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Estertores

Luis Rubio

La batalla por el INE tiene dos explicaciones muy simples. Primero, a estas alturas resulta evidente que no hay garantía de continuidad de la 4T o, en el mejor de los casos, del partido en el gobierno. El desgaste natural y la ausencia de resultados orillan al presidente a buscar medios para evitar una potencial catástrofe para su proyecto político. La otra explicación, más benigna para el régimen, es que le falta amarrar un cabo suelto clave para preservarse en el poder: el brazo electoral. Como supuestamente dijo Stalin, “la gente que vota no decide nada; la gente que cuenta los votos es quien decide todo.” Controlar el proceso de votación se convierte en un imperativo categórico: la única forma de preservar el poder es anulando el derecho de la ciudadanía a decidir, como en los buenos viejos tiempos.

El sistema electoral es un estorbo para el proyecto fallido. Este silogismo hace evidente que el problema no radica en el Instituto Nacional Electoral y su contraparte en el Tribunal, sino en la pretensión de recrear un mundo que desapareció hace medio siglo y que no es recreable o repetible. La mera pretensión de imponerle una visión omnímoda del país y del mundo a 130 millones de ciudadanos, prácticamente el doble de la población en los setenta, es imposible tanto porque es inasequible como porque ignora -o rechaza de manera consciente- la diversidad y dispersión que caracteriza al país y que ya no tiene vuelta. Pretender recrear una época que ya fue superada por el tiempo y por la cambiante realidad no es más que un espejismo y, a final de cuentas, una fantasía. Una población que ya se acostumbró al ejercicio de su vida sin la presencia omnipresente del gobierno ya no se puede volver a someter.

Desde luego, no toda la población goza de libertades plenas. La falta de acceso a la economía moderna, a la justicia o a la seguridad personal y patrimonial, por citar tres ejemplos obvios, limita la capacidad de desarrollo de las personas y, en general, del país. Ahí es donde la falta de un gobierno competente y claro de propósito se manifiesta de manera aguda y determinante. También ahí es donde el presidente López Obrador, sin compromisos con el statu quo ante, tenía la enorme oportunidad de cambiar las reglas del juego para hacer posible un gobierno susceptible de crear condiciones para que toda la población, especialmente la más pobre, rezagada y la que menos oportunidades ha tenido, rompiera con esa barrera aparentemente abstracta, pero absolutamente real.

En lugar de hacer una diferencia para la construcción de un país más equitativo y exitoso, el proyecto de la 4T no ha sido otra cosa que un intento vano por controlarlo todo y reconstruir la vieja presidencia, esa que empobreció al país en los setenta. El gobierno consiste en una retórica permanente -las mañaneras- que son sumamente exitosas en comunicar al presidente con su base social y explotar resentimientos históricos, pero sin dejar nada a cambio. La popularidad, como toda emoción, es volátil y se disipa con la mayor facilidad. Por más que el presidente explote y se vanaglorie de su elevada calificación, debería observar a sus predecesores de los noventa para acá: no hay nada más efímero que la popularidad. Peor cuando la distancia entre la evaluación del gobierno es tan distante de la del presidente: una fiel representación de un gobierno que habla pero no gobierna.

El quinto año de todo sexenio es siempre el crucial porque ahí se patentizan los resultados de los cuatro anteriores, manifestándose vívidamente los éxitos y las carencias: es ahí donde se suman los resultados de la gestión. Nunca, en las décadas que me ha tocado observar a un gobierno tras otro, he visto menores inversiones en el futuro que en el gobierno actual. Algunos de esos gobiernos fueron cautos, otros ambiciosos; unos competentes, otros ineptos; pero lo que unía a todos era su común propósito por mejorar el futuro. El presidente López Obrador no ha hecho sino invertir en el pasado -una refinería, un aeropuerto pueblerino- sin que mediara evaluación alguna: con su visión bastaba.

Y esa visión no es ni siquiera desarrollista en el sentido que se empleaba en la era de la que él se precia tanto, el desarrollo estabilizador, que le dio al país un par de décadas de elevadas tasas de crecimiento. Al revés: el propósito manifiesto es el de empobrecer a la población, eliminar las fuentes principales de crecimiento económico y consolidar una presidencia omnipotente.

El embate contra el INE y contra el TMEC (en la forma de un rechazo a resolver el diferendo con nuestros socios, dejando abierta la posibilidad de cancelar nuestra membresía) se inscribe en esta estrategia. Puede tratarse de un proyecto consciente o inconsciente, pero la evidencia de la intención es por demás amplia.

Los estertores de un gobierno que comienza a languidecer, pero que se rehúsa a aceptar el veredicto de la ciudadanía. Mejor decidir por ésta; mejor imponerle una sucesión que respetar sus deseos, preocupaciones o preferencias. Como dijera Yogi Berra, “uno tiene que ser muy cuidadoso porque si no sabes a dónde vas, podrías no llegar ahí.” El país corre el riesgo de perderse en esta senda de buenas intenciones que, con frecuencia, acaban en el infierno.

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 REFORMA

06 Nov. 2022

Ilusiones

Luis Rubio

En julio de 1914, un mes antes de que estallara la primera guerra mundial, ninguno de los protagonistas en la que sería una cruenta conflagración tenía idea de lo que venía o, como escribe Christopher Clark, caminaban como sonámbulos hacia el precipicio. Leyendo esa y otras narrativas sobre el inicio de aquel sanguinario conflicto es imposible no pensar en la manera en que el presidente va configurando sus piezas hacia la sucesión de 2024 como si el país viviera un momento glorioso en el que todo es miel sobre hojuelas. En las semanas recientes organizó el congreso de Morena para encumbrar a su candidata y excluir a todos los demás aspirantes, ha intentado dividir -destruir es una palabra más precisa- a toda la oposición, y se apresta a garantizar sus deseos a través de la beatitud inherente a su creciente cesión de poder hacia el ejército mexicano.

La “gran guerra,” como se conoce a la primera guerra mundial, fue violenta, horrífica para quienes vivieron largos tiempos (o murieron) en las trincheras, sometidos por armamentos hasta entonces desconocidos como las ametralladoras y, eventualmente, los tanques, que podían acribillar a todo un regimiento en cuestión de minutos. Los medios, dice Paul Fussell,* son siempre “melodramáticamente desproporcionados” a los fines que se persiguen. Así parece ser el lance del presidente en este proceso.

Morena ha venido ganando terreno, parte por el desencanto que caracteriza al electorado desde al menos 1997 en que, de manera casi sistemática, ha votado en contra del partido que ostenta el cargo respectivo. Poco a poco, con la enorme ayuda (en muchos casos de manera ilegal) del presidente, los candidatos de su partido han ganado gubernaturas, desplazando a los partidos tradicionales, hoy medio perdidos en la oposición. El proyecto es clarividente: control, destrucción del enemigo (esa es la caracterización correcta en esta era) y sometimiento integral.

El problema es el proyecto. Una narrativa esperanzadora que polariza y alienta el resentimiento es útil para el control, pero tarde o temprano comienza a hacer agua. Ahora que el presidente ha entrado en la etapa declinante del sexenio, su proyecto es, y crecientemente será, cada vez más vacuo e irrelevante. Así lo muestran las mañaneras, que van perdiendo el filo que tanto impactaba al inicio. El presidente narra el acontecer nacional como si él fuese un mero espectador y no el protagonista. Eso le permite inventar culpables, asignar culpas y adjudicar responsables, pero el mexicano está demasiado curtido como para ceder su desarrollo personal y familiar a cambio de una ficción cada vez más distante de la realidad cotidiana.

Nuestro sistema de partidos políticos es demasiado inflexible como para favorecer el realineamiento que reclama la realidad, lo que ha llevado a alianzas poco santas entre partidos disímbolos. En sistemas políticos como el francés o el brasileño, los viejos partidos se habrían disuelto y nuevas formaciones políticas competirían por el voto. La ductilidad de aquellos sistemas favorece la rápida adaptación de las cambiantes realidades, desplazando a personas y partidos que dejan de tener razón de ser. En México situaciones similares generan oportunidades para los ataques políticos y la paralización de la política. Hoy no es claro dónde quedará la oposición en el próximo ciclo electoral, decimado como está el PRI y carente de liderazgo el PAN. Con todo y a pesar de ello, esas dos entelequias ganaron nueve de las principales diez entidades en las elecciones intermedias de 2021. Lo que los partidos no pueden hacer lo está haciendo el electorado: como ilustró el referéndum revocatorio, un hito de soberbia pura, difícilmente votó por la permanencia la mitad de los votantes que lo encumbraron en 2018. La población no es tonta y la apuesta a la narrativa mera ilusión.

La oposición ciudadana está ahí; la pregunta es quién o qué la puede capturar para convertirla en una fuerza imparable. Hay dos elementos en esta ecuación: una es el partido o alianza de partidos, la otra el o la candidata. Al día de hoy, ninguno de esos elementos está resuelto. Quien aspire a la candidatura tendría que ser suicida para ponerse en la línea de fuego de las mañaneras en este momento, pues la capacidad destructiva de ese instrumento presidencial es implacable, razón por la cual ese elemento de la oposición tendrá que manifestarse a fines del año próximo. Por su lado, ningún candidato puede ganar si no cuenta con una estructura organizacional que le permita acercarse al ciudadano, presentar sus propuestas y promover el voto. La oposición, como está en este momento, es incapaz de organizar una elección nacional susceptible, con un grado razonable de probabilidad, de ganar, máxime cuando la contienda es con el presidente de la República y todos los instrumentos con que ésta cuenta.

Quizá la gran interrogante es si la oposición se entiende a sí misma como tal, desde el PRI hasta Movimiento Ciudadano, pasando por el PAN y el PRD. Se suma o se muere. Todos fenecen si siguen doblándose y, con ellos, México.

El reto para el presidente es que el control le baste frente a las aguas turbulentas que se avecinan desde el norte; para la oposición, toda sumada, el desafío es serlo…

*The Great War and Modern Memory

 

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REFORMA
30 Oct. 2022

Cambios

Luis Rubio

«La distancia -escribió Samuel Johnson- tiene el mismo efecto en la mente que en el ojo, y mientras nos deslizamos a lo largo de la corriente del tiempo, lo que dejamos atrás siempre disminuye, y a lo que nos acercamos aumenta en magnitud». Los tiempos cambian y las realidades también; lo que era válido antes deja de serlo porque lo único que no para es el correr del tiempo y, con ello, las expectativas: las que se cumplieron que las que se destruyeron. Usualmente más de las segundas que de las primeras.

Escribí hace algún tiempo que, sin política, los grandes cambios que había experimentado el país en el pasado medio siglo eran vulnerables porque, especialmente en el gobierno de Peña Nieto, las reformas se habían impuesto en lugar de socializarlas. En vez de ser protagonista, la población fue relegada detrás de la barrera y sin boleto de entrada. Se alteraba el marco legal sin que nuestros dilectos políticos explicaran porqué y para qué o entendieran la importancia de convencer a la ciudadanía. Sin legitimidad, las reformas de Peña acabaron siendo víctimas de la andanada morenista, cuya lógica no es el desarrollo del país, sino el control de todo: desde la economía hasta la sociedad.

Con pertinencia, Macario Schettino me escribió que el TLC norteamericano era un contraejemplo: “También se hizo sin preguntar, en alianza PRIAN, contra PRIMOR, pero para 1997 la población ya lo había aceptado.” El punto es clave y amerita una explicación más amplia porque revela la sabiduría y madurez de la ciudadanía.

No hay duda alguna que la primera ola de reformas, en los ochenta y noventa, le fue impuesta a la sociedad: desde la liberalización de las importaciones hasta las privatizaciones, el gobierno actuó bajo una racionalidad económica que tenía una gran coherencia interna, pero su fuerte no era la disposición a explicarla en los foros públicos. Aunque los tecnócratas de antes eran mucho menos arrogantes que los del sexenio pasado, su actitud era que bastaba tener razón en un sentido técnico para que la política pública se hiciera realidad. Tampoco tengo duda que, de haber buscado el apoyo popular, se habrían evitado muchos de los errores de aquel momento y, mucho más trascendente, los propios tecnócratas habrían contado con el favor popular para afectar intereses que luego estorbaron, y en muchos casos impidieron, el éxito de sus reformas.

Hay que recordar cómo cambiaron los tiempos: en los ochenta y noventa el PRI era hegemónico, no había redes sociales y el país sufría una crisis devastadora luego de la docena trágica (1970-1982). En esa época no se consultaba nada y el congreso, como en los pasados tres años, no era más que una oficialía de partes del presidente. Salinas procuró el apoyo del PAN para granjearle legitimidad a sus reformas a pesar de no requerirlo en términos técnico-legales: lo hizo porque entendía la trascendencia política de conferirle permanencia a sus reformas. Eso nunca lo entendió Peña Nieto, que vivía en tiempos de debate público sin límite y con AMLO atrás de él.

El caso del TLC es peculiar porque la ciudadanía vio en ello lo que era: una garantía de cambio de largo plazo. Salinas no navegaba a ciegas: las encuestas le decían que más de la mitad de la población tenía algún pariente directo en Estados Unidos. El TLC fue entendido como una manera de aceptar que las reglas del juego de allá serían benéficas para el país, como lo eran para sus parientes que habían emigrado. La popularidad del instrumento tiene fuertes raíces y, por lo tanto, legitimidad plena.

El gran error del gobierno anterior fue ignorar la trascendencia de socializar y lograr legitimidad para sus proyectos. Gobernar no es un acto de voluntarismo, sino de sumar voluntades. Cuando la población hace suyo un proyecto, éste se torna invulnerable, como ocurre con las instituciones electorales o el propio TLC. Una población informada y respetada entiende las vicisitudes del tiempo, en las buenas y en las malas. Sólo para ejemplificar, un gasolinazo es comprensible y comprendido por quien no es engañado todo el tiempo.

En sentido contrario, escribe Jorge Fernández Díaz que “el populismo sólo está para las buenas noticias y cualquier sacrificio le es inadmisible, puesto que vulnera la ‘felicidad del pueblo’. Esta hipocresía cobarde y mediocre, y este círculo maldito, son las grandes razones de nuestra recurrente calamidad.”

Hace medio siglo la función de un presidente era ejercer liderazgo y eso fue lo que produjo las reformas de entonces. “En tiempos de revolución de expectativas, dice David Konzevik, el presidente tiene que ser un Maestro de la Esperanza.” No hay secreto en esto: la era de la ubicuidad de la información hace mucho más difícil gobernar (en cualquier país) porque la clave es convencer y eso requiere respeto. AMLO comunica dogmas, lo que no conduce al convencimiento porque ese ni siquiera es el objetivo.

La nostalgia de López Obrador no sacará al país del hoyo. García Márquez lo dice con claridad: «Como sucede siempre, pensábamos entonces que estábamos muy lejos de ser felices, y ahora pensamos lo contrario. Es la trampa de la nostalgia, que quita de su lugar a los momentos amargos y los pinta de otro color, y los vuelve a poner donde ya no duelen.»

No hay más que hacia adelante.

 

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  REFORMA

 23 Oct. 2022 

 

Secuelas

Luis Rubio

Mucho después de lo que imaginan los promotores de “grandes” cambios, aparecen las consecuencias, producto generalmente de no reconocer que los seres humanos aprenden y responden ante los estímulos que se les presentan. G.K. Chesterton describió el fenómeno con un ejemplo: “no remuevas la barda hasta que no entiendas porqué ésta fue erigida originalmente.” Su argumento era que es imperativo comprender la razón por la cual las cosas son como son para no acabar dejándolas peor.

Muchos de los grandes cambios en la historia, los que cobran forma en el largo plazo, comienzan con decisiones mundanas y buenas intenciones. Se adoptan programas, se aprueban legislaciones y se aplaude como héroes a los gobernantes que los promueven. Todo progresa como si se tratara de avances inexorablemente destinados a conducir a la prosperidad. Mientras mayor la ambición en esos cambios, mayores los aplausos, pero también los riesgos: siempre queda la posibilidad de que la remoción de la barda, en la metáfora de Chesterton, cree secuelas que minen el futuro.

En su prisa por transformarlo todo, los promotores del progreso suelen perder de vista que lo popular no siempre es benigno y que lo que parece benigno frecuentemente viene preñado de mensajes no anticipados para el resto de la población. Esto se agudiza cuando la pretensión transformadora proviene de dogmas inamovibles que nada tienen que ver con el entorno en que se pretenden aplicar. El mexicano común y corriente lleva siglos padeciendo gobernantes altisonantes y reconoce perfectamente los riesgos implícitos, pero entiende lo limitado de sus opciones, por lo que se atiene a la transacción inmediata: beneficios por un voto o, en el caso actual, transferencias por popularidad.

El presidente se vanagloria de los grandes hitos que ha logrado o que está avanzando. Cancelar un aeropuerto sin medir las consecuencias para el desarrollo de largo plazo del país, construir proyectos de infraestructura que no son susceptibles de aportar beneficios significativos de largo plazo, legitimar la corrupción de los cercanos, eliminar organismos regulatorios clave, atacar a jueces que otorgan suspensiones por amparos o aniquilar instituciones académicas señeras. El teatro cotidiano facilita decisiones fundamentadas en encuestas amañadas, burlas y ataques, pero la población reconoce lo que son y ningún resentimiento es suficiente, en el largo plazo, como substituto de empleo, oportunidades y prosperidad.

Acciones y decisiones que entrañan consecuencias porque alteran las percepciones de la población, modifican el destino del país y cancelan sus opciones de desarrollo. Es claro que el objetivo presidencial es precisamente el de minar lo existente; pero igual de claro debería ser que no todo lo existente es malo y que, por lo tanto, ese actuar inevitablemente entraña consecuencias perniciosas: incentivos para el futuro. Y mientras mayor la pretensión del cambio, peores las secuelas.

Cuando un presidente cancela la autonomía de un organismo o impide la transparencia de sus proyectos de inversión su mensaje es evidente: en palabras de Lord Acton, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. No toda corrupción involucra dinero: la impunidad también lo es.

Intentar predeterminar el futuro, controlar las variables hacia adelante, incluyendo al presunto sucesor (o sucesora) es el truco más viejo de la política mexicana. Es raro el presidente en nuestra historia que no lo haya intentado, pero sólo Plutarco Elías Calles -el fundador- lo consiguió, en circunstancias no repetibles. El ejercicio es en buena medida fútil, pero no por eso deja de tener consecuencias. Y ese es el tema de fondo: por tres décadas, un gobierno tras otro se abocó a construir un entramado institucional para conferirle certidumbre a la población respecto al futuro, comenzando con el tratado de libre comercio. Sin duda, en el camino hubo excesos y errores y muy pocas de las instituciones resultantes gozan de plena legitimidad popular, lo que explica la facilidad con que el presidente las fue desmantelando.

Pero la consecuencia de su actuar será de enorme trascendencia, como ilustra desde ahora la inexistencia de inversión y la rapidez con que muchos procesos industriales (clave para las exportaciones) se van tornando obsoletos, especialmente debido a cambios en materia energética. Si la polarización genera confusión, el futuro acaba siendo por demás incierto, circunstancia que nunca beneficia a la continuidad del statu quo. México vivió algo similar al inicio de los ochenta y se requirió algo del tamaño del TLC para restaurar un sentido de certidumbre. La gran pregunta para el futuro es ¿qué se requerirá en esta ocasión, de qué tamaño tendrá que ser?

Un extranjero, viejo observador de la política mexicana, decía que México padecía de una carencia nodal: “tienes un estado de derecho o no lo tienes, y si no lo tienes la gente se apega al reino del poder, la corrupción -una forma de poder financiero- o al reino de la criminalidad para obtener lo que les correspondería bajo el reino de la ley.”

En lugar de avanzar hacia la legalidad, para lo cual este gobierno se encontraba excepcionalmente dotado, lo que ha hecho es promover la corrupción y la criminalidad. Obvio cuales serán las consecuencias.

 

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REFORMA
16 Oct. 2022

Después de AMLO

Luis Rubio

¿Qué queda después de un presidente disruptivo cuyo objetivo -de facto- ha sido desmantelar más que cambiar o construir? Esa es la pregunta que los mexicanos deberíamos contemplar en la medida en que inicia el tercio final del sexenio.

Las noticias de cada día no engañan: violencia, inflación, desempleo, inconstitucionalidad, avisperos, robos, muertos, extorsión, secuestrados, burlas, ataques y contraataques y toda una cauda de imposiciones, como las relacionadas al nuevo aeropuerto de la CDMX. Signos todos del deterioro que experimenta el país. En lugar de crecimiento, oportunidades posibilidades y una perspectiva susceptible de transformar al país hacia un futuro promisorio, la realidad comienza a alcanzar al país y a su gobierno.

Cierto, nada de eso ha mellado la popularidad del presidente. También, Morena gobierna dos terceras partes de los estados del país, ambos signos de un presidente que mantiene la atención y cercanía de un gran número de ciudadanos. Las mismas encuestas muestran un gobierno altamente impopular, reprobado en prácticamente todos los indicadores. La paradoja ha sido analizada múltiples veces desde muchas perspectivas y sólo el tiempo, o las elecciones por venir, arrojarán un veredicto.

Respecto a las gubernaturas ganadas por el partido en el gobierno, las encuestas muestran una oposición que confunde en lugar de inspirar certezas hacia el futuro, y una inalterada propensión del electorado por rechazar a quien está en el gobierno, independientemente de su marca. Es decir, Morena se está beneficiando de ser el partido nuevo en el panorama, lo que implica que, de persistir el sentimiento anti statu quo, sus candidatos podrían ser rechazados en la siguiente vuelta. En una palabra, la política mexicana es altamente volátil y nadie tiene garantizado el futuro.

No tengo duda alguna que, si la elección presidencial tuviera lugar el día de hoy, el presidente podría nombrar a su candidato favorito y ganar la elección, pero faltan 20 meses para la próxima elección y ese es un mundo de tiempo en política. A estas alturas del sexenio, lo que queda es cosechar lo sembrado en los pasados cuatro años y en eso el gobierno no tiene mucho que ofrecer más allá de transferencias a sus clientelas y un enorme encono en la sociedad mexicana. Igual habrá de pagar por lo que se no sembró y que, por tanto, no arrojará saldos favorables. La cosecha inevitablemente será magra en el mejor de los casos.

El asunto de las transferencias clientelares es más trascendente de lo aparente porque ha implicado una extraordinaria distorsión en las cuentas públicas y un enorme incentivo a no trabajar para quienes son beneficiarios. El presidente ha hecho todo lo imaginable para mover fondos presupuestales hacia sus clientelas favoritas, arrojando enormes déficits en los servicios públicos más elementales y creando vulnerabilidades para emergencias al vaciar los fideicomisos respectivos. Quien llegue al gobierno en 2024 se va a encontrar con un enorme problema financiero y ante severos dilemas que lo harán altamente impopular.

Hasta ahora, el gobierno ha gozado de un entorno interno y externo que, con todo y pandemia, le ha sido benigno. La población ha resistido una severa recesión, las tasas de interés se habían mantenido muy bajas y el mercado para nuestras exportaciones ha crecido mucho más rápido de lo que se anticipaba. Todo eso -sumado a las remesas, transferencias y habilidad narrativa del presidente- ha permitido que la política goce de estabilidad, favoreciendo al partido en el gobierno. Ahora comienza la etapa complicada, en el momento de declive natural del gobierno.

El presidente inició su gobierno ofreciendo un cambio de rumbo hacia menores niveles de pobreza, fin de la violencia, menor desigualdad, mayor crecimiento y menor corrupción. En todos estos campos el avance ha sido notable por su retroceso. Se puede culpar a la pandemia de algunas cosas, pero no de todas, ciertamente no de las trascendentes. La población sigue asediada por la criminalidad, la corrupción está en su apogeo y la economía es más dependiente de las exportaciones que nunca antes.

El saldo no es encomiable y todavía faltan dos largos años en un entorno internacional que podría ser extraordinariamente inhóspito y para el cual ya no hay barandales de protección. Los mecanismos y fideicomisos que existían para momentos de dificultades fueron extinguidos. Lo que queda es endeble y sujeto a una marea que podría no mantenerse tranquila.

Lo peor de todo es que el presidente prosigue en el curso que se trazó desde el inicio y no parece dispuesto a virar ni un milímetro, independientemente de las circunstancias. Los altos índices de popularidad lo animan a proseguir sin rectificar, pero esa no es un ancla fiable. Por elevada que sea, la popularidad es un indicador volátil, como ha mostrado la historia tantas veces en el pasado.

Vienen dos años de creciente incertidumbre que, en el mejor de los escenarios, dejarán un entablado frágil y endeble al próximo gobierno. Como dice el dicho, el presidente ha sembrado vientos y cosechará tempestades. Lo que resta es observar la forma que cobre ese clima tan volátil que solía acompañar al fin de los sexenios, pero que parecía rebasado. Hasta ahora.

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 REFORMA
09 Octubre 2022

 

Estadista o profeta

Luis Rubio

 Según el Eclesiastés, hay “un tiempo para destruir y un tiempo para edificar… tiempo para rasgar y tiempo para coser… tiempo de guerra y tiempo de paz.” La pregunta pertinente para México es cuáles de estos modos de proceder han caracterizado al presidente. Teniendo alternativas, ha hecho más por destruir, desunir y agredir que por edificar, coser y pacificar. Nada indica que vaya a alterar su naturaleza de aquí al fin del sexenio. ¿Estadista o profeta?

Los estadistas, dice Kissinger, comprenden que tienen que desarrollar un par de tareas esenciales: preservar la integridad de su sociedad, impulsando el cambio y el progreso, preservando la esencia; y atenuar las actitudes visionarias con cautela. Los estadistas tienden a ser conscientes de las muchas esperanzas que han fallado, las buenas intenciones que no se lograron y la terca persistencia en los asuntos humanos del egoísmo, el hambre de poder y la violencia. Por su parte, los profetas parten de imperativos: “los líderes proféticos invocan sus visiones trascendentes como prueba de su rectitud.”  Creyentes en el destino, “los líderes proféticos tienden a desconfiar del gradualismo como una concesión innecesaria al tiempo y la circunstancia; su objetivo es trascender, no administrar el statu quo.” Entre los primeros, dice Kissinger, están Ataturk, Roosevelt y Nehru; típicos de los segundos son Robespierre, Lenin y Gandhi.

¿Dónde queda México al final del sexenio? Seis años de golpeteo sistemático, destrucción irredenta y polarización como estrategia dejarán un país dividido, en pugna permanente y sin una senda natural a seguir. Peor, la situación fiscal en que el gobierno saliente dejará al país obligará al sucesor o sucesora a enfrentar una realidad inexorable: el erario habrá sido vaciado, quizá no por funcionarios corruptos (aunque también hay muchos de esos), sino por una sistemática desviación de fondos de las funciones elementales del gobierno (como salud, educación y seguridad) hacia proyectos faraónicos y, sobre todo, a las clientelas favoritas del presidente. Un erario vacío y sin futuro obligará a revisar todo, comenzando por los dogmas destructivos que fueron la esencia del gobierno actual.

Seis años de un profeta seguro de su rectitud, pero sin la menor preocupación por los problemas cotidianos que aquejan a la ciudadanía (como empleo, seguridad e ingresos) habrán dejado al país al borde de la quiebra y con pocas opciones para salir adelante. Aunque su popularidad haya podido ser elevada, ésta ha sido un reflejo de la naturaleza de la persona y del éxito mediático-narrativo de su estrategia, más no de un gobierno capaz y exitoso en atender las necesidades inmediatas del país o a construir las estructuras e instituciones que permitirían un desarrollo de largo plazo. El profeta incapaz de entender la circunstancia del país, del mundo o de la población.

Justo cuando México demandaba la presencia de un estadista con visión clara del futuro, pero con una cimbra sólida en la realidad del país y del mundo del momento, AMLO llegó con un amplio sustento popular, pero sin comprensión (o interés por) las circunstancias del momento. Convencido de la probidad de su visión, el presidente ignoró la lógica -correcta o incorrecta, pero no deshonesta- que había animado a sus predecesores, para arrasar con todo lo existente. En lugar del pretendido “nuevo” régimen, deja una nación ayuna de oportunidades y sumida en contradicciones.

Vendrá un nuevo gobierno que no tendrá mayor alternativa que comenzar a arar de cero. A unos les preocupa que persista un gobierno de Morena, a otros les asusta que venga alguien distinto, de un partido o alianza hoy en la oposición. La verdad es que, venga quien venga, los problemas que enfrentará el nuevo presidente, hombre o mujer, serán enormes. Luego de décadas de construir estructuras fiscales diseñadas para conferirle estabilidad a la economía, el presidente ha apostado a que las cosas salgan bien por sí mismas. ¿Para qué ahorrar en años de vacas gordas si, con suerte, nunca habrá años de vacas flacas? Vació los fondos y fideicomisos, aniquiló instituciones, violó toda clase de preceptos legales y regulatorios para afianzar su popularidad. La marca de un profeta, nunca un estadista.

El liderazgo, para ser sostenido y efectivo, tiene que ser más grande que la ambición personal. Los retos que enfrentan México y los mexicanos son inconmensurables y no mejoran financiando déficits de empresas como Pemex o CFE, que no son más que entelequias, ni mucho menos se resuelven con transferencias a una población desesperada y resentida que requiere instrumentos para transformarse y salir adelante, así como oportunidades para crecer y ser parte del desarrollo. Estos seis años van a haber sido un gran desperdicio no sólo por la destrucción de posibilidades, sino sobre todo por la creación de mitos que harán tanto más difícil la labor de quien venga en 2024.

Herbert Stein, un famoso economista, acuñó una ley que lleva su nombre y que describe hacia donde vamos: “si algo no puede seguir para siempre, va a parar.” El mundo de fantasía que imaginó el presidente y al que dedicó ingentes recursos, no es sostenible, por lo que no puede seguir. No importa quien venga, la tarea comenzará por picar piedra.

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Gran rezago

Luis Rubio

En su novela 2034, Ackerman y Stavridis extrapolan las tendencias actualmente prevalecientes en materia cibernética una década adelante para describir un mundo de extraordinaria complejidad donde las computadoras dejan de ser un instrumento para el procesamiento de información y facilitar la vida cotidiana de empresas y personas, para convertirse en factores dominantes de la vida cotidiana en todos los ámbitos. Aunque la novela se aboca a lo militar, el mensaje es nítido: los otrora instrumentos se transforman en factores ubicuos de la vida cotidiana, en todos sus aspectos y nadie se puede abstraer de ello. En ese mundo, sólo quien cuenta con la capacidad para emplear las computadoras, programarlas y usarlas de manera diestra puede vivir y ser exitoso.

No es necesario leer novelas de ficción para observar la manera en que avanza el mundo y lo que eso va a implicar para los habitantes del planeta. Dos cosas ocurren en la medida en que cada vez más aspectos y actividades de la vida se incorporan en el mundo de la cibernética: por un lado, se acentúa el hecho que lo que agrega valor en las cadenas productivas es la creatividad humana y la capacidad de las personas para participar en esa parte de la vida. Por otro lado, quien no tiene capacidad o posibilidad de acceder a esa parte de las cadenas queda impedido de avanzar económicamente. En una palabra, si la desigualdad que hoy se vive en México y, en general, en el mundo, es ya de por sí extrema, lo que viene va a ser mil veces peor.

Cualquier gobierno y país con el mínimo de sentido común y claridad de visión debería estar preguntándose cómo enfrentar el desafío y qué debe hacerse para sesgar su probabilidad de éxito. El factor clave que caracteriza al mundo del conocimiento, del cual la cibernética es un componente medular, es que el éxito de las personas radica en su capacidad para agregar valor y éste ya no tiene nada que ver con las líneas tradicionales de producción en una fábrica, sino con la capacidad creativa de las personas. Esta no es una afirmación ideológica como pretende la nueva política educativa del gobierno.

Ese mundo requiere habilidades que sólo se desarrollan a través de una educación que privilegia las matemáticas, la ciencia y el lenguaje y que premia al mérito como medio para lograr una población con todas las capacidades que demanda la nueva realidad a la que la humanidad se acerca minuto a minuto. No es casualidad que las naciones -esencialmente asiáticas, pero también algunas europeas- que priorizan la educación son quienes van a la vanguardia del mundo de la cibernética. La gran pregunta es dónde está México en esa carrera y si será posible ser parte exitosa del mundo que comienza a conformarse.

La educación se ha convertido en palanca transformadora en todo el ámbito asiático porque, al conferir habilidades en los educandos, contribuye decisivamente a romper con las fuentes de desigualdad de origen que hoy plagan a nuestro país. En México, dado el sistema educativo existente -el anterior y el nuevo- y su misión central de preservar el statu quo, es decir, evitar que de ahí surjan personas con capacidades para ser exitosas en la vida, queda garantizada la desigualdad a la vez que se impide el desarrollo cabal del país.

La desigualdad no es privativa de México; lo que es impactante de México es la desidia con que se ignora la importancia de la educación, y más en la era de la información y del conocimiento. En contraste con esas naciones asiáticas, nuestro sistema educativo está diseñado para impedir el progreso de las personas tanto por la forma en que se educa como por la ausencia de comprensión de la forma en que la economía del mundo ha venido evolucionando. En los países exitosos, un niño que no viene de casas que de entrada le otorgan ventajas por el sólo hecho de contar con ambientes e implementos de la modernidad, encuentra en la educación un medio para alcanzar logros iguales a esos niños privilegiados. Un sistema educativo orientado hacia la transformación rompe la desigualdad, promueve la movilidad social y eleva la productividad con sus consecuentes beneficios en términos de consumo, bienestar y crecimiento económico. Nadie puede decir que eso ocurre en México.

En los últimos veinte años hubo al menos dos intentos serios por transformar a la educación del país (2007 y 2017), ambos fallidos por el poderío del sindicato magisterial y la preferencia de gobiernos tanto del PAN como del PRI por las ventajas electorales que ese sindicato les aportaba. El resultado es una economía improductiva que se remite a tiempo antes de que viniera el gobierno actual. Destructivo, el gobierno no sólo conscientemente ignora la evolución del mundo, sino que considera que convertir a la educación en fuente de adoctrinamiento le permitirá regresar a un pasado idílico y reducir la desigualdad.

Hace casi 250 años, en otra era del mundo, Benjamín Franklin afirmó que “una inversión en conocimiento paga los mayores dividendos.” Su clarividencia es asombrosa, pero el mensaje es trascendente. Sólo un proyecto político que privilegia el control y la subordinación de la población podría ignorarlo ahora que la evidencia de su importancia es inexorable.

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(In)seguridad

Luis Rubio

El desafío decisivo para las grandes potencias, dice el historiador John Lewis Gaddis, es perfeccionar la “alineación de aspiraciones potencialmente infinitas con capacidades necesariamente limitadas.” Todos los gobiernos del mundo enfrentan complejos desafíos en materia de seguridad. Lamentablemente, en México ni siquiera estamos en la fase de “alinear aspiraciones con capacidades” como sugiere Gaddis. En México la seguridad no es una prioridad ni ha existido la menor intención de construir un sistema de justicia idóneo y compatible con las circunstancias y necesidades del país.

El meollo de películas y series televisivas como Presunto culpable y, más recientemente, El caso Cassez-Vallarta, constituye una verdadera y documentada inculpación de todo el aparato de seguridad y justicia del país. Lo que ahí se describe es un sistema de procuración de justicia politizado y sin estructuras idóneas para su (supuesta) misión: se acusa pero no se investiga; se violan los derechos de la víctimas y de los victimarios; se usan métodos ilegales e incivilizados, como la tortura, para extraer confesiones; y los jueces tienden a seguir la orientación de los ministerios públicos (que no investigan). A nadie le importan las víctimas, en tanto que los inculpados, sean culpables o no, pueden pasar décadas sin ser sentenciados o puestos en libertad. En una palabra, la justicia es absolutamente inexistente.

Lo mismo ocurre en materia de seguridad: las policías, con mínimas excepciones, no son profesionales ni han sido formadas para velar por la seguridad de la población. Mucho más importante, la visión que ha imperado es heredera directa del viejo sistema político autoritario del siglo XX y que nunca se reformó. En lugar de reformar (o, realmente, crear) un sistema de seguridad, se recurrió al único activo en manos del Estado mexicano, el ejército, para tapar el sol con un dedo, eso desde hace más de medio siglo.

El punto es muy simple: el sistema político se fue institucionalizando a lo largo del siglo XX, pero nunca desarrolló pesos y contrapesos o instituciones calificadas para hacer posible una gobernanza eficaz. No se hizo por dos razones: la más obvia, porque el verdadero objetivo era el control centralizado del poder desde la presidencia. En el asunto de seguridad y justicia, lo que mantenía al país en relativa calma era el enorme poder del gobierno federal y sus tentáculos a través del PRI y de fuerzas de control como la Dirección Federal de Seguridad, cuyo objetivo era mantener el control, no el desarrollo de una sociedad estable, segura y próspera.

El país fue creciendo, la sociedad se fue diversificando, la economía se liberalizaba y el sistema político se democratizaba, pero la seguridad y la justicia quedaron rezagadas, junto con (casi) todo el aparato del Estado. A partir de los noventa, hubo algunos proyectos de reforma del aparato de seguridad, pero nunca llegaron a cuajar, en parte porque no eran prioridad y, quizá más al punto, porque la competencia política y, eventualmente, la alternancia de partidos en la presidencia, impidió que los círculos políticos comprendieran el contexto cambiante en que evolucionaba la problemática de seguridad. Aunque se multiplicaban los secuestros y crecía la criminalidad, la prioridad de la sociedad mexicana -y, ciertamente, de sus gobernantes- estaba en otro lado.

Por su parte, el crimen organizado experimentaba una profunda mutación luego de que el gobierno colombiano tomara creciente control de su territorio y de sus mafias, lo que mexicanizó al negocio de las drogas, incrementando su capacidad delictiva y de violencia dentro del país. El otrora todopoderoso gobierno federal súbitamente se encontró con un poder creciente sin contar con los medios y la capacidad (o disposición) para contrarrestarlo.

En lugar de construir capacidad policiaca y judicial tanto a nivel federal como local, la política mexicana viró hacia escenarios idílicos de competencia democrática, descentralización del poder y del presupuesto, abriéndole la puerta a las organizaciones criminales sin un plan para confrontarlas. Vista en retrospectiva, la respuesta del presidente Calderón fue inadecuada, pero no por eso falta de mérito por el hecho mismo de reconocer la existencia de una amenaza existencial para el Estado mexicano. Eso fue en 2006 y nada se ha hecho desde entonces.

Las películas antes mencionadas muestran todos los vicios de nuestra realidad judicial y de seguridad. La naturaleza de las policías y ministerios públicos garantizan que los criminales queden libres, como pudo ocurrir con el caso Cassez, porque se violan todos los procedimientos establecidos en la ley, pero que nadie respeta. El llamado debido proceso, la esencia de la legalidad y del Estado de derecho, es crucial en cualquier país, pero en México es la principal arma en manos de quienes delinquen. Las víctimas de la extorsión, secuestros y homicidios tienen razón: a nadie le importan. Como dice una de las entrevistadas en el video, en México hasta la injusticia es pareja.

El presidente López Obrador tenía todo para modificar esta realidad, pero nunca tuvo esa inclinación. Ahora es imperativo que la sociedad le exija a quien pretenda gobernar en 2024 que proponga una estrategia seria y responsable al respecto.

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  REFORMA

 18 Sep. 2022 

Extremismos

 Luis Rubio

“Los grandes casos [frente a la Suprema Corte], como los casos difíciles, hacen mala ley. Porque los grandes casos se llaman grandes, no por su importancia en la formación de la ley del futuro, sino por algún accidente de interés abrumador inmediato que apela a los sentimientos y distorsiona el juicio.” Oliver Wendell Holmes* caracterizó así los asuntos que, por su alta explosividad política, acaban arrojando resultados de dudosa relevancia práctica, cuando no contraproducentes. Cuando los asuntos se convierten en pruebas de lealtad y de definición identitaria, los productos acaban siendo inevitablemente extremos, con poca probabilidad de contribuir a resolver la problemática que se pretende atender.

Esta semana vivimos dos asuntos candentes que ponen en entredicho la estabilidad y la sanidad colectiva en materia de seguridad, uno de los asuntos más trascendentes para la vida pública. Tanto la prisión preventiva oficiosa como el papel de la guardia nacional son elementos cruciales para la seguridad de la población. En ambos casos, las posturas de políticos, estudiosos, comentaristas y a cargo de los asuntos se polarizaron a tal extremo que resultó imposible desarrollar un debate responsable dentro o fuera del ámbito legislativo y de la propia Suprema Corte.

La noción misma de prisión preventiva oficiosa es despreciable porque derrota cualquier concepción básica de justicia. Una persona que es enviada a la cárcel por la mera presunción de un delito y sin la intervención de un juez es algo inaceptable en cualquier sociedad civilizada. Al mismo tiempo, es imposible, y a toda luz absurdo, ignorar el contexto en el que esa figura existe. En un país en que se cometen cientos de miles de homicidios, robos, secuestros y extorsiones cada año, delitos que quedan casi siempre impunes, es obvio que estamos lejos de vivir en un marco de civilización en el que se respetan las reglas del juego en las instituciones estatales y entre éstas y los particulares.

La prisión preventiva oficiosa se concibió para delitos violentos que ameritaban un trato especial para evitar la evasión de la justicia, como podrían ser el narcotráfico, homicidios y similares. El problema fue que se extendió esa figura a una lista interminable de potenciales delitos, con lo que dejó de ser un mecanismo para casos de alta gravedad por la violencia que entrañaban, para convertirse en un instrumento de virtual extorsión por parte de autoridades fiscales, administrativas y políticas. Pasamos de un mecanismo de uso limitado a un instrumento de abuso sin límite. Paradójicamente, eliminar de tajo el mecanismo podría implicar mayor impunidad porque ahora serán los jueces quienes tendrían que dictaminar la llamada prisión preventiva justificada, lo que los expondría a represalias e infinita corrupción. Un juez podría verse forzado a abdicar su responsabilidad para proteger a su familia o aceptar un pago a cambio de no dictar la prisión preventiva. En situación similar, Colombia recurrió a los llamados “jueces sin rostro” para evitar personalizar estas decisiones, lo que nunca funcionó.

El contexto importa porque no vivimos en Dinamarca, ni contamos con la estrategia implícita de seguridad de esa nación, sus policías, funcionarios judiciales o instituciones. Hay que estar ciego para pretender que lo que funciona allá es aplicable a la realidad mexicana sin más.

La guardia nacional, formalmente dentro o fuera del ejército, es sólo un componente, no el mayor, de lo que debería ser una estrategia de seguridad. Los militares -con mucho la mayoría de los integrantes del contingente que integra la guardia nacional- no están preparados para ser policías, no es su función, ni es solución al problema de inseguridad y violencia que afecta al país. Aunque su inclusión formal en la Secretaría de Defensa ha desatado enormes pasiones -y sensatos argumentos jurídicos- el “debate” adolece del componente nodal: la seguridad comienza desde abajo; no puede ser impuesta desde arriba por mandato presidencial, vicio que se acumula desde 2007.

La característica central de todos los países en que su población goza de plena seguridad es que las autoridades locales son las responsables de mantener el orden y preservar la paz. Es el policía de esquina de quien depende la seguridad de la población y de las autoridades del fuero común -las locales- que funcione el sistema de procuración de justicia. En México pasamos de un sistema autoritario con fuerte control central a un inmenso desorden en el que la mayoría de las autoridades estatales y municipales no se responsabiliza de nada.

En este contexto, la función de la guardia nacional debería consistir en crear condiciones de paz y estabilidad para que se desarrollen sistemas policiacos y judiciales efectivos a nivel local, proceso que llevaría años, no unos cuantos meses. Como está en la actualidad, la GN sirve para estabilizar temporalmente una localidad, estabilidad que desaparece tan pronto se muda a otro lugar del país.

Dice de la Boétie** que “los tiranos, para fortalecer su poder, se han esforzado en instruir a su pueblo no sólo en la obediencia y el servilismo hacia sí mismos, sino también en la adoración.” Mientras eso no cambie, el resto seguirá igual.

 

*Northern Securities Co. v. United States, 193 U.S. 197, 400-401 (1904). **The Politics of Obedience

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https://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?__rval=1&urlredirect=/extremismos-2022-09-11/op233740?pc=102

Divergencias

 Luis Rubio
En solidaridad con José Sarukhán

 Absurdos los hay por todas partes. Algunos abrevan de sus preferencias más que de la realidad. Así le pasaba a Kafka en Zürau, el sanatorio en que escribía sobre los ratones que pululaban en su entorno. Especulaba sobre la urgencia de atraer a un gato que lo liberaba de los ratones, pero eso creaba una nueva circunstancia: ¿quién lo libraría de los gatos? Los absurdos de Kafka son indistinguibles de los de la 4T y, sobre todo, de sus acólitos.

A los mexicanos nos gustaría vivir en el mundo perfecto, pero nadie parece dispuesto a construirlo, porque eso implicaría abandonar no sólo prebendas, sino sobre todo visiones, cuando no entelequias, de quienes hoy son la esencia del statu quo. Las narrativas cotidianas obscurecen lo obvio: la narrativa -y las preferencias, sobre todo ideológicas- sobresalen por encima de la realidad tangible y no sólo la del mexicano de a pie. El presente se percibe, por tirios y troyanos, insostenible. De ahí que sea indispensable entender dónde estamos para saber no qué es deseable, sino qué es posible.

En la ficción mañanera, los cambios emprendidos a partir de 1982 fueron producto de un celo ideológico que alteró -si no es que destruyó- el curso de la patria. Todo marchaba bien hasta que llegaron los pérfidos neoliberales al poder. La (casi) hiperinflación, la destrucción de familias y patrimonios nunca aparece en la narrativa de la 4T.

Al inicio de los setenta, el país experimentó un cambio radical en el manejo de la economía. Por dos décadas, el país había vivido un círculo virtuoso de crecimiento económico bajo férreo control político. Pero ambos habían comenzado a hacer agua. Las exportaciones de granos, clave para el financiamiento de las importaciones de insumos industriales, habían comenzado a declinar desde mediados de los sesenta. Por su parte, el movimiento estudiantil de 1968 había evidenciado los límites del autoritarismo priista.

La solución avanzada por dos héroes que animan al presidente -Echeverría y López Portillo- fue mágica: el gasto público para satisfacer a todos. El gobierno puede financiar a pobres y ricos, apoyadores y disidentes. Subsidios por doquier. Excepto que la solución no fue tal: el gobierno acabó prácticamente quebrado en 1982 y todo vestigio de civilidad y confianza había sido destruido. Aquellos presidentes fueron incapaces de comprender las fuerzas a las que estaba sujeta la economía mexicana y, en un sentido más amplio, el país en su integridad.

El mundo cambiaba de manera acelerada, pero México se enquistaba en su refugio natural. Mejor esconder la cabeza como avestruz que encarar las circunstancias que determinaban el devenir del país. Como hoy.

El proyecto de la llamada 4T está sustentado en una falacia: la noción de que los tecnócratas, los peyorativamente denominados “neoliberales,” llevaron a cabo una serie de reformas a la economía del país porque eso les dictaba su ideología o por mera corrupción. La realidad es mucho más simple: el país iba a la deriva, el gobierno estaba quebrado y la única forma de recobrar la capacidad -o posibilidad- de crecimiento económico era modificando las estructuras económicas del país.

Mientras México vivía la lujuria petrolera de los setenta -la era del hoy presidente como líder del PRI en Tabasco- el mundo se transformaba. En lugar de economías cerradas y protegidas, el planeta, en términos industriales, se globalizaba, las comunicaciones se revolucionaban y las expectativas explotaban. Poco a poco, el valor agregado se movió hacia los procesos de alto contenido intelectual -software, marcas, innovación, servicios, creatividad, distribución- por encima del trabajo manual.

Aquellos funcionarios, hoy denostados, se abocaron a transformar los fundamentos del desarrollo del país -comunicaciones, infraestructura, energía, educación, salud- a fin de afianzar una plataforma sustentable para el futuro. Evidentemente hubo errores, corruptelas y abusos, pero el objetivo era claro: acercar a México a las oportunidades de desarrollo que eran posibles, y asibles, además de inevitables, en el siglo XXI.

Al final de cuatro años de 4T nos encontramos ante el dilema de siempre: cómo lograr el desarrollo. Excepto que hoy en condiciones subóptimas para alcanzarlo. La destrucción de instituciones que ha promovido el presidente tiene consecuencias. Lo mismo es cierto de la dislocación que ha sufrido el presupuesto público: hoy todo está dirigido a promover la popularidad presidencial y nada al desarrollo del país. El próximo presidente se encontrará ante un panorama aciago, con pocas oportunidades para corregir el rumbo.

Los acólitos de la 4T juran y perjuran -e injurian- pero no tienen argumentos para contrarrestar la devastación que está ocurriendo. Hoy reina el miedo, la incertidumbre y la alienación. La popularidad, producto de una narrativa ficciosa, apunta en una dirección, pero la realidad cotidiana va en sentido contrario. Tarde o temprano la convergencia será inevitable e inexorablemente hacia abajo.

Nada está escrito sobre el 2024, excepto la quiebra fiscal, moral y política que ha enarbolado el gobierno actual. La pregunta ahora es qué o quién ofrece una salida compatible con la realidad del mundo, no con las fantasías que promueve el gobierno.

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