Luis Rubio
Pocas decisiones en nuestra historia serán tan trascendentes como la nominación del Fiscal General. El nombramiento será crítico no sólo por la función crucial de administrar la justicia y la lucha contra la corrupción, sino por la enorme autonomía de que gozará bajo la nueva ley, a lo que se adiciona el hecho de que el nombramiento será por nueve años y quien lo ostente será inamovible. Un error en el nombramiento y el país no sólo perderá otra oportunidad, sino que quedaría a merced de los vicios de personalidad que caractericen al agraciado o agraciada. Aquí se revela, una vez más, nuestra enorme debilidad institucional.
Un nombramiento de esta naturaleza y calibre es complejo y difícil en cualquier país y circunstancia, pero sería infinitamente menos complejo de contar con instituciones sólidas capaces de limitar los excesos y falibilidades inherentes a las personas. Madison lo dijo como nadie: “si los hombres fuesen ángeles no se requeriría gobierno… la gran dificultad reside en (que): primero se tiene que facultar al gobierno para que controle a los gobernados, y luego obligar al gobierno a que se controle a sí mismo.” Cuando no contamos con mecanismos para lograr uno o lo otro, el nombramiento se torna siempre riesgoso.
En las últimas semanas y meses hemos sido testigos de debates y elucubraciones sobre la transición de la procuraduría hacia la nueva fiscalía y, más recientemente, sobre la cabeza de la fiscalía electoral, removido cuando resultó incómodo, como ha ocurrido tantas veces antes. En ambos casos, la discusión es la misma: ¿es idónea la persona? ¿Se comporta debidamente? ¿Cumplirá? ¿Lo dejarán cumplir? Las interrogantes son relevantes por la importancia del puesto y las realidades del poder y porque, a final de cuentas, los encargados no son, en palabras de Madison, ángeles.
Nuestro primer problema no es la persona sino el hecho de que tengamos que discutir a la persona en lugar de a la institución, donde reside, a final de cuentas, la clave. Nos enfrentamos al dilema de la persona porque tenemos instituciones débiles que se adaptan a la persona en lugar de tener instituciones fuertes que cumplan con su mandato a la vez que limitan los peores excesos de quienes son responsables de su conducción. La verdadera pregunta que debiéramos hacernos es por qué tenemos instituciones tan débiles, maleables y propensas a esos riesgos.
Llevamos décadas construyendo instituciones denominadas como autónomas bajo el principio de que la distancia respecto al ejecutivo resuelve los déficit que enfrenta el país en materia de justicia, corrupción e impunidad. Sin embargo, es absurda la noción de que “autonomía” es sinónimo de imparcialidad y de que una institución pública puede ser mejor administrada por “ciudadanos” que por funcionarios profesionales. Estas concepciones son perfectamente explicables dada nuestra historia y sistema de gobierno, pero lo crucial no es la autonomía sino los pesos y contrapesos, que se deben aplicar de exactamente la misma manera al ejecutivo como a las entidades independientes.
Hoy contamos con una serie de entidades supuestamente autónomas -como COFECE, IFETEL, INE- que se han convertido en territorios igualmente viciados, propensos a decisiones arbitrarias, pero con vastas facultades discrecionales, que no rinden cuentas ni se encuentran sujetas a mecanismos de supervisión naturales a cualquier sistema democrático. El punto no es criticar a las instituciones que se han ido creando con buenas intenciones, sino a la forma peculiar en que se han construido espacios propensos al desarrollo de feudos personales y de grupo, cuyas acciones y resoluciones no están sujetas a mecanismos de revisión e impugnación efectivos. La autonomía mal entendida por la ausencia de contrapesos termina siendo un poder fáctico más, que es precisamente el fondo de la discusión respecto a los nombramientos (y remoción) de los fiscales en este momento.
Estamos donde estamos: ante la necesidad de hacer los nombramientos y, por diseño, sin los debidos contrapesos. Esta circunstancia ha llevado a propuestas para el nombramiento de personas cuya característica central es no haber tenido experiencia en asuntos judiciales o el manejo de grandes y complejas burocracias precisamente porque se asume que cualquier contacto previo con esos mundos implica corrupción. Sin embargo, la falta de experiencia en esas materias conduce a muchos de los vicios y riesgos que se observan en las entidades llamadas autónomas: feudos personales, arbitrariedad, excesos y, todavía más importante, fracaso en la misión central.
Quien sea nombrado debe al menos satisfacer tres criterios: primero, probidad personal; segundo, capacidad y experiencia en el manejo de asuntos complejos y burocracias irredentas; y, tercero, seriedad: una persona práctica y clara de mente respecto al objetivo que se persigue y que debe consistir, antes que nada, en construir una institución que a su vez acabe limitando a la persona. Lo último deseable es un santo o un iluminado.
Tanto poder puede llevar a un sistema que institucionaliza las vendettas. Nada más peligroso. La institucionalidad, no las prisas, debe guiar estos nombramientos.
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