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Violencia y Terrorismo

Luis Rubio

Los balazos no funcionaron. Tampoco funcionan los abrazos. La inseguridad y la violencia aumentan y no existe diagnóstico razonable sobre el problema ni de la forma de resolverlo. Bastó una declaración del presidente Trump para que los responsables de la seguridad se olvidaran de la problemática o de sus terribles consecuencias para la ciudadanía: prefirieron envolverse en la bandera, ignorando hasta el hecho mismo de la violencia. Ni el nacionalismo ramplón ni la ausencia de estrategia van a resolver el problema.

Es imperativo separar dos componentes de la problemática: la dimensión estadounidense y la violencia misma; se trata de dos perspectivas que responden a circunstancias distintas, aunque pudiese haber vinculaciones. Por el lado norteamericano, el debate sobre la naturaleza de los problemas de México lleva décadas y ha ido cambiando en el tiempo. Por muchos años, luego de la Revolución, los norteamericanos observaron como México estabilizó su economía y logró sedimentar una paz social y política. Luego, con el inicio de la era de las crisis en 1976 y, sobre todo, 1982, los debates allá comenzaron a emplear términos como el de Estado fallido. Desde la perspectiva norteamericana, la negociación del TLC al inicio de los noventa constituyó una forma de apoyo a México para que, finalmente, diera el “gran salto” hacia el desarrollo.

Dos décadas después, retornó el debate: México no convirtió el TLC en una palanca para su desarrollo integral, sino que se limitó a la transformación de una parte de su economía. Por más que ese instrumento haya sido extraordinariamente exitoso en consolidar una plataforma exportadora, resultó evidente a sus ojos (y para quien quiera ver la realidad) que México había usado al TLC como un mecanismo para no alterar el orden político o los intereses cercanos a la clase política. Fue en este contexto que se comenzaron a debatir ideas sobre cómo forzar a México a erradicar la corrupción y modificar sus estructuras político-burocráticas. Estos debates no llevaron a nada relevante, en buena medida porque, para EUA, las consecuencias de adoptar una estrategia errada hacia México podrían fácilmente traducirse en una súbita emigración masiva de mexicanos. En este sentido, la propensión estadounidense a ser cuidadosos con México (aunque no lo parezca) ha tenido por consecuencia hacerle la vida mucho más fácil a los más perniciosos intereses mexicanos que favorecen el statu quo.

Desde la perspectiva mexicana, las preocupaciones estadounidenses pueden ser vistas como erradas, ingenuas o intervencionistas, pero no por eso se puede pretender que no existe un problema mayúsculo. México padece un sistema de gobierno disfuncional, una creciente e intolerable violencia y un mundo de corrupción e impunidad, todo lo cual tiene un mismo origen: un sistema político diseñado por los ganadores de un movimiento revolucionario para depredar y expoliar. En lugar de transformarse para el siglo XXI, el sistema ha incorporado nuevos integrantes, pero preservado su objetivo nodal: privilegiar a los poderosos en el sentido más amplio del término.

Mientras que la economía ha ido experimentando cambios y transformaciones diversas, algunas muy favorables y otras no tanto, el mundo de los privilegios y de corrupción permanece. Fue funcional en los treinta del siglo pasado, pero ya no lo es, por más que ahora se quiera reforzar con la renovada concentración de poder que pretende afianzar el presidente. En lugar de construir un nuevo sistema de gobierno, el país se ha quedado paralizado en este ámbito por casi cien años. Ahí radica el origen de la disfuncionalidad actual y, por lo tanto, de la incapacidad gubernamental para terminar la violencia.

Es en este contexto que permanecen males como los de la impunidad y la corrupción (inherentes al sistema post revolucionario) y, más al punto, que el gobierno sea incapaz de enfrentar sus consecuencias indeseables, como la de la violencia.

Es evidente que mucho de la violencia está vinculado al negocio del narcotráfico que, al menos en una proporción significativa, se origina en EUA. Sin embargo, el hecho de que la violencia tenga lugar en nuestro país y no en el de nuestros vecinos constituye una prueba de que el problema radica en nuestro sistema de gobierno, pues el mismo fenómeno del narcotráfico allá no se traduce en violencia.

El que Trump llegase a declarar a las mafias de narcotraficantes como terroristas tendría toda clase de repercusiones, pero no va a resolver el problema de la violencia en México. En lugar de envolvernos en la bandera, lo conducente sería llevar a cabo un diagnóstico profundo y honesto sobre la naturaleza del problema para, en ese contexto, decidir qué debe hacerse y, en su caso, solicitar el tipo de apoyo que podría ser relevante para México.

El problema no lo van a resolver los estadounidenses con cambios legales o con drones porque eso no ataca las causas del fenómeno. México requiere una estrategia idónea para crear un nuevo sistema de gobierno que permita enfrentar la violencia antes de que se nos impongan soluciones que no resuelvan pero que sí pudieran llegar a desmantelar lo poco que sí funciona en el país.

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Otra racionalidad

Luis Rubio

 

Max Weber, el sociólogo alemán, afirmó que la modernidad –“el destino de nuestro tiempo”- consiste en el avance de la racionalidad y el repliegue del misterio, lo que él denominó como la “desilusión del mundo.” La modernización implicaba, en su concepción, el abandono de la magia para incorporar la racionalidad en la toma de las decisiones y a la burocracia para implementarlas.

A partir de la Revolución, el gobierno mexicano fue avanzando la formalización de las estructuras políticas, gubernamentales y burocráticas, racionalizando la toma de decisiones e incorporando mecanismos de predictibilidad sobre todo en lo relativo a la conducción económica. Es así como surgieron instituciones como el Banco de México, las entidades regulatorias en materia de seguros, valores y, eventualmente, energía e información. El mismo objetivo se persiguió a través de la negociación de tratados internacionales y líneas de crédito, así como la membresía en organismos multilaterales de diversa índole. Se trataba de un proceso de institucionalización que reconocía de entrada la trascendencia de informar y proveer claridad de rumbo tanto a la ciudadanía como a los agentes económicos. Contar con información y reglas del juego transparentes afianza la confianza de la población al tomar decisiones, sobre todo en la era de infinitas alternativas.

El objetivo: consolidar el desarrollo de la economía y garantizar su continuidad más allá de los altibajos normales de los mercados, cambios de gobierno y situaciones imprevistas. La premisa de partida era que ningún gobierno atentaría contra lo que es “racional” en el sentido de Weber: permanencia y predictibilidad en las decisiones gubernamentales.

Los acontecimientos recientes en materia tanto económica como de seguridad en el país hacen claro que la racionalidad weberiana no es parte del herramental y lógica del presidente López Obrador. Desde su perspectiva, el sistemático deterioro de los indicadores económicos y la creciente violencia en el país son evidencia insuficiente (y quizá innecesaria en su visión) de la inoperatividad de la estrategia tanto económica como de seguridad. Su racionalidad es otra y no se apega a los cánones tradicionales tanto de México como del resto del mundo.

La nueva racionalidad es política y parte del rechazo no sólo todo lo que se ha ido acumulando en materia legislativa y en las decisiones gubernamentales de las últimas cuatro décadas, sino de la forma en que se transformó el mundo en ese mismo periodo. Para el gobierno actual, los cambios en materia de estrategia económica, lo que el presidente llama, de manera peyorativa, “las reformas,” fueron resultado de decisiones internas por consideraciones ideológicas y no como consecuencia de alteraciones que fue experimentando el mundo, producto de la liberalización del comercio, la transformación en la forma de producir y la explosión de la información (y su accesibilidad), todo ello debido principalmente a la tecnología. México es un país soberano y no debe apegarse a estándares ajenos a su historia.

Desde esta perspectiva, la nueva racionalidad que guía las decisiones gubernamentales rompe de manera dramática con el pasado reciente toda vez que el gobierno actual asocia apertura con corrupción, tecnócratas con elitismo y cualquier contrapeso con abuso. En esta lógica, México no ha experimentado una transformación democrática, sino un creciente desorden que tiene que ser controlado. La “vieja” constitución debe ser substituida por un constituyente que garantice la democracia, entendida ésta como un deslinde de los poderes fácticos que sólo han traído sufrimiento, desigualdad y opresión. Por lo tanto, el actual gobierno no ganó una elección democrática y limpia, sino que tomó el poder y cuenta con el mandato y la obligación de transformar al país, lo que implica, para comenzar, el desmantelamiento de todas las estructuras e instituciones que acotan y limitan al poder presidencial y, por lo tanto, impiden la consolidación de ese nuevo Estado democrático.

En términos llanos, al gobierno no le angustia el deterioro que caracteriza a la economía o el sufrimiento que experimenta la población por la creciente inseguridad. Sus objetivos “superiores” trascienden estas mediciones y preocupaciones elitistas y conservadoras.

Quienes dudan de la nueva racionalidad o de las estrategias que sigue el gobierno son parte de esa oposición moralmente derrotada y, por lo tanto, no gozan de legitimidad alguna. Es el gobierno quien establece las reglas del juego (como la de que las decisiones económicas deben subordinarse a las políticas) y, más importante, es el presidente quien define el rasero bajo el cual se van a evaluar los resultados de su gestión. Con este criterio, medidas como el crecimiento económico, la inflación o el número de muertos son unidades inadecuadas para determinar el grado de avance o retroceso del gobierno. Lo que ocurra fuera de México y las alternativas con que cuenten los ciudadanos o inversionistas son irrelevantes.

Ningún gobierno en el siglo XXI puede imponer sus reglas y avanzar el desarrollo. Es uno o lo otro. Hasta ahora, ha contado con la venia de la ciudadanía; cuando eso cambie, no tiene idea lo que le espera.

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01 Dic. 2019

Ventajas y desventajas

Luis Rubio

Según un tuit que se tornó viral, en el año 2192 el primer ministro británico vuela a Bruselas para solicitar una nueva ampliación de la fecha fatal para la salida del Reino Unido de la Unión Europea. “Nadie recuerda donde se originó esa tradición, pero cada año atrae muchos turistas provenientes de todos los confines de la Tierra.” La compleja negociación que ha caracterizado a estas dos entidades, Inglaterra y la Unión Europea, se presta a toda clase de mofas porque refleja una profunda institucionalidad que ha requerido seguir pasos, procedimientos, cuerpos colegiados y votos parlamentarios y de las diversas instancias legislativas y judiciales de cada una de las partes. Esa institucionalidad, como sugiere el tuit, puede ser paralizante, pero tiene la virtud de conferir estabilidad y predictibilidad a la vida cotidiana y a las decisiones que cada persona y familia, en todas sus facetas, realizan a lo largo de sus días.

La materia constitucional es un ejemplo sugerente: en México, los cambios constitucionales han sido, históricamente, un deporte sexenal en el que, como vimos con las reformas del sexenio pasado, los gobernadores competían para ser los primeros en lograr que sus legislaturas aprobaran las enmiendas que quería el presidente, para quedar bien con él. El objetivo no era el propósito de la reforma, sino refrendar la autoridad del presidente. En este sexenio el proceso se ha refinado, pues ya ni siquiera son necesarios los gobernadores, dada la mayoría que Morena comanda en diecinueve de las entidades: basta una instrucción para que se apruebe la disposición enviada por el ejecutivo federal.

En contraste, en países con gran institucionalidad el proceso de enmienda constitucional es extraordinariamente difícil. En Dinamarca, por ejemplo, una modificación constitucional requiere, primero, la aprobación del parlamento, posteriormente una elección parlamentaria y luego el voto del nuevo parlamento. En adición a lo anterior, se requiere del apoyo de por lo menos el 40% de la población en un referéndum entre toda la población en condiciones de votar. Es decir, se trata de un proceso engorroso, tardado e incierto, diseñado precisamente para que cualquier cambio constitucional que se realice goce de amplio apoyo popular y no de la imposición partidista, gubernamental o burocrática.

En India, un país enorme, relativamente pobre, y de extraordinaria complejidad, pero profundamente democrático, el avance de una iniciativa de ley requiere innumerables procedimientos y capas políticas y burocráticas, lo que garantiza amplio apoyo político y, por lo tanto, legitimidad y permanencia. Esas estructuras dificultan el actuar de los presidentes y primeros ministros, pero garantizan la estabilidad de los ciudadanos.

Desde luego, una parte de esa serie de estructuras está integrada por intereses particulares que se escudan detrás de procedimientos y mecanismos diseñados meramente para protegerse a sí mismos y son esos los que el presidente López Obrador quiso eliminar con los despidos masivos en las secretarías que tuvieron lugar al inicio del sexenio. Sin embargo, al menos en la teoría, las estructuras que rodean al actuar gubernamental en un sistema de poder dividido (donde los poderes legislativo, ejecutivo y judicial están separados) deben funcionar como pesos y contrapesos para asegurar que ninguno pueda abusar o extralimitarse.

En la era priista siempre se habló de México como un país altamente institucionalizado, afirmación que se derivaba de la forma en que se conducían los asuntos públicos, la disciplina que mostraban los políticos y el cumplimiento de los procedimientos. El tiempo probó que la supuesta institucionalidad era un mito, pues tan pronto se colapsó la presidencia dura, con todos los instrumentos de control, persecución e imposición con que contaba, desapareció el apego a las formas, la obediencia a las órdenes superiores, la subordinación de políticos, gobernadores y ciudadanos a la presidencia y, sobre todo, el respeto a los procedimientos y reglas formales.

De un país que parecía estrictamente apegado a ciertas reglas del juego (las más relevantes siempre “implícitas”), pasamos a ser una sociedad sin reglas, sin auto disciplina y con infinidad de grupos y personas dispuestas a emplear cualquier método para avanzar sus intereses y objetivos. Ahora hemos vuelto al sistema de imposición personal.

La debilidad institucional que caracteriza a México hizo posible grandes y trascendentes reformas entre los ochenta y el 2018, pues el poder presidencial, empleando métodos cambiantes según el momento y circunstancias, resultó ser suficiente para modificar el régimen legal en formas que los europeos o estadounidenses jamás hubieran podido lograr. La gran ventaja de la falta de institucionalidad fue precisamente esa: el gobierno podía actuar con determinación tanto para avanzar sus proyectos como para responder ante circunstancias excepcionales, como fueron las crisis de hace algunas décadas. De la misma manera, la debilidad institucional ha hecho posible desmantelar todo lo que el presidente actual ha querido.

La permanencia sólo se garantiza por instituciones sólidas, requisito esencial de la civilización y de la democracia.

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24 Nov. 2019

 

Los sesenta

Luis Rubio

 

“La realidad del mito, afirmó Monsiváis, es la irrealidad del país.” Los sesenta mexicanos bien califican como mitológicos en la política nacional, y más en la actual coyuntura. Los sesenta fueron años de grandes logros, pero también la semilla de la disputa que, desde entonces, consume al país. En su lado mitológico, los sesenta son venerados -por tirios y troyanos- como la era de oro del crecimiento y la estabilidad; en su lado retrospectivo, esa década se caracterizó por el conflicto, así fuese soterrado, que desde entonces consume a la política nacional.

En los sesenta, el país vivió un momento idílico que nadie hubiera querido terminar, excepto que fue sepultado por la realidad. La década se caracterizó por dos grandes circunstancias: por un lado, tasas de crecimiento elevadísimas (cercanas al 7% anual), con baja inflación, todo lo cual contribuyó al afianzamiento de una clase media urbana y una acelerada movilidad social. No por casualidad, el periodo se denominó “milagro mexicano.”

Sin embargo, el otro lado de la moneda no fue menos relevante: dos acontecimientos de la década evidenciaron los límites del modelo del desarrollo estabilizador que, desde los cuarenta, le había dado al país resultados tan favorables. El primero anunciaba riesgos económicos: en 1965 fue el último año en que México exportó maíz. Este podría no parecer un problema grave hasta que uno se pone a ver que todo el funcionamiento del modelo económico dependía de la exportación de granos y minerales para financiar las importaciones de maquinaria y equipo que requería la substitución de importaciones. El hecho de que ya no hubiera excedentes de maíz para exportar indicaba que el modelo había comenzado a acercarse a su fecha de caducidad. La razón de esto es simple: por su orografía, México nunca será un gran productor de granos. El modelo económico requería un ajuste que, de haberse emprendido entonces, habría acelerado el desarrollo sin cortapisas: el país ha demostrado una infinita capacidad para exportar bienes industriales, agropecuarios y servicios. Esa debió ser la respuesta, pero tomaría dos décadas hasta que le llegara su tiempo político.

El otro acontecimiento fue el movimiento estudiantil de 1968, que mostraba los límites políticos del modelo económico. Aunque la economía había arrojado extraordinarios resultados, muchos de los beneficiarios de la movilidad social se sentían insatisfechos con una estructura política autoritaria que les impedía expresarse y participar en la vida pública. Además, la forma en que fue terminado el movimiento creó un nuevo símbolo, con enormes consecuencias para las siguientes décadas.

Las dos circunstancias -el maíz y el movimiento estudiantil- se convirtieron en el casus belli de la política mexicana. El lado económico del gobierno promovió medidas de liberalización como medio para iniciar una gradual transformación económica, en tanto que el lado político abogó por el uso del gasto público como medio para recuperar las altas tasas de crecimiento del pasado reciente. Los políticos ganaron el pleito en la elección de 1970 pero, para 1982, habían quebrado al gobierno, dejando una enorme deuda externa, una profunda recesión y una sociedad extraordinariamente dividida. A partir de ese momento, el lado económico del gobierno recuperó el control y comenzó a restaurar una semblanza de orden, confiando en poder lograr tasas elevadas de crecimiento por ese medio. Unos cuantos años después resultó evidente que era imposible reconstruir los sesenta y que la única salida era una reforma mucho más profunda del gobierno y de la economía.

Cuatro décadas después, el pleito continúa. Las reformas permitieron restaurar la estabilidad económica, crearon una base para el crecimiento acelerado de las exportaciones y generaron empleos muy productivos y bien pagados. Sin embargo, lo que en realidad ocurrió es que el país se dividió en dos mitades: la mitad que hizo suyas las reformas y la que se quedó anclada en el modelo económico anterior. La primera sostiene a la segunda, pero la dinámica política acabó arrojando como resultado político la elección de 2018.

Lo relevante es que la sociedad mexicana, a través de su voto, reprobó el resultado de las reformas emprendidas a partir de los ochenta, pero no necesariamente a las reformas mismas. Dudo mucho que quienes votaron por cambiar el rumbo quisieran deshacerse de los empleos que generan las exportaciones o de la industria moderna del país. Lo que reprobaron, con contundencia, fue la forma tan sesgada, berrinchuda e ineficaz con que se han conducido lo asuntos públicos, la corrupción de que, en muchos casos, vino acompañado el proceso y, sobre todo, los enormes contrastes que viven las distintas regiones del país.

¿Quién puede oponerse a la presencia de inversiones ultramodernas que producen bienes excepcionales, buenos empleos y un gran caudal de derrama económica? El problema es que no es posible cambiar el rumbo general sin perder esas oportunidades. La tesitura en que el gobierno ha puesto al país crea una disyuntiva inaceptable de todo o nada. El país necesita que se eliminen los sesgos que generan tan vastas desigualdades, no la destrucción de todo lo existente. Pero por ahí vamos.

 

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17 Nov. 2019

 

De vuelta a la realidad

Luis Rubio

Una caricatura muestra a Herman Munster, el personaje anormal de la serie televisiva de hace medio siglo, amablemente sentado junto a una niña que le dice “Pensé que eras un monstruo, pero eres tierno y sensible,” a lo que Herman le responde “es que estoy en campaña electoral.”

Lo que haya pasado antes de la elección de 2018 ahí quedó y ahora el gobierno de AMLO es responsable de lo que venga: una circunstancia no siempre es benigna, pues es ahí donde chocan los prejuicios con el pavimento.

Ningún asunto afecta a la ciudadanía de manera tan directa, brutal y con consecuencias de largo plazo como el de la seguridad. Las familias y las empresas tienen que lidiar con la permanente inseguridad porque el gobierno ha sido incapaz de actuar exitosamente. Una familia que ha sufrido un secuestro lo vive el resto de su existencia y afecta sus decisiones de ahorro, gasto, consumo y comportamiento. La inseguridad adquiere connotaciones políticas porque los responsables de lograrla, de todos los partidos, no han cumplido con su cometido.

Las empresas e instituciones padecen la inseguridad de muchas maneras. Parte es como resultado de lo que aqueja a sus integrantes: ¿cómo puede concentrarse un investigador universitario en su laboratorio, o un empleado en el mostrador de una tienda, si no sabe dónde está su hija? Las empresas comerciales que tienen presencia en la calle padecen la inseguridad especialmente en la forma de extorsión y saben que la autoridad está corrompida o es inexistente.

Las empresas grandes se abocan a la prevención, dedicando inmensos recursos a la contratación de policías, guardias, bardas de seguridad, patrullas que siguen a los camiones de reparto y demás. Sería infinitamente más productivo dedicar todos esos recursos a nuevas inversiones productivas que generaran más crecimiento, empleos y oportunidades.

La inseguridad destruye lo más esencial del ser humano porque, como escribiera Umberto Eco, mata «la posibilidad de tener esperanza.» Ningún país puede prosperar en un régimen de inseguridad como el que nos ha tocado vivir.

Uno de los factores que definen al Estado es el monopolio de la fuerza, pero su anverso es igualmente definitorio: la recaudación de impuestos. Se trata de dos lados de una misma moneda: quien es responsable de la seguridad también es responsable de la recaudación de los fondos que se destinan a sufragar los gastos que requiere la operación gubernamental. En ambos casos, se trata de un monopolio, pues si éste no existe, el Estado no cumple con su razón de ser.

El gobierno mexicano hace tiempo perdió el monopolio de la fuerza en tanto que no controla todo el territorio, no impide que bandas de asaltantes roben, asesinen, extorsionen y secuestren por doquier y no satisface la condición número uno de la función gubernamental: la seguridad y paz ciudadanas. El presidente rechaza el esquema que prevaleció en los años pasados para combatir la inseguridad, pero su plan es claramente insuficiente. Para comenzar, se concentra en intentar evitar que el crimen organizado reclute a jóvenes sin empleo y no en lo que es la esencia de la seguridad: un sistema de gobierno funcional que cuide al ciudadano, lo que implica policías y poder judicial de abajo hacia arriba. Esto no se puede construir de la noche a la mañana, pero nunca se logrará si no se comienza de inmediato.

Un empresario me explica su perspectiva del problema de una manera clara y directa: las autoridades hacendarias se desviven por cobrar impuestos, intimidar a los causantes y obstaculizar, por medio de interminables burocratismos, el funcionamiento de la actividad económica. Sin embargo, prosigue el empresario, nadie se preocupa de los nuevos recaudadores de impuestos: no los que mandan citatorios sino los que queman tiendas o fábricas cuando no se paga una extorsión. Desde la perspectiva del causante, ambos son iguales: los dos recaudan impuestos y extorsionan al causante, sea éste un profesional, empresario o simple empleado. Quien no paga se las ve con Hacienda o, en los últimos años, con las mafias de extorsionadores que son infinitamente más persuasivos, además de letales.

Es claro que el problema de seguridad no comenzó con este gobierno, pero Culiacán y el asesinato de la familia LeBarón evidencian que su estrategia no responde al tamaño del reto. Pero lo grave no es eso, pues la estrategia anterior tampoco era un dechado de virtudes, sino su rechazo a realizar un diagnóstico honesto de la naturaleza del problema.

A mí no me queda duda que la principal falla de las últimas décadas en esta materia ha sido de enfoque y de concepto. La esencia de la seguridad es simple: a) ante todo, el objetivo es proteger a la población, no confrontar a los criminales; b) la seguridad comienza abajo, en cada manzana, y no se puede imponer desde el Olimpo; c) las fuerzas federales, incluyendo al ejército, deben convertirse en componentes centrales del proceso, pero su función es apoyar el desarrollo de capacidades locales, no responsabilizarse de la seguridad de manera permanente; y d) no existe problema más grande que el de la seguridad ni más desgastante de la legitimidad de un gobierno que la inseguridad. Si no, pregúntele a Peña.

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10 Nov. 2019

De vuelta al pasado

Luis Rubio
 

Justo cuando parecía que, con el gobierno de AMLO, muchos de los peores vicios del viejo sistema político mexicano serían erradicados por una administración que dice representar un nuevo régimen, el devenir cotidiano nos revela lo contrario, reproduciendo sus peores prácticas. Este reconocimiento me vino de la lectura de un libro extraordinario y aterrador al mismo tiempo: Media noche en Chernobyl,* la historia de la explosión del epónimo reactor nuclear que no sólo mató a una infinidad de gente, sino que fue determinante en el fin del sistema soviético. Su lectura me recordó a un México que nunca se fue, pero que ahora ha regresado con bríos renovados.

Lo primero notable de la historia de Chernobyl es la sensación de autoridad moral. La burocracia, desde el secretario general del partido comunista hasta el inspector más modesto y, en este caso, incluyendo a los científicos nucleares, lo sabe todo, por lo que no requiere conocimiento adicional alguno. La autosuficiencia, y su hermana la arrogancia, dicta cada decisión, ignorando la realidad, las mediciones, las quejas de los involucrados o la evidencia más palpable. Me recuerda a los papás de los pobres niños con cáncer esperando su medicamento en el hospital Federico Gómez.

Un segundo elemento es la falta de innovación. Los científicos diseñan un tipo de reactor y lo reproducen de manera sistemática para todas las regiones del país. Una vez que se llega a un diseño, éste es el que servirá a todos, sin mecanismos para mejorarlo o, incluso, superarlo. En lugar de que haya diversos diseños en competencia para elevar eficiencias, mejorar seguridad y reducir costos, la visión burocrática, siempre de túnel, lleva a su perpetuación. De esta manera, no sólo se hace imposible la mejora sistemática que es inherente a sistemas abiertos, típicos de occidente, sino que cuando, como en este caso, se evidencia lo peligroso del diseño, todos los demás resultan vulnerables. Así funcionaba la CFE con sus termoeléctricas: una vez que existió un diseño aceptable para su burocracia, todas eran iguales. La innovación llegó con la apertura del sector. Si el México de hoy funcionara como la URSS de entonces, toda la economía sería de trapiches.

El manejo de la información es igualmente revelador. El gobierno de Gorbachov, que se decía de la apertura y que estaba deseoso de congraciarse con el resto del mundo, no supo como responder. Su instinto natural fue el de cerrar los ojos y no informar nada, aún a pesar de las interminables peticiones de quienes sí entendían que el peligro que ceñía sobre la población debía tener precedencia sobre cualquier otra cosa. En lugar de informar, se guardaban los datos, se respondía con mentiras, verdades a medias e información flagrantemente falsa. Fue hasta que la radiación comenzó a llegar a otras latitudes, sobre todo Suecia y Alemania, cuando fue inevitable informar, aunque fuera a cuentagotas. Aun así, pasaron larguísimos días hasta que se tomó la decisión de remover a la población civil, probablemente causando muchas más muertes innecesarias. Todavía hoy en México el instinto gubernamental es el de no informar o informar mal, como ilustran las desavenencias entre la información sobre Culiacán, el crecimiento de la economía, las calificadoras y la pretensión de que el desarrollo es posible sin crecimiento. Atole con el dedo.

Notable en el manejo que caracterizó al gobierno soviético fue el maniqueísmo en la forma de resolver -o concluir a fuerzas- los asuntos públicos. En lugar de determinar qué había pasado y cómo debía responderse, de antemano se decidió quienes eran los buenos y los malos, dependiendo de su cercanía a la nomenkatura, la élite soviética, o a lo que fuera funcional para tapar el hoyo. Quienes acabaron siendo hechos responsables no fueron los que causaron la hecatombe sino quienes no eran favoritos de la jerarquía. Unos fueron despedidos, otros premiados, algunos encarcelados, pero esas decisiones fueron previas a cualquier juicio. Lo que definió el resultado fue la cercanía al poder. Hoy es patente cómo el presidente decide salvar a sus amigos y sus empresas y denostar o atacar a los enemigos, independientemente de consideraciones como la tan mentada austeridad o, especialmente, la verdad.

El gran ausente, en la otrora Unión Soviética y en el México de hoy, es la ciudadanía. Cero respeto a sus preferencias, preocupaciones o legítimos reclamos. No sólo falta de respeto, sino un categórico desprecio, incluso cuando se trata de situaciones en que hay afectados que no la deben ni la temen, como los irradiados de Chernobyl o los quemados de Tlahuelilpan. La manifestación feminista es el mejor ejemplo de una sociedad que exige sin desacreditar pero que en lugar de aplausos recibe una total descalificación. Como en los viejos tiempos.

Afortunadamente, México no padece los terribles males que pusieron a Chernobyl en el mapa, pero la forma de actuar, reaccionar y ver el mundo de la administración y del establishment en general no es muy distinta a la del gobierno de aquel país de entonces. Un cambio de régimen debiera implicar una democracia real, para todos, no solo para los cuates, pues eso no sería muy distinto a lo de siempre.

*Adam Higginbotham, Simon & Schuster

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Luis Rubio

03 Nov. 2019

Gobierno ¿para qué?

Luis Rubio

Las cosas no le están saliendo bien al gobierno y ya ni la retórica mañanera, cada vez más cáustica, lo puede ocultar. La situación económica se deteriora de manera sistemática y no hay razón alguna para esperar que ésta mejore en las condiciones actuales; los sucesos de Culiacán muestran no sólo una situación trágica, sino un retroceso sobre ya niveles exacerbados, por no decir incontenibles, de violencia. La corrupción no disminuye porque no se atacan sus causas, a la vez que se encumbra a quienes, a pesar de su flagrante corrupción, son cercanos al gobierno. A pesar de la evidencia, el presidente sigue empecinado en un camino que, aunque todavía arroja frutos políticos, no contribuye a avanzar su propia agenda.

La realidad es contundente. La economía no crece y, en ausencia de inversión productiva, bien podría comenzar una contracción, todo ello mientras nuestro principal motor de crecimiento, las exportaciones, sigue pujante. Es decir, la causa del pobre desempeño económico es interna y se evidencia claramente por el creciente superávit comercial, producto no de un crecimiento excepcional de las exportaciones, sino por la contracción de las importaciones, especialmente las que indican crecimiento futuro: maquinaria y equipo.

No es necesario hablar mucho de seguridad cuando, en la misma semana que el gobierno anuncia, sin certificación alguna, que estamos ante un “punto de inflexión,” ocurre el momento más violento en lo que va del sexenio: una derrota brutal no sólo para el proyecto de seguridad que con tanto ahínco ha venido festinando el presidente, sino para toda la sociedad que, de golpe, se vio en el espejo de Culiacán. El presidente no quiere ver que una mala estrategia (o, más exactamente, ausencia de estrategia e inteligencia) tendrá consecuencias inexorables: ¿será otro tipo de punto de inflexión?

La corrupción sigue como siempre: cada día hay más ejemplos de que los morenistas, como antes los panistas, tan pronto llegan al gobierno se comportan como sus predecesores y acaban siendo indistinguibles. Este es el pan de todos los días a nivel local. A nivel federal, la manera en que se conducen los programas sociales sin reglas de operación; las asignaciones directas de contratos, obra pública y adquisiciones sin licitación; y la permisividad con que se fomenta la ilegalidad y la informalidad en comunidades como La Ventosa, Las Margaritas y el resto del país, todo por obvias conveniencias político-electorales, son evidencia de corrupción en el corazón del proyecto gobernante.

La gran pregunta es para qué es el gobierno. Si un gobierno no cuida a la población y no crea condiciones para que la economía crezca y la población prospere, su existencia resulta irrelevante. En ambos rubros, los resultados a la fecha son negativos. Peor cuando uno observa a qué se ha dedicado el gobierno en su primer año, periodo en que el presidente ha tenido toda la latitud para construir el andamiaje que arroje beneficios para el resto de su periodo: más que a avanzar proyectos de inversión con gran efecto multiplicador y a desarrollar las estructuras políticas y legales para resolver los problemas de seguridad, o a eliminar las causas de la corrupción, ha dedicado todo su empeño a atemorizar a los actores que son clave para mantener la paz social y acelerar la inversión y ha construido un elefante blanco en la forma de la Guardia Nacional que, como se evidenció en Culiacán, no está apertrechada de la visión y condiciones para lograr su cometido.

Tenemos un gobierno guiado más por odios y resentimientos que por una disposición a leer la realidad que vive el país y el orbe. Anclado en el mundo idílico de los sesenta que, por más que intente, jamás podrá recrear, el gobierno ha desperdiciado meses cruciales en una agenda que no va a repercutir en mejores condiciones para el desarrollo del país ni va a resolver los asuntos que, al menos retóricamente, son la esencia de su agenda -corrupción, crecimiento, pobreza e inequidad- y que, coincido, son los temas centrales de México. El problema es que para avanzar efectivamente una agenda se requiere la disposición a realizar un diagnóstico integral y desapasionado de las circunstancias. Pero este gobierno es todo menos desapasionado y no tiene la menor disposición a ver el conjunto: sus imperativos político-ideológicos lo ciegan.

Robert Hanlon, que escribió sobre la famosa ley de Murphy, dice que “nunca le atribuyas a la perversidad lo que se puede explicar por la incompetencia.” Me pregunto si lo que hemos vivido en este último año no demuestra lo contrario: es fácil atribuirle a la incompetencia lo que es producto de la perversidad. El proyecto gubernamental parte de una serie de premisas que han probado ser erradas en sus propios términos. Si a eso le adicionamos las agendas encontradas de los diversos contingentes del partido gobernante, el resultado es una estrategia incompatible con el progreso del país.

No se si es incompetencia o perversidad, pero de lo que estoy seguro es que hay una profunda ignorancia e indisposición a aprender y a reconocer cuando las cosas salen mal. No es difícil entender por qué estamos en un hoyo; lo que es incomprensible es que el gobierno siga cavando.

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27 Oct. 2019

México vs. España et al.

Luis Rubio

México llevó a cabo innumerables reformas -tanto económicas como políticas- a lo largo de las últimas cuatro décadas y, sin embargo, los resultados fueron insuficientes o, al menos, muy desiguales. Algunos sectores y regiones del país crecieron y se beneficiaron, otros se estancaron y no han podido salir de su letargo. Pero incluso en donde los avances han sido notables, otros factores, como la inseguridad y el desempeño educativo, impidieron mejores resultados. En esto México contrasta notablemente con otras naciones que emprendieron una ruta reformadora en las mismas décadas pero que, con todos sus avatares, lograron mayores beneficios. La pregunta es por qué.

Cada país tiene sus características, historia, cultura y condiciones particulares. Algunos viven en un contexto geopolítico que les impone urgencia y reduce latitud en lo que pueden hacer, como podría pensarse de Taiwán, nación sobre la cual pende una enorme presión por parte del dragón asiático y le lleva a subordinar intereses pequeños sobre su viabilidad más fundamental. Otras naciones experimentaron rompimientos bruscos con su pasado debido, por ejemplo, al fin de una dictadura, como fue el caso de España, Chile y Corea, lo que, por un lado, abrió la oportunidad de transformarse, a la vez que generó una gran presión social para lograrlo. En Colombia, la recuperación de la nación como entidad viable luego de la era de las mafias del narco -proceso que llevó décadas- obligó a la transformación general de su país.

El común denominador de todas esas naciones es que rompieron con el pasado. Algunas lo hicieron por la existencia de un gran liderazgo, otras porque las circunstancias así lo provocaron o porque la sociedad no permitió que se dieran desviaciones y tuvo la fortaleza para lograrlo. Algunas encontraron anclas que les obligaron a seguir un camino, como fue el caso de España y Portugal frente al imán que representaba la entonces Comunidad Europea. Todas, sin embargo, han procurado una transformación integral, todo ello dentro de las naturales y lógicas restricciones que toda nación enfrenta y que recuerda la famosa frase de Otto Von Bismark de que las leyes y las salchichas siguen un proceso similar de manufactura y lo que sale no es lo más perfecto, sino lo posible.

México ha sido un gran reformador en unos ámbitos y muy pobre en otros. La razón es doble y explica parte de la razón por la cual el electorado actuó como lo hizo en 2018. Para comenzar, el país no ha experimentado un cambio de régimen desde que inició el gobierno postrevolucionario en la década de los veinte del siglo pasado. Aunque por supuesto ha habido toda clase de cambios y alteraciones en la forma de gobernar -y sobre todo elegir- a los gobernantes, la esencia del régimen sigue siendo la misma. Los dos gobiernos panistas no llevaron a cabo modificaciones sustantivas a esa estructura y el gobierno actual va corriendo a la revitalización del viejo sistema centralista y unipersonal.

En ese contexto, es claro que las reformas que México emprendió -muchas de ellas sumamente ambiciosas y trascendentes- ocurrieron en un contexto muy distinto al de las naciones que mencioné en los párrafos anteriores y otras similares. En México las reformas fueron promovidas por el propio régimen y su vector principal era el de transformar la actividad económica para recuperar elevadas tasas de crecimiento y los beneficios que de ello se derivaran. Pero el objetivo del régimen no era, no podía ser, su desmantelamiento, como sí ocurrió en países en que hubo una ruptura real y definitiva, esencialmente por el fin de una dictadura.

Adolfo Suárez, y luego Felipe González, rompieron con el régimen franquista y se abocaron a construir uno nuevo, democrático y representativo, con una economía moderna. Su objetivo era una reforma integral tanto económica como política y, aunque en el transcurso del tiempo experimentaron crisis y retrocesos de diversa índole, su brújula era clara y persistieron en el camino, como ocurrió en las otras naciones reformadoras.

En México, el objetivo era reactivar la economía, pero siempre sin afectar los intereses nodales cercanos al régimen. Esto produjo situaciones peculiares que distinguieron al proceso respecto a otras latitudes: por ejemplo, las privatizaciones se concibieron como medio para generarle ingresos al gobierno, no como un vehículo para provocar crecimientos súbitos de productividad a la economía. De la misma forma, se liberalizaron algunos sectores -sobre todo la industria- pero se preservó la protección para los servicios (bancos, seguros, comunicaciones), provocando ardua competencia para los industriales mexicanos, sin servicios competitivos que los asistieran. En algunos casos, notablemente en el sur del país, el gobierno no sólo toleró (y más ahora), sino que ha protegido a sindicatos perniciosos como la CNTE, cerrándole la puerta tanto al desarrollo de los educandos que requieren otro tipo de educación para salir avante en este mundo hiper competitivo, a la vez que acendró impedimentos para la instalación de nuevas inversiones, altamente productivas, en la región.

A nadie debería sorprender el atraso que persiste, la desigualdad regional o el resultado electoral.

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Luis Rubio

20 Oct. 2019

Paso a paso…

Luis Rubio

La excusa es la corrupción; la realidad es el control total. Paso a paso, el presidente consolida su posición, doblega al Congreso y, ahora, a la Suprema Corte de Justicia, a la vez que amedrenta a los distintos sectores relevantes de la sociedad. El mensaje es claro: aquí yo mando.

La estrategia es transparente y avanza a marcha forzada. No hay semana en que no haya un nuevo elemento en la construcción del proyecto, ni iniciativa que no avance de manera implacable, al menos en la Cámara de Diputados. Algunos elementos del andamiaje podrían parecer excesivos o innecesarios, pero el mandato es claro: TODO. Sin excepción.

El camino establecido hasta este momento sugiere que hay dos componentes centrales del proyecto de control: primero, neutralizar cualquier fuente de contrapeso, sea eliminándola, saturándola de empleados del presidente o matándola por inanición. Y, segundo, manteniendo y nutriendo el apoyo popular a través de la exhibición constante de casos de (supuesta) corrupción, encarcelados cada vez más prominentes y todo el circo que las mañaneras posibilitan. La cuidadosa selección de candidatos a la picota sirve a los dos objetivos: doblega a las instituciones y aterroriza a vastos sectores de políticos, empresarios y líderes sindicales.

No es una estrategia nueva. Exactamente lo mismo se hizo a finales de los ochenta, pero con el objetivo opuesto: Carlos Salinas encarceló a líderes políticos, sindicales y empresariales para consolidar su poder y hacer posible el lanzamiento de una serie de reformas con las que se proponía transformar al país y encarrilarlo hacia el siglo XXI. AMLO sigue la misma receta pero para echar hacia atrás las reformas, someter a vastos sectores de la sociedad (en sus palabras “subordinar las decisiones económicas a las políticas”) y retornar a una era en que, en su imaginación, el país vivía bien, tranquilo, con crecimiento y con estabilidad.

El problema es que el mundo y México han cambiado tanto en estas décadas que es imposible recrear aquel sueño que anima al gobierno en la actualidad. Peor, como en los ochenta, la detención de una serie de personas simbólicas no resuelve el problema de la corrupción porque no ataca sus causas. Esto se complica todavía más cuando algunos corruptos acaban siendo “buenos” porque el presidente los purificó, mientras que otros serán siempre “malos” porque no son cercanos al presidente o porque, por su actividad previa, son vistos por el presidente como enemigos.

Los circos llegan por una temporada y luego se van porque la gente se asombra al principio, pero luego se harta. Lo mismo ocurre con los circos políticos: tarde o temprano se agotan porque no contribuyen a que mejore la vida diaria.

La gran falacia del proyecto de control que diligentemente construye el presidente es que no conduce más que a la parálisis de la vida política y económica. Sin crecimiento económico es imposible disminuir la pobreza o reducir la desigualdad regional, y sin atacar las causas de la corrupción, ésta cambia de forma o de lugar pero nunca desaparece lo que, inexorablemente, dañará la credibilidad del gobierno que se comprometió a combatirla.

El caso de la revocación de mandato que se aprobó en comisiones esta semana es elocuente: con este instrumento cambiará la dinámica de la política mexicana porque llevará a que el presidente y los gobernadores estén permanentemente en campaña: en lugar de darles espacio para desarrollar sus programas sin la presión de una elección, estarán siempre en el circo cotidiano, minando el desarrollo de largo plazo del país. Es obvio porqué quiere el presidente esta pieza de legislación, pues quiere estar en la boleta en 2021 o seguir adelante. Lo que no es tan obvio es que, en ausencia de una mejoría económica sustancial, las cosas para entonces sean vistas favorablemente por la ciudadanía como para que lo premie con un voto. Como dice el dicho, uno debe ser cauteloso con lo que desea porque puede salirle el tiro por la culata.

La gran diferencia entre los ochenta y esta era radica en que los gobiernos de todo el mundo efectivamente perdieron capacidad de controlar las decisiones económicas de las que depende el crecimiento. Esto no es bueno ni malo, sino la simple realidad del siglo XXI y la razón por la cual todos los países del mundo compiten por atraer la inversión. Todos los proyectos que han dejado de venir a México por la falta de certidumbre que emana del gobierno se dirigen a otras partes, a países que en lugar de negar la evolución del orbe, compiten por aprovecharla para que sus poblaciones prosperen. La pregunta es si el gobierno tendrá la disposición de aceptar esta circunstancia.

Los nuevos personeros privados del gobierno podrán pensar que atemperan el ánimo del presidente o moderan su agenda, pero la realidad es que no hacen más que representarlo y convertirse en parte integral de la estrategia y, por lo tanto, de lo que venga en la economía. Hay salidas, pero éstas requieren certidumbre para los inversionistas, lo que es incompatible con la centralización a ultranza del poder. Así de simple.

A pesar de ello, el mensaje es claro y se repite cada mañana y sólo quien se auto engaña puede ignorarlo: las reglas del juego ya cambiaron y se medirán por sus resultados.

 

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13 Oct. 2019

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Las tensiones

Luis Rubio

Según cuenta Heródoto, Jerjes el Grande, rey persa, concibió la invasión de Grecia como un comandante que creía que podía hacer lo que quisiera simplemente porque era, pues, el rey. Ignoró a los asesores que le advertían de los peligros que se avecinaban y despidió a quien se oponía a sus planes. Seguro de su visión, procedió a toda marcha, sólo para ser derrotado no por una fuerza superior, sino por la simple realidad.

El presidente López Obrador tiene certeza de su proyecto, pero comienza a enfrentar las contradicciones tanto de su propia visión como las que emanan de la compleja, contradictoria y enardecida coalición que armó para ganar la presidencia.

Las contradicciones se pueden apreciar en la forma en que han evolucionado las famosas mañaneras y en lo que no han cambiado mucho. Las decisiones que emanan del gobierno o, debiera decir, de alguna parte del gobierno, chocan con los votos que surgen del poder legislativo y los pleitos entre las facciones dentro de Morena son con frecuencia mucho más profundos y pronunciados que los que caracterizan a otros segmentos de la sociedad. El conjunto explica lo que avanza y lo que retrocede en nuestra realidad cotidiana.

En sus mañaneras, el presidente ha procurado eliminar algunos calificativos -como conservadores y fifis- de su retórica diaria, al menos en lo que concierne al empresariado. Por otro lado, su gobierno ofreció una disculpa a miembros de la guerrilla que azotó al país en los setenta, ignorando a quienes fueron secuestrados y asesinados por los mismos guerrilleros; el mismo día, el presidente embistió contra los promotores de los amparos relativos al aeropuerto de Santa Lucía, tratándolos como traidores a la patria, a pesar de que su único crimen ha sido emplear instrumentos legales absolutamente legítimos para disputar una decisión administrativa. Cuando el cambio de lenguaje o las descalificaciones se limitan a un grupo de la sociedad, excluyendo a otros, uno no puede más que suponer que la nueva tónica es meramente táctica.

Las tensiones y contradicciones nacieron con el gobierno: antes de la elección, el presidente ofreció repensar su oposición al nuevo aeropuerto de Texcoco, sólo para cancelarlo a la primera oportunidad. El plan nacional de desarrollo ilustró, mejor que ninguna otra cosa, los absurdos de una administración donde ni siquiera se pueden poner de acuerdo en el contenido de un documento que, para todo fin práctico, es mera retórica. Pero, más allá del discurso, las decisiones que emanan del congreso hablan recio y pintan un panorama que trasciende la alocución: lo que el ejecutivo y el congreso están construyendo es el andamiaje de un sistema de control autoritario con el que ni siquiera los más denostados presidentes del viejo sistema pudieron haber soñado.

¿Cómo, en este contexto, pretender atraer la inversión que el propio presidente ha declarado en múltiples ocasiones ser clave para el alcance de su proyecto? En los últimos meses, AMLO se ha salido de su camino para acercar a los empresarios grandes más emblemáticos del país: los invitó a Informe, ha asistido a comidas o cenas en sus casas y ha hecho gala de que los puede hacer levantarse antes de que amanezca para estar presentes en su mañanera. Muchos han interpretado esto como pragmatismo, pero también es posible que se trate del mismo mensaje que quiso mandar el día -y en la manera- en que anunció el fin del aeropuerto de Texcoco: con un libro intitulado ¿Quién manda aquí? ¿Será pragmatismo o el consumado ejercicio del poder?

Las tensiones dentro del contingente morenista no son pequeñas ni irrelevantes. Ahí hay de todo, tanto en el sentido ideológico como político: perredistas y priistas, panistas y empresarios, guerrilleros y activistas, invasores de predios y sindicalistas, gente experimentada en el arte de gobernar y otros dedicados a cambiar por la vía revolucionaria. Quizá el mayor punto de ruptura radica en la línea que separa a quienes, por su experiencia previa, entienden que hay límites a lo que es posible hacer y quienes quieren proseguir en sus agendas a cualquier precio.

Por sobre todo, uno de los comunes denominadores es un profundo resentimiento con todo: con el pasado, con los empresarios, con los americanos, con las libertades que caracterizan al país en la actualidad, con las instituciones, con quienes piensan de otra manera (también aplicable al interior de Morena), con la corrupción de otros, con cualquier cosa que huela a independencia o autonomía, con la libertad de prensa y con cualquier tipo de oposición, sea ésta partidista, judicial o activista. El hilo conductor es profundamente autoritario y vengativo.

Hace unas semanas estuvieron en México muchos de los premios Nobel de la paz. Dos de ellos destacan por la forma en que contrastan con el gobierno de AMLO: Frederik de Klerk fue el presidente de Sudáfrica que desmanteló al régimen de Apartheid que lo parió porque entendió que el mundo había cambiado. Lo mismo caracterizó a Juan Manuel Santos, expresidente de Colombia, quien hizo la paz con las FARC. Ambos abrieron, conciliaron y promovieron una reconciliación general para construir un mejor futuro. Lo opuesto a venganza, autoritarismo y resentimiento. Mucho que aprenderles.

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Luis Rubio

06 Oct. 2019