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Bueno ¿para quién?

 Luis Rubio

Los abogados suelen decir que “más vale un mal arreglo que un buen pleito.” Me imagino que eso es lo que estaban pensando los negociadores del TLC para obtener un acuerdo que no satisface ninguna de las necesidades, ni las razones por las cuales el TLC se negoció desde un principio. Lo mejor que se puede esperar es que el Congreso estadounidense rechace el acuerdo y, con ello, prevalezca lo que existe. Tal vez, en una pirotecnia maquiavélica, eso es lo que estaban intentando. No muy realista.

De lo que se sabe del acuerdo alcanzado, hay dos elementos que son indicativos de las concesiones otorgadas. Por un lado, se estableció un tope a la exportación de vehículos, la industria más dinámica del país, limitando su potencial de crecimiento. Se puede argumentar que muchos más vehículos se podrían exportar fuera del marco del nuevo TLC, pagando los aranceles correspondientes, pero es imposible ignorar el riesgo que, cuando venga la “revisión” del acuerdo en seis años, la interpretación norteamericana sea que se trataba de un límite absoluto, no acotado por el acuerdo mismo. O sea, se aceptó poner en riesgo al pilar de la industria mexicana.

Por otro lado, se debilitó, al grado de prácticamente cancelar, el corazón del TLC, el capítulo 11. Ese capítulo se refiere a la resolución de controversias y constituye la esencia del éxito del tratado por una razón muy sencilla: porque le confiere certeza a los inversionistas de que no habrá acciones caprichudas ni expropiaciones sin justificación. El mecanismo crea procedimientos que permiten resolver disputas en un entorno libre de influencia política. Ese capítulo fue la razón por la cual México le propuso a Estados Unidos la negociación del tratado al inicio de los noventa.

En su origen y en su esencia, el TLC fue concebido con objetivos políticos más que estrictamente económicos. Se requería un instrumento confiable, no sujeto a presiones políticas y a prueba de cambios constantes, que equiparara las condiciones de inversión con el resto del mundo. Sólo con un marco de certidumbre, tanto legal como regulatoria, se logró atraer la inversión que llevó a la modernización del país en las últimas décadas. El TLC, a través del capítulo 11, permite obviar toda consideración política en las decisiones de inversión, razón por la cual éste es tan importante y tan popular. Es, en realidad, el único espacio en que reina el Estado de derecho en el país.

Lo que se negoció en materia de resolución de disputas protege a los servicios y deja a la industria colgada de la brocha. Esto sugiere que, aunque los negociadores del equipo de Economía entienden perfectamente el corazón del TLC, la decisión de aceptar el resultado no fue suya. Más bien, que ésta fue producto de cálculos políticos que trascienden al de preservar la estabilidad y viabilidad económica del país.

En adición a lo anterior, algo que no necesariamente refleja las preferencias del gobierno mexicano, la forma en que concluyó esta etapa deja a Canadá en el aire, enfrentando un ultimátum: se suma como están las cosas o se queda afuera. Así como para México el capítulo 11 es crucial, el equivalente para Canadá es el capítulo 19, sobre anti-dumping, y México aceptó eliminar ese capítulo, amenazando los intereses de Canadá y con ello, la relación trilateral. Canadá ahora enfrenta una difícil disyuntiva, toda vez que incluso su coalición gobernante podría colapsarse de aceptar los términos impuestos por la negociación mexicana.

Todos sabemos que la negociación fue forzada por las circunstancias y que el mecanismo que se había identificado para actualizar el TLC sin desatar las pasiones negativas asociadas a la palabra NAFTA –el TPP- se colapsó el día en que entró Trump a la Casa Blanca. Sin embargo, la promesa era un TLC 2.0. El resultado acaba siendo un TLC 0.5.

Lo acordado arroja varias dudas en el camino: primero, qué hará Canadá; segundo, si sería posible enviar al Congreso estadounidense un acuerdo bilateral, dado que la autorización es para uno trilateral; tercero, si habría los votos suficientes para uno (o dos) bilaterales, dados los intereses contrastantes de los estados americanos en ambas fronteras; cuarto, qué tan dañada quedará la relación con Canadá; y, quinto, quizá lo más importante, qué tantos cambios buscará insertar el Congreso en el acuerdo al que, tentativamente, se llegó esta semana. Parece evidente que las empresas con mayores intereses en México, comenzando por las automotrices, no se quedarán cruzadas de brazos: más bien, estarán trabajando con sus representantes para asegurar que sus intereses queden tan protegidos como los de las empresas en el sector servicios.

El panorama permite pensar que sólo hay dos posibilidades: una, que los negociadores mexicanos confían en que nuestros intereses serán defendidos por terceros a través del Congreso estadounidense (un salto maquiavélico al vacío), lo que podría implicar que quede al menos lo que ya está (el TLC 1.0) o que se corrijan estos errores. La alternativa sería que el verdadero objetivo fue intentar librar al gobierno saliente de otro fracaso.

La gran virtud del TLC era su carácter casi apolítico; lo aquí logrado es su absoluta politización.

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Luis Rubio

02 Sep. 2018

 

Y la mata comienza a dar…

Luis Rubio

Pasan los días y las semanas y la realidad comienza a ser evidente: las cosas son más complejas de lo que el gobierno en ciernes suponía y anticipaba. La pregunta es qué hará al respecto.

La velocidad con que el presidente electo tomó control del discurso dejó atónito a todo México -y al mundo- pero no sorprendió a nadie. Desde que Peña Nieto desapareció del mapa luego de Ayotzinapa, Andrés Manuel López Obrador tomó control de la narrativa y creó las condiciones que hicieron posible su avasallador triunfo. Quizá era inevitable que así ocurriera, pero el hecho tiene consecuencias: por una parte, le ha dado al próximo presidente control pleno; por la otra, le ha hecho imposible ignorar la complejidad real del país en la actualidad: con 53% del voto, es el único responsable. Estas semanas han servido para hacer claro que AMLO tiene una decisión fundamental frente a sí sobre qué priorizar y cómo hacerlo

Reconocer la realidad no implica que el futuro deba ser una mera continuidad de lo que no ha traído resultados favorables para el conjunto de la población, pero sí constituye el punto de partida. Un gobierno tras otro en el mundo desde hace casi medio siglo ha aceptado la premisa de que “no hay alternativa” en las palabras célebres de una primer ministro británica. Por varias décadas, el mundo avanzaba en una dirección y todas las naciones competían por las mismas fuentes de inversión, lo que creaba condiciones muy precisas para una estrategia de gobierno.

Las circunstancias que crearon el entorno de competencia por la inversión no han cambiado, pero es obvio que ha desaparecido la disposición de los votantes a tolerar resultados mediocres. El voto abrumador por AMLO así lo hace ver. Pero eso no cambia dos factores medulares: primero, que no hay marcha atrás en el mundo de las comunicaciones instantáneas o de la ubicuidad de la información. Los votantes se volcaron por un candidato y le confirieron un extraordinario mandato, pero no tiraron a la basura sus fuentes de información ni sus teléfonos inteligentes: sería una ingenuidad suponer que van a tolerar la destrucción de lo que sí funciona. El otro factor que no se altera es el hecho que existen restricciones externas a lo que un gobierno puede hacer para cambiar el sentido del desarrollo.

Cambiar el sentido del desarrollo no sólo es posible, sino necesario. El modelo seguido a la fecha partió de la premisa (implícita) que había que dejar intocado el statu quo político, lo que de hecho implicaba preservar feudos de poder y, por lo tanto, limitar el desarrollo a quienes ya se encontraban en la modernidad y que podían actuar por sí mismos: quienes eran capaces de competir, exportar y sobrevivir en el mundo de la globalización serían los grandes ganadores; a los demás, que alguien los ampare.

Pero el problema no es el modelo económico que ha seguido el país desde los ochenta, sino la forma en que, de facto, se ha excluido a buena parte de la población. Las reformas económicas de los ochenta en adelante se proponían crear condiciones para que el país pudiera prosperar, pero siempre y cuando eso no alterara la estructura de poder político, sindical y empresarial. Esto es lo que creó una economía dual: los que compiten y son exitosos y los que se rezagan. El reto para el próximo gobierno es muy simple: destruir lo que sí funciona (el entorno que favorece la competencia y el éxito en el mundo global) o redefinir su agenda para orientarse a sumar a todos los que no han podido o tenido condiciones para ser parte de ese éxito.

Aunque parezca paradójico, no hay contradicción en esto: el problema no radica en el modelo económico o en la capacidad de los mexicanos para ser exitosos, sino en que todo lo que existe está sesgado a impedir que el mexicano lo sea. Los mexicanos emigran porque no hay condiciones para ser prósperos; una vez que llegan a su destino, son tan exitosos o más que el mejor. Uno puede ver como los oaxaqueños en Los Ángeles o Chicago son tan hábiles y capaces como todos los demás, pero no así en Oaxaca: ¿el problema radica en los oaxaqueños o en la realidad socio política de Oaxaca?

El dilema para el próximo gobierno es que sus premisas y prejuicios no empatan con la realidad. La razón por la que el TLC es tan popular es que ahí se encuentran los mejores empleos, los que mejor pagan y los que mejor perspectiva ofrecen: la lección es que hay que generalizar las condiciones que hacen posibles esas circunstancias. Sin embargo, por obvia que sea esta lección, llevamos cinco décadas evitando actuar al respecto: un gobierno tras otro se ha dedicado a proteger el statu quo, incluyendo a una planta industrial ancestral e inviable, en lugar de crear un proceso de transformación real que sume a toda la población en el mundo de éxito.

La disyuntiva es simple y transparente: romper con los impedimentos al éxito de la economía moderna -de hecho, hacer posible que el 100% de los mexicanos tenga acceso- o empecinarse en una agenda de construcción de clientelas improductivas que acabaran por matar las fuentes de ingreso del país. No hay para donde hacerse: resolver lo que no han querido atacar las administraciones previas o seguir sin poder prosperar. El mandato da para esto y mucho más.

 

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26 Ago. 2018

La disputa del paradigma

Luis Rubio

El resultado de la elección presidencial alteró no sólo la estructura del poder, sino la naturaleza de la disputa política. La ciudadanía optó por una presidencia fuerte, con todos los poderes para emprender un cambio estructural de potencialmente enormes proporciones. Aún sin que nadie tenga conocimiento, a ciencia cierta, de la naturaleza e implicaciones de la llamada “cuarta transformación,” la elección desató un debate revelador tanto de las emociones soterradas como de los resentimientos latentes, que ahora están viendo la luz.

Tres términos resumen la naturaleza de la disputa: austeridad, transformación y contrapesos. Aunque evidentemente hay muchas formas de definir cada uno de estos vocablos, la carga política que cada uno entraña es sugerente.

López Obrador es un modelo de austeridad en su persona y ha construido una carrera política en torno a ese principio rector. Cuando se refiere a la era del desarrollo estabilizador, presenta una visión del mundo que es radicalmente distinta a la que enarbolaron las reformas posteriores. Tres factores caracterizaron al desarrollo estabilizador de los sesenta: primero, un gobierno fuerte y centralizado, con una aguda capacidad de emplear los recursos públicos para financiar grandes obras de infraestructura. En lugar de interminables negociaciones con los gobernadores y diversos grupos de poder, el gobierno federal decidía las prioridades, dedicaba los recursos a ese objetivo e imponía su visión sobre el país en su conjunto. Segundo, el gasto total del gobierno respecto al PIB era sensiblemente menor al actual: el gobierno era efectivo y austero, circunstancia que se alteró de manera dramática en los setenta en que no sólo se incrementó el gasto de forma acelerada, sino que dejó de haber prioridades claras y precisas. Finalmente, la economía funcionaba dentro de un contexto político muy distinto al actual porque el gobierno tenía control efectivo de los empresarios y sindicatos a través de una diversidad de mecanismos (sobre todo requisito de permisos) que determinaban la rentabilidad de las empresas y los límites de la acción sindical.

El cambio de modelo económico a partir de los ochenta nunca cuajó. Sus dos anclas nodales consistían en un equilibrio fiscal y en la liberalización de la economía. En lo primero, el espíritu era retornar a los sesenta, objetivo que nunca se logró: aunque hubo muchos recortes en el gasto (notablemente en inversión, sobre todo de infraestructura), el gasto corriente siguió creciendo. Es decir, el gobierno de hoy es sensiblemente más grande respecto al PIB que el de los sesenta y sigue siendo torpe y poco efectivo. Lo único que (más o menos) ha logrado es estabilizar las cuentas fiscales para evitar crisis; pero no es casualidad que las crisis financieras y cambiarias comenzaran en los setenta y sigan estando presentes pues, en contraste con aquella época, el concepto de austeridad de las últimas cinco décadas ha sido más bien laxo.

Si AMLO logra efectivamente reducir los enormes excesos de gasto del gobierno y asignar los recursos de una manera más efectiva, su impacto podría ser enorme y sumamente positivo, pero esa no es el sentido de quienes en su séquito postulan el fin de la austeridad. No hay duda que esta contradicción anticipa conflictos profundos.

La transformación que ha anunciado el próximo presidente está por precisarse, pero el mero hecho que se plantee como un cambio radical -del tamaño de la “transformación” juarista o maderista- ha desatado toda clase de propuestas, especulaciones y miedos. El cambio de modelo que se postuló a finales de los ochenta no cuajó porque no cambió la estructura política, aunque sí se alteró la realidad del poder. Me explico: el régimen político centrado en la presidencia y en la distribución de privilegios no ha cambiado ni en una coma desde el fin de la Revolución hace un siglo; pasaron gobiernos priistas y panistas pero el régimen persiste y, a pesar del ruido, podría acabar afianzándose, más que a cambiar, en el sexenio que está por comenzar.

A pesar de ello, la realidad del poder si se alteró porque las circunstancias son otras: la dinámica económica de las distintas regiones del país; el poder del crimen organizado; los abusos de los gobernadores; y la fuerza del mercado en las decisiones económicas son todos elementos que ilustran como ha cambiado la realidad del poder (para bien o para mal), a pesar de que el sistema político formal no lo haya reconocido. Sin embargo, la discrepancia entre ambas cosas es sugerente de otro de los conflictos que hacen ebullición: la noción de que el problema se resuelve centralizando el poder sólo es viable aniquilando las contrastantes dinámicas regionales y eso implicaría demoler las fuentes de crecimiento económico que hoy existen.

La disyuntiva hacia adelante acaba siendo muy simple: centralizar para controlar, con los riesgos y potenciales beneficios que eso entrañe, o construir un nuevo sistema político que haga posible una asignación efectiva de recursos para un crecimiento más equilibrado y generalizado. En una palabra: no habrá cambio mientras no se altere el paradigma del régimen unipersonal, mismo que inauguró Porfirio Díaz.

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México y Colombia

Luis Rubio

A la memoria de Manuel Olimon SJ

La tentación a seguir los pasos colombianos en la pacificación de su país es inmensa. Si bien aquella todavía no concluye -ni goza de apoyo generalizado-, la experiencia colombiana es ejemplar por su profundidad y solidez de concepción y proceso, pero también porque procuró no sólo resolver una vieja disputa con la fuente de violencia más añeja del continente, sino incorporar a los violentos en la normalidad cotidiana. Imagino que ésta es la fuente que inspiró al nuevo equipo gobernante para proceder con un proceso de negociación, pacificación y justicia transicional, términos todos que, como ilustra el extraordinario texto del negociador colombiano Sergio Jaramillo*, provienen de allá. El problema es que las circunstancias colombianas nada tienen de similar a las nuestras.

 

En Colombia hay dos factores esenciales que hicieron posible el proceso de paz que se siguió: primero, a lo largo de tres décadas, un gobierno tras otro en aquella nación fue construyendo capacidad institucional, lo que no sólo fortaleció al gobierno mismo, sino que le confirió solidez para actuar. Primero construyeron policías profesionales y un poder judicial independiente como medios no sólo para poder negociar, sino sobre todo para lidiar con las consecuencias posteriores al propio proceso de negociación. La negociación que llevó a cabo el gobierno del presidente Santos no hubiera sido posible, ni concebible, sin la existencia de un verdadero Estado.

 

En segundo lugar, en Colombia la fuente de violencia no era meramente el narcotráfico, aunque éste era un componente central, sino la guerrilla que por medio siglo se había asentado en una enorme porción de su país, al cual controlaba y desde el cual operaba, secuestraba y mataba de manera sistemática. Una guerrilla no es lo mismo que una organización criminal, aunque ambos hayan colaborado en el tiempo: lo central de la negociación colombiana fue el hecho de que existía un proyecto político alternativo que era financiado por el narco. La negociación no era con criminales sino con una entidad política.

 

En contraste, en México nuestras instituciones son por demás débiles, no existen policías profesionales que garanticen la seguridad ni serían capaces de administrar un proceso de paz como el que se ha avanzado en Colombia o que pomposamente se propone para México. Tampoco existen instituciones judiciales –ya sea del lado de la fiscalía o del poder judicial- para poder hablar de justicia en cualquiera de sus acepciones. No menos importante es el hecho que la iniciativa del gobierno colombiano era sumamente ambiciosa, centrándose en la ciudadanía, especialmente en las víctimas, para construir un proyecto político democrático con derechos civiles fuertemente anclados, que a su vez protegieran al proyecto de paz en el largo plazo y eliminaran los resentimientos y odios que décadas de conflicto armado habían generado. En México el verdadero reto es más básico: construir las instituciones con que Colombia ya contaba, así como un proyecto político de institucionalización democrática.

 

De igual importancia es el hecho que en México los potenciales interlocutores no son políticos que buscan avanzar un proyecto alternativo de nación (paradoja con el gobierno en ciernes) sino que se trata de crimen organizado puro y duro: no son guerrillas y su proyecto no es político. Quizá haya algo de esto en la sierra de Guerrero o entre los zapatistas en Chiapas, pero ciertamente no es eso lo que extorsiona a los comerciantes de Guanajuato, cobra derecho de piso en la Merced o asesina a las mujeres en Ciudad Juárez. Hay mucho que aprender del proceso colombiano, pero ese aprendizaje claramente no está presente entre quienes promueven un proceso de pacificación o de justicia transicional.

 

La pacificación es un objetivo loable y necesario pero no es substituto de la capacidad gubernamental para cumplir con su objetivo nodal que es el de, pues, gobernar, así como conferirle certidumbre y confianza a la ciudadanía. Luego de dos sexenios de seguir una estrategia que no ha logrado su cometido, es no sólo válido sino necesario cambiar el enfoque, pero éste debe partir de un diagnóstico acertado sobre la naturaleza del problema. Sólo a partir de una definición de las causas de la inseguridad en el país se podrá construir una salida; ésta puede incluir negociaciones y amnistía, pero su esencia no radica en ese otro lado, el de las organizaciones criminales, sino en el del propio gobierno. A final de cuentas, es su debilidad la que ha hecho posible que crezca y se multiplique el crimen organizado.

 

Hay muchos modelos de construcción de la seguridad pública que son posibles, unos que parten del municipio y otros que, reconociendo su debilidad, contemplan a los gobiernos estatales como el corazón de una nación segura. Sea cual fuera el idóneo, lo crucial es contar con un diagnóstico correcto para de ahí concentrar fuerzas y recursos en la creación de un sistema de seguridad efectivo y del cual rindan cuentas los gobernadores.

 

El proyecto que se observa en los foros de discusión ilustra el espíritu más arraigado de nuestra naturaleza política; primero rompemos los huevos y después nos ponemos a buscar donde andará el sartén. Hay mejores formas.

 

*http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/sergio-jaramillo-explica-como-se-logro-la-paz-con-las-farc-247388

 

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México y Colombia

Luis Rubio

A la memoria de Manuel Olimon SJ

La tentación a seguir los pasos colombianos en la pacificación de su país es inmensa. Si bien aquella todavía no concluye -ni goza de apoyo generalizado-, la experiencia colombiana es ejemplar por su profundidad y solidez de concepción y proceso, pero también porque procuró no sólo resolver una vieja disputa con la fuente de violencia más añeja del continente, sino incorporar a los violentos en la normalidad cotidiana. Imagino que ésta es la fuente que inspiró al nuevo equipo gobernante para proceder con un proceso de negociación, pacificación y justicia transicional, términos todos que, como ilustra el extraordinario texto del negociador colombiano Sergio Jaramillo*, provienen de allá. El problema es que las circunstancias colombianas nada tienen de similar a las nuestras.

 

En Colombia hay dos factores esenciales que hicieron posible el proceso de paz que se siguió: primero, a lo largo de tres décadas, un gobierno tras otro en aquella nación fue construyendo capacidad institucional, lo que no sólo fortaleció al gobierno mismo, sino que le confirió solidez para actuar. Primero construyeron policías profesionales y un poder judicial independiente como medios no sólo para poder negociar, sino sobre todo para lidiar con las consecuencias posteriores al propio proceso de negociación. La negociación que llevó a cabo el gobierno del presidente Santos no hubiera sido posible, ni concebible, sin la existencia de un verdadero Estado.

 

En segundo lugar, en Colombia la fuente de violencia no era meramente el narcotráfico, aunque éste era un componente central, sino la guerrilla que por medio siglo se había asentado en una enorme porción de su país, al cual controlaba y desde el cual operaba, secuestraba y mataba de manera sistemática. Una guerrilla no es lo mismo que una organización criminal, aunque ambos hayan colaborado en el tiempo: lo central de la negociación colombiana fue el hecho de que existía un proyecto político alternativo que era financiado por el narco. La negociación no era con criminales sino con una entidad política.

 

En contraste, en México nuestras instituciones son por demás débiles, no existen policías profesionales que garanticen la seguridad ni serían capaces de administrar un proceso de paz como el que se ha avanzado en Colombia o que pomposamente se propone para México. Tampoco existen instituciones judiciales –ya sea del lado de la fiscalía o del poder judicial- para poder hablar de justicia en cualquiera de sus acepciones. No menos importante es el hecho que la iniciativa del gobierno colombiano era sumamente ambiciosa, centrándose en la ciudadanía, especialmente en las víctimas, para construir un proyecto político democrático con derechos civiles fuertemente anclados, que a su vez protegieran al proyecto de paz en el largo plazo y eliminaran los resentimientos y odios que décadas de conflicto armado habían generado. En México el verdadero reto es más básico: construir las instituciones con que Colombia ya contaba, así como un proyecto político de institucionalización democrática.

 

De igual importancia es el hecho que en México los potenciales interlocutores no son políticos que buscan avanzar un proyecto alternativo de nación (paradoja con el gobierno en ciernes) sino que se trata de crimen organizado puro y duro: no son guerrillas y su proyecto no es político. Quizá haya algo de esto en la sierra de Guerrero o entre los zapatistas en Chiapas, pero ciertamente no es eso lo que extorsiona a los comerciantes de Guanajuato, cobra derecho de piso en la Merced o asesina a las mujeres en Ciudad Juárez. Hay mucho que aprender del proceso colombiano, pero ese aprendizaje claramente no está presente entre quienes promueven un proceso de pacificación o de justicia transicional.

 

La pacificación es un objetivo loable y necesario pero no es substituto de la capacidad gubernamental para cumplir con su objetivo nodal que es el de, pues, gobernar, así como conferirle certidumbre y confianza a la ciudadanía. Luego de dos sexenios de seguir una estrategia que no ha logrado su cometido, es no sólo válido sino necesario cambiar el enfoque, pero éste debe partir de un diagnóstico acertado sobre la naturaleza del problema. Sólo a partir de una definición de las causas de la inseguridad en el país se podrá construir una salida; ésta puede incluir negociaciones y amnistía, pero su esencia no radica en ese otro lado, el de las organizaciones criminales, sino en el del propio gobierno. A final de cuentas, es su debilidad la que ha hecho posible que crezca y se multiplique el crimen organizado.

 

Hay muchos modelos de construcción de la seguridad pública que son posibles, unos que parten del municipio y otros que, reconociendo su debilidad, contemplan a los gobiernos estatales como el corazón de una nación segura. Sea cual fuera el idóneo, lo crucial es contar con un diagnóstico correcto para de ahí concentrar fuerzas y recursos en la creación de un sistema de seguridad efectivo y del cual rindan cuentas los gobernadores.

 

El proyecto que se observa en los foros de discusión ilustra el espíritu más arraigado de nuestra naturaleza política; primero rompemos los huevos y después nos ponemos a buscar donde andará el sartén. Hay mejores formas.

 

*http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/sergio-jaramillo-explica-como-se-logro-la-paz-con-las-farc-247388

 

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Soluciones drásticas

Luis Rubio

Las sociedades complejas, dice Joseph Tainter,* tienden a colapsarse porque sus costos se apilan hasta hacerse disfuncionales: las inversiones arrojan retornos decrecientes y los costos de administrar estructuras sociales y políticas cada vez más intrincadas son siempre crecientes. Aunque su estudio se refiere a civilizaciones como el imperio romano, los mayas y los chacos de Paraguay, su lectura me hizo pensar en el sur de México, asunto crucial para nuestro desarrollo como país.

El retraso del sur del país no es sólo lacerante, sino que constituye un fardo para el crecimiento. La región más rica en recursos naturales, historia y perfil demográfico es también la más pobre y con menores oportunidades para el desarrollo. La pobreza es ancestral pero se preserva y reproduce por las estructuras políticas y sociales que depredan y viven del statu quo. Los diversos programas que, desde por lo menos los sesenta del siglo XX, se fueron implementando para cambiar esa realidad, han tenido muy poco impacto.

En el curso de estas décadas hemos tenido gobiernos (a todos los niveles) de izquierda y de derecha, priistas, panistas, perredistas y más recientemente, morenistas; pero nada cambia. Unos llevaron a cabo proyectos masivos de gasto, otros se abocaron a transferencia directas; algunas de esas transferencias tenían claros fines electorales, en tanto que otras siguieron criterios objetivos, no politizados. Dentro de ese rubro se constituyeron instituciones de evaluación que se han convertido en parte de la discusión, igualmente politizada. La pobreza no disminuye más que de manera marginal y eso, típicamente, debido al comportamiento de variables macroeconómicas como los precios, la tasa general de crecimiento o el tipo de cambio. Cuando fue inaugurado el actual gobierno federal, su crítica a los gobiernos previos fue implacable; cinco años después, las mismas críticas le son aplicables.

Claramente, algo está mal con el enfoque mismo: el asunto no es de gasto, directo o indirecto, sino de factores estructurales que preservan, de manera consciente o no, el statu quo. Decía Porfirio Díaz que «gobernar a los mexicanos es más difícil que arriar guajolotes a caballo» y quizá algo sabía y entendía al respecto: llevar a cabo cambios en estructuras sociopolíticas y económicas ancestrales, como es el caso de localidades como Chiapas y Oaxaca, entraña tal complejidad que nadie se atreve a intentarlo.

Me pregunto si no es tiempo de repensar toda la forma de conducir los asuntos públicos. En el último medio siglo el país ha experimentado un ritmo inusitado de cambios y reformas, mismos que le han dado nueva vitalidad y viabilidad a una buena parte del país, pero claramente no al conjunto. Algunas regiones, como Tamaulipas y al menos parte de Veracruz, han sido devastadas en sus estructuras gubernamentales más elementales por el crimen organizado, en tanto que otras se han congelado en el tiempo, padeciendo tanto a la criminalidad como a factores locales de poder que viven de que nada cambie, como es el caso de Guerrero. Sea por la criminalidad o por estructuras sociopolíticas ancestrales encumbradas -y, frecuentemente, asociadas al narco- hay estados y regiones incapaces de salir de su predicamento.

Ciertamente, no han faltado esfuerzos e intentos diversos por romper con estas circunstancias pero nada ha funcionado. Esto me lleva a pensar en soluciones drásticas, similares a las que se emplearon en otras latitudes con alto grado de éxito. En Irlanda del norte, por ejemplo, el gobierno británico impuso «gobierno directo,» es decir, desde Londres: tomó control de la provincia hasta que se crearon las condiciones para que ésta pudiese auto gobernarse una vez más. Algo similar ocurrió en el sur de Estados Unidos durante los cincuenta y sesenta, cuando el gobierno federal envió a los federal marshals y a la guardia civil para obligar a los gobiernos locales a modificar sus prácticas policiacas racistas. También hay ejemplos de países enteros convertidos en protectorados para estabilizarlos, pacificarlos y avanzar una transformación.

La clave de los ejemplos exitosos radica en una cosa muy específica: un gobierno federal con claridad sobre lo que se requiere y la disposición para lograrlo. Si observamos el caso de Michoacán en 2007 y, de nuevo, en 2013, es decir, bajo Calderón y Peña, respectivamente, el resultado fue patético: ambos enviaron a la policía federal y al ejército para pacificar al estado, pero no para transformarlo. La pacificación tuvo lugar en unas cuantas semanas, pero nunca existió un plan transformador; en contrate, tanto en Irlanda del norte como en Alabama, el proyecto mismo era la transformación. En una palabra, la clave es un gobierno con claridad de miras, brújula clara y un proyecto transformador dedicado a modificar la estructura socio política local, imponer el orden al crimen organizado y constituir un nuevo sistema de gobierno.

Nada de esto es sencillo o rápido y no se apega a calendarios sexenales: en los ejemplos citados, el control externo duró años y no se retiró sino hasta que la realidad había cambiado. No veo alternativas, pero si veo una condición sine qua non: claridad del objetivo que se persigue.

*The Collapse of Complex Societies

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05 Ago. 2018

El nuevo PRI

Luis Rubio

El gobierno saliente nunca entendió el México al que se aprestaba a gobernar. No le importó que hubiera un México que ansiaba incorporarse al mundo moderno y que avanzaba con celeridad a esa meta, y otro México rezagado que no lograba romper las amarras del viejo sistema político y los feudos, intereses y mafias que lo mantienen firmemente anclado en un estadio insoportable. Sus reformas eran necesarias, pero no suficientes: también hacía falta gobernar. Sus carencias crearon el entorno que hizo posible a Andrés Manuel López Obrador.

La noción de un “nuevo” PRI que promulgaba a diestra y siniestra no era otra cosa que el PRI más viejo y rezagado, ese que se había negado a modernizarse, que se había opuesto a la primera ola de reformas y que había vivido del statu quo, ese que ahora AMLO tiene en la mira. El verdadero nuevo PRI es el que seguramente comenzaremos a ver en los próximos tiempos: el que enarbola Morena, ahora ya sin tecnócratas o confusiones -ni limitantes- ideológicas o pragmáticas. Un nuevo monopolio político, una nueva hegemonía ideológica.

El proyecto de AMLO es fundacional: hacer tabula rasa de lo existente para construir una plataforma que guíe el futuro del país. El modelo se asemeja a lo planteado por Plutarco Elías Calles pero con una diferencia medular: para aquel se trataba de un proyecto institucional, para AMLO el objetivo es personal, construir un movimiento que abarque a todas las fuerzas políticas, controle a la población y de sustento político-ideológico a su gobierno. Lo que AMLO llamó la “cuarta revolución” no es algo etéreo: se trata de una reorganización política integral, mucho más grande y ambiciosa que los tres próceres que él invoca como autores de las tres previas.

La pregunta es qué tan viable es un proyecto hegemónico de esta naturaleza en el siglo XXI. Cuando Elías Calles plantea la creación de un “país de instituciones,” México se encontraba hundido en una ola de violencia política, el gobierno contaba con poderes extraordinarios producto de las circunstancias del momento y de la era específica: la información con que contaba la población era filtrada por el gobierno, no existía ni siquiera la televisión, para no hablar de Internet y el movimiento revolucionario había acabado con todas las instancias públicas y privadas de alguna relevancia. En una palabra, era un mundo que en absolutamente nada se parece al del día de hoy.

Elías Calles convocó a los liderazgos relevantes de la época y los sumó en una organización que serviría para darle forma al proyecto de desarrollo que enarbolaban los ganadores de la gesta revolucionaria. AMLO llega al gobierno de un país profundamente dividido y polarizado, sumamente informado, inserto en un mundo de comunicaciones instantáneas y en el contexto de poderes políticos, empresariales, financieros e internacionales que pesan y que tienen capacidad de acción. El contexto es absolutamente distinto, pero también las personas.

En contraste con Elías Calles, el proyecto de AMLO es esencialmente personal. No afirmo esto en sentido negativo: su visión es la de corregir o desmantelar lo que, desde su perspectiva, constituye el proyecto modernizador de las últimas cuatro décadas. En lugar de construcción de nuevas instituciones, el objetivo es sustentar una visión personal para darle viabilidad política. Su proyecto no entraña la construcción de un nuevo marco institucional, sino la reorientación de las políticas púbicas. La insistencia de las últimas semanas de la campaña de ampliar el voto hacia sus candidatos para el congreso y las gubernaturas revela el verdadero proyecto: ir ocupando todos los puestos e instancias políticas para, desde ahí, lanzar el asalto al proyecto modernizador.

El modelo no es el de Alonso Quijano, el Quijote, pero tiene mucho de ello: ir contra las instancias de poder -político, económico, sindical, civil- no para destruirlas sino para someterlas. En lugar de Sancho, está Morena, cuyo objetivo será absorber al menos al PRI y regresar al proyecto hegemónico “original” que emergió de la Revolución. Para eso es imperativo llenar todos los espacios y controlar todos los resquicios de poder.

¿Qué tan lejos llevará su cruzada? A lo largo de la contienda, se le acusó de ser chavista y querer instaurar un régimen permanente. Pero AMLO no es Chávez: es un priista de los años sesenta que quiere regresar a México a la era en que, desde su perspectiva, todo funcionaba bien: había crecimiento, menos desigualdad y orden. El momento de quiebre llegará cuando su visión choque con la compleja realidad de hoy y sea evidente que el costo de implantarlo en el siglo XXI podría ser tan alto que produciría justamente lo opuesto de lo que él pretende: crisis financiera, empobrecimiento y más desigualdad.

AMLO no tiene un proyecto destructivo en mente, pero su proyecto sí es incompatible con el mundo de hoy. Cuando ese choque resulte evidente sabremos qué está dispuesto a hacer porque lo obligará a definirse: hay mucho que podría lograr si se dedica a corregir los excesos y los vicios del presente -y que planteó con absoluta claridad en su campaña, como desigualdad, crecimiento patético e inseguridad- en lugar de tratar de echar el reloj hacia atrás.

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El problema a resolver

Luis Rubio

En 2000 Fox tuvo la oportunidad de modificar la estructura del poder que ha mantenido subyugado al país, pero no tuvo la visión o los pantalones para hacerlo. Hoy el electorado le ha dado a Andrés Manuel López Obrador una nueva -¿última?- oportunidad para llevarla a cabo y evitar que el país siga a la deriva. La clave no reside en cambiar per se, sino en qué cambiar y, sobre todo, para qué.

AMLO ha postulado tres prioridades centrales a lo largo de sus campañas: crecimiento económico, pobreza y desigualdad. Si le agrega el problema de seguridad que aqueja a cada vez más mexicanos, esa es la agenda que tiene que ser atendida. La pregunta es cómo, porque estos fenómenos no son causas sino síntomas y consecuencias de los males que enfrenta el país.

Desde los setenta, todos los gobiernos han tratado de elevar la tasa de crecimiento. Unos lo intentaron con deuda, otros con inversión pública y otros más buscando atraer la inversión del exterior; con aciertos y errores, se lograron resultados contrastantes pero no se resolvió el asunto central, detrás del cual yacen las otras dos prioridades de AMLO, la pobreza y la inequidad. El proyecto más acabado y más longevo de todos los que se han intentado es el que personifica el TLC porque ha tenido un éxito desmedido en algunas partes del país, aunque casi ningún impacto en otras.

El diagnóstico que realice el gobierno en ciernesva a ser crucial en determinar lo que hay que hacer. De ese diagnóstico dependerá su devenir y la probabilidad de éxito que tenga. Como dice el dicho, no es lo mismo borracho que cantinero, por lo que ahora ya no es un asunto retórico sino de responsabilidad y de oportunidad.

Los gobiernos de los setenta intentaron resolver el problema con gasto y deuda y acabaron creando la crisis financiera que hizo quebrar al gobierno en 1982 y determinó el empobrecimiento generalizado que siguió. Las tan denostadas reformas que siguieron tuvieron dos características: una, permitieron dinamizar la actividad económica en algunas industrias y regiones; la otra fue que no se implementaron de manera cabal porque siempre hubo algún interés político, burocrático, empresarial o sindical que lo impidió. Las reformas se hicieron para reactivar la economía pero siempre y cuando no afectara el statu quo político. Ahí es donde el nuevo gobierno puede hacer una diferencia decisiva: romper el statu quo para darle una oportunidad igual a todos los mexicanos para ser exitosos.

El éxito del TLC radica en que creó un espacio de actividad económica que se encuentra aislado de todos esos intereses y entuertos políticos. Así, el TLC no es sólo el motor de la economía, sino que sirve de escaparate para ver lo que está mal en el país y que ha provocado la permanencia de la pobreza y la desigualdad: lo que está asociado con el entramado institucional que caracteriza al TLC funciona; lo demás vive sometido a los intereses caciquiles que matan toda oportunidad. Solo para ejemplificar, no es casualidad que el país tenga muchos menos kilómetros de gasoductos -clave para el desarrollo industrial- que otros países de similar nivel de desarrollo: porque había un monopolio de pipas en manos de un político que tenía el poder para impedirlo. Eso condenó al sur y al oeste del país a muchas menos oportunidades de crecimiento. La pobreza no viene de las reformas sino de la ausencia de reformas políticas que creen un nuevo sistema de gobierno de abajo hacia arriba.

El sistema político post revolucionario se apuntaló en la asignación de privilegios, que se han preservado en formas por demás creativas. No es sólo los puestos que crean oportunidades de corrupción con plena impunidad o los contratos y concesiones de siempre, sino incluso los mecanismos de asignación de senadurías y diputaciones que permiten que sigan estando ahí los de siempre, dedicados a sus intereses personales y partidistas en lugar de atender a la ciudadanía.

Si AMLO quiere cambiar al país -el mandato de las urnas- la disyuntiva es muy clara: abrir el sistema político para quitárselo a los políticos y sus favoritos y transferírselo en vez a la ciudadanía; o intentar recrear el viejo sistema político con su presidencia imperial, algo imposible por la realidad de diversidad y complejidad poblacional y económica actuales.

El primer curso de acción llevaría a construir confianza por parte de la población de manera permanente porque tendría que estar institucionalizada en un nuevo sistema de gobierno levantado de abajo hacia arriba. La alternativa sería destruir lo existente sin la menor probabilidad de éxito.

El problema del sur del país no es que el norte vaya bien, sino que el sur está dominado por cacicazgos, grupos políticos y sindicales intrincados que depredan y someten a la ciudadanía, impidiendo el desarrollo económico. Por ello, la solución radica en enfrentar esos cacicazgos y construir un nuevo sistema de gobierno, no en recrear algo que hace mucho murió.

En contraste con Fox, López Obrador tiene las habilidades para llevar a cabo cambios estructurales. La pregunta es si será para romper obstáculos respetando las libertades y derechos ciudadanos o para reconstruir un pasado autoritario. Sólo lo primero sería una revolución digna de lograrse.

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22 Jul. 2018

Y México se movió…

 Luis Rubio

El presidente Enrique Peña ofreció “mover a México.” Dudo que su definición de movimiento sea la que ocurrió el pasado primero de julio, pero no cabe ni la menor duda de quién es responsable. En un sistema presidencial tan centralizado como el nuestro, donde todo funciona en torno al presidente, éste constituye, para bien y para mal, el corazón y la brújula del país. De quien ostenta esa oficina depende que exista confianza entre los ciudadanos, que los ahorradores e inversionistas cuenten con la suficiente certeza como para guardar o invertir su dinero y, en general, que el país goce de una claridad de rumbo.

Cuando desaparece ese sentido de dirección o la persona que ocupa esa oficina ignora los factores elementales de su función, todo el país entra en catatonia. El presidente Peña llegó con grandes planes y una enorme arrogancia a restaurar la presidencia imperial de los sesenta, pero entre todos esos proyectos no se encontraba el propósito de gobernar. Grandes reformas fueron aprobadas por el Congreso, pero la ciudadanía no vio mejoría en las cosas que más le importaban: seguridad, ingresos y empleos.

Lo que la población si vio fue a un presidente distante, frívolo y siempre indispuesto explicar y convencer, terminando como ejemplo de todo lo que la población desprecia: impunidad, corrupción y mal gobierno. Peor, utilizó los recursos de la presidencia para perseguir a un candidato, favorecer a sus favoritos y vengarse de sus enemigos. Nunca entendió que gobernar en el siglo XXI consiste en explicar, liderar y convencer a la ciudadanía, quien tiene acceso a tantas fuentes de información como las del presidente. Cuando el presidente abandona su responsabilidad de liderar en un país tan centralizado y sin pesos y contrapesos, el país entra en problemas. Enrique Peña no entendió el momento de México.

A partir de Ayotzinapa, el presidente abdicó a sus funciones elementales: despareció del mapa, creando un vacío que fue llenado con diligencia y clarividencia por Andrés Manuel López Obrador, quien es hoy presidente electo gracias a su trabajo de décadas y claridad estratégica. No es necesario estar de acuerdo con sus propuestas y posturas para reconocer su extraordinaria habilidad y trabajo para lograr lo que la ciudadanía le concedió en la elección.

Los candidatos ganan por su habilidad para convencer a los ciudadanos de su proyecto y personalidad, pero a los presidentes se les juzga por la forma en que responden a circunstancias inesperadas. Algunos presidentes crecen ante a adversidad, otros se amilanan. En países serios y desarrollados, el presidente es importante en cuanto a avanzar una agenda determinada de gobierno y en la medida en que éste o ésta logra convencer a la población y a las instancias legislativas de la relevancia de su propuesta, pero no tiene capacidad de afectar la vida de la población de una manera dramática o excesiva. En México, un error presidencial puede conducir a una crisis financiera en cuestión de segundos o puede provocar una crisis política de enormes magnitudes. Ejemplos sobran.

La paradoja de Enrique Peña fue que avanzó la agenda que ofreció y luego se quedó sin proyecto, pero su insistencia en demostrar que él estaba a cargo y en control del país (algo que hace décadas es imposible) no hizo sino subrayar sus errores y fracasos. La realidad es que ningún presidente puede controlarlo todo sino, más bien, en esta era tan convulsa, con frecuencia no es más que un rehén de circunstancias sobre las que no tiene influencia alguna, como ocurre ahora con el TLC. Lo que hace distinto -y exitoso- a un presidente, es su capacidad para responder ante las dificultades: importa más el liderazgo que despliega que el problema mismo porque de ahí surge, o desaparece, la confianza. El presidente abandonó su responsabilidad antes de concluir la mitad de su mandato y, peor, no supo responderle a Trump, algo que AMLO sin duda gozará haciendo, aún con los potencialmente enormes riesgos que eso entrañaría.

La casa blanca y luego Ayotzinapa marcaron a esta administración de manera definitiva. A partir de ese momento, su suerte estaba marcada, pero el presidente se empeñó en empeorar las cosas.

Para mí es incomprensible que un presidente se dedique a quejarse de los votantes, pero este presidente lo hizo sin reparo y, peor, de manera repetida. La campaña publicitaria de “Ya chole con tus quejas” pasará al historial de la arrogancia presidencial, seguida de la última edición: “haz bien las cuentas.” En el curso del tiempo he escuchado a muchos políticos, en México y en el extranjero, quejarse del electorado, al que en general consideran, casi de manera universal, como un estorbo, cuando no una pinta de tontos (con otra palabra). Sin embargo, hasta que vieron la luz estas campañas, nunca había visto a un político decirle lo que piensa de ellos a los ciudadanos. Lo ocurrido el pasado primero de julio fue ganado a pulso.

Con nuestro voto, los mexicanos somos responsables de elegir a un gobernante. La falta de pesos y contrapesos efectivos crea una presidencia con poderes excesivos, haciendo dependiente el bienestar colectivo del humor y capacidad de una persona. Acaba un sexenio así y comienza otro que ojalá sea mejor.

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15 Jul. 2018

Mito vs. oportunidad

Luis Rubio 

 

Ya hay presidente electo y ahora es tiempo de reconciliación. Un nuevo gobierno, especialmente uno expresamente enfocado a cambiar el paradigma reinante, tiene la excepcional oportunidad de transformar al país. Para acabar con el clima rijoso que nos caracteriza y, sobre todo, para construir un nuevo futuro. Construir sobre lo existente para así enfrentar exitosamente los tres asuntos que AMLO planteó como prioritarios en esta campaña: el crecimiento económico, la pobreza y la desigualdad.

 

En las últimas tres décadas, los mexicanos pasamos de un sistema político autoritario abocado al control de la población que no toleraba competencia, hacia un régimen electoral competitivo pero sin instituciones que generen certidumbre y protejan a la ciudadanía. Sin embargo, el común denominador sigue siendo el mismo: las elecciones constituyen una apuesta irreductible donde se juega “la vida” cada seis años. Ningún país serio puede sobrevivir semejante espada de Damocles, permanentemente amenazando la estabilidad política y económica.

 

En el régimen emanado de la Revolución, la figura central fue siempre la del presidente, cuyas facultades efectivas rebasaban con mucho las expresadas en la Constitución. La concentración del poder, combinada con el liderazgo de la estructura de control que ejercía el PRI, rebasaba el entramado legal y le confería facultades meta constitucionales al presidente. Aquellos poderes no sólo se expresaban en sus propias decisiones sino que le confería un papel central a las lealtades personales y grupales al presidente, mismas que se compensaban con la corrupción y, por ende, la impunidad. Ese es el régimen con el que los mexicanos hemos vivido desde hace casi cien años y que no se modificó ni en un ápice con los gobiernos del PAN. Ese régimen ha impedido un verdadero desarrollo y ha sido propenso a crisis recurrentes.

 

Tan central es la figura presidencial que cualquier elección –o decisión errada- entraña el riesgo de convertirse en un cisma. El problema no reside en una persona sino en que la presidencia ostenta poderes tan vastos que puede afectar, en el viejo dicho, vidas y haciendas. En el pasado -en la era priista que, al menos en esto, concluyó en 2000- la sucesión presidencial era parte de un proceso acotado en el que el mandatario saliente procuraba limitar la probabilidad de que su sucesor rompiera los cánones y pusiera en riesgo la viabilidad del país, lo que ocurrió a partir de 1970. La oportunidad hoy es terminar con ese régimen político sin sacrificar lo que se ha construido para generar riqueza y empleos como nunca antes.

 

Las cosas cambiaron desde el 2000 porque los poderes inherentes a la presidencia disminuyeron (producto de su «divorcio» del PRI), pero surgieron poderes cuasi autónomos, como los gobernadores, a la vez que, con la competencia democrática, emergieron candidatos que no comparten los paradigmas previamente existentes. La suma de poder excesivo y ausencia de paradigmas compartidos exacerbó el potencial de dislocamiento asociado al cambio de gobierno, produciendo miedos, desequilibrios y crisis. Hoy existe la oportunidad casi única de dejar todo eso en el pasado.

 

México ya no es un país marginal en el mundo internacional. Cuando la economía mexicana estaba cerrada y (casi) todas las variables se encontraban bajo control gubernamental, los riesgos inherentes a la sucesión podían ser contenidos. Hoy, en el contexto de un sistema financiero abierto, una economía orientada a la exportación y una competencia inmisericorde por atraer inversión (en esto la inversión mexicana y la del exterior son indistinguibles) de la que depende el bienestar de la población, la capacidad para contener los riesgos es, simplemente, inexistente. No hay país que resista los embates de los mercados cuando se rompen los equilibrios financieros o políticos clave. Eso es lo que le pasó al imperio británico en 1992.

 

El México de 2018 es muy distinto al de mediados del siglo pasado, excepto en un factor: el régimen político sigue siendo, en su esencia, el mismo, pero ahora, en lugar de generar certidumbre, se ha convertido en la fuente de desequilibrios, riesgos y, de hecho, amenazas a la estabilidad. Los vastos poderes permitían que el gobierno actuara de manera concertada, como ocurrió durante la etapa del desarrollo estabilizador, pero también permitían toda clase de abusos burocráticos y políticos que quizá eran tolerables en una era anterior a la de las redes sociales. Hoy, con el acceso universal a la información, ha desaparecido la capacidad de control que era la esencia de aquel sistema.

 

La oportunidad radica en llevar a cabo la reforma política que el sistema anterior siempre rechazó, para construir pesos y contrapesos efectivos que le den viabilidad económica y política al país para el próximo siglo, una verdadera transformación. Sólo un presidente fuerte puede lograr esa revolución.

 

México necesita un cambio de régimen para construir un futuro distinto, sin pobreza y con equidad. El país requiere un sistema político fundamentado en el Estado de derecho, lo que quiere decir una sola cosa: pesos y contrapesos que protejan al ciudadano. Para lograr el desarrollo tan añorado y acabar con el clima de odio y confrontación.

 

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08 Jul. 2018

El país del imaginario

Luis Rubio

En el corazón de la disputa política que hoy concluye se encuentra la gran ausencia que México padece desde hace décadas: capacidad de gobierno o gobernabilidad. Esa capacidad de actuar y resolver desapareció en la vorágine que produjo una combinación letal de circunstancias -crisis financieras, (casi) hiperinflación, globalización, crimen organizado y ceguera de la clase política- entre los setenta y lo que va del milenio. En lugar de soluciones, la parálisis condujo al declive de las capacidades gubernamentales y esto generó una interminable nostalgia.

La nostalgia, esa añoranza por un pasado mítico, es fácilmente explicable por las carencias y complejidades cotidianas que padece la población: inseguridad, malos servicios públicos, pésima educación, pobreza. Pero la nostalgia fácilmente se puede convertir en un instrumento propagandístico de control político y no de buen gobierno.

El gobierno que emergió de la gesta revolucionaria era más autoritario que institucional, circunstancia que le permitió lidiar eficazmente con la criminalidad y asignar recursos de manera discrecional, todo lo cual favoreció algunas décadas de estabilidad política y crecimiento económico. Al mismo tiempo, su inherente rigidez le impidió adaptarse a los cambios que ocurrían tanto dentro del país como en el entorno externo.

Y esos cambios acabaron minando sus estructuras, tornándolo cada vez más ineficaz. Las primeras manifestaciones fueron las crisis económicas de los setenta, las insuficientes y, en ocasiones, inadecuadas reformas de los ochenta y la crisis de seguridad a partir de los noventa. Todos estos factores fueron producto de cambios en el entorno externo que el gobierno mexicano no tenía capacidad -o disposición- a enfrentar. En una palabra, México no se preparó para los cambios que se dieron en Colombia y Estados Unidos y que tuvieron el efecto de alterar los patrones de operación del crimen organizado; ni creó condiciones integrales para que todo el país se insertara exitosamente en el mundo de la globalización. Ambos fenómenos transformaron al mundo, pero en México el gobierno no se adaptó y así fue incapaz de evitar la crisis de seguridad o de generar un marco para una mejor distribución de los beneficios de la globalización.

En este contexto, es fácil caer en la nostalgia de regresar a un mundo en que las cosas aparentemente funcionaban, donde la economía crecía y no había violencia: un momento en la historia que es irrepetible. La nostalgia por la estabilidad viene de la mano del sueño de mando unipersonal, el control de la población y el sometimiento de los sindicatos y de los empresarios; le permite al votante imaginar una solución mágica a los problemas que le aquejan, sin costo alguno.

A quienes viven en ese momento idílico del pasado les es imposible comprender que el mundo cambió no por nuestra voluntad sino porque se dieron circunstancias que acabaron con los sustentos de aquella era: la tecnología evolucionó de manera prodigiosa, las comunicaciones aceleraron los intercambios y la integración de los procesos productivos elevó las economías de escala, mejorando la calidad de los bienes y su precio. Quien maneja un automóvil en la actualidad no puede concebir que hace treinta años había que llevar los coches al taller cada rato porque las descomposturas eran frecuentes: la vida ha mejorado dramáticamente.

El reto es corregir los males del presente sin crear una mega crisis y eso requiere del reconocimiento que no hay más recursos; la (supuesta) austeridad de los gobiernos de los ochenta hacia acá no fue producto de su deseo, sino de falta de alternativa. Hubo poca austeridad y no hubo ahorros.

Es evidente que los mexicanos vivimos contradicciones interminables. Las cosas no están organizadas para que sea fácil prosperar: todo se hace difícil por burocratismos, intereses dedicados a obstaculizar la vida cotidiana y gobernantes cuidando más de sus propios asuntos que de generar condiciones para el desarrollo. Esto habla de la necesidad de un cambio político para que la economía prospere.

Las estructuras económicas que tenemos han hecho posible que vastas regiones del país crezcan a tasas asiáticas, pero las viejas estructuras políticas y sociales han preservado cacicazgos y, con ello vastos espacios de pobreza. No ha habido un gobierno capaz de romper obstáculo: el problema no es el modelo económico en sí, sino los impedimentos políticos que mantienen a estados como Oaxaca y Chiapas paralizados. La disyuntiva no radica en reconstruir el pasado manteniendo lo bueno del presente, algo imposible, sino en cambiar los vectores actuales para hacer posible el desarrollo. Y este es el gran desafío político hacia adelante.

La paradoja de esta elección radica en que las regiones que sufren son aquellas en las que el modelo económico tan criticado no ha sido implementado. La inequidad y la pobreza son producto de intereses intrincados: cambiar esa realidad implica un cambio de régimen con dos características: un gobierno moderno y funcional y un régimen de legalidad.

La nostalgia, dice un religioso, “es una forma de indulgencia. Como todos los miembros del clero saben, las indulgencias vienen con un alto precio.”

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01 Jul. 2018