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¿Así quieren el desarrollo?

 Luis Rubio

Las monedas tienen dos lados y, en este momento, la del gobierno no cuadra. Por un lado, el presupuesto supone una tasa de crecimiento sensiblemente más elevada a la que se experimentó en el año que está por terminar. Para lograr este hito, el propio gobierno reconoce que sólo se puede logar una tasa más elevada de crecimiento  con inversión privada. Pero, por el otro lado, el poder legislativo se la vive aprobando leyes que no solo desincentivan la inversión, sino que la aniquilan. La pregunta es si los dos lados del gobierno se comunican y entienden las implicaciones de su desencuentro.

El planteamiento inherente al presupuesto es por demás sensato: se puede elevar la recaudación y con eso lograr las metas de gasto que propone el gobierno siempre y cuando se eleve la plataforma de producción petrolera y crezca la economía cerca del 2%. Muchos han criticado de ilusas estas dos premisas pero, desde el punto de vista de Hacienda, son alcanzables siempre y cuando existan condiciones propicias: a final de cuentas, esos números se han logrado en años anteriores y no hay razón estructural para pensar que no pudiera repetirse.

Sin embargo, el actuar legislativo ha venido construyendo un andamiaje que atenta directamente contra la posibilidad de que crezca la inversión: se han aprobado tres  leyes que no sólo atentan contra la inversión, sino que ponen en la defensiva a toda la población que paga impuestos. La extinción de dominio entraña definiciones tan laxas y amplias que puede ser aplicada a virtualmente cualquier persona. El cambio en el Artículo 19 constitucional le da poderes tan vastos a la autoridad, que no hay límite en lo que pueda llegar a hacer, independientemente de si sus motivaciones son legítimas o políticas. Finalmente, la legislación en materia fiscal pone contra la pared literalmente a cualquier ciudadano, no sólo a empresarios que adquieran facturas falsas. Por supuesto que el negocio de las llamadas factureras tiene que ser erradicado, pero la ley que se aprobó pone en el umbral de la cárcel a cualquier causante fiscal.

Poco a poco, se ha construido el andamiaje de un instrumental formidable que, en manos de una autoridad vengativa o con agenda, puede afectar al conjunto de la población. En su más mínima expresión, permite intimidar a cualquier persona, de cualquier actividad. Hay dos posibles explicaciones para esto: una, que hay un plan maquiavélico detrás de estas iniciativas, orientado a controlar a toda la ciudadanía. La otra, que cada iniciativa responde a demandas de distintos grupos dentro de Morena, motivados más por un ánimo revanchista, probablemente contra los empresarios grandes. Yo tiendo a pensar que lo segundo es más probable, pero el asunto es irrelevante: lo que se ha construido es un instrumental letal para personas, empresarios y, en general, para la inversión. Lo mismo podría ocurrir con el ahorro de aprobarse la iniciativa que fue publicada en materia de las afores y lo único que podría impedirlo es la clarividencia con que la oposición en el Senado se ha comportado.

 

La pregunta es si se trata de un gobierno unificado que se propone modificar la forma de funcionar del país para lograr una mejor distribución del ingreso y erradicar la corrupción y la impunidad o si lo que estamos observando representa visiones encontradas, parcial o totalmente, que, al acumularse, producen un estado autoritario en ciernes. De ser lo primero, el objetivo es incumplible porque lo único que se logrará será paralizar a la economía y, por ende, al país. Si es lo segundo, los buenos propósitos presentados en la propuesta de presupuesto quedan anulados por quienes prefieren la intimidación y la amenaza que la certeza y la viabilidad de largo plazo del país.

Quienes propugnan por la consolidación de un gobierno autoritario con todos los medios e instrumentos para intimidar y controlar a toda la población, desde el empresario más encumbrado hasta el más modesto campesino, evidentemente parten de la premisa que el gobierno puede imponer su voluntad y que la población, toda, carece de alternativas.

La realidad es muy distinta, como lo prueban dos ejemplos: por un lado, llevamos décadas de observar como los mexicanos más modestos migran para encontrar las oportunidades de empleo y desarrollo que los políticos y burócratas desde siempre les han negado. Los migrantes votan con sus pies y, en el camino, se lea esto así o no, de facto los censuran y reprueban.

Por su parte, las empresas –medianas y grandes- han hecho suyo el mundo, como un proceso natural de evolución, idéntico al que caracteriza al resto del planeta. De la misma forma en que Audi o Toyota se instalan en México, empresas mexicanas crecen y se expanden en Alemania y Japón. De haber habido un mercado interno mucho más grande, su expansión hacia el exterior seguramente habría sido menor. El hecho de que la economía haya crecido tan poco en promedio es otra evidencia del pobre desempeño gubernamental a lo largo de varias décadas.

El problema para el gobierno es que parece creer que mayor control va a producir un resultado mejor. La evidencia es exactamente la opuesta: sin confianza ni los campesinos ahorran o invierten.

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29 Sep. 2019

‘Debe replantearse el rumbo del País’

entrevista por Guadalupe Irízar
Periodico Reforma
Cd. de México (22 septiembre 2019).- 

Luis Rubio, analista, especialista en ciencia política, administración pública y economía, es un hombre crítico que rechaza las etiquetas, los dogmas y que se dice abierto a conocer y confrontar ideas, datos, posturas, interpretaciones.

El presidente de México Evalúa-CIDAC (Centro de Investigación para el Desarrollo AC) y el Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales está convencido de que para tratar de incidir en políticas públicas son indispensables las propuestas sin descalificaciones innecesarias.

Rubio dice vivir y disfrutar un momento único para el análisis y las propuestas.

«Como analista es un momento fascinante, difícilmente hay mejores momentos que los de discontinuidad, que los momentos de crisis que exigen que uno ejerza su función o su trabajo de la manera más cuidadosa», afirma.

Se ufana de una característica de su análisis crítico de la situación del País: «No me gusta meterme con personas».

En entrevista, a propósito del reconocimiento que por su trayectoria recibió ayer en la Feria Internacional del Libro Judío (FILJU) en la Ciudad de México, el articulista de REFORMA recuerda su interlocución de antaño con Andrés Manuel López Obrador, cuando fue presidente del PRD y Jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal.

Dice conocer al tabasqueño y asegura que sabe escuchar; también reconoce que coincide con el diagnóstico de los problemas del País que López Obrador ha presentado, aunque no con sus propuestas de solución.

El Presidente, sostiene, debería analizar opciones de solución a los problemas.

«Yo no creo que haya una solución única a los problemas», señala.

Rubio asegura que el País se enfrenta a una paradoja en cuanto a libertad de expresión: nunca ha habido una época con más libertad porque el Gobierno controla menos cosas, pero al mismo tiempo hay otros factores condicionantes -financieros, narcotráfico-, y una tensión internacional sobre los medios tradicionales, que pueden restringirla.

Para Rubio, hacen falta reglas claras para todos: para los ciudadanos, para las organizaciones y para las empresas, como parte de un entorno que pueda favorecer el crecimiento particularmente de la economía.

– En su papel de analista, ¿cómo ve la situación del País, que es el universo sobre el cual usted trabaja?

«Bueno, como analista es un momento fascinante, difícilmente hay mejores momentos que los momentos de discontinuidad, de crisis, de circunstancias que van cambiando, porque ese es el momento en que las circunstancias exigen que uno ejerza su función o su trabajo de la manera más cuidadosa, más consciente, más analítica, y es el momento en el que los lectores tienen mas interés en saber y en ver interpretaciones y entender mejor lo que está ocurriendo».

– Usted ha dicho «no acepto etiquetas ni de derecha ni de izquierda», sin embargo estamos ante una nueva clasificación por parte del Presidente entre «conservadores» y «liberales o neoliberales» ¿cómo ve usted esta clasificación?

«El Presidente lo utiliza como un instrumento para avanzar su proyecto político y para ganar adeptos y para mantener a su base política, pero eso no debe distraernos de lo que realmente es importante.

«Desde luego todos tenemos una perspectiva de nuestras preferencias, y pretender neutralidad es un absurdo, es una cosa que no existe en el mundo del análisis porque todos tenemos nuestras preferencias, pero a mí me parece que primero que nada el Presidente sí ha tocado con toda claridad los temas más importantes que el País enfrenta, que son corrupción, pobreza, falta de crecimiento, desigualdad. Yo creo que son temas verdaderamente reales, profundos que el País requiere. Donde no tengo ninguna coincidencia es en la manera en que él propone resolverlos, pero de que la agenda que está planteando es la agenda correcta, yo creo que no hay ninguna duda.

«Yo no creo que haya una solución única a los problemas y por lo tanto la mayor parte de nosotros vamos a encontrar que uno tiene que ser un iconoclasta en las propuestas que uno hace. Para unos eso es herejía, para otros eso es la manera natural de resolver los problemas, pero hay cosas por las que algunos me asociarían con la derecha, otros con la izquierda y muchos simplemente dicen en dónde está para este cuate porque no es fácil de asir en este sentido.

«Simplemente soy un liberal en el sentido más tradicional, donde creo que debe haber un Gobierno que funcione, que establezca reglas, que haga cumplir las reglas. Creo que debe haber una relación entre el ciudadano y el Gobierno bien establecida, que le dé oportunidades a la sociedad, llámese trabajadores, empresarios, periodistas y demás a que funcionen de una manera absolutamente libre, y debe haber al mismo tiempo solución a los problemas básicos de infraestructura, de pobreza, de educación y demás.

«Esto quiere decir que debemos tener una economía bien manejada, con equilibrio, con ortodoxia, pero tenemos que ser muy liberales en respetar a que cada ciudadano tenga derecho a pensar como le dé la gana y tenga derecho a hacer su vida como mejor le parezca».

– Ha habido críticas del actual Presidente a los especialistas, ¿usted cómo se ha sentido?

«Bueno, no me gusta que ataque a ningún periódico, no me gusta que ataque a ningún periodista, no me gusta que ataquen al periódico que me ha dado y me ha hecho su casa, no me parece que sea una estrategia de ganador a largo plazo; en el corto plazo es obvio el beneficio que obtiene el Presidente. Por otra parte yo creo que hay una razón por la que a mí no me han atacado y es porque no estoy… porque primero no me meto con personas y ésa es una diferencia».

– Es un principio…

«No es un principio, pero es que yo lo que estoy tratando de ver son políticas públicas, ideas, principios. Y eso a mucha gente no le gusta, pero tampoco me convierte en enemigo personal y eso lo hace también distinto, pero no es que yo haya decidido no hacerlo, es que estoy pensando de otra manera en cómo resolver los problemas del País».

– Ha sido una constante en su manera de abordar los problemas.

«Sí, el otro día me acusaron de ‘peñista’, cuando otro en una cena dijo: ‘si se pasó seis años criticándolo todos los domingos, cómo es posible que lo ataquen de eso’. Yo creo que es difícil en el Gobierno definirme en dónde estoy en eso. Conocí bien al hoy Presidente cuando era Jefe del Gobierno del Distrito Federal y creo conocer bastante bien sus motivaciones y lo discutíamos en aquellas épocas. Y las diferencias en cómo resolverlo eran absolutas. Pero los problemas no eran tan grandes».

– ¿Tenía interlocución con él cuando era Jefe de Gobierno?

«Todo el tiempo, mucho. Lo conocí porque lo invité a la presentación de un libro cuando era presidente del PRD en el 97 o 98 y en la misma mesa estaban Diego Fernández de Cevallos y Esteban Moctezuma, porque era un libro de cómo resolvió Chile sus problemas.

«Entonces hicimos un libro sobre eso y los invité a ellos para que lo presentaran. Era un libro que tenía un capítulo escrito por uno de los autores de las reformas chilenas y había comentarios de todos los países de América Latina incluido uno mío, sobre México. Y ahí lo conocí y de ahí nos empezamos a reunir y es una persona con la que se puede hablar, se puede hablar todo, no hay ninguna limitación en lo que puede discutir, aunque es claro, muy definido en sus ideas y tiene una visión de lo que debe ser y no se sale de ella».

– ¿Conserva esa interlocución ahora?

«No. Desde que invadió Paseo de la Reforma, después de la elección de 2006, no lo he visto. Desde entonces no hemos tenido contacto».

– ¿Y no sería bueno en esta coyuntura?

«Sí, en fin, algún día será. No sé».

– ¿Le gustaría tener una interlocución con él?

«Sí. Yo hablo con todos los que puedo porque me gusta entender qué están pensando. Las propuestas de políticas públicas, que es lo que hacemos como institución aquí, no se pueden resolver si no entiende uno las restricciones políticas y los intereses que están de por medio: intereses en todo el sentido, desde las visiones de los partidos, o de los líderes políticos, o de los sindicatos, o de los empresarios, y las restricciones económicas, las físicas. Todas esas cosas son importantes. Yo hablo con líderes sindicales, empresariales, políticos… hablo con todo el mundo, trato de entender mejor qué esta pasando para hacer propuestas más inteligentes o más viables para su implementación.

«En esa época tuve una interlocución permanente y muy activa y muy profunda. Creo conocerlo bastante bien, pero en fin, simplemente los caminos fueron otros».

– Pero está el camino enfrente, también puede ser otro momento de esa relación…

«En otra cachucha, que tengo del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales lo hemos invitado varias veces y nunca nos ha dicho que no, pero tampoco ha dicho que sí. Algún día será».

– Usted ha dicho que no acepta dogmas y que su postura puede ir cambiando conforme se hace de un acervo de datos. Es una apertura que no la tiene cualquier analista.

«Bueno, es que no hay una sola solución. Para un economista, por ejemplo, el IVA generalizado es una solución al problemas fiscal muy limpia, muy fácil de entender, pero en la vida real hemos encontrado con que los políticos simplemente no están dispuestos a hacerlo. Entonces técnicamente quizá es la mejor solución, si no funciona hay que buscar otra.

«Hay dos maneras de ver el mundo yo creo. Una es quién es el culpable y otra es cómo lo resuelvo. Y yo trato de ver cómo lo resuelvo, pero es una actitud frente a la vida, hay mucha gente que se dedica permanentemente a ver quién hizo esto o quién es el culpable y yo trato permanentemente de ver cómo resuelvo el problema y lo digo como analista, pero también como institución porque mis papeles no son inseparables».

– Como analista, ¿qué espera de este gobierno?

«Yo creo que la gran paradoja de este momento es que no hemos tenido en los últimos 40 años desde que empezó la necesidad de reformar al País, no fue, en contra de lo que dice el Presidente, no fue el deseo de los tecnócratas sino fue una respuesta a la crisis de los 70´s y 80´s. Nunca hemos tenido un Presidente con el poder y la legitimidad para llevar a cabo los cambios y las transformaciones que el País requiere. En ese sentido, el Presidente López Obrador goza de una oportunidad que no ha habido antes. Entonces si él decidiera utilizar eso para crear condiciones para que el País se transforme no hay nadie mejor posicionado ni con mejores condiciones para poder hacerlo que él. Y esa es la gran paradoja, porque tendría él que traicionarse a sí mismo, cambiar su visión, pero podría llevarlo a cabo para beneficio de los mexicanos más pobres, que sufren más, que tienen peores condiciones de vida, peor infraestructura, mayor distancia a los centros de decisión o de estudio o de lo que fuera o de producción, digamos todo el sur del País requiere atacar intereses creados muy profundos, muy arraigados porque sin eso no va a salir nunca. Y el Presidente ha ido en sentido contrario, es decir uno de los grandes cacicazgos del país es la CNTE y sin embargo el Presidente en vez de ir minándolos y disminuyéndolos, los está fortaleciendo, pero ése es el tipo de cosa que él podría hacer y que nadie más podría hacer».

– Usted lo ve como paradoja, él habla de una Cuarta transformación también.

«Sí, pero es una Cuarta Transformación hacia atrás. El proyecto es recrear un México de los años 60 y el México de los años 60 se acabó porque no funcionaba, no porque haya querido minarlo o destruirlo. Era un momento relativamente atractivo porque la economía crecía, la clase media crecía, porque había paz, había seguridad. Pero fue un momento excepcional que respondía a características únicas de México y el mundo, y cuando el mundo cambió y la población de México creció, pues ya no era sostenible».

– Cree que debería de replantearse el rumbo…

«Yo no tengo ninguna duda que debe replantearse, tiene que pensar en el siglo XXI no en el siglo XX.

– Es difícil que lo entienda…

«No, de entenderlo, yo estoy seguro que lo entiende, pero él cree que las reformas son la causa de los problemas, no son parte de la solución de los problemas.

– ¿Qué concede a este Gobierno? ¿qué cree que está haciendo bien?

«Yo creo que lo que está haciendo bien el Presidente es centralizar algunas funciones del Gobierno que yo creo que deben de ser centralizada, pero creo que más allá de un proyecto de poder, de centralización, no tiene un proyecto de desarrollo y en consecuencia la economía no se va a levantar y si no se va a levantar la economía ni sus planes de gasto ni sus planes de crecimiento económico se pueden lograr. En parte porque además está generando un miedo muy profundo en la sociedad en general, pero de particular relevancia para la economía entre los inversionistas y eso es lo que hace imposible que la economía se recupere porque no hay dinero en el Gobierno suficiente -en ningún Gobierno del mundo, si hasta el cubano está permitiendo inversión privada-, no hay dinero suficiente si no hay reglas del juego claras y garantías para inversionistas».

– Le hace falta eso…

«Es lo fundamental para la economía».

– ¿Cómo ve el ambiente de la libertad de expresión?

«El primer punto es que nunca ha habido una época en la que hay mas libertad de expresión porque el Gobierno controla menos cosas. Dos, es que sí hay medios que han estado restringiendo la libertad al despedir o eliminar personas que eran críticas y mayor capacidad de análisis de las actividades del propio Gobierno. Y el tercero es que estamos viviendo un momento muy tenso en todo el mundo en los medios tradicionales. Simplemente porque el acceso a internet y los medios digitales han hecho menos rentable a la comunicación y han hecho mucho más fácil el acceso a la información, a través de otros medios que al menos en apariencia no le cuestan al usuario. La combinación de esas tres cosas por supuesto que tiene el potencial de restringir la libertad.

– Me sorprende un poco lo que dice de restricción, porque también afirma que nunca ha habido mucha gente en las calles con esta libertad.

«La libertad ha aumentado dramáticamente. Dicho eso, un periodista de Tamaulipas un día que dije algo parecido me dijo: ‘bueno, ya no es el gobierno el que restringe, ahora son los narcos’. Sí hay otros temas que quizá en la Ciudad de México no sean tan evidentes, pero en otros lugares sí lo son.

– ¿Es optimista con este momento del País?

«Como le decía, yo creo que si seguimos por donde vamos, vamos muy mal, pero la oportunidad de cambiar, por las circunstancias del propio Presidente es excepcional y es la mejor que yo he visto en todos los años que llevo haciendo esto».

Hora de publicación: 21:25 hrs

https://www.reforma.com/debe-replantearse-el-rumbo-del-pais/gr/ar1774884?md5=118978d367c58055c59ada2ec48f868d&ta=0dfdbac11765226904c16cb9ad1b2efe&lcmd5=453a24f476d7f226c74dff20f0f55c3f

Contrastes

Luis Rubio 

En 2018 se manifestaron dos Mexicos contrastantes, pero igualmente válidos y representativos: el de una población enojada y resentida que quiere cambiar su realidad, aunque no tenga un rumbo claro y el de otra que quiere tener acceso a una educación moderna, una exitosa inserción global y una capacidad real para elevar la productividad en un contexto de Estado de derecho y reglas del juego claras. La primera cohorte votó masivamente por AMLO y espera resultados prontos. La segunda vio mejorías a lo largo de las últimas décadas pero no está satisfecha. Votaron diferente, pero enfrentan –enfrentamos- los mismos desafíos.

Los resultados electorales a nivel regional del día de la elección de 2018 son por demás reveladores: la abstención fue relativamente elevada en las regiones en que las cosas han mejorado sustantivamente, en tanto que ésta fue muy baja en las zonas en que no ha habido crecimiento. Es decir, la gente no está satisfecha con el ritmo de avance, pero toda quiere progresar, toda quiere mejorar. La paradoja, demostrativa en sí misma, es que quienes se han beneficiado (como en Aguascalientes, Querétaro y, en general, en el norte y este del país) están insatisfechos por no mejorar con la suficiente rapidez, en tanto que quienes no se han beneficiado para nada demandan ser incluidos en los beneficios. Nadie quiere ir para atrás: lo que demandan todos es ir más rápido, pero con mejor distribución de los beneficios.

No son dos proyectos de país, son dos realidades contrastantes luego de décadas de reformas parciales, insuficientes y, en muchos casos sesgadas. Las reformas iniciadas en los ochenta fueron inevitables porque el modelo de desarrollo que había sido tan exitoso en la era de la postguerra dejó de funcionar y, al intentar extremarlo a lo largo de los setenta, provocó el colapso de las finanzas gubernamentales en 1982, lustros de crisis económicas y casi hiperinflación. No es cierto que el país estuviera en el nirvana al inicio de los ochenta: más bien, se trató de un espejismo producto de un instante de elevados precios de petróleo y de mucha disponibilidad de deuda externa, ambos, como hubiera dicho López Velarde, escriturados por el diablo.

El problema de las reformas no fue su imperiosa necesidad, sino el criterio que las guio: se hicieron reformas no para alterar el statu quo, sino para hacerlo viable. El objetivo era reactivar la economía luego de años de interminables crisis para que el viejo sistema político se mantuviera intacto. Bajo esta premisa, no es casualidad que muchos cacicazgos políticos, sindicales y empresariales preservaran sus privilegios, haciendo imposible el progreso de vastas regiones del país, sectores de la economía y partes de la sociedad. Tampoco es sorprendente que se mantuvieran elevados índices de pobreza y marginación o que la corrupción persistiera.

No hay que olvidar que las reformas fueron impulsadas por los tecnócratas y limitadas por los políticos, cuyo entre juego produjo inevitables contradicciones y contrastes. Lo irónico de los planteamientos de AMLO es que ha excluido a quienes serían sus mejores aliados en la satisfacción de las demandas de todos los mexicanos: igual aquellos que se sienten insatisfechos a pesar de que les ha ido relativamente bien y aquellos que están insatisfechos porque no han mejorado para nada. La gente sabe muy bien lo que quiere; lo que quizá no sepa es cual es la mejor forma de lograrlo. Quizá esto explique el enorme contraste entre la aprobación de que goza el presidente en su persona y el poco apoyo que reciben sus iniciativas. Puesto en términos coloquiales: ningún mexicano querría seguir viviendo de un trapiche cuando aspira a vivir como viven quienes aparecen en la televisión. La solución no es ir hacia atrás, sino apresurar el paso hacia adelante bajo la premisa de la inclusión y la movilidad social. Ahí es donde AMLO podría verdaderamente transformar a México.

Si el escenario es tan evidente, ¿por qué no hay manifestaciones masivas a favor de una mejor educación, reglas claras y confiables y fin a la extorsión y la impunidad? Sin duda, gran parte de la explicación reside en la realidad de los cacicazgos en el país: no importa el ámbito en el que cada mexicano se mueva, siempre hay un poder real que limita esa movilidad. Algunos son muy obvios, como las mafias del crimen organizado y las de la educación, como la CNTE, pero otros son más sutiles: las dádivas clientelares que le encantan al presidente tienen el efecto de apaciguar en lugar de resolver problemas; la manipulación que ejercen los medios electrónicos, cierra, en lugar de abrir, oportunidades a quienes viven más alejados de las posibilidades de desarrollo que ofrece, y exige, el mundo de hoy; y, no menos importante, el hartazgo producido por décadas de promesas y evidencia de corrupción. La gente no es tonta y si entiende, pero sus posibilidades de actuar son escasas en ausencia de condiciones propicias o presencia de liderazgos opresivos.

El resultado electoral de 2018 fue producto de reformas insuficientes que dejaron insatisfecha a la mayoría de la población. Es tiempo de asumir responsabilidades y construir un nuevo futuro. Ojalá el presidente estuviera dispuesto a encabezarlo.

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Luis Rubio
22 Sep. 2019

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La imposible legalidad

Luis Rubio

La ley lo dice, por lo tanto tiene que ser verdad. Cicerón hubiera dicho: Lex dixit, verita est. Bajo ese rasero, si la ley lo prohíbe, no existe: no hay secuestros, no hay robos, no hay homicidios, no hay violencia intrafamiliar, porque todo eso está prohibido por ley.

Al menos eso es lo que nos dicen nuestros legisladores de manera recurrente; los anuncios que emergen del congreso son siempre iguales: “nosotros ya legislamos, por lo tanto el problema ya desapareció.” Excepto que, todos lo sabemos, nada cambió, excepto lo que se publica en el Diario Oficial: miles de páginas de nueva legislación que no cambia nada en la realidad: siguen los secuestros y los robos y la corrupción. Lo único que falta es que a alguien se le ocurra decretar la felicidad. Con eso nuestros problemas serían historia.

Los políticos, máxime cuando son candidatos, se desviven en prometer que resolverán todos los problemas: unos porque ellos son la personificación del bien, otros porque traerán la legalidad a la vida cotidiana. Para quienes viven en el mundo terrenal, ese en el que los problemas no se resuelven por sí solos ni con más leyes y regulaciones inútiles, las promesas de legalidad son vagas, reiteradas y falsas.

La legalidad se ha convertido en un mito retórico: todos la prometen, pero nadie la define. Para nuestros “gobernantes” leguleyos, si está en la ley, es legal y, por lo tanto, vivimos en un Estado de derecho, lo que ha llevado a la práctica de modificar la ley para que lo que el gobierno quiera se pueda hacer. Lo que todos esos políticos no entienden -igual los de barriada que los que se sienten superiores- es que la esencia de la legalidad radica en que el gobernante no pueda cambiar la ley a su antojo. Es decir, la legalidad es imposible mientras alguien tenga, por sí mismo, el poder para modificarla.

El reino de la ley consiste en tres cosas muy simples: primero, que los ciudadanos tengan sus derechos (legales, políticos y de propiedad) perfectamente definidos; segundo, que todos los ciudadanos conozcan la ley de antemano; y, tercero, que los responsables de hacer cumplir la ley lo hagan de manera apegada a los derechos ciudadanos. Es decir, la legalidad implica que ambas partes -la ciudadanía y el gobierno- viven en un mundo de reglas claras, conocidas y predecibles que no pueden ser modificadas de manera voluntaria o caprichuda, sino siguiendo un procedimiento en el que prevalecen pesos y contrapesos efectivos cuya característica medular sea el respeto a los derechos de la ciudadanía.

Esta definición, aunque sea escueta, establece la esencia de la plataforma de reglas que norman el comportamiento de una sociedad. Cuando existe ese marco y éste se respeta y hace cumplir, existe el Estado de derecho. Cuando las reglas son desconocidas, cambiantes o ignorantes de los derechos ciudadanos, la legalidad es inexistente.

Es en este contexto que debe analizarse la problemática que encara el Estado de derecho en el país. La propensión natural de nuestros políticos y abogados (y, más recientemente, de la OECD) es a proponer más leyes en lugar de atender el problema de fondo. Ese problema de fondo es muy simple y en este radica el dilema: la legalidad en México no existe porque quienes ostentan el poder político tienen –de facto- la capacidad de ignorar la ley, violarla, modificarla a su antojo o aplicarla, o no, cuando quieran. Es decir, el problema de la legalidad en México reside en el enorme poder que concentra  el gobierno –y, crecientemente, una persona- y que le permite mantenerse distante e inmune respecto a la población.

Hay dos componentes del “Estado de chueco” que prevalece en el país, como lo llamó Gabriel Zaid: uno es la enorme, excesiva, latitud y discrecionalidad -que acaba siendo arbitraria- que le otorgan todas las leyes y regulaciones a nuestros funcionarios, desde el policía de crucero hasta el presidente de la República. Los funcionarios en México pueden decidir quién vive y quien muere (o quien tiene que pagar una mordida) porque la ley les otorga esa facultad. Esto no es algo que ocurrió por error: es la forma en que se nutre y preserva el sistema político, la forma en que se pagan los moches, la corrupción y la impunidad.

La única forma de construir un régimen de legalidad es quitándole el poder tan desmedido que tiene nuestra clase política y eso sólo puede ocurrir por voluntad propia –o por un liderazgo efectivo que reconoce que aquí reside una de las fuentes esenciales de la corrupción y la impunidad- o por una revolución. No hay otra posibilidad.

A riesgo de repetir un ejemplo que es imbatible, el gobierno de los 80-90 entendió que la ausencia de Estado de derecho hacía imposible atraer inversión privada, sin la cual el crecimiento económico es imposible. Así, la razón de ser del TLC norteamericano es precisamente esa: un espacio de legalidad en el que hay reglas claras y conocidas y una autoridad que las hace valer. Ese régimen se adoptó porque el gobierno de entonces estuvo dispuesto a aceptar reglas “duras” a cambio de la inversión.

Si queremos un régimen de legalidad, tendremos que hacer lo mismo para todo el país, para toda la población, para todos los ciudadanos. Esa es la revolución que le falta a México.

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15 Sep. 2019

La eterna rueda

 
Luis Rubio 

A la memoria de Rodolfo Tuirán

Cambió el gobierno y cambiaron las percepciones de la ciudadanía, pero lo que no ha cambiado es esa propensión tan mexicana a destruir todo lo existente para construir algo totalmente nuevo sin aprovechar ni lo bueno del pasado ni las lecciones de los errores que antes se cometieron. Cada presidente se siente señalado por un ser superior para construir sus propios errores y cometer sus propias pifias.

Por encima de todo, nuestro sistema lleva a que todo se conciba en términos políticos y no en función del desarrollo: lo importante es ganar el poder e ignorar las necesidades y demandas ciudadanas. Por eso se reinventa la rueda cada seis años, se prometen soluciones sin realizar un diagnóstico del problema a ser resuelto y se abandonan programas que sí funcionan porque los nuevos que llegan –cada seis años- quieren imponer sus prejuicios en lugar de construir sobre lo existente, por el mero prurito de cambiar.

El punto es obvio: no existe continuidad ni el menor interés por aprender las lecciones del pasado para mejorar el futuro. ¿Cómo, en este contexto, será posible progresar?

La incongruencia entre el discurso y los resultados es patente y todo mundo la ve. Llega un nuevo gobernante –a cualquier nivel- y lo primero que hace es correr a todos los que saben para traer a sus propios expertos. Por supuesto que los nuevos no saben nada, pero sí saben una cosa: que lo que existe, lo que se hizo en el pasado, está mal. Esta tradición tan mexicana ocurre cada seis años, sin distingo de personas o ideologías.

Llega el nuevo equipo lleno de bríos y certezas que sabe nada excepto que el equipo saliente es incompetente e ignorante (y, ahora, corrupto), razón por la cual no es necesario consultarlos o aprender  de ellos. En ese primer recambio se pierde la poca experiencia y memoria histórica que existe, lo que explica los resultados tan patéticos que ocurren cuando se trata de entidades cruciales -como seguridad pública, la procuraduría, gobernación y hacienda. En lugar de continuidad, el nuevo equipo comienza por empujar la piedra montaña arriba que, como en el Sísifo de la mitología griega, nunca llega a la cima. Para cuando los funcionarios aprendieron, es tiempo de que llegue el nuevo equipo a empujar la piedra una vez más.

Desde luego, hay muchas cosas que deben cambiar en el país, pero hay muchas otras que funcionaban razonablemente bien. La indisposición de nuestro sistema de gobierno para diferenciar entre estas dos contrastantes realidades explica, al menos en alguna medida, la necedad de abandonar lo que sí funciona en lugar de concentrar los esfuerzos de un nuevo gobierno en los asuntos que efectivamente requieren una concepción radicalmente nueva.

El resultado, observable en un sexenio tras otro, es que nunca llegan a fructificar los programas existentes o a mostrar su potencial para resolver los problemas que se pretendía atacar. De hecho, en la gran mayoría de los casos, los programas que se adoptan responden más a prejuicios, preconcepciones y visiones ideológicas que a diagnósticos consolidados sobre la naturaleza del problema específico.

Por ejemplo, hoy en día se importa gas muy barato de EUA porque en ese país hay una gran sobreproducción, pero esa circunstancia va a cambiar tan pronto entren en funcionamiento las terminales de licuefacción que se están construyendo en aquel país. Lo racional sería dedicar los muy escasos recursos de Pemex a desarrollar pozos de gas en lugar de construir una nueva refinería, cuando hay varias otras operando muy por debajo de su capacidad y, además, el mercado de gasolina del mundo es mucho más estable y predecible que el del gas. La construcción de una refinería nueva responde a una visión ideológica, no a un diagnóstico de las circunstancias que caracterizan al mercado energético o a su potencial evolución.

Lo impactante de México es que el país progrese a pesar de la propensión gubernamental a reinventar la rueda cada seis años. Lo que no es tan impactante o difícil de dilucidar es la razón por la cual problemas ancestrales como la pobreza y el rezago cada vez mayor que experimenta el sur del país persisten. El país avanza a pesar del gobierno y, al mismo tiempo, el gobierno hace muy difícil que el conjunto del país salga de los círculos viciosos que resultan de la falta de continuidad de los programas y políticas públicas. Esto me recuerda una famosa frase de Betrand Russell: “el problema en este mundo es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas.” Si cambiamos novatos por estúpidos y experimentados por inteligentes, ahí está una buena parte de la explicación de nuestro perenne subdesarrollo.

En México hay muchas cosas que deben cambiar para asegurar una convivencia pacífica y sin violencia, para reducir la pobreza y crear oportunidades para el surgimiento y desarrollo de millones de nuevas empresas y para darle la oportunidad a la niñez de hoy de ser exitosa cuando llegue a la edad adulta y se incorpore en un mercado laboral que va a ser dramáticamente distinto al de cuando se concibieron los programas educativos de hoy. Si vamos a reinventar la rueda, es en estos ámbitos en que debería hacerse, pues es ahí donde yace el futuro del país.

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Es el miedo…

Luis Rubio

La estrategia presidencial ha sido muy clara: concentrar y consolidar su poder. Su expectativa es que, al recrear el esquema de la presidencia fuerte de hace medio siglo, la economía automáticamente responderá. La realidad ha probado ser muy distinta: la inversión privada se ha contraído y la economía se ha desacelerado, con alta probabilidad de entrar en recesión. Para contrarrestar esta tendencia, el gobierno ha promovido mensajes por parte de empresarios cercanos, incitando la reactivación de la inversión. El objetivo es loable, pero inconsistente con el entorno en que ocurre.

El ingrediente nodal para lograr el crecimiento de la economía es la inversión privada. Así lo entiende el gobierno y por eso su activismo promocional; lo que estas iniciativas no reconocen, es que no hay inversión porque, al atemorizar al inversionista, impiden que ésta se materialice. El problema no radica en la lógica del empresario -obvia y absolutamente predecible- sino en el ímpetu gubernamental por hacerla imposible al aterrorizar a los potenciales inversionistas.

En el último año, el gobierno se ha dedicado a destruir todos los elementos que hacen posible y atractiva la inversión, comenzando por el que es central para el empresario: la certidumbre. La retahíla de atentados contra la certidumbre comenzó con la cancelación del nuevo aeropuerto de la ciudad de México y prosiguió con la andanada de persecuciones sin orden judicial, el anuncio cotidiano de nuevas investigaciones y la aprobación de la ley de extinción de dominio, que hace vulnerable a cualquier persona y la somete enteramente a la discrecionalidad burocrática y política de quien es el mandamás del momento. Es decir, el gobierno se ha dedicado a erradicar toda fuente de certidumbre y a atemorizar precisamente a aquellos de quienes depende que crezca la economía y se avance en la lucha contra la pobreza, dos de las promeses del presidente.

Por si esto fuera poco, no hay mañanera en la que no se ataque a una fuente de certidumbre: un día es la Comisión de Derechos Humanos, otro algún periodista, seguido de descalificaciones a algún empresario. O sea, hay una creación sistemática de miedo. En adición a lo anterior, el desmantelamiento, intimidación o debilitamiento de todas las instancias de contrapeso al poder ejecutivo -desde los órganos llamados autónomos, cada uno relevante en su ámbito de competencia, hasta la Suprema Corte y el Banco de México- constituyen afrentas a la certidumbre.

Lo interesante es la lógica de la andanada, pues replica una era pasada, a la vez que contradice las afirmaciones que, desde hace más de una década, han caracterizado al hoy presidente. Mientras que AMLO prometió erradicar la corrupción y privilegiar la justicia, su actuar ha ido en sentido contrario: el lugar de construir una amplia y ambiciosa estrategia para eliminar las causas de la corrupción a través del fortalecimiento del sistema de justica, el gobierno ha optado por reproducir la forma exitosa en que actuó el presidente Salinas. Nada malo en ello, excepto que tiene lugar en un contexto muy distinto, tanto por el proyecto presidencial como por la naturaleza de la economía mundial tres décadas después.

Salinas procuró la consolidación de su poder para emprender una transformación económica profunda. Independientemente del resultado, su actuar le abrió espacios para confrontar sindicatos, empresarios y líderes políticos y con ello ganar amplia credibilidad entre la población. El punto clave es que, detrás de la estrategia de consolidación del poder radicaba una estrategia de desarrollo económico compatible con el momento del mundo del momento. Nada de esto es cierto en el caso del gobierno de López Obrador.

En este contexto, es inconcebible que crezca la inversión privada, por más que se intenten ejercicios de promoción, invitaciones, presiones o renegociaciones escuálidas. En el mundo globalizado del siglo XXI la inversión no tiene domicilio: se mueve en un instante hacia donde hay oportunidades y, sobre todo, donde hay claridad de rumbo y certidumbre. Lo que atrae a la inversión es la creación de condiciones para que ésta florezca y pueda rendir frutos atractivos. La estrategia gubernamental ha ido en el sentido exactamente opuesto.

La historia, dijo Marx, se repite primero como una tragedia y después como una farsa. Más allá de la extraña ironía de copiar la estrategia que siguió Salinas, el enemigo más mencionado por AMLO, el embate emprendido por el gobierno actual tiene una lógica política impecable, pero choca contra la pared porque adolece de una estrategia de desarrollo que todo mundo -comenzando por los inversionistas- pueda entender.

Salinas actuaba en el contexto del viejo sistema político: impuso su marca con la detención de la Quina y otros personajes públicos, logrando con ello credibilidad como un presidente capaz y dispuesto a romper con la oposición a su proyecto. Treinta años después, el gobierno carece de un proyecto de construcción de un futuro novedoso y tiene lugar en un contexto político radicalmente distinto: ahora esa misma estrategia suena más a venganza, lo opuesto a la necesaria certidumbre porque genera temor. En un contexto así, no hay forma de atraer la inversión privada.

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01 Sep. 2019

Otro país

Luis Rubio

La frontera México-Estados Unidos es un mundo peculiar: parte mexicano, parte americano y, a la vez, distinto a ambos. Sobre todo, es absolutamente diferente a lo que imaginan los políticos en Washington o la Ciudad de México. La frontera ha ido adquiriendo su propio carácter por sus circunstancias particulares: el desdén de sus gobiernos centrales, la distancia a las capitales respectivas y, sobre todo, la dependencia mutua que cada punto de la frontera ha desarrollado. El Paso no podría existir sin Ciudad Juárez y ambas viven en medio de un desierto inhóspito que las atrae en lugar de repelerlas. El reto, y la oportunidad, para México no radica en volver a aislar la zona fronteriza (que es lo que se está haciendo) sino en integrarla con el país a la vez que el país se integre con la propia frontera.

En un libro señero, La Frontera, Weisman y Dusard describen las muchas fronteras que caracterizan a la línea que une (y separa) a las dos naciones: cada región tiene sus características, pero el conjunto guarda semejanzas que se derivan de la interacción permanente -y la interdependencia- que surgen de una convivencia cada vez más profunda. Ese libro, de hace casi tres décadas, era un mero atisbo a lo que  habría de venir. El libro describe, e ilustra con fotografías, la cambiante geografía natural, pero también la forma en que interactuaban a diario las comunidades en ambos lados de la línea fronteriza, con todos los problemas y tensiones que son parte inherente al panorama.

De publicar una secuela hoy, estos autores seguramente describirían dos nuevas realidades: primero, el incremento descomunal de la interacción fronteriza, sobre todo producto de la integración creciente entre las dos economías, las cadenas de suministro que alimentan a la industria automotriz, química, electrónica, de aviación y tantas otras que son el pan de cada día de nuestra economía y que han llevado a un ascenso dramático en el número de camiones, carros de ferrocarril y personas que cruzan en ambos sentidos de manera cotidiana. Por otra parte, la descripción seguramente incluiría el deterioro que ha experimentado la región como resultado de la cada vez mayor actividad criminal, los interminables flujos migratorios que ahora se han hacinado del lado mexicano y las tensiones y conflictos que todo esto entraña.

A pesar de estos males, la región es cada vez más un “país” en sí mismo, una región en que conviven comunidades de ambos lados y que tienen características en su vida cotidiana que son radicalmente distintas a las del resto del país. No es casualidad que siempre que se realizan cambios fiscales o regulatorios (como el IVA o sobre el lavado de dinero) se crean excepciones para la zona fronteriza porque no habría otra forma de funcionar ahí. Innumerables mexicanos van a la escuela en el país del norte, o viven “del otro lado” y cruzan la frontera de manera cotidiana. Trabajadores mexicanos van al lado estadounidense todos los días, en tanto que empresarios americanos vienen a trabajar al lado mexicano.

Algunos estados fronterizos han formalizado diversos esquemas de cooperación para facilitar los intercambios, otros simplemente se dedican a ello. Quizá no hay mejor ejemplo que el caso de la frontera de Sonora y Arizona con su comisión bilateral. Para el estado de Texas, México es su mayor socio comercial, superior en volumen y valor al de todo el resto de sus intercambios con toda la unión americana y sus gobernadores, igual republicanos que demócratas, se dedican a hacer funcionar la relación. El propio gobierno federal estadounidense ha ido inventando mecanismos para facilitar la vida fronteriza y atenuar la creciente complejidad burocrática que caracterizan sus programas de seguridad, a través de programas como el Sentry, cuyo propósito es hacer expedito el cruce de vehículos previamente registrados.

Para México, la frontera siempre ha sido un desafío. El instinto histórico ha sido el de distanciarnos de los americanos, tolerar las inevitables peculiaridades que requieren quienes viven en esa región y olvidarse del asunto. Fue con ese fin que, a mediados del siglo pasado, se creó la zona libre y, luego, se propició el establecimiento de maquiladoras, pero siempre restringidas a esa región. Es decir, se quería aislar a la zona fronteriza como si se tratara de una cuarentena por razones de salud: que no se contagiara el resto del país.

Esa perspectiva ya no es sostenible ni tiene sentido. Desde los ochenta, la frontera se convirtió en el factor clave de la interacción entre las dos economías y el punto de encuentro de México con su principal motor económico. Desde luego, no hay razón alguna para limitarse a un sólo motor, pero es imposible, y sería suicida, pretender disminuir o eliminar los elementos y mecanismos que hacen funcionar a la región.

En una palabra, en lugar de volver a aislar a esa zona del resto del país a través de la recreación de la zona libre, el gobierno debería integrarla de manera cabal con el resto del país y, al mismo tiempo, integrar al país con esa zona. Este no es un juego de palabras: la única manera de poder prosperar es simplificando, descentralizando y desburocratizando, característica inherente a esa región.

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Otro país

 

Luis Rubio

25 Ago. 2019

Mientras tanto…

Luis Rubio

Mientras México va corriendo hacia un pasado incierto, irreproducible y, ciertamente, indeseable, el resto del mundo corre a una velocidad desesperada. No es sólo el hecho de ir en reversa, sino que los riesgos inherentes a lo que se destruye en el camino implican que el país va a perder la posibilidad de, finalmente, lograr altas tasas de crecimiento económico. El asunto no es de preferencias gubernamentales o de popularidades; el asunto es de estrategias de desarrollo en la era de la globalización, en el siglo XXI.

Ningún lugar del mundo evidencia la dirección del desarrollo en esta era, y de manera tan brutal, como Asia. En esa región la disputa es toda por el futuro: quien logrará tasas más elevadas de ingreso per cápita en el menor plazo. Una por una, todas esas naciones, cada cual con su cultura, historia y forma de gobierno, ha ido construyendo los cimientos de su desarrollo, pero todas comparten características comunes, comenzando por su devoción por la educación, la infraestructura y el desarrollo tecnológico. En esa región sería inimaginable pretender regresar a un pasado idílico porque la nostalgia no tiene lugar en el futuro y todo es, a final de cuentas, sobre un futuro mejor.

Una visita reciente a tres países de la región me dejó observaciones y aprendizajes sobre la forma de conducir sus asuntos y, sobre todo, sobre sus prioridades: las diferencias entre naciones como Corea, Singapur e India son pasmosas, pero el dinamismo es sólo uno, común a todos. India es una nación inmensa en población y territorio, con una diversidad étnica, religiosa y económica que, aún viniendo de un país tan complejo como México, es absolutamente incomprensible. Y, sin embargo, todo el país parece volcado hacia la construcción de un futuro que, sin romper con sus tradiciones, sea radicalmente distinto al pasado.

La primera vez que visité Corea, en 1998, el país estaba saliendo de una crisis financiera, similar a las que habíamos vivido en México tantas veces. Lo que más me impresionó en aquella ocasión fue el sentido casi de culpa que mostraban mis interlocutores en el gobierno y la academia. Para ellos, el hecho de haber tenido que recurrir a un apoyo externo (el FMI) era equivalente a perder cara, a demostrar incompetencia y, sobre todo, haber errado el camino. Su respuesta no fue retornar a la pobreza del pasado, sino cambiar radicalmente su estrategia, enfrentar sus problemas y dar un gran salto hacia adelante para alcanzar los resultados de los que hoy están tan orgullosos sus ciudadanos.

India y Corea guardan semejanzas evidentes con México porque son naciones grandes, con una larga y orgullosa historia, pero en lo que son radicalmente distintas es en su determinación por romper con las amarras del pasado y construir una sociedad nueva, distinta, capaz de satisfacer las necesidades de una población ambiciosa y decidida. Corea, una nación sin recursos naturales, optó por convertir a la educación en su ventaja comparativa: en lugar de ceder ante tradiciones o grupos de interés, forzó un cambio radical en la educación hasta convertirla en el medio a través del cual pudo romper con la pobreza y sus impedimentos naturales. India, una nación con más de mil millones de habitantes, decidió un camino similar, pero ello en el entorno de la enorme complejidad que la caracteriza. A pesar de sus contrastes sociales, todo el ímpetu de la nación se puede apreciar en cada cuadra y en cada conversación.

Un miembro del gabinete hindú ilustraba el reto con un argumento simple y claro: a pesar de su semejanza en tamaño con China, India es una democracia y tiene que lidiar con sus problemas en ese contexto, algo que para el gobierno chino es absolutamente inconcebible. La diferencia, continuaba el funcionario, es que los chinos seguirán entusiasmados siempre y cuando el gobierno pueda seguir satisfaciéndolos con crecimiento económico; en contraste, India seguirá en su camino hacia el futuro, en ocasiones de tumbo en tumbo, pero con el apoyo de una población que sólo tiene futuro porque el pasado no es atractivo. Al escucharlo, hubiera deseado que ese fuese el discurso de nuestro presidente.

Singapur no es modelo para México (ni para India o Corea), simplemente por su escala. Una isla-nación en la que todo funciona, la infraestructura es inmejorable y el orden excesivo, Singapur sabe de donde viene y a donde quiere llegar, a lo que dedica recursos y esfuerzos de manera incesante y hasta despiadada. Nada se pone en el camino de los funcionarios mejor pagados del mundo (ahí se entiende al revés: un funcionario bien pagado se dedica a su trabajo y a nada más), todos ellos especialistas dedicados a su mandato.

Hace algunas décadas los representantes del banco mundial y otros organismos similares afirmaban que México tenía quizá el equipo gobernante más competente; sin duda, era de gran clase, pero el de Singapur es simplemente inmejorable, uno tras otro. No por casualidad tiene el PIB per cápita más alto del mundo.

Tres naciones construyendo su futuro: con sus enormes diferencias y características, cada una de ellas con claridad de rumbo y, sobre todo, sin complicarse la vida con un pasado que es imposible de ser recreado. Imposible no tener enorme envidia.

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18 Ago. 2019

Falsas premisas

Luis Rubio
A la memoria de Manuel Medina Mora

Las calles están limpias, el turismo ha crecido de manera explosiva, los comerciantes parecen felices y los hoteles están llenos. Oaxaca parece finalmente haber roto con sus impedimentos históricos y disfruta de un nuevo momento de paz y crecimiento. Si sólo fuera tan fácil. Lo único que ha cambiado es que los gobiernos federal y estatal le han concedido todo a la Coordinadora de Maestros, la famosa CNTE, con lo que desaparecieron los bloqueos: los (supuestos) maestros le concedieron a la ciudadanía la gracia de vivir de manera normal, al menos hasta que comience la nueva ronda de demandas, amenazas y extorsiones. Todo lo cual impide el crecimiento.

La discusión respecto al crecimiento económico es permanente y se ameniza con discursos políticos que no atienden las causas del fenómeno  y que se exacerban cuando la tasa de crecimiento es menor. Pero el problema de fondo nunca acaba por resolverse. En el curso de las décadas se han emprendido diversas estrategias para enfrentar esta ausencia y se ha avanzado en algunos planos, pero ni siquiera se ha llegado a un consenso sobre la causa última de una tasa promedio tan baja, al grado en que, en lugar de buscar elevarla, se festina el que no haya recesión.

El primer gran problema para llegar a un diagnóstico que todo mundo comparta es lo que ocurrió en los setenta, pues ahí yace el corazón de la disputa política. En esa década, la economía creció cerca del 8% anual y ese es el recuerdo que los críticos de las reformas posteriores guardan en su memoria y por lo cual siempre proponen retornar a esa era. Ahora, con AMLO, sienten que llegó el momento de recuperar ese momento idílico.

Hay dos problemas con ese recuerdo: uno es que es falso y el otro que es irrepetible. Lo falso radica en que no se puede aislar el periodo en que efectivamente hubo un alto ritmo de crecimiento de las consecuencias que siguieron, pues la gasolina que impulsó ese crecimiento fue la combinación de una deuda externa creciente, la expectativa de ascensos permanentes en el precio del petróleo y un gasto público exacerbado. Si uno toma no sólo los setenta sino los setenta y los ochenta juntos, la fotografía acaba siendo muy distinta: en los ochenta se tuvo que pagar el exceso de los setenta en la forma de una recesión permanente y niveles extremos de inflación. Esa era es irrepetible porque fue un momento único en que se conjuntaron circunstancias excepcionales que acabaron arrojando un patético crecimiento promedio y cada vez mayor conflictividad social.

En segundo lugar, el problema no radica en la falta de crecimiento, sino en la falta de crecimiento generalizado: cuando uno se apersona en Querétaro o Aguascalientes, resulta de inmediato evidente que eso de bajo crecimiento es ridículo; lo contrario es cierto en Oaxaca o Guerrero. Entonces, el problema no es que el crecimiento sea bajo, sino que algo diferencia a los estados del norte de los del sur.

En tercer lugar, la propensión permanente a modificar las reglas del juego en un país en que el presidente (o la autoridad en general) tiene un poder desmedido, crea un entorno de desconfianza interminable. Esa fue la razón por la cual se procuró el TLC norteamericano: para crear un espacio en que las reglas fuesen permanentes y confiables y es buena parte de la razón por la cual el norte crece con celeridad.

Santiago Levy lleva años argumentando que la economía informal es la gran lacra del país porque impide que las empresas crezcan y se desarrollen y ha propuesto una serie de medidas para disminuir la carga fiscal y facilitar su formalización. El planteamiento tiene sentido, toda vez que si uno compara la recaudación fiscal de quienes se encuentran en la economía formal respecto al PIB, la carga impositiva no es muy distinta a la del mundo desarrollado: el problema claramente se encuentra en la enorme dimensión de la economía informal y los mecanismos que la promueven.

El ejemplo de Oaxaca sugiere otra explicación (adicional) al problema del crecimiento. Luis de la Calle lo resume con toda elocuencia: “La prevalencia de la extorsión en el país se ha convertido en uno de los principales frenos al crecimiento de las micro y pequeñas empresas, muchas de las cuales se ven obligadas a no crecer y a permanecer en la informalidad, donde la extorsión tiende a ser centralizada y conocida. Esto implica que no tienen un incentivo para invertir, crecer, explorar nuevos mercados y productos, expandirse fuera de sus mercados locales y menos para contratar un número creciente de empleados… Más aún, las probabilidades de extorsión aumentan con el éxito de las pequeñas empresas.”

La realidad es que no es muy difícil dilucidar la causa del estancamiento económico, pero estamos encarrilándonos, una vez más, en la dirección equivocada. El gobierno actual está exacerbando la incertidumbre para la inversión en un momento en que el TLC está en la tablita y cree que con un gran estímulo fiscal todo va a cambiar. Sería mejor que ataque las causas de la extorsión y la informalidad porque ahí yace el corazón del problema estructural que impide el crecimiento. También ayudaría fortalecer, en lugar de destruir, a las instituciones que generan confianza, pero eso ya sería mucho pedir.

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Luis Rubio

11 Ago. 2019

Perspectivas y retrospectivas

Luis Rubio

Sobre lo único que no hay disputa es que el presidente está avanzando aceleradamente hacia una creciente concentración del poder. Cada paso que da y cada decisión que toma tiende a eliminar competencia, disminuir o neutralizar contrapesos y cancelar todas las fuentes de independencia que puede. El objetivo manifiesto es controlar para resolver los problemas que el país ha venido experimentando con presidencias débiles que fueron incapaces de restablecer el orden y promover el crecimiento de la economía. En una palabra, recrear los sesenta.

Décadas de observar el funcionamiento del sistema político me han llevado a dos conclusiones sobre sus pilares fundamentales y, por ende, sobre la viabilidad del proyecto de concentración de poder.

En primer lugar, no cabe ni la menor duda que en toda la era independiente del país sólo ha habido dos periodos en que la economía creció con celeridad y la sociedad vivió años de paz y estabilidad. El primero fue el del porfiriato que, después de décadas de conflictos y levantamientos, el gobierno fundamentó un orden que permitió atraer inversiones, construir ferrocarriles y darle un fuerte impulso a la economía. El segundo periodo fue el de la etapa postrevolucionaria, especialmente los años del desarrollo estabilizador, en que la economía creció de manera inusitada, el país experimentó una rápida urbanización y el crecimiento de la clase media. El común denominador fue un gobierno fuerte que no permitía disidencia e imponía orden. No es difícil identificar en esos logros un poderoso imán para la imaginación de un gobernante que sueña con lograr la tercera era de paz y estabilidad.

El problema de mirar nostálgicamente hacia el pasado es que permite aislar los logros de los fracasos o los avances de sus consecuencias. El porfiriato se colapsó por razones biológicas porque todo dependía de un individuo que empujaba y controlaba, negociaba y gobernaba, pero que inexorablemente tenía un fin. Incluso sin revolución, el porfiriato vivía contradicciones que difícilmente hubieran sobrevivido al caudillo. El fin del PRI duro fue producto no de la falta de institucionalidad sino de su cerrazón y autoritarismo, que negaba cualquier flexibilidad para ajustar el modelo cuando sus soportes comenzaron a hacer agua, a la vez que cegaba a sus líderes respecto al desarrollo de la sociedad, producto, irónicamente, del éxito de su gestión. Al igual que el porfiriato, la naturaleza del sistema le impedía transformarse y no hay razón para pensar que una nueva era de férreo control presidencial vaya a ser distinta. Los problemas que hoy experimentan los priistas en su intento por recrearse se derivan de lo mismo.

En segundo lugar, tenemos una profunda propensión a desperdiciar oportunidades, quizá por el bajo calado de la democracia mexicana y sus profundos sesgos autoritarios. Aunque se resolvió (casi) el problema de acceso al poder, estamos lejos de haber construido el andamiaje institucional que le dé protección a la ciudadanía, arraigue de manera profunda la participación ciudadana en una sociedad tan dispersa y desigual y obligue a la autoridad a ser transparente y rinda cuentas efectivas de sus actos. El mero hecho que el presidente pueda barrer con los incipientes contrapesos sin costo alguno lo dice todo.

Pero el problema de fondo es que el poder, por vasto que sea, no garantiza un resultado benigno. En los ochenta y noventa, gracias al maridaje del PRI y la presidencia y al autoritarismo que le era inherente, con una presidencia infinitamente más poderosa a la que siguió, el gobierno fue incapaz de llevar a cabo el cambio integral que su propio proyecto proponía. Se hicieron reformas incompletas, muchas veces a modo, que se tradujeron en una gran desazón, por la cual ahora estamos pagando el costo. Un ejemplo lo dice todo: para la privatización de Telmex hubo dos proyectos de título de concesión, uno que valía cuatro veces más que el otro; el primero garantizaba el fin inmediato del monopolio y la apertura a la competencia, en tanto que el segundo preservaba el monopolio. El crecimiento económico requería lo primero; el interés hacendario aseguró lo segundo. Nada es gratuito.

Al inicio de este siglo, Fox volvió a desperdiciar la enorme oportunidad que su elección había creado. A la dilución del poder presidencial se sumó la incompetencia y frivolidad del personaje, quien hasta la fecha no ha podido comprender su responsabilidad histórica. ¿La tercera -o 4T- será la vencida?

El problema trasciende las características de las personas porque refleja una debilidad estructural de la política mexicana que no se resuelve con la reconstrucción de la presidencia imperial.

AMLO goza de un enorme apoyo popular, mayor al de Fox en su momento, pero igualmente volátil. Si algo enseña la historia nacional es que los grandes estadistas que hoy así se reconocen lo fueron por haber trascendido las escaramuzas del momento y construido una nueva plataforma de realidad. Ninguno de ellos -Juárez, Madero, Cárdenas- sabía de antemano que sería estadista: simplemente construyeron un nuevo futuro. Todo lo cual muestra la futilidad de intentar recrear un pasado irrepetible, cuando lo que se requiere es un nuevo futuro.

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Perspectivas y retrospectivas

 

 

Luis Rubio

04 Ago. 2019