Luis Rubio
La frontera México-Estados Unidos es un mundo peculiar: parte mexicano, parte americano y, a la vez, distinto a ambos. Sobre todo, es absolutamente diferente a lo que imaginan los políticos en Washington o la Ciudad de México. La frontera ha ido adquiriendo su propio carácter por sus circunstancias particulares: el desdén de sus gobiernos centrales, la distancia a las capitales respectivas y, sobre todo, la dependencia mutua que cada punto de la frontera ha desarrollado. El Paso no podría existir sin Ciudad Juárez y ambas viven en medio de un desierto inhóspito que las atrae en lugar de repelerlas. El reto, y la oportunidad, para México no radica en volver a aislar la zona fronteriza (que es lo que se está haciendo) sino en integrarla con el país a la vez que el país se integre con la propia frontera.
En un libro señero, La Frontera, Weisman y Dusard describen las muchas fronteras que caracterizan a la línea que une (y separa) a las dos naciones: cada región tiene sus características, pero el conjunto guarda semejanzas que se derivan de la interacción permanente -y la interdependencia- que surgen de una convivencia cada vez más profunda. Ese libro, de hace casi tres décadas, era un mero atisbo a lo que habría de venir. El libro describe, e ilustra con fotografías, la cambiante geografía natural, pero también la forma en que interactuaban a diario las comunidades en ambos lados de la línea fronteriza, con todos los problemas y tensiones que son parte inherente al panorama.
De publicar una secuela hoy, estos autores seguramente describirían dos nuevas realidades: primero, el incremento descomunal de la interacción fronteriza, sobre todo producto de la integración creciente entre las dos economías, las cadenas de suministro que alimentan a la industria automotriz, química, electrónica, de aviación y tantas otras que son el pan de cada día de nuestra economía y que han llevado a un ascenso dramático en el número de camiones, carros de ferrocarril y personas que cruzan en ambos sentidos de manera cotidiana. Por otra parte, la descripción seguramente incluiría el deterioro que ha experimentado la región como resultado de la cada vez mayor actividad criminal, los interminables flujos migratorios que ahora se han hacinado del lado mexicano y las tensiones y conflictos que todo esto entraña.
A pesar de estos males, la región es cada vez más un “país” en sí mismo, una región en que conviven comunidades de ambos lados y que tienen características en su vida cotidiana que son radicalmente distintas a las del resto del país. No es casualidad que siempre que se realizan cambios fiscales o regulatorios (como el IVA o sobre el lavado de dinero) se crean excepciones para la zona fronteriza porque no habría otra forma de funcionar ahí. Innumerables mexicanos van a la escuela en el país del norte, o viven “del otro lado” y cruzan la frontera de manera cotidiana. Trabajadores mexicanos van al lado estadounidense todos los días, en tanto que empresarios americanos vienen a trabajar al lado mexicano.
Algunos estados fronterizos han formalizado diversos esquemas de cooperación para facilitar los intercambios, otros simplemente se dedican a ello. Quizá no hay mejor ejemplo que el caso de la frontera de Sonora y Arizona con su comisión bilateral. Para el estado de Texas, México es su mayor socio comercial, superior en volumen y valor al de todo el resto de sus intercambios con toda la unión americana y sus gobernadores, igual republicanos que demócratas, se dedican a hacer funcionar la relación. El propio gobierno federal estadounidense ha ido inventando mecanismos para facilitar la vida fronteriza y atenuar la creciente complejidad burocrática que caracterizan sus programas de seguridad, a través de programas como el Sentry, cuyo propósito es hacer expedito el cruce de vehículos previamente registrados.
Para México, la frontera siempre ha sido un desafío. El instinto histórico ha sido el de distanciarnos de los americanos, tolerar las inevitables peculiaridades que requieren quienes viven en esa región y olvidarse del asunto. Fue con ese fin que, a mediados del siglo pasado, se creó la zona libre y, luego, se propició el establecimiento de maquiladoras, pero siempre restringidas a esa región. Es decir, se quería aislar a la zona fronteriza como si se tratara de una cuarentena por razones de salud: que no se contagiara el resto del país.
Esa perspectiva ya no es sostenible ni tiene sentido. Desde los ochenta, la frontera se convirtió en el factor clave de la interacción entre las dos economías y el punto de encuentro de México con su principal motor económico. Desde luego, no hay razón alguna para limitarse a un sólo motor, pero es imposible, y sería suicida, pretender disminuir o eliminar los elementos y mecanismos que hacen funcionar a la región.
En una palabra, en lugar de volver a aislar a esa zona del resto del país a través de la recreación de la zona libre, el gobierno debería integrarla de manera cabal con el resto del país y, al mismo tiempo, integrar al país con esa zona. Este no es un juego de palabras: la única manera de poder prosperar es simplificando, descentralizando y desburocratizando, característica inherente a esa región.
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Otro país
25 Ago. 2019