Luis Rubio
Revista Nexos 2024
Julio 27, 2024
Después del triunfo viene la cruda. Un triunfo legítimo e inobjetable, pero que no altera el problema estructural que enfrenta —y enfrentaba desde antes— el país. La nueva presidenta tendrá que decidir si lidia con la realidad política que subyace a la estructura política formal o la deja pasar, confiando en que el deterioro no sea excesivo. El primer camino abriría la posibilidad de gobernar y quizá más. El segundo sacrificaría cualquier posibilidad de lograr la agenda que el electorado refrendó con su voto. O peor.
La reciente contienda a la Presidencia arrojó un resultado excepcional: una votación abrumadora para el partido gobernante, lo que haría pensar que la concentración del poder, característica prototípica del sistema político mexicano a lo largo del siglo XX, está de regreso y que tanto los atributos como los riesgos de aquel sistema volverán a la palestra. Nada más distante de la realidad.
En su dimensión política, el país ha evolucionado de manera sistemática a lo largo del último medio siglo, pero ha sido producto de las circunstancias, no de un plan de transición como el que se dio en otras latitudes. Nadie condujo, de manera expresa y consciente, la transición política: más bien, se hizo lo menos que fue necesario o lo más que se pudo, según el punto de vista de cada actor político, para impedir un colapso o avanzar un proceso. En contraste con las reformas económicas, que al menos en concepto siguieron una lógica coherente, en el ámbito político las reformas fueron respondiendo a demandas sociales y políticas y, con mayor frecuencia, al cambiante entorno electoral y criminal.
El resultado es la desaparición de las anclas institucionales que le dieron al país décadas de estabilidad en el siglo anterior, sin que se consolidara el entramado institucional democrático que se fue desarrollando desde los noventa y que nunca cuajó por completo. En consecuencia, la problemática política de hoy en nada se parece a la que existía cuando se dieron reclamos como el del movimiento estudiantil de 1968 o cuando los entonces tres partidos dominantes aprobaron la señera reforma electoral de 1996.
Aquí abordaré la forma en que ha cambiado el sistema político en las últimas décadas y, especialmente, sobre lo que ha arrojado ese proceso de cambio para el momento que nos ha tocado vivir, ahora con un gobierno nuevo que goza de enorme legitimidad. El punto nodal del argumento es que la presidenta encabezará un gobierno que posee todo el poder formal, pero no el poder real. Esto último no se debe a la presencia de López Obrador, sino a la falta de una estructura institucional que norme, regule y controle la participación política en el sentido más amplio del término: los poderes reales —políticos, criminales, regionales, sindicales, empresariales— que pululan por todo el país. Una diferencia, de esa magnitud, entre el poder formal y el poder real, es la que debería preocupar no sólo al nuevo gobierno, sino a la sociedad entera. Y esa circunstancia es la que nos distingue de países plenamente democráticos que pueden experimentar cambios radicales de gobierno sin que todo se ponga en jaque.
Una primera pregunta por demás lógica es por qué esto es significativo hoy, o sea, qué cambió para hacer relevante el planteamiento en este momento. La respuesta, a reserva de ampliarla en los siguientes párrafos es muy simple: el presidente López Obrador, por su personalidad y habilidad política, logró mantener la apariencia de normalidad, a pesar de que el país se fragmentaba por debajo, a la vista de todos. Es dudoso que la nueva presidenta goce del mismo privilegio: mucho más probable es que el fenómeno caciquil, caudillesco y criminal crezca y, quizá, se consolide.
El problema estructural se puede resumir de manera muy simple: la realidad del México de 2024 en nada se asemeja a la de la era posrevolucionaria, no cuenta con los mecanismos institucionales que caracterizaron a la era del PRI ni logró una transición integral hacia la democracia. El factor de estabilidad a lo largo del siglo XX fue el partido que fundó y estructuró Plutarco Elías Calles luego del asesinato de Álvaro Obregón, fue el partido que institucionalizó la vida política, reguló la competencia por el poder, ejerció férreo control sobre los diversos sectores de la sociedad y, en general, mantuvo la paz. Esas circunstancias favorecieron el crecimiento de la economía, la urbanización y el origen de una clase media. Al mismo tiempo, la naturaleza de ese sistema sembró las semillas de su propia eventual destrucción: el éxito político alienó a la clase media como se pudo apreciar en el movimiento estudiantil de 1968 y los controles sobre la actividad económica sofocaron a la economía, al punto de requerir reformas que debilitaron o eliminaron esa estructura de controles. Por décadas, a partir de 1929, el partido —primero PNR, luego PRM y luego PRI— sería el factor de estabilidad y continuidad política por encima de las estructuras formales de poder.
La reforma electoral de 1996 inició la transición hacia la democracia: se construyeron diversas instituciones tanto en el ámbito político como para la economía y, en general, la interacción social, cuyo objetivo era el mismo que el de Calles, pero para una sociedad que había evolucionado y reclamaba participación política abierta. En ese contexto se reformó la Suprema Corte de Justicia de la Nación, se crearon los organismos reguladores (competencia, telecomunicaciones, energía, etcétera) y las instituciones electorales: el IFE/INE y el Tribunal respectivo. Desde los noventa, los presidentes respetaron el entramado institucional, pero el presidente López Obrador, crítico constante de las reformas económicas y políticas, evidenció lo frágiles que son y, sobre todo, la ausencia de legitimidad de la mayor parte de esas entidades. En un santiamén, el presidente neutralizó, eliminó, debilitó o destruyó uno a uno esos organismos. El país quedó sin estructuras institucionales, pero no se ha notado de manera formal en buena medida por la personalidad del propio presidente, cuya retórica narrativa y habilidad política mantuvieron el control de los procesos políticos. Ahora, en el ocaso de su sexenio, el vacío de instituciones se hará presente de manera inexorable.
No se trata de una realidad oculta: el crimen, para tomar el ejemplo más evidente, es producto de la falta de instituciones dedicadas a velar por la seguridad de la población. La incapacidad de obtener justicia por parte de la ciudadanía (el llamado fuero común) atestigua la inexistencia de un Poder Judicial abocado a los asuntos que más aquejan a la ciudadanía. En términos más propiamente políticos, los homicidios de candidatos, la ausencia de reglas (y capacidad de hacerlas cumplir) en los ámbitos electorales y partidistas son también ejemplos palpables. El país pasó de una era de controles verticales impuestos desde arriba por una Presidencia todopoderosa (con regularidad) a través del partido oficial, a un entramado institucional costoso y complicado que no cumplía su cometido y que probó no ser capaz de resistir el embate presidencial, característica básica de cualquier institución. El gobierno que está por concluir funcionó debido a la naturaleza carismática de su liderazgo, misma que se extingue con el sexenio.
El viejo sistema político se constituyó para lidiar con cacicazgos, caudillismos, liderazgos políticos y otros factores de poder regional, sindical y político que surgieron con el fin de la Revolución. Un escenario que parece factible es el de volver a un patrón similar, con el añadido del factor criminal, que ya es el factótum en múltiples regiones del país. De hecho, albricias de esa perspectiva ya se pueden percibir en la forma del control regional que ejercen diversos grupos criminales, en la forma de conducirse de liderazgos regionales y en la aparición de actores que, de hecho, disputan el poder a las autoridades formalmente constituidas. No parece excesivo imaginar un escenario donde lo que es normal en ciertas regiones comience a tener lugar a nivel federal, probando la capacidad y disposición de la nueva presidenta a responder ante desafíos de esa naturaleza.
Se trata de un problema estructural que reduce de manera dramática la capacidad de gobernar, creando una paradoja: no se gobierna ni controla la mayor parte del país, pero sí se pueden procesar legislaciones que reducen o hacen difícil el funcionamiento de la ciudadanía, la razón de ser del gobierno mismo.
El fin del gobierno de Andrés Manuel López Obrador abre una nueva etapa para el sistema político mexicano. En el último medio siglo, México pasó de un sistema altamente estructurado en torno a un partido político que era también un complejo sistema de participación y control, a una democracia poco profunda y con instituciones débiles que ahora han sido muy erosionadas, cuando no destruidas. Gracias a la fuerza de su personalidad y habilidad política, López Obrador mantuvo la cohesión de la política mexicana en general y de su partido en particular, lo que ocultó el severo y acelerado desgaste político que ocurría tras bambalinas. Ahora, resuelta la sucesión, comenzarán a ser evidentes los riesgos y las fracturas con que tendrá que lidiar la ganadora y el país en general. El presidente que termina su sexenio planeó para concentrar, consolidar y ejercer el poder, el suyo, pero no para el futuro del país.
Por esta razón, el fin del ciclo electoral que eligió a Claudia Sheinbaum presidenta no será idéntico a los del pasado. Con esta elección el país llega a un momento de quiebre no por el resultado mismo ni por las personas involucradas, sino porque el proceso, los antecedentes y los imponderables que se evidenciaron a lo largo del camino desnudaron al sistema político y patentizaron la fragilidad que vive el país, los riesgos del gobierno de y por una sola persona y, por encima de todo, la imposibilidad de proseguir por este camino. Los nuevos victoriosos no reconocerán la fragilidad pero pronto la vivirán.
El presidente López Obrador es irrepetible por sus características y circunstancia, así como por el momento de México. Por eso, tan pronto asuma el próximo gobierno quedarán evidenciadas las carencias: la falta de estructuras, instituciones, reglas del juego; y la contraparte: la propensión a la violencia o a otros medios, legales o ilegales, para avanzar intereses y objetivos particulares. Todo esto augura una nueva era política, muy distinta a la que existía hace décadas o a la que se vivió en este sexenio por concluir.
Ésta no es la primera vez que el país se encuentra ante un desafío de tal naturaleza, pero las soluciones empleadas en el pasado ya no son posibles. Ahora, en el ocaso del sexenio, el país tendrá que empezar a lidiar con las consecuencias de la fragilidad de las estructuras institucionales construidas en décadas recientes y de la destrucción intencional emprendida por el gobierno que termina.
En condiciones normales, uno hubiera esperado un colapso paulatino del sistema político ante la virtual desaparición de los mecanismos institucionales asociados a la era del PRI y al deterioro que se ha experimentado por el embate del presidente López Obrador al entramado institucional de reciente creación. Y, sin embargo, ese colapso no ha ocurrido, al margen del deterioro que la ciudadanía experimenta en numerosos ámbitos (como los descritos brevemente antes, incluyendo el sistema de salud, la educación y otros similares). Mi impresión, como ya mencioné, es que ese deterioro no se ha hecho evidente en buena medida por las características del propio presidente. Su personalidad, habilidades particulares y forma de operar mantuvieron la apariencia de control, situación que es improbable mantener en el futuro mediato.
La estructura formal del sistema político mexicano nunca ha correspondido a la realidad del poder. En el siglo XX existía un Poder Judicial y un Poder Legislativo; sin embargo, la dominancia del Ejecutivo era legendaria pero atemperada por la existencia del partido oficial, cuya estructura institucional favorecía el recambio de las élites y la continuidad del poder. Esa estructura de control político e institucionalidad que era el PRI se fue degradando poco a poco por la evolución normal de la sociedad, por los cambios económicos y, con el tiempo, por el advenimiento de la competencia electoral en un contexto democrático. Ante esto, quedan interrogantes significativas que sólo el tiempo permitirá dilucidar, comenzando por el poder mismo del presidente después de que comience el gobierno de su sucesora y la potencial emergencia de estructuras competitivas de poder: caudillos regionales o nacionales. Es decir, la debilidad de las instituciones cobra nuevos bríos como asunto de primordial trascendencia.
Veintiocho años después de la señera reforma electoral de 1996, el país ha avanzado en ciertos aspectos, pero ha retrocedido en muchos otros y, debido a las leyes (y tácticas) promovidas por el gobierno en materia electoral (el famoso Plan B seguido del Plan C), la probabilidad de un mayor deterioro tanto político como en seguridad ya no puede descontarse. El gran logro electoral —certidumbre sobre el proceso, pero no sobre el resultado— bien podría estarse revirtiendo en aras de intentar imponer un resultado al margen de la voluntad del electorado. Aquella reforma, un gran triunfo ciudadano —quizá el mayor de nuestra historia— podría estar en sus últimos días.
La gran paradoja del momento actual radica en el contraste entre el enorme poder que acumuló la presidenta electa y su partido en los recientes comicios frente a los poderes reales que han crecido a lo largo y ancho del país; también se debe incluir a Morena misma, una entidad no organizada como partido político que, en ausencia de su líder, bien podría fragmentarse en agrupaciones desafiantes del poder central. Un panorama de esta naturaleza no sería extraño en cualquier democracia pero, dada la naturaleza poco estructurada de Morena, la tendencia a la división es elevada. Es decir, no es obvio que los números alcanzados por Morena en las dos cámaras legislativas funcionen siempre a favor de la presidenta o que no pudiesen ser fuente de conflicto o amenaza a sus proyectos.
En el ámbito del poder real está por verse la forma en que se relacionen el nuevo gobierno y las múltiples organizaciones del crimen organizado (y la estrategia que se adopte); la medida en que los gobernadores acepten someterse al gobierno federal, asunto que también se vincula con los poderes reales regionales, incluyendo el criminal; los militares y la definición por la que opte la presidenta sobre los ámbitos en que deba operar ese estamento; y, no menos relevante, los mercados financieros internacionales, que ya mostraron una gran capacidad disruptiva, así haya sido sólo una pequeña muestra. En el ámbito interno, la reciente elección fue ganada con una amplia ventaja por el gobierno que está por nacer, pero eso no implica que ganó con el 100 % del electorado: la oposición podrá no estar muy organizada, pero representa el 40 % de la ciudadanía y ese número, como ocurrió en 2021, puede crecer en cualquier momento, alterando la estructura del poder real en la sociedad mexicana. Ignorar este evidente elemento podría ser un gran error: la democracia es algo fluido y cada triunfo, por grande que sea, es meramente temporal.
No sobra agregar que muchos de estos legados envenenados palidecen frente a los riesgos que podría deparar un mal manejo de la relación con Estados Unidos, de cuya economía depende el bienestar de la mayoría de la población. El punto es muy simple: el poder formal y el real son contrastantes, por decir lo menos. Esto último debe tomarse con cautela porque el país bien podría experimentar la paradoja antes mencionada: una enorme capacidad para alterar el orden institucional y legal a nivel interno (es decir, modificar la estructura formal del país), pero verse impedido de funcionar en el plano de la realidad territorial, financiera y política.
Finalmente, queda por definirse la forma en que la presidenta lidiará con su predecesor. En la tradición política del siglo XX mexicano lo usual era que el ganador en la contienda (interna) por la Presidencia exhibiera un sentido agradecimiento y lealtad por su antecesor; nada de eso impidió que la lógica del poder se impusiera y, como dicen los viejos políticos, que el ganador, en este caso la ganadora, acabara siendo su verdugo. Dicho eso, es claro que el todavía presidente López Obrador no es un personaje típico, pero los liderazgos míticos gozan de ventajas temporales, que casi siempre acaban siendo efímeras en el largo plazo. Las cuentas de un gobierno pobre en resultados —arrogante y a la vez modesto en sus objetivos— tarde o temprano se pagan, y eso ocurrirá cuando la sucesora cuente con las condiciones para hacer valer su poder y su responsabilidad, que no es compartible.
El reto para la nueva presidenta es monumental y las fuentes de posible conflicto son múltiples, con el agravante de que muchos de los actores con poder real podrían imaginarla como débil por el mero hecho de ser mujer. En este contexto, la ausencia de instituciones entraña riesgos mucho más grandes de lo aparente y el pretendido país de instituciones corre el riesgo de fragmentarse bajo la sombra de caudillos, de líderes regionales y del crimen organizado, todo ello a la mitad del siglo XXI con una economía que vive y funciona sólo gracias a un tratado de libre comercio con nuestro complejo vecino del norte. La presidenta no la tiene fácil, pero si se aboca a construir instituciones que gocen de amplia legitimidad, con suerte y deja un legado más trascendente que el de su predecesor.
Luis Rubio
Presidente de México Evalúa. Su libro más reciente es La nueva disputa sobre el futuro de México (Grijalbo).
www.mexicoevalua.org
@lrubiof