América Economía – Luis Rubio
Estados Unidos es una potencia mundial, la más rica economía del mundo y el principal punto de convergencia y atención de prácticamente la totalidad de las naciones del orbe. Aunque nosotros vemos a esa nación como nuestra frontera, la realidad es que se trata de dos naciones radicalmente distintas en poderío, ambición y forma de conducirse. Esto no es bueno ni malo: es la realidad que tenemos que reconocer y aceptar. El hecho de que México planteara la negociación de lo que acabó siendo el Tratado de Libre Comercio de América del Norte implicó que, después de casi dos siglos de independencia, nosotros habíamos reconocido esas diferencias y estábamos dispuestos a vivir con ellas, a la vez que las convertíamos en oportunidad. Nada de ello ha cambiado.
Estados Unidos es el punto de referencia obligado para las casi doscientas naciones del orbe. Para cada una de esas naciones, EE.UU. es una potencia a la que quieren atraer o con la que quieren definir su relación. En sentido contrario, para ellos todas esas naciones son ruidos en el horizonte que son importantes sólo cuando hay problemas o por sus circunstancias particulares. De esta forma, hay un puñado de países que gozan de la atención permanente de los estadounidenses (como China, la antigua URSS, Irán, algunas naciones europeas) pero son la excepción. Por la vecindad (y, desafortunadamente, por asuntos como drogas y la criminalidad) México aparece en su radar de vez en cuando, pero no somos un asunto de atención permanente. Algunos dirían que eso es afortunado.
El dilema hoy es exactamente el mismo que hace 20 años: cómo los obligamos a vernos y a tomar en cuenta nuestras necesidades. La realidad no cambia, sólo la forma.
Además, es importante observar la naturaleza de nuestro vecino: se trata de una sociedad sumamente descentralizada en la que una multiplicidad de actores tiene incidencia directa en la toma de decisiones. Esto último implica que, salvo en momentos de crisis nacional, la toma de decisiones de esa nación, tanto en lo interno como en política exterior, responde a la particular confluencia de grupos e intereses en el momento específico, lo cual hace posible –de hecho, frecuente- que emerjan decisiones contradictorias de manera simultánea. En ese contexto, algunos individuos pueden tener un enorme impacto en un momento dado, en tanto que en otros todo se paraliza. En lo que a México atañe, esto implica que siempre será vulnerable a decisiones internas de ese país que nada tienen que ver con México pero que afectan sus intereses.
El punto de fondo es que los problemas que caracterizan a la frontera y relación entre México y EE.UU. nunca van a desaparecer. Los problemas van cambiando de forma y naturaleza en el curso del tiempo, pero siempre los habrá, como ocurre entre Canadá y Estados Unidos. Ante esta realidad, México siempre ha enfrentado un dilema con su vecino norteño: verlo como un problema o como una oportunidad. El dilema no cambia ni cambiará en un futuro previsible.
Desde el fin de la Revolución hasta mediados de los ochenta, sucesivos gobiernos mexicanos optaron por ver a los estadounidenses como un problema y emplearon la vecindad como un instrumento de consolidación política interna. Un poco como Fidel Castro hizo por décadas. En los ochenta México dio la vuelta y optó por concebir la relación y la vecindad como una fuente de oportunidades. Así comenzó la negociación del TLC.
Hace dos años, EE.UU. decidió excluir a México (y a Canadá) de la negociación comercial con la Unión Europea. Esa negativa suscitó toda clase de lecturas y especulaciones. Una lectura es que esa decisión cambia la situación geopolítica de México y exige otro tipo de consideraciones, presumiblemente una modificación de la perspectiva tanto económica como de política exterior. Otra lectura, más acorde con la historia y realidad de la relación bilateral, es que la decisión estadounidense responde más a preferencias y modos de actuar de personas o grupos en lo individual y no constituye una decisión radical de naturaleza geopolítica. Es decir, regresando al inicio, Estados Unidos está actuando de acuerdo a su naturaleza.
Para México, hay dos maneras de entender el desafío que entraña la forma de decidir de los estadounidenses. Una es verlas como un cambio de señales, un giro geopolítico de grandes dimensiones que refleja la falta de importancia que tiene México en el corazón de la política de ese país, lo que demandaría una redefinición integral. La otra forma de verlo es que nuestro interés nacional de mantener una estrecha relación con Estados Unidos se mantiene y que la forma de procurar el desarrollo de oportunidades cambia pero no la necesidad de hacerlo. Lo que me parece obvio en el actuar americano en esta materia es que México tiene que encontrar la forma de mantener y avanzar su interés económico explotando las formas de acción política que el sistema político norteamericano permite, es decir, con un despliegue de todos los instrumentos de presión, negociación, lobbying y convencimiento con que cuenta, tanto en su capital como, por su naturaleza descentralizada, en todas las localidades clave.
La relación con Estados Unidos será siempre compleja porque esa es la naturaleza de su sistema político y de su sociedad y porque es una nación tan grande y poderosa. Para nosotros, el reto es nunca perder de vista que se trata de una oportunidad que hay que construir todo el tiempo y que exige una capacidad permanente de adaptación. El dilema hoy es exactamente el mismo que hace 20 años: cómo los obligamos a vernos y a tomar en cuenta nuestras necesidades. La realidad no cambia, sólo la forma.
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