Conflicto e instituciones

Luis Rubio

La gran pregunta es cómo vamos a salir de ésta. Al margen de la popularidad del presidente, todos los indicadores van en dirección equivocada: la economía está estancada, no crece el empleo, el gobierno sigue amasando instrumentos legales y fiscales para perseguir a la ciudadanía y no hay un solo rubro -desde la seguridad  hasta la niñez pasando por la salud- en que el gobierno pueda exhibir mejoría alguna.

El conflicto se ha vuelto la razón de ser de nuestra realidad política porque ahí se resumen las expectativas, resentimientos, envidias y aspiraciones de la sociedad mexicana. Algunos ven bien al gobierno, otros lo reprueban; algunos confían en que las cosas mejores, otros están seguros que la única posibilidad será de empeoramiento. Independientemente de filias, fobias o preferencias, la retórica contradictoria de las declaraciones cotidianas no contribuye a crear un futuro al que toda la ciudadanía se pueda sumar.

Una clara mayoría de quienes votaron lo hicieron por el hoy presidente López Obrador. No me cabe ni la menor duda que muchos de los enojos y quejas que animaron ese voto son absolutamente legítimos porque, a pesar de los avances, nunca se consolidó una economía competitiva, de amplio calado al que tuvieran acceso todos los mexicanos. El voto del hastío reflejó un choque entre la realidad percibida con décadas de retórica que sobrevendió el futuro, pero entregó pobres resultados.

Si uno enfoca esta situación como un problema que requiere una solución, lo evidente es que al país le urgen nuevas instituciones, vocablo que ha adquirido mal nombre en las mañaneras del gobierno actual, pero no por ello menos trascendente. El problema es que, en el entorno actual, es casi imposible construir instituciones que satisfagan su condición sine qua non de éxito: que cuenten con un amplio apoyo y reconocimiento. El entorno de conflicto y polarización hace sumamente difícil que se creen y consoliden instituciones nuevas: en el momento actual, el país vive dos grandes corrientes en sentido contrario: aquellos que quieren romper con el statu quo a cualquier costo y aquellos que demandan certidumbre que sólo puede derivarse de instituciones sólidas y no controvertidas. Más allá del lado en que uno se encuentre en esta antinomia, lo cierto es que es imposible lograr estabilidad y predictibilidad en una sociedad que no cuenta con instituciones creíbles para la mayoría de sus ciudadanos.

El entorno está tan viciado que cualquier cosa que propone el gobierno acaba siendo concebida como un abuso por una parte de la población y como una obviedad por la otra. Lo contrario también es cierto: la mayoría morenista reprueba en automático, y se apresta a desmantelar, todo lo que existía antes de su advenimiento, aun cuando muchas de las mejores cosas que hoy existen -y que, sin duda, su base aprecia- son producto de las reformas de las décadas pasadas.

Los avances de las últimas décadas no son pocos ni pequeños: libertad de expresión; elecciones libres; un sistema de salud quizá primitivo, pero infinitamente superior a la locura en que ha incurrido el actual gobierno; acceso a innumerables bienes y servicios de primera a precios infinitamente inferiores (eliminando la inflación) a lo que antes existía. Al mismo tiempo, es evidente que hay infinidad de cosas, tanto en las condiciones de vida cotidiana como en el funcionamiento del sistema gubernamental, que son inaceptables, malas, corruptas y sumamente ineficientes. No tengo duda que, pronto, vamos a encontrarnos con que los integrantes de Morena, ahora en distintos niveles de gobierno, se encontrarán sumidos en problemas de corrupción tal como le ocurrió a los panistas cuando ellos eran los puritanos del momento. El problema no es de personas o partidos, por más que la presidencia los purifique, sino de estructuras e incentivos. Esa es la razón por la que el país no saldrá adelante a menos que se adopte una nueva estructura legal e institucional que goce de amplia –de hecho- universal legitimidad.

El pleito respecto al INE nació desde 1996 y se reforzó en 2006 porque el PRD, muchos de cuyos integrantes hoy están en Morena, no participó de manera decidida y, de hecho, fue excluido del proceso, por buenas o malas razones. La legitimidad no se logró porque no hubo el necesario consenso, al menos una vez, respecto a esta institución crucial.

Hay un fenómeno adicional: mucho de la vida pública consiste en negociar y una negociación seria no puede ser conducida en público. Se creó el mito de la transparencia, que obviamente es necesaria, pero no todo tiene que ser transparente. En el congreso o en la Suprema Corte, por ejemplo, la transparencia es indispensable pero no en las discusiones y negociaciones entre los actores, pues es ahí, como decía Bismark respecto a las salchichas, donde se construye el futuro. Lo público acaba siendo un mero show y el espectáculo no conduce a un buen gobierno.

El conflicto sólo se puede terminar con una negociación que conduzca a la legitimidad. La pregunta es si el gobierno está en el negocio de promover y profundizar el conflicto o en construir legitimidad. La marcha de las mujeres de hoy será un buen barómetro del status de esta disyuntiva.

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08 Mar. 2020

Pandemia

 

Luis Rubio

 

El señor de la casa amenazó a su esposa de una manera tajante, quizá insoportable: me traes a una niña como “regalo” o violo a nuestras hijas. La mamá respondió trayéndole a una niña. El dilema tal vez fue existencial, pero la mujer cumplió, condenando con ello a una niña inocente. Lo que sigue todos lo sabemos: la niña se llamaba Fátima.

La verdadera pandemia que sobrecoge a México no es el coronavirus, sino la impunidad y en ningún asunto es ésta mayor que la que aqueja a las niñas, a los niños y a las mujeres. La rampante impunidad ha hecho posible no sólo que la violencia se apropie de la vida de la sociedad mexicana sino, todavía peor, que ya a nadie le parezca algo extraño.

¿En qué país se tolera la violencia como la que aqueja a la sociedad mexicana sin que pase nada? ¿En qué país es posible que lo que es intolerable se haya tornado cotidiano sin que nadie diga, o pueda decir, nada? ¿En qué país el gobierno se siente agraviado porque la sociedad proteste por los feminicidios y los infanticidios, es decir, por la impunidad? ¿En qué país se desacredita a quien llama la atención sobre crímenes que no deberían existir? ¿En qué país el partido gobernante y sus acólitos acusan a las víctimas de su propia desidia? ¿En qué clase de país se niega un derecho por demás elemental, el de la indignación? Esto sólo puede ocurrir en un país que ha perdido todo vector de civilidad y civilización.

La revolución de la información, lo que distingue al siglo XXI, ha transformado toda la actividad pública, pero especialmente las relaciones entre gobierno y sociedad porque les ha dado instrumentos nuevos que antes nunca eran asequibles. La ubicuidad de la información obliga a todos -ciudadanos y gobiernos- a actuar de manera distinta: la sociedad está informada, se comunica y actúa, todo eso sin la mediación gubernamental, que era el sello del siglo XX. El gobierno tiene igual capacidad, sobre todo la oportunidad, de transmitir mensajes casi personalizados, pero ahora enfrenta el reto no sólo de comunicar, sino sobre todo de convencer. El otrora monopolio de la información altera las relaciones entre todos los actores de una sociedad pero el gobierno mexicano se victimiza y se niega a adecuarse a la nueva realidad.

En este siglo XXI, las crisis son momentos clave de transformación o quiebre. Transformación cuando se alinean los gobernantes y la sociedad para construir una nueva constelación. Quiebre cuando cada uno de esos componentes jala para su lado, en ocasiones confrontándose. En el México de hoy, el gobierno se confronta, por diseño, de manera sistemática y no concibe que pueda existir una sociedad funcionando de manera armónica. Esa visión le impide comprender el reto que los feminicidios le han colocado en el portón de Palacio.

En el siglo XXI, un gobierno serio y realista encabezaría el movimiento en contra de los feminicidios e infanticidios, los convertiría en una causa común para transformar al país. En la 4T, donde todo tiene que ser distinto, el gobierno se hace la víctima y descalifica a todo aquel que osa plantear una manera distinta de pensar o actuar, comenzando por la primera dama, quien tuvo que retractarse.

En el México del siglo XXI, las víctimas son culpables; quienes denuncian atracos, violaciones, homicidios y otros males sociales (de cuya terminación el responsable es evidentemente es el gobierno, todo gobierno) son conservadores; y quienes disienten de la verdad oficial son traidores, o sea, neoliberales. El sólo hecho de que siga habiendo la pretensión de una verdad oficial delata lo absurdo -lo a histórico- de la visión decimonónica en el corazón de la era de la información. De regreso al autoritarismo del siglo XX.

El feminicidio es un mal creado y tolerado por la sociedad mexicana porque ha perdido la brújula de lo que es aceptable y de lo que es intolerable. El sólo hecho que a un padre de familia se le ocurra exigir un “regalo” en la forma de una niña y amenace a su propia familia es evidencia incontrovertible de la destrucción de la esencia de la civilidad.

Sólo para poner las cosas en perspectiva: si el mal en cuestión fuese el coronavirus, ya habríamos desparecido del mapa por esta absoluta incapacidad de organizarnos y actuar en concierto para responder ante los retos que nos presenta la realidad cotidiana. Una epidemia que no se contiene se torna en pandemia y las pandemias -igual en asuntos de salud que de política- acaban con las sociedades y con sus gobernantes.

Es por eso que el feminicidio y el infanticidio no sólo deben ser denunciados, sino que deben ser asumidos para revisar los dogmas sobre la forma de conducir los asuntos públicos para que desaparezcan de una vez por todas. Esa falta de brújula moral –en el gobierno y en la sociedad- que permite distinguir lo que es -y debiera ser- aceptable e intolerable, o si un prefiere, diferenciar al bien del mal, nos ha llevado a ver con naturalidad lo que no es natural, lo que no puede ser tolerado.

Al gobierno, esta “maldita realidad” le ha caído en las manos y no ha sabido responder. En lugar de obligarlo a asumir su responsabilidad, su reacción ha sido fantasmagórica: cómo se atreve la maldita realidad a sabotear a la 4T.

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Los costos de no hacer

Luis Rubio

Cuenta el anecdotario que el presidente Adolfo Ruiz Cortines tenía un escritorio completamente limpio, con la excepción de dos charolas: la primera decía “problemas que se resuelven solos” y la segunda “problemas que se resuelven con el tiempo.” Esa filosofía de la política permitió mantener la paz a lo largo del tiempo, pero no evitó el colapso. Como tantos momentos de nuestra historia -y la del mundo-, las cosas funcionan hasta que dejan de hacerlo.

El porfiriato funcionó por algún tiempo, pero luego se colapsó; el desarrollo estabilizador le dio al país algunas décadas de acelerado crecimiento hasta que sus limitaciones inherentes lo acabaron por hacer inviable. Las diversas republicas francesas vieron similar suerte, tal y como le ocurrió a la era de las reformas en las últimas décadas en México. Todos y cada uno de estos ejemplos comenzó con grandes expectativas pero acabó agotado, en buena medida por la complacencia que generó.

Se lanza una gran iniciativa, se hace lo necesario para que funcione con efectividad pero, unos años después, se agota y nadie hace nada para corregir sus errores, insuficiencias o malas consecuencias. El proceso que comenzó con bombo y platillo rinde beneficios decrecientes hasta que se colapsa: así ocurrió entre los cuarenta y el inicio de los ochenta del siglo pasado. En lugar de resolver los problemas, adecuar el modelo, introducir nuevos elementos y componentes, allanar el camino hacia adelante, nuestra historia ha sido la de evitar decisiones difíciles, preservar intereses depredadores, proteger grupos políticamente favoritos y, en una palabra, cuidar al statu quo. El efecto no debería sorprender a nadie: resultados insuficientes o incompletos, expectativas insatisfechas y, al final de cuentas, el colapso en la forma de un rechazo electoral al proyecto reformador.

Si algo es claro del proceso reformador de los ochenta a la fecha esto es que las reformas no fueron suficientemente ambiciosas o, al menos, que no se arroparon con el empuje integral que requerían para ser exitosas. Se pretendió que era posible liberalizar las importaciones de bienes, pero no hacer lo mismo con los servicios, lo que dejó a los industriales enfrentando competencia de alta calidad sin acceso a créditos, seguros y servicios diversos (comunicaciones, infraestructura) similares a los que caracterizaban a los productores de otros países. Se pretendió que era posible transformar la educación y dotar a los niños mexicanos con las herramientas y oportunidades que requerirían en el futuro para competir con sus pares japoneses, franceses o brasileños, sin modificar el control caciquil que caracteriza a los sindicatos magisteriales. Se pretendió que se podía someter a la competencia a unos pero proteger a otros. En condiciones como estas, es imposible esperar el éxito de un proyecto.

Cada una de las decisiones de obstaculizar las reformas puede ser explicada analíticamente en términos de los actores y correlaciones de fuerzas particulares en cada coyuntura, circunstancia que no es excepcional ni exclusiva de México, pero también es evidente que hubo una enorme complacencia en todos los ámbitos del poder político, económico y sindical. En contraste con países que no tuvieron mayor alternativa que seguir trabajando para hacer posible una mejoría sustancial en los niveles de vida de la población, en México la migración a Estados Unidos y el TLC permitieron que todo mundo se durmiera en sus laureles: la migración disminuyó la presión social y el TLC creó un estado de excepción que atrajo a la inversión. En lugar de extender ese espacio para que se generalizara y la excepción fuese lo que no funcionaba, lo que hubiera requerido afectar diversos intereses cercanos al “sistema,” todos los actores clave sucumbieron a la competencia y crearon el entorno que hizo, en retrospectiva, inevitable el hartazgo y su consecuente rechazo popular al statu quo.

Es afortunado que el país goce del privilegio de contar con una población cada vez más pudiente fuera de México que sostiene a una enorme parte de la ciudadanía, sobre todo en zonas rurales, a través de sus remesas. También lo es que las exportaciones permitan mantener la estabilidad de la balanza de pagos y contribuyan decisivamente al crecimiento de vastas regiones del país. Sin embargo, se trata de excepciones y, dado el contexto norteamericano actual, situaciones por demás precarias. Como sus predecesores, el gobierno de AMLO se beneficia de estos elementos pero no puede confiarse de ellos, pues ambos están en la mira de Trump.

Cualquiera que acabe siendo el camino que adopte el presidente en materia de desarrollo, hay dos circunstancias que no podrá evitar: por un lado, tiene que procurar una tasa elevada de crecimiento: la noción de que se puede lograr el desarrollo sin crecimiento es mera fantasía. Por su parte, el crecimiento requiere inversión privada, la cual solo se consumará cuando se acabe la incertidumbre que produce el propio gobierno. Por otro lado, la única forma de lograr un crecimiento susceptible de avanzar hacia el desarrollo es con un esquema incluyente que promueva la movilidad social, algo natural en el siglo XX pero casi inexistente en la actualidad.

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23 Feb. 2020

Construir el futuro

Luis Rubio

El futuro se construye, sea esto de manera consciente o no. El presidente, a fuer de sus acciones, decisiones y retórica, le va dando forma, quiéralo o no. A casi un año y medio de iniciada la administración del presidente López Obrador, hay dos cosas muy definidas: primero, que su objetivo es cambiar el futuro que venía construyéndose a lo largo de las cuatro o cinco décadas previas. Y, segundo, que tiene una serie de ideas muy claras y muy fijas respecto al futuro que pretende construir y que son incompatibles con el siglo XXI. Y ahí reside el problema.

La visión del presidente surge de una era muy distinta a la actual. El país comenzó a cambiar -eso que él demoniza como “neoliberalismo”- porque la estrategia de desarrollo a partir de la substitución de importaciones en una economía cerrada y protegida había dado de sí. En estas décadas el mundo cambió debido a las comunicaciones, la ubicuidad de la información y, sobre todo, las realidades que esos elementos crearon a nivel global: la internacionalización de la producción, las amenazas derivadas del ambiente y de potenciales pandemias; las reglas impuestas por los importadores; la explotación de la información –big data– por parte de los monstruos tecnológicos; y la magnificación de las expectativas de una población cada vez más conocedora del mundo. Reconstruir un pasado idílico en este contexto es simplemente imposible.

A pesar de la obviedad de nuestra circunstancia como país inserto en el contexto global, la tradición mexicana de reinventar al gobierno cada seis años sigue tan vigente como siempre. En lo que se distingue el gobierno actual es en la enormidad de su ambición: no sólo quiere reinventar al gobierno, sino que quiere recrear al país. Los pasos que ha venido dando en esa dirección son reveladores: ha ido haciendo polvo de todas las estructuras y organismos institucionales que se construyeron para conferirle certidumbre a la población en sus diversos aspectos. Las comisiones de derechos humanos para proteger al ciudadano del actuar del Estado y las comisiones reguladoras en materia de energía, comunicaciones y competencia para darle certeza a los actores en la economía.

El resultado de su actuar es doble: por un lado, ha concentrado cada vez más poder; por el otro, ha creado un elevadísimo grado de incertidumbre. La brecha entre la popularidad del presidente como persona y la de su gobierno -de alrededor de 40%- ilustra el fenómeno: la ciudadanía confía en el presidente pero no comulga con el actuar de su gobierno ni con sus políticas. Estamos por ver si el INE, una institución mucho más trascendente y conocida por el ciudadano común y corriente, sufre un ataque similar. La pregunta obvia es: ¿en qué momento aparece la gota que derrama el vaso y derriba la popularidad presidencial?

De hecho, la facilidad con que desmanteló el entramado institucional revela la falta de arraigo de esas instituciones y la ausencia de credibilidad respecto a su importancia para la vida cotidiana. Al mismo tiempo, exhibe la enorme debilidad del propio gobierno porque ningún país aguanta los bandazos entre administraciones que son característicos de nuestro sistema político, y menos en la era en que el bienestar de prácticamente todos los mexicanos depende de las cadenas de suministro tan enraizadas que cruzan las tres naciones del subcontinente. La contradicción entre los objetivos del presidente y los requerimientos para el progreso es más que flagrante.

El presidente claramente quiere atraer la inversión privada, pero no está dispuesto a aceptar que, en el siglo XXI, su única posibilidad de lograrlo radica en crear condiciones propicias para que ésta fluya de su propio libre albedrío. Hace décadas que quedó atrás la posibilidad de forzar a la gente -humilde o encumbrada- a ahorrar o invertir sin su venia. La inversión va a fluir sólo en la medida en que desaparezca la incertidumbre que proviene del propio gobierno y sus huestes.

El punto de partida para el grupo en el poder reside en su creencia que la democracia se inauguró en México en 2018. Por lo tanto, todo lo que existió antes debe ser erradicado, y, al mismo tiempo, que la legitimidad con que cuenta el gobierno  le permite hacer lo que le plazca no sólo con el pasado, sino incluso con el futuro. Ese tipo de arrogancia ya ha sumido a más de un gobierno en nuestro pasado reciente y no hay razón para pensar que será distinto con el actual. Su alternativa radica en convocar a la construcción de un futuro común, algo que es claramente contrario a su naturaleza y estrategia pero que, a la larga, reconocerá como su única posibilidad de éxito.

La democracia, dice David Runciman,* vive en el momento pero muestra sus fortalezas en el curso del tiempo. Este desempate crea confusión e incertidumbre que, si no es atendido, crece, dañando tanto a la democracia como a la economía. La pregunta es si el ánimo es de crear o de destruir porque nuestro entorno es perfectamente claro y las opciones reales mucho más. Es en este sentido que vale la pena pensar en la advertencia de la historiadora Mary Renault: «Solo hay un tipo de choque peor que el totalmente inesperado: el esperado para el cual uno se ha rehusado a prepararse»

 

*The Confidence Trap

 

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16 Feb. 2020

No hay vuelta atrás

Luis Rubio

No hay vuelta atrás

Luis Rubio

El pasado ya no va a retornar: México y el mundo cambiaron, cada uno a su ritmo y circunstancia, por lo que lo único certero es que estamos ante un futuro distinto. El viejo “orden” se acabó; nos encontramos ante un quiebre histórico de enormes proporciones y mientras más tardemos en asimilar esta premisa fundamental, peor será ese futuro.

La propensión humana más natural es la de aferrarse a lo existente o, más comúnmente, a lo conocido. La imagen más clara en este sentido es la de los interminables esfuerzos que hacemos todos, todos los días, para intentar que el genio vuelva a meterse a su lámpara mágica. En lugar de lidiar con las nuevas realidades, soñamos con regresar a lo que había: que los ataques de septiembre 11 nunca hubieran ocurrido, que el candidato X (ponga el de su preferencia, no faltan) hubiera perdido. Es como querer meter la pasta de dientes de vuelta al tubo: no se puede. Lo único certero es que el pasado ya no existe; la gran pregunta es qué sigue.

Sumido en el conflicto por la independencia de la India, le preguntaron a Mahatma Gandhi qué pensaba de la civilización europea: su respuesta fue “sería una gran idea.” Alcanzar la civilización implicaría lograr un nuevo estadio de estabilidad, crecimiento y civilidad, tres grandes ausentes en nuestra realidad actual. Parece claro que el camino por el que vamos no permitirá que se materialice ninguno de estos elementos, por lo que la respuesta de Gandhi es sumamente pertinente para el México de hoy. La civilización se construye, no se da fortuitamente.

Es importante reconocer que la encrucijada en la que nos encontramos no es producto de la casualidad, ni es resultado, al menos en su origen, del gobierno actual. Ese mérito lo tiene una sucesión de varios gobiernos que realizaron cambios y reformas sin reparar en el conjunto que estaban construyendo, particularmente en el ámbito político: en una palabra, no construyeron la capacidad gubernamental para lidiar con las fuerzas sociales, económicas y políticas que estaban desatando. Pero sí hubo un gobierno que no sólo perdió el camino, sino que nunca lo encontró: nunca entendió por qué llegó al poder, para qué llegó al poder o cuál era su “misión.”

Las reformas comenzaron en 1983 porque no había de otra: los gobiernos de los setenta habían quebrado al país. Uno puede coincidir o no con la vertiente que cobraron esas reformas, pero no había ninguna alternativa a la urgencia de reestructurar al gobierno y estabilizar la economía. Los siguientes gobiernos le imprimieron su sesgo al proceso, unos con mayor visión y capacidad que otros; algunos con claridad de rumbo y otros con total incomprensión del reto.

Pero sin duda fue el gobierno de Peña Nieto el que nunca entendió, primero, por qué el electorado le dio una nueva oportunidad al PRI y, segundo, el enorme potencial que tenía en sus manos. En lugar de construir un “nuevo Estado”, el proyecto se limitó a avanzar algunas reformas (no desdeñables como veremos cuando se atore el carro en el futuro mediato) mientras se consumaba el robo del siglo. Sin el gobierno de Peña el México de hoy sería muy distinto.

Nadie puede culpar a AMLO de las causas de su victoria. La contundencia con la que ganó constituye una condena reprobatoria que no deja dudas del mensaje: el electorado se sintió traicionado por el gobierno saliente y se volcó de lleno hacia la única opción que ofrecía algo distinto. Y eso distinto es lo que hoy construye un orden diferente mirando hacia el futuro: no es solo otro gobierno, es otra manera de ver y entender al mundo.

En el planeta se debate mucho sobre el fin del orden mundial construido después de concluida la segunda guerra mundial. La razón, al igual que al interior del país, es que hay nuevos actores, nuevas realidades de poder y nuevas reglas del juego. Nos encontramos en la etapa de las “vencidas” en la que el nuevo grupo en el poder va intentando imponerse en las diversas instancias e instituciones políticas, económicas, electorales y sociales. Poco a poco, van apareciendo nuevos criterios y valores, lo que afecta – para bien o para mal- la forma en que se asciende al poder, los derechos efectivos de la ciudadanía, la forma en que se conduce la economía y la manera en que se procuran los controles sociales.

Un nuevo orden no necesariamente implica menor pobreza, mayor igualdad o mejor situación económica. Solo implica reglas nuevas que responden a los grupos en el poder. Como en el mundo, nos encontramos en un momento de cambio en el que todo está en ciernes, susceptible de ser alterado, por lo que lo que hoy vemos puede no perdurar, todo lo cual crea un entorno de inexorable incertidumbre.

El presidente se ha abocado a intentar darle certidumbre a los diversos intereses sociales de que su concepción del viejo México es viable y el mensaje, guste o no, ha sido captado por muchos actores clave de todos los ámbitos -políticos, empresarios, líderes sindicales-, todos ellos buscando acomodarse. Se trata, sin embargo, de un escenario engañoso, de una calma chicha antes de que las fuerzas, intereses y valores del nuevo grupo gobernante hagan suyo el escenario político e impongan su ley. En una palabra, un nuevo orden que no por nuevo será benigno.

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09 Feb. 2020

Sistema de gobierno

Luis Rubio

¿Por qué perdió eficacia el gobierno mexicano? Lo que lo distinguió a lo largo de casi todo el siglo XX fue su estabilidad y efectividad, en franco contraste con la mayoría de las naciones del hemisferio. México se caracterizaba, como repetidamente afirma el presidente, por su estabilidad, orden y crecimiento económico. Todo eso se acabó y no hay un diagnóstico compartido sobre las causas de la debilidad actual del gobierno, pero tengo certeza que el intento centralizador actual no logrará su objetivo de restaurar su antigua eficacia.

El corazón del problema yace en un sistema de gobierno obsoleto que no funciona desde hace casi medio siglo y, más importante, que no va a funcionar por más que el gobierno intente reconstruir sus desvencijadas estructuras. México adquirió un sistema federal de gobierno porque lo copió de la constitución estadounidense, pero sus circunstancias no eran similares. No es casualidad que las dos etapas de mayor crecimiento económico –y de sus beneficios en la forma de movilidad social y creación de empleos- fueron el porfiriato y la etapa priista postrevolucionaria. El común denominador fue la centralización del poder, es decir, la violación flagrante de la estructura constitucional. A pesar de las caravanas retóricas que se le hacen al federalismo, el país no cuenta con un sistema de gobierno compatible con una organización política federal.

Antes del porfiriato y desde el fin de los setenta, el gobierno mexicano ha sido ineficaz. Antes porque no existía una estructura institucional, hoy porque la que existe ya no funciona. Muchos mexicanos vivientes todavía recuerdan (algunos con nostalgia) la estabilidad y crecimiento económico que hizo posible el “desarrollo estabilizador,” estrategia que llegó a su fin porque los factores que lo hicieron exitoso desaparecieron.

En lugar de una gradual liberalización que permitiera un ajuste de la industria nacional a la competencia, a partir de 1970 se cerró más la economía, se favoreció a grupos nacionales que no tenían preocupación por elevar sus niveles de productividad o satisfacer al consumidor y se elevó el gasto público (y la deuda) de manera inusitada. Todo eso provocó el colapso de las finanzas gubernamentales en 1982, obligando a un ajuste brutal cuando ya no había alternativa alguna.

La apertura política fue más atropellada porque fue reactiva e iba a contracorriente de los intereses más poderosos. La reforma electoral más importante, la de 1996, creó las condiciones para una competencia equitativa, pero no modificó la forma en que se gobernaba al país. El sistema de gobierno, que se había estructurado desde los treinta, quedó esencialmente igual. Por ejemplo, en lugar de liberalizar al sistema electoral, se incorporó al segundo y tercer partidos (a la sazón PAN y PRD) en el sistema de privilegios del PRI. O sea, se amplió el sistema existente, suponiendo que los problemas que eso arrojaba se resolverían solos, lo que obviamente no ocurrió.

En lugar de transformar al sistema de gobierno para que se pudiera lidiar con las condiciones y desafíos del siglo XXI, se preservó su estructura y objetivos, lo que lo dejó totalmente incapaz de funcionar en un entorno radicalmente cambiado. La apertura de la economía implicó que el gobierno dejó de controlar al sector privado y a los sindicatos de empresas. Las reformas políticas arrojaron vicios que se magnifican sistemáticamente: descontrol de los gobernadores; ausencia de instituciones para la seguridad; servicios mediocres; poderes fácticos que hacen de las suyas; y una población que, legítimamente, reprueba al orden existente.

Las reformas, en los ámbitos político y económico, eran necesarias, pero no se desarrolló una estrategia que anticipara sus consecuencias en términos de gobernabilidad, estabilidad, seguridad y eficacia. Como diría Fukuyama, se democratizó antes de construir un gobierno funcional. Lo que hoy estamos observando es un intento por reconstruir lo que antes –hace medio siglo- funcionaba, cuando lo que se requiere es construir un sistema de gobierno para el siglo XXI.

El punto nodal es que el gobierno federal es cada vez menos poderoso (así se centralicen toda clase de funciones) frente a una sociedad cada vez más grande, demandante y diversa y una economía que reclama condiciones de estabilidad para poder ser exitosa. El truco porfirista y priista de centralizar el poder no va a arrojar el resultado que el presidente desea porque no es compatible con las circunstancias de la era de la ubicuidad de la información y de feroz competencia internacional.

El gobierno mexicano requiere incrementar sus capacidades y eso entraña un cambio de concepción: construir mecanismos que permitan desempeñar sus funciones desde el municipio hasta la federación, con procedimientos que hagan posible la rendición de cuentas, a la vez que incrementan, de manera sistemática, sus capacidades para cumplir con sus funciones, desde las más elementales como la seguridad, hasta las vitales para erradicar la pobreza como la educación y la infraestructura.

México requiere una revolución en su sistema de gobierno; mientras eso no ocurra, gobiernos vendrán y se irán, pero el desarrollo y la paz seguirán siendo ilusorios.

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02 Feb. 2020

El nuevo mantra

Luis Rubio

Según el nuevo dogma, en 2019 se crearon las condiciones para que la economía mexicana, y el país en general, entren en una etapa de elevado crecimiento y desarrollo este año. La conclusión -finalmente- del nuevo tratado norteamericano, el aumento en los salarios mínimos y la estabilidad financieras son las anclas que permitirán la tan esperada transformación. Ya solo falta que quienes toman decisiones de ahorro e inversión se sumen.

El nuevo mantra tiene sentido, pero no realidad. Los logros tan festinados por el presidente del CCE y sus contrapartes en el gobierno -indistinguibles unos de los otros- son condiciones útiles, más no suficientes: la inversión y el ahorro fluyen cuando existen los elementos tanto objetivos como subjetivos favorables al crecimiento.

Entre las condiciones objetivas se encuentran sin duda las mencionadas en el primer párrafo, más no son suficientes: en el siglo XXI tanto la inversión como el ahorro ven al mundo como su espacio de acción, lo que implica que México literalmente compite con todo el resto del planeta para afianzar proyectos de desarrollo en nuestro territorio. En términos netos, la atracción de la inversión requiere condiciones apropiadas para ello, mismas que van desde la macroeconomía hasta la infraestructura y el marco legal. Sin embargo, el gobierno ha cambiado las reglas del juego y el marco legal y ha abandonado cualquier pretensión de allanarle el camino a los inversionistas, además de que no ha avanzado en materia de seguridad. En adición a lo anterior, el nuevo TLC fue diseñado por el lado estadounidense para no incentivar la inversión en industrias clave para México como la automotriz. En consecuencia, los factores objetivos que son indispensables para atraer la inversión no son conducentes a satisfacer la retórica gubernamental y de su personero privado.

Por el lado subjetivo las cosas son mucho más complicadas, pero también más transparentes, porque el presidente ha hecho todo lo posible por minar la confianza que es clave para que se materialice la inversión y el ahorro. Desde la decisión relativa al aeropuerto hasta la forma de decidir sobre proyectos como el tren maya y la refinería de Dos Bocas, cualquier observador neutral no puede más que concluir que el único patrón discernible es la voluntad de una persona. Agravando esta circunstancia se encuentra la eliminación (de jure o de facto) de todo contrapeso en materia regulatoria: entidades que fueron creadas a lo largo de los años precisamente para conferirle certidumbre al inversionista. La forma en que la (nueva) CRE* le abrió la puerta a PEMEX para que incurra en prácticas depredadoras en la venta de gasolina habla por sí misma. En una palabra, la ausencia de contrapesos e instancias (razonablemente) autónomas que limiten los excesos gubernamentales o, al menos, que los evidencien, constituyen frenos absolutos a cualquier proyecto de inversión.

Las condiciones tanto objetivas como subjetivas hacen muy difícil suponer que la economía se va a reactivar de una manera significativa en los próximos meses, esto incluso con los proyectos de infraestructura que están en ciernes. La pregunta es si hay algo que pudiera hacerse para cambiar el panorama.

Hay dos caminos muy claros: uno funcional y otro ambicioso. Por el lado funcional, hay cosas en que el daño que se ha hecho no es (todavía) catastrófico y donde, con relativamente pocas acciones, podría alterarse la perspectiva. El caso de la energía es, con mucho, el más obvio: en este ámbito no se ha cambiado la legislación y, con excepción (no menor) de la composición del consejo de la CRE y de la CNH**, instituciones clave para el funcionamiento del sector, el gobierno sólo ha dejado de llevar a cabo licitaciones. Recrear condiciones para el relanzamiento del sector no es algo inconcebible y tendría el doble efecto de fortalecer el lado pragmático del gobierno y alentar el desarrollo de un sector que es clave bajo cualquier premisa. Si además se restablecieran condiciones para energías renovables, el panorama mejoraría. Nada de esto cambiaría dramáticamente la perspectiva, pero sí permitiría revertir las peores tendencias que hoy se perfilan.

La salida más ambiciosa, esa que permitiría no sólo sacar adelante el resto de este sexenio sino modificar para bien el futuro general del país, requeriría una serie de reformas que ninguno de los gobiernos de las pasadas cuatro décadas estuvo dispuesto a contemplar y para las cuales el presidente López Obrador cuenta no sólo con la legitimidad, sino con el apoyo popular para llevarlas a cabo. El país requiere reformas profundas para atacar los verdaderos lastres con que carga el país, como la pobreza y la desigualdad, y estas implicarían atacar grupos de poder que se han dedicado a impedir el desarrollo en Guerrero, Oaxaca y Chiapas; a sindicatos abusivos que expolian de manera cotidiana; a la estructura político-legal que crea feudos en los gobiernos estatales; y, en general, a la maraña de intereses que depredan, extorsionan y corrompen como actividad cotidiana.

Si el gobierno de verdad quiere avanzar el desarrollo del país, la agenda no es pequeña, pero sus activos para lograrla son enormes.

 

*Comisión Reguladora de Energía ** Comisión Nacional de Hidrocarburos

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en REFORMA

26 Ene. 2020

 

El mito del pasado

Luis Rubio

Para el presidente López Obrador los sesenta fueron el momento culminante de la vida pública del país. En esa era México crecía a tasas cercanas el 7%, había orden y no había conflicto social. El momento parecía idílico; mucho más, visto en retrospectiva. Sin embargo, una mirada a la forma en que funcionaba la sociedad mexicana en aquella época revela circunstancias mucho menos encomiables y, en todo caso, irrepetibles.

La característica central de aquella época era la presidencia todopoderosa que establecía el rumbo, fijaba prioridades, resolvía disputas y mantenía la paz. Al menos ese es el mito, pero el hecho indudable es que el sistema postrevolucionario había logrado un equilibrio efectivo entre los diversos intereses de la llamada “familia revolucionaria” y los requerimientos de una economía pujante. La coalición gobernante -y la estructura de control del partido que le permitía enorme latitud al presidente- arrojaba una gran capacidad de decisión y acción que, en el contexto específico de la era posterior a la segunda guerra mundial, creó un entorno excepcionalmente favorable para el crecimiento económico.

La poderosa presidencia se mantenía gracias a la conjunción de circunstancias excepcionales que, años más tarde, dejaron de existir. En primer lugar, el sector privado estaba fuertemente controlado a través de requisitos de permiso para invertir, exportar e importar. La economía cerrada le confería al gobierno una gran latitud de decisión y control sobre este factor de la producción que, además, se complementaba con severas limitaciones a la inversión extranjera y una fuerte propensión a favorecer la existencia de monopolios. El gobierno regulaba la competencia y determinaba, indirectamente, la rentabilidad de las empresas. Para los empresarios lo importante no era la calidad o precio de sus productos sino estar cerca de la burocracia.

En segundo lugar, los sindicatos funcionaban como un mecanismo de control donde los líderes se enriquecían a cambio de mantener el control de las bases. El congreso del trabajo hacía parecer como que había democracia sindical, pero ésta se limitaba a la retórica y siempre y cuando los líderes operaran dentro de reglas del juego claramente establecidas. La clave era el control sin disidencia alguna.

En tercer lugar, los gobernadores vivían bajo la férula del gobierno central, siempre a sabiendas de que podían experimentar lo que se conocía como una “desaparición de poderes,” o sea, su remoción, a la menor provocación. Los gobernadores que en el pasado reciente se pavoneaban de que no tenían razón alguna para responderle al presidente, recibían instrucciones de funcionarios de tercer y cuarto nivel sin chistar.

En una palabra, se trataba de un sistema autoritario centrado en el presidente que, a través de los tentáculos del partido y de los mecanismos de premiación y represión mantenía un férreo control del país. Un diplomático europeo que estuvo basado en México en aquella época citaba a un funcionario soviético en la embajada de aquel país, afirmando que, comparado con México, los rusos eran unos meros amateurs porque aquí se había logrado construir un sistema político autoritario con pleno control pero absoluta legitimidad, mientras que ellos sólo podían mantener el control por medio de una aguda represión.

El éxito de aquella época permite soñar con su recreación. La noción de que se puede someter al sector privado a través de la subordinación de las decisiones económicas a las políticas llevaría la alineación de las prioridades y a la recuperación de altas tasas de crecimiento económico. La libertad sindical, mandatada por la OIT y por el nuevo tratado de libre comercio, el T-MEC, facilitaría la eliminación de los liderazgos charros para su reemplazo por líderes entrenados en Canadá, con criterios anti corrupción nunca antes vistos. El presupuesto favorece la reconstrucción de los controles políticos sobre los gobernadores, subordinándolos al poder central y obligándolos a ceder sus ambiciones a los designios del gran líder nacional. Finalmente, el ejército se convierte en la piedra de toque que le permite al liderazgo central un control absoluto de todos los actores locales y sectoriales, sin consecuencia alguna ni riesgo de corrupción. O sea, el Nirvana, versión siglo XXI pero con características de 1960.

El mundo de los sesenta acabó mal, no porque estuviera mal concebido o estructurado, sino porque, simplemente, acabó dando de sí. Como dice el dicho, todo por servir se acaba y así le pasó a la era del desarrollo estabilizador. Se acabó porque resultó insostenible: porque cambió la forma de producir en el mundo, porque hubo una revolución financiera y otra tecnológica y porque, poco a poco, las comunicaciones favorecieron la democratización radical de la información.

En lugar de apalancar lo logrado entonces para transformar la estructura productiva y política como hicieron tantas otras naciones asiáticas, europeas y un par de latinoamericanas, nosotros nos empecinamos en ir de crisis en crisis. Y ahí seguimos. Pretender reconstruir aquella era no va a acabar distinto porque no tiene sustento en la realidad, sino en una nostalgia insostenible.

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19 Ene. 2020

Año clave

Luis Rubio

Inicia el segundo año completo del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, año en que su proyecto y estrategias comenzarán a rendir frutos. Lo que se sembró en su primer año tendrá que arrojar resultados. Por sobre todo, a partir de ahora ya no hay forma de echarle la culpa al pasado, al “cochinero que nos dejaron.” El país está firmemente en las manos del presidente y, por lo tanto, la responsabilidad.

Para ahora hay dos cosas indudables: primero, el proyecto central del presidente -el control político- ha avanzado de manera irredenta. Segundo, la economía muestra severa afectación. La afectación se manifiesta de diversas formas, pero dos resumen el dilema: por un lado, no hay inversión privada (y muy poca por parte del sector público); por el otro, la recaudación viene a la baja de manera inexorable. Esto último se explica en buena medida por la falta de crecimiento de la economía, pero su impacto sobre el gasto es dramático, toda vez que las obligaciones del gobierno en materias como la de las pensiones para quienes se retiran aumentan sistemáticamente, lo que minimizan el llamado “espacio fiscal,” o sea, el monto disponible para que el gobierno ejerza el gasto y lo dirija hacia sus programas. En adición a lo anterior, la decisión del gobierno de dirigir sus recursos cada vez más escasos a Pemex reduce todavía más sus opciones de gasto.

En honor a la verdad, el problema de la inversión privada no comenzó con este gobierno: ésta prácticamente desapareció desde la campaña de Trump en el 2016, con su amenaza de cancelar el TLC. Ese hecho, muy anterior a AMLO, constituye un indicador obvio de lo que estimula o inhibe la inversión privada, tanto nacional como extranjera. Lo que el TLC aportaba era certidumbre respecto a las reglas del juego, a lo que el gobierno se había comprometido a respetar con el objeto de atraer la inversión. La amenaza de Trump paró la inversión y ésta no se ha repuesto desde entonces tanto porque el nuevo T-MEC elimina la fuente nodal de certidumbre que era el corazón del NAFTA, como porque el gobierno actual muestra una incomprensión cabal (o se niega a aceptar) lo que se requiere para atraer inversión privada. Su insistencia en que las decisiones económicas deben subordinarse a las políticas evidencia una total incomprensión de la naturaleza del siglo XXI.

La pregunta es si, ante el riesgo de que se perpetúe el estancamiento o, peor, que la economía entre en recesión, el gobierno estará dispuesto a revisar sus premisas y corregir el rumbo. Desde mi punto de vista, el gobierno de AMLO tiene la mejor y mayor oportunidad de la historia para enfrentar los problemas que décadas de reformas (la mayoría benignas y necesarias) no resolvieron. La oportunidad se deriva de dos circunstancias: primero, la enorme legitimidad con que cuenta y, segundo, el hecho de que las prioridades que marcó desde hace años -corrupción, pobreza, desigualdad regional y falta de crecimiento- son las prioridades nacionales.

La economía ha crecido poco en promedio por mucho tiempo por razones muy explicables: primero, porque no ha habido mayor inversión en infraestructura en el sur; segundo, porque hay poderosos intereses económicos, políticos y/o sindicales en las regiones que no crecen y que impiden que se desarrollen nuevos proyectos de inversión; tercero, porque innumerables regulaciones y prácticas promueven el crecimiento de la economía informal (la cual entraña límites a su crecimiento por falta de acceso al crédito y no contribuye a la recaudación fiscal); y, finalmente, pero quizá el resumen de todo, porque el país se caracteriza por una extorsión permanente: inspectores extorsionan a ciudadanos y empresarios, líderes sindicales extorsionan a los trabajadores, políticos extorsionan a la población, los narcos extorsionan al gobierno y a la sociedad en general. El TLC no eliminó la extorsión, pero creó condiciones para que ésta fuese controlada en su espacio. El resto del país vive bajo una extorsión permanente.

La agenda de cambios que requiere el país no es difícil de identificar y toda ella es absolutamente compatible tanto con las prioridades que el hoy presidente marcó desde hace lustros como con su base política. De hecho, si uno observa la lista (incompleta) del párrafo anterior, los grandes perdedores son siempre los ciudadanos en su calidad de pequeños empresarios, empresarios informales y demás, que no gozan de protección como la que por décadas provino del TLC. Todavía peor le ha ido al sur del país donde sindicatos y políticos extorsionan a la población y le niegan oportunidades de crecimiento y desarrollo porque ello implicaría alterar el statu quo local. Si uno evalúa dónde se encuentran las regiones de mayor pobreza e inequidad, es obvia su correlación con estos males.

El año que comienza es la gran -y quizá última- oportunidad para que el gobierno se aboque a atender las causas de los males que padece el país y que, como decía yo antes, son precisamente los mismos que el presidente identificó como eje de su campaña y de su agenda. Lo que no ha funcionado a la fecha para atenderlos constituye una oportunidad única para avanzar en este año. Dado el ciclo sexenal, lo que no se haga ahora, ya no se hizo.

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12 Ene. 2020

La relación

Luis Rubio

No existe frontera tan intrincada y diversa como la que separa a México de Estados Unidos. Lo fácil es simplificarla, racionalizándola como un asunto meramente comercial. La realidad es de una enorme heterogeneidad, complejidad y multiplicidad. La frontera con Estados Unidos incluye cruces legales e ilegales, drogas, contrabando, personas, ideas, mercancías, servicios y pleitos. Todo lo que existe en ambas naciones cruza la frontera. Un viejo dicho de aquella región afirma que “si cabe por el puente, puede pasar.”

Desde el altiplano es difícil comprender la diversidad y complejidad de la zona fronteriza. Se trata de una región, en ambos lados, que experimenta una relación simbiótica en la cada uno vive del otro y ninguno podría explicar su existencia, y éxito, en ausencia del otro. Muchos han hablado de un “tercer” país, distante tanto de México como de Washington DC, pero en realidad se trata de un espacio de intercambio dinámico donde todo ocurre, tanto lo mejor como lo peor de ambas naciones.

Por décadas, los americanos vieron al lado mexicano de la frontera como un espacio de recreación y lujuria, pero también de mayor simplicidad y facilidad que la vida estructurada en su país. Los mexicanos acabamos viendo a la frontera como una oportunidad inagotable de mercados, clientes y desarrollos que jamás hubieran sido posibles sin la liberalización comercial que tuvo lugar al amparo del TLC. Más allá del T-MEC, sucesor devaluado del TLC, y, en general, de la cercana relación que existió hasta el 2016, los vínculos entre ambas naciones son cada vez más profundos y diversos. La guerra comercial entre Estados Unidos y China abre oportunidades adicionales que hubieran sido inconcebibles hace sólo unos años.

La gran pregunta es si los mexicanos seremos capaces de convertir esta coyuntura en oportunidad, ahora en el contexto de Trump (y de la campaña en ciernes) y de problemas estructurales mexicanos que no sólo no se resuelven, sino que ni siquiera están en la agenda pública.

El gobierno reconoce la existencia de problemas y limitaciones con relación al desarrollo del país, pero no ha estado dispuesto a aceptar que sus preconcepciones son inviables y actúan en detrimento de su objetivo de reiniciar el desarrollo. Por el lado de los problemas, reconoce que la inseguridad es persistente, pero no que sus grandes ánimos sean realizables con la estrategia que ha adoptado, que ni siquiera promueve el fortalecimiento y estandarización de las estructuras de policía a nivel local.

El mexicano, de todo origen y estirpe, ha demostrado enorme potencial de adaptación en lo cotidiano, a la vez que los migrantes, con cada vez más capacidad y disposición para desarrollar grandes proyectos de transformación económica y comercial, hacen su aparición en la vida nacional. La relación bilateral es contante, inequívoca y sistemática: fuente potencial de enormes beneficios o de conflictos insolubles. Pero no aguanta cambios radicales.

La violencia que caracteriza a la relación es producto de una interacción poco comprendida. Es obvio que una gran proporción de las armas que emplean las mafias del crimen organizado provienen de EUA. Igual de obvio es el hecho que México -a todos los niveles- ha sido incapaz de desarrollar estrategias de seguridad que le confieran certidumbre a los habitantes del lado mexicano de la frontera. Para nadie es secreto que México ha sido un enorme fracaso en la provisión del derecho más elemental, que es la seguridad, sea ésta en los municipios limítrofes o en las principales ciudades del país.

México vive un mundo de incertidumbre e inseguridad que todos los mexicanos conocen, independientemente de la lealtad o rechazo que le profesen al presidente. Aunque muchos respondan positivamente en las encuestas y con convicción apoyen al presidente, las mismas encuestas confirman que la abrumadora mayoría quiere una mejoría y no cambios radicales.

Desde la cima del poder es fácil acusar o perdonar a presumibles transgresores de la ley pero, para el mexicano común y corriente, cada ejemplo de corrupción, extorsión, asesinato y flagrante mentira es un hito más en una larga historia de abuso, imposición y corrupción. El presidente puede ser absolutamente inmaculado, pero su administración ha ido mostrando que es indistinguible de las que le han precedido. La corrupción ahoga a Morena, como lo hizo con el PRI, el PAN y el PRD. A menos que corrija el rumbo, sus resultados no podrán ser distintos.

La relación bilateral constituye una oportunidad o una maldición, dependiendo de la perspectiva que se decida adoptar. Quienquiera que haya vivido u observado la realidad cotidiana de la vecindad sabe bien que el problema de fondo no es la frontera, los americanos o la relación, sino la persistente incapacidad del lado mexicano para estabilizar al país, generar policías locales capaces de mantener el orden y garantizar la seguridad, igual al mexicano más modesto que al más encumbrado.

La agenda del presidente es tan ambiciosa como ciega. Lo que México requiere es soluciones; lo que el presidente busca es excusas para ir contra lo que la ciudadanía quiere y demanda. La pregunta es qué tanto tiempo -y daño- tomará para que la terquedad ceda ante la realidad.

 

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05 Ene. 2020