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Socio incómodo

Luis Rubio

 Brexit no es el único desafío que enfrenta la Unión Europea (UE). Aunque el Reino Unido fue siempre un socio incómodo, hay otras naciones que causan tensiones permanentes. Algunos casos obvios son los de las regiones que buscan autonomía, como Cataluña, pero en los últimos años son las naciones de Europa oriental las que se han convertido en dolores de cabeza. Hungría hace mucho que rompió con el protocolo de civilidad democrática, quizá el corazón, al menos en sentido emotivo, de la UE, pero en los últimos tiempos es Polonia la nación que se ha destacado por desafiar los sustentos clave de la organización regional. Para integrarse a la UE, un aspirante tiene que homologar toda su estructura legal, incluso constitucional, con las reglas dictadas desde Bruselas; sin embargo, recientemente, la suprema corte en Varsovia (que nadie considera independiente) decretó que diversas regulaciones europeas no concordaban con la constitución polaca. El gobierno polaco no tiene intención alguna de abandonar a la UE, pero su permanencia choca con la esencia del proyecto europeo. Mientras que el Reino Unido rompió de tajo, Polonia es vista cada día más como un socio crecientemente incómodo e incompatible. Me pregunto si México comienza a parecerle así a nuestros dos socios en Norteamérica.

El proyecto europeo es muy distinto en estructura y naturaleza al tratado comercial norteamericano. El objetivo explícito de las naciones que conformaron la Comunidad Económica Europea desde el Tratado de Roma de 1957 era el de avanzar hacia una integración política bajo la premisa de que una interacción constante en todos los planos -económica, laboral y política- eliminaría la propensión a incurrir en agresiones bélicas como las que había sufrido el continente dos veces en el siglo XX.

El TLC norteamericano y su sucesor, el T-MEC, no tiene mayor pretensión u objetivo que el de integrar procesos industriales, establecer reglas claras para el intercambio comercial y para las inversiones entre los tres países. Para ese fin, el contrato que une a las tres naciones establece mecanismos para el funcionamiento de los cruces fronterizos, así como para la resolución de controversias y disputas.

En lo que ambas regiones, Europa y Norteamérica, sí comparten un objetivo común es en fortalecer las instituciones y capacidades para acelerar el desarrollo de sus socios más recientes y vulnerables. Las naciones que antes eran parte del bloque soviético que solicitaron su incorporación a la UE veían ese acceso como una forma de transformarse, consolidar sus economías y anclar su democracia. En esa misma dimensión, la propuesta mexicana de negociar un esquema de relación económica similar a la que Estados Unidos había acordado con Canadá fue entendida por los estadounidenses como una oportunidad para apoyar la transformación que México había emprendido en los años anteriores y contribuir a su consolidación.

Independientemente de los objetivos contrastantes, las naciones originales que se incorporaron en estos mecanismos regionales compartían una historia y niveles de desarrollo similares (Alemania, Francia, Holanda, Bélgica, Italia y Luxemburgo y Canadá y Estados Unidos, respectivamente). Sin embargo, ambas regiones respondieron ante la oportunidad de apoyar a naciones vecinas con características muy distintas y lo hicieron porque eso las fortalecía a ellas mismas.

La discusión actual entre los socios originales dentro de la Unión Europea es qué hacer con naciones como Polonia y las que se vayan acumulando en el tiempo. Con la experiencia que ya existe de una nación alejándose del bloque, el Reino Unido, los políticos europeos comienzan a hablar del contraste entre un mal matrimonio y un buen divorcio. Aunque muchos deploraron la salida de Inglaterra, ahora comienzan a verla como un mal menor frente a la complejidad inherente a un socio que no se va pero que constituye un dolor de cabeza permanente, además de susceptible de contagiar a otras naciones en la vecindad.

Por tres décadas, México mantuvo, al menos formalmente, el objetivo de avanzar la integración como mecanismo para elevar la productividad y, con ello, los ingresos de la población y el desarrollo del país. No se hizo mucho al respecto -ni siquiera se procuró sumar a cada vez más regiones, actividades y empresas en el mecanismo regional- pero, hasta ahora, no había divergencia en la visión general de futuro.

El gobierno actual no comparte esa visión de futuro y cada uno de sus actos e iniciativas apunta hacia una divergencia cada vez mayor. No me queda duda que la legislación en materia eléctrica puede ser la gota que derrame el vaso, consagrando a México en el socio incómodo de la región. Nadie va a buscar el divorcio, pero desprecian la incapacidad e indisposición del gobierno mexicano a enfrentar y resolver sus problemas, cuando no a causar adicionales. Inevitablemente, nuestros socios protegerán a sus empresas de las medidas arbitrarias (y contraproducentes) y se apertrecharán para evitar que la inseguridad, corrupción y migración crucen sus fronteras.

En lugar del respeto que tanto añora el presidente, veremos bloqueos y en lugar de cooperación habrá una estrategia defensiva. De la mano vendrá más pobreza y menos crecimiento. Un gran éxito.

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21 NOV 2021
  

 

 

 

Artículo Luis Rubio – REFORMA – 21 noviembre 2021

¿Caro o barato?

Luis Rubio

El desconcierto es justificado porque buena parte de la población vive en un mundo de miedo o enfado, ambos malos consejeros pero que, en la era de las redes sociales, son no sólo ubicuos, sino dominantes. Peor, mientras que antes unos -el enfado y el miedo, respectivamente- permitían atenuar al otro, el efecto de vivir en comunidades digitales auto contenidas que no se comunican mayormente tiene el efecto de reforzar la emoción y la comunidad. ¿Cómo, en este contexto, dilucidar los grandes asuntos que están en la palestra nacional?

El INE es objeto de permanente crítica y oprobio. Desde su formalización como entidad autónoma en 1996, prácticamente no ha habido gobierno que no le haya metido mano al complejo electoral, usualmente para ajustar las reglas a sus intereses, ejercer venganza contra los integrantes del consejo de las instituciones respectivas (INE y TEPJF) o intentar apaciguar a algún actor en particular. Ahora llega precisamente ese actor a querer meterle mano una vez más.

La queja respecto al INE es triple: primero, que es muy costoso; segundo, que aplica las reglas de manera sesgada; y, tercero, que no se subordina a quien obtiene el mayor número de votos. Sintomático de la naturaleza profunda de este tercer elemento es que tanto Felipe Calderón en 2006 como Andrés Manuel López Obrador en 2018 le reprochan exactamente lo mismo. Por más ruido que haya, esto último es prueba contundente de la imparcialidad del árbitro electoral. Además, comparado con el gobierno federal, el INE es un modelo de eficacia y probidad y así lo reconoce la ciudadanía.

Por el lado financiero, es evidente que el costo del sistema electoral es enorme, pero habría que recordar la razón por la cual se creó el sistema, que llevó a que se consolidara en el texto constitucional para que no se politizara su financiamiento. El costo del sistema electoral incluye tanto a la estructura de las dos entidades como las subvenciones a los partidos políticos, esta última producto del objetivo de replicar el esquema europeo en el cual el gobierno financia a los partidos, en contraste con el estadounidense en que todo el financiamiento es privado. En este rubro, no hay que perder de vista que una consecuencia de un sistema financiado por el Estado es que hace posible que los partidos se distancien de los ciudadanos, pues no los necesitan para nada, excepto el día del voto. No muy democrático, pero muy real.

En países con un elevado nivel de confianza entre los ciudadanos y de estos con sus instituciones (pienso en la mayoría de las naciones europeas), los sistemas electorales son muy simples y funcionan con los aparatos administrativos existentes. En EUA cada estado tiene su propio sistema y las disputas en los últimos años son interminables, reminiscentes de los ochenta en México.

El origen del entramado electoral en México es precisamente el de la aplicación de las reglas. El INE independiente fue la una respuesta diseñada para garantizar la limpieza y conferirle certeza a la ciudadanía frente al mar de disputas electorales (usualmente post electorales) que caracterizaron a los ochenta y noventa. Su complejidad fue producto, como se decía en esa época, de las enormes desconfianzas que albergaban los diversos partidos entre sí, que AMLO ha retrotraído.

 

El hecho tangible es que, con excepción de 2006, desde 1997 prácticamente no ha habido disputas en esta materia. En sentido contrario a lo que afirma el presidente, la aplicación imparcial de las reglas es lo que ha evitado una conflagración política.

Estas circunstancias explican la naturaleza de la acometida actual: venganza y control. Venganza por la inflexibilidad del consejo del IFE, es decir, por no ceder ante el presidente; y control porque eso es lo que es compatible con el modelo de concentración del poder que lo anima. Como partido en el poder, Morena y su jefe quieren hacerse del control del INE para quedarse en el poder, o sea, reproducir el viejo esquema priista del siglo XX.

El problema es que estamos en el siglo XXI. La disputa política es cada vez más compleja, ocurre en cada vez más pistas (incluyendo las digitales) e involucra a muchos más actores, entre ellos a los “informales” que intervienen sin recato para imponer su voluntad, todo ello bajo la aquiescencia del presidente. En lugar de que los actores acepten las reglas del juego, compiten para redefinirlas. En su extremo, esto lleva a la ley de la jungla.

Przeworski,* un estudioso de estas materias, afirma que las elecciones son una forma civilizada y pacífica de dirimir conflictos “que siempre ocurren a la sombra de una guerra civil.” Sin INE, los mexicanos estaríamos al borde de la guerra todo el tiempo, máxime cuando cada partido, pero especialmente Morena y su líder, consideran que México es una democracia exclusivamente cuando ganan.

Es comprensible la percepción de que es necesario reducir el costo de las instituciones electorales pero, antes de que nuestros dilectos próceres políticos procedan, valdría la pena contemplar los escenarios de conflicto (y violencia) que eso desataría. Gobernar un volcán en erupción sería mucho más complejo de lo que imaginan y provocarían justo lo que dicen temer.

 

*Why Bother With Elections?

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REFORMA

14 Nov. 2021

Sesgos y realidades

Luis Rubio

En la película La vida de Brian, John Cleese interpreta a Reg, el líder del Frente Popular de Judea. En una escena memorable, Reg termina de arengar a sus tropas con la pregunta «¿Qué han hecho los romanos por nosotros?» Un soldado de infantería, trajeado como luchador por la libertad, responde «¿el acueducto?» Luego, otro más, «los caminos». John Cleese comienza a molestarse hasta que los otros soldados agregan «irrigación,» «medicina,» «educación,» «vino,» «baños públicos» y «ahora es seguro caminar por las calles de noche». El personaje de Cleese responde: «Está bien, pero aparte de la educación, la seguridad, el riego, las carreteras, el saneamiento, el vino, los baños públicos y la medicina… ¿Qué han hecho los romanos por nosotros?»

México no nació ayer ni se inventó en 2018. Las décadas pasadas arrojaron innumerables beneficios y satisfactores que ahora son el sustento de la economía que beneficia al presidente.

Cuando, al estilo Reg, el presidente acusa “¿Qué hizo el neoliberalismo o qué hicieron los que diseñaron para su beneficio la política neoliberal?” la respuesta es similar: sentaron los cimientos para una economía susceptible de encauzar las fuerzas y capacidades de la sociedad mexicana en la convulsa era de la globalización, los conflictos entre las potencias y las dislocaciones digitales del siglo XXI. Además, al liberalizarse la economía para favorecer la libre concurrencia de los diversos agentes, se eliminaron las amarras que mantenían controlada y sometida a la sociedad, es decir, crearon condiciones (conscientemente o no) para la democratización del país. El “neoliberalismo” permitió que México sobreviviera en un mundo cambiante. No poca cosa…

Por supuesto, no todo lo que se hizo en esas décadas fue impoluto o exitoso. La lista de errores, sesgos, malas decisiones, corruptelas y perversiones en algunas decisiones y en muchos procesos de implementación es legendaria. Pero el resultado es infinitamente más benigno que lo que había cuando comenzaron las tan mentadas reformas que el presidente descalifica sin ton ni son. En 1982, luego de dos gobiernos autoritarios dedicados a la destrucción de las finanzas públicas y a la petrolización de la economía, las reformas eran inevitables. En esos doce años, el mundo se había transformado porque el boicot petrolero árabe de 1973 había obligado a un replanteamiento integral de la forma de producir encabezado, en buena medida, por las empresas automotrices japonesas.

Ensimismado por el espejismo de un futuro fácil que imaginaban los políticos por el petróleo (el problema de México sería “administrar la abundancia” dijo López Portillo) el país se había abstraído de lo que ocurría en el resto del mundo. Paradójicamente, la manera en que los japoneses rediseñaron la manera de producir le abrió oportunidades a México que nunca antes habían sido posibles. Los japoneses crearon lo que ahora se conoce como las cadenas de suministro donde un automóvil ya no se produce de A a Z en un mismo lugar, sino que cada planta se especializa en la producción de partes y componentes para un ensamble final. Cada engrane de este proceso depende de las capacidades locales, la disponibilidad de mano de obra calificada y su localización geográfica.

En su esencia, las reformas emprendidas desde los ochenta fueron un intento por incorporar a la economía mexicana en esa lógica global, lo que ha ocurrido en innumerables industrias que ahora nos vinculan con nuestros dos socios norteamericanos de manera estructural, convirtiéndose en el principal motor de la economía del país. Lamentablemente, una gran parte de la población y algunas regiones del país quedaron fuera de esta lógica por toda clase de obstáculos e intereses políticos que siguen expoliando y depredando del mexicano común y corriente. Este es el déficit que urge corregir.

La liberalización de la economía, especialmente la negociación del TLC, cambió la fisonomía del país porque, una vez abiertas las compuertas, la sociedad entera tuvo la oportunidad de transformarse. Así se comenzaron a manifestar distintas formas de pensar y de ser de la ciudadanía, aparecieron organizaciones sociales para representar o atender problemas de diversa índole e instituciones que satisfacen necesidades de las que el gobierno no puede ocuparse. Todo eso que denuesta el presidente son evidencias de una sociedad que crece, se desarrolla y madura. Una sociedad que actúa por su lado y que, en muchos sentidos, enfrenta los problemas que el gobierno es incapaz de resolver.

En la visión presidencial, el gobierno debe encargarse de todo, aunque no se responsabiliza de nada. En su perspectiva, en el país ya no hay violencia, corrupción, pobreza o carencias porque el gobierno actúa y resuelve, todo por el mero hecho de quererlo. Los problemas que persisten en ese imaginario surgen de todo lo que el gobierno no controla, razón por la cual la solución a los problemas del país radica en controlar, centralizar y eliminar cualquier manifestación fuera del dominio gubernamental.

Le guste o no al presidente, en un país abierto como lo es México, la población se manifiesta en los diversos ámbitos de la economía, la sociedad y la política porque no puede ser de otra forma ni se puede revertir.

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07 Nov. 2021

Enemigos

Luis Rubio

Cuando todos son enemigos, nadie es amigo. Así comenzó el fin del terror en la revolución francesa. ¿Concluirá igual el gobierno actual? En 1793 la Convención Nacional aprobó la Ley de sospechosos que comenzó el reino de terror. Diez meses después, en el 8 de termidor, Robespierre denunció la existencia de “enemigos, conspiradores y calumniadores” y anunció que comenzaría una nueva purga de sospechosos. 24 horas después, todos esos sospechosos se levantaron en su contra y lo guillotinaron en la plaza de la revolución, donde más de dos mil personas, incluido Luis XVI, habían sido ejecutadas. La denuncia sistemática de enemigos crea dinámicas que luego nadie puede parar.

Muchas veces es difícil determinar cuándo comienza un proceso en cadena. Los estudiosos de la guerra, comenzando por Clausewitz, tratan de encontrar momentos específicos en que una decisión desata una sucesión de circunstancias, muchas de ellas estocásticas, que concluyen en un conflicto bélico. Pocos ejemplos tan claros de ello como la primera guerra mundial, acontecer que nadie quería pero que nadie hizo nada por parar. El proceder de un presidente en su actividad cotidiana ciertamente no califica como algo de la magnitud de una guerra mundial, pero la mecánica del proceso es similar. En palabras coloquiales ¿cuál es la gota que acaba derramando el vaso?

Peña Nieto ya iba mal cuando apareció la corrupción relativa a la casa blanca y su gobierno se colapsó unos meses después con los sucesos de Ayotzinapa. Nadie al comienzo de 2014, el año fatídico de ese gobierno, pronosticó un desenlace de esa naturaleza. López Portillo perdió el control de su gobierno al inicio del sexto año cuando prometió defender al peso como un perro. Fox, que nunca controló mucho, desapareció del mapa cuando preguntó ¿y yo por qué? Nadie sabe cuándo o cómo comienza un proceso de deterioro y el presidente López Obrador es extraordinariamente astuto para dejarse sorprender, pero en esa silla rápido se pierde perspectiva y el piso.

En su monólogo diario, el presidente acude al recurso de la confrontación y descalificación como estrategia para afianzar su base política. El supuesto que yace detrás de este proceso es que el presidente representa a la población y, al confrontarse él con los “malos,” eleva los sentimientos (y resentimientos) de su base política al nivel que ésta desea, reforzando sus fuentes de apoyo y creando un círculo virtuoso. El discurso consiste en “evidenciar” a diversos grupos, personas y organizaciones como traidores y enemigos del progreso y desarrollo del país, especialmente de los integrantes de su propia base social y de la 4T.

Atacar a quienes el presidente denomina como “fifís,” conservadores y neoliberales, por citar algunas de sus categorías favoritas, constituye una plataforma para enviar mensajes, afianzar la base y mantener el clima de tensión que, él supone, preservará la popularidad y viabilidad de su mando. En los últimos meses ha venido agregando nuevas listas al catálogo de enemigos: comenzó con la mafia del poder desde hace años para luego ampliarla para incluir empresarios, expresidentes, madres solteras, padres de familia y maestros. Más recientemente se abocó a las clases medias, los aspiracionistas, las organizaciones civiles y, la joya de la corona, la UNAM. En el discurso no hay diferencia entre unos y otros: todo son enemigos de su proyecto por ser, a final de cuentas y en resumen, neoliberales.

En su invectiva, el presidente expande el grupo de enemigos de manera sistemática, barriendo con porciones crecientes de la sociedad y, lo que más le importa, del electorado. Mucho de esto es sin duda calculado, pero también puede ocurrir que, dado el éxito que ha tenido en mantener un nivel relativamente alto de popularidad, resulte natural avanzar hacia un número cada vez más amplio y numeroso de grupos sociales a los que desprecia, independientemente de la forma en que hayan votado. El éxito conlleva audacia y ésta hubris, la sensación de que no hay límite, que todo es posible y nada tiene costo o consecuencia.

Sin embargo, como con Robespierre, ¿qué pasa cuando integrantes de su base dura comiencen a sentirse aludidos al ser transferidos a las filas de los enemigos? El ataque a las clases medias luego de la elección intermedia fue víscera pura: el presidente se sintió personalmente agredido porque ese segmento de la ciudadanía osó pasarse a las filas de los enemigos. En lugar de intentar comprender la razón por la cual ese grupo, que votó mayoritariamente por Morena en 2018, cambió de parecer en 2021, el presidente se dedicó a atacarlo. Ahora ha dado un paso potencialmente al vacío con su ataque generalizado e indiscriminado a toda la comunidad de la universidad nacional. Si hay un sector de la sociedad que votó masivamente por él, ese ciertamente fue su más reciente víctima.

Sus contrincantes dirán que no hay que interrumpirlo cuando está cometiendo errores, pero tres años de descontrol llevarían al país al colapso total. Esto máxime cuando, en contraste con prácticamente cualquiera de sus predecesores recientes, para quienes la segunda mitad fue buena o muy buena en términos económicos, AMLO no tiene nada que ofrecer. Nadie sabe cuándo o cómo comienza, pero de que llega nadie lo debe dudar.

 

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 REFORMA

31 Oct. 2021

 

Soluciones perniciosas

Luis Rubio

Cuando el gobierno de un país se encuentra en problemas financieros tiene dos posibles respuestas: reducir el gasto excesivo o trasladarle el problema a la ciudadanía. El primer camino incentiva el crecimiento porque dejan de distraerse recursos en proyectos de poca rentabilidad social, en tanto que el segundo mina el crecimiento futuro porque distrae el ahorro existente hacia gastos improductivos. Un gobierno responsable procuraría causarle el menor daño a la sociedad y a la economía. Un gobierno irresponsable o ignorante no podría pensar en otra cosa que elevar la recaudación.

Cuando una familia súbitamente se encuentra con que no le alcanza el gasto o está muy endeudada, no tiene más alternativa que reducir sus consumos. Un gobierno no es igual a una familia (porque se puede endeudar), pero los políticos nunca aceptan ver esta lógica elemental porque creen que no hay límite a lo que pueden exprimir vía tributos a la población. Lo que generalmente no reconocen es que sus acciones tienen consecuencias. Muchos rubros de gasto improductivo, así como diversos impuestos, tienen el efecto pernicioso de impedir la prosperidad. Mucho peor cuando la economía se encuentra en recesión, los ahorradores están indispuestos a distraer sus recursos y los inversionistas no confían en el gobierno.

La noción de llevar a cabo una “reforma fiscal” es tan vieja como el país. Todos los políticos sueñan con encontrar nuevas fuentes de recaudación que les permitan gastar más sin tener que rendirle cuentas a nadie. Por eso les encantan entidades como PEMEX, a las que ven como una vaca a la que se puede ordeñar sin límite y porque el subsuelo, a diferencia de los ciudadanos, no se queja. El problema es que años de sobreexplotación del petróleo y enorme corrupción han creado un elefante blanco que no sólo está quebrado (de hecho, tiene capital negativo), sino que ni siquiera está enfocado a resolver su situación financiera. En esas condiciones, no hay dinero en el mundo que pueda solucionar el problema: en lugar de proveerle recursos al erario, ahora los consume. La gran virtud de la reforma al sector petrolero del sexenio pasado es que estaba enfocada hacia una gradual estabilización de PEMEX sin sacrificar la inversión y producción en el sector. Eso es lo que, sin comprensión de la problemática y de los costos involucrados, este gobierno destruyó.

A los gobernantes sólo les gusta una reforma fiscal cuando se trata del lado del ingreso; les molesta que se revise el otro lado de la moneda: el gasto, al que siempre se da por intocable a menos que el presidente quiera mover dinero de rubros que no le gustan hacia los de sus clientelas favoritas. Lo mismo cuando, con una lógica electoral y de control de la ciudadanía, pretenden cancelar la deducibilidad de donativos a organizaciones civiles. Lo fiscal en México se maneja como si fuera asunto personal de quien gobierna.

Para que una reforma fiscal pudiera ser exitosa los legisladores tendrían que reconocer que cualquier cosa que hagan entraña consecuencias, muchas de ellas perniciosas. Elevar los impuestos -sea por medio de un incremento en las tasas o inventando nuevas formas de recaudar- implica drenar recursos de la sociedad para destinarlos a proyectos que con frecuencia no sólo no contribuyen a un mayor desarrollo, sino que empobrecen a la población. No hay mejor ejemplo de dispendio que la nueva refinería de Dos Bocas, proyecto que probablemente nunca entre en operación, sobre todo porque para cuando terminara su construcción el consumo de gasolina habrá comenzado a declinar.

Por otro lado, hay áreas en las que una mayor recaudación tiene no sólo lógica, sino que es un imperativo social y político. El país requiere una nueva base fiscal para su desarrollo de largo plazo, plataforma que partiría del principio elemental de que es necesario corregir muchas de las estructuras disfuncionales y que éstas requieren financiamiento. El ejemplo más evidente es el de la seguridad, flagelo que poco a poco destruye la esencia de ser mexicano, condenando al país a su gradual devastación y ruina. Hasta hoy, el país dedica muchos recursos a la seguridad a nivel federal, pero la mayor parte de los problemas ocurren a nivel local, para lo cual el impuesto idóneo es el predial.

La única seguridad que vale es la que comienza de abajo hacia arriba porque es la que vela por el ciudadano. Los recursos federales -dinero, policías y ejército- son clave para que las capacidades municipales se desarrollen y afiancen, pero siempre y cuando se contemplen como mecanismos para el desarrollo de la seguridad desde abajo. Esas capacidades cuestan dinero y deben ser financiadas, razón por la cual habría que asegurar que el impuesto predial se eleve al nivel que corresponda y luego se cobre de manera efectiva, además de que se emplee para ese propósito. Este es tan solo un ejemplo de mayor recaudación orientada no a satisfacer los caprichos presidenciales, sino las necesidades ciudadanas.

Hay un principio económico esencial que es que mientras mayor el impuesto menor el producto. El congreso puede promover todas las reformas que quiera, pero si éstas acaban siendo confiscatorias van a matar la máquina que produce crecimiento y, con ello, fuentes para la recaudación.

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El efecto Peña

Luis Rubio

Al fin de la guerra fría, Fukuyama escribió un artículo intitulado “el fin de la historia” donde postulaba que el mundo había llegado a un consenso sobre el camino hacia el futuro. Veinte años después, con las guerras en medio oriente en boga, Jennifer Welsh publicó “el regreso de la historia,” sugiriendo que ésta nunca cesa. El equivalente para el México de hoy bien podría ser “el regreso de la política.”

La elección intermedia de 1997 constituyó un hito en la política mexicana por ser el primer congreso desde la Revolución en que el PRI no logró una mayoría. La era del monopolio en el poder pasaba a la historia, o al menos esa fue la lectura casi unánime del momento. Los optimistas confiaban que los partidos y sus políticos comenzarían a negociar para lograr acuerdos consensuados sobre los asuntos trascendentes para el futuro del país. Sin embargo, los siguientes tres lustros se caracterizaron menos por la armonía que por la crispación y la imposibilidad de confrontar los desafíos hacia el futuro en innumerables frentes.

Todo cambió con la llegada de Peña Nieto a la presidencia. Haciendo eco a su fama de ejecutivo eficaz, el presidente estructuró el llamado “pacto por México” con el PAN y el PRD, con lo que se lograron acuerdos sobre la agenda de reformas que requería el país y que los tres partidos (el PRI incluido) se comprometían a avanzar sin dilación. El famoso pacto, de triste memoria, fue algo extraño, sobre todo para el PAN y el PRD, pues había muy poco beneficio potencial para aquellos: si las cosas salían extraordinariamente bien, esos partidos quedaban igual, mientras que el PRI lograba un éxito casi sobrenatural; si las cosas salían mal, los tres partidos perdían. A mí siempre me pareció que el pacto tenía un sentido muy racional visto desde el bienestar del país, pero absolutamente inexplicable -absurdo- desde la perspectiva de la realpolitik de los partidos que lo acordaron. Y así les fue.

El pacto tuvo el efecto de sacar de la discusión pública los componentes de las reformas. En lugar de que se orearan y debatieran, todo se decidía en Hacienda, con un pequeño grupo de líderes partidistas, para luego votarse sin debate en el poder legislativo. Los operadores priistas movilizaban a sus huestes y compraban los votos -Lozoya dixit- que faltaban para completar los paquetes. Los gobernadores se desvivían por ser los primeros en lograr que las reformas se ratificaran por sus legislativos locales, para lo cual seguramente también se empleaban “aportaciones.”

El beneficio de la operación “en lo obscurito” era obvio: el país finalmente contaba con legislaciones modernas y necesarias en diversos rubros, pero especialmente en lo laboral, la educación y la energía. El costo de aquel aquelarre lo padecemos hoy en día con amplitud: reformas que no se socializaron, que no obtuvieron legitimidad son ahora desmanteladas sin el menor recato porque no fueron asumidas como relevantes y trascendentes. Los arreglos entre unos cuantos son desarreglados por otros cuantos. La política puede ser onerosa, azarosa y demorada, pero sin política los costos son desmesurados y desproporcionados.

Porque, además, aquellas reformas no fueron meros ajustes al marco legal existente. Las tres reformas emblemáticas del sexenio pasado trastocaron los tres pilares cardinales de la constitución de 1917. Desde mi perspectiva las reformas eran necesarias y urgentes, pero nadie puede negarle razón a quienes afirmaban, con malestar, que se había desnaturalizado, si no es que anulado, el documento y simbolismo principal de la gesta revolucionaria. Todo eso por no considerar necesario procurar y lograr el apoyo popular para conferirle permanencia y legitimidad a las reformas logradas.

Todo en el sexenio pasado se operaba de manera ejecutiva, aséptica, como si el asunto fuese meramente de tener pantalones (y dinero) para que las cosas avanzaran. Y, claro, comparado con los tres sexenios anteriores, las cosas avanzaron con enorme eficiencia y celeridad. Pero ahora vemos que con una eficiencia y similar celeridad se viene cayendo el castillo de naipes. Van dos: educación y trabajo.

Falta la última de las reformas, la más trascendente en el ámbito económico y quizá la más compleja de desarmar por la cantidad de intereses involucrados y los litigios que vendrán, pero la que está más cerca del corazón del presidente. Será la primera prueba del nuevo congreso, donde Morena y sus aliados formales no cuentan con mayoría constitucional. Será la primera prueba para el PRI, que tiene la llave para hacer o deshacer la reforma. Seguiría el senado, que sería la última instancia.

Sea como fuere, la lección es absoluta: los grandes cambios en una sociedad tienen que ser de la sociedad: no se le pueden imponer porque no se trata de decisiones técnicas, sino de procesos políticos que entrañan consecuencias, afectan emociones y trastocan intereses, además de dogmas arraigados.

La sociedad mexicana tiene frente a sí la disyuntiva de apoyar el desmantelamiento de la reforma energética o rechazarlo. Más vale que se decida pronto porque, si no, se le impondrán cambios que afectarán su vida, sin duda para mal. Tiempo de política, a todos niveles y en todos los espacios.

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  REFORMA
 17 Oct. 2021

Mundo cambiante

Luis Rubio

La manera como funciona el gobierno de Morena, especialmente las mañaneras del presidente López Obrador, me recuerda un viejo chiste ruso: “un campesino se entera que uno de sus vecinos ahorró suficiente para comprar una cabra. Envidioso, se comunica con dios y le pide que corrija esta intolerable situación. Dios le responde con una pregunta: ¿qué quieres que haga yo? Mata la cabra fue la respuesta.”

Ensimismado y abstraído de lo que ocurre en el mundo, la solución es destruir lo existente. No vaya a ser que prospere el país.

El mundo exterior cambia, con frecuencia de manera acelerada; los vectores que parecen fijos o constantes un día son distintos al siguiente: la multiplicidad de factores y variables que interactúan en el mundo alteran el entorno de manera inesperada. Ante un panorama como éste, la propensión natural para muchos es la de enquistarse, encerrarse y pretender que la mejor protección radica en aislarse. El problema es que eso no funciona.

En un mundo interconectado, donde la vida cotidiana depende de la interacción constante y continua entre personas, empresas, gobiernos e instituciones a través de fronteras nacionales, la pretensión de aislarse es, además de pueril, imposible. Sólo para ejemplificar, el 8% de las llamadas por teléfono en el mundo son entre México y Estados Unidos; el siguiente par es entre Estados Unidos e India, con 3.2%.* México es de las naciones más interconectadas y su economía depende de la demanda por exportaciones mexicanas. Un país con estas características debería estar creando condiciones para acelerar esas oportunidades, tanto en términos de preparar a su población para asirlas, como construyendo la infraestructura para aterrizarlas.

Lo que de hecho ocurre es al revés: la educación y la salud no son prioridad para el gobierno, cuyas lealtades son con los sindicatos dedicados a preservar el mundo del siglo XX. La infraestructura está paralizada y, por si eso no fuese suficiente, la iniciativa constitucional enviada por el ejecutivo al congreso en materia eléctrica va dirigida al control de precios, mecanismo ideado en los setenta para hacer inviables las inversiones privadas y luego expropiarlas.

Mientras México actúa como el proverbial avestruz que prefiere esconder su cabeza en la arena antes que encarar los desafíos que el mundo (del cual depende) le impone. Sin embargo, parafraseando a Trotsky, el gobierno mexicano puede no estar interesado en lo que ocurre en el exterior, pero el resto del mundo está interesado en México. Por más que intente abstraerse de lo que ocurre en el mundo, esto resulta imposible.

Aquí van algunos ejemplos de cómo ocurre esto:

  • La incorporación de China a la OMC en 2001 alteró la expectativa mexicana de convertirse en el principal proveedor de manufacturas hacia Estados Unidos
  • La crisis hipotecaria estadounidense de 2008 llevó a una contracción económica en México de casi 8%
  • Esa crisis condujo a la creación del G20, donde México fue un actor prominente con el objetivo de proteger la permanencia del mercado para nuestras exportaciones
  • Ese mismo foro obligó a China a comprometerse a no devaluar su moneda como mecanismo para la promoción de sus exportaciones
  • La respuesta de China fue enfatizar su mercado interno y un enorme gasto en infraestructura para atraer mano de obra barata de sus regiones remotas.
  • La pandemia ha acelerado la tendencia hacia la consolidación de tres regiones cada vez más interconectadas: Norteamérica, Europa y Asia.
  • La ruptura creciente entre China y Estados Unidos desestabiliza cadenas de suministro largamente establecidas. En lugar de aprovechar la oportunidad, México se distancia.
  • El mecanismo financiero-monetario empleado por los bancos centrales para proveer liquidez a los mercados, primero por la crisis de 2008 y luego por la pandemia, comienza a disminuir, amenazando con cambios en las unidades de intercambio entre las monedas del mundo.

El panorama mundial cambia minuto a minuto y cada una de esas alteraciones entraña potenciales consecuencias para la economía mexicana. Excepto por el hecho de que no se han consumado nuevas inversiones, el repliegue respecto al mundo y, especialmente, de EUA que viene persiguiendo la actual administración, aún no se manifiesta en riesgos inmediatos, pero estos irán en aumento. La falta de inversión amenaza al crecimiento futuro, en tanto que los movimientos financieros ponen en riesgo la estabilidad cambiaria.

Ninguno de estos factores es novedoso o excepcional. Lo que sí es novedoso es la indisposición del gobierno a reconocer que su actuar, en lo interno y en lo externo, entraña consecuencias tanto para la estabilidad como para el futuro de la economía y la sociedad. Es insostenible la noción de que se puede ignorar lo que ocurre en el exterior o de que cambios aparentemente inocentes al interior no conllevan consecuencias desde y hacia el exterior.

La reforma eléctrica es una necedad que ignora no sólo al mundo exterior, sino a los requerimientos del país en la actualidad. Se trata del proverbial balazo en el pie.

La pregunta es ¿cuál es el tamaño del riesgo que está dispuesto a asumir el gobierno en estos rejuegos?

 

 

* https://qz.com/290868/this-map-of-international-phone-calls-explains-globalization/

 

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 REFORMA
 10 Oct. 2021 

Consecuencias

Luis Rubio

Toda acción entraña una reacción igual y en dirección opuesta, la tercera ley de Newton, es aplicable igual a la física que a la política. Los gobiernos definen sus objetivos y medios para alcanzarlos y la población tiene que lidiar con las consecuencias: nadie ni nada puede esquivar este principio elemental. La situación se agrava y profundiza cuando la distancia entre la retórica y el mundo de la concreción se ensancha hasta que se pierde todo sentido de realidad, como ocurre con las mañaneras en las que no hay asunto que no amerite una réplica descalificadora como “yo tengo otros datos” o “no voy a caer en provocaciones.” Los resultados -o ausencia de estos- no se hacen esperar.

Las consecuencias de un gobierno que vive en su propia estratósfera las habrán de pagar todos y cada uno de los mexicanos de diversas maneras, pero hay tres que me parecen especialmente trascendentes por su crudeza, trascendencia y gravedad. La primera tiene que ver con la destrucción del capital humano que es inherente a la 4T. La estrategia del gobierno ha consistido en eliminar toda la capacidad técnica con que contaba el gobierno, promover la fuga de cerebros, la terminación de proyectos de investigación, la cancelación de becas a estudiantes y becarios que se encontraban estudiando en el extranjero (y las miles que ya no se han otorgado), la persecución judicial de científicos y el enorme desperdicio y dispendio de recursos en proyectos innecesarios y retrógradas, como el que ejemplificó el propio presidente al promover su famoso trapiche para producir jugo, una tecnología claramente superada y que no contribuía, antes o ahora, a disminuir la pobreza o mejorar los niveles de vida de la población.

Una segunda consecuencia se deriva de la distracción de dineros gubernamentales hacia proyectos y rubros de gasto que no sólo no son rentables, sino que en muchos casos implican pérdidas sistemáticas y de largo plazo, reduciendo recursos para administraciones futuras. La cancelación de proyectos emblemáticos como el aeropuerto, la cervecera y, más recientemente, la exclusión de la empresa Talos Energy para la explotación del yacimiento Zama son todos ejemplos de decisiones que envían el mensaje inconfundible de que la inversión privada, igual nacional que extranjera, no es bienvenida. En adición a esto, la insidia y desprecio a la importancia de la relación con Estados Unidos incide en decisiones y trae impactos, quizá no inmediatos, pero sin duda inconfundibles.

Cada una de esas decisiones tendrá su explicación y racionalidad política, pero todas tienen consecuencias y todas entrañan un enorme desperdicio por la inversión ya erogada y por el costo de oportunidad. El costo del aeropuerto va a ser doble: lo que se perdió y lo que se debe a los bonistas y otros participantes; y la nueva inversión en un aeropuerto que difícilmente podrá operar de manera exitosa. El caso de Zama será infinitamente mayor tanto por el ingreso que el gobierno dejará de percibir como por la indemnización que deberá pagar a Talos, así como los recursos requeridos para intentar desarrollar el yacimiento (para lo que Pemex no tiene experiencia). Se trata de un costo auto infligido que pagarán generaciones de mexicanos en el futuro. Peor, totalmente innecesario.

La tercera consecuencia, esa que el presidente pretende que no existe, es la de la destrucción de toda fuente de institucionalidad, la que genera confianza entre la población, evita extremismos y genera oportunidades para el desarrollo económico. El presidente puede creer que sus palabras y sus clientelas son suficientes para crear un futuro promisorio, pero se equivoca: igual lo fundamenta que lo mina y, todo indica, ocurre más de lo segundo que de lo primero. El despido de la cabeza de su proyecto de manipulación y control político después de la intermedia confirma que su prioridad no es el desarrollo sino el control y el poder. El presidente podrá atraer nuevo talento a su gabinete pero, en la medida en que sus palabras y sus acciones digan lo contrario, el beneficio se diluye y lo que queda es cerrazón, polarización y desdén.

Los estudiantes que vieron sus estudios cercenados buscarán otras opciones, muchos no regresarán y todos acabarán frustrados y resentidos. Nuestros científicos, profesores, investigadores, empresarios y líderes sociales -los de hoy y los del futuro- verán esta etapa como lo que es: de destrucción y cancelación de oportunidades. Los estadounidenses no se quedarán con los brazos cruzados.

El proyecto que prometía acabar con la pobreza, la corrupción, la violencia y la desigualdad acabará acentuando todas y cada una de estas lacras. Los aplausos de hoy serán dedos flamígeros en el futuro: la eterna historia sexenal. En lugar de mejorar la realidad, ésta habrá empeorado. Otro sexenio perdido, pero peor.

“Hay algunas cosas, escribió Hemingway, que no pueden ser aprendidas rápido pero el tiempo, que es todo lo que tenemos, cuesta mucho para adquirirlas.” El tiempo perdido no tiene substituto y este gobierno va a haber retrasado el desarrollo del país mucho más que los seis años que le correspondían, todo por el mero prurito de intentar reinventar la rueda, esa que, en el siglo XXI, es digital: nada más distante del tan mentado trapiche.

 

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 REFORMA
 03 Oct. 2021

Falsas disyuntivas

  Luis Rubio

 

Alexander Pope, un poeta inglés del siglo XIX, escribió que “solo los tontos entran corriendo donde los ángeles temen pisar.” La relación con Estados Unidos es, fue y siempre será compleja. Eso en tanto no logremos resolver nuestro propio desarrollo, lo que presumiblemente elevaría los niveles de vida, haciendo irrelevantes las fuentes actuales de conflicto, como ocurre con Canadá. De ahí a tener que enfrentar una disyuntiva -todo o nada- sobre nuestras prioridades de política exterior -EUA o América Latina, por ejemplo- es, simplemente, un absurdo o, como dirían los iniciados, un non sequitur.

México tiene su futuro económico fuertemente asociado con sus vecinos del norte a través no solo de la obvia cercanía, sino por medio de un mecanismo contractual que garantiza el acceso de mercancías mexicanas, convirtiéndose las exportaciones en el principal motor de nuestra economía. Nadie en su sano juicio pondría en entredicho una relación tan fundamental, por más que su administración no siempre sea fácil y donde las prioridades casi siempre son las del socio más poderoso.

En las más de cuatro décadas en que México optó por convertir a la relación bilateral en una palanca de desarrollo, ningún gobierno, incluyendo al actual, ha dejado de reconocer la complejidad de la relación o de resolver los problemas que se van presentando en el camino. El presidente López Obrador, el único de todos los gobiernos desde 1982 que seguramente hubiera preferido mayor distancia en lugar de mayor cercanía, no sólo acomodó las demandas de Trump cuando en mayo de 2019 (en franca violación del TLC entonces vigente) amenazó vincular migración con exportaciones, en detrimento de nuestro país, sino que prosiguió con la negociación sobre la ratificación del nuevo tratado, el T-MEC, hasta consumarlo. Es decir, más allá de la retórica, todos los gobiernos de los ochenta para acá han aceptado y ratificado la trascendencia de la relación con Estados Unidos y hacen lo necesario para que ésta funcione.

Pero la cercanía con Estados Unidos no implica distancia respecto a América Latina o restricciones respecto al marco de acción de México en esa región. Por supuesto, es de sentido común que debe haber congruencia en el ejercicio de la política exterior con los valores nacionales esenciales y con el reconocimiento de los factores reales de poder que son inherentes a la situación geopolítica de cada nación. Desde esta perspectiva, mucho de lo que con frecuencia se percibe como contradictorio u ofensivo (y por lo tanto intocable) para preservar la relación con los estadounidenses no es más que una limitante autoimpuesta. En una palabra, no hay razón alguna que obligue a optar entre CELAC y la OEA o el T-MEC.

México tiene una larga historia de relación con Cuba sin que eso constituya un factor de agravio con Washington. El gobierno actual optó por abandonar al grupo de Lima, que aglutinaba a naciones críticas del régimen venezolano, sin que eso se tradujera en conflictos hacia el norte. El punto es que no es necesario optar entre una cosa y la otra. Mientras la política exterior no contravenga de manera directa los intereses directos de Estados Unidos o suponga tolerancia infinita por su parte, el margen de acción es tan amplio como el gobierno quiera. Sólo para ejemplificar, promover la independencia de Puerto Rico o una cercanía excesiva con China implicarían una confrontación directa. Lo mismo ignorar el asunto migratorio. Por otro lado, a Washington le es funcional que México promueva negociaciones entre los venezolanos, como antes lo hizo con los salvadoreños. Como hubiera dicho Jesús Reyes Heroles, “lo que resiste apoya.”

Un panorama siempre cambiante como el latinoamericano, donde los gobiernos experimentan grandes virajes de vez en vez, obliga a definir y redefinir alianzas regionales, eso sin perder de vista que no es lo mismo democracias que dictaduras. La semana pasada el gobierno mexicano cruzó esa raya al darle preeminencia a Díaz-Canel, provocando el desencuentro con que cerró la reunión de CELAC. El interés nacional de México no tiene porqué optar entre sur y norte, pero sí tiene que reconocer, y hacer valer, las diferencias pasmosas que dividen al continente, comenzando por el hecho de que México es una democracia, así sea incipiente.

Defender nuestra democracia y no aceptar imposiciones. Trump no sólo puso en riesgo al TLC, sino que amenazó con cerrar el acceso a nuestras exportaciones. Pero el hecho de contar con un tratado como el T-MEC, con todo y que tenga que ser renegociado con regularidad, implica un amplio margen de maniobra. La noción de que es necesario optar entre una región y la otra o entre la cabeza y el corazón es absurda. Todo mientras no se cruce la raya.

La política exterior de una nación es un instrumento central de su desarrollo y debe ser concebida como un medio para avanzar intereses y reducir vulnerabilidades. La clave no radica en escoger entre amigos y enemigos o cercanos y lejanos, sino en afianzar el desarrollo del país, que debería ser el objetivo central. Avanzar decididamente por ese camino reduciría conflictos y exigencias porque habrían dejado de tener razón de ser. El día que logremos eso habremos alcanzado el desarrollo integral.

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@lrubiof
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 REFORMA
26 Sep. 2021

Corrupción

 Luis Rubio

Cuando era un cómico en la televisión guatemalteca, Jimmy Morales se vestía como prisionero y criticaba la corrupción de los políticos, acusándolos de ateos y de no poder imaginar una vida mejor que la que les proveía la corrupción reinante. Tres años después, ya como presidente, resultó que su hijo y su hermano fueron acusados de corrupción. Nada nuevo bajo el sol. La corrupción es un mal endémico que afecta a casi todas las naciones del mundo, pero sus manifestaciones y efectos cambian de país a país.

Yuen Yuen Ang, profesora universitaria experta en China, afirma que todo mundo supone que la corrupción afecta al crecimiento económico, pero que la evidencia al respecto es tenue. Luego de analizar docenas de países y compararlos a lo largo del tiempo, su conclusión es que la corrupción cambia en la medida en que los países se desarrollan y que algunos logran erradicarla casi del todo. En su libro, La era dorada de China,* concluye que lo que distingue a esa nación ha sido su capacidad para lograr tasas tan elevadas de crecimiento por tantas décadas a pesar de la enorme corrupción que la caracteriza. Su análisis es de particular relevancia para México.

La definición convencional de corrupción es: “el abuso de un puesto gubernamental para beneficio privado” la cual, dice la autora, abarca demasiados tipos de corrupción, lo que obscurece más que aclara, porque no todas las variedades impiden el crecimiento, lo que explica diferencias entre naciones en lo que a este fenómeno atañe. Aclarar las diferencias permite comprender los impactos que la corrupción tiene y explica por qué persiste en muchas naciones, en ocasiones de manera legal o de facto legalizada.

Ang distingue entre corrupción que involucra intercambios entre oficiales gubernamentales y actores sociales (incluyendo sobornos), de la corrupción que involucra robo, malversación y extorsión. A lo anterior le agrega una segunda dimensión, diferenciando la naturaleza de los actores involucrados: no es lo mismo políticos y líderes sociales (en un sentido amplio) que funcionarios de bajo rango como policías, inspectores, funcionarios aduanales y oficinistas gubernamentales. Esta dimensión permite diferenciar los sobornos que una persona común y corriente realiza para agilizar un trámite de las grandes decisiones gubernamentales cuando se asignan fondos, contratos, concesiones y otros recursos valiosos sobre los que el gobierno tiene jurisdicción.

A partir de estas diferencias, Ang llega a definir cuatro tipos de corrupción: a) robo menor “actos que involucran robar, mal uso de fondos públicos o extorsión por parte de burócratas a nivel de la calle” (que afecta a los ciudadanos comunes y corrientes al interactuar con funcionarios menores o policías); b) robo mayor: “malversación o apropiación indebida de grandes sumas de dinero público por parte de las élites políticas que controlan las finanzas estatales” (robo al erario a través de la sobrefacturación de compras gubernamentales u otros mecanismos similares); c) dinero rápido: “pequeños sobornos que las empresas o los ciudadanos pagan a los burócratas para sortear obstáculos o acelerar las cosas” (“propinas” que emplea la gente para facilitar un trámite, producto de requisitos engorrosos e inspectores abusivos); y d) dinero que permite acceso: “abarca recompensas de alto riesgo otorgadas por actores comerciales a funcionarios poderosos, no solo para acelerar un proceso, sino por el acceso a privilegios valiosos” (regalos caros, sobornos, compartir utilidades de un proyecto a cambio de favores extraordinariamente rentables). “Mientras que las primeras tres categorías son casi siempre ilegales, el acceso puede involucrar acciones legales o ilegales.” Las ilegales pueden ser grandes sobornos, pero el acceso puede involucrar “intercambios ambiguos o completamente legales que no involucran sobornos” como conexiones, financiamiento a campañas, tráfico de influencias, etcétera.

Jagdish Bhagwati, un profesor de economía, decía que por mucho tiempo se afirmaba, de manera exagerada, que India era una “tortuga” frente a la “liebre” china. “Una diferencia crucial entre los dos países es el tipo de corrupción que tienen. La de India es la clásica ‘búsqueda de rentas’, donde la gente se apresura a hacerse de una parte de la riqueza existente. Los chinos tienen lo que yo llamo corrupción orientada a compartir los beneficios: el Partido Comunista mete un popote en la malteada, lo que les permite tener interés en que la malteada crezca.”

El método de diferenciar a la corrupción por sus características le permite a Ang distinguir entre la cantidad y la calidad de la corrupción y, al verlo en el curso del tiempo, le lleva a concluir que la evolución del capitalismo con frecuencia ha involucrado no la erradicación de la corrupción, sino su transición de formas “mafiosas” y robo, a intercambios sofisticados de poder y utilidades. En esto, dice la autora, China no es muy diferente a como era Estados Unidos al inicio del siglo XIX y su forma de evolucionar la distingue de innumerables naciones que se han quedado atoradas en formas primitivas de corrupción que, lejos de facilitar el desarrollo económico, lo obstruyen. No se por qué, pero México se parece mucho a eso.

 

*China’s Gilded Age, Cambridge

https://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?__rval=1&urlredirect=https://www.reforma.com/corrupcion-2021-09-19/op212490?pc=102&referer=7d616165662f3a3a6262623b6770737a6778743b767a783a–

  REFORMA

 19 Sep. 2021 

Cuando era un cómico en la televisión guatemalteca, Jimmy Morales se vestía como prisionero y criticaba la corrupción de los políticos, acusándolos de ateos y de no poder imaginar una vida mejor que la que les proveía la corrupción reinante. Tres años después, ya como presidente, resultó que su hijo y su hermano fueron acusados de corrupción. Nada nuevo bajo el sol. La corrupción es un mal endémico que afecta a casi todas las naciones del mundo, pero sus manifestaciones y efectos cambian de país a país.

Yuen Yuen Ang, profesora universitaria experta en China, afirma que todo mundo supone que la corrupción afecta al crecimiento económico, pero que la evidencia al respecto es tenue. Luego de analizar docenas de países y compararlos a lo largo del tiempo, su conclusión es que la corrupción cambia en la medida en que los países se desarrollan y que algunos logran erradicarla casi del todo. En su libro, La era dorada de China,* concluye que lo que distingue a esa nación ha sido su capacidad para lograr tasas tan elevadas de crecimiento por tantas décadas a pesar de la enorme corrupción que la caracteriza. Su análisis es de particular relevancia para México.

La definición convencional de corrupción es: “el abuso de un puesto gubernamental para beneficio privado” la cual, dice la autora, abarca demasiados tipos de corrupción, lo que obscurece más que aclara, porque no todas las variedades impiden el crecimiento, lo que explica diferencias entre naciones en lo que a este fenómeno atañe. Aclarar las diferencias permite comprender los impactos que la corrupción tiene y explica por qué persiste en muchas naciones, en ocasiones de manera legal o de facto legalizada.

Ang distingue entre corrupción que involucra intercambios entre oficiales gubernamentales y actores sociales (incluyendo sobornos), de la corrupción que involucra robo, malversación y extorsión. A lo anterior le agrega una segunda dimensión, diferenciando la naturaleza de los actores involucrados: no es lo mismo políticos y líderes sociales (en un sentido amplio) que funcionarios de bajo rango como policías, inspectores, funcionarios aduanales y oficinistas gubernamentales. Esta dimensión permite diferenciar los sobornos que una persona común y corriente realiza para agilizar un trámite de las grandes decisiones gubernamentales cuando se asignan fondos, contratos, concesiones y otros recursos valiosos sobre los que el gobierno tiene jurisdicción.

A partir de estas diferencias, Ang llega a definir cuatro tipos de corrupción: a) robo menor “actos que involucran robar, mal uso de fondos públicos o extorsión por parte de burócratas a nivel de la calle” (que afecta a los ciudadanos comunes y corrientes al interactuar con funcionarios menores o policías); b) robo mayor: “malversación o apropiación indebida de grandes sumas de dinero público por parte de las élites políticas que controlan las finanzas estatales” (robo al erario a través de la sobrefacturación de compras gubernamentales u otros mecanismos similares); c) dinero rápido: “pequeños sobornos que las empresas o los ciudadanos pagan a los burócratas para sortear obstáculos o acelerar las cosas” (“propinas” que emplea la gente para facilitar un trámite, producto de requisitos engorrosos e inspectores abusivos); y d) dinero que permite acceso: “abarca recompensas de alto riesgo otorgadas por actores comerciales a funcionarios poderosos, no solo para acelerar un proceso, sino por el acceso a privilegios valiosos” (regalos caros, sobornos, compartir utilidades de un proyecto a cambio de favores extraordinariamente rentables). “Mientras que las primeras tres categorías son casi siempre ilegales, el acceso puede involucrar acciones legales o ilegales.” Las ilegales pueden ser grandes sobornos, pero el acceso puede involucrar “intercambios ambiguos o completamente legales que no involucran sobornos” como conexiones, financiamiento a campañas, tráfico de influencias, etcétera.

Jagdish Bhagwati, un profesor de economía, decía que por mucho tiempo se afirmaba, de manera exagerada, que India era una “tortuga” frente a la “liebre” china. “Una diferencia crucial entre los dos países es el tipo de corrupción que tienen. La de India es la clásica ‘búsqueda de rentas’, donde la gente se apresura a hacerse de una parte de la riqueza existente. Los chinos tienen lo que yo llamo corrupción orientada a compartir los beneficios: el Partido Comunista mete un popote en la malteada, lo que les permite tener interés en que la malteada crezca.”

El método de diferenciar a la corrupción por sus características le permite a Ang distinguir entre la cantidad y la calidad de la corrupción y, al verlo en el curso del tiempo, le lleva a concluir que la evolución del capitalismo con frecuencia ha involucrado no la erradicación de la corrupción, sino su transición de formas “mafiosas” y robo, a intercambios sofisticados de poder y utilidades. En esto, dice la autora, China no es muy diferente a como era Estados Unidos al inicio del siglo XIX y su forma de evolucionar la distingue de innumerables naciones que se han quedado atoradas en formas primitivas de corrupción que, lejos de facilitar el desarrollo económico, lo obstruyen. No se por qué, pero México se parece mucho a eso.

*China’s Gilded Age, Cambridge

 

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