Nuestro entorno

Luis Rubio

El rey Canuto de Dinamarca (990 dc) es famoso por haber instalado su trono en la playa rodeado de todo su séquito: sentado cerca de las olas, demandó que éstas pararan, pero acabó empapado. El mensaje a sus serviles seguidores fue que hay límites al poder humano. Así debemos ver la relación con nuestro vecino del norte y, en general con el resto del mundo: todo en el planeta está cambiando y los elementos que conferían certidumbre en las pasadas décadas se han erosionado.

Más allá de la pandemia, una mirada a lo que ocurre a nuestro derredor revela patrones de conducta que hubieran sido inconcebibles hace sólo unos años. El cambio más notable, y todavía más para México, es sin duda el que ha experimentado la sociedad estadounidense en la forma del presidente Trump. El país que había liderado al mundo con el conjunto de ideas e instituciones relativos al comercio, la inversión y las relaciones internacionales, el llamado “orden internacional,” a partir del fin de la segunda guerra mundial, abdicó su liderazgo y ahora es fuente de interminables conflictos y desarreglos en el ámbito global.

Trump no fue producto de la casualidad: al igual que Brexit y otros cambios políticos en el espacio europeo (Polonia, Hungría, Italia, etc.), refleja desequilibrios y desilusiones de las ciudadanías de sus respectivos países por factores que van desde la migración hacia las naciones desarrolladas hasta los desajustes producidos por la globalización. Por muchos años, Estados Unidos y China desarrollaron un esquema de integración –al que Nial Ferguson bautizó como “Chimerica”- que provocaron desajustes en el empleo industrial y, con ello, fuertes estragos al interior de la sociedad estadounidense.

Muchas comunidades, típicamente en el centro de EUA, el corazón del cinturón industrial desde el siglo XIX, eran dependientes de una gran empresa que dominaba la vida laboral –como ocurría en industrias como la del carbón, acero y automotriz- fueron devastadas cuando ese empleador tuvo que cerrar por razones tan diversas como el cambio tecnológico, costo laboral o regulaciones ambientales. Las personas que habían dedicado su vida a esa empresa o actividad súbitamente se encontraron sin empleo, con pocas habilidades o capacidad de adaptación a la “nueva” economía, generalmente en el ámbito digital. Si bien proliferan los ejemplos de ajuste exitoso (como ocurrió en Rochester, NY luego de la caída de Kodak), hay un sinnúmero que no lo lograron, su población acabando sumida en el alcohol y las drogas. Trump no inventó esa realidad, sólo la convirtió en fuerza electoral.

Mucha gente espera que el día en que Trump deje la presidencia, el mundo retorne a la normalidad. Lamentablemente, aunque pudiera disminuir la estridencia y las malas formas en el discurso y actuación de sus futuros gobernantes, los factores estructurales que llevaron a Trump a la presidencia seguirán ahí. Llegue un gobierno de derecha o uno de izquierda, los asuntos contenciosos que hoy vive esa nación no van a disminuir, aunque adquirieran otras formas. El caso de China hace esto más que evidente: Republicanos y Demócratas han llegado a la conclusión de que se están enfrentando ante una potencia hostil y comienzan a actuar, al unísono, bajo esa premisa.

Para México, el conflicto EUA-China ofrece oportunidades para afianzar nuestras propias cadenas de producción y suministro y atraer nuevas líneas de inversión extranjera, pero también constituye un llamado de atención a la urgencia de evaluar los factores clave que afectan la viabilidad y dinamismo de nuestro sector exportador y a actuar para atenuar los elementos que son tan disruptivos en la relación bilateral. En particular, México tiene que elaborar una estrategia integral de acercamiento con las regiones y comunidades estadounidenses que son susceptibles de ver a México como un socio confiable y cercano, todo ello en aras de proteger y afianzar nuestros propios intereses en aquella nación. Esto sería todavía más importante de ganar Biden.

En contraste con China, México experimenta dos fuentes de conflictividad que son administrables, pero México no las ha administrado. Por un lado, se encuentran los dos elementos que se han convertido en emblemáticos de la relación y que Trump ha explotado sin rubor: la migración y el superávit comercial, incluyendo al movimiento de plantas industriales hacia México. Ambos fenómenos son viejos, pero México no ha hecho prácticamente nada en el ámbito político dentro de la sociedad norteamericana -no en Washington, sino en Peoria, como dicen allá, en la base- para neutralizar esas fuentes de conflicto. Independientemente de si Trump gana o pierde en noviembre, este es un frente abierto en el que México debe actuar.

La otra fuente de conflictividad es más profunda y compleja porque tiene que ver con nuestras propias carencias e insuficiencias, muchas de las cuales se manifiestan en la zona fronteriza, pero que no se originan ahí: las drogas, la inseguridad y la falta de certeza jurídica. Estos fenómenos no son nuevos ni comenzaron con este gobierno, pero su responsabilidad es enfrentarlos. Ahí si, como dice el presidente, una buena política interior es una buena política exterior.

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 REFORMA

(20 Sep. 2020).-

Un sobre más

 Luis Rubio

En la teoría de los sobres -un viejo chiste de la política mexicana- el presidente saliente le deja tres sobres a su sucesor. Cuando las cosas se atoran, el presidente, urgido, recuerda los sobres y abre el primero. “Cúlpame a mí” dice el papel. El presidente López Obrador abrió el primer sobre tiempo antes de su inauguración y le ha venido extrayendo todo el jugo posible, ahora potenciado por las revelaciones de Lozoya, aunque mermado por las de Pio. No hay duda que va a seguir empujando el tema al máximo sin, lamentablemente, atacar el fondo del problema: la impunidad que yace en el corazón del sistema político. Tarde o temprano dejará de tener efecto.

El segundo sobre -“reorganiza tu gabinete”- va a ser menos impactante. El problema para un presidente que concentra tantas funciones en su chistera y todo lo decide sin ayuda de sus colaboradores, además de que, con mínimas excepciones, le confiere cero espacio y responsabilidad a los integrantes del gabinete, es que nadie siquiera se ha dado cuenta de que cambió el equipo. El segundo sobre queda nulificado por improcedente. Pronto se le va a juntar con el tercer sobre, ese que recomienda preparar otros tres sobres.

Los sobres son relevantes para un gobierno que no tiene mayor aspiración que la de mantener el bote a flote, característica común de muchos gobiernos en todo el mundo. Mejorar un programa aquí, corregir los errores de una política allá, atender los problemas de la comunidad de tal región son todos objetivos válidos y, sin duda, frecuente en la vida pública.

Pero de vez en cuando llega un gobierno con enormes ambiciones que pretende llevar a cabo una transformación. Algunos de esos gobiernos vienen arropados con grandes ideas, iniciativas y proyectos; a otros los anima no más que la fuerza de su voluntad y la expectativa que la mera fuerza de su deseo llevará a lograr la ansiada transformación. Cuando la realidad rebasa las expectativas y la ausencia de plan comienza a ser evidente, los sobres se tornan indispensables. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando ya no hay más sobres que abrir y el gobierno ni siquiera ha concluido sus primeros años, tiempo antes de las elecciones intermedias?

El ruido mediático en torno a la corrupción del pasado sin duda va a ser ensordecedor y podría ser infinito si procede con una persecución criminal de algún expresidente. Pero, además de la dudosa legalidad de semejante empresa, uno debe preguntarse si sería suficiente para tapar el enorme hoyo que va a crear el desempleo y la recesión que ya están ahí pero todavía no se ven en toda su profundidad e implicaciones sociales.

El problema del ruido es que sólo es perdurable y verdaderamente transformador cuando tiene algo más que objetivos utilitarios detrás. En política, desde luego, lo utilitario es siempre relevante y, como sugiere el asunto de los sobres, desviar la atención es parte natural y lógica del arte de gobernar. La pregunta es ¿ruido para qué? Si el ruido sirve para apaciguar ánimos mientras avanzan otros programas ya en curso pero que todavía no dan frutos, el circo no sólo es lógico, sino sumamente valioso. Pero si el objetivo es meramente comprar tiempo, confiando que las cosas volverán, por sí solas, a su nivel, el riesgo se exacerba, pues es improbable que las cosas mejoren en un plazo razonable dada la profundidad de la recesión y la ausencia de inversión privada susceptible de atajarla. El tema se complica todavía más si lo que se encuentra detrás del ruido no es ni siquiera un propósito utilitario, sino más bien un objetivo de venganza, producto más de odios personales que de asuntos de Estado.

La gran ventaja de que goza el presidente reside en que una parte importante del electorado sigue enojado con el statu quo y está convencido que atacar al pasado es necesario. En un país donde la corrupción ha reinado como parte del ejercicio del poder, visible en todo su esplendor en el gobierno anterior, el circo mediático tiene enorme vigencia porque responde al resentimiento visceral que prevalece mucho más allá que cualquier alternativa política, a la fecha inexistente. Aunque el desempeño del gobierno sea mediocre en el mejor de los casos, una amplia porción del electorado sigue alentada más por el enojo que por la esperanza o la expectativa de algo mejor. Esta es una ventaja no menor y constituye una fuente de combustible que puede ser mucho más candente y eficaz de lo aparente.

Pero el enojo no resuelve los problemas de esencia, comenzando por el comer y sobrevivir. Por más que pudiera haber “triunfos” mediáticos en la forma de grandes persecuciones judiciales, en la medida en que no se atiendan las causas de la corrupción, la ciudadanía acabará viendo que no hay más que circo, pero sin pan, en el horizonte. Décadas de espectáculos mediáticos (grandes o pequeños, da igual) han sedimentado una cultura de cinismo que trasciende a cualquier liderazgo individual, por poderoso que éste pudiera ser.

En ausencia de un sobre más, el gobierno pronto enfrentará los productos de un proyecto que no responde a las circunstancias y necesidades del país, pero demasiado tiempo antes de terminar. La oportunidad de transformar, una verdadera transformación, sigue ahí.

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La sociedad

 Luis Rubio

Según Marx, “la sociedad no consiste en individuos, sino que expresa la suma de relaciones y condiciones en las que esos individuos se encuentran recíprocamente situados.” La sociedad mexicana difícilmente ha tenido la oportunidad de expresarse como sociedad porque la lógica del sistema político fue siempre la de controlarla. Eso comienza a cambiar: las encuestas muestran a una sociedad que igual se vuelca decididamente por un candidato en un momento dado, que cambia de opinión, reprobándolo, dos años después.*

Más importante, comienzan a surgir toda clase de organizaciones e iniciativas que evidencian a una sociedad dispuesta a asumir el papel protagónico que el viejo sistema político siempre les negó.

La paradoja del momento político actual radica en que, justo en el momento en que el gobierno se aboca a reconcentrar el poder, la sociedad se organiza para limitar el daño que eso pueda representar y, quizá, para convertirse en el factor crucial que marque el rumbo futuro del país. Esa función vital que permite que un país crezca y se desarrolle, la que Tocqueville descubrió en la sociedad estadounidense del siglo XIX, comienza a nacer en México. La gran interrogante es cómo será la interacción entre un gobierno que repele (y descalifica) cualquier cosa que parezca independiente, con una sociedad que se apresta a encabezar un proceso transformador pero que, a la misma vez, no acaba de desprenderse de esa tradición de control no sólo social, sino sobre todo de sus valores, modos de pensar y, especialmente, de actuar.

Un secretario de gobernación de la era del viejo sistema una vez me resumió la filosofía oficial sobre la libertad de expresión: “en México se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas cosas y se puede escribir lo menos.” Si así era para las páginas de opinión, relativamente poco leídas, ¿qué podría uno esperar de la organización de la sociedad como trampolín hacia la acción? Los límites eran reales y crearon una reticencia, si no es que un miedo (bien ganado), a organizarse de manera independiente.

El desafío no es pequeño. Por más que nuestros presidentes recientes protesten agriamente por la crítica que se observa en parte de la prensa nacional, el fenómeno es sólo de las últimas décadas. En contraste con la libertad de expresión que siempre existió en muchas sociedades sudamericanas, incluso en medio de dictaduras y gobiernos autoritarios, en México el viejo sistema construyó toda una forma de conquistar las mentes que tuvo el efecto de crear verdades oficiales, un discurso de lo aceptable (e inaceptable), ideas reprobables y una noción muy peculiar del bien y del mal. Los diversos medios de comunicación eran instrumentos del poder y servían para avanzar sus propósitos a cambio, desde luego, de beneficios constantes y sonantes: negociación con y para el poder. Aquellas prácticas, ya en nuestros días, distorsionaron tanto el ejercicio de la libertad y la organización de la sociedad, como a los propios medios de comunicación, que nunca están lejos de la extorsión.

El viejo sistema empezó a debilitarse en su legitimidad y capacidad de control desde finales de los sesenta, pero ha tomado dos o tres generaciones para quitarse todo ese cochambre histórico, permitiendo que la sociedad mexicana despierte, ya sin las amarras ideológicas de antaño. Una vez que este proceso cobre forma, será imparable y, a la vez, diverso y disperso, pues así es la geografía y sociedad misma: sin reglas, con un Estado de derecho caprichoso y manipulable y con intereses profundamente encontrados.

Ejemplos sobran y son del más diverso orden: mujeres que, a fuer de buscar a sus desaparecidos, acabaron creando organizaciones dedicadas a la búsqueda de fosas anónimas; campesinos organizados para defender sus tierras de criminales que talan sus bosques y les roban su patrimonio; empresarios que se organizan y resuelven problemas que el gobierno ignora, como el brutal choque de demanda que experimentó el país este año; partidos políticos que comienzan a escuchar a la ciudadanía, en lugar de procurar imponerse, para recobrar su confianza; organizaciones analíticas que proponen soluciones a los problemas nacionales; entidades religiosas que defienden los derechos humanos; grupos dentro del partido gubernamental que se organizan para avanzar sus agendas, al margen del presidente.

El punto es muy simple: los momentos de crisis, recesión, polarización y conflicto son caldo de cultivo natural para el surgimiento de iniciativas y organizaciones sociales. Cada una es distinta: algunas son de derecha, otras de izquierda, algunas proponen soluciones, otras demandan respuestas; algunas son profundamente reaccionarias -de cualquier color- e invitan a acciones ilegales. El conjunto ilustra a una sociedad que despierta y que está decidida a impedir que su futuro quede en manos de burócratas y políticos con agendas que nada tienen que ver con su interés, sea éste particular o colectivo.

Vienen tiempos complejos donde el interés por ganar las elecciones a cualquier precio se va a contraponer con las necesidades y demandas de una sociedad cada vez más dispuesta a sacar la cabeza. Triunfará quien anteponga el futuro sobre su interés inmediato.

 

*Encuesta GEA-ISA, julio de 2020

 

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 REFORMA

(06 Sep. 2020)

Costos y consecuencias

Luis Rubio

La democratización que ha experimentado el país en las últimas décadas trajo consecuencias no anticipadas con las que hay que lidiar porque la alternativa es absolutamente inaceptable. Quien gana una elección se siente libre de avanzar su agenda no sólo negando a la oposición, sino, como hoy, tildándola de enemiga. En lugar de una democracia, hemos construido, o reproducido para el siglo XXI, la famosa frase de Cosío Villegas: una monarquía sexenal. En lugar de emplear la política para construir un futuro común, una interdependencia necesaria, se excluye y persigue toda visión y pensamiento crítico o disidente. Esas son las formas de una dictadura y, cuando eso ocurre, deja de importar el signo o la persona a cargo: lo que importa es la realidad.

Muchos de los excesos del gobierno actual, sobre todo su manera de destruir instituciones y obligar a sus contingentes legislativos a seguir instrucciones, como si fuesen meros empleadillos, son sin duda reacción visceral a los excesos -de forma o de fondo- de administraciones anteriores. Pero el hecho de que un presidente se pueda exceder evidencia la enorme fragilidad de nuestro sistema de gobierno, que la pandemia no hecho sino magnificar. Elaborar y modificar leyes en una democracia es la función elemental del legislativo que, en la división de poderes, constituye un poder igual y un contrapeso. Sin embargo, como dice Santiago Kovadloff de Argentina, “nosotros modificamos mucho más la constitución de lo que la cumplimos.” En México es el presidente quien manda, legisla, ejecuta y viola la constitución, pretendiendo que gobierna, cuando en realidad instruye y sojuzga.

Las naciones en que la palabra es única, una imposición, la reversión es igualmente veloz. Lo que el presidente está haciendo con las reformas económicas y con las instituciones, fideicomisos y organismos que surgieron del ejercicio ejecutivo y legislativo previo no se puede explicar más que por un ánimo revanchista y retardatario que parte de la negación del tiempo y del cambio de circunstancias.

Sin duda, lo que ha hecho posible desmantelar las estructuras administrativas, políticas y regulatorias es la poca legitimidad de que gozaban; pero, al actuar de la misma manera -de hecho, de forma mucho más arbitraria porque ahora ni las formas se cuidan- el presidente está sembrando las semillas del siguiente contraataque. En lugar de construir y gobernar, la población, a la que trata como súbdita, acabará viendo y pensando al gobierno actual como le ocurrió con todos los anteriores. Nadie, ni AMLO, puede desafiar la ley de la gravedad.

Uno se podría preguntar cómo es posible que el presidente tenga tanto poder para llevar a cabo su programa de centralización sin contrapeso alguno. La respuesta es muy simple: seguimos viviendo en un entorno predemocrático en el que los integrantes de su partido en el legislativo están dispuestos a plegarse ante el presidente, y él a hacerlos funcionar de esa manera, sin rubor alguno. En lugar de representar a la población, responden a su jefe, típica forma predemocrática.

La interrogante clave es qué harán esos mismos legisladores y jueces cuando los errores y carencias de este gobierno rebasen al presidente y exijan respuestas ante los problemas cotidianos, de esos que la pandemia acumula a una velocidad superior al crecimiento en el número de muertos. Si una constante tiene el sistema político mexicano es que el rey es rey, pero sólo mientras está ahí; en el momento en que eso cambia comienza el calvario. No hay ni un solo presidente en esta era que no haya pasado por esa criba, aunque algunos la hayan librado mejor que otros. Atizar el fervor vengativo solo eleva los momios.

La otra constante es una infinita incapacidad para reconocer lo previamente logrado y construir sobre ello. El pasado siempre fue malo y tiene que ser modificado porque los nuevos siempre son más inteligentes que los anteriores. La arrogancia es tan grande que ciega a todos: un país de más de ciento veinte millones de habitantes es mangoneado como si se tratase de un pueblo perdido en la mitad de Tabasco. El problema es que, con todos los errores y corruptelas, México es una de las principales naciones del mundo y la ciudadanía, aunque ninguneada, tiene aspiraciones, a mejorar y salir adelante. Y, a la larga, siempre se impone. Ni cerrando a toda la prensa evitará que la información sea conocida.

Sin embargo, el panorama hacia adelante no es halagüeño. Negar el número de muertos, la profundidad de la recesión o el número de desempleados (los reales, no sólo los del IMSS) no hace sino contribuir a la profundización y alargamiento de las dos crisis simultáneas: la sanitaria y la económica. El gobierno ignora a la ciudadanía, pero ésta no puede ignorar su realidad, esa que le pega directamente a su ingreso y a sus posibilidades de sobrevivir.

Urge revisar el contenido de nuestra democracia para hacer reingeniería en la forma de gobernar. La ausencia de un proceso de reforma al sistema político es lo que ha causado la subordinación del legislativo, la disfuncionalidad del llamado pacto federal y las excesivas atribuciones -reales y nominales- de esta presidencia. La alternativa no es de un color atractivo.

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 REFORMA
30 Ago. 2020

No es casualidad

Luis Rubio
En solidaridad con Nexos.

 “Los reportes sobre mi muerte han sido altamente exagerados” afirmó Mark Twain. Lo mismo se puede decir sobre el capitalismo. Desde 2008 innumerables políticos, estudiosos y opinadores han asegurado que el capitalismo quedó moribundo; doce años después, la pandemia ha desatado una nueva ola de protestas y Casandras. Pero el capitalismo sigue y seguirá porque, dice Francesco Boldizzoni,* éste responde a la naturaleza humana.

La página de Internet de “Black Lives Matter,” el inspirador de las protestas recientes, dice textualmente que su objetivo es “el desmantelamiento del imperialismo, capitalismo, supremacía blanca, patriarcado e instituciones estatales.” Los agitadores que han aparecido en México, además de emplear términos que no son típicos del país (lo que sugiere “tecnología” importada) no tienen una página en Internet, pero sin duda comparten esos objetivos. En lugar de buscar crear condiciones para la prosperidad de sus huestes, muchos grupos de Morena abiertamente hablan de crear un caos para avanzar hacia el paraíso chavista.

La paradoja es que el liberalismo, que históricamente ha sido complemento inexorable del capitalismo, es flexible y adaptable, en tanto que los protestantes son dogmáticos y en buena medida arrogantes. Me dirán que no puedo juzgar al movimiento, pero su naturaleza destructiva habla por sí misma. Los agitadores y quienes los siguen ciegamente difícilmente representan a la población.

Es evidente que la situación económica, el desempleo y meses de semi confinamiento han exacerbado los ánimos, pero de ahí no se puede colegir que la población quiere destruir lo existente, por más que el statu quo requiera y merezca cambios fundamentales. Quien quema o destruye un negocio ciertamente no está pensando en los desempleados o la lacerante recesión. Es vandalismo puro con objetivos ulteriores.

Dos libros recientes se abocan a la persistencia del capitalismo, pero con enfoques muy distintos. Boldizzoni comienza con una frase lapidaria: “Estos días el mundo parece estar llegando a su fin con asombrosa regularidad.” La gran recesión, Brexit, Trump, el apocalipsis climático, el coronavirus y lo que se acumule esta semana, son todos anuncios del irreversible e inevitable colapso del capitalismo. Pero las masas nunca parecen aprender la lección.

El libro de Boldizzoni relata la historia del capitalismo con gran detalle: un recorrido especialmente valioso por la manera en que clasifica a las diversas corrientes críticas. Para Rosa Luxemburgo, lo relevante son las teorías de la implosión, donde el capitalismo se colapsa por el peso de sus contradicciones. John Stuart Mill y Keynes plantean el agotamiento del capitalismo que conlleva a su muerte luego de haber creado una base de prosperidad. El recorrido concluye con Schumpeter, a quien le preocupa lo contrario: que el éxito del capitalismo en crear riqueza y prosperidad conduzca al abandono de la ética de trabajo que lo hizo exitoso. Lo más valioso del texto es que coloca al capitalismo en su justa dimensión: es tanto una “actividad añeja de la humanidad (producir y comerciar) como un sistema socioeconómico moderno basado en derechos de propiedad bien definidos y empleo asalariado.” Aunque el autor es crítico del capitalismo y habla en términos catastróficos, su argumento es, en esencia, que el capitalismo es inherente a la humanidad y eso explica su persistencia a lo largo de los siglos.

Thomas Philippon** sigue una línea muy distinta. Su texto compara la forma en que las economías de Europa y Estados Unidos han evolucionado en las últimas décadas, evaluando la capacidad de adaptación y flexibilidad de cada una de ellas. Comienza por observar la capacidad de innovación, encontrando que los americanos son superiores al desarrollar nuevos aparatos, a los que él llama “juguetes.” Sin embargo, mientras que en los ochenta los americanos provocaron dos momentos de alta innovación gracias a la competencia desatada por la desregulación de la aviación y la división del monopolio telefónico, su apreciación es que los reguladores europeos aprendieron esas lecciones mejor que los propios estadounidenses, desarrollando una mayor efectividad regulatoria al intervenir en el mercado, produciendo mucho mayor competencia en sus economías.

La falta de competencia en la economía americana no es una crítica nueva, pero su conclusión es que el éxito económico depende de la capacidad de adaptación para generar riqueza y ésta se mide esencialmente en términos de acceso al mercado, que el autor considera superior en Europa.

La lección para México es evidente: México cuenta con, literalmente, millones de empresarios que luchan de sol a sol para construir su futuro, pero nunca acaban de crecer y consolidarse porque la formalización es tan onerosa que nunca llegan ahí. Lo fácil es perderse en las empresas grandes, pero lo trascendente es el enorme número de empresarios en potencia, limitados por requerimientos regulatorios y fiscales que con frecuencia resultan insalvables. Estos libros muestran lo importante que es tener un gobierno competente que crea condiciones para la prosperidad. Lamentablemente, al día de hoy, esto en México no es parte de la ecuación.

*Foretelling the End of Capitalism: Intellectual Misadventures Since Marx; **The Great Reversal

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en REFORMA

23 Ago. 2020

Progresar

Luis Rubio

¿Qué es primero, el huevo o la gallina? El eterno acertijo tanto en la ciencia como en la vida cotidiana nunca se resuelve, pero lo trascendente, dice Matt Ridley en su nuevo libro sobre innovación, es cómo piensa uno al respecto. La teoría de la evolución ejemplifica el punto de manera nítida: la evolución no nos dice nada sobre la existencia de un ser superior, pero prueba que si éste de hecho existe, no tiene, o aborrece, la planeación central. La evolución no sigue un patrón predecible pero estudiarla permite tener una perspectiva distinta sobre las cosas y eso, afirma Alan Kay, tiene un valor superior: “un cambio de perspectiva vale ochenta puntos de IQ.” Si queremos salir rápido de la pandemia, la receta es crear condiciones para que florezca la innovación.

En Como funciona la innovación: por qué florece en libertad, Ridley insiste en ver más allá de las explicaciones evidentes y propone que al adoptar una manera creativa de resolver problemas disminuye el dogmatismo, especialmente cuando uno reconoce que puede haber más de una solución a un determinado problema y que cometer errores es parte del proceso y no un fracaso.

“La innovación es hija de la libertad y madre de la prosperidad.” Este es el corazón de su argumento: el progreso no se puede planear; al revés, la innovación es siempre disruptiva. “La innovación es evidente en retrospectiva, pero es imposible de predecir.” Esto porque el proceso que produce la innovación no es lineal y siempre involucra errores y aciertos que, en conjunto, avanzan el conocimiento. Subestimar la creatividad y las habilidades de las personas que actúan de manera voluntaria y sin coerción es el error más típico de las burocracias que pretenden avanzar la ciencia, el conocimiento y la tecnología por diseño y planeación central.

Ridley ilustra este punto comparando la forma en que progresaron Francia, Alemania y Gran Bretaña en el siglo XVII y XVIII: mientras que los gobiernos continentales crearon vastas burocracias dedicadas a avanzar la ciencia, el gobierno inglés fue muy lento en apoyar el desarrollo de la ciencia, privilegiando al mercado como factor decisivo. Por eso la revolución industrial acabó siendo inglesa. El factor clave es que nadie puede anticipar, planear o predestinar el curso del avance del conocimiento. “Es fundamental no subestimar el autoengaño y la corrupción por causas nobles: la tendencia a creer que una buena causa justifica cualquier medio.” Esto es tan válido para la ciencia como lo es para la energía y el crecimiento económico.

Ridley demuestra que el progreso no comienza en el laboratorio universitario para de ahí moverse hacia el mundo comercial, sino que con frecuencia ocurre a la inversa: son los cambios e innovaciones que tienen lugar en las fábricas, talleres y oficinas los que luego son racionalizados y codificados por académicos, dándole sentido a sus propios estudios. Darwin, nos dice Ridley, buscaba proactivamente la asesoría de criadores de palomas y caballos porque ellos entendían, de manera práctica, lo que luego Darwin llamaría “selección natural.” Quizá sea un poco duro el tratamiento que Ridley le da a los científicos, pero su punto de vista tiene una lógica: casi siempre se concibe al empresario como un mero ser avaro sin interés más allá del dinero, cuando la empresa es el mecanismo de solución de problemas más exitoso que jamás se haya creado. Lo que cuenta es el sistema que permite innovar y éste es mucho más eficiente en las empresas que en la academia. “La innovación no es un fenómeno individual, sino un fenómeno de redes, colectivo, incremental y desordenado.”

El factor de “desorden” parece ser crucial en el proceso de innovación. La noción de una “red desordenada” que produce un nuevo orden me parece fascinante porque no puede ser anticipada o planeada: es desordenada en el sentido en que depende de prueba y error, de falsos comienzos que van cobrando forma a base de experimentar. Se aprende haciendo, con la creatividad que permite y promueve la inspiración humana para lograr beneficios para la colectividad.

El subtítulo del libro resume todo su argumento: se progresa en libertad y se avanza probando alternativas y fracasando con frecuencia. Muchas cosas se entienden solo en retrospectiva y rara vez hay un factor que resulta determinante en el resultado. No hay momentos “eureka” que resuelven todo. El progreso requiere un entorno de libertad y condiciones que favorezcan la creatividad: una mezcla de políticas públicas y marco legal que promuevan mercados eficientes y permitan trabajar. La propuesta de Ridley no es un paraíso para la burocracia.

Los gobernantes y burócratas siempre creen que sus intenciones son resultados, que con solo desearlo se va a lograr una transformación integral. Ridley demuestra convincentemente que el progreso no se puede planear, sino que éste ocurre cuando existen condiciones propicias para ello, la más importante de las cuales es la libertad para pensar y actuar. Y esto nunca ha sido más cierto que en este momento de terrible recesión.

CONACYT, la SEP y el gobierno se beneficiarían mucho de entender cómo es que avanza el mundo porque de lo que hagan y, sobre todo, lo que impidan, dependerá el futuro del país.

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REFORMA
16 Ago. 2020 

Resentimientos

Luis Rubio

Nada más viejo que el resentimiento, sobre todo de los pobres hacia los ricos. Tampoco es novedoso el recurso de políticos a explotar y provocar agravios, reales o imaginados. Isócrates, uno de los grandes oradores griegos del siglo IV ac, acusaba la hostilidad, pero la reconocía como una emoción típica de la democracia. Lo que ha cambiado, dice Jeremy Engels,* es que mientras que en la democracia directa los ciudadanos se expresaban abiertamente en la polis, hoy son los políticos quienes atizan el resentimiento como instrumento de gobierno. Una estrategia así, dice Engels, tiene límites y fácilmente se puede revertir.

Los griegos veían a la democracia como una fraternidad dedicada a impedir la tiranía. Sus resultados, sin embargo, no impresionaron a los federalistas, aquellos pensadores que dieron vida al sistema político norteamericano: para ellos, era fundamental evitar la “tiranía de la mayoría” porque un sistema democrático debía igualmente proteger a las minorías. Su preocupación era muy específica: desatada la furia, nada puede contener a una turba violenta.

El problema de fondo es, y siempre ha sido, que hay diferencias naturales entre los ciudadanos: riqueza, habilidades, origen, preferencias, educación. Las diferencias sociales son una parte inexorable de la historia de la humanidad y la democracia es una forma de tomar decisiones que le permite a todos los ciudadanos participar de manera equitativa independientemente de esas diferencias. Son las políticas que adopta el gobierno elegido democráticamente las que deben logar atenuar las diferencias e igualar las oportunidades.

El resentimiento es una reacción visceral al contraste entre la promesa de igualdad inherente a la democracia frente a las inequidades flagrantes en los resultados de proceso político o cuando los contrastes entre pobreza y riqueza son mayúsculos. El grado de contraste es material propicio para políticos e intereses especiales dedicados a explotar las diferencias sociales y los privilegios de que algunos gozan como medio para avanzar sus causas: ganar apoyo popular y, más comúnmente, manipular a la población. El resentimiento que es inherente a la sociedad humana acaba siendo un instrumento del poder para controlar a la población: la estrategia más típica de demagogos como Perón, Chávez o Trump, al igual que del corporativismo, de triste memoria en buena parte del siglo XX mexicano, y del sistema fascista concebido por Mussolini.

Confrontar y atizar a la población es la táctica que ha empleado el presidente López Obrador para afianzar a su base y solidificar su proyecto. La pregunta clave es si se trata de un medio para avanzar una transformación constructiva que disminuya la inequidad y eleve el desarrollo al que se pueda sumar toda la población, que es lo que, al menos en la retórica, proponían los usuarios del mismo método en el viejo PRI; o si se trata de un primer paso hacia la destrucción de la frágil estabilidad social que ha caracterizado al país desde los setenta. En el primer caso estaríamos hablando de un proceso de conformación de un régimen de control en substitución del que caracterizó a México después de la Revolución; en el segundo, del comienzo de un proceso de destrucción de la endeble democracia mexicana que se ha venido construyendo con penurias, contrariedades y a regañadientes en las últimas décadas. En ambos casos, resentimiento como instrumento de poder, no de construcción de un mejor futuro.

De lo que no hay ni la menor duda es que el presidente ve a la confrontación y al encono como instrumentos de gobierno. En esto no se diferencia mayormente de otros experimentos en el mundo o en el sur del continente, todos los cuales acabaron en el ocaso: unos por quebrar a sus economías, otros por provocar respuestas violentas. Chávez optó por comprar un seguro contra una salida violenta, al virtualmente transferirle a Cuba el control de su país.** Cualquiera que sea el método, ninguno de esos ejemplos benefició a la población o permitió su prosperidad, pero todos empobrecieron a la ciudadanía y mancharon a sus seguidores.

El problema es que, una vez desatado el encono, retornar a un mundo de concordia se torna casi imposible. Ahí está Venezuela, Argentina y Chile como ejemplos donde el rencor nunca fenece.

Lo único que es claro es que la popularidad del presidente sigue relativamente alta, resultado no de sus inexistentes éxitos en materia económica, de corrupción o de concordia social, sino más probablemente del odio que ha destapado y que podría no poder contener. No es obvio cómo evolucionará la percepción ciudadana de un líder que provoca pero que no da resultados. ¿Aparecerá otro listo a explotar el mismo resentimiento?

Cuando Lenin llegó a Petrogrado luego de ser expulsado de Zúrich, la revolución ya había comenzado pero él tenía algo único en mano: un plan, que le permitió tomar control y construir un régimen a su imagen y semejanza. La realidad mexicana está tan caldeada que quien llegue con un plan bien podría convertirse en un nuevo líder. El riesgo es que el plan sea como el de Lenin, Chávez o Bolsonaro y México acabe en el ocaso, como tantos otros experimentos en la historia.

*The Politics of Resentment;
**Maldonado, Diego G., La invasión consentida

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  REFORMA

09 Ago. 2020

Tiro en el pie

Luis Rubio

Lo normal cuando cambia un gobierno es la continuidad, con los ajustes naturales de estilo y personalidad. Cambia el presidente, pero el país sigue su curso: el nuevo gobierno le imprime sus formas, preferencias y prioridades, pero en general preserva la esencia de lo que es el gobierno y su relación con la sociedad. En ocasiones, por razones endógenas -como el advenimiento de un gobierno transformador- o exógenas -como la aparición de factores no predecibles, como una pandemia y sus secuelas económicas y sociales- las circunstancias demandan un rompimiento o lo hacen posible. A veces, los cambios mejoran el futuro, otros equivalen a darse un tiro en el pie.

La principal apuesta del presidente López Obrador es que su base, ahora clientela, se preservará intacta a pesar de las dolencias económicas y el desempleo, y que la economía de Estados Unidos será lo suficientemente fuerte como para generar demanda para las exportaciones nacionales. Como principal motor de nuestra economía, las exportaciones son clave para cualquier conato de recuperación económica, como bien aprendimos en 2009, cuando la recesión americana causó casi una depresión en México.

Otra cosa es que el proyecto presidencial quede incólume a pesar de los cambios en el entorno tanto interno como externo: lo único seguro es que las giras y toda la operación política están orientadas a ganar el 2021 a cualquier precio.

En esta perspectiva, no es tediosa la interrogante de si a este gobierno lo anima el ansia de un cambio profundo (a los demagogos de la 4T les encanta hablar de un inexistente “cambio de régimen”) o de una continuidad con modificaciones al estilo de la casa presidencial. Más allá de eliminar contrapesos que han probado ser meros tigres de papel, el gobierno no ha hecho sino intentar recrear la vieja presidencia mexicana, pero esos esfuerzos han venido aparejados de consecuencias no anticipadas. Quizá no se hayan percatado que mientras mayor el control, mayor el deterioro: en un mundo abierto, las restricciones, cancelaciones e imposiciones tienen un costo incremental.

La interrogante clave es si todo lo que el país y el mundo han experimentado a lo largo de este año permitirá retornar a la normalidad anterior, como si nada hubiera pasado. Países serios que condujeron el proceso sanitario sin agendas encontradas -como Alemania o Corea, por citar dos casos exitosos- han logrado un retorno a algún grado de normalidad y, en el camino, sus gobiernos se ganaron el aplauso de la ciudadanía porque ésta percibió en el gobierno a un aliado que no hizo más que dedicarse a combatir el enemigo común. En México el gobierno encontró una multiplicidad de enemigos, tomó en chunga el combate al virus y se ganó el oprobio y, peor, la decepción, de una buena parte de la ciudadanía. Así lo consignan las encuestas. Quizá más importante para su objetivo único, las elecciones de 2021, el presidente no ha hecho nada, ni siquiera reconocer que el desempleo y la recesión tienen consecuencias para las personas y sus familias, especialmente aquellas más vulnerables, muchas de las cuales votaron por él. Las urnas serán la prueba última de esas percepciones.

Dos circunstancias hacen dudar de la viabilidad de la estrategia gubernamental. La primera es si la obcecación con los proyectos prioritarios (como la refinería y el tren maya) es la mejor manera de gobernar. El famoso general prusiano von Moltke decía que ni los mejores planes sobreviven el primer contacto con la realidad y a nadie le debe caber duda alguna que la realidad cambió radicalmente en los últimos meses, tanto por la recesión, que ya venía desde el año pasado, como por el desempleo. El presidente no está dispuesto a alterar su proyecto ni en una coma, lo que obliga a preguntar si la falta de atención a la población más afectada tendrá efectos políticos y/o electorales. Inconcebible que no sea así.

La segunda característica de la estrategia gubernamental es que consiste en una transacción esencialmente comercial: si bien el presidente se dedica a activar y nutrir sus redes a través de las giras por todo el país, la esencia de la estrategia electoral son las transferencias que se realizan a adultos mayores, “jóvenes construyendo el futuro” y demás clientelas. Esas personas y familias sin duda agradecen la contribución, pero no por ello todas son creyentes: exceptuando a quienes efectivamente tengan una vinculación cuasi religiosa con el presidente (que hay muchos), los demás mantienen una relación esencialmente de carácter comercial, dependiente de que las transferencias persistan. La compra de votos es un instrumento muy viejo en la política mexicana y la población lo juega como lo que es: una transacción. ¿Sobrevivirá la relación cuando aprieten las finanzas públicas, lo que inexorablemente ocurrirá en los próximos meses?

Nada está escrito para las elecciones de 2021, pero es claro que ya estamos en plena temporada electoral y todo lo que hace el gobierno y la oposición está encaminado a definir o redefinir la correlación de fuerzas que emergió en 2018. El problema para el gobierno es que no tiene una estrategia para el desarrollo del país y eso es lo que, a final de cuentas, le hace una diferencia a la ciudadanía.

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02 Ago. 2020

La nueva moda

Luis Rubio

De la corrupción generalizada e impune pasamos a la corrupción centralizada y purificada. Lo que queda es la misma corrupción de siempre: solo los adjetivos cambian.

Comienza el circo en torno a la detención y extradición de Emilio Lozoya, pero la corrupción permanece. Mucho ruido, grandes negociaciones y un solo objetivo: distraer a la ciudadanía de las fallas del gobierno, la terrible recesión y la ausencia de acción en torno a la promesa que hizo el hoy presidente en su campaña y que cautivó a la mayoría de la población: la esperanza.

La gran promesa del candidato López Obrador fue que acabaría con la corrupción. El contexto era más que propicio no sólo por la desfachatez que caracterizó al gobierno de Peña, sino por el hartazgo de una población que observaba como se explotaban recursos naturales para provecho particular, se otorgaban permisos y contratos a los cercanos al régimen y se privilegiaba a los cuates. Como sugiere la información que presuntamente tiene Lozoya en su poder, la corrupción fue no solo un objetivo, sino un modus operandi: todo se resolvía con dinero y nadie ni nada era demasiado marginal para ser parte de la perversidad: diputados, senadores, periodistas, gobernadores, oposición, empresarios, medios de comunicación. Peña fue un extremo en la vieja práctica y tradición tan mexicana de la corrupción por su falta de pudor: el robo era un derecho divino para ser publicitado en toda su magnitud.

Otra es la historia del presidente López Obrador: en lugar de combatir la corrupción, la nueva moda es centralizarla. Como en las buenas épocas del PRI del siglo XX, la corrupción está ahí para ser administrada desde la presidencia como instrumento para premiar a los cercanos: familiares, allegados y favoritos, o sancionar a los enemigos. La novedad es que basta la palabra presidencial para que casos de evidente corrupción sean purificados: los cercanos jamás pueden ser corruptos porque la mera cercanía desinfecta.

La corrupción vuelve a ser un mero instrumento del poder para generar lealtades y para distraer a la ciudadanía: una vieja costumbre que se remonta a la era colonial, luego refinada en el siglo XX en forma y sustancia, hasta llegar a la sutileza actual. Lo que estamos observando es su perfeccionamiento en la forma de un circo mediático con objetivos por demás ambiciosos.

Raro fue el sexenio en la era priista en que no se aprehendió a algún funcionario del gobierno anterior para hacer valer la preeminencia del nuevo dueño del pueblo. La práctica era tan socorrida que la población hablaba de la ley “del cartero” para referirse a las leyes anticorrupción, porque solo se perseguía a funcionarios menores y se santificaba la práctica: todo el resto eran mensajes y venganzas particulares. Aunque el perfil de los encarcelados sexenales fue subiendo en el tiempo, nunca se llegó a lo que ahora se presume como posible: la persecución judicial de un expresidente.

La pregunta es si se trata de un cambio de dirección o de una mera estrategia de distracción. Sin duda, la supuesta evidencia que tiene Lozoya en su posesión tiene un alto valor mediático y político, pero no es obvio que pudiera ser empleada como prueba en un proceso judicial que respetara las reglas de evidencia y del debido proceso. El uso político de la corrupción es viejo y este gobierno se está preparando para llevarlo a un nuevo umbral. Pero nada de eso implica que se estuviera combatiendo la corrupción o que se fuera a sancionar a quienes se les probó haber incurrido en esa práctica. La disyuntiva es avanzar hacia la erradicación de la corrupción o volver a lo acostumbrado: chivos expiatorios en lugar de funcionarios debidamente sancionados.

El asunto no es menor porque la circunstancia tampoco lo es. Ningún gobierno en la memoria de quien hoy está vivo ha experimentado el tamaño de recesión, desempleo y violencia, todo combinado, que caracteriza al México de hoy. El momento tan extraño que vivimos, con un confinamiento que ha congelado casi todo, desde la economía y el debate hasta las demandas sociales cotidianas y las conversaciones particulares, ha creado un paréntesis político que sin duda es la calma antes de la tormenta. Tarde o temprano, esos males van a estallar y el gobierno no se ha preparado para lidiar con sus consecuencias. La economía no se va a recuperar pronto, las transferencias clientelares serán insuficientes para contener las necesidades de los beneficiarios y los padecimientos van a multiplicarse de una manera incontenible. En contraste con otras naciones, el gobierno mexicano parece petrificado. En todo excepto el circo mediático que viene y su inquebrantable concentración en el 2021.

La pregunta es si el intento de distracción que se propone enarbolar el presidente será suficiente para librarlo de la responsabilidad de sus malas decisiones e incompetencia en la conducción de los asuntos públicos. En un entorno tan polarizado y saturado de hartazgo, el cinismo natural del mexicano le permitirá disfrutar el teatro: nada como ver a un presidente esposado, si es que lo logra, pero no cambiará su opinión de un presidente cuya principal promesa fue la corrupción, no el caos ni el circo. La diferencia no es pequeña.

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 26-Jul-2020

 La nueva moda

Gobierno acosado

Luis Rubio

Como tantas otras cosas en la vida, el crimen organizado funciona y se adapta al entorno en que opera: cuando enfrenta resistencia se retrae, cuando el terreno es propicio avanza. Donde hay reglas y éstas se hacen cumplir, se apega. En el México de hoy no hay reglas y el terreno es más que propicio: es atrayente. Sólo así se puede explicar la temeridad del atentado realizado hace unas semanas. ¿Dónde deja eso al gobierno?

 

La definición más elemental de un narco Estado es cuando las instituciones fundamentales de un gobierno han sido penetradas por el crimen organizado. Un término similar, pero no equivalente, es el de “Estado fallido,” que implica la incapacidad de satisfacer las funciones básicas de un gobierno, como seguridad y provisión de servicios. Ninguno de los dos es aplicable, a rajatabla, a México, pero hay claros visos de ambos en distintas partes del territorio nacional.

 

Hay vastas regiones del país que son territorio narco, donde el gobierno no tiene presencia o capacidad de acción. En Tamaulipas, por ejemplo, el ejército provee un servicio de custodia a vehículos que tienen que ir de una ciudad a otra: convoyes que son formalmente organizados para que no sean interceptados por los amos del territorio. En lugar de resolver el problema, se crea una realidad alternativa. Situaciones similares se dan en Michoacán y partes del noroeste, de Jalisco hasta la frontera. Hay regiones enteras del Edomex, Guerrero y Guanajuato que son territorio del crimen organizado. Sin resistencia, la realidad se institucionaliza.

 

A lo anterior habría que agregar la impunidad con que actúan las mafias en el país. El atentado contra el secretario de seguridad de la CDMX es ilustrativo: no fue solo el tamaño del operativo, sino la temeridad de llevarlo a cabo en la principal avenida de la ciudad. Eso no puede ocurrir sin contubernio de algunas autoridades.

 

Más allá de las circunstancias del caso específico, el hecho denota una obviedad: que es posible llevar a cabo un operativo de esta naturaleza. Da igual si se trató de una venganza, de si el gobierno ha tomado partido o de si los intereses de esa mafia han sido afectados. El hecho es lo que cuenta.

 

La acusación más grande es que el gobierno federal se ha aliado con un cartel, lo que implicaría, en la lógica criminal, que se ha convertido en blanco legítimo. Existen videos que muestran al presidente conversando con la madre del líder del cartel de Sinaloa, lo cual no constituye evidencia de la existencia de un pacto, pero en política la forma es fondo. Si bien no es la primera vez que se acusa al gobierno federal de negociar con ese cartel, lo novedoso es que sea el propio presidente, en su territorio y en público, quien converse con una persona tan cercana al liderazgo. Hay muchas formas de combatir al crimen organizado, pero lo que el atentado demuestra es que la adoptada, con o sin acuerdo con narcos, no está rindiendo frutos.

 

Negociar no implica, en términos técnicos, que el mexicano se haya convertido en un “narco Estado,” pero, de ser verídicas las presuntas negociaciones, no le faltaría mucho. Y ese es el problema. El gobierno ha actuado sin contemplar las implicaciones y consecuencias de sus acciones. Tampoco ha mejorado la seguridad de la población, que es su principal responsabilidad.

 

Lo que es claro es que no existe una estrategia para combatir a las mafias o que la que tiene, abrazos no balazos, es inadecuada. La pregunta es si la debilidad del gobierno en esta materia ha hecho posible que las organizaciones criminales avancen sus posiciones, haciendo cada vez más difícil remontar el statu quo. El atentado implica que el balance de poder se mueve a favor de las mafias, cuyo objetivo no parece ser gobernar sino operar su negocio sin interferencia gubernamental. Cada paso que el gobierno retrae, algún cartel lo capitaliza pero, para afianzarlo, tiene que matar a sus contrincantes, lo que preserva el mundo de violencia que vivimos.

 

Lo importante no es la etiqueta -Estado fallido o narco Estado- sino que el gobierno sigue sin reconocer y aceptar que la seguridad de la ciudadanía es su responsabilidad más fundamental. Sus baterías están enfocadas hacia lo único que le importa, lo electoral, mientras su personal, para no hablar del mexicano común y corriente, vive el miedo de un atentado inesperado.

 

Cuando el atentado es contra una figura de la relevancia del secretario de seguridad de la capital del país, la afrenta es evidente y el simbolismo imposible de ocultar. Su no respuesta es una respuesta obvia para los involucrados.

 

En ausencia de la pandemia y la recesión, es posible que la política de seguridad de este gobierno hubiera acabado igual de mal que la de sus antecesores. Pero la pandemia cambia todo: vienen tiempos sumamente delicados para la seguridad de la población que no se refieren a los narcos o al crimen organizado como tal, sino a la urgencia de los padres de familia por resolver su problemática inmediata. En tanto que el narco estará (está) ahí para captar apoyos, el gobierno no protege a la ciudadanía. En lugar de crear fuerzas policiacas efectivas del municipio hacia arriba, promueve lo más cercano a un “sálvese quien pueda.” No es una forma seria de gobernar.

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en REFORMA

19 Jul. 2020