¿Argentina en el horizonte?

Luis Rubio

Argentina comenzó el siglo XX con el PIB per cápita más alto de América Latina, muy similar al de Estados Unidos en aquel momento; un siglo después, la nación sudamericana se encuentra en el lugar 53. Como dice un amigo argentino, “quien diga que las cosas no se pueden poner peor, no conoce Argentina,” nación que parece haberse dedicado a minar sus posibilidades de desarrollo de una manera sistemática, década tras década. Hay muchas hipótesis sobre las causas del declive, pero una evidente ha sido la polarización que, desde el gobierno de Juan Domingo Perón, se convirtió en norma y, en buena medida, esencia de su permanente confrontación política. Me pregunto si México no corre el riesgo de caer en un círculo vicioso similar.

Perón fue un genio de la comunicación, a la que empleó como medio para incitar a la población a confrontarse, expresar sus resentimientos y procurar enemigos del pueblo. La existencia de una verdad única que explica la historia y la realidad cotidiana le permitió al caudillo sudamericano polarizar a la sociedad y construir una base de apoyo profunda y duradera. Sin embargo, la consecuencia de su estrategia fue la polarización permanente de su sociedad y, en lo económico, su empobrecimiento sistemático. Argentina tiene todo para ser una de las naciones más ricas del orbe -una sociedad europea trasplantada a una de las regiones con más recursos naturales del mundo-, pero ha tenido la desdicha de vivir en permanente conflicto. Tres cuartos de siglo desde Perón, Argentina sigue siendo una nación de altibajos constantes.

El gran riesgo de la estrategia de López Obrador radica en su potencial por convertir a México en un país permanentemente perdedor. Tengo certeza que ese no es su propósito ni su visión; al revés, su punto de partida es que México erró en el camino en las últimas décadas y que hay que corregir el rumbo para poder construir un nuevo y mejor futuro. En esto, su visión no podría ser más distinta a la que siguió Chávez; sin embargo, su estrategia de confrontación, que es parte esencial de su visión política, entraña el riesgo de paralizar al país y revertir las cosas que sí funcionan, un esquema más parecido a la Argentina post Perón que a cualquier cosa que Chávez haya intentado.

AMLO cree en la confrontación como estrategia en una era radicalmente distinta a la de Perón. Héctor Aguilar Camín lo describe así: “No negocia, pelea, pero para negociar en sus términos. No tiene aversión sino atracción por el conflicto, pero para pactar después… Se nutre del enfrentamiento, para atraer adhesiones y pactos. Pero tiene una voz propia, inconfundible, que crea realidades políticas… Es, por naturaleza, un político de la protesta y de la confrontación…”

Una estrategia similar llevó a Argentina a una era de crisis que ya lleva más de medio siglo, con la enorme diferencia que la economía de aquella nación a la mitad del siglo XX era cerrada y no existía el entorno de globalización que hoy caracteriza al mundo. Las economías cerradas latinoamericanas de mediados del siglo pasado, dedicadas esencialmente a la substitución de importaciones, tenían características tanto económicas como políticas que les conferían enorme latitud de acción a sus gobiernos.

Para comenzar, se trataba de esquemas económicos que procuraban minimizar los intercambios comerciales con el resto del mundo y, por lo general, rechazaban a la inversión extranjera o la limitaban a ciertos sectores. En segundo lugar, no existían comunicaciones instantáneas como las que hoy son prototípicas. Los empresarios podían producir bienes caros y malos y el consumidor no tenía alternativa alguna para satisfacer sus necesidades. En ese contexto, los políticos podían imponer leyes y regulaciones como les venía en gana, a sabiendas que ningún componente de la sociedad tenía opciones. El gobierno mandaba y con eso determinaba el bienestar o malestar de la población.

La realidad de hoy es exactamente la opuesta. Hoy el consumidor tiene opciones infinitas, los precios de los bienes más esenciales han disminuido en términos reales, sin inflación; las empresas tienen que competir con sus pares en el interior del país y con los del resto del mundo; y el gobierno, si quiere lograr elevadas tasas de crecimiento, tiene que dedicarse a atraer inversión tanto del interior como del exterior. Una estrategia de confrontación en este entorno crea incertidumbre y lleva a la alienación del inversionista y, por lo tanto, a la recesión de la economía.

La característica nodal de las naciones que crecen y tienen éxito es la cohesión social y el consenso, lo que les permite atacar los males que nos aquejan, como la pobreza, el estancamiento económico y la violencia. Por donde uno le busque, lo que sobresale en naciones como Chile, Colombia, España, Taiwán o Singapur es una claridad de miras hacia el futuro. Sus políticos se desviven por proyectar una nación exitosa y buscan el apoyo decidido de la ciudadanía.

La estrategia de confrontación entraña el enorme riesgo de dejar un legado de resentimiento, polarización, desasosiego y crisis, décadas después de que concluya el presente sexenio, un escenario que ni el presidente ni mexicano alguno podrían ver con beneplácito.

Falta de brújula

Luis Rubio

En uno de los episodios finales de Los Simpsons, el soporífero y aturdido octogenario abuelo es reclutado como esquirol para romper una huelga en una planta nuclear. Su táctica: aturdir, si no es que arrullar, a los huelguistas contándoles historias que no tienen pies ni cabeza para agobiarlos, agotarlos y, finalmente, vencerlos. Así parecen los gobernadores priistas frente a AMLO: abrumados, perdidos y derrotados.

Si algo resulta evidente de observar la manera de funcionar tanto de la política como de los negocios en el mundo a lo largo del tiempo es que sobreviven quienes tienen claro el rumbo, entienden el contexto y no se pierden entre los árboles. Quienes comprenden el bosque tienen la oportunidad de vencer hasta al más poderoso o al más incompetente porque la alternativa, dejarse llevar por la corriente, lleva siempre a la quiebra o a la desaparición.

Esto que es tan obvio parece eludir a los gobernadores priistas que van ciegamente al desfiladero que con tanta habilidad les ha marcado el flautista de Hamelin, hoy residente en el Palacio Nacional.

El PRI es la cantera más importante de política y políticos en el país. Prácticamente no hay persona de poder en México que no haya surgido de sus filas o se haya formado en su escuela de política. Por décadas, fue el vehículo -por demás exitoso- para la construcción del país en la etapa postrevolucionaria y lo hizo con los instrumentos y métodos de la época: la lealtad y la corrupción fueron características no sólo prototípicas sino inherentes y fundacionales. Su éxito también fue la fuente de su creciente erosión, porque todo sirve hasta que se agota.

En 2000 la ciudadanía optó por otro partido y el PRI se encontró, por primera vez en su historia, en la orfandad. En los siguientes doce años los priistas jugaron un papel fundamental como oposición responsable y, de hecho, hicieron posible la preservación de la estabilidad del país; sin embargo, no emplearon ese tiempo para transformarse. En 2012 regresaron al poder con la bandera del “nuevo” PRI, que de nuevo sólo tenía la flagrancia de la corrupción y la arrogancia del poder, incompatible con la era de las redes sociales. En lugar de responder a las demandas del siglo XXI, su “transformación” fue hacia atrás, hacia sus orígenes. El juicio de la ciudadanía en 2018 lo dice todo.

Ahora los priistas tienen dos opciones muy simples y claras: intentar reconstruirse o sucumbir ante el canto de las sirenas lopezobradoristas. No tiene de otra: aceptar el camino (o la trampa) que AMLO le ha tendido a los gobernadores (seguramente a cambio de presupuestos) para sumarse a la “gran transformación” que enarbola el presidente en la forma de la 4T, o volver a picar piedra con la esperanza (porque no hay mucho más) de construir un nuevo partido, compatible y visionario para las realidades nacionales y mundiales de esta era tan convulsa y compleja que nos ha tocado vivir.

Es fácil entender por qué resulta tan atractivo el llamado presidencial; primero que nada, porque constituye una salida cómoda: para qué construir algo nuevo si se puede vivir con generosidad en el corto plazo. En segundo lugar, la salida cómoda no implica confrontación y sí resuelve el problema de la operación cotidiana. Si así hubieran pensado los Elías Calles o los Cárdenas, México probablemente habría acabado como las frágiles economías y sociedades de muchas naciones latinoamericanas.

En lugar de debatir la reconstrucción institucional del país, a la cual un PRI transformado podría aportar tanto, los priistas están sumidos en un pleito de lavanderas sobre el número de militantes que, todo indica, no pueden certificar frente al INE y que seguramente los sumiría en un interminable conflicto postelectoral que, además de hacer el ridículo, justificaría el escarnio y desprecio de que goza el instituto entre buena parte del electorado. Por eso es tan trascendente el método que decidan para elegir a su próximo dirigente.

El método importa por tres razones: primero, porque debe lograr al menos un objetivo de manera contundente: que no haya disputa sobre al resultado. Hoy hay certeza de que una elección no certificada por el INE llevaría a una disputa, que podría surgir tanto de la probable manipulación de los votos como de la vulnerabilidad de un padrón no confiable, potencialmente sancionable por el INE. En segundo lugar, lo que el PRI -y México- requieren es un partido que construya institucionalidad y se constituya en un contendiente creíble para el futuro. Un partido subordinado al presidente difícilmente cumpliría ese cometido y eso es lo que los gobernadores están promoviendo. Finalmente, un método indisputable le conferiría legitimidad a un partido que, por su historia y capacidad, podría ser gobernante en el futuro pero que, por donde va, avanza directo a su desaparición.

La elección del 2 de junio mostró al PAN como el gran ganador (o al que menos mal le fue) porque ha articulado una postura congruente que lo ha convertido en el bastión de la oposición. Los priistas tienen mucho que aprender de lo que la ciudadanía está observando y cómo está se está comportando. Como diría el cantante Jimmy Dean, “no se puede mandar al viento, pero sí se pueden ajustar las velas.”

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16 Jun. 2019

La política exterior es interior

Luis Rubio

La carta que envió el presidente López Obrador al presidente Trump puede tener muchas lecturas, pero una gran certeza: es un documento concebido desde y para fines de la política interna y, en esos términos, ha sido un gran éxito. En adición al apoyo popular que, desde el comienzo, ha sido masivo, ahora puede jactarse de contar con la simpatía, si no es que con el reconocimiento, de buena parte de la sociedad -empresarios, comentaristas y críticos- que no estaban con él. El éxito es notable. Captando la nueva tónica, un comentarista afirmó que «Trump logró convertir a AMLO de líder en Jefe de Estado». El apoyo es innegable; la pregunta es si eso resuelve el problema.

El contexto es fundamental: en los de facto diez meses en que AMLO ha gobernado, la característica central ha sido de confrontación en un país sumamente dividido. La estrategia de ataque que ha empleado el presidente le ha rendido frutos, pero ha sido sostenible sólo porque los mercados financieros internacionales, en contraste con otras eras de la política y economía del país, han sido indiferentes a las discusiones internas. Mientras las exportaciones fluyan, el diferencial de tasas de interés se mantenga y las calificadoras ignoren sus propias admoniciones respecto a la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya, los inversionistas de portafolio no verán razón alguna para cambiar su estrategia, muy rentable hasta la fecha. La reciente acción por parte de Trump podría cambiar esa ecuación, como ilustró el cambio de calificación.

En «Cien años de soledad», Gabriel García Márquez crea personajes que habitan mundos paralelos que, aunque se ven, nunca se acercan. El famoso realismo mágico que describe el escritor colombiano no parece muy distante de los sucesos de los últimos días. Trump -otro personaje de un realismo igualmente hechicero- logró combinar dos obsesiones de una manera catastrófica para México. Su prejuicio de que los déficits comerciales son malos y dañinos para la economía es bien conocido, pero ahora lo combinó con el asunto de los flujos migratorios, quizá el elemento más trascendente en su estrategia electoral de 2016. Es evidente que, para Trump, el más reciente amago constituye el cimiento perfecto para lanzar su campaña para la reelección. Cada lado con su propio realismo mágico.

Cualquiera que sea el devenir de largo plazo del asunto arancelario o de la campaña, el impacto sobre México puede ser descomunal. La verdadera asimetría en la relación no radica en el poder de cada uno de los gobiernos, sino en el desproporcionado impacto que cualquier medida de allá tiene sobre México: mientras que una decisión del gobierno mexicano no es más que un pequeño murmuro para los estadounidenses, casi cualquier acción del gobierno estadounidense entraña consecuencias desmedidas sobre nuestro país. La pura amenaza de los aranceles provocó una devaluación de más de 3%, patrón que ha sido no sólo histórico, sino especialmente característico del actuar de Trump desde su campaña presidencial hace tres años.

El problema de la más reciente táctica de Trump para México es que ataca, de un golpe, los tres elementos clave de la estabilidad del país. Primero, con su amenaza de imponer aranceles crecientes, se ponen en entredicho las exportaciones; segundo, la inestabilidad cambiaria que la misma medida ha generado reduce el atractivo que el diferencial de tasas ofrecía hasta ahora; y, tercero, la presión sobre las agencias calificadoras seguirá aumentando, toda vez que dos de los vectores clave en sus consideraciones -los proyectos de infraestructura que consideran imposibles de financiarse y las exportaciones que garantizan el flujo de dólares- ahora juegan en sentido contrario. Y lo peor es que no hay mucho que el gobierno mexicano pueda hacer para cambiar la realidad migratoria en el corto plazo.

Al mismo tiempo, todos los mexicanos sabemos que el gobierno mexicano lleva décadas prometiendo acciones y respuestas a los flujos migratorios y no ha hecho nada al respecto. Como nunca hubo consecuencias a la inacción, en México siempre se pretendió que esto no era más que un juego de espejos, situación que cambió desde la campaña del hoy presidente de EUA. El extremo ha sido el otorgamiento de visas de trabajo y tránsito del gobierno actual, creando un incentivo que contribuyó a desatar el súbito y enorme crecimiento en esos flujos. En el peor momento: con Trump.

El momento es propicio para un reencauzamiento de la política interna. El presidente ha logrado generar, en buena medida gracias a Trump, una tregua en política interna, lo que confirma su propio dicho, así sea a la inversa, de que la mejor política interior es una buena política exterior, recurso frecuente en décadas pasadas. La oportunidad está en sus manos: el presidente tiene el sartén por el mango y podría emplearlo para empecinarse en una estrategia divisiva y cierta de provocar a las calificadoras, o para sumar a toda la población y convertirse en el factor transformador que el país necesita y con el que él ha soñado. La oportunidad es única y extraordinaria y, con suerte, podría contribuir a evitar que se consumen las peores consecuencias de la conflagración que entraña el actuar de Trump y la estrategia del gobierno de AMLO a la fecha.

 

 

09 Jun. 2019

 

Capacidad de gobierno

Luis Rubio

 No hay problema más grande en el país que el desempate entre las capacidades del gobierno (federal, estatal y municipal) y los requerimientos que le impone -al propio gobierno- la urgencia de lograr el desarrollo. Gracias a la diferencia entre las capacidades reales del gobierno (cada vez menores) y la demanda por seguridad, servicios y respuestas, el país ha sido incapaz de avanzar a un ritmo sensiblemente mayor. Tenemos un sistema de gobierno muy incompetente que no sirve para hacer posible el crecimiento de la economía, que no atrae inversión y que no resuelve los problemas que afectan a la población y desincentivan al desarrollo en general.

El problema no es exclusivamente mexicano, aunque aquí haya adquirido dimensiones excepcionales. El cambio tecnológico, las fuerzas desatadas por la liberalización económica, las brutales presiones y el poder que acompañan al narco y, en general, al crimen organizado, son todos factores que han deteriorado la capacidad de gobierno en innumerables naciones. En México, el problema se agrava por la forma en que se constituyó el sistema de gobierno a partir del fin de la Revolución, una entidad menos dedicada a atender las necesidades del desarrollo que a preservar la paz y a responder a las demandas de los beneficiarios del statu quo que surgió de la propia gesta. El colapso de los gobiernos priistas en el 2000 no vino acompañado de la construcción de una estructura idónea para un país que se había venido transformando aunque solo parcialmente: se fue el autoritarismo pero no llegó un mejor gobierno.

Muchos países han pasado por procesos complejos de transformación pero pocos se han transformado, lo que hace tanto más notables a los que sí han logrado un cambio profundo en sus estructuras sociales, económicas y gubernamentales. En nuestro hemisferio, muchos países han pasado por procesos traumáticos de cambio, pero sólo Chile puede decir que se ha transformado, aunque Colombia poco a poco se le va acercando.

Estudiando a la India, es notable lo que ha avanzado, tanto como la enormidad de lo que le falta por hacer. Más que una elevada tasa de crecimiento o las decenas de millones de indios que van saliendo de la pobreza para integrarse al mundo moderno, lo extraordinario de la India es la transformación (gradual) de sus capacidades como gobierno, en buena medida gracias al uso de la tecnología. En lugar de intentar copiar la forma en que otras naciones han procurado acelerar el paso del crecimiento económico, India ha optado por un proceso muy distinto, cuyo devenir todavía está por decidirse.

El uso de la tecnología ha sido un elemento especialmente interesante. Hace algunos años se realizó el registro biométrico de toda la población, un proceso nada sencillo en una nación tan grande, con una población rural mayoritaria y con más de mil trescientos millones de ciudadanos. Una vez construido el censo, el país súbitamente pudo contar con un mecanismo que permite identificar a la totalidad de la población y localizarla geográficamente. De ahí siguió la creación de un “sistema unificado de pagos” que tiene la virtud de permitir que una persona le haga un pago a otra o a una empresa con el uso del número emanado de la base biométrica y su respectiva contraseña. Esto que parece pequeño ha permitido eliminar burocratismos e intermediarios (con sus comisiones), para facilitar la integración de un solo mercado nacional, algo que parecía imposible hace sólo una década.

El sistema de pagos ha permitido la inclusión de la totalidad de la población al sistema financiero casi de un plumazo. De la misma forma, se ha hecho posible la provisión de servicios de salud y educación (proceso que apenas comienza) en los lugares más recónditos. La red de comunicaciones inalámbricas (con más de mil millones de teléfonos celulares registrados) contribuye a la modernización de los intercambios de bienes y la introducción de un programa dedicado a la mejoría de las habilidades de toda la población adulta favorece el crecimiento de la productividad. El punto es que la calidad del gobierno ha ido mejorando en buena medida porque el gobierno dejó de estar simplemente sentado ahí para dedicarse expresamente a crear condiciones para el crecimiento económico.

Quienquiera que haya visitado la India sabe bien que se trata de una nación sumamente pobre, con un ingreso per cápita que es sólo una fracción del mexicano y con enormes carencias, además de los ingentes problemas derivados de su extraordinaria complejidad étnica, religiosa, política y lingüística. Sin embargo, lo notable es el entusiasmo de la población por avanzar, mejorar y entrar en un nuevo estadio del desarrollo: los indios se han imaginado un futuro exitoso y están decididos a construirlo. Todo ello ha sido posible en buena medida por la claridad de propósito de sus gobiernos recientes, que han enfocado los recursos existentes a crear condiciones para el crecimiento. Mero sentido común.

Los problemas de India en la actualidad son los que ha producido un proceso sumamente disruptivo de cambio institucional y económico, mucho de ello producto del crecimiento acelerado a lo largo de varios lustros. Ojalá algún día lleguemos a tener ese problema.

 

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02 Jun. 2019

Otras herencias

Luis Rubio

 

Miedos, intereses, inercias y una gran miopía impidieron que el país llevara a cabo una transformación integral en las pasadas cuatro décadas. Se emprendieron reformas de diversa índole, algunas más profundas que otras, pero siempre de manera parcial; siempre hubo limitaciones y poderosos intereses que sesgaron los procesos de reforma en aras de preservar cotos de caza, negocios particulares y oportunidades de corrupción. Aun así, hubo muchas reformas exitosas en el ámbito económico, pero se dejó prácticamente intacto al sistema político, lo que dejó un sinnúmero de espacios en los que interactuaban -más bien chocaban- los procesos de reforma económica con las realidades del poder y de los políticos.

Andrés Manuel López Obrador afirma repetidamente que en los pasados 36 años no se avanzó nada, que todo fue malo. Sus afirmaciones son factualmente erradas, toda vez que la evidencia es abrumadora en sentido contrario: quienquiera que haya cruzado por el Bajío en los últimos años podrá apreciar la espectacular transformación que han experimentado estados como Querétaro y Aguascalientes y, de ahí, toda la región hacia el norte y buena parte del noroeste del país. Si uno observa el comportamiento de las exportaciones, México se ha convertido en una verdadera potencia mundial. En una palabra, la transformación es real como pueden atestiguar decenas de millones de mexicanos.

Pero AMLO tiene absoluta razón en que el cambio y progreso que se ha dado ha sido sumamente desigual al no beneficiar de la misma forma a la totalidad de la población. Quienquiera que haya visitado Oaxaca, Chiapas o Guerrero sabe bien que ahí el progreso ha sido mucho más limitado, que las formas de vida, control social y político de antaño siguen prevaleciendo y que la vida cotidiana para la mayoría de la población no ha cambiado mayormente en décadas si no es que en siglos. Al mismo tiempo, AMLO debería estar contento de que así fuera, pues, de otra forma, jamás habría sido electo.

El punto es muy claro: los mexicanos estamos pagando el costo de la reticencia a reformar al país de manera integral, de tal suerte que toda la población, de todas las regiones, tuviera la misma oportunidad de entrar de lleno al mundo del crecimiento y la productividad. Eso ha venido ocurriendo en naciones como Chile y Colombia, para no hablar de varias naciones asiáticas y europeas, donde las reformas fueron integrales, sin miramiento y sin el prurito de preservar espacios para la depredación por parte de intereses particulares a través de negocios y oportunidades de corrupción.

En la contienda interna del PRI que está teniendo lugar en estos días se puede observar este fenómeno de manera nítida: dos corrientes encontradas, una que mira hacia el futuro, otra que quiere preservar el estancamiento del pasado, porque ello beneficia a grupos retardatarios. Lo que se aprecia en el PRI no es más que un microcosmos del país en su conjunto: los que quieren ir hacia adelante vs los que quieren volver, preservar o recrear un pasado idílico que de bueno no tuvo (casi) nada para la ciudadanía común y corriente.

Además de hacer posible el triunfo de un proyecto reaccionario y retardatario, el país padece las consecuencias de la inacción reformadora en los más diversos ámbitos. Primero que nada, en la pobreza que persiste a pesar de tanta reforma, pero que es explicable: baste ver la poca infraestructura que se construyó en las pasadas décadas en el sur del país, sin la cual es inconcebible atraer inversión productiva, a lo que se suma el devenir educativo de la región, que habla por sí mismo. Segundo, las enormes dificultades que enfrentan personas y empresas, sobre todo pequeñas y medianas, para elevar su productividad, sin lo cual jamás podrán prosperar. Y, tercero, y más trascendente porque revela la principal lacra del país, el mundo de extorsión que caracteriza todo lo que pasa, en todos los ámbitos y que constituye un verdadero modus vivendi para la burocracia, los policías, los partidos políticos, la justicia y los gobiernos y del que no se salvan ni las empresas grandes o los poderosos, aunque tengan mejores medios para enfrentarlo.

Estos asuntos no son excepcionales en el mundo y han sido ampliamente estudiados desde Montesquieu hasta los teóricos de la modernización del siglo XX. Para prosperar es indispensable un sistema de gobierno que cree condiciones para el progreso y la transición de un viejo statu quo a una nueva realidad es siempre escabrosa y compleja, dejando innumerables espacios de desajuste en el camino, como podría ser la violencia en la actualidad.

Para verdaderamente lograr un crecimiento integral y equilibrado, el país requiere completar esa transformación que quedó trunca en las últimas décadas. El presidente podrá perseverar en su proceso de retracción hacia el pasado (lo que no augura nada bueno) o aprovechar su extraordinaria circunstancia -de legitimidad y capacidad política- para construir y arraigar una nueva estructura política abierta y democrática en conjunto con un sistema de gobierno transformado, compatible con las realidades del siglo XXI y susceptible de promover la prosperidad de toda la población. La pregunta sigue siendo: hacia adelante o hacia atrás.

 

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26 May. 2019

 

Herencias

Luis Rubio

El gobierno enfrenta desafíos inenarrables en los más diversos ámbitos, para los cuales no tiene soluciones razonables y viables. La inseguridad,  la pobreza y la falta de crecimiento, por mencionar sólo algunos, son problemas nodales que el país enfrenta desde hace décadas ‑si no es que siglos‑ y que difícilmente cederán con las estrategias que se están adoptando. Sin embargo, hay un ámbito en el cual el legado del gobierno anterior es particularmente grave porque restringe la capacidad de acción del presidente López Obrador, pero, sobre todo, porque constituye una verdadera vergüenza para un gobierno que, con toda su arrogancia, se auto tildaba de ortodoxo: las finanzas públicas.

La administración anterior incrementó la deuda pública en casi diez puntos porcentuales respecto del PIB, a pesar de haber impulsado una de las reformas fiscales más recaudatorias (y perniciosas para el crecimiento) en décadas. Adicionalmente, endeudó a Pemex con más de 45 billones de dólares, colocando a la empresa en virtual quiebra. No sólo eso: el crecimiento de la deuda fue esencialmente en instrumentos en moneda extranjera, lo incrementó la vulnerabilidad del país, misma que explica la extrema depreciación que experimentó el peso durante esos años.

Aunque en el último tercio de ese sexenio hubo un dedicado esfuerzo a corregir los excesos de endeudamiento y desarrollar un programa financiero aceptable para los tenedores de bonos de “nuestra” petrolera, la herencia para el gobierno actual fue tóxica. Algunas muestras de ello son la crisis financiera del ISSSTE que compromete su funcionamiento, las altas tasas de interés vigentes y los costos del servicio de la deuda y, sobre todo, el enorme riesgo que representan las finanzas de Pemex para el gobierno y el país en general.

Esta no es la primera vez que un gobierno hereda una situación financiera precaria y hasta peligrosa. Baste recordar la que Echeverría dejó al país, la que le heredó López Portillo a Miguel de la Madrid o la que Salinas dejó a Zedillo. Las dos primeras fueron producto de errores de párvulos en la conducción económica, motivados por prejuicios ideológicos y pretensiones políticas que implicaron el abandono de los criterios de desarrollo de las décadas anteriores. La última por el manejo de la deuda en un momento de alta volatilidad política. La paradoja de esto es que el gobierno actual recibió un panorama financiero de fragilidad, pero parece decidido a empeorarlo.

La situación actual es precaria por lo elevado de la deuda pública, la virtual bancarrota de Pemex y las enormes presiones de gasto que el propio gobierno se está generando. En contraste con los setenta y ochenta, hoy el país goza de amplias reservas internacionales y de la credibilidad que por décadas se gestó entre los agentes de los mercados financieros, lo que le permite obtener financiamiento del exterior con relativa facilidad, aunque esa credibilidad se ha venido erosionado por el desorden que priva en el gobierno, así como las dudas sobre los proyectos que impulsa el presidente. El riesgo de perder la confianza de los mercados internacionales –por asuntos internos o por la incertidumbre relativa al TLC- son riesgos que no se pueden soslayar, pues su impacto interno sería devastador.

El contraste más fundamental con aquellas administraciones es mucho más trascendente: tanto en 1976 como en 1982 y 1994, los herederos de aquellas crisis se abocaron modernizar la economía, enfocándose a promover la inversión, atraer capitales y resolver los problemas tanto financieros como estructurales que padecía el país. El gobierno actual está aferrado en hacer lo contrario: retornar a megaproyectos de inversión pública con dudosas tasas de retorno (como la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya) y al crecimiento de subsidios orientados a afianzar clientelas políticas, en lugar de sentar las bases para el crecimiento de la economía en el largo plazo. Nada simboliza mejor las contradicciones del actual gobierno que la cancelación del proyecto más susceptible de generar crecimiento económico y mejorar la competitividad como lo era el nuevo aeropuerto de la ciudad de México, en favor de dos elefantes blancos.

Si a todo esto se agrega el crecimiento exponencial del costo de las pensiones que va a experimentar el gobierno en los próximos años (algo que es sabido desde hace décadas, producto de la mayor longevidad de la población), y el similar crecimiento de los programas clientelares que ha diseñado el gobierno actual, el problema fiscal no podrá más que exacerbarse. A ello habrá que adicionar el proyecto de fusionar a los diversos componentes del sistema de salud, con el riesgo de reproducir, entre los médicos y el resto del personal del sector, el fenómeno sindical que atosiga a la educación.

En una palabra, la problemática fiscal existente se agudizará, lo que anticipa riesgos que esta administración acabará enfrentando y que, aunque no fueron causados por el gobierno actual, son enormes y extremadamente delicados. La pésima gestión hacendaria de la administración anterior ya hizo posible el triunfo del hoy presidente López Obrador y podría acabar siendo una herencia envenenada.

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19 mayo 2019

 

Desencuentro

Luis Rubio

No es de sorprender la existencia de tensiones entre las necesidades de la economía para poder progresar y las demandas que impone la población a través de los mecanismos democráticos. Para atraer inversiones y crear condiciones para el progreso, los gobiernos tienen que contenerse en materia presupuestal y evitar distorsiones como las que producen subsidios, restricciones al comercio y otras medidas discrecionales. Por su parte, la ciudadanía, a través de su voto, demanda soluciones, mejores condiciones de vida y seguridad para su propio desarrollo y bienestar. Si el gobierno actúa bien, no hay razón para que ambos factores resulten contradictorios, al menos si se le da suficiente tiempo para cuajar a lo primero. Sin embargo, en la era de las comunicaciones instantáneas y las expectativas desbordadas, los votantes quieren satisfactores inmediatos.

La tensión entre ambos fenómenos -la política gubernamental y los requerimientos de la población- es algo inevitable en la sociedad humana, pero se ha exacerbado en la era de la información, produciendo nuevas fuentes de conflicto.

En la segunda mitad del siglo XX, dominó la noción de que la democracia liberal era el patrón contra el cual todas las naciones tenían que medirse, lo que llevo a que las dictaduras y dictablandas del mundo adoptaran medidas de apariencia democrática, como elecciones, que en realidad no eran muy democráticas pero cumplían con la formalidad. Todo esto cambió en la última década tanto por la crisis financiera de 2008 como por el mero hecho de que China haya logrado un avance económico excepcional sin siquiera pretender ser una democracia. Hoy hemos llegado al momento en que innumerables gobiernos dictatoriales, autoritarios o, al menos, no democráticos, se sienten legitimados y no perciben necesidad alguna de justificar su mano dura o no democrática.

En Democracia y Prosperidad, Iversen y Soskice argumentan que la democracia y el capitalismo no sólo son compatibles, sino que una es inviable sin la existencia del otro. Su planteamiento se fundamenta en tres elementos: primero, se requiere un gobierno que funcione y que establezca y haga cumplir las reglas para la interacción social y económica; es decir, el mercado y el Estado son dos componentes cruciales del desarrollo. En segundo lugar, la educación es central al desarrollo y más en sociedades avanzadas porque en la medida en que se eleva la complejidad social, tecnológica y económica, la población siempre demanda la existencia de un gobierno competente y sólo una población altamente educada puede aspirar al desarrollo en la era digital. De esta forma, tercero, el desarrollo requiere habilidades particulares que usualmente se multiplican a través de redes y comunidades y, por lo tanto, tiene una naturaleza geográfica. Esto último explica porqué se han concentrado empresas electrónicas en Jalisco, automotrices en el Bajío, de aviación en Querétaro o la antigua industria zapatera en Guanajuato.

Detrás del planteamiento de estos autores reside la tesis de que la democracia funciona y es estable en la medida en que el gobierno, y los partidos políticos, son capaces de satisfacer a las clases medias, elemento crucial tanto del crecimiento económico como de la estabilidad política. La clave de todo esto consiste en un principio elemental: cuando un gobierno es democrático, tiene que proveer a la población y a las empresas las condiciones que les permitan ser exitosas y en eso radica la esencia de la democracia, en responderle de manera efectiva a la ciudadanía.

¿Será aplicable esta tesis a la realidad mexicana actual? Por un lado, la popularidad del presidente sugeriría que el elevado reconocimiento de que goza es independiente del desempeño económico. Sin embargo, si uno observa las encuestas, el electorado distingue nítidamente entre su respeto al presidente y su apoyo a las medidas y decisiones que éste está tomando. Mientras que el apoyo a la persona rebasa el 60%, la aprobación a sus medidas fluctúa entre el 20% y el 40%. Es decir, la mayoría de la población no coincide con la forma en que gobierna, pero aprueba masivamente a la persona del presidente. Por otro lado, la población que aprueba al presidente no es homogénea: hay una cohorte que lleva lustros apoyándolo y que le concede toda la latitud que requiera, pero hay otros grupos que son más volátiles y que esperan soluciones prontas y expeditas. El común denominador es que todo mundo espera respuestas, pero algunos tienen más paciencia que otros.

La mexicana todavía es, en muchos sentidos, una sociedad industrial, y en las sociedades industriales, dicen los autores, los trabajadores con habilidades y los que no las tienen (producto de las fallas del sistema educativo) son interdependientes; sin embargo, en la medida en que la economía avanza hacia la digitalización, esa interdependencia desaparece y es ahí donde surgen las crisis políticas y los abusos de grupos de interés.

Los autores afirman que el populismo surge cuando sectores importantes de la sociedad dejan de verse representados por el sistema político. Esto explica el triunfo de AMLO el año pasado; también constituye un reto para responderle a esa población a tiempo y de manera exitosa.

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12 May. 2019

 

 

Costos ¿y beneficios?

 Luis Rubio

El presidente avanza con celeridad en todos los frentes. En el ámbito económico, ha neutralizado, desmantelado o disminuido a prácticamente todas las entidades diseñadas para regular inversiones y el funcionamiento de mercados, incluyendo la electricidad, los hidrocarburos, así como los consejos de administración de las empresas “productivas” del estado y los bancos de desarrollo. Aún antes de iniciar el sexenio, ya había cancelado el nuevo aeropuerto de la ciudad de México y anunciado la construcción de proyectos de dudosa viabilidad económica, como la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya. Cada una de estas acciones tiene implicaciones para el presupuesto gubernamental y para la credibilidad del gobierno en su conducción económica y, sin embargo, no ha tenido costo aparente. El presidente, de facto, ha desafiado a los mercados financieros y a la ortodoxia económica sin que sus decisiones manifiesten consecuencia negativa alguna en las variables más evidentes, comenzando por el tipo de cambio. La pregunta es por qué.

 

Cuenta la leyenda urbana que cuando el hoy presidente se aprestaba a anunciar la cancelación del aeropuerto, sus principales asesores le advirtieron sobre las posibles consecuencias de su decisión, siendo la primera una depreciación del tipo de cambio. El presidente siguió adelante con el anuncio y no pasó absolutamente nada. Por el contrario, el peso se apreció después del anuncio lo que, según la rumorología, desacreditó a sus asesores y afianzó la convicción del presidente de que sus decisiones son aceptadas como necesarias y producto de consideraciones morales y políticas sensibles y razonables.

 

Pero las decisiones de presidente López Obrador han sido todo menos sensibles y razonables. Peor aún, su proyecto para la concentración del poder avanza sin pausa, barriendo no sólo con los endebles contrapesos que se fueron construyendo a lo largo de las últimas décadas, sino que incluso amenaza con seguir por la misma senda respecto a la Suprema Corte de Justicia. El afán por reconstruir una presidencia todopoderosa prosigue incólume.

 

Envalentonado, su gabinete adopta posturas y determinaciones que afectan contratos y prácticas que son comunes en todo el mundo, como ejemplifican los relativos al suministro de gas a la CFE, los cuales estipulan que la empresa debe pagar por el gas, lo utilice o no. Esta práctica (encumbrada en los contratos respectivos) es la forma en que los inversionistas privados que pagaron por la construcción de los gasoductos recuperan su inversión. Es decir, no tiene nada de excepcional y es clave para el suministro de electricidad.

 

El punto de fondo es que el gobierno ha estado modificando las estructuras institucionales, cambiando contratos o amenazando con su alteración y creando un entorno sumamente incierto para nuevas inversiones. ¿Quién querría arriesgar su capital cuando las reglas del juego son susceptibles de alteración en cualquier instante? Los inversionistas requieren certeza de que los modos de proceder de las autoridades son anticipables y confiables, pues nadie invertiría en un entorno impredecible.

 

Sin embargo, a pesar de que la incertidumbre crece y comienza a aparecer su prima hermana, la desconfianza, nada parece afectar al entorno de aparente calma y estabilidad, especialmente el tipo de cambio.

 

Esto no tiene precedente. En las décadas pasadas, cada que un gobierno apenas mencionaba cualquier cambio en las reglas del juego, el efecto se manifestaba de manera inmediata en el valor del peso frente al dólar; nada de eso ha ocurrido en estos meses. La razón de ello es muy simple: la estabilidad no proviene, como cree el presidente, de su propio actuar y honestidad, sino de los agentes financieros del exterior, que siguen comprando bonos del gobierno mexicano.

 

Lo hacen bajo dos premisas: primero, por el diferencial de tasas de interés que están pagando los bonos mexicanos, que al ser superior a 5%, los hace muy atractivos. Segundo, esas inversiones siguen las señales de las agencias calificadoras, quienes han mantenido el grado de inversión para el papel mexicano. Nadie sabe cuánto tiempo seguirá siendo cierto esto último pero, mientras esto no cambie, los inversionistas de portafolio mantendrán su interés por estos instrumentos. Es decir -paradoja para una administración que se dice nacionalista-, la estabilidad del gobierno se ha tornado absolutamente dependiente de los mercados financieros.

 

En 1992, George Soros le propinó una profunda humillación al gobierno británico, luego de especular contra su moneda. El acto fue descomunal: el Reino Unido sucumbió ante el ataque de un actor privado cuando presidía a la entonces llamada Comunidad Europea y tuvo que abandonar el ERM, el mecanismo europeo de coordinación monetaria, con la cola entre las patas. Paul Lepercq, un agudo comentarista, escribió entonces que el asunto había sido tan dramático que, de haber ocurrido un siglo antes, el financiero habría sido decapitado.

 

Los mercados financieros no se guían por consideraciones morales: sólo aprovechan oportunidades de arbitraje. Tan pronto las realidades internas y externas se empaten -lo que inexorablemente ocurrirá- vendrán los platos rotos y las cuentas por cobrar.

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 05 May. 2019

 

Damnificados

Luis Rubio

Cuando Don Quijote descubre los molinos de viento, le dice a su escudero “La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer; que ésta es buena guerra… ¿Qué gigantes? dijo Sancho Panza. Aquellos que allí ves –respondió su amo– de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. Mire vuestra merced –respondió Sancho– que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.” Acto seguido, procedió a arremeter, gritando “Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.»

La “cuarta transformación” avanza de la misma manera, con prisa y sin pausa, dejando damnificados por doquier. Como con el Quijote, el avance no es terso ni libre de conflictos, aunque no hay duda que crear conflictos para confrontar es parte del plan. Pero en la medida en que se apilan los damnificados también crecen las fuentes de enojo, rezago económico y eventual oposición.

La lista de damnificados es creciente e impactante: con la cancelación de las estancias infantiles, los niños que están siendo privados de un lugar para pasar el día de manera segura y creativa mientras sus madres trabajan, al igual que las propias madres que no pueden ir a trabajar, afectando el sustento familiar. Los exportadores de aguacate que ven su producto deteriorarse por la lentitud con que operan las aduanas estadounidenses sin que el gobierno mexicano haga nada al respecto. Los residentes de las regiones fronterizas que ven llegar a decenas de miles de migrantes centroamericanos sin que haya infraestructura para alojarlos u oportunidades para emplearlos. Los despedidos del gobierno que, sin deberla ni temerla, quedaron en la calle sin indemnización ni oportunidades alternativas. Quienes han visto sus sueldos diezmarse, perdiendo derechos adquiridos por decisión mañanera. Las mujeres que sufren de violencia familiar y ya no tienen refugios seguros a los cuales dirigirse. Los recién nacidos que no tendrán la oportunidad de asegurar una vida exitosa, sin defectos de nacimiento que son corregibles, gracias a la terminación del tamiz neonatal. Las organizaciones de la sociedad civil que, cumpliendo funciones legítimas, son atacadas y socavadas. La ciudadanía que deja de contar con medios de protección por la desaparición de contrapesos clave para el funcionamiento de la economía -en materia de energía, hidrocarburos, competencia, educación- y ahora con la potencial pérdida de una Suprema Corte independiente del poder ejecutivo. Los concesionarios en materia de energía que, cumpliendo sus compromisos, se encuentran amenazados. Los niños que no contarán con la oportunidad de una mejor educación, todo por servir a sindicatos abusivos cuyo interés nada tiene que ver con la educación misma y menos en la era digital. La caída del consumo, que afecta a los más pobres. El atentado contra el crecimiento económico por la eliminación de fuentes de certidumbre e inversión. Los ex funcionarios -en su mayoría profesionales responsables y probos- damnificados en sus personas y reputación, que sufren consecuencias que el presidente no puede llegar a concebir o relacionar.

Los damnificados se multiplican y son muchos más de los que el propio presidente imagina, muchos de ellos -de hecho, la abrumadora mayoría- parte de su base política natural. Quienes más sufren por la multiplicación de ataques son precisamente a quienes les urge una mayor tasa de crecimiento y los beneficios que de ello se derivan en la forma de ingresos y empleos. El presidente está absolutamente comprometido con lograr una mayor tasa de crecimiento económico pero, como dice un viejo chiste irlandés, no hay forma de llegar de aquí hacia allá por el camino adoptado.

No hay forma de llegar atacando, minando, destruyendo y creando daños a cada paso. Como proyecto político, el ataque es una forma de avanzar, pero no así como proyecto económico en esta era de la historia del mundo. El crecimiento se finca en la inversión y ésta depende de la disposición del inversionista a asumir el riesgo de que su proyecto resulte exitoso; que haya mercado para sus productos; que no haya barreras nuevas al crecimiento de su empresa; que las fronteras no sean un obstáculo a la exportación de sus bienes o a la importación de sus insumos; que la burocracia no invente impedimentos a su avance y que los empleados, funcionarios y dueños de la entidad no sean injustamente atacados y vilipendiados. No es casualidad que literalmente todos los gobiernos del mundo se dedican a atraer, con recursos y estrategias cuidadosamente articuladas, nuevas inversiones y empresas. Las excepciones, como Corea del Norte y Venezuela en la actualidad, lo dicen todo.

La lista de damnificados y los valores y contrapesos que se erosionan o eliminan día a día atentan contra la viabilidad de la economía y del país en general. Por ahí no vamos a llegar.

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28 Abr. 2019

 

 

Acabar con el orden violento

 Luis Rubio

La solución, dice Rachel Kleinfeld, radica en re-civilizar a la sociedad y al sistema político. La violencia tiene explicaciones muy claras y distintivas en cada situación específica que pueden ser revertidas si se enfoca el problema correctamente. La autora* afirma que es posible restaurar el orden y la paz si se conjunta un liderazgo dispuesto a enfrentar el problema que produce la “violencia del privilegio” con una clase media -organizada a través de la sociedad civil- capaz de movilizarse para obligar al gobierno a actuar.

La violencia acaba destruyendo civilizaciones o transformándolas.  Esta comienza por la debilidad estructural de un gobierno o por la complicidad que existe entre sus integrantes con las organizaciones criminales que, dice la autora, es lo común. Típicamente, la criminalidad involucra a los gobernantes, los seduce y corrompe, al grado de los hacerlos cómplices, con lo que se cierra el círculo. Una vez que el gobierno es parte del orden criminal, toda la estructura de policías, ministerios públicos y jueces acaba debilitándose porque ya es parte del problema y no puede ser parte de la solución.

En el corazón del argumento aparece el concepto de la “violencia del privilegio,” que la autora emplea para identificar la violencia que surge del orden establecido dedicado a preservar lo existente, típicamente en sociedades muy polarizadas y desiguales. Las autoridades pueden acabar siendo cómplices porque quieren beneficiarse directamente o porque responden a grandes intereses comprometidos con el statu quo. En la práctica, la diferencia es pequeña porque, una vez que se da la complicidad, comienza la violencia y el aparato gubernamental deja de tener capacidad para proteger a la ciudadanía.

Lo más interesante del libro, al menos para nuestra experiencia, es que hace una distinción muy clara entre gobiernos que han sido rebasados por la criminalidad y aquellos en que la autoridad se ha sumado al crimen organizado. Aunque lo segundo puede llevar a lo primero, existen experiencias, como en Afganistán, en que fuerzas criminales muy poderosas pueden imponer su ley. Para la autora no hay duda alguna que, en el caso de Honduras y México, se trata del segundo caso: las autoridades fueron corrompidas o se corrompieron por el crimen organizado y eso llevó a que todo el aparato dedicado a la protección de la ciudadanía y a la procuración de justicia se colapsara.

Una vez que eso ocurre, las opciones no son muchas ni muy difíciles de dilucidar. Para comenzar, dice Kleinfeld, una vez que las autoridades son cómplices, el deterioro ocurre en todos los ámbitos, aunque no parezcan vinculados entre sí porque bajan los estándares de comportamiento en todo. Por ejemplo, personas que antes se comportaban de manera impecable, ahora no ven mal robarse algo en el supermercado; los inspectores de la luz se convierten en virtuales extorsionadores, no muy distintos a los que cobran derecho de piso; el discurso político adquiere una agresividad que nunca antes había existido. Cuando la civilización se deteriora, la única posibilidad reside en reconstruirla, pero eso sólo puede ocurrir cuando se conjunta un nuevo gobierno dispuesto a romper las redes de complicidad e impunidad con una sociedad que se lo demanda.

El texto casi parece un script: llega un nuevo gobierno y se encuentra con un aparato gubernamental extenuado, incapaz y hecho pedazos porque las autoridades salientes se dedicaron a disfrutar las mieles en asociación con el crimen, en lugar de combatirlo. El nuevo gobierno no tiene más opción que hacer arreglos y acuerdos con los criminales para evitar un súbito crecimiento de la violencia. Es en ese momento que se define el futuro: el nuevo gobierno tiene dos posibilidades; por un lado, puede aceptar el nuevo statu quo (un pacto) como un fin en sí mismo y seguir como si nada ocurrió. La alternativa sería utilizar esa tregua para ganar tiempo y utilizarlo para construir nueva capacidad policiaca, judicial y de ministerios públicos. La mayoría de los gobiernos se atora en los acuerdos y el resultado acaba siendo más violencia.

La diferencia entre un resultado benigno y el otro es la sociedad civil. Cuando la sociedad le exige al gobierno que actúe y lo vigila y exhibe sus debilidades, el gobierno preserva la brújula de lo que la autora llama “re-civilización.” Cuando la sociedad no presiona o no tiene capacidad de hacerlo, el gobierno inexorablemente se amilana y cede todo.

El nuevo gobierno tiene que decidir si quiere resolver el problema o meramente ser el dueño: no es lo mismo. “El problema de la mafia, dijo el fiscal italiano antimafia Paolo Borsellino, reside en hacer que el Estado funcione.” ¿Podrá el gobierno de AMLO restaurar la paz y la seguridad? Su apuesta es que sí, a través del ejército. La evidencia que arroja este libro es que eso no va a funcionar: sólo la conjunción de sociedad y gobierno lo puede lograr.

Leoluca Orlando, el alcalde de Palermo lo dijo con claridad: La lucha contra la Mafia fue como un carrito de dos ruedas: policías y cultura. Una sola rueda lleva a que el carrito dé vueltas; Sólo las dos ruedas juntas pueden hacerlo funcionar.

 

*A Savage Order, Pantheon, 2018

 

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21 Abr. 2019