Luis Rubio
El advenimiento de las corrientes populistas, igual de izquierda que de derecha, ha venido acompañado de un rechazo contra la llamada globalización y de un llamado sistemático por la reaparición de un gobierno todopoderoso, orientado a corregir los males que aquejan a la humanidad. Esa narrativa no niega el extraordinario avance en términos de prosperidad y disminución de la pobreza que ha caracterizado al mundo en las últimas décadas, pero plantea que se trató de un capitalismo “salvaje” que provocó una extrema desigualdad del ingreso, beneficiando principalmente a los ricos. La narrativa es atractiva, pero ha servido menos para mejorar la economía de la población que para que se afiancen nuevos intereses en el poder. Para los mexicanos esto arroja una tesitura clara en el contexto de la sucesión presidencial: cerrarle la puerta al mundo o encontrar formas en que toda la población se beneficie de manera equitativa de las enormes oportunidades que entraña la conexión con nuestros dos vecinos norteños.
La liberalización económica que México emprendió desde los ochenta no fue otra cosa más que la aceptación de que el cambio tecnológico que caracteriza al mundo abría oportunidades que el país no podía aprovechar sin llevar a cabo grandes cambios en su estrategia económica y marco institucional. La economía mexicana es hoy infinitamente más grade y productiva de lo que era hace medio siglo y la ciudadanía goza de libertades políticas antes inimaginables. La sucesión presidencial en curso, gane quien gane, va a determinar la disposición del nuevo gobierno a encontrar un rumbo que le permita a toda la población vivir en un entorno de seguridad y certidumbre o perseverar en la destrucción institucional y económica que inició el gobierno saliente.
El punto clave para quienes tengan por objetivo el progreso de México tiene que ser el de aceptar que la globalización es una realidad que es inexorable pero que, además, ha sido extraordinariamente benéfica para el país. Los males que con frecuencia se asocian con ésta -como violencia, desigualdad y pésima educación- han sido producto de lo que no se ha hecho. De esta manera, el país puede intentar abstraerse de la globalización sólo si se está dispuesto a pagar el precio en términos de bajo crecimiento, mayor pobreza y más desigualdad por el mero hecho de que eso nos aislaría del cambio tecnológico del que depende el progreso futuro.
El gobierno saliente ha intentado jugar dos juegos contradictorios. Por un lado, permitió que prosiguiera la interconexión con los vecinos norteños, pero no hizo literalmente nada para mejorar la infraestructura o las oportunidades de la población para participar en ese espacio económico. Por otro lado, minó la seguridad del país, obstaculizó el desarrollo de la capacidad eléctrica y creó un entorno de enorme incertidumbre respecto al futuro, incluyendo bajo este rubro las condiciones que serán necesarias para que el TMEC prosiga luego de la revisión que tendrá lugar el año próximo. Todo esto deja en entredicho la viabilidad de las fuentes de crecimiento actuales. Quien gane la elección tendrá que definirse en esta materia de inmediato.
Las naciones que, en las últimas décadas, optaron por encarar el reto tienen características muy similares: se dedicaron a elevar la calidad de sus sistemas educativos, construyeron toda la infraestructura que fuese necesaria y modificaron su legislación a fin de facilitar la transición de sus economías. Por encima de lo anterior, cambiaron su manera de entender al desarrollo e iniciaron una virtual cruzada para que toda la sociedad se pudiera sumar al proceso.
Baste observar las naciones que prosperan y las que se rezagan para hacer evidente que las exitosas son aquellas que abrazaron la globalización y que lo siguen haciendo, en forma paralela con el ajuste y adaptación de sus estrategias y políticas para asegurar que sus poblaciones cuenten con todas las oportunidades posibles.
Muy a nuestro estilo, México ha seguido un camino menos consistente e incierto, concluyendo con el de los otros datos. Si bien hubo una concepción clara y consistente en la primera iteración de las reformas mexicanas en los ochenta y noventa, la verdad es que esa consistencia no duró mucho. La liberalización de la economía fue inconsistente con la forma en que se privatizaron empresas y bancos y muchas de las reformas, sobre todo las emprendidas en el sexenio anterior (extraordinariamente ambiciosas en sí mismas) fueron procesadas de tal forma que nunca gozaron de legitimidad, todo lo cual las ha hecho políticamente vulnerables. El punto crucial es que el país lleva décadas pretendiendo que se reforma cuando, en la realidad, no ha hecho más que adaptarse al menor costo posible, lo que ha impedido que se cosechen resultados más exitosos y atractivos para la población. Ese es el verdadero dilema para el gobierno próximo.
En el fondo, México no ha hecho suya la necesidad de ser exitoso, no ha aceptado lo imperativo (e inevitable) de la nueva realidad, todo lo cual ha hecho posibles los ataques que hoy vive el país contra su futuro. La globalización no ha dejado de estar ahí: la pregunta es si en algún momento México la hará suya o si seguirá pretendiendo que su empobrecimiento económico y político es producto de la mera casualidad.
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28 abril 2024