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China y México hacia adelante

Luis Rubio

La crisis de 2008 fue un parteaguas para China. Hasta ese momento, la gran nación asiática había experimentado una acelerada transición del socialismo maoísta hacia la liberalización encabezada por Deng Xiaoping, que arrojó más de treinta años de tasas anuales de crecimiento superiores al 10%. La lectura occidental fue que, tarde o temprano, China convergería con el resto del mundo no sólo en niveles de desarrollo económico, sino en apertura política. Independientemente de las dinámicas políticas internas, lo que hoy parece claro es que en 2008 se definió una nueva senda, mucho menos aperturista en lo económico, más autoritaria en lo político y mucho más asertiva en el plano internacional.

La nueva dirección que China está adoptando va muy de la mano con la retracción estadounidense en el plano internacional, lo que arroja un escenario de enorme trascendencia para México. Por las pasadas décadas, China, potencia emergente que actúa con absoluta determinación geopolítica, ha esquivado a México; si bien ha habido algunas instalaciones industriales (la mayoría maquiladoras) y al menos dos proyectos de infraestructura, ambos fallidos, la presencia china en México es mínima, sobre todo cuando se compara con otras naciones del sur del continente o en África. China siempre ha reconocido la localización geográfica y los vínculos económicos que caracterizan a México, razón por la cual se había mantenido relativamente al margen.

Dos circunstancias han alterado esta historia: por un lado, la nueva tónica estadounidense bajo la administración Trump ha reabierto la discusión dentro de México sobre la elevada concentración de los vínculos económicos con EUA. En adición a esto, acciones proteccionistas como la relativa al acero pero, sobre todo, la permanente amenaza de cancelar el TLC, exigen una revisión de las prioridades nacionales. Aunque no tengo duda que la lógica de integración industrial seguirá dominando las decisiones empresariales y ésta, a su vez, persistirá como el principal motor de crecimiento de la economía en general, los mexicanos debemos revisar la constelación de posibilidades viendo hacia el futuro.

Por su parte, la nueva asertividad china tiene sigue una racionalidad implacable: aprovechar la debilidad estadounidense para establecer nuevas realidades geopolíticas. Si uno observa la forma en que ha ido construyendo islas artificiales a lo largo del mar del sur de China, al grado de formalizarlas como una nueva provincia, su actuar no deja duda de la claridad de visión, y continuidad de la misma, lo que se refuerza con la nueva tónica interna de un liderazgo unipersonal “permanente.” La decisión de Xi Jinping de obviar elecciones regulares dice todo sobre sus objetivos tanto políticos como internacionales: aunque entraña la evidente complejidad de la sucesión (que tiende a ser el eslabón débil porque no es predecible, como le pasó a Mubarak en Egipto y ahora a Putin en Rusia), permite una continuidad de mando y de visión que ningún otro país puede lograr.

México ha tenido una larga relación con China: desde el establecimiento de relaciones en 1972, la relación política ha sido profunda, pero no así la económica. Ciertamente, México importa decenas de billones de dólares de aquella nación (más otros por vía de contrabando), pero exporta relativamente poco. Lo mismo es cierto de la balanza de capitales: hay varias empresas mexicanas con presencia en el gigante asiático y chinas en México pero el conjunto es relativamente modesto.

En el último año, México ha ido revisando sus relaciones internacionales, parte por diseño y parte por la forma en que se han presentado las cosas. La mayor sorpresa viene no de China, sino de Brasil, nación que desde hace décadas ha visto a México con recelo y como competidor; sin embargo, en los últimos tiempos, Brasil ha buscado profundizar sus vínculos económicos y políticos. Aunque las dos naciones -Brasil y México- han adoptado estrategias radicalmente distintas en las últimas décadas -Brasil tiene un fuerte sesgo proteccionista, México ha adoptado una acusada estrategia liberalizadora- la racionalidad de llevar a cabo mayores intercambios y de desarrollar una mayor cooperación en el plano político es evidente.

La pregunta es qué es posible y deseable con China. Por un lado, México está firmemente anclado en la región norteamericana -especialmente en la vertebración industrial, pero también en la lógica político estratégica- y eso establece un límite absoluto a cualquier intercambio, además de que obliga a una concepción triangular -México, EUA y China- en la relación. Por otro lado, dentro de ese marco, hay muchas oportunidades para profundizar la relación y desarrollar nuevas formas de interactuar, en un plano tanto político como económico.

Lo que ciertamente no tiene sentido de realidad es la noción de una “carta china” en la relación con EUA. China jamás aceptará ser tratada como una ficha de cambio, pero su proyecto de potencia obliga a México a definir sus propias prioridades y establecer marcos de posibilidad tanto en la relación con Estados Unidos como con China. No hay forma de salir de ese triángulo, pero sí de ampliarlo cada vez más.

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17 Mar. 2019

 

 

 

La negación

 Luis Rubio

Hace unos años, cuando Beijing se disponía a recibir a los jefes de gobierno que integran la APEC, el gobierno de la ciudad cerró cientos de fábricas y prohibió la circulación de millones de vehículos, todo en aras de disminuir la contaminación del aire e intentar darle una fachada menos sucia a la urbe. Sin embargo, una aplicación telefónica mostraba que la contaminación alcanzaba cifras escandalosas. El gobierno no tardó nada en resolver el problema: bloqueó el uso de esa aplicación y con eso le dio santo sepulcro a la contaminación.

Así parece actuar el presidente López Obrador. En lugar de resolver los problemas del país, está empeñado en destruir todo lo que ya funcionaba y, en muchos casos, funcionaba extraordinariamente bien.  El país iba por buen camino, así fuera con enormes carencias y asuntos no resueltos, pero sensiblemente mejor de lo que estuvo en las décadas de los setenta y ochenta.

La estrategia de tildar de malo y corrupto a todo lo existente ya rindió frutos en la forma de un desempleo creciente, una economía que va de picada y total ausencia de inversión, lo cual no hace sino agudizar los dos primeros indicadores. El presidente no está dispuesto a reconocer que su estrategia está causando estos fenómenos y que, de seguir, no logrará sino sumir al país en una crisis de dimensiones inconmensurables. Las señales que mandan los mercados financieros respecto a la confiabilidad de la deuda mexicana que se cotiza en esos ámbitos no son halagüeñas; más bien, anticipan riesgos que, de no ser atendidos de inmediato, provocarán justo lo que el presidente dice querer evitar.

El problema no son las finanzas de Pemex, por más que ese sea un enorme problema. El problema es toda la concepción del gobierno, que quiere destruir lo existente, cuando lo que el país requiere son acciones que resuelvan problemas recientes y ancestrales que no se han querido enfrentar por muchas décadas y para lo cual AMLO tiene una legitimidad única. La estrategia económica de las últimas décadas es la única posible, aunque bien hecha: no es casualidad que, literalmente, todas las naciones del mundo hayan seguido un camino similar, quizá menos por gusto que porque no hay de otra. Las excepciones -como Venezuela y Corea del Norte- no son atractivas. Hasta Cuba ha entrado en la lógica de la globalización, así sea de manera modesta.

El punto de partida de AMLO es que todo lo que se hizo a partir de 1982 fue equivocado. Esa premisa erra en dos frentes: primero, no reconoce que la crisis de 1982 fue producto de que se prolongó por demasiado tiempo –y, de hecho, se exacerbó- la estrategia del desarrollo estabilizador, al punto de provocar una crisis de deuda que tomó décadas controlar. En segundo lugar, tampoco acepta que la estrategia de desarrollo introspectiva, casi autárquica, dejó de ser posible porque no satisfacía las necesidades de una población cada vez más demandante, y porque el mundo cambió con las comunicaciones, la tecnología y la forma de producir. El sentido de la estrategia económica a partir de 1982 tiene muchas carencias y errores que obviamente no deben repetirse, pero es el único posible.

El presidente López Obrador tiene la legitimidad y el liderazgo necesarios para hacer lo que los gobiernos de las décadas pasadas no pudieron o no quisieron hacer: eliminar los obstáculos al desarrollo que se preservaron y que yacen en el corazón de las bajas tasas de crecimiento promedio que el país ha arrojado por demasiado tiempo. Los problemas que se enfrentan tienen que ver con estructuras políticas y sociales anquilosadas que favorecen lo que Luis de la Calle* llama la “economía de la extorsión,” donde autoridades, sindicatos, monopolios, burocracias y criminales extorsionan a los ciudadanos, empresarios, alumnos, propietarios, y comerciantes, impidiendo que crezcan las empresas y se desarrolle el país. Si el presidente de verdad quiere detonar un elevado crecimiento y darle oportunidades a los mexicanos más desfavorecidos, su estrategia debería ser la de romper con esas prácticas impunes.

Lo que está haciendo es exactamente lo opuesto: afianzar los feudos, fortalecer (y premiar) a los sindicatos que todo lo obstaculizan y cultivar y cautivar a las empresas que impiden la competencia. Provocar conflictos sindicales, atacar empresas que generan energía y atizar el entorno de polarización no van a lograr más que menos crecimiento, menos inversión y, si se persiste en la destrucción de todo lo existente, una crisis de las dimensiones de la de 1995. O peor.

Oaxaca no progresa porque las estructuras políticas sociales y sindicales todo lo mediatizan y todo lo impiden. No es necesario más que observar el éxito lugares como Aguascalientes o Querétaro para ver lo que una estructura política, social y empresarial favorables pueden crear. La pregunta es si lo que el presidente López Obrador pretende es convertir a todo el país en Oaxaca, el camino que ha adoptado, o a enfrentar los problemas de Oaxaca y, en general del sur del país (aunque no exclusivamente) para que todo el país salga adelante y los ciudadanos más desfavorecidos acaben teniendo las mismas oportunidades y derechos que los más exitosos. En una palabra: ¿igualar hacia arriba o hacia abajo?

 

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La negación

 

Luis Rubio

10 Mar. 2019

 

Obsesiones

Luis Rubio

 A la memoria de Leonor Ortiz Monasterio

 Todos los gobiernos del mundo, de todos colores, quieren inversión del sector privado, pero ninguno la puede lograr por la fuerza. Nadie -chico o grande, nacional o extranjero- asume riesgos o compromisos sin sentirse cómodo y bienvenido y eso de las sensaciones no depende del discurso político ni de la voluntad del gobernante, sino de la existencia de reglas claras y confiables. Así de fácil y así de difícil.

La noción de una “obsesión” por la inversión suena altisonante y atractivo, pero es una quimera. Nadie se obsesiona por invertir. Quien debiera obsesionarse es el político que necesita la inversión privada para lograr sus objetivos de desarrollo, disminución de la pobreza, empleo y, en general, una mejoría generalizada de la vida de la población. Pero una obsesión política o discursiva es anatema para la inversión privada: la clave radica en la confiabilidad de las reglas.

  1. Invertir entraña un riesgo: quien pone su dinero en un proyecto -igual a través de la compra acciones (una forma de ahorro), que al emprender un determinado objetivo productivo- está apostando que puede lograr retornos o rendimientos atractivos. Su apuesta representa el reconocimiento de un riesgo de que el proyecto sea exitoso. Muchos restaurantes abren sus puertas con bombo y platillo, sólo para acabar cerrando unos meses después. Una apuesta fallida.
  2. Invertir es un acto de fe y de confianza tanto en el proyecto específico como en el contexto en que se realiza la inversión. Las franquicias son exitosas porque disminuyen el riesgo del proyecto. Lo mismo se requiere para el entorno.
  3. Nadie invierte sin una razonable expectativa de que su proyecto será exitoso y el éxito depende de dos circunstancias: la primera es que el proyecto mismo sea viable; la segunda, que exista un marco normativo confiable y estable. Esto último es lo que debería concentrar las obsesiones del gobernante.
  4. A pesar de esta obviedad, la mayor parte de los gobiernos se concentran en cambian las leyes, lanzar grandes iniciativas, crear monstruos burocráticos, premiar a sus favoritos y desarrollar clientelas, cuando lo que se requiere es fortalecer el entorno (una fuerza de trabajo mejor educada, mejor infraestructura y múltiples fuentes de certidumbre), o sea, algo muy simple, pero muy difícil de lograr: estabilidad en las reglas del juego. Simple porque es obvio; difícil porque implica ir contra toda la cauda de prejuicios acumulados.
  5. La virtud del TLC norteamericano, y su enorme éxito en atraer inversión, radicó en el marco normativo que fue su esencia: reglas claras, confiables y no cambiantes. Más específicamente, en el TLC original la clave no eran las miles de páginas de procedimientos, sino el capítulo once, que le confería certeza al inversionista respecto a la seguridad de su inversión. No es casualidad que el TLC se haya convertido, a través de las exportaciones, en el principal motor de la economía del país. En lugar de inventar el hilo negro, lo que procedería sería ampliar las reglas inherentes al TLC a todo el territorio nacional. Sería la forma más expedita de crear un entorno normativo propicio para la inversión, a la vez que se resuelve el entuerto creado por Trump en la materia: certidumbre generada desde México.
  6. Y lo anterior entraña una gran lección para nuestro gobierno y sus huestes: en el mundo interconectado de hoy no existe diferencia alguna entre los inversionistas o ahorradores nacionales o extranjeros. Todos siguen la misma lógica, todos quieren reglas claras y confiables. Muchas empresas mexicanas han invertido en México a través del TLC norteamericano o europeo precisamente para gozar de la misma certidumbre. Cuando el contingente de Morena en el Congreso plantea limitar la inversión extranjera no hace sino amenazar a la inversión nacional.
  7. El gobierno actual quiere subordinar las decisiones económicas a las políticas. Suena bien y es lógico en su perspectiva, pero no hay nada más pernicioso para la inversión privada que las decisiones políticas. La inversión va donde existen reglas claras y confiables, no donde los políticos cambian las reglas o las subordinan a sus preferencias políticas. Por eso fue tan dañina la decisión sobre el aeropuerto.
  8. La inversión privada no responde a discursos ni a peticiones: lo único que requiere es certeza o eso que llaman “confianza,” que no es otra cosa que el convencimiento de que las reglas del juego serán las mismas el día en que se invierte que cuando entrará en funcionamiento el proyecto.
  9. El gobierno puede suplicar, implorar, exigir o criticar, pero no puede obligar a que una persona arriesgue sus ahorros a través de una inversión.
  10. Lo único que puede hacer un gobierno es controlar su chequera, desarrollar instituciones fuertes que confieran certidumbre y asegurar, a través de su liderazgo, que todo el país se dedique a atraer la inversión y a engrandecerla. Así de fácil y así de difícil. Mientras mejor sea el entorno laboral, educativo y de infraestructura, menor el riesgo y mayor la inversión. No es ciencia del espacio.

Todavía es tiempo de obsesionarse por crear condiciones para que el país realmente se aboque a atraer la inversión, todo eso que no se ha hecho en las décadas pasadas.

 

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03 Mar. 2019

Contrapuestos

 Luis Rubio

Los números no mienten, pero cuentan dos historias muy distintas. Por un lado, el presidente goza de un nivel de aprobación sin precedente; un indicador paralelo, el de la confianza del consumidor, alcanza cifras no vistas en casi dos décadas. Lo paradójico es que estas cifras no guardan relación con el consumo, que disminuye tanto en automóviles como en las ventas en general. El entusiasmo que manifiesta la ciudadanía no es producto de una mejoría en su situación personal, sino en su percepción del presidente y en las expectativas que éste ha generado. Por otro lado, el índice de confianza empresarial, del INEGI, entró en terreno negativo en enero, en tanto que 75% de los inversionistas considera que el país está en condiciones peores que hace un año. La gran pregunta es si estos dos grupos de personas viven en el mismo país.

Cada quien tendrá su explicación para el fenómeno de percepciones encontradas, pero no me cabe ni la menor duda que el factor nodal se encuentra en el liderazgo que ejerce el presidente, mismo que ha adquirido dimensiones casi míticas en ciertos segmentos de la sociedad. La combinación de un anhelo de liderazgo con una esperanza de que se resuelvan problemas cotidianos y ancestrales resultó ser una combinación excepcional que ha sabido aprovechar de manera brillante el presidente. Quizá la clave que separa a las dos cohortes –los que están llenos de esperanza y los que ven el futuro con preocupación, si no es que temor- es la vinculación casi religiosa que existe entre una parte del primer grupo con el presidente frente al intento que realiza el segundo grupo para explicarse, de manera racional y analítica, algo cuya característica central es precisamente la de no estar fundamentado en consideraciones racionales.

En el corazón del desencuentro entre la prosperidad que se experimentó en las pasadas tres décadas y la desazón que llevó al resultado electoral se encuentra la incapacidad e indisposición de todos los gobiernos de ese periodo por explicar y convencer a la población de la complejidad inherente al mundo de las economías integradas, el cambio tecnológico, la digitalización y, en general, la clave en que se convirtió la productividad –y la educación- como factor de avance. Frente a esa ausencia, el presidente actual ha pretendido desacreditar toda esa etapa con el mote de “corrupta,” obviando la necesidad de plantear un programa alternativo que sea viable y susceptible de lograr altas tasas de crecimiento.

Llegará algún momento en que el descrédito del pasado resulte insuficiente para preservar la legitimidad del gobierno, pero nadie puede negar la astucia y excelencia del manejo político y mediático que AMLO ha interpuesto y lo fácil que le ha sido precisamente por el vacío de legitimidad que existió en las décadas pasadas, especialmente desde la devaluación de 1994 y la crisis que siguió. De hecho, lo impactante es que no tuvo, ni está teniendo, competencia alguna en la narrativa que, desde el 2000, ha venido enarbolando. Esto se acentuó luego de Ayotzinapa en que el hoy presidente tomó control de la narrativa y nunca enfrentó respuesta o resistencia alguna por parte del entonces presidente o su gobierno.

Las dos historias que caracterizan al país en la actualidad se contraponen, pero inexorablemente se retroalimentan: ambas acaban dependiendo del progreso del país. Las expectativas pueden ser manipuladas por un buen rato, encontrando nuevos chivos expiatorios cada vez que se atora el carro, pero lo que cuenta, al final del día, es una mejoría sensible en los niveles de vida. Paliativos como los subsidios que el nuevo gobierno está dispersando a diestra y siniestra atenúan la urgencia de entregar resultados pero, en el largo plazo, no lo resuelven, simplemente porque no hay dinero que alcance para eso. Con todo, como demostró Fidel Castro, en presencia de enemigos plausibles es posible lograr un empobrecimiento sistemático de todo un país por muchas décadas.

Por su parte, la economía no puede prosperar sin inversión y para eso se requiere la disposición de las empresas y de nuevos inversionistas. En contraste con la era y geografía de Fidel Castro, la mexicana es una economía abierta y el país se caracteriza por una enorme frontera con el mayor mercado del mundo. La receta de la polarización tiene límites reales.

La inversión depende de factores muy claros, como son el mercado, las oportunidades, el contraste entre el dinamismo de México frente a otras economías y cómo se comporta la demanda estadounidense, pues, a través de las exportaciones, es nuestro principal motor de crecimiento. Sin duda, nuevos proyectos de infraestructura ayudan, pero no son suficientes.

Sin embargo, al final del día, lo más importante para la inversión es la confianza que genera el gobierno hacia los empresarios nacionales y extranjeros y ésta depende, casi en su totalidad, de que haya reglas del juego predecibles y estables. Esto último es precisamente lo que el presidente quiere alterar: quiere imponer nuevas reglas del juego y sujetarlas a cambios cuando así lo determinen sus consideraciones políticas. En este escenario, la inversión no se materializará. Tarde o temprano, este factor chocará con el apoyo masivo con que hoy cuenta el presidente.

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Luis Rubio

24 Feb. 2019

Seguridad y gobierno

Luis Rubio

Groucho Marx, el comediante del siglo pasado, lo dijo con absoluta claridad: “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos por todas partes, diagnosticarlos de manera incorrecta y luego aplicar los remedios equivocados.” El gobierno tiene una gran claridad sobre varios de los problemas que aquejan al país pero es crítico preguntarnos: ¿qué pasa si su diagnóstico es errado?

Desde luego, el gobierno de López Obrador no sería el primero en errar en el diagnóstico para luego aplicar una estrategia equivocada, pero lo que sin duda lo caracteriza es su arrogancia moral: no sólo posee la verdad absoluta, sino que todo el resto es corrupto, es parte interesada o es conservador. Su riesgo de errar es por lo tanto mayor.

En materia de seguridad llevamos décadas dando palos de ciego. Unos gobiernos intentaron construir policías nuevas, otros procuraron centralizar el mando; algunos recurrieron al ejército, otros prometieron regresarlo a sus barracas. Algunos pretendieron comprar a los miembros del crimen organizado, otros desmantelaron las policías existentes. En una palabra, ha habido de todo en los últimos treinta años, excepto claridad sobre lo que se buscaba o continuidad en las políticas. Más ocurrencias que estrategia y lo nuevo no es distinto.

El problema de la seguridad en el país tiene muchas dimensiones pero, enfocado en términos históricos, su carácter resulta transparente, sugiriendo la verdadera naturaleza del desafío. El asunto de la seguridad surgió en paralelo al deterioro que, poco a poco, fue experimentado el régimen post revolucionario, sobre todo a partir de los setenta, pero con celeridad desde los noventa. El orden y respeto a la autoridad que existían hasta esos años se debían a la naturaleza autoritaria del régimen, es decir, al miedo que la ciudadanía le tenía a las policías y al gobierno en general. Los priistas hablaban de la fortaleza de las instituciones, pero, en retrospectiva, es evidente que no había instituciones fuertes, sino una estructura muy eficiente y eficaz de control que, además, gozó de enorme legitimidad por muchas décadas.

El gobierno central mantenía un estrecho control sobre todos los factores clave de poder y funcionamiento de la sociedad, lo que le permitía administrar la criminalidad con efectividad, subordinar a los gobernadores (y usarlos como instrumentos de su mando) y dictarle reglas del juego al crimen organizado que, en aquella época, lo integraban esencialmente colombianos cuyo interés se limitaba a transitar por el país para llegar al mercado objetivo. El gobierno mexicano no negociaba con los narcos como muchos imaginan, sino que establecía reglas del juego que, en concordancia con la naturaleza del régimen, implicaban pagos a actores locales o federales para agilizar el proceso. La seguridad era producto de la fortaleza del régimen central y no de la existencia de una estructura profesional, eficiente y “moderna” de policías o procesos judiciales. Es ese control autoritario el que AMLO pretende recrear.

En la medida en que aquel régimen se fue resquebrajando -por el crecimiento de la población, la lógica de la economía global, la incipiente apertura política- su capacidad de control se fue mermando. Es decir, nunca hubo una decisión explícita que modificara la naturaleza del régimen: su deterioro fue producto de su agotamiento gradual y de decisiones en otros ámbitos que impactaron su fortaleza. Y ahí yace el problema de fondo: mientras que el país ha ido cambiando en todos sus ámbitos -participación política, libertad de expresión, cambio tecnológico, globalización económica- el gobierno se quedó atorado en sus mismas estructuras de antaño.

El problema de la seguridad (como tantos otros) surge del agotamiento de un sistema de gobierno que no se ha transformado en los últimos cincuenta años y que ya no empata con la realidad del país de hoy. Involucrar al ejército en asuntos de seguridad fue una decisión desesperada para enfrentar un problema real, pero sin que mediara un reconocimiento de la naturaleza del fondo del asunto. En este contexto, es absolutamente legítimo y meritorio el debate sobre la guardia nacional: encumbrar al ejército como factótum en este asunto no es solución, es tan solo otra medida desesperada.

El problema de fondo es la inexistencia de gobierno -mucho más grave en algunas latitudes que en otras, como ilustra Tamaulipas vs Querétaro, por citar dos casos prototípicos- y no las drogas, la corrupción o la violencia por sí mismas.

El gobierno del presidente López Obrador tiene que enfocar el problema correcto para poder resolver el asunto que aqueja a toda la población y que consume recursos, ánimos y vidas como ningún otro. Por supuesto que el ejército tendrá que ser parte de la solución, pero no puede ser la solución en sí misma: no está capacitado para funciones policiacas ni le responde a la ciudadanía. De la misma forma, meramente tratar de reconstruir el viejo gobierno todopoderoso de los sesenta es absurdo porque no es posible: las condiciones que lo hacían viable dejaron de existir cuando creció y se desarrolló la sociedad y no hay nada que el gobierno pueda hacer para recrear aquel esquema, a menos de que pretenda imitar a Pinochet.

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Seguridad y gobierno

 

Luis Rubio

17 Feb. 2019

Régimen de excepción

Luis Rubio

La seguridad pública es condición sine qua non para el desarrollo del país y el asunto que más preocupa a la ciudadanía. El problema no es nuevo, pero todos los intentos por enfrentarlo han resultado insuficientes, si no es que fallidos. Las tres administraciones más recientes -cada una en su soberbia- ha asumido el problema a su manera, pero los resultados han sido paupérrimos; lo único que es claro e indudable es que hay muchos mitos al respecto*, pero igualmente claro es que no existe una solución única -o mágica- al problema. Si el gobierno de López Obrador no reconoce este punto de entrada, su estrategia, centrada en la “guardia nacional,” va a acabar en el mismo lugar.

La propuesta de crear una nueva estructura en la forma de una guardia nacional, anunciada con bombo y platillo pero poca información, no es muy distinta a la que acompañó el anuncio de recrear la policía federal hace dos sexenios. En ambos casos, se tenía una gran idea pero no un plan para su desarrollo integral, ni mucho menos un consenso político al respecto. El resultado fue lo esperable: la inseguridad no cedió. Las causas pueden ser muchas, pero la receta ganadora resultó fallida.

La creación de una guardia nacional puede ser parte de la solución o puede ser otra oportunidad perdida: todo depende de como se constituye, cuáles son sus objetivos, qué estrategia se seguiría y, sobre todo, en qué consiste el proyecto en su conjunto. Un mal diagnóstico -que es lo que debe suponerse pues el plan presentado carece de toda coherencia lógica- conlleva un azaroso desenlace. Sin embargo, el peligro no radica exclusivamente en que el problema no aminore, sino en que, a diferencia de los intentos anteriores, éste viene preñado de un riesgo inconmensurable en la forma de la incorporación del ejército en las tareas de seguridad de una manera integral, permanente y encumbrada en el texto constitucional. Es decir, se trata de un paso extraordinariamente apurado, con consecuencias potenciales desconocidas y, seguramente, excesivas y onerosas.

Es fácil entender por qué una administración tras otra ha recurrido al ejército: se trata de la corporación más estructurada, respetada y eficaz con que se cuenta. Ante el vacío, debilidad -y corrupción- que caracteriza a la mayor parte de los cuerpos policiacos federales, estatales y municipales (y a sus contrapartes por el lado de la procuración de justicia), la noción de recurrir al ejército es lógica, así haya implicado un cambio radical de posición por parte del presidente. Pero el hecho que exista un desafío tan fundamental y una institución tan competente no implica que una cosa sirva para resolver la otra. El ejército ha probado ser eficaz para mostrar la fuerza del Estado, pero no para crear condiciones para la seguridad pública más allá del momento o lugar en que tiene presencia temporal. El ejército no es una corporación policiaca y no debe ser concebido como una respuesta policiaca de largo plazo porque no sirve para eso ni va a servir nunca.

El ejército sin duda será parte central de la solución del problema de seguridad que se enfrenta, pero no puede ser el corazón de la estrategia. A menos que se transforme al ejército en corporación policiaca -y todo lo que eso implica en términos de concepción y formación-, algo que podría ser planteado como una estrategia pero a dos o tres décadas de distancia, los militares están formados para enfrentar enemigos formales, no para constituirse en el garante de la seguridad de la vida cotidiana de una comunidad.

Más importante, la pregunta clave no es sobre el recurso al ejército para fines de proteger a la sociedad, sino sobre la creación de una nueva realidad política y legal en la forma en que se ha propuesto para la llamada guardia nacional. El recurso al ejército es necesario, pero no de una manera permanente, sin mandato claro ni protección legal. Sería infinitamente mejor crear condiciones formales para el funcionamiento del ejército en labores de seguridad civil, que encumbrarlo como el corazón de una estrategia inacabada de seguridad en la que no hay certezas para la ciudadanía, el gobierno o los propios soldados.

Me pregunto, por qué no plantear la presencia del ejército en la guardia nacional -o en la seguridad en general- como un caso excepcional y, por lo tanto, temporal. Es decir, que tal si, en lugar de encumbrar al ejército en la constitución para el combate a la inseguridad, se legisla con precisión la forma en que actuaría esa corporación ante una emergencia y sólo por el tiempo en que ésta dura. Si lo que existe es una situación de excepción, lo que procede es contemplar una respuesta igualmente excepcional en la forma de un régimen de excepción como el que se contempla en el artículo 29 constitucional.

Lo que se ha propuesto es una respuesta desesperada, poco meditada e inadecuada para construir seguridad, proteger a la ciudadanía, darle certeza jurídica al ejército y resolver el problema que se ha planteado el gobierno. En lugar de una sola acción orientada a pretender resolver un problema complejo de tajo, mejor desarrollar una estrategia multifactorial en la cual la participación del ejército sea temporal, limitada y excepcional.

*ver un buen resumen de esto en: http://www.consejomexicano.org/index.php?s=contenido&id=2475

 

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Régimen de excepción

 

Luis Rubio

10 Feb. 2019

Contrapesos

Luis Rubio

Una manera de pensar sobre lo que viene es contrastar lo que el gobierno dice que quiere lograr y lo que de hecho se propone hacer. El caso de la austeridad es ilustrativo: casi la primera prioridad del nuevo congreso fue una ley de austeridad, seguida por la de remuneraciones a funcionarios, como eje de su estrategia. Es obvio, como punto de partida, que nadie puede estar en contra de la austeridad como principio; sin embargo, lo relevante es preguntar cuál es el objetivo de la austeridad y cómo se va a practicar: no es lo mismo elevar la eficiencia y eficacia de la función gubernamental (algo deseable y para lo cual hay, como se dice, muchísima tela donde cortar), y otra muy distinta es someter a otros poderes públicos por medio de recortes de gastos (sobre todo aquellos que le dan capacidad al Congreso de funcionar como contrapeso) o penalizar a los buenos funcionarios reduciéndoles sus ingresos: dos objetivos muy distintos, aunque ambos sean igualmente consistentes con la austeridad. La pregunta no es ociosa: qué se propone lograr y qué le asegura a la ciudadanía que aquello es lo adecuado y necesario.

Andrés Manuel López Obrador ganó la elección con un porcentaje del voto al que ya nos habíamos desacostumbrado. Ninguno de sus predecesores, de los noventa para acá, contó con el nivel de votos o apoyo legislativo y la legitimidad de mandato que ello entraña. Para todos ellos, el Congreso y las diversas entidades del Estado que gozan de autonomía sirvieron de contrapeso, al menos en algunos de los momentos más álgidos. Aunque, a decir verdad, su oposición fue casi siempre inspirada en recelos políticos de corto plazo, ahora ni eso es probable que ocurra. Pero hay un gran valor en ello.

La transición política mexicana que comenzó con la reforma electoral de 1996 resolvió el problema del acceso al poder, pero no el de la forma en que los mexicanos habríamos de ser gobernados. De hecho, mucho del deterioro que se ha dado en las últimas décadas –en seguridad, crecimiento económico y corrupción- se debe, casi exclusivamente, al desarreglo político que se derivó de la derrota del PRI en 2000. El fin del contubernio presidencia-PRI trajo todo tipo de consecuencias, muchas de ellas negativas: inmensas transferencias (y desperdicio) de fondos a los gobernadores sin contrapeso alguno; ocurrencias en lugar de estrategia de gobierno; deterioro sistemático de las estructuras institucionales (procuración de justicia, policías, ministerios públicos, aduanas); y, en general, colapso de la civilidad en el trato cotidiano entre ciudadanos, entre políticos y entre ambos. Hoy no es extraño escuchar a algún mexicano preguntar, cuando se encuentra en el extranjero, si puede salir a caminar a la calle, pregunta hubiera sido ridícula hace algunas décadas. El enojo y la disfuncionalidad no son producto de la casualidad. La pregunta es cómo lograr la transformación que el país requiere, no ir hacia atrás en la historia para empobrecer al país.

La solución que puede intuirse en lo que ha venido haciendo y proponiendo AMLO consiste en centralizar al poder a través de medios como los virtuales procónsules en los estados; la re-concepción del ejército como supervisor de todos los asuntos de seguridad a nivel regional; la reducción de salarios a funcionarios de los primeros niveles; la creación de programas de distribución de transferencias a jóvenes, ancianos y otros grupos susceptibles; y la reducción de presupuestos al Congreso y al Senado. La centralización del poder no es algo bueno o malo en sí mismo; la cuestión es centralizar para qué: todo sugiere que es no más que un medio para eliminar toda disidencia y garantizar lealtades. Sin embargo, lo importante no es la acumulación de poder en sí, sino si ésta permite cambiar la realidad para bien, no sólo para cambiar.

El mandato que recibió AMLO es de cambiar la realidad, pero no cualquier cambio resultaría en una mejora de las condiciones de vida de la población más vulnerable a la que se quiere abocar o a crear un mejor futuro en general. No bastan los buenos deseos: hay problemas de extrema complejidad, comenzando por el de la seguridad, que requieren cuidadosa planeación. Como ilustran algunos ejercicios exitosos a nivel estatal, hay opciones viables, pero una solución integral va a requerir un plan bien articulado por profesionales y una disposición a construir para el largo plazo. En vez de eso, lo observable son acciones, no todas coherentes entres sí, para atender enojos de grupos cercanos al presidente, como el maltrato que se le da al ejército, culpándolo de todos los males y, a la vez, convirtiéndolo en el corazón de la estrategia. Se requieren soluciones de largo plazo para evitar que el país acabe peor de lo que estaba.

En lugar de recortes al Congreso, se requieren contrapesos efectivos que le ayuden al propio presidente a asegurar que sus propuestas sean susceptibles de cambiar la realidad para bien. Los contrapesos no disminuyen el poder presidencial, pero sí obligan a que éste produzca proyectos que puedan mejorar la vida de la población. Ese es el mandato que parece evidente de la elección pasada; ojalá así lo lea así el nuevo presidente.

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Contrapesos

 

03 Feb. 2019

Narrativa y gobierno

Luis Rubio

Según el historiador Micah Goodman, la diferencia entre los animales y los humanos es que los primeros viven exclusivamente en el presente y actúan por instinto, mientras que los humanos piensan y se preocupan por el futuro. El futuro es siempre desconocido y genera temor, para lo cual los humanos recurrieron a la religión y a los políticos. La religión permite tranquilizar el ánimo y el alma; los políticos aprovechan el temor para engañar al votante: en campaña le hacen promesas muchas veces incumplibles, pero ya en el gobierno tienen que ser responsables, chocando con lo que prometieron.

Esta historia se repite una y otra vez en todas las latitudes. Pero en el México de hoy estamos viviendo algo peculiar: el presidente no sólo pretende cumplir todas sus promesas, sino que no cree que haya límites a su capacidad para lograrlo. Esto ha introducido un aire de frescura en la función de gobernar que no habíamos visto en mucho tiempo y que la mayoría de la población reconoce y parece apreciar.

El caso de la gasolina habla por sí mismo: ya para ahora es evidente que el gobierno actuó sin mucho cuidado, conocimiento de causa o previsión sobre las consecuencias de sus acciones. Pero, luego de décadas de robos flagrantes al erario a través de Pemex, la ciudadanía aplaudió el arrojo, así implicara esto decenas de horas perdidas en la búsqueda de combustible para sus automóviles. Sin embargo, la historia sólo acabará cuando los responsables del despojo sean identificados y detenidos, lo cual no parece estar en las cartas o, dada la debilidad de nuestro sistema de procuración de justicia, en las capacidades del gobierno. En ese escenario, lo que comenzó como un objetivo loable podría acabar convertido en un elevado costo.

El robo de gasolinas se inscribe en un capítulo complejo de la vida pública de las últimas décadas. En estos años ha habido una disputa entre dos modos de concebir la realidad nacional y su futuro. Por un lado, quienes promovieron las reformas, sobre todo económicas, a partir de la virtual quiebra del gobierno en 1982, planteaban la integración de la economía a los circuitos tecnológicos y comerciales del mundo como el medio para elevar la productividad y, con ello, generar tasas de crecimiento económico mucho más elevadas que, a su vez, mejoraran los ingresos de la población y crearan muchos más empleos. Por otro lado, sobre todo desde la crisis de 1995, volvió a la palestra la visión post revolucionaria que afirma que no se han logrado tasas de crecimiento más elevadas, que ha aumentado la desigualdad y que el país ha perdido la estabilidad y la seguridad que caracterizaba a la era previa a las reformas.

Si uno se sale de las narrativas e intereses políticos disímbolos detrás de cada una de estas posturas, es claro que ambos planteamientos tienen asidero en la realidad cotidiana. Respecto a la primera, nadie puede negar las virtudes del proyecto reformador en términos de crecimiento económico, empleo y productividad en prácticamente la totalidad de la mitad norte del país. Por otro lado, si uno observa lo que no ha ocurrido en el sur, la conclusión es igualmente evidente: los contrastes y diferencias son claramente pasmosos. Mientras que buena parte del norte del país crece con extraordinaria celeridad, el sur se ha congelado en el tiempo, con lo que eso implica en términos de empleo, ingresos y expectativas.

El común denominador en todo el territorio nacional es el colapso de las estructuras de seguridad y justicia, produciendo gran impunidad. Es decir, se reformaron diversos reglamentos y leyes, pero nunca se desarrolló la capacidad gubernamental necesaria para preservar lo más fundamental de la vida en sociedad: la seguridad de las personas. El presiente ha planteado un proyecto para estos propósitos que, como sus predecesores, es incompleto, poco meditado y muy riesgoso, ante todo porque no parte de un diagnóstico que reconozca que el problema yace en las propias estructuras gubernamentales y que, al no atenderlo, sólo profundizará el problema, politizando al ejército –y potencialmente corrompiéndolo- en el camino.

 

El problema de la seguridad no es distinto al del robo de gasolina. En ambos casos, el factor nodal es la impunidad: quienes roban la gasolina -y los funcionarios y gobernadores que cobran porque se pueda llevar a cabo ese robo- no son distintos a quienes roban, extorsionan, secuestran o matan sin rubor. En ambos casos, esto ocurre porque no hay restricción alguna a su actividad y abuso. Es esa impunidad la que el presidente aparentemente quiso evidenciar con el cierre de los ductos de gasolina. Pero evidenciar el fenómeno no resuelve el problema: no se trata de un grupo de ladrones, sino de un sistema dentro del aparato gubernamental, a todos niveles, que se beneficia y promueve la impunidad.

El problema no radica en las reformas tan vituperadas, sino en la falta de claridad sobre la naturaleza del problema. A final de cuentas, como dice la historiadora Margaret Macmillan, “las reformas sirven para impedir que ocurra algo mucho peor.” El gobierno tiene que revisar sus prejuicios sobre la problemática nacional para que, como dice Goodman, sea realista sobre lo que puede lograr.

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27 Ene. 2019

Enconos y rencores

Luis Rubio

 

Quien siembra vientos, reza un refrán, cosecha tempestades. Así, con vientos -en la forma de enconos, rencores, descalificaciones y desprecio- comenzó el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Es una forma de hacer política que apuesta a la permanencia de vientos favorables, al apoyo continuo, a la resignación de la población. Se trata de una apuesta riesgosa porque tarde o temprano aparecen las tempestades y, para entonces, los “otros,” esos que han sido denostados y agraviados, estarán en otras cosas. La política de la discordia es útil en tiempos electorales, pero letal en el proceso de construcción nacional.

Todas las naciones requieren un nivel elemental de acuerdo para avanzar; pero igual de valioso es el desacuerdo, siempre y cuando éste sea sobre ideas y modos de resolver los problemas y nunca involucre descalificaciones personales. Al menos así avanzan las sociedades democráticas y civilizadas, como ilustró el Reino Unido -a todo color- esta semana. Sin embargo, en los últimos meses, se juzga la moralidad de personas y grupos a partir de su postura política: los buenos están conmigo, los otros son conservadores o, para usar la lingua franca, “fifis.” El presidente perdona o excomulga con un fervor casi religioso. En lugar de sumar, lo que debería ser la esencia de la función gobernante, se descalifica, eliminando los espacios de acuerdo.

Nadie disputa quien es el presidente; su legitimidad es el punto de partida. Tampoco está en discusión que ya concluyó el proceso electoral y que ahora el presidente es responsable del devenir del país. Su mejor interés radica en sumar al conjunto de la población en su proyecto de desarrollo: nada funciona mejor que con la participación y aquiescencia de todos. La estrategia de dividir, polarizar y descalificar es lógica y racional en tiempos de disputa electoral pero no sólo es absurda en tiempos de gobierno -máxime cuando nadie disputa su legitimidad- sino que es absolutamente contraproducente.

Seis años son muchos meses, más semanas y muchos más días, cada uno de los cuales puede amanecer con crisis y circunstancias complejas de manejar. Algunas son locales, otras son mundiales, pero nunca faltan problemas. La pregunta es cómo enfrentarlas cuando éstas se presentan. La estrategia que el presidente ha seguido hasta la fecha sugiere que su cálculo es optimista: todo va a salir bien, no habrá problemas y el tiempo está a su favor. Cualquiera de los últimos cincuenta presidentes de México, incluyendo a los favoritos de AMLO, le podrá confirmar que la realidad nunca es así.

Los problemas aparecen cuando menos se esperan y el gobierno no tiene más remedio que actuar. Esa fue la experiencia de López Portillo con la devaluación 1976 y de Miguel de la Madrid con la expropiación de los bancos y, luego, el asesinato de Enrique Camarena; de Salinas con la explosión de Guadalajara; de Zedillo con la devaluación de 1994; y con Calderón con la crisis financiera estadounidense de 2008. El problema se presenta y el gobierno tiene que actuar más allá de sus preferencias o posturas. Es en ese momento que importa no sólo la legitimidad de origen -que siempre se pone a prueba en las crisis- sino el capital político que el presidente fue acumulando -o perdiendo- en los tiempos anteriores.

La estrategia de polarización y discordia que sigue AMLO, y que contamina a todo su gobierno, no augura nada bueno para el futuro. Las crisis exigen lo mejor del gobernante y el apoyo de la sociedad; cuando la sociedad está dividida -los buenos y los malos- la gobernanza es difícil y, en tiempos de crisis, imposible. La apuesta a una permanente estrategia de división y descalificación entraña el riesgo de no contar con la sociedad si el entorno benigno se desvanece.

Las amplias mayorías legislativas con que cuenta el presidente le permiten suponer que suyo es el reino de la Tierra y que nada puede mermar sus fuentes de apoyo. Pero hay dos circunstancias que nadie puede perder de vista: la primera es que no es lo mismo el apoyo que un candidato amasa que las dificultades inherentes al ejercicio del gobierno. La popularidad de que goza AMLO en este momento podría desvanecerse si las cosas no mejoran. La segunda es que, cuando vienen las crisis, todos los supuestos dejan de ser válidos: en ese momento, cada uno vela por sus intereses y eso es tan cierto para el más humilde de los mexicanos como para el más encumbrado.

Ningún gobierno se puede dar el lujo de alienar a la mitad de la población (el 47% que votó por otros candidatos) ni puede suponer que su propia base es inalterable. Como dijo alguna vez Napoleón, “para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr, pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad.”

Mao fue más directo en su apreciación. Cuando el historiador Edgar Snow le preguntó qué se necesitaba para gobernar, Mao respondió: «Un ejército popular, alimento suficiente y confianza del pueblo en sus gobernantes.» «Si sólo tuviera una de las tres cosas, ¿cuál preferiría?», preguntó Snow. «Puedo prescindir del ejército. La gente puede apretarse los cinturones por un tiempo. Pero sin su confianza no es posible gobernar».

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Luis Rubio

20 Ene. 2019

¿Gobierno o revolución?

Luis Rubio

En la visión histórica de la izquierda, se tomaba al gobierno no como producto de una elección sino como resultado de una revolución o, en todo caso, de una toma del poder. El objetivo era el poder y los medios eran lo de menos: tomar el poder para cambiar al mundo. El comportamiento de Morena en el Congreso en los meses pasados hace pensar que muchos de sus contingentes todavía no ven una diferencia: para muchos de esos grupos (o tribus, como se les solía llamar en el PRD), lo importante es tener el poder para llevar a cabo un cambio radical y no el de gobernar para toda la ciudadanía, como se esperaría de un gobierno en un sistema democrático. La pregunta es dónde está el nuevo gobierno: en las reglas democráticas o en las revolucionarias.

Hay tres ángulos que pueden ser observados: primero, la avasalladora victoria y sus implicaciones para quienes desde hace un mes detentan ya formalmente el poder; segundo, la complejidad inherente a una coalición tan diversa, dispersa y con racionalidades contrapuestas; y, finalmente, en tercer lugar, la visión tan ambiciosa que el presidente ha esbozado para su gobierno. Cada uno de estos elementos entraña sus propias dinámicas que, al combinarse, como se ha podido ver con el desastre de la gasolina, tiene una alta propensión a producir desencuentros.

El triunfo de Morena fue tan abrumador que sorprendió hasta a sus propios contingentes. Describiendo la composición de su bancada en San Lázaro, un diputado de Morena expresó que nunca imaginaron semejante escenario, al grado en que muchos de los nuevos diputados claramente no eran aptos para su nueva responsabilidad. Pero más allá de las personas, el triunfo no ha sido reconocido por los propios contingentes morenistas como producto de un voto democrático: de hecho, hasta la fecha no ha habido un reconocimiento al Instituto Nacional Electoral, al Tribunal o a los procedimientos democráticos que llevaron a ese triunfo. Para muchos de sus integrantes, no fue una elección sino un reconocimiento de su poder. La diferencia práctica podría parecer nimia, pero en realidad es más que trascendente porque determina la naturaleza del juego político: será un gobierno que se apegue a las reglas del juego político civilizado o intentará cambiar la realidad barriendo con toda la estructura legal, imponiendo su ley como si se tratara del viejo Oeste.

La coalición que construyó Morena será sin duda la parte más compleja del gobierno de AMLO. La coalición incluye personas y contingentes que van desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, pasando por exguerrilleros, intelectuales, grupos de base, priistas, panistas, perredistas, grupos de choque, empresarios. Cada uno de estos grupos o tribus tiene sus propios objetivos y muchos no sólo son incompatibles con los otros, sino contradictorios. Para muchos AMLO es un ser superior, pero para otros es un mero instrumento para avanzar sus agendas, con o sin él. Es raro el día en que no se ataquen unos a otros desde la tribuna de las dos cámaras legislativas. Administrar el conflicto inherente a esa coalición va a ser tan difícil y engorroso como la función gubernamental propiamente dicha.

En adición a lo anterior, AMLO y sus contingentes parecen ver a la elección de julio pasado como un hito inamovible e inmutable: el 53% que votó por AMLO es un punto de partida y todo lo que sigue es hacia arriba. Si uno observa a cualquier país en el mundo, lo normal son los altibajos y, cada vez más, los descensos. No hay que olvidar que al inicio de 2018 AMLO sólo contaba con 30% de las preferencias, lo que sugiere que el 23% adicional es mucho más volátil de lo que él imagina. Muchos ciudadanos votaron por AMLO porque no vieron alternativa y porque esperan soluciones rápidas y efectivas; si éstas no se materializan, su apoyo comenzará a erosionarse. La forma de decidir del gobierno no le ayuda: si sigue por donde va, perderá adeptos con enorme rapidez.

Todo lo anterior es apenas el punto de partida. AMLO ha planteado una visión extraordinariamente ambiciosa para su gobierno. La visión no viene acompañada de un plan, sino de una serie de objetivos o agendas propias o del grupo -muchas de ellas obsesiones- que no contribuyen a su visión, misma que en muchos sentidos entraña la reconstrucción de un pasado idílico que, en todo caso, nunca existió y es imposible de recrearse. Esto implica que habrá muchos proyectos individuales, algunos emanados del ejecutivo, otros del legislativo, que no serán particularmente coherentes entre sí pero que responderán a objetivos y agendas de grupos particulares o de concepciones ideológicas, sin que medie una evaluación de sus consecuencias en términos del crecimiento de la economía o de su impacto en la distribución del ingreso, algo que es fácil de argumentar pero muy difícil de impactar en la práctica.

AMLO nunca fue legislador y parece ver al poder legislativo como un mero trámite; sin embargo, ahí enfrentará la propia dispersión de su coalición y, más importante, al ignorar a la oposición, fomentará la confrontación, casi seguramente erosionando su propia legitimidad. La paradoja es que será en el poder legislativo donde quizá se consolide o colapse su gobierno.

 

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13 Ene. 2019