstas son incompatibles con su modelo de país. En consecuencia, es perfectamente explicable que tenga que abolir, neutralizar o eliminar todas esas instituciones, muchas de las cuales, lamentablemente, probaron ser demasiado enclenques para contener el embate presidencial. En su acometida, López Obrador y Trump son muy similares, pero las instituciones estadounidenses, en contraste con las nuestras, probaron ser suficientemente fuertes para contener la embestida.

El problema para López Obrador, pero sobre todo para México, es que su modelo es incompatible con el mundo de hoy y con la realidad cotidiana de una población con aspiraciones y expectativas propias del siglo XXI. Mucha de esa gente votó por López Obrador por creer en él o por hastío respecto al pasado, pero lo que él impulsa no es solo una aventura reaccionaria sino una quimera y un capricho irrealizable. Esto, más que cualquier otra cosa explica la hecatombe electoral que sufrió el presidente.

“La esencia de la democracia,” escribió Deng Yuwen, editor de un periódico controlado por el partido comunista chino, “radica en restringir el poder gubernamental: esta es la razón más importante por la cual China requiere la democracia. La sobre concentración de poder gubernamental sin pesos y contrapesos es la causa última de tantos problemas sociales.” López Obrador comienza a vivir esos mismos retortijones.

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 18 Jul. 2021

Gobernar

 Luis Rubio

El arte de gobernar, dice David Konzevik, es el arte de manejar la brecha entre las expectativas que tiene la ciudadanía y las realidades mundanas. México es un ejemplo viviente tanto de la enorme brecha entre ambos factores como de la incapacidad de nuestros gobiernos por manejarla. La pregunta es por qué.

La reciente elección nos puede dar una pista de la problemática que enfrenta el país y que, por décadas, ha sido evadida por un gobierno tras otro. Independientemente del resultado electoral específico, hay dos patrones muy claros en el electorado mexicano: por un lado, un reconocimiento del enorme cambio para bien que experimentó el país a lo largo de las últimas décadas. No es necesario ver más allá del impresionante voto urbano, desde la ciudad de México hasta la frontera, para apreciar un país activo, demandante y “entrón,” decidido a otear un futuro promisorio. Por otro lado, es igualmente palpable el rezago que sigue caracterizando a México en buena parte del sur y otras demarcaciones.

En cierta forma, nada cambió desde 2018: el país sigue exhibiendo una enorme desigualdad, pero ahora exacerbada (en lugar de disminuida, una paradoja) por la naturaleza del presidente. Es decir, en vez de avanzar hacia los objetivos que él mismo enarboló en su campaña, el país se ha retraído y sus problemas se han acentuado.

Lo fácil sería atribuirle al presidente este resultado, pero eso implicaría ignorar que el problema yace en las estructuras que hacen posible que un presidente pueda cambiar tantas cosas sin el menor contrapeso. A algunos les gusta lo que ha hecho, otros lo reprueban, pero ambas posturas eluden el problema de fondo: México no necesita salvadores o Tlatoanis sino un sistema de gobierno que funcione, que resuelva problemas y construya condiciones propicias para su desarrollo, lo que implica lidiar con servicios básicos (como educación, salud y seguridad) y también con los mecanismos y estructuras que pudiesen hacer posible el desarrollo de largo plazo.

En el corazón de nuestra encrucijada se encuentra el contraste entre las reformas económicas y las políticas que hemos experimentado en las pasadas décadas. Mientras que las reformas económicas seguían un modelo muy bien articulado (eso independientemente de los errores y sesgos de implementación), las políticas fueron siempre reactivas y nunca hubo un sentido de dirección: más bien, se trataba de apaciguar a personas o intereses (comenzando por el hoy presidente) en lugar de construir un ensamblado amplio e incluyente que sumara a todas las fuerzas políticas. El resultado fue lo que hemos vivido: un gobierno disfuncional, distante de las necesidades de la población y un país dividido por los intereses que protegen al statu quo que impide el desarrollo de vastas regiones del país.

Una película sobre las negociaciones entre israelíes y palestinos en Oslo en los noventa muestra el contraste entre dos visiones, que permite apreciar la complejidad de nuestra situación. La primera negociación logró acuerdos sobre principios generales. No fue sencillo, pero lo que salió fue un esquema sobre el que se podía trabajar. Sin embargo, fue hasta que comenzaron a discutir los detalles -como la basura o los impuestos- que los negociadores se encontraron ante la complejidad de aterrizar los grandes principios en la funcionalidad de la gobernanza cotidiana. La verdadera negociación no inició sino hasta que se abocaron a lo que hace funcionar a un país. Ese proceso fracasó por diversas razones, pero el ejemplo me parece sumamente relevante para México.

Las reformas políticas mexicanas nunca llegaron a un punto como ese. Claro que se lograron arreglos institucionales en materia electoral o sobre la suprema corte; también se podrían agregar otros no menos trascendentes como el del Banco de México, quizá menos visibles, pero no menos trascendentes. Sin embargo, nunca se llegó a una negociación sobre los asuntos que realmente importan a la población o al desarrollo del país en su vida cotidiana.

Asuntos como: las relaciones entre los estados y gobernadores con el ejecutivo federal; los dineros federales y los estatales; la separación de soberanías entre estados y federación; un sistema de seguridad pública que no sea dependiente del ejército y que efectivamente confiera seguridad a la población; la justicia del fuero común; los partidos políticos: sus prerrogativas y relación con la ciudadanía; las facultades de los miembros del gabinete federal y la rendición de cuentas; la libertad de prensa; los medios de comunicación y la transparencia de su financiamiento. Sin acordar estos “detalles” es imposible resolver problemas “triviales” como la basura, la extorsión o la vida cotidiana.

La reforma electoral de 1996 resolvió un problema específico, pero a la vez creó uno mucho más grande: resolvió el acceso al poder, pero no la forma de gobernarnos. Todos los problemas que hoy enfrenta el país se derivan de ahí: desapareció el sistema que todo lo controlaba, pero no se creó uno nuevo que le respondiera a la ciudadanía. Se encumbraron poderes particulares por todas partes y se hizo posible el ascenso de una hiper presidencia sin control alguno. Ningún país puede progresar o prosperar en esas circunstancias. 

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