¿Paralelos?

Luis Rubio

Según apuntó Marx, la historia se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. Por su parte, Santayana argumentó que quien no aprende de la historia está condenado a repetirla. Repetida o no, es imperativo no ignorar momentos históricos clave para al menos entender los riesgos y potenciales implicaciones de los tiempos que nos han tocado vivir. Ciertamente, las experiencias de cada nación tienen que ver con sus circunstancias particulares y estas no son transferibles a otras latitudes, pero, al mismo tiempo, hay similitudes que siempre es importante elucidar. Partiendo de estos principios, Frank McDonough* acaba de publicar una magna historia de la República de Weimar en Alemania entre las dos guerras mundiales. Lo que sigue son las conclusiones a las que llega el autor y que es imposible no mirar con preocupación por los paralelos, semejanzas y diferencias que entrañan.

“La percepción común de que la “Gran Depresión” condujo al colapso de la democracia de Weimar y llevó a Hitler al poder no es creíble. Estados Unidos y Gran Bretaña sufrieron problemas económicos a menudo tan difíciles como los de Alemania, pero la democracia no colapsó en ninguno de esos países. Esto sugiere que había algo específico en la naturaleza de la crisis política y económica que era peculiar a Alemania…

En julio de 1932, un total de 13.74 millones de personas votaron voluntariamente por Hitler [de un total de 37.2 millones de votos emitidos]. Grupos sólidos de clase media, generalmente el cemento que mantiene unidos a los gobiernos democráticos, decidieron apoyar a un partido que prometía abiertamente destruir la democracia… El partido de Hitler creció porque millones de alemanes sintieron que el gobierno democrático había sido un monumental experimento fallido. A estos votantes, Hitler les ofreció la visión utópica de crear una “comunidad nacional” autoritaria que acabaría con el aparente caos y la inestabilidad del gobierno democrático y proporcionaría un liderazgo fuerte…

Hubo dos aspectos de la Constitución de Weimar que sin duda contribuyeron al fracaso de la democracia. El primero fue el sistema de votación, basado en la representación proporcional, que otorgaba escaños al Reichstag en proporción exacta a los votos emitidos en las elecciones. En Alemania este sistema no funcionó. En julio de 1932, 27 partidos políticos participaron en las elecciones, abarcando todo el espectro político y cada uno de ellos representaba una clase o grupo de interés. Estos partidos tan diversos reflejaban las amargas divisiones en la sociedad alemana e hicieron que la tarea de crear gobiernos de coalición estables fuera extremadamente difícil, y eventualmente imposible…

Quienes redactaron la Constitución de Weimar fueron, sin saberlo, culpables de ofrecer un medio para destruir la democracia. Estos eran los poderes especiales que la Constitución de Weimar otorgaba al presidente. Al redactar la Constitución, nadie se percató de que un titular del cargo antidemocrático podría subvertir el poder del presidente. El artículo 48 le otorgaba al presidente alemán amplios poderes subsidiarios en una situación de “estado de emergencia” para nombrar y destituir cancilleres y gabinetes, disolver el Reichstag, convocar elecciones y suspender los derechos civiles…

Los dos presidentes alemanes de los años de Weimar fueron muy diferentes. El socialdemócrata Friedrich Ebert era un entusiasta partidario de la democracia de Weimar… Paul von Hindenburg era un gran contraste. Era una figura de derecha que había dirigido las fuerzas armadas militaristas de Alemania durante la Gran Guerra de 1914-1918… Fue el presidente Hindenburg quien más que nadie dañó mortalmente la naciente estructura democrática en Alemania. El problema fundamental no fue la Constitución o el sistema de votación, sino las acciones culposas de Hindenburg, quien deliberadamente decidió subvertir el poder que le había conferido la Constitución…

El verdadero problema al que se enfrentó Hindenburg fue que los tres cancilleres anteriores no tenían legitimidad popular ni apoyo parlamentario. El gobierno presidencial de Hindenburg había llevado a Alemania a un callejón sin salida…

Incluso en el período de profunda crisis política y económica entre 1930 y 1933, durante el período de ‘gobierno presidencial’ autoritario, no hubo ningún intento para derrocar a la República… Los dos ingredientes decisivos en el período de 1930 a 1933 fueron la suprema indiferencia del presidente Hindenburg y su círculo íntimo para sostener el gobierno democrático y el espectacular aumento del apoyo electoral a Adolf Hitler.”

Esta historia se puede leer de muchas maneras. Mi impresión al leerla y releerla fue que ahí había indicios de nuestra realidad pasada y presente –quizá desde el comienzo de la transición democrática- que bien podrían acabar determinando el futuro. Desde luego, la historia no es lineal ni determinística y las cosas evolucionan de maneras distintas en cada nación y circunstancia. Una vista hacia las pasadas décadas muestra lo mucho que ha cambiado México y la infinidad de oportunidades que podrían yacer en el futuro. Pero no sobra guardar en mente que así como confiadamente el país evolucionará favorablemente, lo opuesto no se puede descartar.

*The Weimar Years: Rise and Fall 1918-1933

 

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El milusos

Luis Rubio

El milusos es una de las caracterizaciones más certeras, y a la vez atrevidas, del mexicano que no tiene otra más que trabajar para ganarse la vida. Héctor Suárez le dio vuelo al término con su película, a la vez drama y crítica social: la enorme capacidad de adaptación del mexicano frente a la adversidad que produce nuestra estructura socioeconómica. El término muestra una realidad muy profunda del mexicano: su búsqueda de soluciones, su rechazo a la imposición y, para lograrlo, su extraordinaria creatividad.

En los tempranos ochenta, una embajadora europea en México me contaba que había ido a conocer las pirámides de Teotihuacán. En el camino, observó un fenómeno que contradecía todo lo que había aprendido en los materiales de preparación que le había provisto su ministerio del exterior, donde caracterizaban al país como una nación socialista. Ella anticipaba una población conformista y timorata. Lo que se encontró, literalmente desde que avanzaba por Insurgentes hacia Indios Verdes, fue la población más emprendedora que jamás había visto: no había esquina en que no encontrara vendedores de dulces, revisas, refrescos o, ya entrando a la zona de las pirámides, comerciantes de artesanías y juguetes alusivos del más diverso tipo.

La creatividad del mexicano se nota en todos los aspectos de su vida, pero sobre todo en su afán por salir adelante, para lo cual trabaja más horas que sus equivalentes en otros países especialmente las naciones de la OCDE: un testamento tanto a la disposición a trabajar, como a nuestra pésima organización socioeconómica, que produce tan bajos niveles de productividad. Las diferencias en la naturaleza y calidad de los sistemas educativos y de salud, así como de una mayor inversión en infraestructura en otras naciones de la OCDE, se traducen en mucho más elevados niveles de productividad.

Otra manera de decir esto es que el mexicano tiene una enorme propensión a procurar formas innovadoras de crear, resolver problemas y emprender. Los mexicanos en Estados Unidos tienden a crear empresas con gran celeridad porque atisban oportunidades e intentan convertirlas en realidades para su mayor bienestar. Tanto allá como acá, la clave radica en que nadie les ha resuelto la vida de antemano.

El mexicano trabaja porque no tiene de otra, pero casi siempre lo hace sin instrumentos idóneos o con instrumentos poco propicios para ser exitosos, especialmente la inadecuada y pobre educación que el sistema educativo le provee. A pesar de ello, su actitud y disposición no se merma por el hecho de que sus habilidades e instrumental son pobres en comparación con otras nacionalidades. Trabajan y hacen su mejor esfuerzo por hacerla en la vida, pero, sobre todo, trabajan para generar riqueza, sin la cual ningún gobierno tendría qué repartir.

En sentido contrario, cuando un gobierno opta por regalar dinero para que la gente no tenga que trabajar, impide la creación de riqueza e inhibe el desarrollo de las personas. Desde luego, no todos los trabajos son igualmente deseables, remunerativos o satisfactorios, pero todos contribuyen al desarrollo de las personas y, por lo tanto, de las familias y de los países. Eliminar el incentivo a trabajar implica destruir la esencia de la vida y, consecuentemente, de la nación.

Al inicio del siglo XX, Argentina era una de las naciones más ricas del mundo, comparable con los europeos o estadounidenses de la época. La combinación de recursos naturales, una población fundamentalmente de clase media y una disposición al trabajo llevaron a la consagración de una nación exitosa. Cien años después, el perfil de Argentina es muy distinto, con un rango de producto per cápita muchísimo más bajo. Una de las principales razones de esa caída fue el desincentivo a trabajar y a crear riqueza que se incorporó en la estrategia peronista de subsidiar a trabajadores y mujeres, niños, adultos mayores, desempleados y personas que se retiraron luego de apenas unos cortos años de trabajo. Cuando la gente no tiene necesidad de trabajar porque el gobierno la subsidia de manera sistemática, el país comienza a venirse abajo.

Es en este contexto que es tan peligroso y pernicioso el planteamiento que recientemente hizo la candidata de Morena, Claudia Sheinbaum, respecto al trabajo y a la función del gobierno en esa materia: «No es cierto, es falso, de que si no se trabaja entonces no se puede tener un buen nivel de vida. Eso es el discurso del pasado. Aquí el gobierno, el Estado mexicano, tiene que apoyar.» Una cosa es “apoyar” a adultos mayores que ya no tienen posibilidad de contribuir a la vida productiva y otra muy distinta es subsidiar a todo mundo porque el trabajo no es importante. Eso implicaría no sólo que depender del gobierno es una virtud, sino que, además, las personas no tienen derecho a desarrollarse. Peor, que el trabajo no es una forma de progresar, realizarse y contribuir al desarrollo personal, familiar y nacional.

Es obvia la razón por la que la morenista piensa así del trabajo: como dijo Porfirio Díaz, “Perro con hueso en la boca ni muerde ni ladra.” Pero, más allá de crear clientelas, Gertrude Himmelfarb tenía una idea más apropiada sobre el asunto: “El trabajo, si no sagrado, es esencial no sólo para el sustento, sino para la autoestima.”

 

 

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 REFORMA

 

05 mayo 2024

Contexto

Luis Rubio

El advenimiento de las corrientes populistas, igual de izquierda que de derecha, ha venido acompañado de un rechazo contra la llamada globalización y de un llamado sistemático por la reaparición de un gobierno todopoderoso, orientado a corregir los males que aquejan a la humanidad. Esa narrativa no niega el extraordinario avance en términos de prosperidad y disminución de la pobreza que ha caracterizado al mundo en las últimas décadas, pero plantea que se trató de un capitalismo “salvaje” que provocó una extrema desigualdad del ingreso, beneficiando principalmente a los ricos. La narrativa es atractiva, pero ha servido menos para mejorar la economía de la población que para que se afiancen nuevos intereses en el poder. Para los mexicanos esto arroja una tesitura clara en el contexto de la sucesión presidencial: cerrarle la puerta al mundo o encontrar formas en que toda la población se beneficie de manera equitativa de las enormes oportunidades que entraña la conexión con nuestros dos vecinos norteños.

La liberalización económica que México emprendió desde los ochenta no fue otra cosa más que la aceptación de que el cambio tecnológico que caracteriza al mundo abría oportunidades que el país no podía aprovechar sin llevar a cabo grandes cambios en su estrategia económica y marco institucional. La economía mexicana es hoy infinitamente más grade y productiva de lo que era hace medio siglo y la ciudadanía goza de libertades políticas antes inimaginables. La sucesión presidencial en curso, gane quien gane, va a determinar la disposición del nuevo gobierno a encontrar un rumbo que le permita a toda la población vivir en un entorno de seguridad y certidumbre o perseverar en la destrucción institucional y económica que inició el gobierno saliente.

El punto clave para quienes tengan por objetivo el progreso de México tiene que ser el de aceptar que la globalización es una realidad que es inexorable pero que, además, ha sido extraordinariamente benéfica para el país. Los males que con frecuencia se asocian con ésta -como violencia, desigualdad y pésima educación- han sido producto de lo que no se ha hecho. De esta manera, el país puede intentar abstraerse de la globalización sólo si se está dispuesto a pagar el precio en términos de bajo crecimiento, mayor pobreza y más desigualdad por el mero hecho de que eso nos aislaría del cambio tecnológico del que depende el progreso futuro.

El gobierno saliente ha intentado jugar dos juegos contradictorios. Por un lado, permitió que prosiguiera la interconexión con los vecinos norteños, pero no hizo literalmente nada para mejorar la infraestructura o las oportunidades de la población para participar en ese espacio económico. Por otro lado, minó la seguridad del país, obstaculizó el desarrollo de la capacidad eléctrica y creó un entorno de enorme incertidumbre respecto al futuro, incluyendo bajo este rubro las condiciones que serán necesarias para que el TMEC prosiga luego de la revisión que tendrá lugar el año próximo. Todo esto deja en entredicho la viabilidad de las fuentes de crecimiento actuales. Quien gane la elección tendrá que definirse en esta materia de inmediato.

Las naciones que, en las últimas décadas, optaron por encarar el reto tienen características muy similares: se dedicaron a elevar la calidad de sus sistemas educativos, construyeron toda la infraestructura que fuese necesaria y modificaron su legislación a fin de facilitar la transición de sus economías. Por encima de lo anterior, cambiaron su manera de entender al desarrollo e iniciaron una virtual cruzada para que toda la sociedad se pudiera sumar al proceso.

Baste observar las naciones que prosperan y las que se rezagan para hacer evidente que las exitosas son aquellas que abrazaron la globalización y que lo siguen haciendo, en forma paralela con el ajuste y adaptación de sus estrategias y políticas para asegurar que sus poblaciones cuenten con todas las oportunidades posibles.

Muy a nuestro estilo, México ha seguido un camino menos consistente e incierto, concluyendo con el de los otros datos. Si bien hubo una concepción clara y consistente en la primera iteración de las reformas mexicanas en los ochenta y noventa, la verdad es que esa consistencia no duró mucho. La liberalización de la economía fue inconsistente con la forma en que se privatizaron empresas y bancos y muchas de las reformas, sobre todo las emprendidas en el sexenio anterior (extraordinariamente ambiciosas en sí mismas) fueron procesadas de tal forma que nunca gozaron de legitimidad, todo lo cual las ha hecho políticamente vulnerables. El punto crucial es que el país lleva décadas pretendiendo que se reforma cuando, en la realidad, no ha hecho más que adaptarse al menor costo posible, lo que ha impedido que se cosechen resultados más exitosos y atractivos para la población. Ese es el verdadero dilema para el gobierno próximo.

En el fondo, México no ha hecho suya la necesidad de ser exitoso, no ha aceptado lo imperativo (e inevitable) de la nueva realidad, todo lo cual ha hecho posibles los ataques que hoy vive el país contra su futuro. La globalización no ha dejado de estar ahí: la pregunta es si en algún momento México la hará suya o si seguirá pretendiendo que su empobrecimiento económico y político es producto de la mera casualidad.

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 REFORMA

 28 abril 2024

La ‘I’ griega

Luis Rubio

Hay momentos decisivos en la vida de las personas y de los países que determinan el comienzo de una nueva era y la terminación de otra. El próximo dos de junio bien podría ser un momento así. Esto no es bueno ni malo -eso sólo el tiempo lo puede determinar- pero sí puede ser definitorio del camino que México siga para su futuro.

Así como en la vida de cada persona hay situaciones que podrían parecer normales pero que, en el tiempo, adquieren un gran significado porque implicaron decisiones que marcaron un rumbo, en los momentos insignes de la historia del mundo hay puntos de inflexión que marcan un antes y un después, aunque esto tome tiempo en poderse discernir.

Los problemas de México son conocidos y, en muchos sentidos, casi ancestrales. Llevamos décadas con gobiernos recurriendo a distintos tipos de estrategias económicas y políticas orientadas a lidiar con retos, de hecho síntomas, de una realidad que no acaba por transformarse del todo: el presidente López Obrador los articuló como objetivos de su gobierno (desigualdad, pobreza, tasa de crecimiento y corrupción) pero, al igual que sus predecesores en el pasado medio siglo, fue incapaz de incidir sobre ellos más que marginalmente y, quizá, de manera meramente efímera. Esos retos siguen ahí y, aunque las candidatas no los expresan de manera igual, su retórica y propuestas los evocan continuamente. Para el votante la pregunta clave es si las ideas y propuestas de quienes aspiran a gobernarnos son susceptibles de hacer una verdadera mella sobre esos desafíos ancestrales y recientes, sobre todo si uno agrega dos que no por (más) recientes son menos trascendentes: gobernanza y seguridad.

El gobierno que tomará las riendas del país el próximo primero de octubre no tendrá canicas para jugar. Más allá de las preferencias políticas o ideológicas de quien gane la justa electoral, el panorama que dejará el gobierno de la cuarta involución será aciago, por decir lo menos: enorme deuda pública, desmedidos compromisos fiscales, rápidamente crecientes pasivos laborales, un sistema de salud colapsado, un tristísimo panorama educativo y, para colmo, violencia, inseguridad y un gobierno incapaz de resolver problema alguno. Independientemente de quien gane, los problemas serán enormes y forzarán a un pragmatismo inexorable.

Pero hace mucha diferencia cómo los pretenda resolver quien gane las elecciones. Y es aquí donde el país enfrenta esa gran disyuntiva, esa “Y” que implica una definición hacia el futuro: por el camino del gobierno o el de la ciudadanía. En un país serio, desarrollado y civilizado, la diferencia sería materia meramente de sesgo, de ligera inclinación de la balanza porque los contrapesos inherentes a la democracia y a un buen sistema de gobierno (o gobernanza) bastan para evitar excesos. Pero en un país tan polarizado que no ha logrado consolidar su democracia o mínimos contrapesos efectivos, los bandazos suelen ser agudos y definitorios.

Precisamente por esos bandazos que han caracterizado a la política mexicana literalmente por siempre es que la población no espera un presidente sino un salvador y los salvadores no suelen ser benignos porque entrañan, por naturaleza, un excesivo poder y esa nunca es una receta para el éxito. En 1996 México formalizó un proyecto de transición hacia la democracia que, aunque trunco, guio a la política por varias décadas. Sin embargo, la propensión a buscar a un salvador ha estado siempre presente: ahí están Fox, Peña y ahora AMLO. Todos querían salvar a México, pero los problemas del país persisten y se agudizan.

A juzgar por las propuestas en boga, la tesitura actual presenta una clara disyuntiva entre un capitalismo abierto y competitivo y un capitalismo controlado por el gobierno. Esta manera de verlo explica por qué existe una diferencia de percepciones entre el exterior y el interior del país: para los operadores de los mercados financieros, agencias calificadoras y otros jugadores del exterior, la palabra operativa es capitalismo, no el adjetivo que le sigue porque ambos garantizan un camino, al menos en sentido conceptual. Para el ciudadano mexicano el contraste es más manifiesto y cristalino: un gobierno que manda y pretende administrarlo y controlarlo todo o un gobierno que crea condiciones para que el país se desarrolle. Es en ese factor donde el país tomará un paso señero que, a la larga, afianzará el camino iniciado por Peña y profundizado por AMLO o adoptará un camino más democrático y liberal.

Los tiempos de campaña extreman la retórica y presentan dilemas categóricos como si se tratara de una confrontación bíblica. Sin embargo, si uno echa una mirada hacia el pasado, México lleva siglos en un lugar similar. Edmundo O’Gorman, el gran historiador del siglo XIX, hablaba del “eje de nuestra historia” como una confrontación entre dos aspiraciones ancestrales: “la necesidad de alcanzar la prosperidad de Estados Unidos” y, al mismo tiempo, “la necesidad de mantener el modo de ser colonial,” lo cual, proseguía, constituye una “disyuntiva entre dos imposibilidades.”

La elección del 2 de junio apuntará con más claridad en una dirección o la otra y por eso es crítico que las candidatas se definan: dónde ven a México hoy y qué clase de país quisieran que llegue a ser. O sea, cómo gobernarían y para qué.

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 REFORMA

 21 abril 2024

Riesgos

 Luis Rubio

El gran éxito en materia político-electoral de las pasadas décadas fue crear condiciones de competencia para que hubiera certidumbre sobre los procesos de elección de quienes nos gobernarían. Las dos autoridades electorales (el INE y el Tribunal Electoral) nacieron para evitar que persistieran las prácticas fraudulentas en materia electoral que se exacerbaron en la década de los ochenta. La consolidación de esas dos entidades no fue un logro pequeño y gracias a ello el país ha experimentado alternancia de partidos en todos los niveles de gobierno. Hoy, a la luz de las obvias violaciones tanto a la letra como al espíritu de la legislación electoral por parte del presidente, la pregunta es si aguantará el proceso de aquí al 2 de junio y, especialmente, después.

La clave del arreglo electoral que suscribieron los tres partidos relevantes en aquel momento (PAN, PRI y PRD) fue que hubiera condiciones de equidad para la competencia electoral, cero interferencia por parte de las autoridades del momento y certeza sobre el proceso, pero no sobre el resultado, la esencia del primer escalón de la democracia: elecciones limpias, piso parejo y aceptación del resultado.

El actuar del presidente atenta contra los tres elementos: primero, al intentar mangonear al INE, algo inusitado desde la reforma de 1996. En segundo lugar, el activismo y proselitismo del presidente sesga la contienda, introduciendo un evidente elemento de inequidad. Finalmente, el mensaje de que sólo el triunfo de Morena sería aceptable y legítimo atenta contra la esencia del llamado juego democrático.

El asunto no radica sólo en el deseo de AMLO y su cohorte de aferrarse al poder, sino que se remite a la elección de 2006 y, en realidad, a la emblemática reforma de 1996. En aquel momento, el PRD, del cual se deriva la mayor parte de Morena, votó por la reforma constitucional, pero se negó a votar a favor de la ley reglamentaria; aunque el liderazgo del PRD de entonces logró un consenso interno respecto al principio democrático general, ya desde entonces había un contingente importante dentro de ese partido (esencialmente quienes eventualmente migraron a Morena) que abrigaba una reticencia respecto a la democracia. Es decir, desde entonces existían las condiciones que llevaron al desconocimiento del resultado de la elección de 2006. Para ese contingente, el país, o la ciudadanía, tenía una deuda histórica con el PRD, razón suficiente para que se le reconociera su (supuesta) victoria. No hay razón para pensar que esa misma lógica haya variado: o sea, para el presidente y sus huestes, el triunfo en 2024 es un derecho y no una posibilidad o un deseo.

Mientras que el PRD que sobrevivió con ese nombre acepta las reglas de la competencia democrática, quienes se mudaron a Morena sólo aceptan esas reglas cuando les favorecen. Lo que esto nos dice es que hay una fuerte corriente de pensamiento dentro de esa izquierda que sigue operando bajo el principio revolucionario de que el poder se logra a cualquier precio y, una vez ahí, se preserva sin miramiento. Las acciones que ha emprendido el presidente a lo largo de su sexenio y que ahora pretende convertir en ley, mucho de ello a nivel constitucional, no son otra cosa sino el intento por consolidar el control del poder político de manera permanente.

El grupo que actualmente gobierna pasó dieciocho años buscando el poder, doce de los cuales dedicó a explotar su visión de que habían sido víctimas de un fraude en 2006 y 2012 (y, suponían, lo serían en 2018). Esa creencia les lleva a justificar su rechazo a cualquier regla o ley: para ellos, comenzando por el presidente, las reglas del juego (constitución, leyes y reglamentos) no se aplican a ellos y siempre son moldeables para lograr sus objetivos.

Aun cuando la historia sugería que un gobierno, de cualquier color, se abocaría a promover el desarrollo económico (cada uno con sus sesgos y preferencias político-ideológicas), el actual se ha distinguido por su consciente decisión de abandonar cualquier pretensión de promoción económica porque su único objetivo es y ha sido el poder. Se puede conjeturar que esa es una prerrogativa del gobierno en turno, pero el actual se ha beneficiado de las reformas de las pasadas décadas que llevaron a la consolidación de un extraordinario sector exportador cuyos ingresos de divisas, en conjunto con las remesas, le han conferido una excepcional estabilidad económica al país y al tipo de cambio. Lo que no es claro es qué le dejará a su sucesora.

El país ha aguantado abusos, polarización, inseguridad y endeudamiento, todo lo cual implica enormes riesgos para su sucesora, quien sea que ésta sea. Seguir entrometiéndose en el proceso electoral augura riesgos políticos crecientes que, combinados con toda la sarta de conflictos y déficits acumulados (economía, polarización, Estados Unidos, etc.), podrían poner en entredicho no sólo la certidumbre económica, sino incluso provocar algo que el México de los últimos cien años no ha conocido: inestabilidad y violencia políticas.

No es claro cuándo vendrá el momento en que las consecuencias de lo hecho (y lo no hecho) se tornen evidentes, pero no hay duda que se llevarán al próximo gobierno de corbata y, por supuesto, a todos los mexicanos. Gran legado…

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REFORMA

14 abril 2024

Cimientos

Luis Rubio

Lo que está de por medio en esta elección es más que la persona que resulte ganadora el próximo dos de junio. México lleva demasiado tiempo esquivando decisiones fundamentales sobre la forma en que se va a desarrollar y esa circunstancia ha sido producto de la incapacidad e indisposición de las élites gobernantes a lo largo de muchas décadas de asumir los costos, pero también los beneficios, de efectivamente democratizar al país. El resultado han sido procesos interminables de para y arranca, avances sustantivos sólo para ser diluidos -cuando no revertidos- en un gobierno posterior, hasta llegar a la enorme polarización que, como estrategia, adoptó el presidente saliente. Más allá de la retórica inherente a una contienda presidencial, la clave de este proceso radica en asir la oportunidad para construir los fundamentos de un verdadero “salto hacia adelante.” El debate de hoy debería dilucidar quién lo puede promover.

En los albores del fin de la gesta revolucionaria, los ganadores convocaron a la consagración de un gran pacto fundacional que acabó siendo responsable de varias décadas de progreso económico. El éxito de aquella etapa llegó a su límite en los sesenta tanto porque se habían creado nuevas realidades políticas internas como porque el mundo exterior se había transformado. Una población creciente, una clase media pujante y el comienzo del fin de la viabilidad económica del esquema semi autárquico de industrialización forzaron a una redefinición del proyecto económico, circunstancia que tomó casi veinte años en materializarse.

El proyecto liberalizador ha resultado ser extremadamente exitoso, como lo demuestran las exportaciones que hoy sostienen a la economía mexicana, pero no resolvió todos los problemas, como ilustró la elección en 2018 de un político que construyó su carrera denunciando las consecuencias e insuficiencias del proyecto. Y, en efecto, con todos sus atributos, el proyecto económico que sigue funcionando a pesar de todos los obstáculos que se le imponen no podía lograr su cometido de acelerar el desarrollo integral del país porque persisten innumerables intereses que viven (y depredan) del orden previamente existente, haciendo imposible la consecución de un desarrollo político y económico estable por incluyente. No hay mejor ejemplo de esto que la situación de inseguridad y extorsión que padece la mayoría de la población y que el gobierno actual no ha hecho sino exacerbar en lugar de resolver.

Gobiernos han ido y venido, pero no se ha logrado lo que Stefan Dercon* dice que es la clave: no hay una sola manera de alcanzar el desarrollo, pero éste es imposible de lograrse sin la participación comprometida de la sociedad y de sus élites tanto políticas como económicas en la construcción de un nuevo orden político. En México los gobiernos, igual los de corte tecnocrático de los ochenta y noventa que los más políticos de los últimos dos sexenios, se dedicaron a imponer su manera de ver el mundo en lugar de a construir una plataforma de desarrollo a la cual toda la sociedad se pudiera sumar. Prefirieron preservar intereses depredadores ancestrales y privilegiar a los “cercanos” en cada momento antes que negociar acuerdos y democratizar la toma de decisiones. A nadie debería sorprender que el país siga en estado precario por más que partes de la sociedad se sientan satisfechas, independientemente de que viven en un entorno de incertidumbre y violencia.

Dicho de otra manera, lo que está de por medio en esta elección es nada menos que el paso hacia la civilización. WH Auden dice que “La civilización es un equilibrio precario entre la vaguedad bárbara y el orden trivial.” En México nos hemos empeñado en proteger monopolios inaceptables y sindicatos abusivos, políticos corruptos y organizaciones mafiosas. Combatir al crimen organizado o sentar las bases para que la población goce de la mínima libertad de poder salir a la calle de noche se han vuelto temas tabú, políticamente intocables, todo porque no cuadran con los dogmas del presidente actual o con malas estrategias de gobiernos previos. Mientras tanto, que la ciudadanía apechugue. Esto no ocurre, no puede ocurrir, en una sociedad democrática que goza de una vibrante participación ciudadana.

La elección que viene determinará quien nos va a gobernar, pero no cómo se va a gobernar o, incluso, si podrá gobernar. Los problemas se apilan y multiplican: el efecto de la táctica de polarizar y burlarse de la ciudadanía del presidente saliente ha viciado el ambiente y perviven poderosos intereses dedicados a protegerse. Las candidatas tendrían que comenzar a contemplar cómo tendrían que prepararse, y preparar al terreno ciudadano, para tener la posibilidad de, primero, preservar el orden; segundo, enfrentar la violencia e inseguridad; y, por encima de todo, impulsar decididamente el desarrollo del país. Nada de eso sería posible sin el concurso y participación decidida de la ciudadanía en general y de las élites en particular.

El país está convulso y ninguna de las candidatas goza de un gran apoyo popular. Alguna ganará por lógica elemental, pero sólo podrá avanzar en la medida en que convoque al conjunto de la sociedad, algo que no parece estar en sus planes. Si no quieren ser arrolladas, más vale que comiencen a sumar.

*Gambling On Development

 

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07 abril 2024

Hacerla en la vida

Luis Rubio

Cuenta una leyenda que, siendo sinodal de una tesis, el gran maestro Gabino Fraga se encontró con un alumno cuyo trabajo no ameritaba ser aprobado pero que su capacidad para ser un profesional exitoso era evidente, si se lo proponía. Los miembros del jurado debatieron y, luego de varias consideraciones, el maestro Fraga declaró que “lo vamos a aprobar para que tenga un modo honesto de vivir, pero siga estudiando para que no lo repruebe la vida.” La educación ciertamente no comienza ni termina en la escuela, pero cuando ésta falla, el resto queda cojo. El jurado de aquella anécdota apostó a que la educación que había tenido ese alumno le permitiría seguir aprendiendo, apuesta que quizá era razonable en aquella época. Hoy el resultado sería desastroso.

Sin pretender ser experto en materia educativa, me es claro que, en un sentido utilitario, hay dos escuelas de pensamiento: una ve a la educación como el medio para el progreso, en tanto que la otra la contempla como un instrumento para el control. El propio Chomsky afirma que el propósito de la educación es preparar a la gente para que aprenda por sí misma. Todo el resto, dice Chomsky, “se llama adoctrinamiento.”

Los que ven a la educación como medio para el progreso han evolucionado en el tiempo: primero se le concibió como una herramienta para la movilidad social y, en la medida en que la economía del mundo se fue integrando en lo que se conoce como la globalización, la educación adquirió dimensiones estratégicas, pues de ella comenzó a depender la capacidad de la fuerza de trabajo para agregar valor ya no en los procesos manuales tradicionales, sino en la creatividad de las personas que es la esencia de la economía de la información, que es la que hoy dominan las naciones más ricas del mundo. No es casualidad que las naciones nórdicas y las del sudeste asiático lideran en pruebas como la de PISA, pues se han abocado a transformarse a través de una educación cada vez más orientada a las matemáticas, el lenguaje y las ciencias.

Los políticos que conciben a la educación como un medio para el control de su población se han abocado a adoctrinar a los niños, para lo cual emplean profesores politizados y libros de texto dedicados a vender una historia artificiosa. El objetivo no es el desarrollo, sino el sometimiento de la población, para beneficio de un proyecto político. Aunque el objetivo de control se concibió desde la época callista, en los treinta, bajo el principio de que debemos “apoderarnos de las conciencias, de la conciencia de la niñez, de la conciencia de la juventud…” el proyecto sólo comenzó a cobrar forma durante el cardenismo y, especialmente, desde los cincuenta con la instauración de los libros de texto gratuitos (y obligatorios). Quizá no sea casualidad que la movilidad social en las décadas que siguieron al final de la Revolución fue mucho más rápida de lo que ocurrió en la segunda mitad del siglo pasado.

En las últimas décadas del siglo XX se dio un cambio de giro en materia educativa, pero, muy a nuestro estilo, el cambio fue parcial: se creó un régimen abierto en materia de libros de texto, pero se dejó al sindicato dedicado al control a cargo de la educación. Es decir, se dio un gran paso al permitir que hubiera competencia en la creación de materiales para asistir en la educación, pero no se estuvo dispuesto a prescindir del apoyo político-electoral del sindicato de maestros. Aunque hubo al menos dos intentos por negociar con el sindicato la reforma de las prácticas y procedimientos para educar a los niños, la realidad es que nada cambió. Si algo, han sido los sindicatos disidentes (la llamada Coordinadora, todavía más retrógrada) quien ha cobrado fuerza en esta materia.

El resultado de la estrategia educativa que se ha seguido, y que ahora se refuerza con los nuevos libros de texto, es que el país produce mano de obra eficaz para procesos industriales tradicionales pero que es, en lo general, incapaz de ajustarse para los procesos más avanzados que son los que agregan mayor valor. La consecuencia de esto es que toda la inversión que llega al país, desde las viejas maquiladoras en los sesenta hasta el nearshoring en la actualidad, sigue siendo atraído exclusivamente por el costo de la mano de obra. Es decir, han pasado seis décadas y no hemos hecho nada para elevar la agregación de valor, que es el factor que determina los ingresos de los trabajadores.

Sesenta años en que nuestros políticos no han aprendido nada respecto a la importancia de la educación para el desarrollo. Hablan de desarrollo (bueno, todos menos el actual) pero no han hecho nada para que la población prospere más allá de lo mínimo que permite el sistema educativo actual y el sindicato favorito de todos los políticos. Peor, no sólo no se ha avanzado, sino que el país involuciona a velocidad acelerada. Ojalá que la ciudadanía reconozca la obvia carencia a tiempo para el momento en que deposite su voto en las urnas.

Thomas Sowell resume la problemática en una frase lapidaria: “La nuestra puede convertirse en la primera civilización destruida, no por el poder de nuestros enemigos, sino por la ignorancia de nuestros maestros y las peligrosas tonterías que están enseñando a nuestros hijos. En una era de inteligencia artificial, están creando estupidez artificial.”

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 REFORMA
31 marzo 2024

Incompatible

Luis Rubio

“Ser o no ser” se preguntaba Hamlet en su famoso e introspectivo monólogo. Las campañas hacia la presidencia suelen caer en contradicciones e incompatibilidades -ser o no ser- porque tienen que conciliar intereses, grupos y proyectos que no son compatibles o coherentes entre sí, pero que tienden a ser factores reales -y, por lo tanto, inevitables- de poder con los que las candidatas tienen que lidiar. En el México tan extremoso de hoy, estas incoherencias alcanzan niveles descomunales.

Repetir los dogmas del gobierno saliente vende bien frente al gran elector, pero impide plantear un proyecto de desarrollo de largo aliento porque éste entrañaría, de manera inexorable, un viraje respecto a muchos de los dogmas prevalecientes. Proponer ideas novedosas aliena a la base de creyentes que se ha beneficiado de las políticas recientes, aun cuando es claro que éstas no son sostenibles. El dilema para la campaña del partido en el gobierno es claro: cómo ganar una elección y a la vez elaborar un proyecto alternativo porque el que la campaña promueve ya dio de sí. Las contradicciones no podrán más que agudizarse hasta que le sea posible a la candidata salir del encierro que las circunstancias le han impuesto.

El dilema para la candidatura de oposición no es menos complejo. La combinación de partidos políticos dedicados históricamente a competir entre sí (y, en muchos sentidos, a odiarse) y la ínfima calidad de sus liderazgos implica que hay una casi total ausencia de profesionales en materia electoral cuya experiencia pudiese elevar la probabilidad de éxito en la contienda. Un buen discurso ciertamente no hace verano, pero si puede convertirse en la piedra angular que cambie el destino de la candidatura, siempre y cuando exista una estrategia que lo haga posible. En contraste con la candidatura morenista, que vive acosada por el prócer, las limitaciones que enfrenta la de oposición son mitad estructurales y mitad autoimpuestas.

Materia prima no le faltará a ninguna de las candidatas. El gobierno del que surge la candidatura de Morena construyó y afianzó una base electoral que, si bien es insuficiente para triunfar por sí misma, constituye una envidiable plataforma política. Como proyecto de desarrollo o, incluso, de gobierno, el de AMLO le va a quedar debiendo a la ciudadanía, toda vez que la economía que entregue en 2024 quedará, en el mejor de los casos, a la par que la de 2018, pero con varios millones de mexicanos más, y con un gobierno incompetente y corrompido que la ciudadanía reprueba. Sin embargo, como proyecto electoral, el de AMLO ha sido formidable porque su único verdadero objetivo fue el de la continuidad de su grupo en el poder. De esta forma, el gran activo de la candidata de Morena es también su gran maldición.

Por su parte, la candidata de oposición también cuenta con amplio material para promover un proyecto de reconciliación y construcción de una ciudadanía pujante en un contexto de desarrollo económico y político que afiance nuestra vapuleada democracia. Así como AMLO le regaló una plataforma electoral envidiable a su candidata, su estrategia de polarización, destrucción de ciudadanía y de las instituciones esenciales para el funcionamiento de la economía, de la sociedad y de la democracia, constituye una base encomiable para la presentación de una propuesta de cambio hacia el desarrollo. En adición a ello, los resultados de la patética administración en todo lo que no fue electoral -seguridad, crecimiento económico, infraestructura, educación y salud- constituyen un obsequio excepcional para proponer soluciones tangibles a una ciudadanía golpeada y asediada. Las oportunidades están ahí. Las complejidades también.

Los próximos meses van a exhibir toda la parafernalia de virtudes, vicios y contradicciones que caracterizan a nuestro proceso político y al país en general. En el camino, se crearán oportunidades para que cada candidata muestre su capacidad de administrar y operar en condiciones adversas. Lo que ninguna podrá ignorar, el verdadero cambio que padece en el país desde la reforma electoral de 1996, es la centralidad del presidente en el proceso electoral. Aunque en apariencia esto beneficia a la candidata de Morena, con ello hereda los costos de su administración y, en tanto no se deslinde de su predecesor, sus dogmas y vicios.

Cien años de soledad, la gran novela de García Márquez, representa el arquetipo del realismo mágico de la región latinoamericana y sus consecuentes mecanismos de poder que producen resultados incongruentes, cuando no desastrosos, pero siempre incompatibles con la realidad circundante. Se trata de un espacio en que los personajes habitan en mundos paralelos que se ven, pero no se tocan. Algo similar se puede decir de un país que es lo que es, pero preferiría ser distinto sin cambiar nada. Es en ese contexto que las candidatas tienen que encontrar las grietas que les permitan mostrar quienes son sin alienar a quienes las patrocinan.

Así concluye Hamlet su soliloquio: ¿Quién lleva esas cargas, gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida, si no es porque el temor al más allá, la tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve…? Las candidatas seguramente lo entenderán…

 

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REFORMA

24 marzo 2024

La trama de hoy

  Luis Rubio

Sarajevo 1914. Gavrilo Princip le dispara al Archiduque Francisco Fernando y su esposa. Un asesinato más, excepto que éste tendría consecuencias inenarrables, comenzando por decenas de millones de muertos. Un evento aparentemente nimio desata fuerzas que luego nada ni nadie puede contener. Así comienzan los grandes cambios: con pequeñas cosas que se acumulan, el viejo dicho de la gota que derrama el vaso. Pero los tiempos son engañosos y las cosas ocurren en sus tiempos, no necesariamente los del reloj político.

2024 marca el periodo de transición constitucional, proceso que encarna dos elementos simultáneos, pero en direcciones opuestas: por un lado, los que se van; por el otro, los que todavía no llegan. Los primeros son conocidos, en tanto que los segundos están por definirse. Para eso son las elecciones y los mecanismos diseñados para llegar a ese momento, comenzando por las campañas mismas, periodo en el que estamos insertos en este momento.

Las campañas tratan sobre los que aspiran a llegar al gobierno y ese periodo, que en nuestro país está excesivamente definido y regulado, está diseñado para que los candidatos se den a conocer y se presenten ante el electorado. En circunstancias normales, los candidatos surgirían de sus propios procesos internos y se abocarían a conquistar los votos por parte de la ciudadanía. La teoría es muy clara, pero en esta ocasión ese proceso ha sido rebasado por las prisas del presidente por intentar ganar la elección meses antes de que ésta tenga lugar y por la forma en que se han dado las alineaciones partidistas.

Las encuestas y otras medidas sugieren que el resultado ya es inevitable, por lo que la estrategia de la candidata del partido gobernante está diseñada para desalentar el voto opositor: para qué perder el tiempo en las campañas y en el día de los comicios si el resultado ya se conoce de antemano, como en los buenos tiempos. Pero el objetivo del periodo de las campañas es precisamente para que los candidatos se presenten ante el electorado, sean conocidos y calados, gestándose con ello una verdadera competencia. Mientras que la candidata de Morena es ampliamente conocida, la campaña es la oportunidad para que el electorado conozca a la candidata de la oposición. El proceso mismo es clave para un resultado creíble que sea consumado y legitimado el día de las elecciones.

El otro lado de la moneda, crítico en este momento por la estrecha vinculación (mucho más que eso) entre el presidente saliente y su candidata, es el que se da en el ámbito de los que concluyen su mandato constitucional este año, desde el presidente y su familia hasta el último de sus colaboradores.

No hay sexenio en el que el grupo saliente no sienta una satisfacción desmedida por los logros de su gestión. Todos y cada uno de los gobiernos del pasado siglo concluyeron con el grupo gobernante seguro de que sus logros -todos extraordinarios, si no es que descomunales- explican su prestigio y su trascendencia histórica. Viéndose al espejo, (casi) todos ellos estaban ciertos de haber hecho el bien, transformado la realidad y concluído sin pasivo o pendiente alguno. Todo ello vindica su sensación de invulnerabilidad, plenamente justificada frente a un dorado futuro. Todos, todos ellos, erraron: unos porque quedaron en la irrelevancia, otros porque acabaron causando crisis descomunales o peor. Algunos, pocos, acabaron en la cárcel. Pero su error más importante fue creer que la fiesta seguiría pasado el día de la entrega constitucional. En eso el sistema político mexicano es no sólo ingrato, sino absolutamente brutal: de ahí ese pequeño detalle maderista de la no reelección.

Ensimismados en sus propios mitos y verdades artificiales y artificiosas, los que se van nunca se ponen a meditar sobre los posibles errores que se hayan cometido, los abusos, las víctimas de sus excesos o los agravios que dejaron en el camino, por no hablar de las barbaridades que pudiesen haber causado sus iniciativas. Todos ellos saben, quizá son parte, de eso que Emilio Portes Gil denominó como “las comaladas sexenales de millonarios.” Nada les quita el sueño porque se trata del gobierno más limpio, puro y excepcional de la historia. Como todos los que le precedieron… ¿Cuantos Sarajevos habrán dejado en el camino?

El sexenio que concluye es un tanto excepcional porque su narrativa es tan atractiva y contagiosa, que lleva a que sus integrantes se la crean y se sientan parte de una gran transformación, de esa cruzada que parece imparable y que se potencia por la enorme distancia entre el discurso y la realidad. No hay duda de la popularidad del presidente, pero su sustento es de arena. La única pregunta es cuándo se colapsan esos soportes sin cimientos. Es ahí donde entran los tiempos, que beneficiarán a una u otra candidata, pero inexorablemente será como la rifa del tigre para la ganadora.

Según Voltaire, “la historia nunca se repite. Pero el hombre siempre lo hace.” Quizá por ello pensó Marx que la segunda vez no es más que una farsa, pero México lleva un siglo repitiendo esa historia y los que se van nunca aprenden. La historia de este proceso de sucesión parece inevitable, pero está lejos de haber quedado escrita en los libros de texto. Los que se van se van, pero los que vienen están por definirse.

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 REFORMA

 17 marzo 2024

En marcha…

Luis Rubio

En su novela sobre Argentina intitulada Zama, Antonio Di Benedetto habla de las “víctimas de la espera,” que Michael Reid, experto latinoamericanista, interpreta como las víctimas de aguardar, una metáfora sobre la permanente expectativa por lograr el progreso y la prosperidad que en nuestro país parece una lucha interminable por llegar a la cima, sólo para encontrar, como en la famosa parábola de Camus, que cada vez que se acerca la meta, todo se viene abajo. Los sexenios inician con esperanza y concluyen con incertidumbre; pero el de López Obrador es excepcional en su arrojo por empujar a tambor batiente hacia el final, sólo para comenzar a encontrarse con que no todo es color de rosa e igual puede ganar que perder. Ahí está México al inicio de la última fase de esta contienda.

Hace un año todo parecía miel sobre hojuelas para el presidente y para quien resultara ser su candidato a la presidencia. Hoy las cosas podrían parecer similares (así lo indican algunas encuestas), pero hay dos factores que evidencian la existencia de un entorno mucho más competitivo. El primero es que no todas las mediciones coinciden. La dispersión que muestran las encuestas sugiere al menos dos posibilidades: por un lado, la intención por manipular a la opinión pública, y, por otro, problemas de medición. Esto último se acentúa cuando uno observa la competencia en las redes sociales, donde se presenta una situación casi opuesta a la que exhiben las encuestas que gozan de sólida reputación. Yo no digo que unas sean buenas y otras malas, sólo que hay indicadores que advierten una mayor competencia de la aparente.

El otro factor que sugiere una mayor competitividad en la contienda en marcha es el activismo del presidente. Ante todo, es notaria su preocupación: sus mañaneras han dejado de ser ejercicios épicos de convencimiento narrativo, para lo cual no había límite ni escrúpulo alguno, para convertirse en actos de flagrante activismo proselitista. El cambio podría parecer nimio, pero revela un estado de ánimo y, sobre todo, un desprecio por los cánones que el propio presidente estableció al inicio de su mandato. No hay mejor ejemplo de esto que los riesgos que, en materia financiera, decidió correr al mero final de su sexenio, el momento más vulnerable para cualquier presidente, justo el periodo en que la mayoría de sus predecesores se abocaba a cerrar capítulos, evitar conflictos innecesarios o resolver los posibles y confiar que las cosas terminarían bien.

El proselitismo presidencial insinúa lo que los griegos llamaban hubris o hybris: la sensación de que todo es posible, que no hay límite a lo que quien ostenta el poder puede lograr con sólo proponérselo. Por cinco años, fue cuidadoso con las cuentas fiscales porque le preocupaba ser acusado de una devaluación; dado que el peso parece desconectado del devenir político-económico interno, el gobierno optó por jugársela en grande con un extraordinario crecimiento del gasto (y, por lo tanto, del endeudamiento) en el último año del gobierno. Lo mismo se puede decir de sus veinte iniciativas de reforma constitucional que no son otra cosa sino un intento por apuntalar, en el documento jurídico fundacional, todo lo que hizo de facto a lo largo del sexenio como si él fuese la única persona relevante, merecedora de inmenso poder para alterar el orden interno, de por sí siempre frágil. Para un presidente que dice gustar de la historia, su lectura del final de los sexenios de las últimas décadas es pobre. Las apuestas que ha asumido (valga decir, a nombre de toda la sociedad) igual le salen bien que mal, pero las cuentas siempre se pagan. Lo único que queda por dilucidarse es quién las pagará: él o su sucesora, quien sea que ésta sea.

Más allá de lo que el presidente haga, el momento de la sucesión dispara toda clase de fuerzas, intereses y circunstancias que, en el ocaso del sexenio, nadie puede controlar. La aparición de acusaciones sobre el financiamiento de campañas previas, la evidencia de corrupción en el núcleo familiar, los conflictos dentro de Morena y las incongruencias en que la candidata presidencial tiene que incurrir para evitar desatar la ira presidencial son todos ejemplos del tipo de imponderables que comienzan a hacer ruido y que, con facilidad, podrían convertirse en un caudal.

Desde mucho antes de que cobrara forma la contienda actual, la narrativa gubernamental argumentaba que ya todo estaba resuelto, que lo único que faltaba por esclarecer la sucesión era el nombramiento de quien encabezaría la candidatura. La aparición de Xóchitl Gálvez en el panorama, en no poca medida producto de la arrogancia presidencial, cambió la realidad política, si bien no la narrativa matutina. El intento por desacreditar a la candidata de la oposición, recurriendo a información confidencial y manipulándola sin resquemor alguno como es usual en este gobierno, tuvo el impacto inmediato de confundir, pero el efecto en el tiempo ha sido el opuesto: hoy hay claramente dos candidaturas fuertes y vibrantes.

A su llegada a la presidencia, López Obrador contaba con un amplio apoyo popular y la expectativa de que sería un presidente para todos los mexicanos. Hoy es claro que sólo trabaja para sí mismo. Otro presidente apostador: el anterior, en 1982, quebró al país.

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REFORMA
10 marzo 2024