Luis Rubio
Nada como mostrar los verdaderos colores de un gobierno y en panavisión. Cuando uno de los miembros emblemáticos de la coalición del presidente López Obrador amenaza a la ciudadanía con sanciones, resulta claro que el gobierno no está para gobernar o, en el viejo sentido del término, para “servir” a la población, sino para usarla y abusarla.
En un tweet atribuido a un integrante de Morena, el presunto diputado amenaza a la ciudadanía: “Estoy por formular una ley que prohíba y sancione a los civiles por insultar a los Diputados Federales. Estén atentos.” Sin el menor rubor, el personaje modifica la función del congreso, dándole superioridad sobre la ciudadanía. Según el artículo 39 constitucional, “la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo,” lo que implica que el diputado propone limitar la libertad de expresión de la ciudadanía porque le estorban sus comentarios o críticas. El abuso es parte inherente del sistema político mexicano, pero pocas veces se dan joyas tan excelsas como ésta, porque deletrean, en blanco y negro, su verdadera naturaleza.
Para los mexicanos esto no es sorprendente: el gobierno nunca ha funcionado para los ciudadanos, al grado en que más de un presidente ha empleado el recurso retórico de que los funcionarios “están para servir y no para servirse,” reconociendo el fenómeno. Sin embargo, la solución al debate público y a la crítica a la que recurre el diputado no tiene desperdicio; aclara, sin rodeos, la concepción reinante que tiene del mundo, del gobierno y de la población: no se concibe como representante de la ciudadanía (la que mantiene al personaje), sino como beneficiario del sistema político.
El problema no es particularmente mexicano en naturaleza; aunque la teoría de la democracia dice que el poder legislativo representa a la ciudadanía y que el ejecutivo gobierna para ésta, la práctica universal es más simple: los gobiernos gobiernan y, como decía Churchill, también los burócratas, que son parte de la estructura del propio ejecutivo. El estadista británico afirmaba que en lugar de servidores civiles (el concepto anglosajón del servidor público), lo que en realidad existe son dueños incivilizados, que no le rinden cuentas a nadie. La ciudadanía no es una de sus preocupaciones centrales, razón por la cual el gobierno se ha abocado a cercenar o anular todo vehículo de representación popular y todos los mecanismos que, en las últimas décadas, se construyeron para acotar las facultades de presidentes con demasiadas ansias de poder y burócratas ensimismados, todo ello para asegurar que se avancen los objetivos para los cuales se aprobaron determinadas leyes y procedimientos, como es el caso de los asuntos electorales, energéticos, de competencia y de transparencia.
La mexicana está lejos de ser una democracia consolidada que le responde a la ciudadanía, pero tampoco es una democracia enclenque. Los propios senadores así lo entendieron hace algunas semanas cuando, en la discusión sobre la guardia nacional, aceptaron que era indispensable incluir en el debate, y en el contenido final de la iniciativa, las posturas y preocupaciones de innumerables organizaciones ciudadanas que representan ideas, víctimas, análisis y experiencias que el gobierno (ningún gobierno) puede jamás tener porque no está, ni puede estar, en todas partes. Lo que ha sufrido una madre que perdió a un hijo en las guerras de las drogas o lo que ha estudiado un especialista a lo largo de las décadas, son insumos inexorables e invaluables para el avance de una sociedad y sería muy torpe un gobierno que decide ignorarlos.
Una paradoja peculiar del gobierno actual radica en el extraordinario contraste que existe entre la enorme popularidad y legitimidad del presidente y su necesidad imperiosa por descalificar y desacreditar toda instancia de crítica, contrapeso u oposición. En franca discordancia con la vieja tradición mexicana de que “lo que resiste apoya,” en las inolvidables palabras de Jesús Reyes Heroles, el presidente López Obrador está empeñado en eliminar todo apoyo y toda resistencia. La historia de las últimas décadas sugiere que el mejor camino es exactamente el opuesto: las cosas que permanecen de un legado presidencial son precisamente aquellas que, en su momento, gozaron de amplio apoyo social, partidista y legislativo, pues eso crea cimientos que se tornan permanentes. Las cosas que le están costando trabajo desmantelar a AMLO son aquellas que resultaron de amplias consultas y apoyos, algo que no debería sorprender a nadie. Luego del actuar del senado en el asunto de la guardia nacional es más probable que esa ley adquiera permanencia, en contraste con las iniciativas de AMLO que han sido impuestas como si se tratara de una embestida de los bárbaros del sureste.
El desprecio por la ciudadanía que muestra el dilecto político no es algo novedoso; muchos presidentes fueron víctimas de críticas y chistes porque esos son los únicos recursos con que cuenta la ciudadanía para influir en el devenir gubernamental. Lo que el diputado no reconoce es que los ciudadanos tienen un gran activo a su favor y saben una cosa que a los políticos encumbrados se les olvida con facilidad: no hay mal que dure seis años, ni pueblo que los aguante.
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31 Mar. 2019