La cruda: Mex vs. EUA

Luis Rubio

Alicia en el país de las maravillas, la novela de Lewis Carroll, fue escrita por un profesor de lógica simbólica, lo que quizá explique el extraño comportamiento  de la protagonista en el “país de las maravillas” así como su peculiar, y frecuentemente ilógica, forma de razonar. Como observan los filósofos de la lógica, no son infrecuentes los comportamientos irracionales en el mundo real. En ese contexto me pregunto qué pasaría si Alicia visitara el mundo de las interpretaciones que hoy caracterizan a nuestra política: por qué no todas son lo lógicas que parecieran.

Un buen ejemplo de esquizofrenia es el contraste entre dos naciones: tanto en México como en EUA se habla de una gran polarización política y disfuncionalidad gubernamental. Pero las causas no son las mismas y la comparación es iluminadora.

El sistema presidencial, que nosotros adoptamos de los estadounidenses, fue diseñado para hacer difícil cualquier cambio. Su estructura fue concebida por los autores de Los Federalistas como un sistema diseñado para evitar excesos y abusos de un poder sobre otro. Este hecho ha llevado a muchos estudiosos y opinadores a concluir que el sistema parlamentario –diseñado para ser flexible y adaptarse con facilidad a los vientos cambiantes- es superior en calidad de gobierno. La realidad es que se trata de sistemas con dinámicas lógicas muy distintas. Así como Ferdinand LaSalle decía, en su famoso libro sobre las constituciones, que cada constitución refleja la realidad política concreta, cada sistema político empata a su sociedad. Los estadounidenses no construyeron una democracia sino una república porque querían evitar potenciales abusos por parte de intereses particulares o de la muchedumbre. Eso es lo que adoptamos en 1824 y de ahí para el real.

La discusión en EUA, no muy distinta a la nuestra, es por qué su sistema funcionaba antes y ahora ya no. La principal similitud reside en la polarización que caracteriza a las dos sociedades y que, aunque se manifiesta de maneras muy diferentes, tiene el efecto de paralizar la toma de decisiones legislativas.Las semejanzas parecen abrumadoras. Pero la realidad es muy diferente.

Dos fotografías explican la realidad estadounidense. Por un lado, si uno analiza las encuestas de opinión, lejos de caracterizarse por una gran polarización, la ciudadanía de aquella nación experimenta una distribución normal, como dirían los estadísticos, donde la mayoría se concentra en el centro y unos cuantos se polarizan en los extremos. Es decir, la sociedad no experimenta polarización alguna, al menos no extrema. Si no la sociedad, entonces ¿por qué tanto ruido en los medios y tanta parálisis en el congreso?

Hay dos tipos de explicaciones para el fenómeno. Por un lado, la gestión del presidente Obama ha sido muy ideológica y eso ha generado una enorme reacción. Quienes sostienen esta postura la ilustran con ejemplos como la forma en que se instrumentó el paquete de estímulo económico(que no se enfocó a áreas con gran impacto económico), o a su decisión de no aceptar las recomendaciones de la comisión Simpson-Bowles respecto al presupuesto. Según esta lógica, el movimiento del tea party, que le profirió una mayoría legislativa a los republicanos en 2010, no fue sino una reacción de la sociedad a Obama. Es decir, la polarización se debe a lo que ha hecho Obama.

La otra explicación es de carácter estructural. Según esta visión, la polarización se remite a la forma en que se asignan los distritos legislativos y que, desde los ochenta, se ha exacerbado. Cada estado es distinto pero, típicamente, son las legislaturas estatales las que definen los distritos y cada diez años, respondiendo al censo, éstos se reconstituyen. Los partidos que dominan las legislaturas se han dedicado a construir distritos electorales cada vez más partidistas, es decir, dominados por un partido. Un distrito en Georgia mide más de 69 millas de largo y en ocasiones no más de algunos metros de ancho, todo ello para asegurar que un partido se quede ahí permanentemente. Esa lógica ha propiciado un creciente extremismo tanto por parte de la derecha como de la izquierda. La mejor muestra de lo anterior se puede ver en la decisión del poderoso (y, para muchos, extremista)congresista Barney Frank, de no buscar la relección porque su distrito fue modificado (respondiendo al censo de 2010 y que entra en funcionamiento este año) y ahora ya no tiene certeza de ganar. El sistema premia el extremismo o, puesto en otros términos, la fuente de la polarización en EUA tiene que ver con la forma en que se asignan los distritos electorales y no con un cambio fundamental en la realidad de su sociedad.

La gran diferencia entre EUA y México reside en la fortaleza de sus instituciones. Aunque el congreso de ese país se polariza, los presidentes van y vienen y el sistema aguanta cualquier cosa. Los pesos y contrapesos son tan sólidos que impiden el abuso por parte de cualquier individuo. El precio que se paga por eso es que es difícil llevar a cabo cambios relevantes pero, se podría decir, ese es el objetivo último de su sistema.

En nuestro caso la situación es muy distinta. Allá el problema se podría resolver con un rediseño de las reglas que determinan la composición del congreso. En México el problema es que no existe un arreglo sobre la forma en que debe organizarse y distribuirse el poder político. Allá es un problema de estructura, de arquitectura, aquí es de esencia. Allá se corrige con una decisión legislativa, aquí se requiere una construcción institucional que resuelva el problema de inicio. Son órdenes muy distintos de magnitud.

México vive la cruda posterior a la dictadura: años de excesos sin construcción institucional. A diferencia de EUA, para salir de su atolladero México requerirá un enorme ejercicio de interacción política que sume esfuerzos y someta ambiciones a un proyecto común. En EUA todo lo que tienen que lograr es ponerse de acuerdo para algo funcional: su cruda es de una noche, la nuestra de dos siglos. Con esto no quiero sugerir que lo de allá es fácil y lo de aquí difícil: ambos son enormes desafíos. Lo relevante es que la tarea que nos aguarda a los mexicanos es la de construir los cimientos de un sistema político funcional y eso implica capacidad y disposición para sumar voluntades, abandonar maximalismos y construir una nueva realidad.

La tarea para los mexicanos es de transformación, no de continuidad ni de retrospectiva. Quien sea que pretenda algo distinto no vive en la realidad. Y lo que viene no puede ser más que violento para regresar al pasado o intenso para ver hacia el futuro. Ningunoseráagradable.

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Pasado y futuro

Luis Rubio

Parecía estar viendo el pasado y el futuro galopando sin cesar. Una visita reciente a India me hizo percatarme del contraste tan dramático entre dos realidades sociales y políticas que yacen detrás de resultados económicos contrastantes. India y México muestran que no es sólo la política económica la que determina el crecimiento: quizá tan importante sea el reconocimiento o rechazo social a la creación de riqueza.

México resolvió muchos temas esenciales de infraestructura hace muchas décadas y, sin embargo, se atoró en el camino. Los grandes programas carreteros y de electrificación comenzaron en los treinta del siglo pasado. En India son asunto de los últimos tres o cuatro lustros. Mientras que es raro el pueblo que en México no cuenta con electricidad y hasta servicio telefónico, en India hasta hace tan sólo dos décadas esa era la norma. Independientemente de la forma en que uno quiera evaluar el éxito de los programas de desarrollo,no me cabe duda alguna que en el siglo pasado hubo un intento claro por llevar la infraestructura hasta el último rincón.

En India la extrema pobreza que caracteriza a esa sociedad (que hace sólo unos años tenía un ingreso per cápita de menos del 10% del nuestro) fue producto de una fallida estrategia inspirada en el socialismo soviético. Tan pronto comenzó a liberarse de esas ataduras ideológicas al inicio de los noventa, su economía comenzó a crecer de manera sostenida y acelerada. En sólo veinte años, India logró cuadruplicar su producto per cápita.

Hoy India enfrenta el tipo de dilemas que han plagado nuestro proceso de desarrollo en los últimos años, pero se encuentra en mucho mejorescondiciones para lidiar con ellos. Aunque en todas las naciones es difícil atacar problemas esenciales como el de la pobreza, esto es infinitamente más fácil en el contexto de una economía que se expande, pues ese sólo hecho lo favorece. Pero quizá la gran diferencia entre India y México no resida en la economía misma, sino en la actitud de su gente: aun en medio de una apabullante y lacerante pobreza, su actitud es de “cómo si” y no de “por qué no se puede”.

Para una población que nunca antes conoció de oportunidades económicas, la prioridad es generar ingresos y un entorno de acelerado crecimiento produce una tras otra. Aunque no existen programas gubernamentales dedicados a atender problemas de pobreza y de informalidad, la población actúa; su incentivo es romper el círculo vicioso en que vive y sus respuestas no nos son ajenas: quien puede manda a sus hijos a la mejor escuela, no a la que le toca; lo importante es generar actividad, por lo que le buscan hasta que encuentran, actitud que ha procreado millones de pequeñas empresas en todos los ámbitos. Algunas crecen, otras desaparecen, pero la vida mejora, familia por familia.

Un profesor universitario mencionaba que el lenguaje más popular no es el inglés, sino «Windows», pues esa es la forma en que muchos ven su boleto de salida hacia el futuro. Para quienes han tenido acceso a las escuelas técnicas que proliferan por todo el país, un título de ingeniero les cambia la vida en un santiamén. India muestra cómo un marco regulatorio que propicia la actividad empresarial (por diseño o por default) puede resultar imbatible. En esto China e India son contrastantes pues han seguido modelos de desarrollo que emanan de sus muy distintas características tanto sociales como políticas.

Para un agudo observador de ese país, las comparaciones entre India y China son lógicas pero poco útiles:“se trata de dos naciones que comparten una región del mundo, pero circunstancias y características radicalmente opuestas”. Lo único que parecen tener en común es que, luego de un largo periodo de anquilosamiento, súbitamente despertaron, convirtiéndose en imponentes motores de crecimiento económico. En China todo es orden, en India desorden; ambas crecen con celeridad, pero sus fuentes de crecimiento son muy distintas: en China hay mucha inversión extranjera y grandes empresas locales, esencialmente gubernamentales; en India hay una enorme y pujante clase empresarial y un gobierno que, en las últimas décadas, se ha retraído y favorecido el desarrollo de empresarios a todos niveles. El desorden en India refleja un complejísimo sistema democrático que contrasta con el orden que emana de un gobierno autoritario en China.

Volviendo a México, me parece que la principal lección que arroja el devenir hindú de las últimas décadas es que la clave no reside en con un marco regulatorio perfecto,con todas las reformas que serían deseables o con un gobierno hiper competente, aunque todo esto mejora el potencial de éxito, sino que lo crítico es un entorno que haga posible el crecimiento. Lo que parece animar el éxito de India tiene más que ver con el entorno de libertades, un contencioso sistema político que genera rendición de cuentas y, sobre todo, una apreciación social al auge económico y al enriquecimiento de las personas. Cuando una persona identifica éxito con enriquecimiento, su incentivo para invertir, asumir riesgos y ver el futuro con optimismo acaba siendo incontenible.

En México perdimos el camino al inicio de los setenta del siglo pasado (¡hace cincuenta años!) y, por más que ha habido avances significativos, nuestras disputas no son sobre cómo gobernarnos mejor o cómo promover el crecimiento, sino cómo llegar al poder para quedarse ahí. Comparado con India, tenemos todo para ser exitosos y lo tuvimos muchas décadas antes de que ellos siquiera lo imaginaran. Esto hace pensar que la gran diferencia entre los años económicamente exitosos del siglo XX (40-70) y la actualidad tiene menos que ver con la estrategia económica específica que con la legitimidad que le otorga la sociedad a quienes son responsables de generar la riqueza.

Naciones que en estos años se han vuelto emblemáticas por su crecimiento siguen estrategias de desarrollo tan disímbolas que es imposible atribuir el éxito a un solo factor: la forma de gastar o invertir, la existencia (o ausencia) de una estrategia contra la pobreza o la naturaleza exacta de la participación del sector privado en el proceso. Todas estas cosas obviamente hacen diferencia. Pero China, India, Sudáfrica, Indonesia, Brasil y otras naciones que han crecido con celeridad no comparten estrategia económica alguna: cada una de esas naciones sigue su propia racionalidad. Cada una ha logrado tasas elevadas de crecimiento gracias a un significativo cambio político.

Hace mucho Esopo decía que «los hombres con frecuencia aplauden las imitaciones y abuchean lo que es esencial». Parece que entendía nuestros dilemas mejor que nosotros.

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Europa en México

Luis Rubio

El presupuesto, decía Schumpeter, es “el Estado desnudo de toda pretensión ideológica”. Fiel a ese principio, en México los presupuestos públicos sirven a intereses privados. Sólo un nuevo pacto fiscal federal corregiría eso.

Los presupuestos de hoy ya no son como los de antes. Hasta mediados de los noventa, el gobierno federal decidía cómo recaudar y cómo distribuir y gastar los fondos públicos. Hoy en día, la recaudación sigue siendo esencialmente federal, pero el gasto corre principalmente a cargo de los estados y municipios, creando incentivos perversos y, potencialmente, precipitando una crisis de corte europeo.

EL corazón de la crisis europea yace en un problema fundamental que Alexander Hamilton ya había anticipado hace 200 años: se puede tener una alianza entre entidades soberanas o se puede tener un gobierno que gobierna a los ciudadanos de esas entidades soberanas. Lo que no se puede tener, decía el primer secretario de finanzas de la entonces naciente unión americana, es el “monstruo de un gobierno de gobiernos”. En términos financieros este modelo implica que no existe un mecanismo interconstruido que provea los fondos para pagar las deudas en que esos gobiernos incurran.

En Europa cada país tiene su gobierno que recauda y gasta, pero la moneda es común a 17 naciones disímbolas. Cada país ha conducido sus asuntos como mejor lo entiende. Así, mientras que Alemania elevó sus niveles de productividad de manera dramática en la última década, Italia se rezagó. En un mundo de monedas independientes, Italia habría acabado devaluando su moneda para compensar esas diferencias. Sin embargo, gracias a la existencia dela moneda común, Italia no puede resolver su situación mediante una devaluación. Además, por una decisión del BIS (banco de bancos centrales), todas las deudas de los países del euro se consideraron soberanas (garantizadas por sus gobiernos) y, por lo tanto, sin riesgo. Esta decisión, más política que económica, llevó a que los bancos europeos prestaran alegremente sin construir reservas en caso de alguien no les pagara.

¿Se parece esa situación a la nuestra? Los usos y mal usos de los fondos públicos son legendarios. En México a nadie le sorprende que un gobernador utilice el dinero del erario para promover su imagen o que los fondos públicos se dispendien sin rubor. Aunque los gobernadores no pueden imprimir sus propios billetes, experiencias como la de Coahuila muestran que a través del engaño y la manipulación de la información, un gobierno estatal puede endeudarse sin límite.

El uso y distribución de los fondos públicos es por demás serio. Para comenzar, quizá una de las principales razones por las cuales el gasto público en México tiene muy poca capacidad de estimular el crecimiento económico se remite a nuestro peculiar sistema fiscal.

La federación recauda y los estados gastan. Dado el poder político que han acumulado los gobernadores en años recientes, su gasto es intocable y, para todo fin práctico, no le rinden cuentas a nadie. Desde una perspectiva económica, muchos, quizá la mayoría de sus proyectos, tienen poco impacto económico porque su lógica es frecuentemente más política y electoral que económica. Claro que construyen caminos y otros servicios, pero no necesariamente los que mayor impacto económico generan.

Sin afán de proponer volver al sistema centralizado de los 50 y 60, es importante entender las diferencias. En aquella época el secretario de Hacienda tenía enormes “bolsas” de dinero que dedicaba a proyectos de desarrollo. Con un pequeño ejército de economistas, evaluaba el costo-beneficio de cada proyecto para determinar el mayor impacto multiplicador. De esta forma, un año se dedicaban esas bolsas a la electrificación del sureste y otro a construir Cancún o la carretera a Querétaro. El punto es que el objetivo medular era lograr una elevada tasa de crecimiento económico.

La lógica de los gobernadores en la actualidad es muy distinta. Ante todo, ellos se conciben como futuros presidentes y ven al gasto como instrumento de promoción personal. En segundo lugar, aún aquellos que son más modestos en sus pretensiones personales, pocos tienen el equipo con la capacidad analítica para determinar el uso más benigno del gasto. Además, no es lo mismo la “bolsa” agregada a nivel federal que 32 presupuestos dispersos.

A todo esto hay que sumarle el “elemento europeo”: los gobernadores no recaudan, sólo gastan. Esto es muy conveniente para ellos, pero aterrador para la ciudadanía y para el crecimiento de la economía. Ese esquema le niega a la ciudadanía el derecho a increpar al gobernante: su facultad para exigirle rendición de cuentas. Al gobernador le encanta que el dinero se recaude lejos y con eso no tiene que explicarle nada a la ciudadanía local. Pero la consecuencia es un muy pobre desempeño económico.

Viendo hacia adelante, una de las principales prioridades tendrá que ser la redefinir la estructura fiscal del país. El fenómeno tiene muchas aristas y no se puede resolver una sin afectar a las otras. En la actualidad, una parte significativa del presupuesto federal se financia con fondos provenientes del petróleo, mismos que se acaban gastando en los estados sin control o planeación alguna. La ciudadanía no quiere pagar más impuestos, al menos en parte porque sabe bien cómo se gastan esos fondos.

Inevitablemente, si queremos recuperar la capacidad de crecimiento, tendremos que construir una nueva estructura fiscal que empate la recaudación con el gasto tanto a nivel federal como estatal. El gobierno federal tendrá que liberar recursos significativos a Pemex para el crecimiento de esa empresay los gobiernos estatales y municipales tendrán que recaudar a nivel local, sobre todo impuestos prediales. Cambiar las reglas del juego exigirá un enorme capital político…

Al mismo tiempo, por el lado de la recaudación, cambios como esos sólo seránposibles en la medida en que la ciudadanía observe una nueva relación de poder con sus gobernantes a todos niveles. En esta era es imposible una mayor recaudación sin mejorar el uso del dinero y la entrega responsable de cuentas sobre el mismo. Ese es el acertijo de nuestra realidad fiscal en la actualidad.

El poder en la sociedad mexicana se ha descentralizado de una manera tal que ha generado más capacidad de veto que oportunidades creativas. La solución no reside en una imposible recentralización del poder sino en un nuevo equilibrio federal: un nuevo arreglo político entre la federación y los estados y municipios que incorpore reglas e incentivos para que el dinero público se aboque a un solo objetivo: generar mayor crecimiento económico.

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Desconfiado

Luis Rubio

«El Príncipe, escribió Maquiavelo, debe ser cauto en el creer y el obrar, no tener miedo de sí mismo y proceder con moderación, prudencia y humanidad, de modo que una excesiva confianza no lo vuelva imprudente y una desconfianza exagerada intolerable». El presidente Calderón es una persona decente, responsable y seria que ha conducido un gobierno en épocas turbulentas. Lamentablemente, lo hizo sin un sentido claro de dirección y con un equipo enclenque. Los tiempos difíciles suelen generar líderes naturales; lamentablemente para México, éste no fue el caso.
El sexenio comenzó con turbulencia y va concluyendo de manera desordenada y hasta caótica. A Felipe Calderón le debemos haber impedido que se consumara la amenaza destructiva que representaba el retorno al populismo, pero su gobierno no tuvo objetivos claros, estrategia o proyecto. Combatir al crimen organizado, un objetivo loable, no es substituto de estrategia ni puede ser la causa de un gobierno. Sin embargo, el sexenio se concentró en ese solo objetivo a costa de todos los demás. El resultado es que el país se encuentra pasmado y, una vez más, a la espera de alguien al menos no peor. Su fracaso explica que la elección no fuera sobre él sino entre anti priistas y anti amlistas.
El factor decisivo del sexenio ha sido la personalidad del propio presidente: desconfiado, obsesionado con el PRI, incapaz de reclutar personal profesional, se contentó con un equipo en lo fundamental mediocre -pero supuestamente leal- que poco a poco fue desplazando -y lastimando- a los pocos funcionarios que destacaron por su capacidad y a quienes se sumaron a su proyecto en todos los ámbitos. Seguro de entender al mexicano con clarividencia, se dedicó a imitar, quizá inconscientemente, una versión del viejo presidencialismo priista, privilegiando el culto a la personalidad por encima del desempeño de su administración. Al final, acabó comportándose como un priista pero sin la habilidad (y malicia) de aquellos y sin dejar un país en mejores condiciones de lo que lo encontró.
Si una característica definió a la administración ésta fue sin duda la desconfianza: alienó a sus contrapartes, hizo imposible negociar cambios legislativos relevantes, implicó la presencia de funcionarios opacos y limitados y conllevó una enfermiza obsesión por evitar que el PRI ganase la presidencia que, como demostró esta semana, es su verdadera naturaleza. En esa búsqueda minó a su propio equipo, ninguneó a su partido, intentó alianzas sin ton ni son y, una a una, destruyó todo vestigio de institucionalidad. La desconfianza hacia unos se tradujo en confianza desmedida hacia otros, que no lo justificaban por su capacidad o madurez. Su incomprensión del poder le llevó a ser muy decisivo en un tema -el narco- pero ajeno y distante en otros.
Como suele ocurrirle a todos los apostadores, el presidente Calderón acabó con una mala baraja. Se asoció con líderes sindicales corruptos que nunca cumplieron sus promesas, privilegió el conflicto con su único aliado legislativo posible y se cegó ante oportunidades en frentes distintos al de la seguridad -como educación, reforma judicial y política exterior- y acabó con niveles de violencia e inseguridad ciudadana sin precedente y sin visos de resolución. Apostó y perdió.
El crimen organizado no nació con el presidente Calderón. Como persona responsable, entendió la magnitud del desafío al Estado que representaban las organizaciones criminales y se abocó de lleno a combatirlas. Su estrategia puede ser discutible, pero el hecho de combatir a un enemigo tan brutal es indisputable. El problema es que la estrategia adoptada tiene consecuencias y, al no haber procurado convencer a la población de sus bondades y ganado su apoyo desde el inicio, en el momento en que la violencia comenzó a ascender y el impacto de la criminalidad a arraigarse en las familias mexicanas, el presidente se quedó sin nada.
Ahora que se acerca el ocaso de su sexenio, el presidente sigue empeñado en sus propias obsesiones, abandonando el legado histórico del PAN que son las causas ciudadanas. Peor, paradoja de paradojas, tan preocupado por un posible triunfo del PRI, abandonó a su candidata y no logró construir un andamiaje institucional y económico que contribuyera a un resultado electoral más favorable. En lugar de ser factor de unidad, conciliación e institucionalidad, favoreció el conflicto y la animadversión. En lugar de intentar el triunfo de su partido, acabó con el escenario que más lo ha obsesionado.
Dice un ex gobernador del PRI que sus colegas y los del PRD harían mal en subestimar la capacidad destructiva de Felipe Calderón cuando se empeña en avanzar sus objetivos, así quede nada después de su sexenio. Dado el resultado de la elección, se colocó en el peor lugar posible: como el ejemplo de lo que no debe ser un gobierno y, por lo tanto, como el parapeto que seguramente empleará el PRI duro que ganó la elección para hacer un contraste radical. Apostó en contra del PRI pero no hizo nada para evitar su triunfo. Felipe Calderón acabará como el panista que hizo posible al PRI y, peor, como la razón de ser de su recuperación.
Los presidentes inician su mandato seguros de que cuentan con un mundo de tiempo para organizarse y transformar al país. Sin embargo, en la medida en que avanza el sexenio, el tiempo se esfuma y muy pronto se encuentran con que ya están en la recta final. Entre el inicio y ese momento intentan todas las cosas que se les ocurren y algunas les salen bien. Pero el tiempo se agota y la pregunta típica sobre el legado se torna irrelevante. Lo único que queda es tratar de evitar una crisis y salir lo mejor librado.
Los pasivos del sexenio son bien conocidos y no es necesario abundar en ellos. Pero también hay activos que no han sido explotados en buena medida porque toda la atención se puso en objetivos inalcanzables. En lugar de las animadversiones que lo caracterizan y que con facilidad lo podrían convertir en el hazmerreír del próximo gobierno, haría bien en cuidar los activos que sí creó, sobre todo en cuanto a la lucha contra el crimen organizado, construyendo acuerdos para la protección del ejército.
Las obsesiones, decía Norman Mailer, son el mayor desperdicio de las actividades del hombre. La obsesión por lograr algo que no se encuentra en su poder son fútiles y, peor, peligrosas. Felipe Calderón acaba como comenzó: sin proyecto, sin partido y sin rumbo. Lo único que le queda es confiar en que el nuevo gobierno piense en el futuro en lugar de intentar restaurar el pasado, pues sólo así Calderón tendrá algo por lo cual ser recordado con bonhomía. Pero lo suyo no es confiar.
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El fenómeno Peña

Luis Rubio

«Se cuidadoso con lo que deseas», reza un viejo aforismo, «porque se podría convertir en realidad». Tanto el electorado como el virtual presidente electo deberían meditar sobre esta advertencia. El triunfo de Enrique Peña Nieto fue impecable e indiscutible. Vista en retrospectiva, esta contienda fue un nuevo parteaguas, similar al 2000. Ahora viene lo bueno.

El resultado electoral tiene dos vertientes: lo que quería el electorado y lo que ofreció Peña. Ambos muestran a un país cambiado.
Por el lado de la ciudadanía es evidente el cansancio. Décadas de crisis seguidas por más de desorden, ausencia de liderazgo y pobre desempeño económico acabaron por aniquilar la expectativa de que la solución estaría por el camino de un gobierno dividido, una democracia incompleta o una bola de gobiernos incompetentes. Los últimos tres gobiernos, ya librados de las crisis financieras, fueron mediocres y no lograron satisfacer a nadie. Peña leyó bien al electorado que demandaba un gobierno eficaz.
La mayoría de los problemas que padece el país en la actualidad son residuos de la era priista que no se ha superado y que se han traducido en violencia, debilidad institucional, abuso burocrático y un sistema patético de gobierno. Los gobiernos panistas no tuvieron la capacidad de cambiar al país: ni construyeron instituciones democráticas ni se distinguieron por la calidad de su gestión. Pero los problemas siguen ahí.
Aunque el resultado final de la elección no arrojó el «carro completo» que anticipaban algunas encuestas, el cambio es impactante en más de un sentido. El candidato del PRI ganó de manera clara. La candidata del PAN dio una lección de democracia y entereza hasta ahora desconocida en nuestra corta historia democrática. El candidato de las izquierdas estuvo, pues, como siempre: Facundo Cabral estaría deleitándose.
El candidato ganador se preparó por años: organizó un equipo, concibió a su gubernatura como escaparate para su campaña, planeó cada paso de la construcción de su candidatura y desarrolló una operación política impecable. En lugar de desperdiciar el tiempo atacando al gobierno federal, se dedicó a organizar a los priistas, sumar a los disidentes y eliminar toda competencia. Anticipó ataques por sus debilidades haciéndolas públicas, propiciando la redacción de libros que lo justificaban y amenazando, así fuera de manera velada, a quienes se le oponían. Se asoció con Televisa para convertirse en la única figura pública positiva por seis años y minó a sus posibles contrincantes atrayendo y maiceando a figuras protagónicas de la izquierda y del PAN, notablemente a Fox. Peña no dejó nada al azar.
La campaña procedió como una maquinaria perfectamente aceitada y financiada que se condujo como una aplanadora. Como hace poco escribió Ivonne Melgar, anticipó diversos escenarios y preparó a un equipo diestro en el manejo de imagen, respuesta inmediata y atención hasta a las contingencias más nimias, por todos los medios. A la vista de esto, ninguno de sus contendientes, por capaces, atractivos u organizados que pudiesen haber estado, tenía oportunidad alguna. Los números así lo ilustraron desde el primer día.
Ahora vienen las consecuencias.

Peña no recibió un cheque en blanco pero sí un halo de legitimidad. En lugar del riesgo que entrañaba -para él y para el país- una mayoría aplastante, el resultado electoral lo obligará a forjar acuerdos y construir una mayoría legislativa con los partidos de oposición. El talento que desplegó en la contienda sugiere que tiene todo lo necesario para lograrlo. Al mismo tiempo, los momentos en que se encontró en apuros en la campaña (como en la Ibero) ilustran el tipo de problemas que confrontará cuando se presenten escenarios no predecibles.
Es de anticiparse que en los próximos meses veremos muchos ajustes y desajustes. La guerra soterrada entre el «centro» y los gobernadores apenas comienza. A diferencia de los años treinta, estos últimos no tienen ejércitos a su alcance, pero nadie va a ceder sus privilegios con facilidad. La noción que albergan priistas nostálgicos de que se puede simplemente restaurar el matrimonio PRI-presidencia como si nada hubiera pasado en la última década es simplemente absurda. Cuando enfrentó una situación similar en Polonia, el regreso de los ex comunistas, Lech Walesa afirmó que «no es lo mismo hacer sopa de pescado a partir de un acuario que un acuario a partir de sopa de pescado». Lo mismo será cierto del PRI: la oportunidad para Peña es inmensa.
Pronto comenzarán a hacerse visibles los poderes fácticos, unos para hacer sentir su peso y establecerle límites al nuevo gobierno, otros para cobrar favores de campaña. La respuesta que reciban, y la manera de responder, marcarán la tónica y naturaleza del gobierno entrante. La tentación de centralizar e imponer será grande. El ejemplo del Edomex -donde no se mueve una mosca sin la venia del gobernador- es sugerente.
Para Peña la disyuntiva es abocarse a recuperar lo perdido y reconstruir la hegemonía priista -tanto como se pueda-, o dedicarse a construir un país moderno, lo que implicaría exactamente lo contrario: abandonar al viejo PRI de una vez por todas. Implicaría lograr exactamente eso que los gobiernos panistas fueron timoratos e incapaces de articular. Quien primero se organice (PAN o PRD) para construir una coalición será crucial y determinará el enfoque de la política económica y el potencial de transformación al país. No tengo duda de que habrá coaliciones funcionales. La pregunta es con quién.
Un país moderno entraña, ante todo, una estructura de pesos y contrapesos que le confiera estabilidad e institucionalidad al país y al gobierno. Desde 1997, año en que el PRI perdió la mayoría legislativa, el país ha experimentado a los pesos, pero nunca ha habido contrapesos: medios para forzar al sistema y al ejecutivo a funcionar para beneficio del ciudadano, sin restricciones originadas en intereses particulares.
Lo bueno de que el próximo gobierno no cuente con una mayoría legislativa es que eso le evita la posibilidad de decidir si quiere construir un país moderno. Lo malo es que esa posibilidad dependerá de la calidad de la oposición con que se encuentre: la oportunidad, y responsabilidad, de los partidos de oposición para forjar una coalición que transforme al país hacia la modernidad es extraordinaria. La paradoja es que todo ese poder se puede usar para transformar, pero también para retroceder. La sociedad mexicana está ávida de respuestas y de futuro. Peña tiene la oportunidad de dárselas al alcance de la mano. La pregunta es si podrá vencer al PRI para lograrlo.

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Pasado o futuro

Luis Rubio

Para Bismarck, el gran canciller alemán, “nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería”. La tarea del ciudadano en un día de elecciones como hoy es la de dilucidar entre propuestas, imágenes y… mentiras. Todo se vale en una contienda y la que hoy concluye no fue excepción. Ahora viene el momento de la responsabilidad ciudadana.

Los candidatos hicieron su tarea y hoy le toca al ciudadano optar. Como hace seis años, en los últimos días se ha intentado generar un ambiente de descalificación de los procesos electorales. A diferencia de entonces, hoy las encuestas arrojan números muy distintos que le confieren una mayor confiabilidad al ejercicio democrático. Los dos principales candidatos no ponen en juego la estabilidad económica como sí lo estuvo entonces. El avance en este frente es sólido y la amenaza de regresión en materia económica ha amainado tanto que no fue un tema relevante en la contienda.

Hoy la tesitura es distinta. Es entre el pasado y el futuro: reconstruir lo que funcionaba antes o construir una plataforma distinta hacia el futuro. La realidad es que a pesar de los avances democráticos que efectivamente se han dado, estamos lejos de vivir bajo un régimen democrático consolidado. Los políticos no cumplieron con su responsabilidad de construir instituciones que, al darle solidez y predictibilidad a los procesos de toma de decisiones, eliminaran el riesgo de inestabilidad que siempre acompaña a las transiciones de gobierno. Con nuestro voto los ciudadanos debemos forzar a los políticos a que construyan las instituciones clave para el desarrollo, la estabilidad y el crecimiento acelerado.

De los tres principales contendientes que hoy se presentan ante el electorado, uno no ha dejado de amenazar con el desconocimiento de los resultados y el contingente de otro sueña con la restauración del viejo régimen. Ambas situaciones son emblemáticas de la inmadurez que sigue caracterizando a nuestra democracia. En las democracias consolidadas lo que se disputa es un pequeño cambio de enfoque que no pone en entredicho la vida cotidiana de la población o la estabilidad del país. Lamentablemente, las discusiones cotidianas en las últimas semanas revelan que estamos lejos de haber arribado al punto en el que eso sea cierto. El sólo hecho de que la estabilidad (o el riesgo del retorno del PRI) sea un tema de discusión es revelador en sí mismo.

Ante esto, la ciudadanía tiene que optar por la mejor opción, o combinación de opciones, que le confiera certidumbre respecto al futuro. El caso de la economía es ilustrativo: a pesar de que ésta ha ido mejorando de manera sistemática (2011 fue el año de mayor creación de empleos de toda nuestra historia), persisten disputas sobre la dirección que ésta debe seguir. En los planteamientos que se escucharon a lo largo de la contienda un candidato idealizaba el pasado, otro planteaba un retorno a lo que funcionaba y otro más ofrecía un replanteamiento hacia el futuro. Es decir, a pesar de que México estos días vive una de las mejores circunstancias del mundo en materia económica, la efervescencia es enorme.

Detrás de muchos de los planteamientos se encuentra la idea, muy arraigada,de que es posible y deseable reconstruir momentos emblemáticos del pasado (sobre todo los sesenta o los setenta, respectivamente). Una mejor alternativa sería hacer nuestra la ola de cambio que ha caracterizado al mundo en este medio siglo: realmente asirla y romper con los obstáculos que ha generado esta economía tan polarizada y contrastante donde una parte crece con celeridad en tanto que otra languidece sin rumbo ni oportunidad. Las diferencias aparentes pueden parecer pequeñas, pero se trata de una diferencia radical de enfoque y visión.La pregunta es cómo asegurar que se avance hacia la consolidación de una plataforma de crecimiento con igualdad de oportunidad para todos. El voto es un instrumento limitado, pero excepcional, para ello.

La disyuntiva en la elección de hoy reside en el para qué del gobierno y qué implica eso para el futuro del país. Es fundamental romper, de una vez por todas, con los impedimentos al crecimiento que persisten, muchos de ellos originados en ese mundo idílico de hace décadas que, como bien dijo Cervantes, nunca fue tal. Por eso es clave quién gane pero también quién quede en segundo lugar: porque determina la orientación hacia adelante o hacia atrás.

Yo no tengo duda: México tiene que ver hacia adelante, dejando el pasado en la historia. La clave del futuro no reside en restaurar sino en liberar y darle instrumentos al ciudadano -individuo, empresario, trabajador- para que pueda competir en un mundo globalizado donde la capacidad de agregar valor está determinada por la calidad de la educación (y su naturaleza), la funcionalidad de la infraestructura física y humana y las vinculaciones con el resto del mundo. El ciudadano tiene hoy la oportunidad y la responsabilidad de construir con sus votos los equilibrios que mejor contribuyan a lograrlo: votar diferente para presidente y para el legislativo.

En las décadas pasadas México abandonó el modelo económico introspectivo porque éste había agotado su viabilidad. Hoy comenzamos a ver los resultados de décadas de transformación y, por primera vez en mucho tiempo, el futuro se ve por demás promisorio. Este es el momento de dar el gran salto hacia el futuro.

Evidentemente, requerimos un gobierno competente que se dedique a construir las condiciones políticas y estructurales para que la economía pueda prosperar a un ritmo muy superior al que hemos experimentado recientemente. También requerimos un gobierno acotado que evite e impida excesos o retrocesos, pues la inmadurez de nuestra democracia hace factible que eso ocurra. Tenemos que dar el giro final: construir la plataforma de un país moderno, en un entorno de libertad, en el que la creatividad de la ciudadanía pueda florecer en la forma de actividad empresarial a la que todos tengan acceso.

La opción en esta elección es muy clara: regresar a lo que ya fue y no funcionó, o dar el gran salto, pero con clara conducción gubernamental, hacia el cambio que no acabó de cuajar en la última década pero que es necesario y, en buena medida, inexorable. Cada votante tendrá que determinar cuál es la mejor combinación que fuerce a los políticos a actuar.

Hace días expresé mi preferencia de candidato. La tarea del votante hoy es decidirse e ir a votar por quién pueda avanzar -y no tenga alternativa de hacerlo- para crear condiciones que hagan posible un futuro diferente. La responsabilidad del resultado será toda suya.

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El futuro y el PRI

Luis Rubio

“En ocasiones errado, pero nunca en duda” es una caracterización que fácilmente se podría aplicar al PRI. El partido de la revolución estabilizó al país en el siglo XX pero nunca logró superar su pecado de origen: un sistema dedicado íntegra y exclusivamente a la llamada familia revolucionaria,a servir a los intereses del poder y sus negocios. El riesgo de la próxima elección es regresar a ese mundo de complacencia. México claramente requiere un gobierno eficaz y la forma en que evolucionaron los dos gobiernos panistas recientes fue todo menos eso.Pero la solución no reside en un gobierno en control absoluto del poder.

Los priistas se precian de su capacidad para gobernar. Sin embargo, su probada capacidad de ejecución no es lo mismo que un buen gobierno: México tuvo muchas décadas de gobiernos hábiles pero no buenos gobiernos. De haberlos tenido, el país sería rico y próspero, como Corea u otros países de similar nivel de desarrollo. Claramente, requerimos un gobierno eficaz, pero también un buen gobierno. La pregunta es cómo lograr esa combinación exitosa.

El PRI que hoy flexiona el músculo no es un PRI moderno o visionario. Su vista está decididamente concentrada en el espejo retrovisor, en lo que para muchos priistas nunca debió abandonarse. En el mundo idílico del profesor: un gobierno en control, una sociedad subordinada y una economía en crecimiento. Los sesenta.

Para el viejo sistema nunca existió la sociedad más que como instrumento manipulable. Esto no implica que se impidiera el crecimiento económico pues la evidencia de lo contrario es enorme, pero sí de que su función objetivo, su razón de ser, fuera la de servir a los intereses de la familia revolucionaria: mantenerse en el poder y explotarlo para su beneficio. Eso es lo que las mayorías absolutas hacen posible: la imposición.

Cuando el PRI perdió la presidencia se creó la oportunidad de transformar al sistema político, remontando los traumas previos pero construyendo sobre lo existente. Lamentablemente, las dos administraciones que sucedieron al PRI (y, de hecho, las últimas tres) no tuvieron la visión, grandeza o capacidad de trascender lo que heredaron. Los ciudadanos acabamos con una democracia enclenque que no ha satisfecho las expectativas o cambiado el rumbo del país. La conclusión de muchos es que el problema yace en la ausencia de mayorías legislativas. Yo difiero: el problema yace en la incompetencia de nuestros gobernantes recientes, en su inhabilidad para construir mayorías y transformar al sistema político. No es lo mismo.

Ese malogro es la principal explicación de la situación actual del PRI. En franco contraste con los partidos del viejo régimen en otras sociedades, el PRI la tuvo fácil: no tuvo que reformarse para volver a sobresalir en las preferencias electorales. El riesgo ahora es que sea la sociedad quien pague los platos rotos.

Más allá de las encuestas y de las diferencias de perspectiva entre jóvenes y viejos –los que vivieron la era del PRI abusivo y los que viven el desconcierto actual- el hecho tangible es que el país es un gran desorden. La propuesta del PRI para restaurar el orden ha sido convincente: un gobierno eficaz. El problema es que eficacia no implica un buen gobierno y esa es la historia del PRI. La realidad es que la incompetencia de los últimosgobiernos impidió que sesubstituyeran las estructuras e intereses priistas por instituciones funcionales y pesos y contrapesos debidamente estructurados.

Nadie puede dudar que el país requiere un gobierno eficaz. En la era priista, la eficacia estaba casi garantizada porque el sistema era tan fuerte y ubicuo que permitía que hasta malos gobernantes funcionaran de manera efectiva. Sin embargo, desde que el PRI se dividió en los ochenta, su capacidad de imposición disminuyó drásticamente. Desde entonces, el éxito de un gobierno ha dependido de la habilidad política-individual- del presidente: no es casualidad que entre 1982 y el presente sólo Salinas haya sido efectivo.

En este tiempo el país se ha descentralizado de una manera notable pero no contamos con estructuras consolidadas de pesos y contrapesos que le den estabilidad y predictibilidad al sistema en su conjunto. Es este el factor que crea tanta incertidumbre: la posibilidad de que el PRI regrese a restaurar el viejo sistema opresivo o que López Obrador destruya lo poco que se ha avanzado de manera decisiva. Nuestro problema es de ausencia de contrapesos y eso no se resuelve con un gobierno “eficaz” ni mucho menos con mayorías absolutas en el legislativo. Lo que México requiere es una negociación entre las fuerzas políticas que le de vida a un cuerpo institucional de pesos y contrapesos y nos lleve a otro estadio de desarrollo.

El país ha cambiado notablemente, aunque no siempre para bien: la realidad del poder ya no es de centralización política sino de dispersión del poder con una enorme concentración en los liderazgos partidistas y los gobernadores, además de los llamados poderes fácticos. En franco contraste con la vieja era priista, la multiplicidad de contactos que caracteriza al mexicano promedio con el resto del mundo es impactante. La única razón por la cual el país ha seguido adelante en los últimos veinte o treinta años es precisamente que los mexicanos encontraron formas de funcionar independientemente  del gobierno. Son los resabios del viejo sistema –el del PRI y el de AMLO- los que mantienen atorado al país. No hay nada a donde regresar.

El reto del país consiste en desmantelar, ahora sí de manera definitiva, la estructura corporativista que persisteen las paraestatales, en el sindicalismo corrupto y en los negocios particulares, muchos de ellos ilícitos, de sus próceres. Es decir, afectar las bases de poder priista y sus estructuras de soporte. México requiere consolidar el modelo de apertura –en lo económico y en lo político- y eso implica afectar intereses fundamentalmente priistas. La pregunta es si el monstruo puede funcionar rompiéndose las entrañas y, más importante, si controlando la presidencia, el congreso y el senado tendría incentivos para hacerlo. Lo dudo.

El mexicano quiere orden, factor que ha fortalecido al PRI en esta contienda. Pero el orden sin contenido no es respuesta. Para restaurar el orden y acabar de construir el camino del crecimiento es imperativo romper con lo que por tantos años fuimos, es decir, con el sistema priista. ¿Quién podría lograrlo? Sólo un presidente con habilidades políticas pero guiado por el imperativo de tener que construir un acuerdo político con el resto de los partidos. Regresar a la era de mayorías absolutas sería una enorme regresión.

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Mi voto

Luis Rubio

Llegó el momento de decidir: la oportunidad quecada ciudadano tiene que traducir su experiencia y responsabilidad en un voto. Cada uno de los contendientes tiene activos y pasivos y cada uno de ellos entraña una visión distinta del futuro. Explico aquí mi voto.

En una sociedad abierta, los ciudadanos deciden quién los va a gobernar por medio de una marca en una papeleta, acción que parece pequeña pero que constituye una decisión fundamental: ahí el ciudadano resume susexpectativas para mejorar su vida.Aunque un candidato nos pueda gustar más que otro, lo crucial es saber quién de ellos sabrá responder cuando venga el momento de tomar decisiones en circunstancias de crisis que, por definición, no son anticipables yno están en un script. En ese momento -que siempre se presenta- lo único que cuenta es la fortaleza de la personalidad y temperamento del presidente, lo que en inglés se llama character. No existe traducción perfecta pero el concepto engloba la entereza, valores y visión de quien está a cargo. Por eso la persona importa.

En estos meses los candidatos nos han saturado de mensajes y discursos. Mucho de eso acabará en el basurero de la historia porque el calor de la contienda genera propuestas e ideas que no siempre son factibles (o deseables) en la realidad del gobernante. Quien gane la elección tendrá que definir no sólo objetivos y estrategias, sino el personal que será responsable de llevarlos a la práctica. Ya hemos visto los costos de los equipos pobres y/o leales. Será clave un equipo profesional y excepcionalmente capacitado que rompa los entuertos, independientemente de su origen partidista.

El contexto que caracteriza al país requiere habilidades muy particulares. Justo en el momento de mayor cambio y turbulencia en el país y en el mundo (1994-2012), tuvimos tres presidentes que no contaban con las habilidades políticas para sumar contrincantes y enfrentar desafíos sin parangón. En los próximos seis años el país tendrá que alcanzar al menos dos cosas: la reconciliación política interna que siente las bases para la construcción de un nuevo régimen: un país de instituciones; y la transformación de las estructuras económicas para eliminar los privilegios, monopolios y fuentes de favoritismo que resultan en tasas tan pobres de crecimiento. ¿Cuál de los candidatos tiene la capacidad y visión para avanzar estos objetivos manteniendo la estabilidad?

Desde mi perspectiva, hay cuatro factores o atributos esenciales que definen a la mejor persona para gobernarnos. Primero, valores: sus creencias, visión del mundo y concepción del ciudadano frente al gobierno. Segundo, su talento ejecutivo: capacidad de definir objetivos, armar equipos, supervisar subalternos y responder cuando las circunstancias cambian. Tercero, habilidad y disposición a negociar con los contrarios. Finalmente, la entereza para mantener la ecuanimidad y claridad de visión para no perder el rumbo en las buenas y en las malas.

Mi voto es para el candidato que reúne estos atributos. En cuanto a sus valores, cree en la libertad de las personas como esencia de la vida, respeta creencias y preferencias distintas a las suyas, tiene una profunda preocupación por la pobreza y la desigualdad y sabe que sólo sumando -una coalición-y construyendo instituciones se puede construir para el futuro.Su ética es la de una ciudadana que entró como adulto a la política y que separa lo propio de lo público con una nitidez sin parangón. Tiene una particular convicción que es la de la igualdad de oportunidades para todos, comenzando por los que llegan con mayores desventajas a la vida.

En la década pasada, observé a Josefina Vázquez Mota como secretaria de desarrollo social, de educación y como líder de su bancada: en cada uno de esos puestos mostró una impactante capacidad ejecutiva, muy superior a la de Calderón. Como jefa supo armar los mejores equipos, se deshizo de quienes no funcionaban, exigía cuentas precisas y no tenía problema de trabajar con gente más capaz que ella. Me la imagino invitando a su equipo a los mejores, independientemente de partido o ideología: quienes sumen y puedan resolver los problemas del país. No es experta en todos los asuntos y por eso busca al mejor talento, sin limitarse al que está en su grupo cercano. Cuando no conoce un tema, pregunta y tiene una prodigiosa capacidad para entender y actuar.

En la SEP demostró capacidad negociadora y no tuvo dificultad alguna para entenderse con la líder magisterial y llevarla a una reforma innovadora: fin a la venta de plazas y compensación a los maestros en función del desempeño de los niños en exámenes estandarizados, ambos anatema para el sindicato. Cuando los huracanes, conoció la pobreza y desesperanza más agudas y se abocó a resolver las causas, no sólo a atenuar los síntomas: cambió e institucionalizó Oportunidades y eliminó la politización en el reparto de víveres y otros apoyos.

Entró a la política como ciudadana y no ha dejado de serlo. Entiende el estado de ánimo del país y lo que ha logrado ha sido producto de su esfuerzo, capacidad, sensibilidad y visión. No es dogmática  y por sobre todo, es una persona con sentido común.

Conocí a Josefina hace más de veinte años porque un día la escuché en el radio y de inmediato la busqué para invitarla a incorporarse a mi institución (no aceptó). A lo largo de todos estos años, la he visto en momentos de éxito y en momentos de dificultad. Jamás perdió la brújula. Siempre, hasta en las peores circunstancias, supo reagruparse y seguir adelante. Como todos los humanos, tiene falibilidades pero su historia muestra enorme capacidad de aprendizaje y autocontrol. Detrás de su sonrisa hay una política que calcula y que ha demostrado una y otra vez capacidad para decidir, torcer brazos y sumar a sus interlocutores, hasta a los más difíciles. Lo que muchos interpretan como suavidad no es más que disposición a escuchar y a sumar: dominó al Congreso e hizo posible la aprobación de prácticamente toda la agenda del presidente. No teme a los asuntos más peligrosos. Cuando actúa, nadie la para.

Es evidente que los tres contendientes tienen cualidades y experiencias valiosas. Sin embargo, estoy convencido que sólo ella reúne la mejor combinación de atributos, capacidades y visión. También tengo la certeza de que sólo ella tiene la capacidad de nombrar al equipo más capaz de resolver los problemas de seguridad, economía, empleo y estructura institucional porque no tiene miedo de invitar a quienes tengan las habilidades y darles la totalidad de su apoyo para lograrlo. Ya es tiempo de que tengamos en la presidencia a alguien con los pantalones bien puestos.

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En juego

Luis Rubio

En un episodio de “West Wing” le preguntan al contendiente para la siguiente elección por qué quiere ser presidente. El candidato balbucea y su respuesta es todo menos convincente. Sus asesores se ríen hasta que súbitamente se percatan que su jefe, el presidente, tampoco tiene idea de para qué quiere reelegirse. Algo así parece la contienda actual: grandes poses pero poca claridad.

Hay muchas maneras de evaluar y contemplar los prospectos de una elección. Una es estudiar la historia del partido que postula a cada candidato, otra es analizar el desempeño pasado del propio individuo que contiende por la presidencia. Quizá sea tiempo de incorporar al análisis otras variables, probablemente más trascendentes.

Lo fácil es irse por la personalidad del candidato o por sus propuestas tal y como salen de una plataforma diseñada precisamente para convencer a los desprevenidos. Las campañas electorales son unaoportunidad para que cada partido y candidato presente su visión del futuro de una manera sesgada, como si lo que uno quisiera y deseara fuera siempre posible. En este sentido, las campañas acaban siendo una excepcional ocasión para exagerar y vender el Nirvana sin la necesidad de empatar las propuestas con la realidad.

En el calor de la contienda, lo último que los candidatos quieren ver u oír es que la realidad es más complicada de lo que ellos suponen, que sus propuestas no son especialmente innovadoras o que hay factores limitantes que harían difícil, si no es que imposible, la instrumentación de sus deseos. Es por esta razón que, desde una perspectiva ciudadana, sería mucho mejor comenzar del otro lado: lo ideal sería que empezáramos por definir cuáles son los problemas del país y ver cómo los contendientes responden a esa realidad. Visto desde esta perspectiva, los ciudadanos obligarían a los candidatos a afinar sus propuestas y a aterrizar sus planteamientos.

Es posible que las necesidades y retos que el país enfrenta se resuma en una palabra: productividad. Según Paul Krugman, la productividad “no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo” porque determina el número y tipo de empleos que existirán y, por lo tanto, el ingreso de la población. Quizá una manera de proseguir en esta contienda sería exigirle a los candidatos que explicaran cómo le harían para elevar el crecimiento de la productividad de la economía del país.

La productividad es un concepto que resume el conjunto de retos que caracterizan a una sociedad. En términos simples, la productividad consiste en producir más con menos recursos, es decir, optimizar el uso de energía, mano de obra, infraestructura y materias primas para satisfacer al mayor número de personas. La razón por la cual el concepto es tan útil es que la productividad sólo puede crecer cuando no existen obstáculos para que eso ocurra.

Los obstáculos potenciales son de muchos tipos. Cuando un empresario se propone producir un bien o un servicio, tiene que comenzar por instalarse, obtener los permisos requeridos y conseguir los recursos materiales, financieros y humanos para poder hacerlo. Cada uno de estos pasos entraña problemas potenciales, cada uno ofrece la posibilidad de convertirse en un obstáculo infranqueable. Por donde uno le busque, la combinación de monopolios, sindicatos, burócratas, poderes fácticos y pésimaeducación e infraestructura es un obstáculo formidable que amenaza no sólo la productividad sino la viabilidad del país.

Si aceptamos que la productividad es el objetivo a lograr, el país parece estar diseñado para impedir su crecimiento. No es casualidad que, en este contexto, la economía informal sea un recurso tan natural, pues permite obviar muchos de esos obstáculos. Sin embargo, también entraña límites absolutos a lo que una empresa, y por lo tanto elpaís, puede desarrollarse y crecer.

Elevar la productividad general de la economía va a requerir enfrentar obstáculos, es decir, poderosos intereses que hoy se benefician del statu quo: de que todo esté paralizado. En teoría, uno podría suponer que cualquiera de los candidatos podría vencer esos obstáculos. Sin embargo, eso no ha ocurrido en el país en décadas, lo que sugiere que no es tan sencillo.

Frente a la necesidad de elevar la productividad, nuestros candidatos, ya a estas alturas, han sido más bien parcos.El PRI nos propone fortalecer al gobierno para que vuelva a florecer la economía, tal y como ocurría en los 60, cuando no había competencia china, las importaciones eran irrelevantes y el país no tenía compromisos comerciales o de inversión. El PRD es más avezado: nos dice que lo que hay que hacer es ignorar la realidad actual y sus restricciones para reconstruir los 70 porque así, como por arte de magia, se podría imitar a China o Brasil. El PAN nos dice que hay que ver hacia adelante y afianzar lo logrado porque no hay hacia donde regresar.

Por supuesto que cada uno de estos planteamientos no es más que una caricatura, pero el problema es que no es muy distante de la realidad. Nuestra única salida como país reside en elevar la productividad y eso no se va a lograr gastando más como propone el PRD, concentrando el poder como propone el PRI o sólo combatiendo a la criminalidad como lo ha hecho el gobierno actual.

Lo que el país requiere es un planteamiento convincente de cómo se va a facilitar el funcionamiento de la economía, cómo se van a reducir los costos de producir en el país y cómo se va a acelerar la formación del personal disponible para que podamos competir de manera exitosa con el resto del mundo. En otras palabras, el candidato que merecería ganar será aquel o aquella que nos presente un proyecto razonable que entrañe: un mayor equilibrio de poderes que haga funcional, pero no abusivo, al gobierno en su conjunto; un sistema educativo que se concentre en el educando y no en las demandas del sindicato; y un esquema que privilegie al ciudadano por encima del burócrata.

Por encima de todo, la clave del próximo gobierno reside en cuál de los candidatos tiene la capacidad y la disposición para enfrentar los obstáculos y los intereses que yacen detrás sin destruir la estabilidad financiera ni afectar los derechos ciudadanos que con tanta dificultad han avanzado. Cualquiera de los candidatos podría enfrentar obstáculos. La pregunta es cuál de ellos lo haría sin destruir lo que sí funciona y que es crucial para el desarrollo.

En lugar de ofrecer bálsamos falsos, los ciudadanos deberíamos exigir propuestas susceptibles de romper, de una vez por todas, los entuertos que nos tienen paralizados. Eso sólo es posible viendo hacia adelante porque lo de atrás es obvio que nunca funcionó.

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Alianzas y coaliciones

Luis Rubio

A lo largo de la historia, el mundo se ha construido, ycasi destruido, como resultado de alianzas, igual sacrosantas que sacrílegas. Las alianzas y coaliciones son la esencia del poder. Las antiguas monarquías procuraban matrimonios políticos que expandieran o afianzaran imperios, en tanto que los parlamentarios modernos construyen coaliciones para poder funcionar. Independientemente del objetivo que se persiga, el mundo se mueve con acuerdos de poder.

México ha sido una excepción a esta regla en las últimas dos décadas. Aunque ha habido mucha más actividad legislativa que en los años anteriores a 1997, el país ha presenciado a una clase política prácticamente incapaz de comprometerse y actuar en función de desafíos medulares, mismos que se han traducido en graves rezagos,sobre todo en materia económica. Ha habido infinidad de reformas relativas a derechos sociales y políticos, pero ninguna relevante en los temas que impiden el tipo de revolución económica que han experimentado nuestros principales competidores a escala global.

La explicación de esta situación es obvia: el pacto priista que permitió décadas de estabilidad en el siglo pasado se vino abajo por la erosión que inexorablemente acompaña al poder y, en no poca medida, por la evolución de la sociedad mexicana en ese mismo periodo. Los acuerdos de los veinte con que nació el abuelo del PRI, el Partido Nacional Revolucionario, eran primitivos, pero empataban el momento post revolucionario. En su esencia, aquellos arreglos entrañaban el respeto al líder «máximo» (y sucesores sexenales), un procedimiento para la sucesión presidencial y un mecanismo para la distribución de los beneficios en función de la lealtad al líder en turno. Aquel pacto se colapsó en los ochenta cuando el partido se divide y desaparecen los instrumentos que hasta ese momento habían cohesionado a la clase política (priista). Las derrotas de 1997 y 2000 no fueron sino puntillas a un sistema que había dejado de funcionar y que, más allá de las nostalgias, no se puede reconstruir.

Desde el fin de los ochenta, el país ha funcionado, mal o bien, en función de la destreza y capacidad de operación política de los individuos que han ocupado la presidencia. Salinas, un político hábil, supo usar los instrumentos del poder, en tanto que sus sucesores no; al mismo tiempo, los resultados de su gestión lo dicen todo: la ausencia de pesos y contrapesos llevó a la violencia política y a una catástrofe financiera. En franco contraste con las décadas previas, el «sistema» -que había permitido la funcionalidad política independientemente de las habilidades del responsable en turno- dejó de funcionar. Nuestra parálisis no es producto de la casualidad.

El problema es, pues, uno de organización y administración del poder. La genialidad del sistema priista consistió en que construyó un mecanismo autoritario pero que, por su naturaleza, hacía las veces de estructura institucional que era percibida como legítima. Lo necesario hoy es una construcción institucional en un entorno competitivo y democrático.

La estructura priista funcionaba en torno al binomio PRI-presidencia que implicaba negociaciones internas con una gran capacidad de implementación. El PRI, como sistema de control político, permitía garantizar que las decisiones a las que se llegaba dentro de ese binomio pudiesen ser instrumentadas. También incorporaba mecanismos disciplinarios que acotaban al menos los peores excesos y abusos por parte de funcionarios, líderes obreros y políticos en general. La consecuencia más evidente de una estructura autoritaria y centralizada como aquella es que nunca permitió la construcción de instituciones funcionales pues éstas hubieran acotado el poder del centro. Esta es la razón de la brutal debilidad histórica de los gobiernos estatales, factor que ha hecho posible que, con el colapso del control central, se hayan constituido réplicas primitivas del viejo sistema a nivel estatal.

¿Cómo cambiar esto? Yo veo tres respuestas: una, la favorita de los nostálgicos del viejo sistema hoy localizados en dos partidos, consistiría en reconstruir los mecanismos de control autoritario para poder recuperar la eficacia del viejo sistema. La segunda implicaría una gran revolución institucional -la llamada reforma política- que procuraría institucionalizar lo existente por la vía legislativa. La tercera tendría por objetivo la construcción institucional pero su planteamiento es procedimental: construir una gran coalición que permita transformar al sistema político en su conjunto. Es importante hacer notar que hay prominentes políticos de todos los partidos abogando por cada una de estas propuestas: este no es un asunto partidista.

En mi opinión, México sólo podrá evolucionar por medio de una construcción institucional. La noción de que se puede reconstruir el viejo sistema es absurda no porque no se pudiera dar un golpe autoritario, sino porque no resolvería nada. Eso nos deja con dos escenarios: el de la buena voluntad de nuestros legisladores en presencia de un efectivo liderazgo presidencial o la construcción de acuerdos previos que hagan posible lo anterior. No hay diferencia de objetivos, sólo de procedimiento.

La noción de un gobierno de coalición no es nueva, pero sí es ajena a los sistemas presidenciales por una razón evidente: mientras que una coalición en un sistema parlamentario obliga a todas las partes a participar so pena de hacer caer al gobierno, en un sistema presidenciallos funcionarios son nombrados unilateralmente por el presidente y, por lo tanto, una coalición depende de la disposición del presidente para su permanencia. Este hecho explica la reticencia a participar en el gobierno que en años pasados -desde Zedillo con un procurador panista y Fox sin saber para qué- evidenciaron los otros partidos.

La lógica de un gobierno de coalición es muy clara: incorporar a fuerzas políticas representativas en un gobierno dedicado a la construcción institucional donde todos pierden si cualquiera abandona el carro a medio camino. Sería una respuesta equivalente, si bien tardía, a los Pactos de la Moncloa o a la Concertación chilena. El objetivo no sería mediático sino político: intentar la construcción del nuevo Estado mexicano. En esta era, eso requiere de todos los partidos porque ninguno goza de la representatividad requerida.

Churchill lo dijo muy bien en 1940, cuando tomó las riendas de un gobierno de unidad nacional: «hemos diferido y hemos estado en conflicto pero ahora debemos estar unidos por el bien superior del país». En nuestro caso por la reconciliación nacional y la transformación del Estado.

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